22
Lo que susurramos y lo que dijimos a gritos

Cuando llegué a Buck’s Peak, mi madre preparaba la cena de Acción de Gracias. Retiré los tarros de tintura y los frasquitos de aceite esencial que cubrían la gran mesa de roble. Charles vendría a cenar.

Shawn estaba de mal humor. Sentado en un banco junto a la mesa, me observaba mientras yo recogía los recipientes y los escondía. Lavé la vajilla de porcelana de mi madre, que nunca se había usado, y empecé a poner los platos fijándome bien en la distancia entre cada uno y su cuchillo.

A Shawn le molestó que me esmerara tanto.

—Es Charles —dijo—. Tampoco es tan exigente. Al fin y al cabo, está contigo.

Fui a por los vasos. Cuando le puse uno delante, me clavó un dedo en las costillas, con fuerza.

—¡No me toques! —chillé.

Acto seguido la cocina dio un vuelco. Los pies se me separaron del suelo, caí de bruces y Shawn me arrastró a la sala de estar, para que mi madre no nos viera.

Me dio la vuelta, se sentó sobre mi estómago y con las rodillas me inmovilizó los brazos en los costados. Con la impresión de sentir su peso me salió todo el aire de los pulmones. Me apretó la tráquea con el antebrazo. Barboteé e intenté tragar aire para gritar, pero tenía bloqueada la vía respiratoria.

—Cuando te portas como una niña, me obligas a tratarte como si lo fueras.

Pronunció las palabras en voz muy alta, casi a gritos. Aunque me las decía a mí, no iban dirigidas a mis oídos. Iban dirigidas a mi madre y describían la situación: yo era una niña díscola; él corregía a la niña. Aflojó la presión sobre la tráquea y sentí una plenitud deliciosa en los pulmones. Shawn estaba seguro de que yo no gritaría.

—¡Basta! —ordenó a voces mi madre desde la cocina, y no supe si se lo decía a mi hermano o me lo decía a mí.

—Chillar está muy feo —me dijo Shawn, que de nuevo hablaba hacia la cocina—. No te levantarás hasta que te disculpes.

Le dije que lamentaba haberle chillado. Al cabo de un minuto me puse en pie.

Doblé hojas de papel de cocina para utilizarlas como servilletas y coloqué una en cada servicio. Cuando dejé una sobre el plato de Shawn, volvió a clavarme el dedo en las costillas. No dije nada.

Charles se presentó temprano —papá ni siquiera había llegado del desguace— y se sentó enfrente de Shawn, que se lo quedó mirando con expresión airada, sin siquiera parpadear. Yo no quería dejarlos solos, pero mi madre necesitaba que le echara una mano con los guisos, de modo que volví a los fogones, si bien inventé pequeñas tareas para regresar a la mesa. En uno de esos viajes oí que Shawn le hablaba a Charles de las armas que tenía, y en otro, de cómo se podía matar a un hombre. Me reí a carcajadas en ambas ocasiones, con la esperanza de que Charles creyera que mi hermano bromeaba. La tercera vez que me acerqué a la mesa, Shawn me sentó en su regazo. Me eché a reír.

La farsa no podía durar, ni siquiera hasta la cena. Pasé junto a Shawn con una fuente grande de panecillos y me pinchó en la tripa con tanta fuerza que me cortó la respiración. La fuente se me cayó de las manos. Se rompió en mil pedazos.

—¿Por qué lo has hecho? —grité.

Ocurrió tan deprisa que ni siquiera sé cómo me derribó. El caso es que volvía a estar tumbada de espaldas, con mi hermano encima. Me ordenó que pidiera perdón por haber roto la fuente. Susurré una disculpa, muy bajito, para que Charles no me oyera, lo cual enfureció a Shawn. Me agarró un puñado de pelo, cerca del cuero cabelludo para tener mayor dominio, me levantó de un tirón y me llevó a rastras al cuarto de baño. Fue un movimiento tan brusco que Charles no tuvo tiempo de reaccionar. Lo último que vi antes de enfilar de cabeza el pasillo fue que Charles se levantaba de un salto, con los ojos como platos y el rostro blanco.

Shawn me dobló la muñeca y me retorció el brazo a la espalda. Me metió la cabeza en el váter hasta que la nariz me quedó cerca del agua. Gritaba algo, pero yo no oía lo que decía. Estaba atenta al ruido de pasos en el pasillo, y cuando los oí me descompuse. Charles no debía verme de esa manera. No debía saber que, con todos mis fingimientos —el maquillaje, la ropa nueva, la vajilla de porcelana—, yo era eso.

Me retorcí, arqueé el cuerpo y arranqué la muñeca de la mano de Shawn. Lo pillé desprevenido; era más fuerte de lo que él creía, o tal vez más insensata, y me soltó. Corrí a la puerta. Había cruzado el umbral y ya pisaba el pasillo cuando mi cabeza salió disparada hacia atrás. Shawn me había agarrado del pelo y tiró de mí con tal fuerza que los dos caímos hacia atrás y acabamos en la bañera.

Lo siguiente que recuerdo es que Charles me levantó y yo me reí; una risotada estridente, de loca. Pensé que si conseguía reírme muy fuerte todavía sería posible salvar la situación, convencer a Charles de que todo era una broma. Las lágrimas me corrían por las mejillas —me había roto el dedo gordo del pie—, pero seguí riéndome. Junto a la puerta, Shawn me miraba sin saber qué hacer.

—¿Estás bien? —decía Charles.

—¡Claro que sí! Shawn es muy muy muy… gracioso.

Con la última palabra se me quebró la voz porque me apoyé en el pie y el dolor me recorrió todo el cuerpo. Charles intentó llevarme, pero lo aparté. Caminé pese a la fractura, apretando los dientes para reprimir el llanto, y di en broma una bofetada a mi hermano.

Charles no se quedó a cenar. Huyó en el todoterreno y no supe nada de él durante varias horas, hasta que me llamó para pedirme que nos viéramos a la entrada de la iglesia. No quiso ir a Buck’s Peak. Nos quedamos en su coche, en el aparcamiento desierto y oscuro. Charles lloró.

—Lo que viste no es lo que crees —le dije.

Si me hubieran preguntado, habría dicho que para mí Charles era lo más importante del mundo. Pero no lo era. E iba a demostrárselo. Lo verdaderamente importante para mí no eran el amor ni la amistad, sino mi capacidad de mentirme de manera convincente a mí misma: de creerme fuerte. Jamás podría perdonar a Charles que supiera que no lo era.

Me volví caprichosa, exigente, resentida. Inventé un baremo estrambótico y cambiante para medir su amor por mí, y cuando veía que no lo superaba, me ponía paranoica. Me abandonaba a la ira y descargaba en él, en ese espectador estupefacto que nunca había dejado de ayudarme, toda mi furia salvaje, el rencor y el miedo que siempre me habían inspirado papá y Shawn. Cada vez que discutíamos le decía a gritos que no quería verlo nunca más, y lo dije tantas veces que una noche, cuando le llamé para comunicarle que había cambiado de opinión, como siempre hacía, no quiso oírlo.

Nos vimos una última vez, en un campo al lado de la carretera. Buck’s Peak se elevaba imponente sobre nosotros. Charles dijo que me quería pero que la situación lo desbordaba. No podía salvarme. Solo yo podía salvarme a mí misma.

No entendí lo que me decía.

El invierno cubrió el campus con una gruesa capa de nieve. Yo no salía. Memorizaba ecuaciones algebraicas e intentaba vivir como antes, imaginar que mi vida en la universidad no tenía ninguna conexión con mi vida en Buck’s Peak. El muro que las separaba había sido inexpugnable. Charles fue una brecha en él.

Volví a tener úlceras de estómago, que me ardía por las noches. Una vez Robin me zarandeó para despertarme. Me dijo que había gritado en sueños. Me toqué la cara y la tenía húmeda. Me estrechó entre sus brazos y me sentí protegida.

Al día siguiente me pidió que fuera con ella al médico, por las úlceras y para que me hicieran una radiografía del pie, ya que el dedo gordo se me había puesto negro. Le dije que no necesitaba ningún médico, que las úlceras cicatrizarían y que ya me habían curado el dedo.

Robin arqueó las cejas.

—¿Quién? ¿Quién te lo ha curado?

Me encogí de hombros. Supuso que había sido mi madre y dejé que lo creyera. La verdad era que, al día siguiente de Acción de Gracias, había pedido a Shawn que mirara si lo tenía roto. Se había arrodillado en la cocina y se había colocado el pie en el regazo. En esa postura dio la impresión de haber encogido. Examinó el dedo unos instantes, me miró a la cara y advertí algo en sus ojos azules. Pensé que iba a pedirme perdón, pero en el momento en que esperaba que abriera los labios, me agarró la punta del dedo y tiró de él. Pareció que el pie me explotaba, tan intenso fue el latigazo que me recorrió la pierna. Todavía intentaba contener los espasmos de dolor cuando Shawn se levantó y me puso una mano en el hombro. «Lo siento, Bermana Hequeña —me dijo—, pero duele menos si no lo ves venir.»

Una semana después de ofrecerse a llevarme al médico, Robin me zarandeó una vez más para que me despertara. Me incorporó y me apretó contra sí, como si su cuerpo pudiera mantenerme indemne, impedir que me rompiera en pedazos.

—Creo que tendrías que hablar con el obispo —me dijo a la mañana del día siguiente.

—Estoy bien —afirmé mostrándole un estereotipo de mí misma, como hacen quienes no están bien—. Solo necesito dormir.

Poco después encontré en mi escritorio un folleto del servicio de orientación universitaria. Lo tiré a la basura sin apenas mirarlo. No podía hablar con un orientador porque eso significaría pedir ayuda y yo me creía invencible. Era un engaño refinado, una pirueta mental. No tenía roto el dedo del pie porque el dedo era irrompible. Una radiografía demostraría lo contrario. Por lo tanto, la radiografía me rompería el dedo.

El examen final de álgebra quedó envuelto en esa superchería. En mi mente adquirió una especie de poder místico. Estudié con la intensidad de los dementes, convencida de que si triunfaba, si superaba ese examen, si conseguía esa improbable nota máxima, incluso con el dedo roto y sin la ayuda de Charles, se demostraría que estaba por encima de todo. Que era inatacable.

La mañana en que debía hacerlo me dirigí cojeando al centro de exámenes y me senté en la sala, donde había corrientes de aire. Tenía el examen delante. Los problemas eran dóciles, maleables; se sometieron a mis manipulaciones hasta convertirse en soluciones, uno tras otro. Entregué la hoja de respuestas y aguardé en el pasillo gélido sin apartar la vista de la pantalla que mostraría mi puntuación. Cuando apareció, parpadeé y volví a parpadear. Cien. La nota máxima.

Me invadió una indiferencia exquisita. Me embriagué de ella y quise gritar al mundo: «Esta es la prueba: nada me afecta».

Buck’s Peak tenía en Navidad el mismo aspecto de siempre —un chapitel nevado, adornado con árboles de hoja perenne— y mis ojos, cada vez más acostumbrados al ladrillo y el cemento, quedaron casi cegados por su magnitud y su claridad.

Cuando subí la colina, Richard transportaba en la carretilla elevadora un montón de correas metálicas para el taller que papá construía en Franklin, cerca de la ciudad. Richard tenía veintidós años y era una de las personas más listas que yo conocía, pero carecía del título de enseñanza secundaria. Al cruzarme con él en el camino de entrada pensé que seguramente manejaría la carretilla elevadora el resto de su vida.

Llevaba unos minutos en casa cuando llamó Tyler.

—Es solo por informarme —dijo—. Para saber si Richard está estudiando para el examen de ingreso en la universidad.

—¿Piensa presentarse?

—No lo sé —respondió Tyler—. A lo mejor. Papá y yo hemos intentado convencerlo.

—¿Papá?

Tyler se echó a reír.

—Sí, papá. Quiere que Richard vaya a la universidad.

Pensé que no era más que una broma, hasta que una hora después nos sentamos a cenar. Acabábamos de empezar a comer cuando papá dijo, con la boca llena de patatas:

—Richard, te doy toda la semana que viene de vacaciones, pagadas, si la aprovechas para estudiar esos libros.

Esperé una explicación. No tardó en llegar.

—Richard es un genio —me dijo mi padre enseguida, con un guiño—. Es cinco veces más listo que Einstein. Puede desmentir todas las teorías socialistas y las hipótesis impías. Irá y hará volar por los aires todo el maldito sistema.

Papá siguió con su exaltación, ajeno al efecto que tenía en sus oyentes. Shawn estaba encorvado en el banco, con la espalda apoyada contra la pared y el rostro inclinado hacia el suelo. Mirarlo era imaginar a un hombre esculpido en piedra, por lo fuerte que se le veía y lo inmóvil que permanecía. Richard era el hijo del milagro, el regalo de Dios, el Einstein que desmentiría a Einstein. Richard cambiaría el mundo. Shawn, no. Había perdido gran parte del juicio al caerse del palé. Uno de los hijos varones de mi padre manejaría la carretilla elevadora el resto de su vida, pero no sería Richard.

Richard parecía aún más abatido que Shawn. Tenía los hombros caídos y el cuello hundido entre ellos, como si lo aplastara el peso de los elogios de papá. Cuando mi padre se fue a la cama, Richard me contó que había hecho una prueba del examen de acceso a la universidad. Había sacado una nota tan baja que no quiso decírmela.

—Al parecer soy Einstein —añadió, con la cabeza entre las manos—. ¿Qué hago? Papá dice que daré la campanada, y ni siquiera estoy seguro de que vaya a aprobar.

Todas las noches se repetía la misma escena. Mientras cenábamos papá enumeraba las teorías científicas falsas que el genio de su hijo iba a refutar, y tras la cena yo hablaba a Richard de la universidad, de las clases, los libros, los profesores; de lo que sabía que le atraería por su necesidad innata de aprender. Estaba preocupada: las expectativas de mi padre eran tan altas, y el miedo de Richard a defraudarlo tan intenso, que cabía la posibilidad de que mi hermano ni siquiera se presentara al examen.

El taller de Franklin ya estaba listo para que instaláramos la cubierta, de modo que dos días después de Navidad metí el pie, con el dedo gordo aún torcido y negro, en la bota de seguridad y pasé la mañana en el tejado colocando tirafondos en el zinc galvanizado. A primera hora de la tarde Shawn soltó el destornillador y descendió por el brazo extendido de la carretilla elevadora.

—¡Es hora de hacer una pausa, Bermana Hequeña! —me gritó desde abajo—. Vamos a la ciudad.

Salté al palé y Shawn bajó el brazo telescópico hasta el suelo.

—Conduces tú —me dijo. Reclinó el asiento y cerró los ojos.

Me dirigí a Stokes.

Recuerdo detalles extraños del momento en que entramos en el aparcamiento: el olor a aceite que desprenden nuestros guantes de cuero, la sensación áspera, como de papel de lija, del polvo en la punta de los dedos. Y Shawn a mi lado, sonriéndome. En toda aquella ciudad de vehículos atisbo uno, un todoterreno rojo. Charles. Atravieso el aparcamiento principal y giro hacia la explanada de asfalto de la parte norte del supermercado, donde dejan el coche los empleados. Bajo la visera para mirarme en el espejo y observo la maraña en que el viento del tejado ha convertido mi pelo, y la grasa del zinc que se me ha metido en los poros y los ha vuelto gruesos y marrones. Llevo la ropa muy sucia.

Shawn ve el todoterreno rojo. Observa que me chupo el pulgar e intento quitarme la mugre de la cara. Se altera.

—Vamos —dice.

—Te espero en el coche.

—Tú entras conmigo.

Shawn huele la vergüenza. Sabe que Charles nunca me ha visto de ese modo; que todos los días del último verano corrí a casa a quitarme las manchas, los churretes, y a ocultar los cortes y los callos con ropa nueva y maquillaje. Me ha visto un centenar de veces salir irreconocible del cuarto de baño tras lavarme y tirar los restos del desguace al desagüe de la ducha.

—Tú entras conmigo —repite. Rodea la camioneta y me abre la portezuela. Un gesto anticuado, caballeroso en cierto modo.

—No quiero.

—¿No quieres que tu novio te vea con un aspecto tan glamuroso?

Sonríe y me clava el dedo. Me mira de una manera extraña, como si dijera: «Esta eres tú. Has estado fingiendo que eras otra. Una chica mejor. Pero eres esta».

Se echa a reír, muy fuerte, desenfrenado, como si hubiera ocurrido algo gracioso. Riendo todavía, me agarra del brazo y tira de él hacia arriba, como si fuera a lanzarme sobre su espalda para llevarme al estilo de los bomberos. No quiero que Charles vea eso, de modo que pongo fin al juego.

—No me toques —digo con tono terminante.

Lo que sucede a continuación se desdibuja en el recuerdo. Solo veo instantáneas: bandazos absurdos del cielo, puños que vienen hacia mí, la extraña mirada salvaje en los ojos de un hombre al que no reconozco. Veo que mis manos se aferran a una rueda y siento que unos brazos fuertes me retuercen las piernas. Algo se me mueve en el tobillo, se oye un chasquido o un crujido. Me suelto. El hombre me aparta a rastras del vehículo.

Noto el pavimento helado en la espalda; los guijarros se me clavan en la piel. Los vaqueros se me han deslizado y la cinturilla me queda por debajo de la cadera. Mientras Shawn me tiraba de las piernas he sentido cómo se me bajaban, centímetro a centímetro. La camiseta se me ha subido y me miro, veo mi cuerpo tendido en el asfalto, el sujetador y las braguitas descoloridas. Quiero taparme pero Shawn me ha inmovilizado las manos por encima de la cabeza. Paralizada, siento que el frío se me mete en el cuerpo. Oigo que mi voz le suplica que me deje, aunque no parece que sea yo quien habla. Oigo los sollozos de otra chica.

Me alza de un tirón y me pone en pie. Me sujeto la ropa. Luego me doblo en dos y me retuerce la muñeca en la espalda, me la flexiona, sigue flexionándola tanto como es posible, y la flexiona aún más. Tengo la nariz cerca del pavimento cuando el hueso empieza a ceder. Intento recuperar el equilibrio, usar la fuerza de las piernas para impulsarme hacia atrás, pero el tobillo se me tuerce en cuanto descargo el peso en él. Grito. La gente vuelve la cabeza hacia nosotros. Estiran el cuello para ver a qué se debe el alboroto. Me echó a reír de inmediato: una risotada desenfrenada, histérica, que pese a mis esfuerzos suena como un alarido.

—Vas a entrar —dice Shawn, y siento que el hueso de la muñeca cruje.

Me interno con mi hermano en las luces brillantes. Me río mientras recorremos un pasillo tras otro cogiendo los productos que quiere comprar. Me río con cada palabra que pronuncia, para que quienes estuvieran en el aparcamiento se convenzan de que se trataba de una broma. Camino con un esguince en el tobillo, aunque apenas siento el dolor.

No vemos a Charles.

El trayecto de regreso a la obra transcurre en silencio. Solo son ocho kilómetros pero parecen ochenta. Llegamos y me dirijo renqueando al taller. Mi padre y Richard están dentro. Como ya andaba mal antes a causa del dedo gordo, no reparan en la cojera. No obstante, Richard me mira a la cara, con churretes de grasa y lágrimas, y adivina que algo ha pasado; papá en cambio, no se percata de nada.

Cojo el destornillador y coloco los tornillos con la mano izquierda. Sin embargo mi fuerza es irregular, y con el peso del cuerpo sobre un solo pie mi equilibrio es malo, de modo que los tornillos rebotan en el zinc pintado y dejan espirales alargadas, como cintas rizadas. Papá me envía a casa al ver que he estropeado dos planchas metálicas.

Esa noche, con un grueso vendaje en la muñeca, incluyo una anotación en mi diario. Me planteo preguntas. ¿Por qué no paró cuando se lo pedí? «Era como si me pegara un zombi —escribí—. Como si no me oyera.»

Shawn llama a la puerta. Escondo el diario bajo la almohada. Tiene los hombros caídos cuando entra. Habla en voz baja. Era un juego, dice. No tenía ni idea de que me había hecho daño hasta que me vio sujetarme el brazo en la obra. Me examina los huesos de la muñeca y el tobillo. Me trae hielo envuelto en un trapo de cocina y dice que la próxima vez que nos divirtamos y pase algo debería advertírselo. Sale. Retomo el diario. «¿De verdad era diversión y juego? —escribo—. ¿No se daba cuenta de que me hacía daño? No lo sé. De veras que no lo sé.»

Empiezo a razonar conmigo misma, a dudar de que me expresara con claridad: ¿qué susurré y qué dije a gritos? Concluyo que si le hubiera suplicado de otra manera, que si hubiera mantenido la calma, él habría parado. Lo escribo hasta que me convenzo de que así es, lo que no me cuesta mucho porque deseo creerlo. Me conforta pensar que el defecto es mío, porque significa que depende de mí.

Aparto el diario y, tumbada en la cama, recito ese relato como si fuera un poema que he decidido aprenderme de memoria. Casi lo he memorizado cuando el recitado se interrumpe. Invaden mi mente unas imágenes de mí misma tendida de espaldas, con los brazos aplastados por encima de la cabeza. Entonces vuelvo al aparcamiento. Me miro el estómago, muy blanco, y miro a mi hermano. Su expresión es difícil de olvidar: no es de ira ni de rabia. No trasluce furia. Solo refleja placer sereno. De pronto una parte de mí comprende, incluso mientras empiezo a rebatirlo, que mi humillación fue la causa de ese placer. No fue una casualidad ni una consecuencia indirecta. Era el objetivo.

Esta certeza a medias actúa en mí como una especie de posesión, y durante unos minutos me domina. Me levanto de la cama, tomo otra vez el diario y hago algo que nunca he hecho: escribo lo que ocurrió. No utilizo el lenguaje impreciso, vago, de las otras anotaciones; no me escondo detrás de insinuaciones y sugerencias. Escribo lo que recuerdo: «Hubo un momento, cuando me obligó a salir de la camioneta, en que Shawn tenía las manos por encima de mi cabeza y se me subió la camiseta. Le pedí que me dejara bajármela pero fue como si no me oyera. Me miraba como un verdadero imbécil. Menos mal que soy menuda. Si llego a ser más corpulenta, en ese momento le habría despedazado».

—No sé qué te has hecho en la muñeca —me dijo papá a la mañana siguiente—. En cualquier caso, así no sirves de nada en la cuadrilla. Más valdría que volvieras a Utah.

El trayecto en coche hasta la BYU fue hipnótico. Cuando llegué, el recuerdo del día anterior se había desdibujado y desvaído.

Volvió al primer plano cuando miré el correo electrónico. Tenía un mensaje de Shawn. Era una disculpa. Sin embargo, ya me había pedido perdón en mi dormitorio. Nunca había visto a Shawn disculparse dos veces.

Tomé de nuevo mi diario e introduje otra anotación, opuesta a la primera, en la que modificaba el recuerdo. Había sido un malentendido, escribí. Si le hubiera pedido que se detuviera, lo habría hecho.

Sin embargo, lo ocurrido lo cambiaría todo, con independencia de cómo lo recordara. Al reflexionar ahora sobre ello no me sorprende lo que sucedió, sino que anotara lo sucedido. Que dentro del caparazón quebradizo —de esa muchacha que se había vaciado con la ficción de la invencibilidad— quedara una chispa.

Las palabras de la segunda anotación no borraron las de la primera. Dejaría tanto las unas como las otras, mis recuerdos escritos al lado de los de Shawn. Fue audaz no corregirlas en busca de coherencia, no arrancar ni una página ni la otra. Reconocer la incertidumbre es reconocer la debilidad, la impotencia, y creer en una misma a pesar de ambas. Es una flaqueza, pero esa flaqueza encierra un punto fuerte: la convicción para vivir en nuestra propia mente y no en la de otra persona. Me he preguntado muchas veces si las palabras más convincentes que escribí aquella noche no nacieron de la ira ni de la rabia, sino de la duda: «No lo sé. De veras que no lo sé».

No saber a ciencia cierta y la negativa a ceder ante quienes afirman la certidumbre era un privilegio que jamás me había permitido. Mi vida la narraban otras personas. Sus voces eran persuasivas, enfáticas, categóricas. No se me había ocurrido pensar que la mía podía ser igual de fuerte que las suyas.