N47º 28.813 E013º 10.983
Dalamasso había nacido en el año 1985, así que no quedaba ninguna duda respecto a la exactitud de las coordenadas. El equipo se vio de nuevo en la carretera nacional, aunque a unos pocos kilómetros de distancia del puente junto a cuyos pies se había encontrado el cadáver de Rudolf Estermann. La angosta bifurcación pasaba junto a unas viviendas unifamiliares, subía una pendiente y se perdía, a un kilómetro aproximadamente, en el bosque.
—Aquí no puede haber escondido nada. —Drasche movía de un lado a otro el aparato del GPS que sostenía en la mano—. Es un área habitada. A no ser que haya dejado las partes del cadáver en uno de los jardines delanteros.
—O no se haya mantenido fiel a las coordenadas. —Beatrice giraba lentamente sobre su propio eje con los ojos entrecerrados. El entorno presentaba toda una serie de posibilidades para esconder un objeto, a quince, veinte o cincuenta metros de distancia había árboles («fucking trees», pensó), vallas y una parcela de zona verde. En ese lugar, sin embargo, justo en el sitio calculado, no había nada más que la carretera y una señal de tráfico que limitaba la velocidad a treinta kilómetros por hora.
El error debía de residir en ellos. El Owner siempre había sido exacto, sin excepción.
—¿Dónde está el segundo GPS?
Stefan se había tomado el día libre siguiendo el encarecido consejo de Florin.
—No se sabe qué tienes más rojo, si los ojos o el pelo —había señalado, y le había dado veinticuatro horas de descanso.
Con una mezcla de reticencia y alivio, Stefan había cedido, había dejado a Florin su navegador y se había marchado a casa. En autobús, porque temía dormirse al volante. No obstante, también el Garmin Etrex, que habían puesto a prueba con tantos caches, indicaba lo mismo que el programa del móvil de Drasche.
La última vez había sido el lugar correcto, pero la hora equivocada. ¿Habían llegado antes de que el Owner dejara el cuerpo de Estermann en las coordenadas?, pensó Beatrice. ¿Haría lo mismo en esta ocasión?
Dirigió su atención al asfalto húmedo sobre el que se encontraban. Hasta hacía poco una lluvia fina había caído, tejiendo un velo gris sobre la tierra. En ese momento, las nubes se iban poco a poco dispersando.
Dalamasso es la solución del nuevo enigma, caviló Beatrice, pero queda prácticamente excluido que el Owner haya conseguido atraerla, matarla y dejarla aquí.
Dos agentes armados pasaban las veinticuatro horas del día a su lado, tanto en la clínica diurna como en casa. La primera vez que Melanie se percató de su presencia, rompió a llorar, un lamento silencioso. A partir de entonces, los policías habían renunciado a llevar el uniforme y guardado mayor distancia a petición de la madre. Ahora Dalamasso los traspasaba con la mirada como si fueran agua clara.
Sobre el asfalto se proyectaban sombras. Había salido el sol y la carretera brillaba. Beatrice se puso una mano como visera sobre los ojos, no había contado con que fuese a necesitar gafas de sol. Algo la deslumbró, un adhesivo redondo y reflectante sobre la señal de tráfico, colocado exactamente en medio del cero, junto al tres. Al lado alguien había garabateado con un marcador negro «No comáis animales».
—Es posible que esta vez le hayamos desbaratado los planes. —Beatrice asintió, si bien la voz de Florin no comunicaba que albergara grandes esperanzas.
—Sí. Quizá ha pensado que precisaríamos de más tiempo para encontrar a Melanie Dalamasso o no ha contado con que la protegeríamos. —Ella misma no daba crédito a ninguna de sus palabras. El Owner debía de saber que no podrían, ni deberían, quitarle el ojo de encima a la muchacha ni un segundo. También tendrían que haber convencido a Sigart de la necesidad de admitir protección policial.
—Lo registraremos todo en cien metros a la redonda —ordenó Florin—. Buscamos recipientes, papeles escritos, todo lo que pueda ser un mensaje. Es posible que esté bien camuflado. —Obedientemente, los tres agentes de la patrulla canina pusieron manos a la obra. Si había pedazos del cuerpo en los alrededores, los encontrarían.
En esta ocasión, sin embargo, había una diferencia. Beatrice sintió vibrar en el bolsillo de la chaqueta el móvil en silencio y su corazón dio un brinco. Era él, el siguiente SMS, su nuevo juguete, pero luego vio el número, suspiró y no contestó a la llamada.
Claro que era solo una cuestión de tiempo que su ex marido volviera a dejarse oír. Pero ahora no tenía, simplemente, tiempo para discusiones.
Unas nubes arrastradas por el viento que se había levantado cubrieron el sol de nuevo. Beatrice volvió a meter el móvil en el bolsillo de la chaqueta, con la mala conciencia que siempre le pesaba cuando evitaba a alguien de ese modo. A lo mejor se trataba de un suceso importante. Una urgencia.
El recuerdo de Evelyn surgió de inmediato. Pero no debía permitir que su mente se abrumara con lo que Richard llamaba «ese viejo asunto». Concentrarse. Enfocar hacia un punto. Esto era una historia nueva y concluiría de otro modo.
Los perros tampoco encontraron nada esta vez.
«Los pedazos del cuerpo de Liebscher son ahora lo bastante viejos y las temperaturas lo bastante altas para llegar a rasgar el papel transparente —había pronosticado Drasche—. E incluso si no fuera así, los perros olerían el cache. Hemos hecho pruebas».
—Pero ¿qué debe de andar escondiendo ahora el Owner? —inquirió Beatrice, interrumpiendo el silencio desalentado en que había transcurrido hasta el momento el viaje de regreso a la central.
Florin volvió despacio la cabeza hacia ella, sin apartar los ojos de la carretera.
—¿A qué te refieres? Ni de lejos hemos encontrado todos los restos de Liebscher. Pies, brazos, piernas, el tronco… Si el Owner quiere, tiene contenido para veinte o treinta caches más.
—Pero tenemos la cabeza. A partir de ahí, es imposible ir a más. Es de mayor importancia que cualquier otra parte del cuerpo y resuelve de forma definitiva la cuestión de la identidad. ¿Tirarías después de la cabeza los pies u otros órganos internos? Sería como dar un paso atrás.
—¿Tirar?
—Sí. —Había escogido la palabra sin pensar, pero daba en el núcleo de la cuestión. Una vez era mano él; otra, ellos. El juego era de una honestidad desesperada, aunque sabían que les costaba una baza tras otra.
Pensó en el solitario de su escritorio. La próxima carta la tiraría ella sola.
—Sus compañeros traen a mi hija a casa. Tengo la impresión de que no se siente bien, pero he intentado explicarle que es importante. —Carolin Dalamasso era una mujer bella, no mayor de cincuenta años. Cuando Beatrice le había preguntado si podían pasar a verla había contestado con un amable sí y al parecer había tenido tiempo para preparar un pastel. El aroma de la masa caliente y dulce impregnaba toda la vivienda.
Beatrice sofocó su mala conciencia con una sonrisa. En sentido estricto, la visita a los Dalamasso no era necesaria: Florin ya había planteado todas las preguntas importantes y reunido la información en su informe. Melanie era la única con quien no había hablado, ni siquiera la había visto. Pero para Beatrice no era suficiente. Quería, no, tenía que tener una impresión de la muchacha. Una persona destrozada. ¿Se notaba cuando uno estaba con ella?
—¿Le apetece un café? ¿Fuerte? También tengo descafeinado.
No tenía ni hambre ni necesidad de tomar el quinto café del día, pero precisaba de tiempo. En caso necesario charlarían hasta que llegara la hija.
—Encantada, muchas gracias. Con mucha leche y un poco de azúcar, si es posible.
La mujer asintió y sonrió. En sus ojos había una alerta que Beatrice sospechó que no era nueva, sino que procedía de la constante observación de la hija psíquicamente perturbada.
Las cinco menos veinte. Teóricamente, Melanie llegaría de un momento a otro, dependía de cómo estuviese el tráfico.
—¿Qué puedo contarle que no haya dicho ya a ese compañero suyo que tiene esos bonitos ojos negros? —Con movimientos rápidos y enérgicos, Carolin Dalamasso cortó tres porciones de pastel y colocó las tazas sobre la mesa. Luego se sentó.
—Me gustaría saber cómo estaba Melanie antes de sufrir el colapso. ¿Hubo sucesos que a posteriori pudieran interpretarse como señales de aviso?
La sonrisa de la mujer adquirió un matiz doloroso.
—Claro. Después siempre es uno más listo. Carlo y yo reconstruimos más tarde docenas de situaciones en las que, vistas desde el presente, habríamos tenido que pedir ayuda médica para Melanie. Pero entonces pensamos que simplemente se alteraba con especial facilidad porque estaba enamorada por primera vez. Salía con un hombre, ¿sabe? Por desgracia nunca lo conocimos y tengo la teoría de que… —Suspiró y contempló un mirlo que se había detenido en la barandilla del balcón, miraba alrededor con movimientos entrecortados y alzaba de nuevo el vuelo—. Bien, pienso que dejó a Melanie. Entonces todavía vivía en el piso compartido y nos llamó una noche sin pronunciar una palabra comprensible. Solo lloraba, gritaba casi. Enseguida fuimos con ella, pero estaba en su habitación y no quería hablarnos de lo que había sucedido. Sus compañeras de apartamento estaban tan desconcertadas como nosotros. Al final creo que se alegraron de que internaran a Melanie en una clínica. Eso fue cinco días después.
—¿Y nunca ha habido un indicio de cuál fue la causa?
—No. Ya se lo conté todo a su compañero. —La alerta en sus ojos azules aumentó en la misma proporción que se reducía su sonrisa.
—¿Le dio también los nombres de las compañeras de piso de Melanie?
—Por supuesto. —Bebió un sorbo de su café.
Beatrice se decidió por la huida hacia delante.
—Espero que comprenda que el caso que estamos investigando es más complicado de lo habitual. Sucede que la comunicación entre los agentes no circula de forma tan intensiva como sería de desear. —¿Se había parado un coche delante de la casa? Eso esperaba—. Sé, de todos modos, que Florin Wenninger le ha enseñado estas fotos. —Sacó los retratos de las víctimas del Owner de su bolso—. También sé que no cree usted conocer a ninguna de esas personas. Pero a veces ayuda la distancia de un día y a lo mejor le llama a usted algo la atención, aunque solo sea respecto a la cara de una de ellas.
Depositó las fotos sobre la mesa, delante de Carolin Dalamasso. El solitario irresoluble.
—Estamos convencidos de que alguna de estas personas está de algún modo relacionada con su hija, pero no sabemos cuál. Hasta el momento nadie ha podido ayudarnos en este asunto. Esta es la causa por la que tengo que realizar otro intento con usted. Espero que no le moleste.
Con un gesto de resignación, Carolin Dalamasso se inclinó sobre las fotos.
—¿Han asesinado a toda esta gente?
—En cualquier caso a cuatro de ellos. Uno tal vez tenga la oportunidad de salvarse.
—Dios mío. —Cogió la foto de Nora Papenberg y la estudió con el ceño fruncido, sacudió la cabeza y volvió a colocarla sobre la mesa—. Estoy muy contenta de que Melanie se encuentre bajo su protección —susurró—. Es solo que no entiendo por qué alguien iba a hacerle algo. Precisamente a ella.
—Lo estamos intentando todo, realmente todo, para averiguarlo.
La foto de Beil, la foto de Sigart. Siempre un gesto negativo.
—¿Toca Melanie todavía la flauta? —preguntó Beatrice.
—Sí, pero no como antes. Las melodías que toca están muy lejos de ser musicales… —La mujer se interrumpió y escuchó con atención. Beatrice también oyó un zumbido ahogado, luego un ruido metálico, un sonido seco. El ascensor—. Creo que ya han llegado. —Carolin Dalamasso se puso en pie—. Ya sabe que no puede interrogar a Melanie, ¿verdad? Ahora se encuentra estable y los médicos esperan que su estado mejore. Era peor, mucho peor, y…
Sonó el timbre. La mujer fue al vestíbulo y abrió la puerta. Beatrice recogió las fotos. Casi tenía remordimientos, pero tenía que hacer lo que se había propuesto.
Desde fuera le llegó la voz afable de uno de los agentes.
—Todo bien, ningún percance. ¡Que tenga un buen día!
Sabía que los dos policías se colocarían a continuación delante de la casa, se tomarían en el coche un perrito caliente y una Red Bull y esperarían a que llegara el turno de la noche. Eran los buenos y Beatrice los envidiaba.
Por el umbral apareció una muchacha de cara redonda. Al ver a Beatrice se quedó de golpe parada. Se recogía con una coleta el cabello oscuro en la nuca, sus ojos expresaban desconcierto, impresión que todavía reforzaban más las gafas algo torcidas.
—Tenemos visita, Melanie. —Caroline Dalamasso pasó el brazo por el hombro de su hija y la estrechó contra ella—. Esta es la señora Kaspary.
Beatrice se colgó el bolso y se levantó, con las fotos en la mano izquierda. La mirada de la joven no permanecía quieta, sino que se posaba en ella para retirarse y volver a posarse después. Beatrice pensó que ya no era una chiquilla, en un par de años habría llegado a los treinta.
—Encantada de conocerte, Melanie.
Tendió la mano derecha, pero Melanie no la estrechó. No pronunció palabra.
—Entonces creo que es mejor que me vaya, pero puede ser que vuelva a ponerme… —En ese momento se abrieron los dedos de la mano izquierda. Sintió deslizarse las fotos, oyó el sonido que emitieron al caer en el suelo—. Oh, lo siento.
Se agachó. Las fotos de Papenberg, Estermann y Beil yacían con los rostros hacia arriba. El resto había caído con el dorso hacia arriba. Beatrice fingió ir a recogerlas, pero Carolin Dalamasso debió de darse cuenta de que iba demasiado despacio, que esperaba…
Un jadeo. La mirada de Beatrice se dirigió hacia arriba, directamente hacia el rostro contraído en una mueca de Melanie. Esta miró las imágenes y emitió un aullido, un sonido prolongado, como animal. Las gafas se le cayeron al suelo.
—¡Fuera de aquí! —musitó la madre.
—No quería…
—¡Fuera!
El grito de Melanie se elevó, se hizo más penetrante. Se cubrió los ojos con ambas manos y su madre tuvo que evitar que se golpeara la cabeza contra el marco de la puerta.
—Me quejaré por su comportamiento.
Beatrice cerró los ojos y asintió cansada.
—Diríjase a Walter Hoffmann. Le prometo que le hará caso.
Salió corriendo de la vivienda, del edificio, de la calle, pero no se libró de la sensación de malestar.
No cabía duda, Melanie había reconocido a alguien y no le había gustado.
Sin embargo, Beatrice no podía sacar provecho de tal descubrimiento. Se sentó en el coche, con las fotos todavía en la mano, el sabor del café en la boca. Ignoraba cuál era la foto que había desencadenado la reacción de Melanie. ¿Una, varias, todas? Solo una cosa estaba clara: el Owner no mataba a víctimas al azar. Sin embargo, seguía sin conocer las relaciones que había entre ellas. Y de Melanie Dalamasso no se podía esperar una explicación que iluminara la cuestión.
—Puede que yo también lo hubiera hecho. —Florin quería consolarla, pero ella lo conocía bien. Desde un principio, él había querido proteger a Melanie y no interrogarla. Hasta el momento, sus pesquisas nunca habían concluido con una muchacha gritando. O con la amenaza de que lo suspendieran de sus funciones.
—Shinigami —dijo, sin responder a las palabras de Florin—. ¿Cuándo iba a llegar Stefan con los datos?
—En cualquier momento. Dice que los proveedores del servicio son muy colaboradores y que nos entregan las direcciones de correo que el Owner ha utilizado para registrarse y la dirección IP con que se ha conectado. Si tarda más es solo porque la última conexión fue hace tres meses. Geocaching.com tiene un tráfico enorme.
Beatrice pensó que tal vez sería una pista que el Owner habría olvidado borrar. Se merecían un poco de suerte.
En efecto, Stefan asomó por la puerta, apenas cinco minutos más tarde, radiante de alegría:
—La dirección de mail es gerold.wiesner@gmx.net. Tengo a un Gerold Wiesner registrado en Salzburgo, cincuenta y ocho años de edad, trabaja en los ferrocarriles. ¡Parece que hemos hecho diana, chicos!
Lo celebraron de forma moderada, aunque solo un cuarto de hora aproximadamente. Beatrice sabía demasiado bien lo fácil que era abrir una cuenta en geocaching.com. Asimismo, crear una dirección con gmx era de lo más sencillo. Repasaron los bancos de datos de la policía y no tardaron en verlo claro: fuera quien fuese quien se escondiese bajo el nombre de Shinigami, no era el funcionario de los Ferrocarriles Federales Gerold Wiesner. El 25 de febrero de ese año y pocos meses antes de jubilarse, durante los trabajos de mantenimiento, cerca de la estación central, había sufrido una descarga eléctrica. Había dejado una esposa y dos hijas adultas.
Veinticinco de febrero. El 26 se había registrado Shinigami en geocaching.com. Debía de haberse sentado frente al ordenador, con el periódico abierto al lado, y haber visto la noticia. De esa forma no tenía que inventarse ningún nombre. Así de sencillo. Así de discreto.
Habían puesto sus esperanzas en la dirección IP, pero el Owner tampoco ahí había corrido ningún riesgo: el ordenador que había empleado se encontraba en un hotel de Salzburgo de categoría alta y se hallaba a disposición de los huéspedes como terminal online las veinticuatro horas del día.
—Naturalmente, los clientes del restaurante también pueden teóricamente beneficiarse de él —explicó el gerente del hotel—. Es parte de nuestro servicio, ¿entiende?
—Si le preguntara quién utilizó el aparato el veintiséis de febrero a las quince y cuarenta y dos minutos, ¿podría responderme?
—Me temo que no. —Si el pesar del gerente no era auténtico, al menos lo fingía muy bien.
—Entiendo. El hombre que estamos buscando debió de utilizar el ordenador otra vez los días nueve, catorce y veinte de marzo, y una última vez el tres de abril. Es posible que alguien se fijara en él.
—Tiene razón. Voy a ver quién estaba esos días de servicio en el vestíbulo y me pongo en contacto con ustedes.
Se agarraban a un clavo ardiendo, nada más que a un clavo ardiendo.
«Y a los demás: TFTH». Tres meses atrás, el Owner ya sabía que iba a matar a Liebscher, al menos a él. Ya había dado las gracias por la caza a sus perseguidores antes de que salieran en su busca.
Para sorpresa de Beatrice, el gerente del hotel volvió a llamar veinte minutos más tarde. Ella estaba hablando en esos momentos con Bechner, quien tenía que comprobar si no existía pese a todo un Gerold Wiesner al que tener en consideración como autor de los crímenes —de forma inconsciente cargaba a Bechner con todas las tareas que ella consideraba de entrada meras formalidades—, cuando sonó el teléfono.
—Dos de los días que usted ha mencionado, estuvo Georg Lienhart de servicio en el vestíbulo —explicó el gerente—. Dice que le llamó la atención una persona. Los datos tal vez coincidan.
—¡Fantástico! —Beatrice dio a entender a Bechner, que quería aprovechar la oportunidad para volver a su despacho, que todavía no habían concluido. Él soltó un soplido exagerado y ella lo miró igual de demostrativa—. ¿Podría hablar con el señor Lienhart?
—Está a mi lado.
El camarero tenía una voz juvenil, pero despierta.
—Había un hombre realmente alto, con barba, que nunca se quitaba el abrigo, pese a que el hotel tiene una buena calefacción. Pedía café y se lo bebía muy deprisa, siempre en la mesa que está junto al ordenador. Enseguida me pagaba y me daba más propina que la mayoría de los clientes. —El joven calló por unos minutos, al parecer pensando en las inesperadas donaciones financieras del desconocido—. Luego se sentaba frente al ordenador y ocupaba mucho espacio. Enseguida pensé que conservaba el abrigo por eso, para que le fuera más fácil esconder la pantalla del ordenador.
—¿Y por casualidad no tuvo usted la oportunidad de echar un vistazo?
—Se solicita discreción en el trabajo.
Beatrice casi podía ver al camarero ante sus ojos, al menos su sonrisa irónica.
—Pero ¿lo hizo de todos modos, observando toda la discreción posible?
Georg Lienhart dudó.
—No. Aunque me intrigaba saber, claro, a qué venía tanto misterio. Por eso, la segunda vez que el hombre vino, abrí y leí el historial del buscador.
«Fantástico».
—¿Y?
—No averigüé nada. Todo el historial estaba borrado.
Beatrice se llevó la mano a la frente e intentó contener un ataque de ira. Estaba bien, más todavía: daba igual. El mero hecho de que el hombre hubiese borrado todo lo que diera pistas acerca de su actividad hablaba por sí mismo.
—Nos ha sido usted de gran ayuda. Ahora me gustaría pedirle una descripción lo más exacta posible de ese cliente. Cualquier detalle que recuerde puede ser valioso.
El chico se concentró.
—El abrigo era azul oscuro, las botas negras. Esto me llamó la atención porque no conjugaban bien aunque las prendas en sí eran caras. El hombre llevaba guantes de piel y una bufanda clara.
—¿Recuerda el color de sus cabellos?
—Era calvo. Totalmente calvo, como si estuviera enfermo. Pero tenía la barba de color castaño con algunas mechas grises. Una barba entera, bastante espesa.
«Me gustaría que todos nuestros testigos tuvieran tan buena memoria».
—Lo está haciendo estupendamente, de verdad. ¿Alguna otra cosa que llamara la atención? ¿Lunares, verrugas, tatuajes?
El chico meditó de nuevo, antes de ponerse a hablar.
—No. No vi más que la cabeza y la cara, si llevaba tatuados los brazos…
—Ya entiendo.
—Pero dijo algo que me sorprendió. Quizá por eso todavía me acuerdo tanto… y porque encaja tan bien con lo que está pasando ahora. Entonces pensé que estaba loco.
Beatrice se apoyó en el respaldo.
—¿Sí?
—Dijo: «Quizá te pregunten por mí. Si es así les contestas que podrían tenerlo mucho más fácil. Y les dices: Gracias por la caza».
El cielo estaba despejado y volaban en lo alto las golondrinas. Haría bueno por dos o tres días más seguramente.
Tiempo de espera. Sus pensamientos se dirigieron hacia la mujer, como en esos últimos tiempos. Ya no duraría mucho si seguían sus pistas, si por fin las habían entendido.
Mirar el cielo lo mareaba, casi se había caído hacia un lado. Tranquilo, sé más prudente, actúa con más tiento, se advirtió a sí mismo. La idea tenía un punto cómico. Lástima que no pudiera compartirla con nadie.
Excepto la mujer, tal vez. Todo estaba preparado. Había lanzado como cebo al hombre desangrado y sin dedos. Sus cazadores morderían, no podrían evitarlo.
Esperó a que sus sentidos volvieran a obedecerle y miró de nuevo hacia arriba. Justo encima de él, un avión trazaba una línea blanca en el azul perfecto, un signo de resta largo, muy largo, que en el extremo posterior se deshilachaba, se disolvía, se borraba. Cinco menos dos eran tres, menos uno…
No permitiría que lo esquivaran. Con un gesto de indiferencia, apartó la mirada del cielo y se volvió hacia asuntos terrenos. Corte. Sangre. Dolor.
Las semanas pasadas habían estado llenas de ello. El máximo conocimiento que había obtenido de lo vivido era lo mucho que la realidad difería de lo que antes había imaginado.
No en lo que se refería al plan: todas las piezas habían encajado a la perfección; sino a la práctica, llevar las ideas a la realidad se percibía de una forma totalmente distinta a como lo había visto en su imaginación.
Miró una vez más alrededor, antes de regresar a la oscuridad, y sonrió cuando el viento empezó a soplar. Qué bonito.
Alguien suspiró y necesitó una fracción de segundo para comprender que había sido él mismo. Un hombre que debía volver al trabajo. Una vez más brutal, incisivo, cruel, doloroso. No de buen grado, nunca de buen grado, ¿cómo iba a gustarle algo así? Pero era el camino más seguro. Todo estaba preparado, no había razón para esperar más tiempo.
Tras haber realizado lo que era necesario habían transcurrido apenas dos horas. Mejoraba. Apenas le costaba esfuerzo.
Limpió y utilizó tres cubos llenos de agua para eliminar la sangre. Bien. Y ahora el mensaje. La imagen había quedado bien, aunque verla casi le dejaba sin respiración. Tomó una bocanada de aire y esperó a sentirse mejor, luego guardó el móvil en una bolsa y la pila en la otra, buscó y encontró la llave del coche. No había prisa. Podía tomarse su tiempo. Diez o quince kilómetros bastarían. A continuación regresaría. Y por fin dormiría un poco.
Jakob le dio un beso y la abrazó antes de volver a casa del vecino, pero Mina refunfuñaba. Beatrice se veía en ella a sí misma. Hacía casi treinta años. Hacía apenas treinta minutos. Es una edición más pequeña de mí, probablemente por eso tenemos problemas, pensó.
—Si no tienes tiempo para nosotros, podrías dejarnos con papá. Ha dicho que le gustaría.
—Pensaba que estabais bien con la abuela.
—Sí, sí lo estamos. Pero… —Respiró y habló con dificultad—. Siempre dices que es solo por un par de días y siempre es mucho más tiempo.
Si este era el modo en que Mina le comunicaba que la echaba en falta, hacía todo lo posible para que no adivinara lo que pensaba. Todo en ella era reproche.
—Tienes razón —contestó Beatrice—. Ya está durando mucho. Pero pronto lo conseguiremos, estoy segura. Y este fin de semana papá viene a buscaros y si hace buen tiempo a lo mejor os vais a navegar.
La idea pareció gustar a Mina, inclinó la cabeza y esbozó una media sonrisa.
—Puede estar bien. ¿Y cuándo volveremos a hacer algo juntos?
—Cuando el caso esté resuelto, cogeré vacaciones y podréis elegir qué hacer. ¿Qué te parece la propuesta?
—¿Sin importar el qué? ¿Dirás que sí?
—Si me lo puedo permitir y no es nada ilegal. —Estrechó a Mina contra ella, al principio sintió una breve resistencia y luego unos brazos delgados alrededor de la cintura.
—Creo que no lo es —susurró su hija sobre su vientre.
Richard, ese día de talante más benigno, la tranquilizó cuando Mina no podía oírlos.
—Ha estado contenta todo el día, no te preocupes. Si por las tardes consiguieras venir más a menudo, en lugar de llamar por teléfono, no habría ningún problema en abs…
I’ll send an SMS to the world
I’ll send an SMS to the world
I hope that someone gets my
I hope that…
—Mierda. —Beatrice rebuscó en el bolso, encontró el móvil e interrumpió la melodía. Un nuevo mensaje, informaba la pantalla.
Un SMS. Al principio nada más se veía el número, «el» número, luego apareció la imagen. Beatrice se oyó emitir una ruidosa exclamación.
—¿Qué sucede? —Deprisa, demasiado deprisa, Richard estaba junto a ella y tuvo tiempo de echar un vistazo al móvil—. Dios mío, Bea, ¿qué es eso? ¿Un ser humano? O… Sí, eso es un brazo, cielo santo. Como en el matadero.
Se libró de la mano de su hermano, que la había agarrado por la muñeca para observar con más detalle la foto. El matadero.
—Tengo que irme. —Cogió el bolso y se precipitó hacia el coche sin despedirse, puso el motor en marcha y al hacerlo el móvil se le escapó de los dedos. Lo recogió y marcó el número de Florin—. ¿Todavía estás en el despacho?
—No, acabo de llegar a casa. ¿Y eso?, ¿debería…?
—En quince minutos estoy ahí.
Un dedo corazón cortado bañado en sangre sobre una base blanca junto a la mano mutilada. Las heridas frescas, un muñón ensangrentado. Los cortes de la amputación en los dedos anular y meñique parecían curarse más mal que bien. El pulgar y el índice, los únicos que quedaban, se curvaban el uno hacia el otro como las pinzas de un cangrejo. O las puntas de un cruasán. Beatrice inspiró y espiró hondo.
La foto, aumentada en el portátil de Florin, mostraba detalles que no se distinguían en el móvil de Beatrice. Había un periódico, en parte impregnado de rojo, pero el resto, aumentando algo la imagen, permitía reconocer la fecha de ese día.
—Sigart todavía sigue con vida. —Era difícil determinar si Florin lo consideraba una buena o mala noticia. No apartaba la vista de la imagen, la deslizaba de arriba abajo, de izquierda a derecha en la pantalla—. Una mesa de madera, el entorno realmente oscuro. Tomaron la foto con flash. —Señaló un reflejo claro en el charco de sangre—. El asesino ha colocado algo debajo, parece un mantel de plástico blanco. Lo hace todo para que la impresión que causa sea inmejorable.
Pese a que habría podido ser mucho más lúgubre si el rostro de Sigart hubiera aparecido en la imagen. Sin embargo, como en la última ocasión, la imagen concluía en el hombro.
¿Porque ya hacía tiempo que Sigart había muerto desangrado?
—¿Puedes aumentar todavía más las heridas?
Tras un segundo vistazo, la teoría de Beatrice no resistió los hechos: en el lugar donde se habían cortado los dedos, la carne era rosada y no lívida. La mano era pálida, pero no gris. Y era con toda certeza la mano de Sigart, a no ser que otra víctima del Owner tuviera cicatrices de quemaduras similares.
Florin cogió el teléfono e indicó a Stefan que se encargara de que localizaran el móvil. Le envió la foto a él, a Vogt y a Drasche. Todo lo que era habitual y que hasta ahora no había dado ningún resultado.
—¿Por qué no nos enseña su cara? —murmuró Beatrice.
—Preferiría saber por qué nos envía estas fotos. O no, me corrijo, por qué te las envía «a ti».
En su mente, Beatrice prolongó la respuesta hasta el infinito.
—Porque probablemente cree que tenemos algo en común. —Una idea como un pedazo de hielo en la nuca—. Porque en cierta forma me considera una asesina.
Había reservado para ella el texto que el Owner le había escrito en el SMS como una mancha que no quería que Florin viera. Sacó una vez más el móvil del bolso y volvió a leer en silencio las palabras antes de pronunciarlas en voz alta.
—«Dejar de hacer lo necesario sella una carta blanca a favor del peligro».
Había dejado al descubierto su propia herida, pero Florin seguía sin entender.
—¿Es lo que ha añadido? ¿Otra vez Goethe?
—No, Shakespeare. Pero eso no importa, lo importante es a quién se refiere el Owner. Y se refiere a mí.
Florin se volvió completamente hacia ella, la tomó de la mano y la sostuvo con fuerza.
—¿Se refiere a ti y Evelyn?
—No me imagino a quién sino a ella.
No se ha dado cuenta de que fuera ha oscurecido. David todavía está encima de ella, la boca enterrada en el hueco del cuello, susurra o murmura, siente la vibración en la piel y experimenta un momento de total satisfacción. «Gracias», dice en su interior y siente que va a echarse a reír. O a llorar.
—Beabeabea —susurra David, rueda a un lado y la arrastra consigo, manteniendo la cabeza de ella contra su hombro—. Quedémonos aquí para siempre. Solos nosotros dos. Dejamos fuera el mundo y nos construimos nosotros el nuestro.
Ella reposa un brazo sobre el pectoral de él e inspira su olor, nunca ha conocido un olor mejor.
—Para siempre es demasiado corto.
—Tienes razón. Bea, bonita, lista.
Los besos de David en sus párpados cerrados son apenas un soplo, le saben a poco. Busca los labios del hombre con los suyos y se sumerge en ellos.
—Iría a buscar algo que beber, pero para eso tendría que dejarte —dice David, cuando vuelven a emerger.
—Morirse de sed tampoco es una buena alternativa —responde Bea, y le propina un cariñoso empujón en el hombro. No aparta los ojos de él cuando se levanta y recorre la habitación desnudo y maravilloso, demasiado hermoso para ella. Es lo que siempre ha pensado cuando le besaba cordialmente en una y otra mejilla, al encontrarse y al despedirse, preguntándose de vez en cuando, soñadora, cómo sería. Podría ser. Con él.
Hasta la noche anterior. Cuando la mano de él se posó de repente sobre la de ella. Ella extiende los dedos y él encaja los suyos en el espacio intermedio, rasgando con ese gesto el mantel de papel a cuadros blancos y azules de la pizzería.
—Hace meses que le gustas, ¿es que no te enteras? —Evelyn la ha seguido hasta los lavabos, claro, y hace muecas mientras se retoca las pestañas—. ¿Te lo había o no te lo había dicho?
—De acuerdo. —Algo en Beatrice brinca de entusiasmo y si no tiene cuidado también ella salta como una niña pequeña a quien han regalado una piruleta—. ¿Y a ti te parece de verdad, tú crees que no es solo un capricho para él?
—Estamos hablando de David, no de mí. —Evelyn ríe burlona, revuelve el cabello de Beatrice y saca casi al mismo tiempo un cepillo del bolso—. Es una pizca demasiado decente para ser estimulante, en caso contrario encontrarías en mí a una fuerte competidora. —Quitó dos cabellos largos y rojos que se habían quedado prendidos en el cepillo—. Bien. Ponte guapa para el chico, princesa. Y no le des las gracias, ¿vale? Tiene que dártelas él a ti. Eres oro, no lo olvides.
You’re indestructible, always believe in, because you are gold, canturrea Beatrice, mientras David vuelve de la cocina. Se ha colocado un trapo en el antebrazo, como un camarero, y lleva una botella de champán barato y dos vasos de agua.
—Lo siento, no es muy estiloso —dice, tendiéndole el vaso más bonito—. Espero que puedas encontrar algo de encanto.
Puede. El paraíso es un cuchitril de soltero mal ventilado con cubiertos sin lavar en la cocina y un montón de ropa sucia en el dormitorio. Da igual, da igual, todo da igual.
El corcho del champán se niega largo tiempo a dejar la botella, entre risas se esfuerzan por sacarlo y cuando por fin lo consiguen, sale despedido con el tapón un tercio del contenido. También esto da igual, se estrechan uno contra el otro, beben el champán en los viejos vasos y en la boca del otro, sorbiéndoselo mutuamente del cuerpo con besos.
Entonces suena el móvil.
—No contesto. —Extiende hacia David el vaso vacío y él se lo llena a medias. Beben. El teléfono sigue sonando, grita para ser más exactos, abre penetrantes agujeros en el ambiente—. Está bien. —Beatrice baja las piernas de la cama, ¿dónde está el bolso? Ahí.
—¿Por qué no se conecta el buzón?
—Porque lo he desactivado. No pillaría ninguna llamada. Antes de que encuentre el teléfono siempre ha saltado el buzón.
«Evelyn». Es cierto, la fiesta. Olvidada por completo.
—Hola, Eve.
—Dime, tontorrona, ¿dónde te metes?
—Estoy ocupada.
—Be… Ah, el David de Miguel Ángel. Ya entiendo. ¿Tienes para mucho?
—Es difícil de decir. —Él está a su espalda, le levanta el cabello de la nuca y la besa en las zonas sensibles que hay debajo—. Más bien para un buen rato. Para mucho.
Reprime un suspiro de placer.
—En realidad no puedo calcularlo.
—Vaya, vaya. Pues entonces tráetelo contigo. Que el resto de la gente envidie vuestra felicidad.
—En principio es una buena idea, pero… —¿Tiene realmente que expresarlo en palabras?
Evelyn suspira.
—De acuerdo, enterraos en la cama. No sé cómo volveré luego a casa, esto está en el culo del mundo. Contaba contigo.
«Es lo que siempre haces. —Por primera vez nota una punzada en su alegría—. Soy la que tiene coche y permiso de conducir y tú tardas demasiado en sacártelo. Así ni se plantea la pregunta de quién bebe y quién conduce».
—Hay mucha gente. Seguro que alguien te acompaña a casa.
—Sí, es probable. —Evelyn suelta una risita—. Hay un estudiante realmente mono, rubio y con ojos castaño oscuro, esperemos que viva por aquí cerca. —Cuelga.
—¿Evelyn? —pregunta David—. ¿Tu compañera de piso pelirroja?
—Exacto. Le he dado plantón y no está acostumbrada. —Vuelve sonriendo a la cama, a los brazos de David, en un espacio más allá del tiempo y de la caducidad, a un paraíso caótico.
Cuatro horas más tarde vuelve a sonar el teléfono.
—Escucha, tontorrona, no consigo que me dejen en casa. Unos se han ido ya y los otros duermen aquí.
Ella también dormía, pero no mucho, tal vez quince minutos. Tiene la cabeza espesa y apenas entiende el significado de las palabras de Evelyn.
—Pues duerme tú también ahí.
—Es imposible. No queda sitio, salvo en el suelo. Además quiero quitarme de encima a dos tíos muy borrachos, pesadísimos. ¿Eres un ángel y pasas a recogerme?
«No lo dirás en serio».
—Lo siento, pero estoy cansada, he bebido y…
—Y David está intentando montárselo contigo. —Suspira—. Pero me das envidia. Es que es una situación tan absurda…, pero yo misma tengo la culpa. Tengo que sacarme de una vez el carnet. Da igual. Hace tiempo que no viajo a dedo. —Evelyn suelta una risita—. Espero verte mañana y que me cuentes todos los detalles guarros.
Por un segundo está tentada a transigir, a vestirse y recorrer de noche treinta kilómetros para ir a recoger a su amiga a una fiesta y llevarla a casa. Luego vencen las manos de David sobre su espalda, su cintura, sus nalgas, entre ellas.
—Sí. Hasta mañana.
—No hagas nada que yo tampoco haría. —Evelyn le envía un beso por el éter antes de colgar.
Poco después de las siete, la noche ha llegado a su fin. David tiene que levantarse para entrar a trabajar a las ocho en el call center y poder financiarse así sus estudios de Medicina. Beatrice sale con él de casa, respira el aire de la mañana de Viena y reúne un par de monedas para comprar unos cruasanes de desayuno. Preparará café y espera de verdad que todavía quede algo de la mermelada de frambuesa que su madre le ha enviado.
—¿Nos vemos esta tarde? —susurra David junto a sus cabellos. Está contenta de que esta pregunta salga de él, en caso contrario tendría que plantearla ella misma. Hace un gesto afirmativo, lo besa y todavía se queda inmersa en sus palabras cuando está sentada en el metro.
Cinco estaciones con la línea seis. El apartamento de David está en el distrito nueve, su piso compartido en el sexto. Sus manos todavía huelen a David, cierra los ojos y sonríe, se embebe de ese olor. Casi se pasa de estación. En la pequeña filial de una gran cadena de panaderías, compra cuatro cruasanes y se alegra porque justamente están de oferta. You are gold, desearía cantar mientras recorre la Turmgasse para llegar a su casa.
Evelyn ya está allí y, al parecer, despierta. The Wall resuena por la escalera y la anciana señora Heckel, de la planta baja, la mira airada cuando se encuentra con ella en la puerta de entrada.
—Uno de estos días llamo a la policía, si continúan con este jaleo. ¡Lleva horas, esto no puede seguir así!
—Lo siento, señora Heckel, no volverá a suceder. —Le gustaría apretujarla, querría que estuviera contenta. Ese día su felicidad no soporta el malhumor.
Sube flotando los escalones hasta el tercer piso, podría seguir y seguir corriendo, The Wall la acompaña hasta arriba. Esas últimas semanas, Evelyn y ella han estado escuchando sin parar el viejo cedé y se saben todas las canciones de memoria. «One of my turns» es una de sus favoritas, aunque su tétrico contenido es ridículamente inapropiado para ese día preciso.
Day after day, love turns grey
Like the skin of a dying man.
Night after night, we pretend it’s all right
But I have grown older and
You have grown colder and
Nothing is very much fun anymore.
«De eso nada». —Saca la llave del bolso y la introduce en la cerradura. La señora Heckel tiene razón, la música no debería estar tan alta en realidad. Por suerte, gran parte de los apartamentos del edificio también están alquilados a estudiantes, y pocos son los que protestan.
And I can feel one of my turns coming on.
Beatrice canta con el disco. Sostiene delante de su rostro la bolsa de papel con los cruasanes como un micrófono.
I feel cold as a razor blade,
Tight as a tourniquet,
Dry as a funeral drum.
Lo huele antes de verlo y se sorprende de que su corazón lata más deprisa. De que un impulso en ella quiera dar media vuelta.
Sacudiendo la cabeza cierra la puerta. Huele…, huele a…
—¿Evelyn?
Nada. Cruza la pequeña cocina y va a llamar a la puerta de Evelyn, pero está semiabierta y la empuja.
Run to the bedroom,
In the suitcase on the left
You’ll find my favourite axe.
Don’t look so frightened
This is just a passing phase,
One of my bad days.
Evelyn no está. Alguien ha devastado la habitación, ha degollado algo en su cama y salpicado las paredes con sangre y ha dejado que goteara al suelo, no ha tenido cuidado, porque está por todos lados.
Lo que ha sido degollado está extendido entre la colcha y la almohada. Está bien camuflado en todo ese rojo, en algunos lugares brilla.
Algo golpea contra la cabeza de Beatrice, el marco de la puerta, ¿y eso? Se sujeta, el aire entra en su cuerpo con un silbido. Ahora algo le golpea la rodilla izquierda. El suelo. A pocos centímetros de distancia hay una mancha roja, no puede apartar los ojos de ella. ¿Qué pasa si esto se arrastra hacia ella, fluye en su dirección, la toca?
Would you like to watch T.V.?
Or get between the sheets?
Or contemplate the silent freeway?
Would you like something to eat?
Haciendo un esfuerzo supremo levanta la vista hacia la cama.
Would you like to learn to fly?
Would’ya?
Would you like to see me try?
¡Ahí! Es plata. Brilla y reluce, un rayo de sol lo ha despertado a la vida.
Laca de uñas.
De Evelyn.
Laca de uñas.
El suelo se acerca, todo cae, cae despacio sobre lo rojo, primero los cruasanes, aterrizan en un charco grande como un plato, el rojo devora con avidez la bolsa de papel, el panadero impreso encima sigue sonriendo cuando le alcanza la boca, los ojos…
Toma conciencia de que está gritando cuando alguien la coge por detrás, le da media vuelta, la atrae hacia sí y sus gritos se ahogan en su cuerpo sudado cubierto por una camiseta gastada de tanto lavado. Ella da golpes, muerde y araña, hasta que entrevé la cara por encima de la camiseta. Holger, del apartamento contiguo. Sus manos tiran de ella, quieren llevarla a la cocina, «diosmíodiosmíoohdiosmío», grita.
Cerrar los ojos, pero no funciona, no puede, se ha olvidado de algo. ¿De qué?
Los cruasanes.
Al caer, uno se ha deslizado fuera de la bolsa y tiene la punta izquierda llena de sangre. Mermelada de frambuesa, y vomita sobre el suelo de la cocina.
La agente de policía que habla con ella es concienzuda y amable, pero Beatrice distingue su propio horror en los ojos de ella. Por eso la odia. Y porque cada una de sus palabras confirma que ha pasado algo que no debiera haber pasado.
—¿Vivía aquí con la señora Rieger?
«Rieger y tigre con grrrrrrr —dice Evelyn en la mente de Bea—. Como guerrera y agresiva».
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Ayer al mediodía. Queríamos… —Se interrumpe, ve a dos hombres con monos blancos entrando en el dormitorio de Evelyn, con mascarilla y guantes, figuras anónimas, encubiertas.
—Son compañeros de trabajo —explica la agente—. ¿Estaba diciendo que querían ir juntas a una fiesta?
«Ir a una fiesta». De nuevo, el cuerpo de Beatrice es más veloz que su conciencia, pues estalla en lágrimas y se ve agitado por los sollozos.
La agente tiene paciencia.
—Tómese su tiempo —dice.
Poco a poco Beatrice consigue articular palabras. La dirección de Nola, por ejemplo, donde se ha celebrado la fiesta. Las horas aproximadas de la primera y de la última llamada de Evelyn.
Al llegar a ese punto, algo en el cerebro de Beatrice comienza a jugar con el condicional. Un juego que la acompañará ininterrumpidamente el siguiente año. El juego del «si hubiera» dura horas y no cabe duda de que obra un efecto agotador.
«Si la hubiera ido a recoger, si hubiera ido con David a buscarla, si no la hubiera dejado sola, si…».
—Pediremos ayuda psicológica —dice la agente, cuando Beatrice se derrumba otra vez.
Al final es una inyección la que borra las imágenes rojas de su mente y detiene el juego del si. Por un breve tiempo. Luego todo vuelve a empezar desde el principio.
La policía reconstruye la última noche de Evelyn. Los invitados de la fiesta realizan declaraciones detalladas y pronto queda claro lo que debe de haber pasado. La llamada a las tres y media de la madrugada que despertó a la somnolienta y borracha de amor Beatrice fue la última que realizó Evelyn. No intentó llamar a un taxi o a otros amigos.
—Autoestop, quería viajar a dedo —solloza Nola al teléfono—. Podría haberse quedado aquí, el primer autobús a la ciudad salía a las cinco.
Nuevos condicionales para el juego de Beatrice. Si Evelyn hubiera esperado, si hubiera sido más prudente…
Pero fue a ella a la única a quien Evelyn pidió ayuda. Ya no soporta la presencia de David, es un cómplice. No come, duerme poco, recorre las calles y mira el rostro de la gente. ¿Cuál de ellos pudo ser capaz? A lo mejor está en ese momento a su lado en el metro o le cede el paso en la cola de la caja del supermercado. A lo mejor es el chico joven al otro lado de la calle, que arrastra un cochecito de bebé con lunares azules, o el calvo con los pantalones gastados que lee un diario mientras camina. «Claro, está buscando artículos sobre el crimen».
Beatrice asedia a los investigadores con llamadas. La agente de policía le ha dado su número de teléfono y ella llama tres veces al día. Cuenta nimiedades de la vida de Evelyn que de repente se le antojan llenas de significado. Pero sobre todo quiere saber, saber, saber.
No le cuentan nada. Lo que sabe es lo que sale en los periódicos. Que el asesinato de Evelyn Rieger es similar a otro crimen que aconteció tres años atrás y nunca fue resuelto. Entonces la víctima fue violada, abierta en canal y destripada.
Siempre añaden la foto que le hizo Beatrice dos meses antes, esa maravillosa foto de Evelyn. Un ángel con bucles cobrizos y unos ojos relucientes, de color verde y despiertos.
«Te añoro tanto…
»Lo siento.
»Si lo hubiera sospechado.
»Si te hubiera hecho caso.
»Si».
En el entierro intenta grabarse en la memoria el rostro de todos los hombres que están presentes, pero hay demasiada gente. También dos policías, pero se mantienen al margen y miran confusos hacia el interior. Su madre y Richard han viajado hasta allí aunque no conocían apenas a Evelyn. Han cerrado el Mooserhof por dos días, lo que Bea valora mucho. Les ha contado que se siente culpable.
—Yo habría podido evitarlo, hubiera sido tan fácil…
—No podías saberlo —dice su madre—. El único culpable es el del cuchillo. El cuchillo la ha matado y el hombre que la ha agredido con él. Nadie más.
La idea consuela a Beatrice durante cinco minutos nada más, luego se vuelve insípida, como un chicle que se ha mascado durante demasiado tiempo. También David acude al entierro con un jersey negro de cuello alto pese a los veinticuatro grados de temperatura en el exterior. Se coloca junto a Bea y quiere apoyarla. Ella lo aparta de su lado.
—Yo no puedo evitarlo —confiesa entristecida—. Y tú tampoco.
Él no comprende, pero está enamorado y sus sentimientos hacia ella parecen auténticos. Tanto peor. Ella evita verlo, en lugar de ello se castiga con la visión de la madre de Evelyn. Se deja empapar por el Stabat Mater de Rheinberger e intenta desprenderse del sabor metálico que tiene en la boca. La culpa sabe a plomo.
Las semanas que siguen espera. El caso va desapareciendo paulatinamente de las noticias y la policía no detiene a nadie. David ya ha renunciado a volver a ver a Beatrice. Ella ha renunciado a concluir la carrera. En algún momento Richard se presenta para recogerla y volver a Salzburgo.
No se defiende. Aún llama a la agente una vez por semana pero no averigua nada nuevo. Odia a la policía. En algún momento, cuatro o cinco meses después de la muerte de Evelyn, le dice a la mujer:
—Sois un puñado de inútiles ciegos e ineptos.
Oye cómo toma aire su interlocutora, se prepara para una respuesta vehemente. Pero la agente contesta sin perder la calma:
—¿Sabe qué? Hágalo usted mejor, lista.
—Ni lo dude. —Beatrice cuelga. Pero la idea arraiga. Cada vez que la admite siente que se quita un peso de encima. Una vez realizados seis meses de terapia, ha tomado por fin una decisión y la reciben con los brazos abiertos.
Es el primer año de formación. Junto con cinco compañeros tiene servicio en un baile que se celebra en la fortaleza de Hohensalzburg. Un hombre rubio, con esmoquin, se desliza una y otra vez a su lado y le sonríe. Ella nota el titubeo de él.
—En la sala de baile hay cientos de mujeres con ropa cara, pero ninguna de ellas es tan bonita como usted vestida de uniforme.
Achim Kaspary es director junior de un aserradero, en los alrededores de Salzburgo. Se esfuerza, se toma tiempo. No es la mitad de emocionante que David, por Achim ella nunca dejaría a una amiga en la estacada.
Es un buen hombre con el que casarse.
La llama de la vela del calentador de té casi se había ahogado en la cera líquida sobre la mesa baja. Beatrice liberó su mano de la de Florin y se apartó los cabellos de la frente. Él no la había interrumpido ni una sola vez, pero al final ella había notado que sus dedos la envolvían con más firmeza. Buscó la compasión en los ojos de Florin, o el menosprecio, pero para su alivio no encontró ninguno de los dos.
—No crees que este caso esté relacionado con el asesino de Evelyn, ¿no?
Ella agitó resuelta la cabeza.
—No. Evelyn fue víctima de un delito sexual. —Por todos los santos, ahora ya hablaba como en las noticias. Como si eso hiciera ese asunto más soportable—. Fue una violación vaginal, anal y con todos los utensilios posibles. Luego la abrió con el cuchillo de cocina que su abuela le había regalado. —«Rojo». Beatrice tenía la boca seca—. Nadie puso en cuestión el motivo jamás. El Owner, por el contrario, no tiene el menor interés sexual en las víctimas. Ya sean hombres o mujeres. Su motivo permanece oculto.
Esas últimas palabras se vieron matizadas por las notas de un violín. La melodía de la llamada de Anneke.
—Ya la llamaré más tarde —dijo Florin—. No es ningún prob…
—No. Contesta, de todos modos voy un momento al… —Señaló hacia el baño.
Incluso a través de la puerta cerrada, alcanzaba a oír la voz, grave y tierna, de Florin. Se rio en dos ocasiones. Por unos segundos, Beatrice se sintió traicionada.
Solo cuando dejó de oírle hablar, Beatrice tiró de la cadena y dejó el refugio de azulejos grises.
—¿Te encuentras bien? —Había preparado té y las hojas oscuras flotaban aromáticas sobre el agua de reflejos broncíneos.
—No —respondió conforme a la verdad—. No, mientras no hayamos encontrado a Sigart. Tengo continuamente una mano mutilada delante de los ojos. —No prosiguió porque esperaba que Florin ya entendiera así. «Me ha llamado porque necesitaba ayuda, ¿nos recuerda algo?»—. Me voy a casa —decidió mirando compungida la tetera—. Búsquedas por Internet. Tenemos nuevas coordenadas, no puedo creer que no vayamos a encontrar nada —añadió.
—No querrás ir sola…
Ella resopló.
—¿Qué voy a hacer allí a media noche? ¿Esperar a descubrir algo que durante el día nos ha pasado inadvertido?
Florin la abrazó y la dejó marchar. Poco después, Beatrice estaba un poco decepcionada de que él no hubiera intentado al menos convencerla para que se quedara.
Hacía un calor sofocante en su casa, las ventanas habían estado todo el día cerradas.
Beatrice estaba deseando sentarse en el balcón con el portátil, pero cada vez que salía se sentía observada. Imaginaciones suyas, claro. Colocó el portátil sobre la mesa baja y marcó las coordenadas de Dalamasso en el geocaching.com. Ni un cache en cuatro kilómetros a la redonda. Entró en la cuenta de Liebscher y leyó sus notas sin saber qué era lo que realmente estaba buscando.
Media hora más tarde apagó el ordenador para mirar el techo de la sala de estar en lugar de la pantalla. La reacción de Melanie había sido tan clara… Si pudiera hablar con ella, enseñarle una a una las fotos…
Un deseo que seguramente no se cumpliría. Beil había sido su oportunidad, su estremecimiento al mirar la foto de Nora Papenberg. Había dejado pasar esa oportunidad. Beatrice no podía hacer a nadie responsable de eso, únicamente a sí misma.
—Ahora sí que la ha hecho buena. —Por su aspecto se diría que era el cumpleaños de Hoffmann. Debía de haber estado esperando a que llegara a la puerta de su despacho. En ese momento estaba sentado en su butaca de director tapizada en piel de cerdo y ella estaba plantada delante de él como una alumna convocada por el director del colegio.
—Tengo aquí una queja contra usted de Carolin Dalamasso. Dice que confrontó a Melanie con las fotos de las víctimas, ¿es eso cierto?
—Se me cayeron.
—Una torpeza, Kaspary. El estado de la chica ha empeorado a ojos vistas desde ayer, los médicos están preocupados y la madre, furiosa. He hablado antes con ella por teléfono. —Hizo una pausa para mover la cabeza—. Dios mío. ¿Cómo se atrevió? ¡Torturar a una chica incapacitada! Usted misma es madre, ¿utiliza usted realmente cualquier método, para, pese a no saber nada, llegar a resultados?
Ella no respondió. Cualquier palabra lo empeoraría todo.
—¿Qué fue lo que la impulsó a cometer tal torpeza? ¿Nuevos descubrimientos? ¿Le contó una historia la chica?
—No.
—No. —Hoffmann dio vueltas a un lápiz entre los dedos—. ¿Es usted consciente de lo mucho que nos desprestigia de este modo? ¿De cómo desprestigia a los compañeros que se comportan conforme a las reglas? Me ha decepcionado realmente, Kaspary. Puede estar segura de que esto tendrá consecuencias. —Esperó, pero como Beatrice lo miraba en silencio, la despidió con un gesto de la mano.
Kossar estaba en el despacho de Beatrice y le sonrió cuando llegó. Señaló dos carpetas, una amarilla y la otra roja.
—Todo tipo de lectura, Beatrice. Me he tomado la molestia de preparárselo, pero gran parte está en inglés, espero que esté okay.
—Ahora no.
—En la carpeta roja encontrará todo lo que es digno de saberse del caso Raymond Willer, asesino en serie de Ohio. Probablemente lo más interesante sea la entrevista que mi compañero de Quantico le hizo. Willer elegía a sus víctimas según el principio de casualidad, pero dejaba a sus espaldas mensajes codificados para desorientar a la policía. Decía que había sido un combate, él solo contra el inmenso aparato del poder. Era muy inteligente, su cociente era de 147. De hecho lo atraparon al cabo de doce meses.
Beatrice se encogió de hombros.
—Pero el Owner no mata según el principio de casualidad.
—La carpeta amarilla —prosiguió Kossar como si no hubiera escuchado nada de lo que ella acababa de decir—. El caso Mike Gonzalez. Asesinó a nueve personas con el único objeto de redimirlas. Había varios de su tipo. Delirio religioso, ahí el azar solo es aparente. En una entrevista dijo que había visto una luz sobre la cabeza de la gente y sabido que estaban preparados para entrar en el reino de los cielos. Les había ayudado a acceder por el camino más corto. El que antes los dejara sufrir un poco era únicamente para ahorrarles el purga…
—¡En nuestro caso, no estamos tratando con víctimas al azar! —Beatrice se oyó a sí misma gritar y se arrepintió en el mismo instante de haber subido el tono. Perder los nervios no estaba bien, nada bien. Pero al menos había interrumpido de ese modo el sermón de Kossar—. Se conocían entre sí. Posiblemente no todas a todas, pero Beil sabía quién era Papenberg. Dalamasso también conocía al menos a una de las víctimas. Lamento que haya estado trabajando en vano.
—Suponiendo que tenga usted razón. —Kossar no perdía la calma—. That’s not so certain.
—It is. —También ella sabía inglés—. You can bet your fucking glasses on it.[5]
«Lo sabéis todo y no encontráis nada. Lo sabéis todo y no encontráis nada».
Sé que tú eres Shinigami. Sé que conocías a Liebscher, que habéis buscado juntos recipientes de plástico escondidos. Sé que te has informado acerca de mí, pero ¿cuándo? ¿Cuándo te enteraste de que yo formaba parte de los que te buscaban? ¿Y por qué?
«Tal vez lo haga por tu causa», había mencionado Florin el día antes. Beatrice había analizado la idea, le había dado vueltas antes de rechazarla.
No, no era por su causa. Pero la había convertido en parte de su puesta en escena, sus mensajes estaban dirigidos en primer lugar a ella. Ahora estaba en su mano entenderlos.
Se me ha pasado algo por alto, pensó. Tendría que volver al principio, pero no tengo tiempo, y los personajes más importantes están vencidos.
Pero ¿por qué no echar un vistazo al comienzo del Owner, al menos a aquello con lo que Beatrice estaba familiarizada?
Veintiséis de febrero, aparece Shinigami. Se registra en geocaching.com… ¿Por qué? Al parecer, solo para establecer contacto con Herbert Liebscher. Después de realizar siete hallazgos juntos, se diría que el sitio ya no le interesa.
«Los caches son parte de la solución. Si no esos escondites, las abreviaturas y las coordenadas serían memeces».
¿Todo ese esfuerzo a causa del hobby de Liebscher? El instinto de Beatrice protestó enérgicamente: no era así, no podía ser así.
Rebuscó entre los apuntes, que ya constituían un grueso archivo, buscó el acta del primer interrogatorio de Konrad Papenberg.
Ahí estaba: Nora amaba la naturaleza. Le gustaba practicar deporte y pasear. Pero el geocaching no formaba parte de sus actividades. No, si su marido decía la verdad, y se suponía que así era, pues también, tras un registro a fondo, no se había encontrado en el ordenador de Nora ninguna indicación de que fuera socia. Los proveedores de servicios, a su vez, lo habían confirmado: no se había registrado ninguna Nora Papenberg en la página web. Y eso era la clave, pues sin ordenador, sin registrarse en la comunidad era imposible el geocaching.
Algo la hizo detenerse en esa idea, no la dejaba seguir pensando. Qué, cuándo…
Leyó las declaraciones del esposo otra vez.
Llevaban dos años casados, hacía tres que se conocían. El ordenador de Nora también tenía tres años, lo que en la actualidad lo convertía en un matusalén de los ordenadores, pero pese a ello…
Un vistazo al reloj le reveló que era demasiado tarde para llamar a Stefan, daba igual, podía estar contento de que no fuera su ex esposa. Marcó primero el número de su móvil y luego el del fijo, pero siempre salía una cinta en la que Stefan invitaba a dejar un mensaje.
Maldición. Escribió una nota para no olvidarse de todas sus ideas nocturnas.
No hemos encontrado nada, pero eso no significa que no haya nada, pensó Beatrice después de dejar a un lado el lápiz. Lo más probable es que nos estemos equivocando al buscar.
—Contraseñas, apodos, seudónimos, haz una lista, por favor.
En la sien derecha, el cabello rojo de Stefan formaba un rizo peculiar, como si acabara de levantarse. Las mejillas sin afeitar reforzaban esa teoría, pero los ojos estaban completamente despiertos.
—¿De Nora Papenberg? Ahora mismo voy.
—También de Beil y Estermann. Sigart y Dalamasso no tienen ordenador, aunque en el caso de la última tenemos que comprobarlo urgentemente. —Intentó recogerse los mechones de cabello, pero se resistían a todos sus esfuerzos—. No te he despertado esta noche, ¿verdad?
Una negación radiante.
—No. Bajé el sonido del móvil. No estaba en casa.
Ajá.
—¿Me dices su nombre?
La comisura izquierda del labio del chico se inclinó hacia arriba, la siguió la derecha.
—Me temo que primero tendrás que darte por satisfecha con los apodos de Nora Papenberg.
Tenía el despacho para ella sola. Florin dirigía otro maratón de interrogatorios. Dos semanas atrás alguien había visto un Honda Civic rojo aparcado junto al Wallersee, ya entrada la tarde.
El coche de Nora. ¿Había ido con el Owner a esconder la cabeza de Liebscher en la copa del árbol? Nora, alias NoPap1.Norissima.rabanitos_son_rojos.
Al ver la última creación léxica, Beatrice arqueó las cejas: ¿cómo se le habría ocurrido eso?
FrankaC.Wishfulthinker28.
Eran todos los apodos de Nora, según había averiguado Stefan: nombres bajo los cuales viajaba por Internet. Tal vez aparecían otros. «Aunque cinco ya son bastantes, se pierde la visión de conjunto», había señalado el joven, y era del todo cierto, según comprobó Beatrice unos minutos después. Ella misma no recordaba el nombre con el que se había registrado en geocaching.com hasta que le vino a la mente la lechuza de peluche de Jakob. Elvira Segunda.
Se conectó con la página y se dirigió al «User finder». NoPa1 no dio ningún resultado; Norissima, tampoco; FrankaC era un acierto, pero disfrutaba de buena salud, había encontrado el último cache dos días antes. Mostraba un perfil detallado, fotos incluidas que la mostraban en diversos lugares donde había encontrado los tesoros, sobre todo en las cercanías de Hannover, donde vivía.
Wishfulthinker28. Teclear, pulsar enter. Beatrice cruzó los dedos. ¡Bingo!
No había perfil con datos o fotos, o nunca los había colgado o los había borrado.
El usuario, por el contrario, existía: 133 smileys, 133 caches encontrados.
Con la sensación de haber topado por fin con la puerta escondida tras la cual se hallaba el camino correcto, Beatrice abrió la lista. El último hallazgo registrado estaba como siempre arriba de todo.
Wishfulthinker28 había recorrido las cercanías del Mondsee. La entrada estaba en rojo y tachada, así que el cache estaba archivado, como la mayor parte de los 133 hallazgos del usuario. No era extraño, se remontaba a cinco años antes. Luego, Wishfulthinker se había dedicado, al parecer, a otros menesteres durante el tiempo libre.
De acuerdo —decidió Beatrice—. Admitamos simplemente la idea. Aceptemos que esta es la cuenta de Nora Papenberg. El entorno coincide, la mayoría de los caches encontrados se hallaba en Salzburgo o en los alrededores. Hace cinco años todavía no conocía a su esposo y ¡su apellido debía de ser otro!
En cuestión de segundos, contactaba con Stefan por el teléfono interno.
—El apellido de Nora Papenberg antes de casarse era Winter, si no me equivoco. Los proveedores de la página web deberían decirnos si detrás de Wishfulthinker se esconde el nombre de Nora Winter.
Beatrice rodeó con un círculo la última entrada. «Una vista magnífica, seguro que vuelvo otra vez. El escondite del recipiente es original, pero fácil de encontrar. ¡Ha sido divertido! ¡GPEC!».
No sonaba a una despedida o algo similar, o a que hubiese perdido el gusto por practicar el geocaching. Bueno, existía un montón de posibilidades de por qué abandonar un hobby: un novio nuevo, un trabajo distinto, un embarazo o una enfermedad. Pero no creía en ello, pues…
Siguiendo una repentina inspiración, Beatrice abrió el perfil de Herbert Liebscher, recorrió las entradas que DescartesHL había dejado en la misma época. En su interior encajó una pieza.
Ahí estaba el vínculo. Apenas accesible, pero a pesar de ello existente, como un hilo rojo tan fino como un cabello en la oscuridad.
La última entrada de Nora Papenberg databa del 3 de julio. Herbert Liebscher había estado en Viena desde el 6 hasta el 8 de julio del mismo año, había encontrado dieciocho recipientes y luego descansado. Durante año y medio. Papenberg lo había dejado para siempre.
«Esto no es una simple coincidencia, ni mucho menos. Hay un factor desencadenante común».
Beatrice imprimió las páginas, comparó los caches enumerados: sí, había coincidencias, pero no era raro en personas que residían en la misma ciudad. Sin embargo, ni en una sola entrada se referían el uno al otro. Entre las fechas de registro de los caches que aparecían en las listas tanto de DescartesHL como de Wishfulthinker28 había meses cuando no años. Nada indicaba que se hubieran conocido.
—¡Tocado, hundido! —informó Stefan poco antes del mediodía. Todavía estaba animado e incluso había conseguido entretanto domar el rebelde rizo de cabello—. Wishfulthinker28 es una Nora Winter con un correo electrónico austriaco, acabo de recibir la confirmación. —Dejó el impreso encima del escritorio con un ligero movimiento de cabeza, como si quisiera alejar un pensamiento inoportuno—. ¿Crees que nos las estamos viendo con alguien que se dedica a matar a geocachers?
—Es demasiado pronto para decirlo. Pero hazme otro favor. Llama a Carolin Dalamasso y pregúntale si su hija participaba en el geocaching, cuando todavía…
Se interrumpió. Claro. Encajaba.
—¿Cuando todavía no estaba enferma? Por supuesto, ahora lo hago. ¿Qué ocurre?
«Los datos».
—Perdona, Stefan, tengo que comprobar una cosa.
«Colapso de Melanie Dalamasso». Sí, ahí estaba. El mismo verano. Doce días después de que Nora Papenberg hubiera descubierto su último cache.
Cuatro tazas de café más tarde, Beatrice ya no sabía si su inquietud interna se debía a la cafeína o al hecho de que se encontrara delante de lo que Florin y ella llamaban «la última vuelta del calidoscopio». Un detalle más, un dato, y el caos adquiriría sentido, la imagen se volvería finalmente reconocible. Beatrice sentía que el momento se acercaba, así le ocurría siempre. Deseaba que llegara la certeza y al mismo tiempo la temía. En la mayoría de los casos, la última imagen era bastante fea.
A las diez y media, cuando cogió el bolso, el momento todavía no se había presentado. Si la tarde había aportado algo, había sido un paso atrás: tan fácil había sido averiguar los nombres de cacher de Nora Papenberg como infructuoso el mismo intento con Christoph Beil y Rudolf Estermann.
Beil no había intervenido en ningún foro, y, si lo había hecho, no había codificado su identidad. A partir de las distintas combinaciones de su nombre y apellido con las que había trabajado en la red, ninguna había resultado válida en geocaching.com.
Tampoco como Oso Pinchoso.
En cuanto a Estermann, al parecer solo utilizaba el ordenador para fines profesionales. El historial de su buscador constituía una mezcla desordenada de farmacias, droguerías y salones de belleza.
«Rudo», el nombre con que lo llamaba su esposa, no había llevado a ningún resultado cualquiera que fuera la forma en que se combinase. Beatrice ya estaba cansada y temía que su menguante concentración pasara algo por alto si seguía pescando en aguas turbias.
Ya se había puesto el cinturón de seguridad e iba a girar la llave del contacto, cuando sonó el móvil.
—Mañana me llevo los niños a casa —anunció Achim sin mediar saludo—. ¿Cuánto tiempo te has creído que puedes dejarlos de lado cuando a ti te apetece?
Era evidente que la buena predisposición que había mostrado en su último encuentro se había desvanecido.
—No los dejo de lado. Estoy peleándome con uno de los casos más difíciles con que me he enfrentado jamás. Esto no es lo normal. —Suspiró—. La vida cotidiana funciona. En este momento las circunstancias son excepcionales. Pensaba que lo habías entendido.
Cuando Achim volvió a hablar, su voz era menos fría, pero plana e inexpresiva.
—Esto es un fracaso, Bea. Creo que yo podría dar a Mina y Jakob un entorno sano. Sin circunstancias excepcionales. Lo único que se interpone es tu egoísmo.
«¿Significa, cuando duele, que es cierto?».
—Eres injusto. —Cerró los ojos—. Recoge mañana a los niños. Se lo digo a mi madre. Dentro de dos días me reúno contigo y hablamos de todo esto. Puede que a partir de ahí las cosas vuelvan a funcionar con normalidad.
Él rio, como si eso realmente le divirtiera.
—Como si alguna vez lo hubieran hecho. ¿A quién quieres tomarle el pelo, Bea? Si es a mí, no te esfuerces. El tren ya ha pasado.
Las diez y media. Se duchó, caliente, fría, otra vez caliente, pero la tensión dolorosa del cuerpo perduraba.
Hoy ya no buscaría más por Internet. Se tendió desnuda sobre la cama, sintió las sábanas frías en la espalda y deseó que los niños estuvieran durmiendo en la habitación contigua.
En el techo se movía algo oscuro. ¿Telarañas? Se propuso que a la mañana siguiente temprano las limpiaría con la escoba, le sentaría bien poder solucionar algo rápido y sin complicaciones.
El timbre del móvil la catapultó fuera de un sueño profundo. Su corazón latía con fuerza y agitado contra las costillas, algo debía de pasar…
—¿Te he despertado, señora comisaria? —La pronunciación no era clara.
—Achim, te lo juro, voy a denunciarte.
—Me da completamente igual. He hablado con mi madre, ella…
Beatrice interrumpió la conversación y dejó el móvil sobre la cama, a su lado. Miró sus manos temblorosas a la luz de la lámpara de noche, que todavía estaba encendida.
Al diablo. Al día siguiente diría que estaba enferma e iría ella misma a recoger a los niños a la escuela. Se acabaron las circunstancias excepcionales. Eso no podía seguir así.
El pulso le latía demasiado deprisa y demasiado fuerte. Mierda de café. Tras echar un vistazo —las doce y media, gracias a Dios— se ovilló, se cubrió con la colcha hasta los hombros y cerró los ojos. Una respiración regular calmaría los latidos de su corazón, bastaba con que se concentrara, no debía pensar en otra cosa, entonces su conciencia se apagaría.
En la oscuridad, tras los párpados cerrados, apareció sin embargo Melanie Dalamasso, gritaba e intentaba golpearse la cabeza contra el marco de la puerta.
No. Basta.
Pero Dalamasso no se le iba de la cabeza. Ella era la persona que encajaba, era la persona destrozada, entonces, ¿por qué no habían encontrado nada de nada en las coordenadas? ¿Acaso eran, una vez más, una indicación de futuros acontecimientos? ¿Había planeado el Owner depositar a Dalamasso en la carretera nacional?
Beatrice se dio media vuelta. Cierra el pico, le ordenaba su voz interior.
La enfermedad de Dalamasso se había declarado, Liebscher no había tocado un GPS durante un año y medio, Papenberg nunca más. Rupturas, pequeñas y grandes, en un breve espacio de tiempo.
Aunque no el mismo día.
Beatrice lo dejó correr. El sueño se había retirado, al igual que el mar se retira de la playa al bajar la marea. Se puso unas bragas y una camiseta, fue a buscar un vaso de agua a la cocina y encendió el portátil.
El verde mate del banner de geocaching.com relucía en la penumbra de su habitación. Sin saber qué estaba buscando, abrió el perfil de Nora Papenberg. Algunos usuarios habían registrado en «location» su ciudad natal, Wishfulthinker28 había renunciado a ello, al igual que Herbert Liebscher.
Estudiaría los 133 caches en series inversas y leería con atención cada una de las entradas. A lo mejor tropezaba con algo, a lo mejor había un encuentro con Shinigami o una referencia a un cacher amigo. A Christoph Beil, por ejemplo.
«Un contenedor camuflado con gracia, ¡felicidades! —escribía Nora en su penúltimo hallazgo—. Casi había abandonado, pero una iluminación en el último segundo me llevó al camino correcto. ¡GPEC!».
Siguiente entrada, 18 de junio. «Fácil, pero requería cierto esfuerzo. ¡GPEC!».
Otra más del mismo día. «Difícil, muy difícil, pero al final lo encontramos. ¡Yuju! GPEC, Wishfulthinker28».
Ni palabra sobre a quién se refería con el plural del verbo. Beatrice clicó sobre la página del cache archivado y encontró a una tal BibiWalz que también había registrado el hallazgo el 18 de junio. Seguía estando activa, había colocado en el paréntesis, junto al apodo, el número 1877 y una galería con más de una treintena de fotos que Beatrice observó una a una. BibiWalz era rubia, pecosa, redondita y le resultaba totalmente desconocida. Pese a ello, se apuntó el nombre.
El cache siguiente, 15 de junio. En la entrada de Nora se reflejaba un auténtico entusiasmo. «¡Mi primer cache nocturno! ¡Descubierto con Bullebulle! ¡Nos lanzamos a la aventura provistos de chocolate, patatas fritas y linternas y llegamos a nuestra meta algo más tarde de una hora! Los postes indicadores nos han guiado por el buen camino y en ningún momento hemos sentido miedo. ¡Felicidades al propietario del listing! ¡Mil GPEC!».
¿Bullebulle? Beatrice buscó al propietario de ese peculiar seudónimo, pero el perfil era tan pobre como los de Nora y Liebscher. No importaba, lo apuntó de todos modos.
El cache siguiente, una semana antes. «¡Todo un descubrimiento, no conocía esa iglesia fantástica, GPEC!».
Paulatinamente, el cansancio iba apoderándose del cuerpo de Beatrice. No hizo caso y clicó sobre el siguiente link de la lista, se recostó y pestañeó deslumbrada por la lámpara del techo.
Un recuerdo se incrustó con el ímpetu de un martillazo. Luz. Reflejo. ¿Dónde fue? Buscó la página. Sí, ahí estaba, el entusiasmo de Nora por la aventura… Había incluso fotos del cache, no de ella, sino de otros exploradores. «View the Image Gallery of 25 images». (Ver la galería de imágenes con 25 imágenes).
Un clic y todo se aclaró. Beatrice cerró el portátil, se puso los tejanos, una chaqueta sobre la camiseta y ya estaba junto a la puerta cuando se le ocurrió que casi había olvidado el utensilio más importante: la linterna de bolsillo.
Achim le había regalado una a Jakob por su cumpleaños, una de LED, cuyas pilas, al parecer, duraban una eternidad. ¿Dónde estaría? Esperaba no haberla…
No, ahí estaba. Beatrice la metió en el bolso y cogió el móvil al vuelo.
Una vez que se hubo sentado en el coche, tomó conciencia de que a esa hora solo podría ponerse en contacto con el servicio de urgencias. Lo que posiblemente fuera mejor: examinada más de cerca, esa idea genial tenía poco fundamento.
«Tonterías. Tienes razón y lo sabes. Lo sabemos todo y no encontramos nada, el Owner lo ha visto con toda claridad».
Lanzarse allí sin ayuda de ningún tipo no acababa de gustarle. Nadie le daría unos golpecitos de reconocimiento en el hombro por haberse aventurado sola, antes al contrario.
La una y cuarenta y tres. Llamó a Florin. Se preparó para una respuesta somnolienta, dejó sonar dos veces, tres, cinco. Colgó antes de que saltara el buzón.
De acuerdo. Mejor que durmiera. No iba a correr ningún peligro, solo se dirigiría allí para verificar que tenía razón. A lo mejor la idea no era más que pura fantasía.
Aún no había recorrido medio kilómetro cuando sonó el móvil.
—¿Qué ha ocurrido?
Se habría puesto a reír de alivio. Florin parecía totalmente despierto y despejado.
—¿Te he despertado?
—Sí, pero no importa. Dime.
—Me voy a las coordenadas de Dalamasso. Hemos encontrado algo ahí, pero no lo hemos reconocido.
—¿Que vas…? —Lo oyó tomar y soltar aire—. Pero ¿ahora? ¿De noche?
—Es el único momento razonable.
Quince minutos más tarde recogía a Florin. Había insistido en acompañarla y ella no se había resistido mucho.
—Buenas noches —dijo él cuando abrió la puerta del acompañante. Por su aspecto, no había tenido tiempo para peinarse, tampoco para abrocharse los botones del polo, pero había cogido la pistola de servicio.
—Gracias por contestar a la llamada. Uno se siente mejor acompañado.
—No hay nada que agradecer. Aún sería mejor si fuésemos veinte, por eso vamos a informar a la central en cuanto veamos que tienes razón.
—De acuerdo. —Encendió la radio, Phil Collins cantaba «In the air tonight», la canción con el mejor fragmento de percusión de la historia. Evelyn lo acompañaba en cuanto se presentaba la ocasión golpeando la mesa con los cubiertos.
Límite de velocidad. Treinta kilómetros por hora. El adhesivo redondo, reflectante en medio de la nada, brillaba a la luz de la linterna de Beatrice, una luna llena diminuta en medio de la oscuridad.
—Un cache nocturno. —Beatrice iluminó con el cono de luz de la linterna la carretera—. Empieza aquí. Si estoy en lo cierto, tenemos que encontrar cerca otro reflector…
—Y luego otro y otro más. —Florin giró despacio sobre su propio eje, sosteniendo su linterna a la altura de la cabeza—. ¡Ahí! —Señaló un árbol al borde de la carretera, a unos cincuenta metros de distancia. Detrás surgía un sendero más angosto.
—No esperamos hasta mañana —declaró Beatrice ante la expresión reflexiva de su compañero—. Todavía quedan cuatro o cinco horas de oscuridad, a lo mejor recorremos la etapa cinco antes de que amanezca.
Florin se dirigió hacia el árbol marcado sin contestar. Asintió.
—Llama a Stefan. Si está despierto, que venga. Yo informo a la central de operaciones. Nos comunicaremos en intervalos de una hora.
Al llamar a Stefan, contestó solo el buzón de voz.
«Te lo estás perdiendo —dejó Beatrice como mensaje—. La etapa cinco es un cache nocturno. ¿A que nunca has buscado uno así?».
Aparcaron el coche en un lugar bien visible cerca de la bifurcación, luego se pusieron en camino. El sendero era estrecho y ascendía por una colina serpenteando junto a prados y granjas. Beatrice descubrió el siguiente reflector en la pared de un pajar de madera.
—El Owner marca las bifurcaciones —constató—. Tenemos que ir a la derecha.
Siguieron las miguitas de pan luminosas en medio de la soledad. Los conos luminosos de las linternas danzaban sobre el camino, coincidiendo sobre un fondo gris, marrón y verde. No muy lejos se oyó el sonido apagado de un cencerro. Sin quererlo, Beatrice tuvo ante sus ojos a la fallecida Nora Papenberg, boca abajo sobre el prado, a su lado las vacas. ¿Habría sido el badajazo metálico lo último que esa mujer había oído en su vida?
El sendero se sumergió desde la oscuridad de la noche en la aún más profunda oscuridad del bosque. Un brillo procedente del nudo de una rama confirmó que avanzaban por el camino correcto. Algo se deslizó a su lado y desapareció susurrante en los arbustos a su izquierda. Un pájaro se lamentaba a gritos huecos de la molestia a horas tan intempestivas.
El sendero ascendía la pendiente pronunciada y Beatrice lamentó no haber llevado nada para beber. Entre los murmullos nocturnos de los árboles se oía el sonido más claro de un arroyo, pero para encontrarlo tendrían que abrirse paso entre la maleza.
Pasada una hora apenas, descansaron y Florin informó a la central de que todo iba bien.
—Solo dos barras —anunció frunciendo el ceño, una vez que hubo colgado—. ¿Qué tal la cobertura de tu móvil?
—Por ahí anda. Aquí los postes emisores no están colocados muy cerca los unos de los otros.
Lo mismo sucedía con las casas y las granjas. Habían visto las últimas veinte minutos atrás y, desde entonces, no habían pasado junto a ninguna vivienda. Aun así, el camino se hallaba en buen estado, si bien ya no asfaltado como al inicio del ascenso.
No tardaron mucho en encontrarse ante una bifurcación y buscaron, por unos segundos Beatrice se sintió como si se hubiera sumergido en el fondo del agua, demasiado en el fondo para lograr volver a la superficie. Iluminaron el bosque, pero la luz de las linternas penetró únicamente hasta las primeras filas de árboles, detrás de ellas el mundo se perdía en las tinieblas. Sobre sus cabezas, crujidos y el leve balanceo de las copas de los árboles a merced del viento nocturno. Beatrice tembló de frío pese a la chaqueta en que se envolvía, ¿dónde estaba el maldito reflector? A la derecha, esperaba, ahí el camino seguía casi plano. Pero, cómo no, el camino correcto estaba a la izquierda, donde la subida parecía más escarpada y difícil. Descubrió ella misma la hoja brillante, clavada en un arbusto espinoso.
Hablaban tan solo lo necesario y seguían batallando con la pendiente en la soledad. Algo alrededor había cambiado en el transcurso de los últimos minutos: el bosque había adoptado otra forma de oscuridad. No era tan espesa. Era más clara, más baja. Beatrice dirigió la linterna a los árboles. Vio negrura. Troncos oscuros y retorcidos y entre ellos jóvenes piceas y su resplandeciente verde claro. Luego, más negrura desconsolada.
Le recordaba algo. Una pesada tarea para demostrar su capacidad.
«Se burla de su víctima. Se burla de nosotros. Permitirá que encontremos los dedos cortados de Sigart y una divertida nota acerca de lo curiosa que puede ser la vida».
Sin darse cuenta, caminaba en ese momento más deprisa. Respiraba entrecortadamente y su corazón latía agitado, pero no se detuvo. Florin se puso a su lado, ella sintió su mirada inquisitiva y sacudió la cabeza. Primero llegar. Primero la certeza.
El siguiente reflector casi les pasó desapercibido. Acababan de salir del bosque y surgió inesperadamente a la izquierda, junto al borde del sendero, pegado en una piedra plana.
Beatrice estaba convencida de que el cache estaría ahí abajo, pero se equivocaba. Lo único que encontraron al levantarla fueron un gusano y dos escarabajos que huyeron despavoridos ante el rayo de luz. Un ruido fuerte, como una rama golpeando la madera, les advirtió que seguramente habían sobresaltado a todavía más bichos.
—Si te interesa saber mi opinión, es ahí abajo.
—¿Ahí? Pero si no hay nada. —El terreno se hundía delante de ellos, densamente poblado de arbustos y matorrales altos hasta la cintura—. Necesitaríamos un machete.
—Tendrá que ser sin él. —Florin consultó el reloj y sacó el móvil del bolsillo del pantalón—. Hola, Chris. —Hablaba con la voz velada—. Estamos bien, ahora dejamos el sendero y vamos a campo traviesa. En una hora… ¿Hola? ¿Me oyes? Eso, que en una hora vuelvo a llamar.
Tanteando con prudencia, Florin colocó un pie en la espesura.
—Ven, Bea. Por aquí se puede. —Pisó unos zarcillos más y la cogió de la mano—. Aquí debía de haber antes un camino.
Un paso. El siguiente. El tercero. Avanzaban con lentitud, con infinita lentitud, bajando por una pendiente cada vez más pronunciada hasta que Beatrice tropezó con una raíz. Dejó caer la linterna, buscó asidero, lo encontró y al mismo tiempo sintió una punzante quemazón que subía de la palma derecha hasta el codo.
En un primer momento pensó que era un alambre de espino, pero solo eran ortigas. Florin tiró de ella hacia arriba y en ese momento lo vio.
Un cinco luminoso. Lo señaló sin pronunciar palabra, luego buscó a tientas la linterna en el suelo. El número estaba en un pequeño cobertizo de madera y parecía oscilar.
—Quédate detrás de mí. —¿Era una ráfaga de aire lo que lo había movido o alguien que les estaba esperando allí? Florin sacó el arma, ambos escucharon atentos en medio de la noche. Viento. El gorgoteo de un arroyo. La llamada de un ave, más alejada que la última vez. Y el tenue rechinar que acompañaban los movimientos del cinco al balancearse.
Se dirigieron hacia allí. «Lentamente», pensó Beatrice. Pero por desgracia no en silencio. Las ramas secas y los crujidos de las plantas delataban cada uno de sus pasos.
—No es más que el viento —señaló Florin cuando llegaron frente a la plancha de madera. El cinco estaba colocado sobre una caja de latón abollada que, a su vez, se bamboleaba colgada de un fino y oxidado alambre. Beatrice sacó un par de guantes de silicona del bolsillo de la chaqueta.
«Dedos de las manos. Ojos, dedos de los pies. ¿Qué más cabe en una lata de tabaco?».
Tiró cuidadosamente del lazo de alambre del saliente de madera al que había estado atado. El alambre no se podía desprender de la lata misma, estaba enrollado alrededor y sujeto con varias capas de cinta adhesiva.
—No parece nuevo —observó Florin.
—No. —Beatrice luchaba con la tapa de rosca, tras varios intentos cedió rechinando. Se protegió en su interior y destapó el recipiente. Al principio no comprendió lo que estaba viendo bajo el rayo luminoso de la linterna.
Una cinta para el cabello azul claro. Un yen. Una llave. Una piedra en forma de corazón. Debajo una lúgubre bolsa de plástico, a través de la cual brillaba el color naranja.
—El libro de registros. —Beatrice le tendió la linterna a Florin y sacó el cuadernillo de su envoltura.
Estaba un poco húmedo pese al embalaje, pero se podían pasar las páginas sin que se pegaran unas a las otras.
—Un cache totalmente normal —dijo, mientras leía los agradecimientos—. ¿Cómo es que de repente la etapa cinco se sale de lo habitual? —Siguió hojeando. El cache era antiguo, las primeras anotaciones eran de unos seis años atrás.
Siguiendo una inspiración, fue volviendo hojas sin leerlas, más y más, hasta llegar a los últimos registros del libro.
Ahí estaba el punto de unión que tanto tiempo había buscado. La escritura de Nora Papenberg era inconfundible.
«12 de julio.
»¡Dos horas caminando con este calor sofocante y luego un escondite así! ¡Ha valido la pena! GPEC, Wishfulthinker28, Siegertyp, GarfieldsLasagne, DescartesHL, AxtimWald».
—Cinco años atrás, el doce de julio, estaban todos aquí, todas las víctimas del Owner. —Beatrice hablaba en voz baja, intentando ordenar sus pensamientos—. Nadie más volvió a encontrar el cache. Salvo nosotros. Luego Nora Papenberg abandonó este hobby, al igual que Herbert Liebscher, quien aun así lo volvió a practicar más tarde. ¿Y sabes qué, Florin? Ninguno de los dos registró el hallazgo del cache. —Debía de haber sucedido algo, pero no en el momento en que Nora escribió su nota en el libro de registros. Lo sostuvo en alto—. «AxtimWald» es Christoph Beil, sin duda…
Árboles negros. Vida destruida. Beatrice examinó las firmas. Cinco etapas. Cinco nombres.
«Falta uno».
Sacudió la cabeza. ¿Sabía qué había sucedido o solo creía saberlo? El 12 de julio, comprobaría la fecha de nuevo, pero era posible, no, casi seguro que fuera el día del incendio en el bosque.
Cinco víctimas. Cinco nombres. Un joker en el solitario.
En su cabeza martilleaban las palabras del libro de registros, mientras iluminaba el lugar donde la pendiente empezaba a allanarse. Ahí había algo, rectangular, de piedra.
—Ahí abajo.
Paso a paso. Beatrice confiaba en que reconocería el lugar en cuanto lo tuviera delante, pero casi lo habría pisado si Florin no lo hubiera impedido agarrándola del brazo.
Una base de piedra, una mitad dentro del bosque y la otra fuera. En el centro una especie de tapa cuadrada y de metal. La habían empujado un poco hacia un lado, lo suficiente para que cupiera una mano. Del espacio subterráneo escapaba un tenue resplandor, convirtiendo la apertura en una hendidura de color gris claro en la negrura de la noche.
Bastó una mirada para entenderse. Había sido un error pensar que solo encontrarían un recipiente. Allí había alguien y ya debía de hacer tiempo que los había oído. Florin sacó la pistola.
—Aquí no entramos sin refuerzos. Dos coches, a lo mejor tres. Nada de correr riesgos —susurró.
Se retiraron de nuevo al bosque, a la oscuridad entre los árboles. La cobertura era mala, pero había. Beatrice escuchaba la señal de la línea telefónica y su propia respiración, el sonido de ambos le parecía más alto que de costumbre.
«¿Chris? Hemos encontrado algo, envíanos a unos agentes. Un sótano, hay luz, sospechamos que hay alguien ahí abajo aunque todavía no hemos recibido señales de vida».
Mientras describía su posición, Beatrice daba vueltas a sus propias palabras. «Todavía no hemos recibido señales de vida». Se acordó de las imágenes del móvil con los dedos cortados. Oyó a medias que Chris le anunciaba que en unos veinte minutos llegarían tres coches.
—Sabes qué sótano es, ¿verdad? —susurró una vez que hubo colgado.
—Puedo deducirlo. Todavía quedan huellas del incendio en el bosque.
La luna en cuarto creciente se suspendía en lo alto, en diagonal, el cielo sin nubes rebosaba de estrellas. Por el contrario, el resplandor que salía a la superficie desde el fondo de la tierra producía un efecto turbio y lechoso. Beatrice no apartaba los ojos de él, esperaba que se ensanchara y que luego se oscureciera tras una figura ascendente. Pero nadie salió de allí.
Los minutos se prolongaban una eternidad. Todo en Beatrice pugnaba por arrastrarse hasta la ranura, abrir del todo la cubierta y bajar. Si esto es el escondite del Owner, es probable que también encontremos a Sigart, pensó.
La idea acrecentó todavía más su impaciencia. La mano de Florin la agarró por el tobillo antes de que ella se diera cuenta de que ya se había deslizado a medias fuera de la espesura del bosque. Tiró de ella en silencio y le pasó un brazo por los hombros.
—Nada de intervenciones en solitario.
—Pero ¿y si Sigart está ahí abajo?
—Entonces no tendrá más remedio que aguantar cinco minutos más.
A través del envoltorio de plástico del bolsillo de su chaqueta, Beatrice sentía el recipiente redondo y metálico. El contenido arrojaba una nueva luz sobre los acontecimientos, pero todavía no para interpretarlos, al menos de forma definitiva. Cerró los ojos y contó los minutos. ¿Estaba gimiendo alguien? El viento le llevó un sonido tenue y débil, pero tal vez era él mismo, un viento nocturno quejumbroso y errante.
Beatrice ya estaba de rodillas delante de la abertura del sótano cuando los tres coches policiales se detuvieron en el sendero. Había oído el sonido de los motores al acercarse y a partir de entonces había estado sorda a las advertencias de Florin.
¿Se oía algo allí dentro? ¿Una voz, una respiración?
Apoyó una oreja en la hendidura y se sobresaltó cuando le alcanzó una ráfaga de aire procedente del sótano.
Enseguida reapareció el dormitorio de Evelyn, el olor a sangre, aunque allí mezclado con carne putrefacta. Beatrice se sentó, respiró hondo y alejó de su mente esas imágenes inoportunas. Las imágenes rojas.
Sombras armadas de luz ascendían por la pendiente, emitiendo sonidos. Indicaciones en voz baja, contenida.
Entonces Florin se colocó a su lado.
—Bajemos.
Apenas habían descendido la mitad de la escalera y Beatrice ya se maldecía a sí misma por haber esperado tanto.
En el suelo tiritaba Sigart. Tenía apretada contra el pecho la mano mutilada, los labios se movían sin emitir ningún sonido.
—¡Llamad a una ambulancia! —indicó Florin a uno de los agentes recién llegados.
Beatrice se arrodilló junto a Sigart. Un corte lateral le recorría el cuello, pero la herida no parecía preocupante. No hizo caso del hedor que desprendía el hombre acurrucado. Percibió sin prestar atención el resto del espacio: la soga que colgaba del techo; la mesa de madera que había visto en las fotos que el Owner les enviaba; la motosierra en la pared. Se concentró totalmente en Sigart, le tocó la frente con cautela. Él se apartó como si le hubiera aplicado una descarga eléctrica. Luego se quedó tranquilo, tosió e intentó decir algo.
«He de calmarlo. He de decirle que ya hablaremos más tarde». Pero su curiosidad fue más fuerte. Se inclinó sobre él, conteniendo la respiración, y acercó la oreja a su boca.
—Por favor —susurró—. Otro… no. No… por favor…
Avergonzada, Beatrice se enderezó. Florin se había colocado detrás de ella.
—Nada que nos sirva de ayuda. Nos pide que no le cortemos otro dedo más.
Llegó la ambulancia y el médico de urgencias diagnosticó una infección de las heridas y una fuerte deshidratación.
—Es probable que no haya bebido nada en dos días. Pero si no se produce ninguna sepsis tiene muchas oportunidades de sobrevivir.
Solo cuando Sigart ya estaba fuera, registraron el sótano a fondo. Veinte metros cuadrados aproximadamente. Una mesa de madera y tres sillas, y en el lado opuesto Beatrice descubrió un aparato del tamaño de una impresora láser. Que servía para envolver comestibles al vacío, lo entendió cuando vio las bolsas al lado. En un rincón, medio cubiertos por vendas de gasa, había un par de zapatos de mujer rojos.
Drasche apareció al amanecer. Trabajaba en silencio y lo dejaron tranquilo. Él también a ellos, sabía que tenían que empaparse del lugar donde Liebscher, Beil y Estermann habían sido asesinados. Sobre la pequeña botella de acero fino que Drasche trasladaba en ese momento a su maletín del Departamento de recogida de huellas se encontraba una pegatina con las iniciales HF. Ácido fluorhídrico.
Unas hendiduras surcaban la mesa de madera, cubierta de manchas de color rojo parduzco. Si Beatrice se inclinaba, la perspectiva coincidía con la de las imágenes del SMS, pero sin la mano mutilada.
La soga del techo le recordó las hendiduras provocadas por la cuerda en el cuello de Christoph Beil.
Así que había sido ahí.
Drasche había guardado el cache de la lata de tabaco, pero Beatrice tenía grabadas en la mente las firmas del libro de registros: Wishfulthinker28. Siegertyp. GarfieldsLasagne. DescartesHL. AxtimWald. Cinco.
La sensación de haber tropezado con un eslabón decisivo en la cadena de pensamientos, y que en una primera lectura de la nota le había provocado un escalofrío a lo largo de toda la columna vertebral, no era tan intensa como al principio, pero todavía estaba ahí. A la espera y mal vigilada en un rincón del edificio mental que Beatrice había construido en torno al caso.
Los médicos que asistían al enfermo eran optimistas. Habían curado las heridas de Sigart y reaccionaba bien a los antibióticos. No obstante, calificaban su estado psíquico de crítico, en parte estaba mentalmente ausente, en parte desde depresivo hasta completamente apático. «Hay que tener un poco de paciencia», dijo el médico en jefe.
Así pues, Beatrice volvió a sumergirse en la investigación online. Stefan le había explicado tiempo atrás que un perfil introducido en geocaching.com ya no podía borrarse: una vez registrado, lo estabas para siempre. De hecho, los seudónimos del libro del cache todavía estaban ahí. Siegertyp, «triunfador» —un simpático apodo que debía de haberse otorgado Estermann—, recordaba más por su sonido a Sigart. «No, Sigart es un perdedor».
Así pues, Estermann, con su nivel por encima de los 2.000, 2.144 para ser exactos, ni un único fallo. Comparado con él, Christoph Beil, con 423 hallazgos, era discreto. GarfieldsLasagne: ¿había tenido Dalamasso humor suficiente para hacer referencia con su apodo al divertido y gordo gato y su comida favorita? En el perfil de esta solo aparecían veinticuatro caches y según sus notas había descubierto todos los tesoros con AxtimWald.
Beatrice pensó que debían de ser pareja. Christoph y Melanie tenían que haberse conocido en el Mozarteum, quizá después de un ensayo del coro.
Un hombre que podía ser su padre, como había dicho Carolin Dalamasso. Y casado, no era extraño que Melanie no quisiera (o pudiera) presentárselo a su familia.
Era la última que había permanecido indemne. Resultaba difícil imaginar que el Owner se diera por satisfecho, pero hasta el momento nadie había intentado acercarse a ella. Sus vigilantes no habían comunicado que se hubieran producido incidentes fuera de lo normal.
—Sangre de Liebscher, Beil, Sigart y Estermann. También de Papenberg aunque en cantidades más pequeñas. La sierra se empleó para despedazar el cuerpo de Liebscher, en el mango se encuentran las huellas dactilares de Nora Papenberg. Se incautó una máquina de vacío. Las bolsas coinciden con las que encontramos en los caches. —Drasche, de pie en la sala de reuniones, se apoyaba sobre el respaldo de su asiento como si no pudiera cargar él solo con el peso de su cuerpo—. Con ello, queda demostrado que ese sótano es el lugar donde se perpetraron los crímenes. Punto. Del resto saquen ustedes mismos las conclusiones, por favor, está todo a su alcance.
—¿Y dice usted que el Owner mantuvo a Sigart cautivo en la casa en la que su familia fue víctima del fuego? —La pregunta de Hoffmann iba dirigida a Florin.
—En el sótano de la casa. Sí, esto es lo que parece.
—¿Una forma especialmente pérfida de sadismo? —La cuestión fue en este caso para Kossar.
—Yo así lo interpretaría. —Se había vuelto más prudente desde que su teoría de la víctima al azar se había superado ampliamente. Beatrice tomó nota, no sin cierta satisfacción—. A favor de ello también abogaría el hecho de que mantuviera vivo más largo tiempo a Sigart que a los demás. En su mente todos están relacionados con la catástrofe del incendio: los cinco cachers, que reconocieron los alrededores el mismo día, y Sigart, quien se culpó ante sí mismo y ante todos los que quisieron escucharlo de la muerte de su esposa y sus hijos.
Hoffmann asintió.
—Entonces nos enfrentamos con alguien que también se vio afectado por el incendio. Sea del modo que fuera. —Paseó la mirada de uno a otro de los presentes, evitó a Beatrice y se detuvo en Florin—. Se reunirá con los colegas del Departamento de investigación de incendios, ¿de acuerdo, Florian?
Sin esperar respuesta, golpeó con ambas manos la mesa como si pusiera punto final a una tertulia en una taberna.
—Bien. Pronto daremos este asunto por acabado.
El primer agente de policía que intercambió un par de palabras con Sigart fue Florin. Había encontrado un momento oportuno en su visita rutinaria que le permitió conversar durante cinco minutos con él mientras dos médicos permanecían a su lado, listos para echarlo de la habitación si el estado del paciente empeoraba.
—Le he preguntado por el Owner, pero dice que no lo conoce. Aunque me lo describió lo mejor que pudo. Sus datos coinciden bastante bien con los del camarero del hotel. Calvo, con barba poblada, de estatura media. Sigart no estaba seguro del color de sus ojos. Azules o verdes, dice. Hablaba sin apenas acento local, el tono de su voz no es ni especialmente alto ni especialmente profundo. Siempre llevaba guantes. Hasta aquí el fruto de mis cinco minutos.
Florin reflejaba desaliento. Si Sigart hubiera conocido al hombre y hubiera podido llamarlo por su nombre, el caso se habría cerrado enseguida. El sueño ideal de Hoffmann.
—Si yo fuera hombre —dijo despacio Beatrice— y quisiera camuflar mi identidad sin recurrir a pelucas ni dentaduras falsas, me dejaría crecer la barba y me afeitaría la cabeza. Cualquiera que me viera me recordaría calvo y con barba, aunque yo normalmente fuera afeitado y tuviera pelo.
En el rostro de Florin apareció una sonrisa.
—Hoffmann estará encantado si te dejas crecer barba. No sea chica, Kaspary.
Reír les sentó bien.
—Pero tienes razón —prosiguió Florin—. La descripción nos sirve de muy poco. El Owner no nos lo pone tan fácil.
Estaba sentada junto a la cama de Sigart y esperaba a que se despertara. Llevaba tres días en el hospital. Su estado era estable, según habían declarado los médicos. Habían permitido a Beatrice hacerle una visita, pero en ese momento dormía, mientras cada segundo la aguja hacía circular la solución electrolítica del gotero por sus venas. La visión provocó algo en Beatrice, como el paso previo al reconocimiento. Esperó, pero se detuvo ahí. Las piececitas del calidoscopio necesitaban tiempo para encontrar su puesto en el cuadro de conjunto.
Sigart se movió. Los párpados temblaron ligeramente antes de abrirse. Volvió la cabeza, la miró y Beatrice supo que la había reconocido inmediatamente.
—Qué bien volver a verlo vivo, señor Sigart —dijo.
Él no sonrió, la miraba fijamente.
—¿Puede usted hablar?
Encogimiento de hombros seguido de una mueca de dolor en el rostro. Sigart carraspeó. ¿Había sido ese gesto con la cabeza una afirmación?
Beatrice decidió interpretarlo así.
—Bien. No voy a molestarlo por mucho tiempo, pero hay muchos asuntos que me dan vueltas por la cabeza. Lamento mucho que no llegáramos a tiempo para evitar su secuestro. Nos dimos prisa, pero el asesino fue sorprendentemente rápido.
Los ojos de Sigart volvieron a cerrarse. La respiración se volvió más pesada, era obvio que el recuerdo le atormentaba.
—Me gustaría saber, simplemente —prosiguió Beatrice—, por qué no hizo caso de nuestras advertencias. Le ofrecimos protección y como usted la rechazó le pedimos que fuera prudente. Que no abriera la puerta a nadie. Pese a ello, el asesino consiguió entrar, y su puerta no estaba forzada.
Le dio tiempo para que elaborase sus preguntas. Los ojos del hombre seguían cerrados, y unos segundos más tarde giró la cabeza a un lado, apartándola de Beatrice.
—A partir de esto, tenemos la teoría de que usted conocía al asesino —prosiguió—. Hay una serie de causas más por las que creo que es así. Pero le contó al señor Wenninger que se trataba de un desconocido.
Él no se inmutó. Beatrice percibió que la impaciencia se apoderaba de ella y contó hasta cinco. Se dio tiempo a ella y a él. Respirar. Sigart ya no olía a sangre, excrementos y orina, sino a desinfectantes.
—Si no lo conocía, ¿por qué le abrió la puerta? No lo entiendo, simplemente.
¿Había vuelto a dormirse o le resultaban incómodas esas preguntas? Beatrice volvió a insistir, tan delicadamente como le fue posible, pero Sigart no reaccionó.
Desde que había enviado el SMS con el dedo corazón de Sigart, el Owner no había vuelto a comunicarse. Habían peinado con perros el bosque que rodeaba el sótano donde habían encontrado a Sigart, pero no habían hallado ninguna pista. Drasche estaba atónito ante todas las huellas que había en el sótano.
—Tenemos impresiones dactilares de todas las víctimas, pero ni una sola del asesino. No debe de haberse desprendido de los guantes en ningún momento. —Lo que se ajustaba a las declaraciones de Sigart.
Absorta en sus pensamientos, Beatrice estudiaba una vez más los SMS del Owner, leía uno tras otro. Lentamente. Frío, muy frío.
¿Estaría relacionado su repentino silencio con Dalamasso? ¿Era frustración porque no accedía a ella?
No, pensó. Podría haberse llevado a Melanie antes de que hubieran resuelto el enigma en torno a ella. Como hizo con Estermann.
Melanie. Beatrice había guardado el número del móvil de su madre. Si se lo pensaba demasiado, no se atrevería.
—Dalamasso al aparato.
—Buenas tardes, soy Beatrice Kaspary, Policía Criminal.
Un suspiro profundo.
—¿Sí? —Una sílaba apenas, pero llena de aversión. Pero la mujer no colgó.
—Quisiera disculparme por mi comportamiento. No fue correcto. ¿Cómo se encuentra Melanie?
—Está…, se encuentra un poco mejor. Pero todavía intenta autolesionarse y apenas duerme si no es bajo el efecto de unos fuertes barbitúricos.
—Lo siento mucho.
Ninguna respuesta esta vez.
—¿Quería alguna otra cosa? —preguntó al final Carolin Dalamasso. Concisa, áspera, esperando a ojos vistas un no.
—Sí, si he de ser sincera. Quisiera hacerle una pregunta. —Consideró el silencio al otro lado de la línea como un consentimiento—. ¿Había reaccionado antes Melanie de ese modo? ¿Hubo motivos y desencadenantes determinados que la hubieran trastornado tanto como mis fotos?
Aguardaba una respuesta negativa o ninguna respuesta en absoluto, pero se equivocaba.
—Niños.
—¿Cómo?
—Reaccionaba con especial violencia ante la presencia de niños, en especial si gritaban. Pero eso fue únicamente el primer año después del colapso, luego disminuyó. —Carolin Dalamasso suspiró—. Cuando estaba en la escuela sufrió el acoso de algunas compañeras. Ahora lo llamarían «bullying». Los médicos opinan que esas antiguas vivencias se desencadenan cuando ve niños.
—Entiendo. —«Sí, creo que lo entiendo realmente, pero de forma distinta a la que usted se imagina», pensó—. Muchas gracias, señora Dalamasso. Le deseo lo mejor a Melanie. Mis compañeros siguen velando por ella.
—Lo sé. ¿Ya ha terminado?
—Sí. Gracias de nuevo. Hasta… —La señal sonora de la línea ahogó el resto de la frase. Carolin Dalamasso había colgado el auricular.
La sospecha que la noche siguiente y todo el día después fue germinando en el interior de Beatrice era demasiado vaga para comunicársela a otra persona. A Florin, quien le había señalado que estaba muy silenciosa, lo despachó con una respuesta tan concisa como carente de significado, tras lo cual él la dejó inmersa en sus pensamientos.
Beatrice se sorprendió varias veces sentada y con la mirada fija en la superficie del escritorio. Desde fuera debía de parecer desocupada, pero en su interior el calidoscopio no cesaba de dar vueltas provisto de algunas piezas más.
El asombro de Drasche acerca del sótano. El mutismo del Owner. La aguja del gotero.
Los distintos grados de dificultad de los enigmas.
Sacudió la cabeza. Pero ¿para qué esos enigmas, por qué?
Y luego las referencias a Evelyn, que ella tendría que haber entendido mucho antes.
—¿Café? —Florin estaba de pie junto a la máquina de café y sostenía dos tazas.
Habría soltado un improperio porque la había arrancado de sus meditaciones.
—Sí, por favor. Fuerte.
Florin pulsó los botones correspondientes.
—¿Cuándo me contarás lo que te está rondando por la cabeza?
—Cuando esté segura de que no son chorradas.
—De acuerdo. —Se notaba que no se había dado por satisfecho—. Si bien yo encontraría mejor discutir en equipo nuevos enfoques. Al menos entre dos.
—Lo haremos. Cuando pueda. —Creería que era una caprichosa. El hilo de algunos de sus pensamientos era tan fino que se rasgaban y desvanecían cuando intentaba expresarlos con palabras—. Dame un par de horas más. —Volvió a ver la aguja clavada en la vena de Sigart. Era tan difícil de imaginar… «Si tanto le interesa se lo guardo hasta el final».
El final, pensó Beatrice, ya no puede estar muy lejos.
Se marchó del despacho antes de lo habitual, las miradas inquisitivas de Florin la desconcentraban. La sensación de estar describiendo círculos disminuyó al salir al aire libre. Esa tarde los niños volvían a estar en el Mooserhof, Achim tenía que ir a comer con un cliente. En tales circunstancias era correcto, naturalmente, dejar a los niños a cargo de otro. «En su caso, todo es correcto». Pero de todos modos los llevaba a casa de la madre de Beatrice y ahí se lo pasaban bien.
Esa vez, Jakob se colgó a ella como un monito a una rama.
—Quiero ir a casa —susurró—. ¿Nos llevas hoy a casa?
«Pronto. La semana que viene. Mañana». Lo estrechó contra ella y hundió su rostro en el cabello del niño.
—Ya casi lo hemos conseguido. Escucha con atención: o bien atrapamos al hombre en los siguientes tres días, o le digo a Florin que tiene que seguir buscándolo solo. Entonces me ocuparé únicamente de asuntos menos importantes y podré ir a recogeros a la escuela.
—¿De verdad?
—Te lo prometo. —La idea de abandonar el caso en el que había estado tan intensamente implicada desde el principio provocó una punzada de dolor en su orgullo. Pero los niños lo estaban pagando demasiado caro.
—¡Guay! —Jakob se desprendió de ella para ir a informar a su abuela de las nuevas noticias. Beatrice abrazó a Mina.
—Tengo tantas ganas de estar con vosotros de nuevo… —dijo, y sintió que Mina asentía en su pecho.
Pasaron la tarde comiendo y jugando a las cartas en el restaurante. Beatrice hizo sinceros esfuerzos para perder jugando al maumau, comió filete encebollado y comprobó que tenía un hambre enorme. Richard le sirvió todo un surtido de postres, del que no dejó ni una miga en el plato.
—¿Tres días? —se aseguró Jakob, cuando lo metió en la cama.
—Tres días y ni uno más.
Camino de casa puso todo su empeño en convencerse de que no le importaba colocarse en un segundo plano. Stefan asumiría sus tareas y le cedería las suyas propias a Bechner. Y yo me dedico al papeleo de Bechner, pensó. Todo lo que considero de entrada meras formalidades.
La idea no había tenido tiempo de provocarle una sonrisa, cuando sonó el móvil.
—Sigart ha desaparecido. —Florin parecía ronco—. Están registrando el hospital, en principio todavía es posible que se haya quitado el gotero y esté dando un paseo, pero hace dos horas que nadie lo ve.
La noticia le cayó como una piedra en el estómago. El calidoscopio giraba.
—De acuerdo. Estoy justo al lado de Theodebertstrasse, paso por su casa y veo si hay luz encendida.
—Bien. Mantenme al corriente.
Beatrice consultó el reloj. Faltaba poco para las diez. Dejaría el coche en el aparcamiento que había enfrente de la central de autocares postales y recorrería a pie el trecho hasta Theodebertstrasse.
Tras las ventanas del primer piso del número trece reinaba la oscuridad. Se detuvo delante de la entrada y pensó en las huellas de sangre que habían encontrado la última vez allí. AB negativo, un grupo escaso y preciado. Pensó en la aguja del gotero.
Pasó un coche, por unos segundos se deslizó sobre ella la luz de los faros, y se sintió extrañamente desamparada; pero entonces la luz pasó sobre algo más.
Un Honda Civic rojo estaba aparcado en diagonal respecto a ella.
No era una marca poco corriente, claro. Pero la coincidencia era interesante. Beatrice cruzó la calle a paso ligero y ya al aproximarse sintió que la decepción se posaba sobre sus hombros como un paño frío. Golpe fallido. El coche tenía matrícula húngara. Pero para no reprocharse ninguna negligencia se inclinó junto a la ventana del acompañante. El alumbrado mate de la calle caía sobre dos botellas de agua vacías y aplastadas, un diario y… un maletín.
Entrecerró los ojos para ver mejor. Pues sí. Todavía no era una prueba, tendrían que forzar el coche y…
—Qué bien. Ahora mismo iba a buscarla.
No llegó a volverse hacia el lugar de donde procedía la voz. Un golpe en el cuello, un dolor fuerte y penetrante, y el mundo desapareció en un veloz torbellino, un remolino que la absorbió hacia la nada.
Golpes en todo el cuerpo. Piernas, espalda, nalgas. Como a través de algodón. Salvo en la cabeza. De nuevo el vacío.
Despertar. El tiempo ha desaparecido. Abrir los ojos… imposible. Oscuridad. Somnolencia.
Respiraba lenta y pesadamente. Fue lo primero que percibió de forma consciente y experimentó un vago sentimiento de agradecimiento por estar aún viva. Intentó comprender lo que había ocurrido. Quería recordar, pero los pensamientos resbalaban por su mente como el jabón mojado entre los dedos.
Al menos su cuerpo escuchaba. Movió los dedos de los pies, tosió. Quiso tocarse la frente, pero las manos no se movieron. Beatrice abrió los ojos.
Conocía ese lugar. ¿De qué? No le gustaba, pero sabía que había estado allí antes. Con… con ese hombre. No su marido, otro: Florin.
Como si ese nombre hubiera sido la contraseña de su memoria, volvieron los recuerdos, desordenados, en ráfagas. Le costaba tragar saliva e ignoró conscientemente la madera con surcos y manchas de la mesa que había ante ella. Trató de llevar las manos delante del cuerpo otra vez.
Esto le provocaba un dolor sordo, pero no funcionaba. Pensó que la habían atado y evocó la imagen de la mujer en el prado, con las bridas en torno a las muñecas. Sin embargo, solo le faltaba el nombre. Todo era confuso y borroso, como si flotara en aguas turbulentas, pero estaba sentada. Sobre una silla y con las manos… a su espalda.
Nora Papenberg, por fin lo recordó. Era el nombre de la mujer.
Cerró los ojos esforzándose por ordenar sus pensamientos. Entonces también los dolores salieron del espacio herméticamente aislado en que habían estado esperando hasta entonces. Se aferraban a su espalda. A las caderas. A las muñecas. Beatrice tensó los músculos de los hombros. Era soportable. Un pequeño precio que pagar por tener la mente clara. Escuchó con atención.
Había alguien más. Unos pasos silenciosos en el fondo, un susurro. Si pudiera girarse un poco, lo vería. Pero todavía era muy pronto, tenía que recuperarse del todo. Si es que le concedían el tiempo suficiente.
—Buenas noches —dijo la voz a su espalda. Suave y amable.
Así que estaba en lo cierto.
—Buenas noches, señor Sigart. —Esperaba que él se adelantara y se sentara a la mesa frente a ella, pero no se movió. Ningún paso más sobre el suelo de piedra.
Intentó recordar lo que se hallaba detrás de ella. La soga que colgaba del techo. Los zapatos de Nora Papenberg, rojos como el cuadro del taller de Florin, como la sangre de Evelyn sobre el suelo del dormitorio. Un montón de vendas secas que formaban una costra ondulada.
No, claro que no. Todo ello lo había retirado la policía científica.
La sierra también había desaparecido, pero Drasche había dejado la mesa y las sillas, aquí y allá, cubiertas del polvo para detectar huellas. En el suelo, al pie de la escalera, había algo nuevo: el maletín de médico que Beatrice había descubierto en el asiento del acompañante del Honda Civic.
—¿Cómo se siente? —Sigart preguntaba como un cirujano, como si hiciera poco que la hubiese operado.
Beatrice decidió acometerle. Nada más tenía que liberarse de las ataduras, entonces sería físicamente más fuerte que él. Estaba débil, en cualquier caso no podría utilizar la mano izquierda.
—Más o menos bien —respondió—. La cabeza algo espesa. Y como si me hubiera golpeado en las caderas.
—Sí, por desgracia fue inevitable. —Sigart por fin se acercaba a una distancia que le permitía verlo. Todavía estaba pálido, pero erguido, el vendaje le llegaba hasta el codo—. Me resultó imposible bajarla hasta aquí, tuve que arrastrarla, temo haberle provocado algún que otro morado.
—Sí. —¿Estaba todavía bajo los efectos de los analgésicos?—. Al parecer a usted le va mejor. Cuando lo vi en el hospital, pensé… —«Pensé lo que debía pensar». Beatrice dejó la frase inconclusa.
Sigart avanzó en torno a la mesa, empujó una silla y tomó asiento. En la mano derecha, sana, sostenía una pistola, que depositó en ese momento sobre la superficie arañada de la mesa, con la boca del arma dirigida hacia Beatrice.
—Estoy contento de hablar por fin a solas con usted.
La sensación sofocante y algodonosa de la cabeza todavía no había desaparecido del todo. ¿Qué quería Sigart de ella?
«Soy su público», así había dicho Kossar. Era de esperar que al menos hubiera acertado en eso.
—Es probable que quiera oír que estoy sorprendida —dijo—. Pero tengo que decepcionarle. —Beatrice le aguantó la mirada, aunque por vez primera el miedo tendió su frío tentáculo hacia su garganta. Fuera cual fuese el narcótico que Sigart le había inyectado, estaba perdiendo su efecto.
El hombre inclinó la cabeza.
—¿Desde cuándo lo sabe?
—Desde que estuve con usted en la clínica. Siempre pensamos que casi estaría muerto tras haber perdido tanta cantidad de sangre. Si hubiera sido médico tal vez lo habría pensado antes, pero es usted veterinario. —Vislumbró una sonrisa en el rostro de Sigart—. Pese a ello sabe usted, por supuesto, cómo recoger sangre, cómo conservarla y cuál ha de ser la cantidad para que nosotros extraigamos las conclusiones correctas. O más bien las falsas. ¿Qué utilizó para dejar las huellas de sangre en la escalera? ¿Un saco de arena?
—Algo parecido.
—Estaba tan pálido en nuestro primer encuentro… En la clínica tenía mejor aspecto. Más sangre en las venas que durante la semana anterior. Las salpicaduras, ¿apretó las bolsas y las agujereó?
—Ha dado en el clavo. Felicidades, Beatrice.
Algo en su voz le desagradó, pero prosiguió.
—Sabe también cómo realizar una anestesia local, posiblemente mejor que los cirujanos de los hospitales que cuentan para ello con un anestesista. Pero me pregunto cómo consiguió cortarse los dedos.
Sigart levantó un poco de la mesa la mano vendada y volvió a bajarla con cuidado.
—Imaginándome este momento. Cuénteme qué más ha comprendido usted, Beatrice.
Pensó unos instantes.
—Que sabía lo que había ocurrido con Evelyn y pensaba que teníamos algo en común. Que nos sentíamos culpables por haber tomado la decisión equivocada. ¿De dónde ha sacado toda esa información?
—Tiene un hermano muy parlanchín. Seguramente no lo sabe, pero mi esposa y yo íbamos con frecuencia a comer al Mooserhof. Los dos habíamos seguido el caso del asesinato de Evelyn Rieger y sabíamos, por su hermano, que era amiga suya. Siempre que preguntaba por usted, Richard me contaba de buen grado sus preocupaciones. Incluso me enseñó fotos del entierro. Entonces aún vivía usted en Viena, intentando recuperar la estabilidad emocional, pero su hermano estaba convencido de que no lo conseguiría. Mi esposa y yo discutimos mucho en ese período acerca de los sentimientos de culpa. —Bajó la vista hacia los dos dedos sanos que le quedaban en la mano izquierda—. Por aquel entonces adopté la posición normal. Se siente culpable quien ocasiona un mal a otro. Miriam tenía otra opinión. Decía que la culpa nunca la lleva uno solo.
Beatrice observó cómo escuchaba en su interior, cómo recordaba la voz de su esposa.
—Cuando murió, supe que había tenido razón. Yo cargaba con toneladas de culpa. La decisión equivocada, las prioridades erróneas. Sabe de lo que hablo, ¿verdad, Beatrice? Por eso dejé mi caso en sus manos.
—¿Cómo debo entender esto?
—Me aseguré de que estuviera usted de servicio cuando encontraran a Nora Papenberg. Eso le regaló un día más de vida.
Un día más de miedo, de atormentada y absurda esperanza. Deseaba que también le concediera a ella ese tiempo. «Mantenme al corriente», le había pedido Florin. ¿Cuándo habría comenzado a calcular que le llamaría? ¿Una hora después? ¿Dos horas? ¿Antes incluso? Seguro que ya habría dado todos los pasos para salir en su busca.
Cambió de posición y trató de sentir si el móvil todavía se encontraba en el bolsillo de la chaqueta. De ese modo podrían determinar dónde se encontraba y seguir sus movimientos.
Sin embargo no notó nada. A lo mejor se había caído cuando Sigart la arrastraba escaleras abajo, o fuera, en el bosque. Eso estaría igual de bien, no, mejor, así él no volvería a encontrarlo…
Entonces lo vio. Sobre una de las varias tejas que alguien había olvidado en un rincón del sótano. Estaba junto al N8 de Nora Papenberg, y al lado, como fichas cuadradas y pequeñas, estaban las pilas.
Sigart siguió su mirada.
—Sí, lamentablemente no los puede alcanzar —dijo—. Pero ha enviado un SMS a su compañero desde Theodebertstrasse. «Me marcho ahora a casa, estoy muerta de cansancio. Hasta mañana». Con eso habremos ganado algo de tiempo.
Le habría gustado echarse a gritar sin saber si lo hacía de rabia, de miedo o tan solo para abandonarse a su propio grito. En lugar de ello, se mordió el labio inferior hasta que le dolió. «Me marcho ahora a casa, estoy muerta de cansancio». Pero ninguna palabra acerca de si había encontrado o no a Sigart. Quizá eso habría llamado la atención de Florin. Entonces habría tratado de devolverle la llamada pero se habría encontrado con el buzón de voz. Una y otra vez. ¿Era estar «muerta de cansancio» razón suficiente para dejar al final las cosas como estaban? ¿O habría insistido, quizá pasando por su casa?
No lo sabía.
—A pesar de ello —prosiguió Sigart—, no tenemos un tiempo ilimitado. Le había preguntado qué ha entendido hasta ahora de lo ocurrido, pero no me ha contestado. Me gustaría pedirle que se concentrase. —Cogió la pistola casi con un gesto juguetón. La boca del cañón apuntó hacia la pared, luego hacia Beatrice, permaneció un instante quieta, después cambió de nuevo de dirección. Al final, Sigart volvió a dejar el arma sobre la mesa, con el ceño fruncido, como si se preguntara qué debía hacer realmente con ella.
—Perdió a su familia en un incendio forestal —se apresuró a responder Beatrice—. Aquí. Estamos en el sótano de la casa que había alquilado.
Asintió.
—Correcto.
—Usted no estaba, había salido por razones de trabajo, por eso se culpa de lo que sucedió… pero no solo a sí mismo.
—Otro punto más. —Con los dos dedos que le quedaban siguió una larga hendidura de la mesa—. Al principio, sin embargo, fue de otro modo. Pensé que la culpa residía exclusivamente en mí y en nadie más, pero entonces… ¿Qué pasó entonces, Beatrice?
Ella recordó la lata de tabaco. GPEC.
—Entonces se encontró con el cache y averiguó que el día del incendio habían estado por aquí cinco personas.
—Algo más. Piense, lo sabe todo. Extraiga la conclusión correcta. No me decepcione.
Reflexionó. Tragó con dificultad.
—Y… había una llave en el cache. Era… ¿la llave de la cabaña?
—Sí. Con la que habían cerrado. Desde fuera, como supe entonces.
En contra de una opinión mejor, todo se resistía en Beatrice a aceptar esa conclusión.
—¡Pero ellos únicamente estaban buscando un cache! ¿No leyó la nota? ¿Quién dice que eran cinco los que cerraron la cabaña? ¿Qué hubieran ganado con eso?
—Ya llegaremos. Admitamos por ahora que fueron ellos. —Inspiró, breve y fuertemente—. Por supuesto, yo me pregunté lo mismo al principio. ¿Una coincidencia? ¿Había realmente una relación? A fin de cuentas, no quería cometer ningún error. Luego leí con atención las cuentas de geocaching.com, un apodo tras otro. Cuando uno se ha registrado, ya no puede borrarse, ¿sabe?
—¿Registró alguno de ellos el hallazgo de la lata y escribió algo que los delatara?
Sigart sacudió la cabeza.
—No, pero todos habían borrado los datos de su perfil. Solo DescartesHL seguía activo. De los otros cuatro no había ninguna nota después de ese día de julio. A partir de ahí supe que a la fuerza tenían algo que ver con el incendio. En las conversaciones personales todos lo confirmaron, aquí, junto a esta mesa. —Sigart cerró los ojos, brevemente, como en un espasmo—. Discúlpeme, por favor, por un momento. —Sacó una botellita de su maletín, una jeringuilla y se inyectó en el brazo izquierdo—. Como usted seguramente podrá imaginar, estos últimos días he tenido bastante dolor.
Ella lo observó, observó cada uno de sus estudiados movimientos. Tenía la boca totalmente seca, y le habría gustado pedirle algo de beber, pero sabía que Sigart interrumpiría de mal grado el final que había puesto en escena para ir a buscar agua al arroyo. Y allí, en el sótano, no parecía haber.
—¿Por qué me ha traído aquí? —preguntó en voz baja, una vez que él hubo vuelto a guardar sus utensilios en el maletín—. ¿También quiere matarme a mí?
No dijo que no, sino que balanceó reflexivo la cabeza. En un gesto de disculpa. Beatrice se quedó fría.
—¿Quiere asesinarme?
—Tranquila. Tiene una oportunidad para salir con vida. Lo admito, no es una gran oportunidad, pero existe. ¿Son sus compañeros hábiles? ¿Inteligentes? Si es así, no debe preocuparse. —Sonrió—. En primer lugar está usted aquí para que yo pueda darle las gracias. Gracias por la caza, Beatrice. Se lo agradezco mucho. Gracias por la caza.
—Es usted el primero que nos da las gracias por haberle dado caza.
Eso pareció divertir a Sigart. Inclinó la cabeza a un lado.
—No acaba de entenderlo todo, ¿verdad? —Se inclinó hacia delante, como si quisiera decirle algo íntimo, que nadie más tuviera que oír—. Usted no me ha dado caza. —La miró expectante.
¿Otro juego?
—Hemos atrapado al hombre que mató a Nora Papenberg, Herbert Liebscher, Christoph Beil y Rudolf Estermann —trató de aclarar—. Probablemente, Melanie Dalamasso iba a ser su última víctima. Por lo que parece es usted esa persona. El Owner, el que posee.
—¿Es así como me llaman? Bien. Y sin embargo no poseo casi nada. —Apoyó el codo sobre la mesa, pretendió juntar las puntas de los dedos, hasta que en mitad del movimiento demostró que era imposible—. Pensaba que iba a decidirse por Shinigami. Puse mucho cuidado en la elección de los nombres, pero es imposible planificarlo todo. —Suspiró, pero había algo en ello de placentero—. No me han atrapado. Reflexione, Beatrice, sabe todo lo importante para entenderlo. Así que había encontrado el cache y estaba a punto de averiguar qué había sucedido, quién tenía la culpa de que mis hijos hubieran muerto, ¿verdad? Había averiguado lo más importante.
—Sí. Los nombres.
—Correcto. —La miró, como un profesor que sabe que su mejor alumna todavía tiene algo más que ofrecer. Se alegraba de lo que estaba al caer.
Y de golpe, Beatrice vio lo que había sucedido, de qué daba las gracias Sigart, estaba frente a ella como un barranco de bordes afilados hacia el que ella se resbalaba irremediablemente.
Las bridas para sujetar cables se hundían cortantes en la piel de las muñecas, pero tiró de ellas pese a saber que era en vano. Sus ataduras no se dilataron ni un milímetro.
—No, por favor. —Sigart alzó las pinzas de cangrejo. Se entendía que era un gesto sosegador. Sin embargo, solo hasta que el dolor fue realmente fuerte, ahí donde el plástico resistente había arrancado la piel, no renunció Beatrice a intentar sin esperanzas liberarse.
Sigart contestó con un gesto de satisfacción.
—Sabía que no lo admitiría de buen grado.
—Le hemos estado dando ventaja —susurró Beatrice—. Tenía los nombres, pero no los correctos. Solo seudónimos con los que no podía emprender ninguna acción.
El hombre no pronunció palabra, pero sus ojos la invitaban a seguir hablando.
—Le hemos estado resolviendo enigmas a partir de los pequeños detalles que usted sabía sobre los cinco. Nosotros investigamos su auténtica identidad para que usted pudiera matarlos. Este…, usted ha utilizado los resultados de nuestro trabajo para vengarse. Usted nos seguía, ¿verdad? Y así sabía a quién interrogábamos.
Su expresión lo decía todo. Había acertado. «Pero qué otra cosa habríamos podido hacer. ¿No trabajar en el caso? ¿No investigar a las personas identificadas?».
Reflexionó y encontró un fallo en el sistema.
—Pero al menos tiene que haber encontrado un cacher sin ayuda. Uno tiene que haberle contado algo de los demás. Era Herbert Liebscher, ¿no es así? Fue tan tonto de no abandonar el círculo del geocaching.com y… ¿Contactó usted con él?
—Sí, le envié un mail a su cuenta de geocacher. Descartes, qué chiste. Le dije que acababa de registrarme y que me gustaría hacer mis primeras excursiones con un viejo zorro. Los dos éramos de Salzburgo y su apodo dejaba suponer que era un hombre inteligente. Enseguida mordió el anzuelo.
«Y no se dio usted prisa, le hizo creerse seguro… durante siete caches».
—¿Lo golpeó para traerlo aquí? ¿O le administró medicamentos?
—Lo último. Como a usted. Quería que mantuviera la cabeza intacta, quería todos sus recuerdos de ese doce de julio, todos los nombres.
El calidoscopio había dejado de girar, la imagen era nítida.
—Pero hubo un problema. No conocía en absoluto a los demás —tanteó Beatrice—. Solo conocía a… Nora Papenberg.
En los ojos de Sigart se plasmaba un auténtico reconocimiento.
—Bravo. Exactamente así ocurrió. Ambos se habían puesto de acuerdo en un encuentro de cachers para emprender juntos esa excursión. Anduvieron un tramo considerable y no salieron airosos. Ya habían recorrido medio camino de vuelta cuando aparecieron los otros tres con el GPS en la mano. Volvieron todos juntos. Contaron con poco tiempo para intercambiar datos. Cuando son muchos los nombres uno apenas se acuerda de ellos.
Pero Liebscher había conocido a Papenberg, al menos su apellido de soltera, y tal vez había sabido en qué agencia trabajaba. Se lo había delatado a Sigart, lleno de miedo, probablemente gritando de dolor…, y entonces Sigart había ido a buscar a Nora. Había llamado a la agencia con un pretexto, averiguado su apellido actual e incluso su número de móvil. No era difícil. Si había sido hábil no habría invertido más de veinte minutos.
Todavía tenía nítidas ante los ojos las fotos del encuentro de la agencia. La expresión asustada de Nora cuando el pasado renacía a través del móvil.
—¿Qué le contó por teléfono?
—Que sabía por Herbert Liebscher lo que había ocurrido el doce de julio frente a cinco personas. Que también sabía la función que ella había desempeñado en ese asunto. Que mantendría la boca cerrada si me daba diez mil euros. Era una suma muy modesta, para que no dijera nada. Si no lo hacía, no tenía ningún problema en enviar las pruebas a su esposo, a su jefe… y, claro está, también a la policía.
—¿Y ella?
—Intentó tranquilizarme. No tenía diez mil euros, y no creía que hubiera pruebas pues tampoco había hecho nada. Concretamos una cita y apareció. —Se encogió de hombros—. Tenía tanto miedo de perder todo lo que había construido… Le dije que lo entendía, la pérdida era cien veces peor de lo que ella se imaginaba. Cuando quedó inconsciente, cogí su coche para traerla aquí.
Así de simple. Beatrice respiró hondo y sintió una punzada en los músculos del hombro derecho.
—¿Era aquí donde tenía prisioneras a sus víctimas? —preguntó—. ¿Durante todo el día, mientras usted estaba en su casa o con su terapeuta?
—No habría encontrado un sitio mejor. Las paredes de piedra apagaban cualquier ruido, cualquier llamada de socorro. Y aunque no hubiera sido así, pocas veces se extravía alguien por aquí. Antes había dos granjas a apenas unos doscientos metros de distancia.
—Que entonces también se quemaron.
Beatrice recordaba haberlo leído en el expediente. Ninguna víctima mortal pero enormes daños materiales.
—Nora —prosiguió—. El enigma que encontramos estaba escrito con su letra.
Sigart se encogió de hombros.
—Escribía textos publicitarios. Me gustaba el modo en que los formulaba. Se percibe el misterio entre las palabras. Era la que sabía más sobre los otros tres, las mujeres son más perceptivas para esas cosas que los hombres. Durante dos días practicamos, los tres, un brainstorming intensivo. Liebscher no servía de gran cosa, salvo para ejercer presión sobre Nora.
Beatrice tragó saliva.
—¿Le cortó por eso una oreja?
—Aceleró el asunto. De repente se acordó del lunar y de la misa de Schubert. Las personas se cuentan cosas cuando pasean juntas toda una hora.
Recordó el lunar. Una obra coral recién estudiada. Una observación soltada caprichosamente sobre una profesión no apreciada y el nombre de uno de los hijos. Beatrice releyó mentalmente las cartas, también la que hacía referencia a Sigart. Un perdedor.
—Nos puso fácil dar con usted.
—¿Para qué perder tiempo? Sentía curiosidad por usted, Beatrice. Y ya en nuestro primer encuentro me hizo un regalo cuando me preguntó por Christoph Beil. Ya la había seguido antes, cuando le interrogó en su casa. Al día siguiente estuve paseando por la calle de Beil arriba y abajo, hasta que salió por la puerta y le pedí información, pero no vi ningún lunar. No estaba seguro, pero cuando mencionó usted el nombre, supe que ya lo habría comprobado todo y que era él la persona que yo buscaba. Así había identificado a la tercera persona.
«Le hicimos el trabajo. Le buscamos a las víctimas. De todos modos…».
—¿Qué sucedió con Estermann? A él no lo encontramos, los datos eran demasiado poco específicos… No, espere. Claro. Beil sabía su nombre.
La mirada de Sigart se dirigió hacia el gancho de donde había colgado la soga.
—Christoph Beil fue el que llenó la mayoría de los agujeros que Papenberg y Liebscher habían dejado abiertos. Conocía superficialmente a Estermann. Había bebido dos o tres veces una cerveza con él en encuentros entre cachers. Hablaron por teléfono después de que interrogaran a Beil, en cierto modo estaba advertido. Pero solo de la policía, no de mí. —Abismado en sus pensamientos, Sigart empezó a tirar del vendaje—. Al final, Beil me contó con todo detalle lo que había ocurrido.
—Intentó colgarlo, ¿verdad?
—Lo levantaba y lo dejaba caer. Nunca tuve dotes para el sadismo, no me gustaba, si quiere creerme.
—¿De dónde procedían las excoriaciones de los muslos?
Sigart se recostó en la silla. Con el cañón de la pistola recorrió el tejido cicatrizado de su mano izquierda.
—Sostenía que nunca había visto la llave. Los presenté. —Hizo una extraña pausa, como si tuviera que pensar si en ese lugar había de reír—. Quería mucho a su esposa, ¿sabe? La quería y la traicionaba, pero no tiene que decírselo.
Beatrice no entendía adónde quería ir a parar. ¿Quería a su esposa?
—¿De ahí la muerte por una estocada en el corazón? ¿Dio a todas sus víctimas un final tan ingenioso?
—En cierto modo.
Indeseado y por su propia cuenta, el recuerdo del cadáver de Rudolf Estermann acudió a la mente de Beatrice, que se preguntó si había estado sentado en la silla que ella ocupaba en ese momento cuando le derramaron el ácido en el ojo.
—¿Y por qué ácido a Estermann? —preguntó en voz baja.
¿Acaso Sigart no la había oído? Resbaló la mirada por encima de ella, dirigiéndola al suelo impávido.
—Porque tenía que arder —contestó al final—. Desde dentro. Lo que él también había provocado.
La figura clave.
—¿Fue él quien cerró con llave la cabaña?
Sigart no respondió. Por su expresión, Estermann moría de nuevo ante sus ojos.
—¿Qué pasaba con Melanie Dalamasso? —Tal vez este nombre lo animara a seguir hablando—. Está muy enferma y usted lo sabe. Una persona destrozada. ¿Qué hubiera hecho con ella, despedazarla?
Fuera adonde fuese que lo hubieran arrastrado sus pensamientos, la última palabra devolvió a Sigart al presente.
—Yo soy el único al que he despedazado. —Levantó la mano mutilada—. No habría matado a Melanie Dalamasso. No tenía intención de tocarle ni un solo pelo de la ropa.
—¿Porque ya está castigada por la enfermedad?
—Falso. —Suspiró—. No lo haga, Beatrice. Nada de suposiciones precipitadas. No dé pasos en falso.
¿Se estaba impacientando? No era conveniente, Beatrice necesitaba tiempo, la conversación podía durar toda la noche si la sabía plantear bien. Su memoria recurrió a los primeros jirones de certeza que encontró.
—Nora Papenberg llevaba sangre de Herbert Liebscher. ¿La forzó a matarlo? Y… —Su mirada se desplazó involuntariamente al lugar donde pocos días antes todavía colgaba la soga.
—Correcto. —La mano sana de Sigart jugó con la pistola, la hizo girar sobre la mesa, siempre hacia la izquierda—. Dígame por qué —la invitó.
—Para que sacáramos las conclusiones falsas. Le dio a usted más tiempo.
—Eso solo fue un efecto secundario positivo.
A Beatrice le costaba desviar la atención de la pistola. La idea de que podía matarla o herirla de un tiro si daba la respuesta equivocada ya no le parecía de repente absurda. Estaba en sus ojos. Cabía la posibilidad de que la venganza de su familia incluyera también su muerte, aunque no entendía por qué.
—Todo está vinculado a la culpa —señaló con prudencia—. Lo que no sé es de qué era responsable Nora para que usted le hiciera eso. —Recordó de nuevo los tatuajes de la mujer, las primeras coordenadas que Sigart les había proporcionado. En las plantas de los pies, cada paso había tenido que ser una tortura.
Cada paso.
Beatrice alzó la cabeza. Nada de suposiciones precipitadas, había advertido Sigart. No obstante, se atrevió.
—Nora huyó entonces. Podría haber ido en busca de ayuda o haber cogido la llave y abrir la cabaña, pero se marchó.
En el rostro de Sigart se contrajo un músculo.
—No está mal. ¿Y por eso dejé en sus manos a Liebscher?
Beatrice reflexionó, pero ninguno de sus pensamientos tenía algo de lógica.
—No lo sé —susurró.
Sigart se inclinó sobre la mesa, asiendo fuertemente la pistola con la mano derecha.
—No le gustaba mucho tomar decisiones. No era de las personas que reaccionan cuando es necesario. Así que le di algo que hacer y le confié una decisión. No, dos: la pistola o el cuchillo. O moría él o moría ella. —Volvió a recostarse en el respaldo—. Al final fueron, pues, «él» y «la pistola». La elección propia de Nora Papenberg.
Se estiró, no completamente, sino como para impedir un calambre.
—Ya es hora de que subamos.
No se lo esperaba. Era una oportunidad insospechada: tenía que desatarle las manos. En cuanto el riego sanguíneo se normalizara, Beatrice lo aventajaría en fuerza, al menos para huir.
—Le ruego que no se haga ilusiones. —La boca del cañón se deslizó indolente a la derecha hasta apuntar hacia el pecho de Beatrice—. Me he formado ideas muy precisas de lo que va a suceder. Si las echa a perder, huyendo o defendiéndose, la mato. A pesar mío, no obstante. —Retiró hacia atrás su silla y se puso en pie. A Beatrice nunca le había parecido tan alto—. En caso de que me obligue, no será usted la única que muera. Hace poco volví otra vez al Mooserhof y Mina me sirvió café. Una niña bonita, encuentro. Ya empieza a ser consciente de ello. De todos los juguetes que les llevé quería exclusivamente el espejo.
Beatrice tomó aire sin pensar. Lo recordaba. «Y a Mina le regalaron un espejo muy bonito con flores brillantes en los bordes».
—Y a Jakob le ofreció un pequeño globo terráqueo que se ilumina. —¿Era su voz, ese graznido ronco que surgía de las profundidades de su garganta? Beatrice luchaba contra la sensación de caer en el vacío, tenía ante sus ojos a Mina y Jakob durmiendo en la buhardilla, donde todo era de madera…
—Pensé que si sus hijos y los míos tal vez tenían que compartir el mismo destino, también podrían compartir algunos juguetes.
Sigart la observó inquisitivo. ¿Esperaba una reacción? Se habría abalanzado sobre él si hubiera tenido las manos libres.
—No lo deseo —aclaró amablemente Sigart—. Solo quiero asegurarme de que colaborará, entonces no les pasará nada a sus hijos, se lo prometo. En caso contrario, todo está listo para el plan B. Creo que es justo que lo sepa.
Pasó un rato hasta que la marea negra se disipó de la mente de Beatrice y ella fue capaz de volver a pensar con claridad. Tendría que esperar hasta que se brindara la oportunidad perfecta para reducirlo.
—De acuerdo. Haré lo que usted exija.
—¿Hasta el final?
«¿Qué final? —quiso preguntar—. ¿El mío? ¿El suyo? ¿De qué, maldita sea, está hablando?».
Reprimió esos interrogantes y tomó una bocanada de aire tan profunda como si fuera a ser la última.
—Sí, hasta el final.
La desligó de las bridas con ayuda de un cúter, lo que tardó algo de tiempo porque trabajaba con los dos dedos de la mano izquierda. Con la derecha sostenía la pistola. Beatrice notaba el metal contra un lugar detrás de la oreja. No se movía, apenas respiraba y esperaba a que la hoja resbalara y se clavara en las palmas de sus manos; sin embargo, Sigart manipuló despacio y con precaución hasta que sus muñecas por fin quedaron libres. La brida se quedó sujeta en las heridas de la articulación de la mano derecha y Beatrice se la quitó con cuidado. Necesitó para ello realizar varios intentos, pues tenía los dedos entumecidos.
Sigart se colocó junto a ella y desapareció la pistola que tenía contra la cabeza.
—Infórmeme cuando se vea capaz de asir correctamente —dijo—, entonces podrá llevar la linterna.
—De acuerdo. —Beatrice abrió y cerró los dedos, que fueron recuperando sensibilidad con el movimiento. Se masajeó una mano y luego la otra, evitando mirar las muñecas descarnadas y concentrándose totalmente en Sigart y el arma. «Si me aparto deprisa, le empujo o cojo la mesa y se la tiro…».
Era demasiado arriesgado. No lograría pillarle por sorpresa. La atención con que la controlaba no cedía ni un segundo.
Cuando casi sentía los dedos como si pertenecieran a su propio cuerpo. Beatrice se dirigió a Sigart.
—Ya estoy bien.
—Estupendo. Si se da media vuelta, verá una manta de lana en el rincón y encima una linterna. Cójala y suba las escaleras delante de mí.
Era una linterna de LED con mango de aluminio negro. No era pesada y apenas utilizable como arma, sin embargo muy luminosa. «¿Y si le deslumbro?».
Meras fantasías. No lo haría mientras no estuviera segura de conseguir poner a Sigart fuera de combate.
Con una mano sostuvo la linterna y con la otra abrió la trampilla que cerraba el acceso. La golpeó una ráfaga de aire fresco nocturno.
«Apago y echo a correr». También rechazó esa idea enseguida. En ese lugar, de noche, no tendría la más mínima oportunidad, no lograría orientarse, mientras que Sigart se conocía cada árbol y cada piedra.
—Increíble, ¿verdad? —le oyó decir a su espalda—, tanta libertad alrededor y, pese a todo, en una trampa.
Sabía que no hablaba solo de ella.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó. El cono de luz que desprendía la linterna se deslizaba por troncos, arbustos, buscando el camino por el que llegaría la ayuda. Si es que llegaba.
—Ahora llenamos sus lagunas de conocimiento. ¿Recuerda dónde encontró el cache? ¿La lata con el cinco luminoso?
—Sí. —Dirigió la linterna hacia el cobertizo de madera. A diferencia de la vez pasada, estaba abierto. Detrás se distinguía algo diminuto, de piedra.
—En su origen, el cache estaba escondido ahí. Un pozo, ¿sabe? La lata estaba atada con un alambre y colgaba casi a dos metros de profundidad. Por eso el fuego no la destruyó. —Sigart se acercó a Beatrice, aunque no lo suficiente para que ella lo atacara por sorpresa y le quitara el arma—. Ese doce de julio, poco antes de las seis de la tarde, llegaron aquí Nora Papenberg, Herbert Liebscher, Christoph Beil, Melanie Dalamasso y Rudolf Estermann. Hacía calor, ya las semanas previas las temperaturas habían sido muy altas. Los cinco estaban rendidos, pero animados y con ganas de encontrar el cache. Nora les mostró todos los recodos y hendiduras en los que supuestamente había estado buscando, también el pozo, que era lo primero que saltaba a la vista. Se rieron. Dalamasso sacó unos paquetes con merienda y repartió unas porciones de manzana y unos palitos salados. Hasta aquí nos movemos en terreno seguro, todos coincidieron en sus explicaciones. Alumbre un poco más hacia la izquierda.
Beatrice hizo lo que le pedía, pero ahí no había más que una densa maleza, zarzas de grosella y las ortigas que ya había conocido antes.
—A partir de ahora, las descripciones varían un poco entre sí, pero el hecho es que uno llevaba una petaca bien llena. Beil decía que era Estermann, Estermann insistía en que era Beil. Estaban de acuerdo en el contenido: aguardiente de pera. Se sentaron ahí donde dirige usted la luz, Beatrice. Pero antes había un prado con campanillas, margaritas y claveles silvestres. Entonces salió Lukas del bosque.
—Su hijo.
—Sí. Beil contó que llevaba un arco y unas flechas y que se había embadurnado de tierra. Charlaron un poco con él. Les contó que pasaba las vacaciones ahí, que sus padres acababan de discutir y que por eso había preferido ir a cazar al bosque. A continuación, Estermann le ofreció un sorbo de la petaca.
La voz de Sigart era más débil, carraspeó y volvió a adquirir el tono normal.
—Naturalmente, Estermann dijo que había sido Beil. Los demás no debieron de enterarse porque estaban sentados más lejos, aunque Papenberg se acordaba de que la conversación entre Lukas y los dos hombres había subido de volumen. En cualquier caso, bebió al final y corrió de nuevo a la cabaña.
Beatrice no veía correr a Lukas, sino a Jakob, se apresuró a apartar esa imagen de su mente.
—Miriam, mi esposa… Era maravillosa, ¿sabe? Solo cuando se enfadaba era impredecible Ese día se había disgustado mucho, y entonces Lukas apareció por la puerta y le contó que un hombre le había dado aguardiente… Ya puede imaginarse cómo reaccionó. Papenberg me contó con todo detalle que Miriam se precipitó fuera de la cabaña, gritó a Estermann, le arrancó la petaca de las manos y vació el resto del contenido en la hierba.
¿Había bajado Sigart la guardia? Parecía mirar a su interior, a las imágenes que su relato evocaba, pero al mismo tiempo reaccionaba enseguida ante cualquier movimiento de Beatrice, a quien todavía apuntaba con el arma. Ella decidió esperar.
—Estermann no reaccionó de forma muy sensata al arrebato de Miriam. Le dijo gritando que le había quitado su propiedad y que hiciera el favor de restituirla. Cincuenta euros y estarían en paz. Miriam respondió que lo único que obtendría de ella era una denuncia por daños físicos, a fin de cuentas había administrado alcohol a un niño.
A la luz del foco de la linterna solo se mecían las finas ramas de una joven picea, pero a Beatrice la escena casi le resultaba tangible. «No es un buen hombre», había dicho Graciella Estermann.
—El error definitivo de Miriam fue amenazarle con llamar a la policía —prosiguió Sigart—. Volvió a la cabaña. Él se levantó de un salto y la siguió. Los otros debieron de intentar tranquilizarlo. Ambos, Beil y Liebscher, me explicaron que habían intentado detenerlo, pero Estermann los había empujado. Abrió simplemente la puerta, registró la cabaña y salió cuando encontró el móvil de Miriam.
—Usted no denuncia a nadie —afirmó y destrozó el aparato con una piedra. Otra cosa más de la que todos se acuerdan por igual.
Casi sin darse cuenta y sin que Sigart protestase, Beatrice se había dado media vuelta, alumbraba el lugar en donde se había encontrado la cabaña.
—Entretanto, los niños se habían puesto a llorar, los tres. Mientras Christoph Beil, que era quien mejor conocía a Estermann, intentaba calmarlo, Melanie Dalamasso hablaba con Hanna y Lukas, empezó a cantarles algo, pese a que le temblaba todo el cuerpo. Miriam estaba ocupada con Oscar, que gritaba a voz en cuello. Liebscher y Papenberg se mantenían alejados. ¿Puede alumbrar un poco más hacia la izquierda? ¿Un poco más? Sí, gracias. Ahí, aproximadamente…
En el lugar que señalaba Sigart combatían por abrirse paso un frambueso y una zarzamora.
—Lo único que quería Papenberg era marcharse. Encontraba al «cabrón con camisa de cuadros», como llamó a Estermann, asqueroso, y la situación le resultaba repugnante. Sí, replicó Liebscher, pero tenían que asegurarse de que la mujer de la cabaña no los denunciara. Él era profesor y el director de la escuela no admitía faltas de disciplina. Con este argumento se ganó a Nora, pues hacía poco que acababa de entrar en la agencia y no quería, de ninguna de las maneras, verse envuelta en ningún asunto desagradable. En cuanto Estermann se alejara, hablarían con la mujer y buscarían la forma de compensarla por el móvil roto.
Buena idea —pensó Beatrice—. ¿Qué fue eso tan horrible que pasó entonces?
—Estermann siguió gritando y soltando improperios un rato más, se comportó groseramente con Miriam, se envalentonó, pero estaba dispuesto a marcharse. «No puede denunciarte, no sabe tu nombre», le dijo Beil. Esto, según me dijo en una de nuestras largas conversaciones, debió de escucharlo Miriam. Salió de la casa blanca de cólera y subió la pendiente advirtiendo que iba a buscar ayuda de los vecinos.
La voz de Sigart se desvaneció. Por una vez pareció empequeñecido, curvado, como absorto en sí mismo. La pistola seguía apuntando hacia Beatrice, permanecía serenamente apoyada en el brazo izquierdo. Un disparo alcanzaría sin duda el blanco.
«Pese a todo, esta es la primera buena oportunidad que se me presenta».
Respiró, tensó los músculos, pero Sigart había recuperado de nuevo la atención, se notaba casi físicamente.
—No —advirtió—. Todavía no hemos acabado.
—Por supuesto. Lo sé.
—Al principio, cuando únicamente tenía a Liebscher y me contó el modo en que Miriam había salido lanzada, reflexioné largamente acerca de si eran imaginaciones suyas o una exageración al menos. Para atenuar su propia responsabilidad. Después todos lo describieron igual, cada uno de ellos. Aunque, en realidad, enseguida lo supe. Miriam era así. Siempre directa, sin reparar en los daños. Si se hubiera calmado y esperado hasta que todos se hubieran ido, o si al menos no hubiera dicho lo que iba a hacer…
«Si…
»Si no hubiera ido sola a casa de Sigart.
»Si los niños no estuvieran en casa de la abuela, si…».
Odiaba ese juego.
—¿Volvió a agredirla Estermann?
Por la fracción de un segundo, algo extraño pasó por el rostro de Sigart.
—No. Cogió a Oscar y le puso un pulgar sobre el ojo. Dijo que apretaría si Miriam no volvía a la cabaña. Los otros contaron que le habían suplicado que dejara estar esa locura. Melanie Dalamasso debió de ponerse a llorar, alto…, demasiado alto para el gusto de Estermann, y le exigió que cerrara el pico o ya podía hacerle un parche al niño.
«Ojo por ojo, hundido o corroído por el ácido». A Beatrice se le encogió el estómago. Estermann tenía hijos, ¿cómo podía ser capaz de hacer tal cosa?
—Así que Miriam regresó a la cabaña.
—Claro. Estermann los encerró a todos en la cabaña y cerró las contraventanas. De madera, pintadas de verde y blanco. Se cerraban por dentro, pero además se atrancaban por fuera. Lo hizo todo a conciencia, luego se sentó junto al pozo. Beil dijo que por primera vez parecía satisfecho.
Beatrice había visto a Estermann ya muerto, su cuerpo espantosamente maltrecho, pero en ese momento tenía que batallar enérgicamente contra el odio que crecía en su interior. «No, no te dejes manipular. Estermann es una víctima, como los otros tres que no encerraron a nadie».
—A esas alturas, Papenberg ya tenía suficiente. Anunció que regresaba, se marchó de inmediato, sin hacer caso a Liebscher, con quien había llegado y quien no reaccionó tan pronto. Dalamasso la llamó, le dijo que informara a la policía enseguida. Según Beil, se tapaba los oídos para no oír los golpes contra las paredes y los gritos de los niños. En cuanto alguien daba un paso hacia la cabaña, Estermann se interponía. «Ya saldrán cuando la vieja haya aprendido la lección», decía. Y recordó a Beil que también era de su interés acabar con ese desagradable asunto sin intromisiones externas. «¿O crees que tu mujer se pondrá muy contenta cuando se entere de que te has buscado a una más joven que ella?». En eso, me contó, Beil no había pensado. Al igual que a Nora, de repente le entró prisa.
La mirada de Sigart se dirigió hacia el sendero que transcurría junto a ellos, hacia el camino del que Beatrice tampoco apartaba la vista con la esperanza de que la luz azul del coche patrulla se abriera paso entre los árboles.
—Al huir, Nora había pronunciado unas palabras apaciguadoras, había dicho que se ocuparía de buscar ayuda, que no se preocuparan, que se daría prisa. Beil estaba de acuerdo, pero Melanie desbarató sus proyectos. Quería quedarse hasta que los niños hubieran salido otra vez de la casa. Y entonces intervino Liebscher. Se había mantenido apartado todo el rato, contó Nora más tarde, como si no quisiera asumir lo que estaba sucediendo. Cuando habló a los demás estaba nervioso a ojos vistas. Convencía a Estermann de que debía volver a abrir la cabaña, que ese tipo de peleas podían solucionarse de forma razonable.
Como respuesta, Estermann se sacó la llave del bolsillo, sacó el cache del pozo, colocó la llave dentro. Luego dejó caer la lata a doscientos metros.
—Pero podrían haberla recuperado si colgaba del alambre.
—Sí, creo que Melanie lo habría hecho si hubiera tenido tiempo suficiente.
Otro condicional más. Ya no podía oírlo más.
—Liebscher seguía hablando con Estermann, todas sus argucias pedagógicas chocaban contra un muro, y entretanto encendió un cigarrillo. Después me repitió más de cien veces lo mal que se sentía al evocarlo. Estaba al parecer concentrado totalmente en Estermann. Beil, por el contrario, enseguida comprendió que el bosque y los alrededores estaban muy secos. Le quitó de las manos el cigarrillo con la intención de aplastarlo contra el suelo.
Beatrice sospechaba lo que había ocurrido.
—¿En el lugar en que Miriam había derramado el aguardiente?
—Así lo contaron, sí. Mientras yo le sostenía en los labios el vaso con ácido, Estermann gritaba que era totalmente inocente. A fin de cuentas, el que fumaba era Liebscher y Beil había provocado el fuego. Estuvo convencido hasta el final de que yo era injusto con él.
Porque pese a todo él no quería que eso sucediera. Beatrice se encontraba mal, a causa del relato de Sigart, de su miedo, de las imágenes carbonizadas y del cadáver corroído por el ácido.
—En el informe de mis compañeros no se mencionaba ningún acelerador de incendio. Pero el alcohol lo es.
Sigart se encogió de hombros.
—¿Le sorprende? Ahora, a más tardar, tendría que ver claramente que, en este caso, el trabajo de la policía no fue especialmente esmerado.
Entre sus palabras resonó una amenaza, algo que afectaba directamente a Beatrice.
—¿Ninguno de los cinco intentó apagarlo? —se apresuró a preguntar para cambiar de tema.
—El pozo no funcionaba. No había cubo que poder llenar. Quisieron apagar las llamas con las chaquetas, pero de ese modo se limitaron a desperdiciar un tiempo precioso. Debió de prender muy deprisa, y tan cerca del pozo que ninguno se atrevió a sacar la llave. Melanie lo intentó, pero Beil se la llevó consigo a la fuerza.
El rayo luminoso de la linterna volvía a pasearse en ese momento sobre el cobertizo de madera que alguien había renovado tras el incendio. Posiblemente el mismo Sigart. Beatrice lo miró a la cara, húmeda de sudor y lágrimas, pero al mismo tiempo con una expresión de alivio.
—¿Y cómo es que no se dio por pagado matando a Estermann?
—¿No está claro? —Esperó y siguió cuando ella hizo un gesto negativo—. Pero usted ha leído el expediente. Uno de los dos granjeros cuyas casas también ardieron esa noche fue quien realizó la llamada de urgencia. Antes y después: nada.
Por un momento pareció que Sigart iba a ponerse a llorar, su rostro lo traicionaba, pero tras una trémula inspiración, recuperó el dominio de sí mismo.
—Sabían a quién habían dejado a merced de las llamas. Pero ni uno solo del grupo llamó a la policía. Ni una llamada anónima. Ni una sola.
No había ningún comentario que hacer al respecto. Beatrice se preguntaba en silencio qué habría ocurrido si Nora hubiese informado a la policía como había prometido, si Liebscher hubiera temido menos por su trabajo y Beil por su matrimonio. Si…
—Pero Dalamasso —dijo—. ¿Por qué calló? ¿Tanto había confiado en que Nora pediría socorro? Ella no sabía nada del incendio.
Recordó el terror de Melanie en el momento en que había dejado caer las fotos.
—Se desprendió una vez más de Beil porque los gritos de los niños le resultaban insoportables. Quería volver y avisar a los vecinos, pero Beil y Estermann se lo impidieron. Así me lo contó Liebscher. «La chica gorda y morena —dijo—. Gritaba como una loca, y el hombre alto con la camisa de cuadros le propinó un bofetón; el otro, con el lunar en la mano, la convenció y se la llevó deprisa montaña abajo». —Con la mano vendada, Sigart acarició el cañón de la pistola—. No sé exactamente lo que hicieron con ella. Es probable que Beil le dijera que no podían volver a verse si no guardaba silencio. Y Estermann no debió de contentarse con amenazas tan sutiles. Pero son solo suposiciones.
Melanie, destrozada entre su amor por Beil y su conciencia. Beatrice pensó que Estermann posiblemente se había dejado caer en algún ensayo para los conciertos de verano del Mozarteum.
—¿Cómo es que mutiló precisamente a Liebscher? —preguntó—. ¿No sería por el cigarrillo?
Una breve risa.
—No. Pero ¿sabe?, los otros se sentían tan culpables que ya no se atrevieron a seguir buscando caches. O, por mí, dejémoslo en que habían cogido miedo al descubrimiento. Ninguno de ellos seguía estando activo cuando comparé las entradas del libro de registro con los perfiles de la página web. Salvo Liebscher. Dado que esos malditos recipientes eran al parecer tan importantes para él, encontré que era consecuente empaquetarle en unos iguales.
El brazo con que Beatrice aguantaba la linterna se iba entumeciendo.
—¿Y lo que no cabía en los caches? ¿Los brazos, las piernas, el tronco?
En los labios de Sigart casi asomó una sonrisa.
—Quemados —susurró.
Era obvio. Cada uno de los actos de Sigart contaba la historia de la que surgía, ninguna decisión había sido tomada al azar.
La linterna tembló en la mano de Beatrice, dibujando lazos luminosos en la pared. Cuando Sigart hubiera concluido con su narración, seguiría lo que él había llamado el fin. Impaciente, centró su atención en los sonidos de la noche. Ni ruidos de motores, ni sirenas. El SMS que Sigart había enviado a Florin en su nombre no había levantado la menor sospecha.
Carraspeó e intentó parecer confiada.
—Puedo completar sus pasos, creo. Pero yo no encajo en su esquema. Ese día no estaba ahí, no tengo nada que ver con el caso. —Sin que lo hubiera pronunciado, entre sus palabras se percibía que le pedía que la dejara marchar.
El silencio del hombre le infundió esperanzas y al mismo tiempo temor. ¿Pensaba en perdonarle la vida? Antes, en el sótano, había admitido que tenía una pequeña oportunidad de sobrevivir. «Significa, al menos, que no va a dispararme una bala en la cabeza». Beatrice se obligó a desviar la mirada del arma y dirigirla a Sigart.
Cuando él volvió a tomar la palabra su voz era tan tenue que el rumor del bosque casi la ahogaba.
—Cuatro años —dijo—. Durante todo este tiempo me he estado preguntando si fui yo mismo quien cerró la cabaña con llave. Por distracción, porque mis pensamientos estaban puestos en la yegua que iba a parir. El que yo no estuviera aquí en el momento decisivo para enfrentarme con Estermann me perseguirá mientras viva. —Examinó a Beatrice con expresión reflexiva—. ¿Puede usted imaginarse lo que significa estar preguntándose cada minuto durante cuatro años si ha sido uno mismo quien con sus propias manos tendió la trampa a la esposa y los hijos que murieron quemados? Día a día he intentado evocar una y otra vez cada gesto desde que dejé la casa hasta que subí al coche. ¿Sabe lo que es no llegar a ninguna conclusión clara? A veces, en mis recuerdos, la puerta de la cabaña estaba abierta, luego cerrada, las llaves estaban en mi mano… ¿o era en mi bolsillo? Cada día, varias veces. Todo esto me hubiera ahorrado si la policía hubiera investigado más cuidadosamente.
Sigart se aproximó un paso más a ella por la espalda. Beatrice esperaba sentir en cualquier momento el cañón de la pistola en la cabeza o en el cuello, pero solo percibió su aliento.
—Yo encontré el cache en el pozo. ¿Por qué no sus compañeros? Yo descubrí los nombres auténticos detrás de los apodos, pregunté a los sospechosos, aclaré los sucesos previos a la muerte de mi esposa y mis hijos… Hice todo lo que era el deber de la policía.
Tenía que responder algo aunque no estuviera segura de que fuera lo más inteligente.
—Pero con medios de los que nosotros nunca nos hubiésemos servido.
—Ustedes tienen otros, mejores. Todo un aparato con los técnicos y laboratorios que se obtienen con dinero. —Depositó su mano mutilada y vendada sobre el hombro de Beatrice y ella se estremeció.
—Pero yo no trabajé en ese caso —dijo, de repente enojada ante la injusticia que sufría—. ¡No tuve nada que ver con él!
—Correcto. Pero en un momento anterior sintió una vez lo mismo que yo —susurró Sigart—. Su hermano dijo que estaba tan indignada con la policía, que insultó a la agente por teléfono y que decidió al final ocuparse usted misma del asunto. Por eso está hoy aquí. Porque puede entenderme.
¿Qué quería? ¿Necesitaba un cómplice? ¿Una hermana espiritual? Maldita sea, tenía que concentrarse, hacer algo con lo que acababa de decirle.
—Tiene razón. Entiendo que quiera hablar con alguien que también ha perdido a un ser humano de forma violenta y a mí me gusta mucho hablar con usted.
Sigart rio quedamente.
—No, Beatrice, ya hemos hablado suficiente. Ahora vamos a hacer algo distinto.
El cañón de la pistola se clavó con dureza en su columna vertebral. Su instinto amenazaba con apagar su entendimiento, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para no huir. La dispararía por la espalda, como le había advertido, y desperdiciaría su oportunidad. Desesperada, buscó con la mirada el camino que subía por la pendiente, tal vez Florin no llegara con coches patrulla, sino a pie, sin hacer ruido, acompañado de Stefan o dos o tres hombres más.
Pero no se percibía ninguna sombra, ningún paso ni tampoco ruidos de motores.
—Es como una apuesta, ¿sabe? Usted confía en la capacidad de sus compañeros y yo en lo contrario. Estoy impaciente por saber quién ganará. —La empujó, solo una ligera presión con el arma, y ella dio un paso adelante.
—La policía no encontró la lata en el pozo, pero, de acuerdo, era pequeña e insignificante. Totalmente diferente de usted, Beatrice.
Otro empujón le dejó claro que había comprendido bien el significado de esas palabras.
—Quiere…
—Esconder un cache, exactamente. Uno grande en lugar del pequeño. Uno al que sus compañeros darán más valor que a una lata de tabaco con una llave en su interior. Por desgracia es menos resistente. Esperemos, pues, que la policía esta vez sea más hábil para encontrar el tesoro.
La guio hacia el cobertizo de madera, la luz de la linterna brincó sobre las tablas. Mi ataúd, pensó Beatrice. El Departamento de recogida de huellas había concluido su trabajo, y habían quedado diseminadas las cintas amarillas para acordonar el área que revoloteaban al viento. ¿Se le ocurriría a alguien buscar ahí al desaparecido Sigart? Difícil, para ellos todavía era una de las víctimas. ¿Por qué iba a regresar al lugar donde el destino lo había golpeado con más fuerza, a su cárcel, el escondite que el Owner al parecer había abandonado?
Beatrice se había detenido. El camino ascendía más empinado y tenía la sensación de no poder dar ni un paso más.
—¿Qué profundidad tiene?
—Unos cuatro metros hasta la superficie del agua. Se puede bajar por el primer tramo, hay unos viejos trepadores empotrados a la pared, luego tendrá que saltar.
Estaría en el agua. Pero solo en el mejor de los casos, advirtió; en el peor, si era demasiado profunda, tendría que nadar.
—Por favor, no lo haga. Tiene la certeza y la venganza. Déjeme ir, yo…
—Se preocupará de que me den asistencia —la interrumpió— y una buena defensa. Se tendrá en cuenta mi situación especial, el trastorno producido por una gran pérdida, ¿no es eso lo que quiere decir?
Sí, eso y que ella tenía hijos que esperaban que al día siguiente fuera a buscarlos. No, hoy. Ya debía de ser mucho más de medianoche. «Ya te lo puedes ahorrar. Conoce a tus hijos».
Ascendió otro paso más. Otro y otro, entonces tropezó. Sujetó fuertemente la linterna con la mano derecha y paró la caída con la izquierda. Algo puntiagudo se le clavó en la base del pulgar.
—¿Se ha hecho daño? —Sigart parecía realmente preocupado y Beatrice temió estallar en una risa histérica.
—Un poco. —A la luz de la linterna comprobó la mano ensangrentada y ya no tuvo ganas de reír—. Debe de haber sido una piedra.
—Sí, aquí no escasean. —Con un breve movimiento de la pistola, Sigart la animó a seguir caminando.
Beatrice siguió cuesta arriba. Bastaban dos pasos para llegar a la meta. La última oportunidad… Si se dejaba caer hacia atrás, arrastraba con ella a Sigart y le arrancaba la pistola…
Él debió de percibir sus intenciones.
—Mi arma apunta justo a su espalda —dijo al momento—. Si ahora se da media vuelta, disparo. No es una vana amenaza, Beatrice. Llego hasta el final.
La gravedad de su tono la hizo desistir de sus planes. Un paso más. El cobertizo de madera se encontraba justo frente a ella y percibió el olor a moho. Cuatro pasos más y tocó la tosca madera. En un gesto de repentina determinación presionó contra ella la mano ensangrentada, no podía hacer nada más. Esperaba que reconocieran esa marca y evitó dirigir a ella la luz de la linterna para que Sigart no la viera.
Para entrar en el cobertizo debía inclinarse. Ya habían quitado la tapa, el pozo en sí no era más que un agujero redondo con un murete alrededor alto hasta las rodillas.
—Baje por los dos primeros escalones —ordenó Sigart—, luego deme la linterna. —La boca del arma la apuntaba ahora a la cara.
Hizo lo que él le pedía, reprimió el miedo y aguzó sus sentidos. Si se impregnaba de cada uno de los detalles de la pared del pozo, de cada lugar en que encontraba sostén, sería posible volver a subir después. Si alcanzaba los trepadores, ella sola podría escapar.
Beatrice se sujetó al borde, pisó el primer apoyo de hierro. Oxidado y torcido. El segundo. Le tendió la linterna a Sigart.
—¿Me alumbra?
—Por supuesto.
El tercero. Su cabeza ya no sobresalía por el murete. La envolvió el olor a sótano y moho.
El cuarto. A una distancia de medio brazo, a la izquierda, Beatrice descubrió una piedra que sobresalía de la pared del pozo y en la que podría sujetarse llegado el caso. Bien.
Un trepador más. Otro. Luego el último. Si bien Sigart seguía iluminándola, cada vez resultaba más difícil reconocer los detalles del recorrido. Las sombras que ella misma proyectaba oscurecían la mitad del pozo.
—Desde ahí tiene que saltar. —Sigart no era más que una silueta detrás del rayo de luz de la linterna.
Ya había sabido antes lo que sucedería con ella, pero se lo había imaginado de otro modo. A sus pies yacía una oscura y angosta garganta que tanto podía tener dos metros de profundidad como no tener fondo. Vaciló.
—Abajo hay agua. No se hará daño.
Alguna vez habrá sido un buen veterinario, pensó Beatrice vagamente, tiene esa forma de hablar…, es fácil confiar en él.
Aun así, no saltó, sino que se agarró al último escalón con las dos manos y se dejó caer prudentemente. Sí, había agua, la rozaba con los tobillos.
—Tiene que soltarse. —La voz de Sigart resonó en el pozo, seguida de un clic inequívoco. Había quitado el seguro de la pistola.
Beatrice abrió las manos y cayó. El agua helada le cortó la respiración, la envolvió, se cerró sobre su cabeza.
¡Ahí! Había suelo bajo sus pies, se dio impulso, emergió, inspiró ruidosamente aire.
—¡Que la suerte la acompañe, Beatrice! —Por encima de ella resonó el prolongado roce de dos objetos. Sigart había tapado el pozo. Ya no había luz, nada. Solo su propia respiración y el golpeteo del agua en la más absoluta oscuridad.