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La comadrona
—¿Tiene caléndula? —preguntó la comadrona—. También necesitaría lobelia y hamamelis.
Sentada al mostrador de la cocina, la mujer observaba cómo mi madre rebuscaba en las alacenas de contrachapado. Entre ambas había una balanza electrónica, en la que de vez en cuando mi madre pesaba hojas secas. Estábamos en primavera y la mañana era fresca pese a que brillaba el sol.
—Precisamente la semana pasada preparé un lote de tintura de caléndula —dijo mi madre—. Tara, corre a buscarla.
Se la llevé y la metió en una bolsa de plástico del supermercado junto con las hierbas secas.
—¿Algo más? —Mi madre se echó a reír. Era una risa aguda, nerviosa. La comadrona la intimidaba y, siempre que se sentía intimidada, mi madre adquiría un aire de ingravidez, de modo que volaba de un lado a otro cada vez que la mujer realizaba un movimiento con su lentitud y firmeza características.
La partera repasó la lista.
—Con esto bastará.
Era una mujer bajita y rechoncha de casi cincuenta años; tenía once hijos y una verruga rojiza en la barbilla. Yo nunca había visto una melena tan larga como la suya, una cascada del color de los ratones de campo que le llegaba hasta las rodillas cuando se soltaba el moño prieto que solía llevar. Sus facciones eran toscas y su voz rezumaba autoridad. No tenía diplomas ni permiso alguno. Ejercía de partera por la fuerza de su autoridad, lo que bastaba y sobraba.
Mi madre iba a ser su ayudante. Recuerdo que aquel primer día me dediqué a observarlas y a compararlas. Mi madre tenía la piel de pétalo de rosa y el cabello rizado en ondas suaves que le brincaban sobre los hombros. Los párpados le brillaban. Se maquillaba todas las mañanas, y si no tenía tiempo de hacerlo, se disculpaba el día entero, como si hubiera molestado a todos por no acicalarse.
La comadrona daba la impresión de no haber pensado en su aspecto desde hacía una década y con su comportamiento lograba que una se sintiera idiota por fijarse en él.
Se despidió con un gesto de la cabeza, los brazos cargados con las plantas medicinales de mi madre.
La vez siguiente acudió con su hija Maria, que, con un bebé apretado a su nervudo cuerpecillo de nueve años, se mantuvo al lado de la mujer e imitó sus movimientos. La miré ilusionada. No había conocido a muchas niñas como yo, que no fueran a la escuela. Me acerqué a ella poco a poco intentando atraer su atención sin conseguirlo, pues escuchaba absorta a su madre, que explicaba cómo había que administrar la agripalma para tratar las contracciones posteriores al alumbramiento. Maria asentía con la cabeza sin apartar la vista del rostro de la comadrona.
Me encaminé con desgana a mi habitación, sola, y al volverme para cerrar la puerta apareció delante con el bebé sobre la cadera. El niño era un rollizo fardo de carne, y para compensar su peso el torso de Maria se doblada de manera abrupta por la cintura.
—¿Vas a ir? —dijo.
No entendí la pregunta.
—Yo siempre voy —añadió—. ¿Has visto nacer un niño?
—No.
—Yo sí, un montón de veces. ¿Sabes lo que pasa cuando un niño viene de nalgas?
—No. —Lo dije como si fuera una disculpa.
La primera vez que mi madre ayudó en un parto se ausentó dos días. Al regresar cruzó la puerta trasera como si flotara, tan pálida que parecía traslúcida, y fue al sofá, donde se sentó temblando.
—Ha sido espantoso —susurró—. Hasta Judy ha dicho que estaba asustada. —Cerró los ojos—. La verdad es que no lo parecía.
Antes de contarnos lo ocurrido descansó unos minutos, hasta que recuperó un poco el color. El alumbramiento había sido largo, laborioso, y la parturienta había sufrido un desgarro muy grave cuando la criatura por fin salió. Había sangre por todas partes y la hemorragia no se detenía. Mi madre se dio cuenta de que el bebé tenía el cordón umbilical enrollado al cuello. Al ver que estaba morado pensó que había muerto. Palideció al relatar estos detalles, y luego se quedó callada, blanca como un huevo y rodeándose el torso con los brazos.
La llevamos a la cama después de que Audrey le preparara una infusión de manzanilla. Cuando papá llegó por la noche, mi madre volvió a contar lo sucedido.
—No puedo hacerlo —aseguró—. Judy sí que puede, pero yo no.
Papá le pasó un brazo por los hombros.
—Es una llamada del Señor —dijo—, y a veces el Señor pide cosas difíciles.
Mi madre no quería ser comadrona. Había sido idea de papá, formaba parte de su plan para ser autosuficientes. Nada le desagradaba tanto como depender del Gobierno. Afirmaba que algún día viviríamos completamente al margen del sistema. En cuanto reuniera el dinero necesario tenía pensado construir una tubería para llevar a casa el agua de la montaña, y después instalaría placas solares por toda la granja. De esa manera dispondríamos de agua y electricidad en el Fin de los Tiempos, cuando los demás beberían de los charcos y vivirían en la oscuridad. Mi madre era herbolaria, de modo que cuidaría de nuestra salud, y si aprendía el oficio de partera podría traer al mundo a los nietos cuando llegara el momento.
La comadrona la visitó unos días después del primer parto. Llevó consigo a Maria, que de nuevo me siguió a la habitación.
—Qué lástima que a tu madre le tocara uno malo la primera vez —comentó con una sonrisa—. El siguiente será más fácil.
Al cabo de unas semanas se puso a prueba esa predicción. Era medianoche. Como no teníamos teléfono, la comadrona llamó a la abuela de colina abajo, que subió cansada y malhumorada y espetó que había llegado el momento de que mi madre fuera a «jugar a los médicos». Aunque solo se quedó unos minutos, despertó a toda la casa.
—¡No acabo de entender por qué no podéis ir al hospital como todo el mundo! —gritó antes de salir dando un portazo.
Mi madre recogió la bolsa de viaje y la caja de aparejos de pesca que había llenado de frascos turbios de tintura, se encaminó despacio hacia la puerta y salió. Me sentía inquieta y no dormí bien. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando regresó con el pelo revuelto y oscuras ojeras, sus labios dibujaban una sonrisa amplia. «Ha sido una niña», anunció. Acto seguido se fue a la cama y durmió todo el día.
Así transcurrieron los meses. Se marchaba a cualquier hora del día y volvía temblorosa y profundamente aliviada de que el asunto hubiera concluido. Cuando las hojas de los árboles empezaron a caer, había ayudado en una docena de alumbramientos; a finales del invierno, en varias docenas. En primavera le dijo a mi padre que era suficiente, que podía atender a una parturienta si hacía falta, si llegaba el Fin del Mundo, y que de momento lo dejaba.
Mi padre puso cara larga al oírlo. Le recordó que era la voluntad de Dios, que sería una bendición para nuestra familia.
—Tienes que ser comadrona. Tienes que atender los partos tú sola.
Mi madre negó con la cabeza.
—No puedo —dijo—. Además, ¿quién me contratará a mí pudiendo contratar a Judy?
Así llamó a la mala suerte, arrojó el guante a Dios. Poco después Maria me contó que su padre había encontrado trabajo en Wyoming. «Mi madre dice que la tuya debería relevarla», dijo. En mi imaginación tomó forma una imagen emocionante, una imagen de mi persona en el papel de Maria, la hija de la comadrona, segura de sí misma, entendida. Pero cuando me volví a mirar a mi madre, que estaba a mi lado, la imagen se evaporó.
En Idaho las parteras trabajaban al margen de la ley, sin formación ni permiso oficial. Por lo tanto, si un parto iba mal podían enfrentarse a la acusación de ejercer la medicina sin autorización; si iba muy mal, podían enfrentarse a la imputación de homicidio imprudente, incluso a penas de cárcel. Como pocas mujeres estaban dispuestas a asumir ese riesgo, las comadronas escaseaban: el día que Judy se marchó a Wyoming, mi madre se convirtió en la única en ciento cincuenta kilómetros a la redonda.
Empezaron a acudir a casa mujeres preñadas para pedirle que las atendiera en el alumbramiento. Mi madre se venía abajo solo de pensarlo. Un día una embarazada se sentó en el borde de nuestro descolorido sofá amarillo y, sin levantar la vista, contó que su marido trabajaba fuera y no tenían dinero para el hospital. Mi madre guardó silencio, con la mirada fija, los labios apretados y la expresión firme. Luego esa expresión se desvaneció y dijo con su vocecilla: «No soy comadrona, solo ayudante».
La embarazada volvió varias veces. Se sentaba en el sofá y describía sus partos, todos sin complicaciones. Al ver el coche de la mujer desde el desguace, mi padre solía entrar en casa por la puerta trasera sin hacer ruido, con el pretexto de que quería agua; se quedaba en la cocina dando sorbitos silenciosos, con el oído dirigido hacia la sala de estar. Apenas podía contener su entusiasmo cuando la mujer se marchaba, de modo que al final mi madre sucumbió a la desesperación de esta, a la euforia de mi padre o a ambas, y cedió.
El alumbramiento fue como la seda. La mujer tenía una amiga embarazada, a la que mi madre también ayudó a dar a luz. Esa mujer tenía una amiga. Mi madre buscó una ayudante. Al cabo de poco tiempo atendía a tantas parturientas que Audrey y yo nos pasábamos los días recorriendo el valle en coche con ella y observando cómo realizaba exámenes prenatales y recetaba hierbas. Se convirtió en nuestra maestra como no lo había sido hasta entonces, ya que rara vez nos daba clase en casa. Nos explicaba todos los remedios y calmantes. Si Fulanita tenía la presión alta, había que administrarle espino blanco para estabilizar el colágeno y dilatar las arterias coronarias. Si la señora Menganita presentaba contracciones prematuras, necesitaba un baño de jengibre para aumentar el aporte de oxígeno al útero.
Ejercer de comadrona cambió a mi madre. Pese a ser una mujer adulta con siete hijos, por primera vez en su vida era, sin objeciones ni salvedades, quien estaba al mando. En los días posteriores a un parto, en ocasiones percibía en ella parte de la fuerte presencia de Judy, ya fuera en el brío con que volvía la cabeza o en el arco imperioso de una ceja. Dejó de llevar maquillaje, y más tarde dejó de disculparse por no llevarlo.
Le pagaban unos quinientos dólares por parto, y ese fue otro motivo por el cual ejercer de comadrona la cambió: de repente tenía dinero. Mi padre opinaba que las mujeres no debían trabajar, pero supongo que consideró que estaba bien que mi madre cobrara, ya que su labor socavaba al Gobierno. Además, necesitábamos esos ingresos. Aunque papá trabajaba tanto como cualquier otro hombre que yo conociera, el desguace y la construcción de establos y cobertizos para el heno no daban grandes beneficios, de modo que era una ayuda que mi madre comprara comestibles con los sobres de billetes pequeños que guardaba en el monedero. En ocasiones, cuando pasábamos el día entero recorriendo el valle a toda prisa para entregar plantas medicinales o realizar exámenes prenatales, mi madre se gastaba ese dinero invitándonos a Audrey y a mí a comer fuera. La abuela de la ciudad me había regalado un diario rosa con un oso de peluche color caramelo en la tapa, y en él anoté la primera vez que mi madre nos llevó a un restaurante, que describí como «un verdadero ensueño, con carta y todo». Según la anotación, mi comida costó tres dólares con treinta.
Mi madre también empleó el dinero en mejorar como comadrona. Compró una bombona de oxígeno por si un recién nacido no podía respirar y asistió a una clase sobre la realización de suturas para estar en condiciones de coser a las mujeres que sufrían desgarros. Judy siempre las había enviado al hospital para que les dieran los puntos, pero mi madre estaba decidida a aprender. «Autosuficiencia», supongo que pensaba.
Con el resto del dinero instaló un teléfono en casa.[2] Un día apareció una furgoneta blanca, y una cuadrilla de hombres con monos oscuros empezó a trepar por los postes que bordeaban la carretera. Papá entró en tromba por la puerta de atrás y exigió saber qué diablos pasaba.
—Creía que querías un teléfono —le dijo mi madre, con unos ojos de sorpresa perfectos. Siguió hablando a borbotones—. Dijiste que sería un problema que una mujer se pusiera de parto y la abuela no estuviera en casa para atender la llamada. Pensé: «Tiene razón, ¡necesitamos un teléfono! ¡Qué tonta! ¿No te entendí bien?».
Papá se quedó varios segundos con la boca abierta. Claro que una comadrona necesita un teléfono, afirmó. A continuación regresó al desguace y no se volvió a hablar del asunto. Yo no recordaba que hubiéramos tenido nunca teléfono, y al día siguiente ahí estaba, sobre una base verde lima de acabado brillante que desentonaba junto a los tarros oscuros de cimífuga y escutelaria.
A los quince años, Luke preguntó a nuestra madre si podía conseguir una partida de nacimiento. Quería matricularse en una autoescuela porque Tony, el hermano mayor, cobraba bastante como conductor de tráileres, para lo cual se necesitaba permiso de conducir. Shawn y Tyler, mayores que Luke, tenían partida de nacimiento; éramos los cuatro menores —Luke, Audrey, Richard y yo— los que no la teníamos.
Mi madre empezó a presentar la documentación. Ignoro si habló antes con papá. Si así fue, no me explico qué lo llevó a cambiar de opinión, por qué de repente acabó sin peleas la política de no inscribir a nadie en el registro civil —una política que se había aplicado durante diez años—, aunque creo que quizá fuera el teléfono. Era casi como si hubiera llegado a aceptar que debíamos asumir algunos riesgos si de verdad queríamos luchar contra el Gobierno. Que mi madre fuera comadrona socavaría las bases de la medicina oficial, pero para serlo necesitaba un teléfono. Tal vez se aplicara la misma lógica al caso de Luke: necesitaría un sueldo con que mantener a la familia, comprar provisiones y prepararse para el Fin de los Tiempos, por lo que necesitaba la partida de nacimiento. La otra posibilidad es que mi madre no consultara a papá. Quizá concluyera por su cuenta que aceptaría la decisión. Es posible que por un tiempo la fuerza de mi madre lo desplazara incluso a él, un torbellino de hombre con un gran carisma.
Una vez iniciado el papeleo para Luke, mi madre decidió inscribirnos a los demás en el registro civil. Resultó más difícil de lo que esperaba. Puso la casa patas arriba buscando documentos que demostraran que éramos sus hijos. No encontró ninguno. En mi caso, nadie estaba seguro de cuándo había nacido. Ella recordaba una fecha, papá otra, y la abuela de colina abajo, que fue a la ciudad para hacer una declaración jurada de que yo era su nieta, aportó una tercera fecha.
Mi madre telefoneó a Salt Lake City, a la sede de la Iglesia. Un administrativo encontró un certificado de inscripción de mi nombre siendo recién nacida y otro de mi bautismo, que, como todos los niños mormones, recibí a los ocho años. Mi madre solicitó copias, que llegaron por correo al cabo de unos días. «¡Por el amor de Dios!», exclamó al abrir el sobre. En cada documento constaba una fecha de nacimiento distinta, y ninguna de las dos coincidía con la que había puesto la abuela en la declaración jurada.
Aquella semana mi madre se pasó varias horas diarias al teléfono. Con el receptor apoyado en el hombro y el cable extendido a lo largo de la cocina, guisaba, limpiaba y filtraba tinturas de hidrastis y de cardo santo mientras mantenía la misma conversación una y otra vez.
—Claro que debería haberla inscrito cuando nació, pero no lo hice. De eso se trata.
Unas voces murmuraban al otro extremo de la línea.
—Ya se lo he dicho, y también a su subordinado y al subordinado de su subordinado y a otras cincuenta personas esta misma semana: no tiene expediente escolar ni informes médicos. ¡No los tiene! No los hemos perdido. No puedo solicitar copias. ¡No existen!
»¿Fecha de nacimiento? Digamos que el 27.
»No, no estoy segura.
»No, no tengo ningún documento.
»Sí, esperaré.
Las voces pedían a mi madre que esperase en cuanto admitía que ignoraba mi fecha de nacimiento. La pasaban a los superiores, como si el hecho de que desconociéramos en qué día había nacido yo deslegitimara por completo la idea de que tenía una identidad. Era como si dijeran: «Sin fecha de nacimiento no puede ser una persona». Yo no entendía por qué no. Hasta que mi madre decidió inscribirme en el registro civil, nunca me había parecido extraño ignorar mi fecha de nacimiento. Sabía que había venido al mundo a finales de septiembre y cada año elegía un día, uno que no cayera en domingo porque no es divertido pasar el cumpleaños en una iglesia. A veces habría deseado que mi madre me dejara el teléfono para explicarlo. «Sí que tengo una fecha de nacimiento, igual que usted —habría querido decirles a las voces—, pero la mía cambia. ¿Acaso no le gustaría poder cambiar el día de su cumpleaños?»
Con el tiempo mi madre convenció a la abuela de colina abajo de que hiciera otra declaración jurada afirmando que había nacido el 27, si bien la abuela seguía creyendo que era el 29, y el estado de Idaho me inscribió en el registro y expidió una partida de nacimiento fuera de plazo. Me acuerdo del día en que llegó por correo. Experimenté una curiosa sensación de desposeimiento al recibir aquella primera prueba legal de mi condición de persona: hasta entonces no se me había ocurrido pensar que esa prueba fuera necesaria.
Al final obtuve mi partida de nacimiento mucho antes que Luke la suya. Cuando mi madre contaba a las voces del teléfono que le parecía que yo había nacido la última semana de septiembre, enmudecían. En cambio, cuando les decía que no estaba muy segura de si Luke había nacido en mayo o en junio, se alborotaban.
El otoño en que cumplí nueve años acompañé a mi madre a un parto. Llevaba meses pidiéndoselo, recordándole que a mi edad Maria ya había presenciado una docena de alumbramientos. «Yo no tengo un bebé al que dar el pecho —decía ella—. No tengo motivos para llevarte conmigo. Además, no te gustaría.»
Al cabo de un tiempo la contrató una mujer que tenía varios hijos pequeños. Acordaron que yo cuidara de ellos durante el parto.
Recibimos la llamada en plena noche. El timbre mecánico taladró el pasillo y contuve la respiración con la esperanza de que no fuera alguien que se hubiese equivocado de número. Al cabo de un instante mi madre se acercó a mi cama.
—Ha llegado el momento —dijo, y corrimos juntas hacia el coche.
A lo largo de quince kilómetros repasamos lo que yo debía decir si ocurría lo peor y se presentaban los federales. Bajo ningún concepto debía revelarles que mi madre era comadrona. Si me preguntaban qué hacíamos en la casa, no diría nada. Era «el arte de cerrar el pico», en palabras de mi madre.
—Limítate a decirles que estabas dormida y que no has visto nada, que no sabes nada ni te acuerdas de por qué hemos ido. No les des más soga para colgarme de la que ya tienen.
Guardó silencio. Mientras conducía la observé. Las luces del salpicadero le alumbraban el rostro, que se veía blanco como el de un fantasma contra la negrura de las carreteras rurales. Llevaba el miedo grabado en las facciones, en las arrugas de la frente y en los labios apretados. A solas conmigo dejaba a un lado la imagen que mostraba a los demás. Volvía a ser como antes, frágil, de voz velada.
Oí susurros apagados y me percaté de que los emitía ella. Salmodiaba para sí una lista de «y si». ¿Y si algo salía mal? ¿Y si había algún antecedente médico del que no la hubieran informado, alguna complicación? ¿Y si pasaba algo corriente, un problema habitual, y el pánico la paralizaba y no conseguía detener la hemorragia? Al cabo de unos minutos llegaríamos a nuestro destino y tendría dos vidas en sus manitas temblorosas. Hasta ese momento yo no me había dado cuenta del riesgo que asumía.
—La gente muere en los hospitales —murmuró, con los dedos aferrados con fuerza al volante, como una aparecida—. A veces Dios los llama y nadie puede hacer nada. Pero si le pasa a una comadrona… —Se volvió hacia mí—. Un solo fallo, e irás a visitarme a la cárcel.
Mi madre se transformó en cuanto llegamos. Impartió una orden tras otra, al padre, a la parturienta y a mí. Casi se me olvidó hacer lo que me mandaba, pues no podía apartar la vista de ella. Ahora comprendo que aquella noche la vi por primera vez, percibí su secreta fortaleza.
Dio órdenes a voz en grito y nos movimos en silencio para obedecerlas. La criatura nació sin complicaciones. Aunque ser una testigo íntima de ese giro del ciclo de la vida tuvo algo de irreal y romántico, mi madre estaba en lo cierto: no me gustó. Fue largo y agotador y olía a sudor de ingles.
No le pedí que me llevara al siguiente parto. Mi madre volvió a casa pálida y estremecida. Con voz trémula nos contó a mi hermana y a mí lo que había ocurrido: la frecuencia cardíaca del feto había descendido de forma preocupante hasta un simple temblor; mi madre había pedido una ambulancia y luego, tras concluir que no podían esperar, había llevado en su coche a la parturienta. Condujo a tal velocidad que llegó al hospital con una escolta policial. En el servicio de urgencias procuró facilitar a los médicos la información necesaria sin parecer demasiado entendida, para que no sospecharan que era una comadrona sin autorización.
Se practicó una cesárea de urgencia. La mujer y el recién nacido pasaron varios días ingresados, y cuando les dieron el alta mi madre ya había dejado de temblar. De hecho, se mostraba eufórica y había empezado a contar otra versión de los hechos, en la que saboreaba el momento en que el policía la mandaba detenerse en el arcén y se quedaba de una pieza al encontrar en el asiento trasero a una mujer, a todas luces de parto, que gemía de dolor. «Hice el numerito de la mujer atolondrada —nos contó a Audrey y a mí, con voz cada vez más alta—. A los hombres les gusta creer que salvan a las descerebradas que se meten en líos ellas solitas. ¡Solo tuve que apartarme a un lado y dejarle hacerse el héroe!»
El momento de mayor peligro para mi madre llegó unos minutos después, en el hospital, una vez que se llevaron a la parturienta en una silla de ruedas. Un médico la paró para preguntarle por qué estaba presente al iniciarse el parto. Mi madre sonreía al recordarlo. «Le hice las preguntas más tontas que se me ocurrieron. —Ponía una voz aguda, coqueta, muy distinta de la suya—. ¡Anda! ¿Eso era la cabeza del bebé? ¿Es que no salen primero los pies?» El médico se convenció de que era imposible que fuera una comadrona.
Puesto que en Wyoming no había herbolarias tan buenas como mi madre, unos meses después del episodio del hospital Judy vino a Buck’s Peak para aprovisionarse. Las dos charlaron en la cocina, Judy encaramada en un taburete, mi madre inclinada sobre el mostrador, con la cabeza apoyada perezosamente en una mano. Fui al almacén con la lista de hierbas. Maria, cargada con otro bebé, me siguió. Mientras sacaba de los estantes hojas secas y líquidos turbios hablé entusiasmada de las hazañas de mi madre, que concluí con el enfrentamiento del hospital. Maria tenía sus propias anécdotas sobre federales burlados, y en cuanto empezó a contar una la interrumpí.
—Judy es una buena comadrona —dije sacando pecho—, pero a la hora de tratar con polis y médicos, nadie se hace la tonta tan bien como mi madre.