28
Pigmalión

Si la primera vez que vi el King’s College de Cambridge no creí que estuviera soñando, fue tan solo porque mi imaginación jamás hubiera producido nada tan magnífico. Contemplé una torre de reloj con relieves en piedra. Me condujeron hacia ella y la atravesamos para entrar en la universidad. Al otro lado de una extensión de césped perfecto se alzaba un edificio de tono marfileño que me pareció más o menos grecorromano. En realidad era la capilla, de estilo gótico: una montaña de piedra de noventa metros de largo y treinta de alto que presidía el lugar.

La dejamos atrás para entrar en otro patio y subimos por una escalera de piedra. Un hombre muy amable me abrió una puerta y me indicó que esa era mi habitación. Me dejó sola para que me pusiera cómoda, según dijo, sin darse cuenta de hasta qué punto era imposible.

Al día siguiente el desayuno se sirvió en un salón muy grande de techo cavernoso. Era prácticamente igual que comer en una iglesia, y me sentí examinada, como si la estancia entera supiera que no me correspondía estar ahí. Elegí una mesa larga a la que se habían sentado otros alumnos de la BYU. Las mujeres hablaban de la ropa que habían incluido en el equipaje. Marianne había ido de compras expresamente al enterarse de que la habían aceptado en el programa.

—Para Europa se necesitan otras prendas —afirmó.

Heather estuvo de acuerdo. Su abuela le había pagado el billete de avión, y ella se había gastado el dinero en renovar su vestuario.

—Aquí visten con un estilo más refinado. No se puede ir por ahí con unos vaqueros.

Pensé en correr a mi habitación para cambiarme la sudadera y las playeras, pero no tenía nada más que ponerme. No tenía prendas como las que llevaban Marianne y Heather: rebecas de colores vivos combinadas con delicados fulares. No me había comprado nada para Cambridge porque había tenido que solicitar un préstamo de estudios para pagar la matrícula. Por otro lado, me daba cuenta de que, aunque hubiera tenido ropa como la de Marianne y Heather, no habría sabido llevarla.

El doctor Kerry llegó para anunciar que nos invitaban a visitar la capilla y que hasta nos permitirían subir al tejado. Nos precipitamos todos a devolver las bandejas y salimos del salón detrás él. Yo me quedé hacia el final del grupo. Atravesamos el patio.

Al entrar en la capilla se me cortó el aliento. La estancia —si un espacio semejante puede llamarse así— era enorme, como si pudiera contener todo un océano. Cruzamos una puertecita de madera y subimos por una estrecha escalera de caracol que parecía tener innumerables peldaños. La escalera llevaba al tejado, que presentaba una pronunciada inclinación; era una uve invertida entre parapetos de piedra. Las fuertes ráfagas de viento arrastraban las nubes por el cielo. La vista era espectacular, con la ciudad miniaturizada, empequeñecida por la capilla. Me olvidé de los demás y ascendí por la pendiente hasta el caballete, por donde caminé dejando que me diera el viento mientras contemplaba la extensión de calles sinuosas y patios empedrados.

—No te da miedo caerte —dijo una voz.

Me volví. Era el doctor Kerry, que me había seguido. Se tambaleaba, y con cada racha de viento parecía a punto de caer.

—Bajemos —dije.

Descendí corriendo hacia el pasillo plano que discurría junto a los contrafuertes. El doctor Kerry me siguió de nuevo, aunque andaba de una forma muy rara. En lugar de caminar de frente, giraba el cuerpo y avanzaba de lado, como un cangrejo. El ataque del viento no cesaba. Ofrecí un brazo al profesor en los últimos pasos, pues le vi muy inseguro, y lo aceptó.

—Era una simple observación —comentó cuando llegamos abajo—. Estás erguida, con las manos en los bolsillos. —Señaló a los otros alumnos—. ¿No ves cómo se encorvan? ¿Cómo se agarran al muro?

Tenía razón. Unos pocos se aventuraban a subir al caballete, pero con mucha cautela; daban pasos laterales con la misma desmaña que el doctor Kerry, mientras se inclinaban y se balanceaban con el viento. Los demás se aferraban con fuerza al parapeto de piedra, con las rodillas dobladas y la espalda arqueada, como si dudaran entre caminar o gatear.

Levanté la mano y me agarré al muro.

—No tienes por qué hacerlo —dijo el profesor—. No era una crítica. —Se interrumpió, como si no supiera si debía añadir algo más—. Todo el mundo ha experimentado un cambio —prosiguió—. Los demás alumnos estaban relajados hasta que subimos. Ahora se sienten incómodos, nerviosos. Tú, por lo visto, has hecho el trayecto inverso. Esta es la primera vez que te veo a gusto. Se nota en la manera en que te mueves: es como si hubieras pasado toda la vida en este tejado.

Una ráfaga recorrió el parapeto y el doctor Kerry se tambaleó y se agarró. Subí unos pasos hacia el caballete para que se arrimara todo lo posible al contrafuerte. Se me quedó mirando, a la espera de una explicación.

—He techado unos cuantos heniles —dije por fin.

—¿Y por eso tienes las piernas más fuertes? ¿Por eso aguantas este viento?

Tuve que reflexionar antes de responder.

—Aguanto este viento porque no intento aguantarlo. El viento es solo viento. Soportamos estas ráfagas en el suelo, de modo que también podemos soportarlas estando en lo alto. No hay diferencia. Salvo la que establecemos en la mente.

Me miró de hito en hito. No lo había entendido.

—Yo me limito a estar de pie —añadí—. Usted y los demás tratan de mantener el equilibrio, de inclinar el cuerpo porque les asusta la altura. Pero agacharse y caminar de lado no es natural. De esa forma se vuelven vulnerables. Con solo controlar el pánico, se consigue que el viento no sea nada.

—Como no lo es para ti.

Yo quería la mente de una erudita, y al parecer el doctor Kerry vio en mí la mente de una techadora. El lugar de los otros alumnos era la biblioteca; el mío, la grúa.

La primera semana fue una sucesión confusa de clases. En la segunda, a cada alumno se le asignó un tutor que guiara su investigación. Me enteré de que el mío era el eminente profesor Jonathan Steinberg, exvicedecano de una facultad de Cambridge, muy elogiado por sus textos sobre el Holocausto.

Mi primera entrevista con el profesor Steinberg tuvo lugar unos días después. Esperé junto a la conserjería hasta que se presentó un hombre delgado, que sacó un manojo de llaves gruesas y abrió una puerta de madera empotrada en la piedra. Subí tras él por una escalera de caracol y entramos en la torre del reloj, donde había una sala bien iluminada y de mobiliario austero: dos sillas y una mesa de madera.

Al sentarme noté el pulso de la sangre detrás de las orejas. Aunque el profesor Steinberg tenía más de setenta años, yo no lo habría descrito como un anciano. Era ágil, su mirada recorría la habitación con penetrante vigor y se expresaba con fluidez y tono reflexivo.

—Soy el profesor Steinberg. ¿Qué te gustaría leer?

Murmuré que me interesaba la historiografía. Había decidido estudiar, no historia, sino a los historiadores. Supongo que mi interés nació de la sensación de falta de base que experimentaba desde que había estudiado el Holocausto y el movimiento por los derechos civiles; desde que me había dado cuenta de que lo que una persona conoce sobre el pasado se limita, y siempre se limitará, a lo que otros le cuentan. Sabía lo que significaba ver rectificado un error, una idea falsa de tal magnitud que, al cambiar, cambiaba el mundo. Necesitaba comprender cómo los grandes guardianes de la historia habían asumido su ignorancia y parcialidad. Creía que si lograba aceptar que sus escritos no eran un absoluto, sino el resultado de un proceso tendencioso de diálogo y revisión, tal vez lograra asimilar que la historia que la mayoría da por válida no era la que me habían enseñado. Tal vez papá estuviera equivocado, y tal vez lo estuvieran los grandes historiadores Carlyle, Macaulay y Trevelyan, pero de las cenizas de su discusión podía construir un mundo en el que vivir. Confiaba en descansar sobre esa base sabiendo que no era una base.

Dudo que consiguiera transmitir nada de esto. Cuando acabé, el profesor Steinberg me observó un instante.

—Háblame de tu educación —dijo—. ¿Dónde estudiaste?

De repente la sala se quedó sin aire.

—Me crie en Idaho.

—¿Y estudiaste en una escuela de allí?

Al recordarlo ahora me doy cuenta de que es posible que alguien le hubiera hablado de mí, quizá el profesor Kerry. O a lo mejor advirtió que eludía la pregunta y le picó la curiosidad. Fuera cual fuese la razón, no se dio por satisfecho hasta que reconocí que no había ido a la escuela.

—Qué increíble —exclamó sonriendo—. Es como si me hubiera metido en el Pigmalión de Bernard Shaw.

Durante dos meses tuve entrevistas semanales con el profesor Steinberg, que jamás me impuso ninguna lectura. Leíamos lo que yo pedía que leyéramos, ya fuera un libro o una página.

Ningún profesor de la BYU había examinado mis textos como lo hizo el profesor Steinberg. Ninguna coma, ningún punto, ningún adjetivo o adverbio escapaba a su interés. No distinguía entre gramática y contenido, entre forma y sustancia. Una oración mal escrita era una idea mal concebida y, a su parecer, la lógica gramatical debía corregirse. «Dime, ¿por qué has puesto esta coma? —me preguntaba—. ¿Qué relación deseas establecer entre estas dos frases?» Tras escuchar mi explicación, unas veces añadía: «Totalmente de acuerdo», y otras me corregía con un extenso razonamiento sintáctico.

Después de un mes de entrevistas con el profesor Steinberg escribí un trabajo en el que comparaba a Edmund Burke con Publius, el seudónimo bajo el que James Madison, Alexander Hamilton y John Jay escribieron El Federalista. Durante dos semanas apenas dormí, y cuando tenía los ojos abiertos leía esos textos o bien reflexionaba sobre ellos.

De mi padre había aprendido que los libros o se adoraban o se prohibían. Los libros de Dios —los escritos por los profetas mormones o por los padres fundadores de Estados Unidos— no debían estudiarse, sino valorarse, como algo perfecto en sí mismo. Me había enseñado a leer las palabras de Madison y hombres similares como un molde en el que debía verter la escayola de mi mente, para que se conformara según el contorno de aquel modelo impecable. Los leía para aprender lo que debía pensar, no para pensar por mí misma. Los libros que no eran de Dios estaban prohibidos; impactantes e irresistibles por su ingenio, representaban un peligro.

Para escribir el trabajo tuve que leer de otra manera, sin entregarme al miedo ni a la adoración. Puesto que Burke había defendido la monarquía británica, mi padre lo habría considerado un agente de la tiranía. No habría querido ver el libro en casa. Me emocionó atreverme a leer las palabras de Burke. Experimenté una emoción similar leyendo a Madison, Hamilton y Jay, sobre todo en los momentos en que rechazaba sus conclusiones y prefería las de Burke, o cuando me parecía que las ideas de aquellos y de este no diferían en el fondo, sino solo en la forma. De este método de lectura extraje dos hipótesis espléndidas: que los libros no son trampas y que yo no era timorata.

Terminé el trabajo y se lo envié al profesor Steinberg. Dos días después, cuando acudí a nuestra siguiente entrevista, se mostró circunspecto. Me escudriñó sentado al otro lado de la mesa. Esperé a que me dijera que el trabajo era un desastre, el fruto de una mente ignorante; que era demasiado ambicioso y sacaba excesivas conclusiones de un material escaso.

—Llevo treinta años dando clases en Cambridge —me dijo—, y este es uno de los mejores trabajos que he leído.

Estaba preparada para los insultos, pero no para eso.

El profesor Steinberg debió de hablar más del trabajo, aunque no oí sus palabras. La necesidad desgarradora de salir de la sala me reconcomía la mente. En aquel momento no me encontraba en Cambridge, en la torre del reloj, sino que tenía diecisiete años, estaba en un todoterreno rojo y el chico al que quería acababa de acariciarme la mano. Huí corriendo.

Toleraba cualquier forma de crueldad mejor que la amabilidad. Los elogios eran un veneno para mí; se me atragantaban. Quería que el profesor me chillara, lo deseaba hasta tal punto que me sentí mareada por la falta de gritos. Era preciso manifestar la fealdad que había en mí. Si no se expresaba en la voz del profesor, tendría que expresarla en la mía.

No recuerdo que saliera de la torre del reloj ni cómo pasé la tarde. Por la noche había una cena de etiqueta. El salón estaba alumbrado por velas, lo cual era bonito, si bien a mí me gustó por otra razón: no vestía ropa de gala, sino simplemente unos pantalones y una camisa negros, y pensé que con aquella iluminación tenue nadie se percataría. Mi amiga Laura llegó tarde. Contó que sus padres habían ido a visitarla y la habían llevado a Francia, de donde acababa de regresar. Llevaba puesto un traje morado oscuro de falda plisada, cuyo bajo se agitaba varios centímetros por encima de la rodilla, y durante unos instantes me pareció indecente, hasta que comentó que su padre se lo había comprado en París. Un obsequio de un padre no podía ser indecente. En mi opinión, un obsequio de un padre era la señal concluyente de que una mujer no era una ramera. Batallé con esa discordancia —un vestido indecente regalado a una hija querida— hasta que acabó la cena y retiraron los platos.

En la siguiente entrevista de supervisión, el profesor Steinberg afirmó que se aseguraría de que me aceptaran en la universidad que eligiera para cursar los estudios de posgrado.

—¿Has visitado Harvard? ¿O acaso prefieres Cambridge?

Me imaginé en Cambridge como una alumna de doctorado que recorría a zancadas los antiquísimos pasillos con una larga toga negra que hacía frufrú. A continuación me vi encorvada en un lavabo, con el brazo a la espalda y la cabeza en el váter. Traté de concentrarme en la estudiante, en vano. No lograba visualizar a la joven de la ondulante toga negra sin ver a la otra chica. Universitaria o ramera; las dos no podían ser. Una era un engaño.

—No puedo —dije—. No puedo pagar la matrícula.

—Ya me ocuparé yo de eso —afirmó el profesor Steinberg.

A finales de agosto, en nuestra última noche en Cambridge, se celebró una cena de despedida en el salón grande. En mi vida había visto tantos cuchillos, tenedores y copas como los que cubrían las mesas; las pinturas de las paredes parecían fantasmales a la luz de las velas. Me sentí desenmascarada por aquel refinamiento, que sin embargo, en cierto modo, me volvía invisible. Observé a las alumnas que pasaban por mi lado y me fijé en los vestidos de seda, en los ojos perfilados con líneas gruesas. Me obsesionó su belleza.

Durante la cena anhelé la soledad de mi dormitorio mientras escuchaba la animada conversación de mis amigos. El profesor Steinberg estaba sentado en la mesa de los miembros del claustro. Cada vez que lo miraba, sentía actuar en mí el instinto de siempre; se me tensaban los músculos y me preparaba para huir.

Salí del salón cuando sirvieron el postre. Fue un alivio escapar de aquella elegancia y aquella belleza, que se me permitiera ser fea en vez de un elemento de contraste. El doctor Kerry advirtió que me marchaba y me siguió.

Reinaba la oscuridad. El césped era negro, y el cielo más negro aún. Del suelo surgían columnas de luz pálida para alumbrar la capilla, que resplandecía como una luna en el firmamento nocturno.

—Has impresionado al profesor Steinberg —me dijo el doctor Kerry, que se acomodó a mi paso—. Espero que él también haya dejado huella en ti.

No le entendí.

—Por aquí —me indicó, y giró hacia la capilla—. Quiero decirte algo.

Caminé detrás de él, consciente de lo silencioso de mis pisadas, de que mis playeras no repicaban con elegancia sobre la piedra como los tacones de las otras chicas.

El doctor Kerry comentó que había estado observándome.

—Te comportas como una persona que se hace pasar por otra. Y es como si creyeras que te va la vida en ello.

Como no supe qué decir, no dije nada.

—No se te ha ocurrido pensar que seguramente tienes tanto derecho como los demás a estar aquí. —Esperó una explicación.

—Me habría gustado más servir la cena que tomarla —le dije.

El doctor Kerry sonrió.

—Debes fiarte del profesor Steinberg. Si dice que eres una estudiosa, «oro puro», le he oído decir, es que lo eres.

—Este lugar es mágico. Aquí todo brilla.

—No debes pensar así —replicó el doctor Kerry alzando la voz—. No eres oropel, que brilla con determinada luz. La persona en que te conviertas, la persona que llegues a ser, es quien siempre has sido. Ha estado en ti desde el principio. No en Cambridge, sino en ti. Eres oro. Y que regreses a la BYU, o incluso a la montaña donde naciste, no cambiará quien eres. Es posible que cambie la manera en que te ven los demás, y aun la manera en que te ves a ti misma, pues hasta el oro parece mate con cierta iluminación. Sin embargo, eso solo es la apariencia. Y siempre lo ha sido.

Quise creer en él, aceptar sus palabras y reconstruirme a mí misma, pero nunca había tenido esa clase de fe. Por muy hondo que enterrara los recuerdos, por muy fuerte que cerrara los ojos para ahuyentarlos, cuando pensaba en mí misma las imágenes que acudían a mi mente eran las de aquella chica, en el cuarto de baño, en el aparcamiento.

Al doctor Kerry no podía hablarle de ella. No podía revelarle la razón por la que me era imposible volver a Cambridge: porque estar en esa universidad ponía de relieve cada momento violento y degradante de mi vida. En la BYU casi podía olvidar, permitir que lo que había sido se fundiera con lo que era. En cambio, en Cambridge el contraste era excesivo, y el mundo que se extendía ante mis ojos, demasiado fantástico. Los recuerdos resultaban más reales, más creíbles, que los chapiteles de piedra.

En mi fuero interno imaginaba otros motivos por los que no encajaba en Cambridge, motivos relacionados con la clase y la posición social: era pobre, había crecido en la pobreza; soportaba el viento sobre el tejado de la capilla sin inclinarme. Esa era la persona que no encajaba en Cambridge: la techadora, no la ramera. «Puedo ir a la universidad —había escrito en el diario esa misma tarde—. Y puedo comprarme ropa. Pero sigo siendo Tara Westover. He realizado trabajos que ningún alumno de Cambridge haría. No somos iguales, por mucho que nos vistan como quieran.» La ropa no conseguiría arreglar lo que fallaba en mí. Algo se había corrompido en el interior y el hedor era tan fuerte, el núcleo se había enranciado de tal modo, que unas simples vendas no lograrían taparlo.

No estoy segura de si el doctor Kerry sospechaba algo de esto. En cualquier caso, se percató de que me había obsesionado con la ropa como un símbolo del motivo por el que no encajaba ni podía encajar. Fue lo último que me dijo antes de alejarse dejándome clavada, atónita, junto a la espléndida capilla.

—El mayor factor determinante de quien eres se encuentra dentro de ti —afirmó—. El profesor Steinberg dice que esto es Pigmalión. Piensa en la historia, Tara. —Se interrumpió. Sus ojos ardían y su voz era aguda—. No era más que una mujer de clase trabajadora con un vestido bonito. Hasta que creyó en sí misma. Entonces no importó el vestido que llevaba puesto.