Capítulo 5
Brillaban como pequeños rubíes entre hojas aterciopeladas. Al llegar a la linde del bosque, Sarius descubrió las bayas que crecían a la sombra de los árboles. ¿Podía recolectarlas? «Sí, sí puede». Para su satisfacción, comprobó que tenía un inventario donde se almacenaban sus posesiones: ahí estaba la carne de sapo que recogió cuando aún era un sin nombre. Fuera de eso, se hallaba vacío. Todavía tenía suficiente espacio para las bayas.
Al escuchar los ruidos se levantó con rapidez. «¿Hay serpientes en la maleza? —echó un vistazo rápido—. No, no hay nada. No hay nadie». Sarius se concentró en las bayas. «Seguramente crecen aquí para que consiga alimentos».
El ataque fue tan rápido que solo pudo asustarse cuando terminó: dos hombres lo derribaron y lo sujetaron con fuerza en el suelo. El primero le puso la rodilla en la espalda, le dobló los brazos hacia atrás y los anudó con fuerza. El otro le puso el puñal en el gaznate: el arma estaba manchada con sangre seca, tenía cabellos pegados.
Sarius no podía defenderse. Lo intentó, pero solo logró patalear. El más grande de los agresores lo levantó y se lo cargó al hombro como si fuera un costal.
Eso fue todo. Sarius, elfo negro y caballero, fue sorprendido y secuestrado mientras recogía bayas. «¡Qué desgracia!». El hombre del puñal estaba dispuesto a matarlo y con eso se terminaría el juego. No podía ser más tonto, ni sentirse más miserable: que lo atrapasen de una manera tan imbécil era el colmo. «Fijo que a nadie le han capturado de una forma tan estúpida».
Caminaban por el bosque y el tipo que cargaba a Sarius no dejaba de acomodárselo sobre sus hombros. No quería que se le cayera por un descuido. Aunque no le importó hacerlo adrede: al llegar al borde de una pendiente se detuvo, lo arrojó al suelo y con una patada lo empujó ladera abajo.
Sarius dio dos vueltas antes de quedarse tumbado.
Allá abajo lo esperaban tres personajes que se parecían mucho a sus secuestradores: su ropa era harapienta, tenían la piel cubierta de costras de mugre, de cicatrices. A uno le faltaba un ojo; otro era jorobado. Solo sus armas resplandecían.
—¿De dónde lo habéis sacado? —preguntó el jorobado.
—Se estaba arrastrando por la torre. Fue más fácil que robarle a un niño.
El jorobado tomó a Sarius por el cuello y lo enderezó contra un tronco.
—¿Qué opináis?, ¿podría ser un bandido?… ¿Nos lo quedamos?
El tuerto se giró para mirarlo con cierta atención.
—No. Este no tiene nada que ver con nosotros… Mira, se le nota en la ropa. Es de los que están en contra de Ortolan.
—Pues entonces… ¡matémoslo! —dijo el jorobado regodeándose.
Sarius hubiera querido replicar algo; por ejemplo, que no conocía a ningún Ortolan y que se uniría al instante a cualquier grupo de bandidos con tal de que le permitieran conservar la vida. Pero no pudo. Si antes podía hablar con el gnomo, ahora estaba mudo. Su vida transcurría como si fuera una película antigua.
Hasta ese momento, el tercer hombre —cuya cara se hallaba cubierta por la sombra de un gran sombrero— no había dicho nada, pero en ese instante dio un paso al frente.
—No, no vamos a matarlo. No es como los otros.
Se inclinó y revisó los bolsillos de Sarius.
—¿Veis? No trae veneno, tampoco hay indicios de que sea un cazarrecompensas. No tiene oro. A este podemos perdonarle la vida.
—¿Así? ¿Así sin más? —replicó el jorobado, había decepción en su voz—. ¡Pero esto no tiene sentido! ¡No es divertido!
El hombre del sombrero hizo señas con la mano.
—Quisiera que alguien como él lograra la victoria. Lamentablemente, Sarius, los pequeños casi siempre son los perdedores. Pierden los que son como tú… Por eso no los ataco.
Sus palabras espantaron al jorobado, que aún intentaba saber qué guardaba Sarius en los bolsillos.
—En lugar de eso te doy un consejo. ¿Sabes qué sería lo mejor para ti?
«No», habría dicho Sarius de poder hacerlo. Aun así, su interlocutor no esperaba que le respondiera. Lo tomó de los brazos y le soltó las ataduras.
—Deberías irte de Erebos. Vete, no regreses nunca. Haz como si jamás hubieras estado aquí. Olvídate de este mundo. ¿Lo harás?
«Por supuesto que no», pensó Sarius mientras intentaba reconocer la cara que se ocultaba bajo el ala del enorme sombrero. Ni siquiera podía verle los ojos.
—Si quieres irte de Erebos, corre. Regresa a la torre. Ahora.
¿Se trataba de una oportunidad para huir o era una trampa? ¿Erebos se cerraría si aprovechaba la oportunidad de liberarse de sus secuestradores? Indeciso, se quedó inmóvil y el bandido tomó su actitud como respuesta.
—Lo suponía —suspiró—. Entonces escúchame bien: aquí nadie es tu amigo, aunque lo parezca. Nadie te ayudará, todos desean entrar al círculo privilegiado y solo algunos lo logran.
Sarius no entendía sus palabras. «¿Qué círculo privilegiado?».
—Al final solo quedan unos cuantos: los elegidos que pueden pelear contra Ortolan. Ellos pueden matar al monstruo y encontrar el tesoro. Y no cualquiera posee la habilidad para lograrlo.
Resultaba casi imposible saber si el bandido bromeaba o hablaba en serio, y Sarius no podía preguntarle nada.
—No le cuentes a nadie una sola palabra de lo que te estoy diciendo. Cuida tu ventaja, es pequeña. Trata de encontrar los cristales mágicos, te facilitarán la vida. La vida… ¿me entiendes?
—No le digas nada de los cristales mágicos —interrumpió el jorobado.
—¿Por qué no? Los va a necesitar. ¿Sabes? Los cristales mágicos son uno de los mayores secretos de Erebos. Existen para ayudarte. Hacen posible lo imposible. Hacen que tus sueños se vuelvan realidad.
—Si el mensajero se entera de lo que le has susurrado al jovencito, te va a cortar la cabeza —graznó el jorobado.
—De todos modos, lo hará en cuanto me tenga en sus manos.
El hombre con sombrero grande —«Es el cabecilla, debe serlo», pensó Sarius— le dio la espalda y se escurrió lentamente entre la maleza. Los otros lo siguieron; antes de irse, el tuerto le escupió a la cara. Los demás no le tocaron un pelo. Sin embargo, ninguno le reveló lo que tenía que hacer.
Volvió a escalar la cuesta, intentó orientarse. La torre debía estar a la izquierda, pero no quería regresar a ella. Miró a su alrededor para encontrar un punto de referencia. De repente, escuchó un tintineo que venía de la zona más oscura del bosque.
Sarius siguió el sonido, que se hacía más claro a cada paso que daba: hierro golpeando sobre hierro, sobre madera, sobre piedra. Se oían voces roncas y algo que se asemejaba a gritos de dolor. «Una batalla». Siguió los ruidos con una sensación de calor que quizá era una señal de curiosidad, o de miedo, o tal vez de ambas cosas. Así continuó hasta que de pronto se topó con un obstáculo. Disminuyó el ritmo y, sorprendido, fijó la mirada en la negra muralla que abarcaba todo el espacio y sobresalía por encima de los árboles. Era negra como el alquitrán.
Resultaba imposible saltarla, tenía que encontrar una entrada o descubrir el final del obstáculo. Giró a la izquierda, hacia el lugar de donde procedía el ruido de la batalla. Caminó hasta donde se lo permitió su resistencia. «Ninguna puerta». Lleno de furia, golpeó con su espada la muralla. El color negro se quebró un poco y pudo vislumbrar dos letras: RE. Tras la brillante capa había un mensaje. Siguió golpeando con su acero, tenía la esperanza de que la muralla no se hiciera añicos.
Aquello funcionó: unos minutos más tarde, Sarius descubrió una oración completa. Una oración con un sentido extraño: VE A LA RED..
Sonrió para sus adentros. «Soy una buena presa», pensó, y abrió la conexión a Internet.
En ese instante se desgajó un trozo de la muralla y Sarius pudo atisbar el combate. Dos bárbaros, una mujer gato, un hombre lobo, varios enanos, tres vampiros y dos elfos negros peleaban contra cuatro troles horripilantes. Uno tenía tres flechas clavadas en el cuello, seguramente se las lanzó la mujer gato, pues era la única que tenía un arco. Otro se balanceaba sobre una roca mientras el hombre lobo se lanzaba contra él. Sin embargo, se puso a salvo con un gran salto. Dos enanos hundían sus hachas en las piernas del tercer trol ayudados por el bárbaro más grande, que le golpeaba la espalda con su maza.
Sobre ellos flotaba un óvalo azul. Resplandecía como un enorme zafiro que giraba sobre su eje. «¿Un cristal mágico?». No, era demasiado grande como para cogerlo sin problemas. Los otros, los que luchaban, no prestaban la más mínima atención al objeto centrados como estaban en el combate.
Sarius tomó su espada. Durante un instante le pareció muy pequeña, casi insignificante. Probablemente debería participar en el combate, pero no se atrevía.
A uno de los enanos le escurría sangre desde el casco hasta la barba y ahí se perdía, pero él continuaba luchando como un campeón.
Sarius respiró hondo. Ninguna herida podría dolerle de verdad, daba igual cuán reales parecieran. Dio un paso hacia delante, pero se contuvo para decidir su estrategia: el cuarto trol estaba libre, tenía acorralada a una mujer vampiro que, con su larga y delgada espada, trataba de mantenerse lejos del atacante y su mangual. No había advertido la presencia de Sarius.
«Entonces, contra el trol». Con un rápido movimiento, Sarius cogió el escudo, levantó la espada y se lanzó a la batalla. Durante un segundo le avergonzó el no ser absolutamente valiente.
Su acero impactó contra la piel del trol como unos minutos atrás lo había hecho contra la muralla, pero esta vez no dejó huella alguna. El trol rugió con sarcasmo. Asió a la mujer vampiro con una mano y la zarandeó en el aire. Ella lanzaba tajos, pero perdió su espada y cayó al suelo con un ruido espeluznante. Un color gris oscuro empezó a cubrir la banda escarlata que tenía alrededor de su talle, solo restaba un diminuto vestigio de rojo. «La señal de vida», comprendió Sarius. En ese momento se dio cuenta de que cada uno de los luchadores llevaba algo rojo en su equipamiento: la mayoría una banda en el pecho o en el cinturón, como él mismo.
La mujer vampiro sabía que se encontraba en peligro de muerte. Se arrastró hacia la maleza, su pierna izquierda estaba torcida de manera grotesca y la arrastraba como si fuera un cuerpo extraño.
El trol perdió todo interés en su enemiga. Se dio la vuelta y se enfrentó a Sarius. Tenía los ojos opacos y una espuma viscosa le goteaba del hocico. Sin poder evitarlo, Sarius dio un paso atrás. «Solo puedes jugar una vez», no lo había olvidado. De ninguna manera pretendía terminar tan pronto.
El trol se le acercó y Sarius dio vueltas a su alrededor con la velocidad del relámpago. Tan rápido como le fuera posible, debía herirlo en alguna parte. Apuntó a los tendones de las piernas y lanzó un tajo. El trol volvió a rugir, pero esta vez lleno de dolor. La sangre roja, oscura y espesa como jarabe, manó de la herida. Sorprendido, el elfo negro contempló la sangre. Demasiado tarde: el mangual de su adversario giraba sobre su cabeza. Lo vio dirigiéndose contra él, e instintivamente se hizo a un lado.
La esfera con picos le raspó el hombro. Se escuchó un chillido ensordecedor y los oídos le punzaron como si le hubieran metido un alambre candente en el cerebro.
Cayó. Frente a él, de pie, se alzaba el trol; lo miraba de arriba abajo con ojos gris piedra. Una vez más levantó su arma. Y entonces, a través del doloroso zumbido, Sarius comenzó a escuchar los truenos. El trol se tambaleó y Nick vio que el más grande de los dos bárbaros surgía de la nada para intentar romperle la columna vertebral al trol con su maza.
El golpe fue atinado, el adversario de Sarius perdió el control y, tras otro golpe, cayó de rodillas. Ya no rugía, solo gemía. Bastó un último mazazo en el cuello para que se quedara inmóvil.
Sarius quiso incorporarse, pero cada vez que lo intentaba el horrible chirrido aumentaba. Era mejor que se moviera despacio. Su cinturón todavía tenía como un cuarto de rojo. «¿Y si el rojo aumenta si me quedo quieto?». Permaneció tendido sobre la maleza. Lo que había visto era suficiente para quedarse tranquilo. La batalla ya casi había acabado. Dos troles más cayeron rendidos, y el tercero huyó. El cuarto aún se mantenía en pie, pero los bárbaros lo atacaban con dureza. Los que todavía eran capaces de caminar se unieron en la matanza. El trol no podía hacer nada contra tal superioridad de fuerzas; se tambaleaba y volvió a lanzar mandobles en derredor, pero terminó cayendo con el hacha de uno de los enanos profundamente enterrada entre los omóplatos.
—Hemos ganado —susurró una voz incorpórea.
Enseguida apareció el mensajero de los ojos amarillos en la linde del bosque y detuvo su caballo ante los combatientes.
—Habéis conquistado el óvalo —dijo y tocó el cristal irisado con sus dedos huesudos—. Se os otorga una recompensa. ¡BloodWork!
«¿BloodWork?». Sarius no entendió nada hasta que el bárbaro gigantesco dio un paso al frente e hizo una reverencia al mensajero.
—Tu contribución resultó decisiva en la batalla. Te recompenso con un casco de fuerza 27. Te protegerá de los venenos, los rayos y los encantamientos que causan fiebres.
El mensajero le entregó a BloodWork el casco dorado con cuernos de carnero. Con presteza, el bárbaro se quitó su sencillo casco de hierro y se puso el brillante yelmo, con el que parecía aún más grande.
—Keskorian —continuó el mensajero y el bárbaro de menor estatura se adelantó un paso—. Has dado cuanto has podido, sin embargo, titubeas a menudo. Aun así te has ganado una recompensa: toma el viejo casco de BloodWork, es mucho mejor que el tuyo.
Keskorian hizo lo que se le ordenó.
—¡Sarius! —llamó el mensajero.
«¿Tan pronto?». Se sorprendió: había llegado tarde a la pelea y no se había lucido gran cosa. Con un sorprendente esfuerzo, consiguió levantarse. A cada movimiento aumentaba el chirrido que lo torturaba. Su hombro volvió a sangrar y una pequeña parte de su cinturón empezó a ponerse negra.
—Fue tu primera batalla y mostraste valentía en lugar de conformarte con mirar. Yo valoro la valentía, por eso obtendrás lo que más necesitas: curación. Toma esta pócima, te reestablecerá la salud y aumentará tu resistencia. Salud, amigo.
Sarius miró la reluciente botella de un color áureo como el sol que flotaba enfrente de él, la tomó y la abrió. Bebió.
Las manchas de sangre en su hombro desaparecieron al instante, su cinturón brilló pleno de rojo y, «qué alivio», el sonido chirriante que salía por su herida se esfumó. En ese momento regresó la música que había escuchado en la torre. La melodía estaba repleta de promesas. De todo lo que siempre había querido.
—Tengo una nueva hacha para Sapujapu, que por primera vez aguantó hasta el final.
El enano dio un paso hacia delante, asió el arma y de inmediato dio un paso atrás. Se hizo una pausa. El mensajero los miró a los ojos como si estuviera pensando.
—¡Golor! —llamó a uno de los vampiros y le regaló veinticinco minutos de invisibilidad; al segundo vampiro, LaCor, lo recompensó con veinticinco monedas de oro.
Nurax, el hombre lobo, recibió un elogio y un arnés para el pecho; Samira, la mujer gato, una espada doblemente fortificada. El mensajero repartió pequeños y grandes obsequios a todos: al segundo enano le dio un escudo hechizado con runas, un puñal ponzoñoso a Vulcanos, el elfo negro. Solo faltaban el otro elfo negro y la mujer vampiro herida que yacía sobre la maleza junto a Sarius.
—Lelant, te quedaste a la zaga. Fuiste cobarde, apenas diste tres mandobles que no tuvieron efecto. No te ganaste ninguna recompensa y creo que debo degradarte.
Lelant, el elfo negro de cabello oscuro, permaneció al borde del claro, un poco oculto entre los árboles tras los que se escondió durante el combate.
Sarius sintió una satisfacción extraña: no había sido especialmente bueno, lo sabía, pero hubo otro peor que él.
—Te lo advierto, Lelant. El miedo no se paga. En la próxima batalla espero tu voluntad, tu fuerza, tu corazón.
Hasta al final, el mensajero no se dirigió a la mujer vampiro.
—Jaquina. Estás casi muerta. Si te dejo aquí, fallecerás muy pronto. Si eso es lo que deseas, prepárate para morir. Si no, sígueme.
Con gran esfuerzo, la mujer vampiro se puso de rodillas. La sangre que manaba de sus heridas era negra. Se arrastró hacia el mensajero. Cuando estuvo cerca, este la levantó y la cargó a lomos del caballo.
—Tenéis derecho a hacer una hoguera.
Emprendió el galope y se adentró en la oscuridad.
Sapujapu era el más rápido. Bastaron tres ramas y unas chispas rojas, que lanzó con los dedos, para que la leña comenzara a arder en mitad del claro del bosque. Inmediatamente, todos rodearon el fuego.
—¿Qué hará Jaquina? —preguntó Nurax.
—Lo de siempre —dijo Keskorian—. ¿A quién le preocupa? Cuando regrese estará en cuarto nivel.
—Si regresa —replicó Sapujapu.
Se sentaron uno tras otro. Sarius estaba indeciso. Se sentía extraño, no se encontraba a gusto. Aunque era muy probable que conociese a alguno, quizá a todos, pero quién sabe…
—Tenemos a uno nuevo: Sarius —dijo Samira.
—Sí, otra vez un elfo negro —se burló BloodWork, que hasta ese momento había permanecido callado—. Son como las moscas.
—Pero tienen mejor aspecto que los bárbaros —dijo Lelant.
—Cállate, fracasado.
Lelant guardó silencio y BloodWork le dedicó toda su atención a Sarius.
—¿Por qué un elfo negro? ¿Nadie te dijo que ya teníamos suficientes?
—¿Y a ti qué te importa?
—Seguro que también eres un espía —continuó el bárbaro—, como todos los de tu calaña.
—Soy un caballero. ¿Qué te parece si te llamo maldito?
El vampiro LaCor se deleitaba con sus palabras.
—¡Un caballero! Morirás antes de lo que imaginas. Sobre todo si permites que BloodWork te ponga apodos —le dijo.
«¿Qué tiene de malo ser un caballero?». A Sarius le hubiera gustado preguntárselo, pero no quería exponerse. Quizá el gnomo se lo habría dicho, claro, si él le hubiera pedido consejo.
—¿Adónde se ha llevado el mensajero a Jaquina? —preguntó.
—Ya te enterarás —contestó Sapujapu con tono desdeñoso.
—¿Por qué no me lo dices?
—No puedo. Estás en nivel uno.
«Nivel uno, claro». Acababa de empezar, por eso los otros se regodeaban viendo cómo se iba de bruces. O cómo mordía el polvo, en palabras de LaCor. Observó con atención a Sapujapu y Samira, pero no encontró información alguna sobre su nivel. ¿Por qué todos sabían que era un principiante?
Para ese momento, el tema de conversación ya había cambiado.
—¿Alguien sabe dónde está Drizzel?
—Ni idea. Quizás anda con otro grupo.
—O tiene que dar un salto de nivel.
—Yo creo que tiene cosas que hacer fuera.
El interés en Sarius se desvaneció. Aquello le alegró, aunque comenzó a preguntarse quién era Drizzel y qué significaba tener que hacer algo «fuera». Aunque no entendía todo lo que se estaba hablando, poco a poco empezó a relajarse, envuelto con la embriagadora música que —como si fuera miel— lo iba colmando lentamente. Se sentía cansado pero, al mismo tiempo, contento, como si la siguiente contienda estuviera dispuesta para él.
Durante todo el tiempo Samira estuvo muy cerca de él. Sarius no podía evitar la sensación de que ella quería decirle algo, pero no sabía cómo abordarlo.
—El viejo sombrero de Blood es una porquería —protestó Keskorian, malhumorado—. Hubiera preferido una espada mejor.
—Debiste hacer más —replicó Nurax.
—Sí, ya lo sé, pero mejor alégrate por tu arnés. Aunque te advierto, también es una porquería. ¿Cuántos puntos de defensa te ganaste? ¿Catorce? Hasta podrías hacerte uno de papel.
—¡Sí, cómo no! —se indignó Nurax—. Catorce resisten las flechas de orcos… ¡Ayer me habrían costado casi toda la energía!
Sarius abandonó la discusión. Había comprendido que su jubón era un problema: solo cinco puntos de defensa. «Esperemos que no haya orcos cerca».
—¡Por favor, mira el arnés de Blood! ¿Cuántos puntos de fuerza tiene?
BloodWork se tomó su tiempo para responder.
—Cincuenta y dos.
—No quiero saber lo que tuvo que hacer para obtenerlos —opinó Sapujapu.
—Eso te importa un bledo —dijo el enorme bárbaro.
—¡Cuidado! El mensajero ya regañó a alguien por maldecir… a un enano, yo vi cómo lo hacía.
Mientras Nurax hablaba, un nuevo personaje apareció ante la hoguera: una elfa negra, con un arco largo cruzado a la espalda. A Sarius le recordó la oscura y apretada trenza de Emily. La llamaron por su nombre: Arwen’s Child.
—Hola, AC —saludó Nurax—. ¡Vaya, ya estás en el nivel tres! Felicidades.
—Gracias, fue sencillo. ¿Hubo pelea?
—Acabamos de terminar —le informó Keskorian—. Cuatro troles, no fue nada divertido. ¿Los conoces a todos? Seguro que a BloodWork sí, ¿o no?
—Sí, nos enfrentamos en un verdadero pandemónium. Hola, Blood.
El bárbaro no respondió. Permaneció inmóvil con la mirada fija en el fuego.
—Aunque a LaCor no lo conozco, ni a Sapujapu, Samira y Sarius. Todos los nombres empiezan por «sa», ¿está de moda?
—Son mejores que si los hubiéramos copiado de El señor de los anillos —replicó Sarius, y se ganó la aprobación de Samira.
Arwen’s Child se acercó a él.
—Tú eres un uno.
—Sí.
—¿Hay más unos por aquí?
—Hoy vi a cuatro —dijo Lelant.
Sarius ya casi se había olvidado del pequeño elfo negro. Lelant se había tomado lo de «negro» en sentido estricto: su ropa era negra, su cabello también y su cara tenía el color de un café con leche muy cargado. De manera involuntaria, Sarius se preguntó si Colin no se escondería detrás de ese personaje.
—Cada vez hay más unos. Aparte de Sarius, hoy vi a dos elfos negros, una mujer lobo y un humano.
—Casi nunca hay humanos —dijo Sapujapu.
—Y son innecesarios —completó BloodWork.
A Sarius le habría encantado interrumpir y hacer algunas preguntas. ¿La piedra ovalada y giratoria era un cristal mágico? ¿Qué debería hacer para que su frágil equipamiento pudiera sobrevivir a la próxima pelea? ¿Cómo podría pasar más rápido al siguiente nivel? Porque siendo un uno, era como si fuese un cero a la izquierda.
—¿Tenéis algún consejo que darme? —preguntó.
—Sí, intenta mantenerte con vida —dijo Nurax—. En la pelea y mientras seas tan débil, lo mejor es que te quedes cerca de uno de los personajes más fuertes.
—Pero luego uno no se los quita de encima —dijo BloodWork—. Malditos elfos.
—¿Para qué diablos le das consejos al nuevo? —rezongó Keskorian—. Somos enemigos, ¿ya se te ha olvidado? ¿Quieres ganarte la recompensa o que se la gane él? Por mí que todos los nuevos se mueran, ya somos demasiados.
—Es cierto —dijo BloodWork.
—¿Demasiados para qué? —preguntó Sarius.
Después de la reprimenda, Nurax se quedó callado; pero Sapujapu ignoró las objeciones de los bárbaros.
—Bueno, para la última pelea: el combate contra Ortolan. Solo cinco o seis pueden sacar ventaja y ganarán, no sé… algo así como la lotería. No te imaginas hasta qué punto BloodWork se muere por conseguirla.
Con un solo golpe, el bárbaro mandó al suelo a Sapujapu. Una parte del cinturón del enano se puso negra.
—A callar, idiotas. No tenéis ni idea de lo que estáis diciendo.
BloodWork se apartó del fuego y se encaminó al límite del bosque. Keskorian lo siguió como un perro tras su amo.
—¿Puede hacerlo? ¿Está permitido? —preguntó Nurax algo alterado mientras Sapujapu se incorporaba tambaleándose.
—Eso parece. Si no lo estuviera, ya habría aparecido uno de los gnomos del mensajero para advertírselo. Se presentan por cualquier violación de las reglas —explicó Arwen’s Child.
En ese preciso instante, algo salió cojeando de entre la maleza. Un gnomo con piel color naranja que se parecía al de la torre.
«Ah —pensó Sarius—, hay problemas para el cachas».
Sin embargo, el gnomo no dijo ni una sola palabra sobre la tosquedad de BloodWork.
—Noticias de su amo: los ladrones de sarcófagos saquearon los lugares santos. Si los matáis, el botín será vuestro. ¡Comenzad, rápido!
Con una sacudida de manos apagó el fuego y se escondió entre los arbustos.
«¿Y ahora qué hacemos?», quiso preguntar Sarius, pero ya no había manera de conversar frente al fuego. ¿Los demás sabían dónde estaban los lugares santos? Al parecer no, pues caminaban en distintas direcciones: BloodWork se dirigió hacia la izquierda entre la maleza, con Keskorian pegado a él. LaCor y Arwen’s Child corrieron hacia la derecha. Nurax, Golor y Lelant también desaparecieron como los bárbaros.
Para no quedarse atrás, Sarius permaneció cerca de Sapujapu. El enano no podía caminar muy bien y el elfo contaba con la rapidez entre las habilidades que había elegido. Se encaminaron directos hacia el bosque, donde los recibieron la oscuridad y los ruidos amenazantes. Sarius se mantuvo junto a Sapujapu; sin embargo, su resistencia disminuía con cada paso que daba. ¿Dependía de que fuera un uno? Parsimonioso, pero sin bajar el paso, Sapujapu iba a trote. Si el elfo tuviera que descansar, el enano no lo esperaría. «¿Por qué habría de hacerlo?».
Su barra de resistencia se hacía cada vez más corta. Sarius jadeaba, la respiración cada vez era más rápida, empezó a tropezarse. «Si pudiera descansar un poco…», pero el otro continuaba como una locomotora y Sarius no quería quedarse atrás, solo. Siguió caminando sin quitar ojo a la barra azul. Luego apareció una cuesta, no muy larga, apenas empinada, pero era demasiado para él. Cayó al suelo. Su pecho se inflaba y desinflaba a toda velocidad, mientras Sapujapu se perdía entre la maleza.
A lo lejos comenzaban a oírse ruidos de pelea —«Mira, BloodWork encontró el camino correcto y le está haciendo un verdadero elogio a su nombre»—. Poco a poco, Sarius empezó a levantarse. Se tambaleaba, estaba exhausto. Comoquiera que fuese, ya conocía la dirección: seguiría los ruidos de la contienda. Tal vez aún quedaban algunos ladrones de sarcófagos. «Bien». Si no era así, no habría mucho que hacer.
Con enorme cuidado y sabiendo que tenía que preservar fuerzas, reanudó la marcha. No pasó mucho tiempo antes de que, a su izquierda, apareciera la negra muralla. Hizo una pausa, golpeó las piedras brillantes del muro con su espada: ojalá hubiese un texto que lo pudiera ayudar.
El negro brillante se desmoronó, pero nada detrás, solo había negrura. Sarius caminó a lo largo de la muralla que se adentraba en el bosque y volvió a intentarlo. Solo encontró piedra negra, nada más. Con cierta frustración, golpeó el tronco de un árbol y algo salió volando para alejarse con lentos aletazos.
Al parecer, el pájaro no era la única criatura a la que Nick podía asustar. En el follaje, un par de pasos más adelante, algo crujía y echaba chispas. Espada en mano, corrió hacia la hojarasca lanzando tajos. Se escuchó un grito y algo vibró.
Un ser tipo duende —con piel amarilla y arrugas de pergamino— saltó entre las ramas. El hombro le sangraba horriblemente, pero no dejó de aferrar los objetos brillantes que cargaba entre los brazos. Sarius fue tras él y trató sin éxito de darle otra estocada. De pronto, el gnomo tiró algo que parecía una bandeja de plata y siguió corriendo. Con el siguiente tajo, Sarius abrió una herida profunda en la pierna del ladrón de sarcófagos, y este empezó a gritar hasta caerse, aún sin soltar el botín. Sarius no esperó. Comenzó a asestar al duende golpes con su espada hasta que este…
—¿Nick?
… ya no se movió más. Los brazos cayeron inertes a los lados: un casco rodó al suelo, un pequeño puñal, un…
—¿Nick? ¿A qué juegas?
—Luego te explico.
… un amuleto y algo que parecía una greba. Apresurado, Sarius empezó a recoger todo, pero había algo, había algo más…
—¿Es nuevo? ¿De dónde lo has sacado?
—Ya voy, ¿vale? ¡Dame un minuto!
… exacto. La bandeja que había dejado caer. ¿Dónde se habría quedado? «Se le cayó, maldita sea, se le cayó». Pero tenía que encontrarla. Rebuscó entre los arbustos…
—¿Ya has cenado?
—Demonios, mamá, ¿no puedes dejarme un minuto en paz?
… ahí está la bandeja. Había rodado contra un árbol. A su espalda se escuchó un ruido tan fuerte que casi dolía. Se dio la vuelta.
Su madre había abierto la puerta.