4
Las apaches
Nadie vio que el vehículo se salía de la carretera. Mi hermano Tyler, que tenía diecisiete años, se durmió al volante. Eran las seis de la mañana y había conducido en silencio nuestra ranchera durante la mayor parte de la noche a través de Arizona, Nevada y Utah. Nos encontrábamos a poco más de treinta kilómetros al sur de Buck’s Peak, en Cornish, una población agrícola, cuando el coche se apartó de la línea central, cruzó el otro carril y se salió de la carretera. Salvó la cuneta, se estampó contra dos postes de duro cedro y solo se detuvo al chocar contra un tractor.
El viaje había sido idea de mi madre.
Unos meses antes, cuando la caída de las quebradizas hojas de los árboles había indicado el final del verano, papá había estado muy animado. En el desayuno repiqueteaba con los pies melodías de musicales y durante la cena solía señalar la montaña, con los ojos brillantes, y describir dónde instalaría los tubos que traerían agua a casa. Prometió que cuando cayera la primera nevada haría la bola de nieve más grande de todo el estado de Idaho. Pensaba ir a la base de la montaña haciendo autoestop y amasar una bola pequeña, insignificante, echarla a rodar por la ladera de la colina y verla triplicar su tamaño cada vez que se deslizara por un montículo o descendiera por un barranco. Cuando llegara a la casa, que estaba en lo alto de la última colina antes del valle, sería tan grande como el establo del abuelo, y quienes pasaran por la carretera se quedarían mirándola asombrados. Solo necesitábamos la nieve adecuada: espesa, de copos viscosos. Tras cada nevada le llevábamos puñados y le veíamos restregar los copos entre los dedos. Aquella nieve era demasiado fina. Esta estaba demasiado húmeda. Pasada la Navidad, dijo. Es entonces cuando llega la nieve de verdad.
Sin embargo, después de Navidad pareció deprimirse, venirse abajo, retraerse. Dejó de hablar de la bola de nieve y luego dejó de hablar del todo. En sus ojos se formó una oscuridad que acabó por invadirlos. Caminaba con los brazos caídos, los hombros hundidos, como si algo lo hubiera prendido y tirara de él hacia la tierra.
En enero no podía levantarse de la cama. Se quedaba tumbado de espaldas, mirando con expresión ausente el techo de estuco, con su compleja trama de protuberancias y nervaduras. Ni siquiera parpadeaba cuando le llevaba la cena por la noche. No estoy segura de que reparara en mi presencia.
Entonces mi madre anunció que nos íbamos a Arizona. Dijo que papá era como un girasol —se moriría en la nieve— y que al llegar febrero había que sacarlo y plantarlo al sol. Así pues, nos apretujamos en la ranchera y durante doce horas viajamos por cañones serpenteantes y veloces autopistas oscuras, hasta que llegamos a la casa rodante del árido desierto de Arizona donde mis abuelos pasaban el invierno.
Hacía unas horas que había salido el sol. Mi padre logró caminar hasta el porche de la abuela, donde se quedó el resto del día con un cojín de punto bajo la cabeza y una mano encallecida sobre el estómago. Permaneció dos días en esa postura, con los ojos abiertos, sin pronunciar palabra, inmóvil como un arbusto en aquel calor seco y sin viento.
Al tercer día pareció volver en sí, percatarse de los tejemanejes que tenían lugar a su alrededor, escuchar la conversación durante la comida en lugar de mirar con indiferencia la alfombra. Después de la cena la abuela escuchó los mensajes telefónicos, en su mayoría de vecinos y amigos que querían saludarla. Del aparato salió una voz femenina que le recordó que al día siguiente tenía cita con el médico. El recado tuvo un efecto espectacular en mi padre.
Al principio formuló preguntas a la abuela: para qué era la visita, con quién la tenía, por qué iba al médico si mi madre podía darle tinturas.
Papá siempre había creído con fervor en las plantas medicinales de mi madre, pero lo de aquella noche fue distinto, como si algo empezara a cambiar en su interior, como si arraigara un credo nuevo. La herbología, afirmó, era una doctrina espiritual que separaba el trigo de la cizaña, a los fieles de los infieles. A continuación empleó una palabra que yo nunca había oído: Illuminati. Fuera lo que fuese, resultaba exótica, potente. Dijo que la abuela era sin saberlo una agente de los Illuminati.
Dios no toleraba la infidelidad, aseguró. Por eso los pecadores más aborrecibles eran aquellos que no se decidían, que tomaban tanto hierbas como medicamentos, que el miércoles acudían a mi madre y el viernes iban al médico, o, en palabras de mi padre, «quienes un día rezaban ante el altar de Dios y al siguiente ofrecían un sacrificio a Satanás». Esas personas eran como los israelitas de la antigüedad porque se les había dado una religión verdadera y aun así anhelaban los falsos ídolos.
—Médicos y pastillas —añadió casi a gritos—. Ese es su dios, y por él se prostituyen.
Mi madre no levantaba la vista del plato. Al oír el verbo «prostituir» se puso en pie, lanzó una mirada colérica a papá, se fue a su dormitorio y cerró de un portazo. No siempre estaba de acuerdo con él. Cuando papá no se hallaba presente yo le había oído expresar opiniones que él —o al menos esa nueva encarnación de él— habría calificado de sacrílegas, frases como: «La hierbas son complementarias. Para algo grave hay que ir al médico».
Papá hizo caso omiso de la silla vacía de mi madre.
—Esos médicos no tratan de salvarte —le dijo a la abuela—. Intentan matarte.
Cuando pienso en aquella noche, la escena se reproduce con claridad. Estoy sentada a la mesa. Mi padre habla con voz perentoria. Enfrente de mí, la abuela mastica los espárragos una y otra vez con sus mandíbulas torcidas, como lo haría una cabra, y bebe sorbos de agua helada sin dar señales de oír una sola palabra de mi padre, salvo alguna que otra mirada irritada al reloj, que le indica que todavía es demasiado temprano para acostarse.
—Participas a sabiendas en los planes de Satanás —dice mi padre.
Durante la visita a los abuelos esta escena se representó a diario, en ocasiones varias veces al día. Seguía siempre un guion similar. Encendido su fervor, papá salmodiaba durante una hora o más, repitiendo sin parar las mismas frases, enardecido por una pasión interior que continuaba ardiendo mucho después de que el rapapolvo nos hubiera sumido a los demás en un estupor frío.
Era inolvidable la risa que soltaba la abuela al final de esos sermones. Era una especie de suspiro, como si se le escapara una espiración lenta y larga, tras la cual alzaba la vista al cielo en un remedo indolente de exasperación, como si quisiera llevarse las manos a la cabeza pero estuviera demasiado cansada para completar el gesto. A continuación sonreía… No era una sonrisa tranquilizadora dirigida a alguien, sino una sonrisa para sí misma que expresaba regocijo y desconcierto, y que en mi opinión parecía decir: «No hay nada más divertido que la vida real, os lo digo yo».
La tarde en que la abuela nos llevó a Richard y a mí a dar una vuelta en coche por el desierto era tórrida, tan abrasadora que no se podía andar descalzo por el asfalto. Después de que nos pusiera a la fuerza el cinturón de seguridad, que usábamos por primera vez, avanzamos por la carretera, que comenzó a ascender, y seguimos adelante incluso cuando la calzada dio paso al polvo bajo los neumáticos. La abuela subía y subía por las colinas descoloridas doblando una curva tras otra, y solo se detuvo al acabar la carretera de tierra y comenzar un sendero de montaña. Entonces caminamos. La abuela se quedó sin aliento al cabo de unos minutos, de modo que se sentó en una roca plana de color rojo. Señaló a lo lejos una formación de piedra arenisca constituida por chapiteles desmoronados, cada uno de los cuales era una pequeña ruina, y nos animó a caminar hasta ella. Cuando llegamos nos pusimos a buscar pedazos de roca negra.
—Se llaman lágrimas de apache —nos dijo. Deslizó la mano en el bolsillo y sacó una piedrecita negra, sucia e irregular, cubierta de venas grises y blancas como un cristal resquebrajado—. Y así son después de pulirlas un poco. —Del otro bolsillo sacó una segunda piedra, negra como la tinta y suave de lo lisa que estaba.
Richard las reconoció: eran obsidiana.
—Esas son piedras volcánicas —nos informó con su mejor voz enciclopédica—, pero esta no lo es. —Dio una patada a un guijarro descolorido y señaló con la mano hacia la formación rocosa—. Eso es sedimento.
Richard tenía talento para las curiosidades científicas. Pese a que yo no solía escuchar sus disertaciones, la de ese día me interesó, al igual que aquel extraño terreno sediento. Caminamos alrededor de la formación rocosa y al cabo de una hora volvimos con las pecheras llenas de piedras a donde estaba la abuela. Se alegró; podría venderlas. Las guardó en el maletero, y en el trayecto de regreso a la caravana nos contó la leyenda de las lágrimas de apache.
Según la abuela, una tribu apache había luchado hacía cien años contra la caballería estadounidense en esos peñascos desvaídos. Superados en número por los soldados, daban la batalla por perdida, la guerra por terminada. No les cabía más que esperar la muerte. Poco después del inicio de la batalla, los guerreros quedaron atrapados en una cornisa. Como no querían que la caballería les infligiera una derrota humillante matándolos de uno en uno si intentaban atravesar sus líneas, montaron en sus caballos y se precipitaron por la cara de la montaña. Cuando las apaches encontraron en las rocas los cuerpos destrozados, derramaron enormes lágrimas de desesperación, que al tocar la tierra se convirtieron en piedras.
La abuela no nos contó qué fue de las mujeres. Los apaches estaban en guerra pero no tenían guerreros, de modo que tal vez el final le pareció demasiado tétrico para relatarlo en voz alta. Me vino a la cabeza la palabra «matanza», porque es la adecuada, la aplicable a una batalla en la que una parte no se defiende. Es la que usábamos en la granja. Matábamos a las aves de corral, no luchábamos con ellas. El resultado más probable de la valentía de los guerreros era una matanza. Ellos murieron como héroes; sus esposas como esclavas.
Mientras nos dirigíamos hacia la caravana, con la carretera atravesada por los últimos rayos del sol poniente, reflexioné sobre las apaches. Al igual que la forma del altar de arenisca sobre el que habían muerto, la de sus vidas había quedado determinada hacía años…, antes de que los caballos iniciaran su galopada, de que sus cuerpos alazanes se arquearan para la colisión definitiva. Cómo vivirían y cómo morirían las mujeres se decidió mucho antes del salto de los guerreros. Lo decidieron estos y las mismas mujeres. Un sinfín de decisiones, incontables como los granos de arena, se habían depositado en capas y se habían comprimido hasta fundirse en sedimento y luego en piedra, hasta que todo fue inamovible como una roca.
Era la primera vez que abandonaba la montaña, y suspiraba por ella, por la vista de la Princesa dibujada por los pinos a lo largo del macizo. Me sorprendía mirando el cielo diáfano de Arizona con la esperanza de ver cómo su forma negra emergía de la tierra para reivindicar su mitad del firmamento. Pero no estaba allí. Más que su imagen, añoraba sus caricias: el viento que lanzaba a través de los cañones y barrancos para revolverme el pelo. En Arizona no había viento. Tan solo una hora de calor achicharrante tras otra.
Durante el día iba de un extremo a otro de la caravana, salía por la puerta trasera, cruzaba el patio, saltaba por encima de la hamaca, rodeaba el porche delantero, donde pasaba por encima de la forma semiinconsciente de mi padre, y volvía a entrar. Fue un enorme consuelo que el sexto día se estropeara el quad del abuelo y que Tyler y Luke lo desmontaran para ver qué fallaba. Sentada en un enorme bidón de plástico azul, los observé preguntándome cuándo regresaríamos a casa. Cuándo dejaría papá de hablar de los Illuminati. Cuándo dejaría mi madre de salir de la habitación en cuanto entraba él.
Aquel día, después de la cena, mi padre anunció que había llegado la hora de irse.
—Recoged los bártulos. Nos ponemos en camino dentro de media hora.
La abuela dijo que era descabellado iniciar un viaje de doce horas cuando acababa de anochecer. Mi madre aconsejó que esperásemos hasta el amanecer, pero papá quería llegar a casa para ponerse a desguazar con los chicos a la mañana siguiente.
—No puedo permitirme el lujo de perder más días de trabajo —afirmó.
La preocupación oscureció los ojos de mi madre, que sin embargo no dijo nada.
Me desperté cuando el automóvil chocó con el primer poste. Me había dormido en el suelo a los pies de mi hermana, con una manta sobre la cabeza. Intenté incorporarme pero el vehículo se sacudía y se precipitaba hacia delante —daba la impresión de que iba a desmontarse—, y Audrey cayó encima de mí. Notaba y oía lo que sucedía aunque no lo veía. Otro pum estruendoso, un bandazo, mi madre gritando «¡Tyler!» en el asiento delantero, y un último trompazo violento antes de que todo cesara y se hiciera el silencio.
Pasaron varios segundos sin que ocurriera nada.
Al cabo oí la voz de Audrey, que nos llamaba a todos de uno en uno.
—¡Estamos todos menos Tara! —dijo.
Intenté chillar pero tenía la cara encajada bajo el asiento, la mejilla pegada al suelo. Me debatí bajo el peso de Audrey cuando gritó mi nombre. Al final arqueé la espalda, me la quité de encima y saqué la cabeza de la manta.
—Estoy aquí —exclamé.
Miré alrededor. Tyler había girado el torso de modo que estaba casi en el asiento trasero, y con los ojos fuera de las órbitas observaba cada corte, cada moretón, cada par de ojos abiertos como platos. Le vi la cara aunque no parecía su cara. De la boca le salían borbotones de sangre que le caía en la camisa. Cerré los párpados intentando olvidar sus dientes torcidos y ensangrentados. Luego los abrí para ver cómo estaban los demás. Richard se sujetaba la cabeza; tenía una mano sobre cada oreja, como si no quisiera oír un ruido. A Audrey se le había vuelto ganchuda la nariz, de la que manaban chorros de sangre que le bajaban por el brazo. Luke temblaba pero no vi que sangrara por ninguna parte. Yo tenía un corte profundo en el antebrazo, que me había pillado con el armazón del asiento.
—¿Estáis todos bien? —Era la voz de mi padre.
Se oyó un murmullo general.
—Hay cables de alta tensión sobre el coche —añadió—. Que nadie salga hasta que los desconecte.
Abrió la portezuela y por un momento pensé que se había electrocutado; luego vi que se había lanzado con impulso de modo que su cuerpo no tocara el vehículo y el suelo al mismo tiempo. Recuerdo que por la ventanilla hecha añicos lo vi rodear el coche con la gorra roja echada hacia atrás, por lo que la visera quedaba levantada y lamía el aire como una lengua. Tenía un curioso aspecto infantil.
Rodeó el coche y se detuvo, se agachó y bajó la cabeza hasta la altura del asiento del copiloto.
—¿Estás bien? —preguntó. Volvió a preguntarlo. La tercera vez que lo dijo le temblaba la voz.
Me incliné sobre el asiento para ver a quién hablaba y entonces me percaté de la gravedad del accidente. La mitad delantera del coche estaba aplastada y el motor se había combado hasta formar un arco, como un pliegue en una roca maciza.
El sol de la mañana refulgía en el parabrisas, donde vi retículas de grietas y fisuras. Era una imagen conocida. En el desguace había visto centenares de parabrisas resquebrajados, todos únicos, cada uno con su particular telaraña en abanico que partía del punto de impacto, una crónica de la colisión. Las rajas del nuestro contaban su propia historia. El epicentro era un redondel pequeño del que salían fisuras y que se encontraba justo enfrente del asiento del copiloto.
—¿Estás bien? —preguntó papá con tono implorante—. Cariño, ¿me oyes?
En el asiento estaba mi madre. Daba la espalda a la ventanilla y, aunque yo no le veía la cara, la manera en que estaba hundida en el asiento producía escalofríos.
—¿Me oyes? —Papá repitió la pregunta varias veces. Al final vi que la coleta de mi madre descendía en un movimiento sutil, casi imperceptible, cuando asintió con la cabeza.
Papá se incorporó y miró los cables de alta tensión, miró al suelo y miró a mi madre. Se le veía inerme.
—¿Crees que… debería pedir una ambulancia?
Me parece que se lo oí decir. Si lo preguntó, que es lo más probable, mi madre debió de responder en un susurro, o tal vez no estuviera en condiciones de susurrar nada, no lo sé. Siempre he imaginado que le pidió que la llevara a casa.
Más tarde me contaron que el granjero contra cuyo tractor habíamos chocado salió corriendo de su casa. Había llamado a la policía, lo que nos traería problemas porque el coche no estaba asegurado y ninguno de nosotros llevaba puesto el cinturón de seguridad. Después de que el granjero informara a la compañía eléctrica de Utah, tardaron unos veinte minutos en interrumpir la letal corriente que latía en los cables. Entonces papá sacó a mi madre de la ranchera y vi el rostro de ella: tenía los ojos ocultos por unos círculos oscuros del tamaño de ciruelas y las facciones desfiguradas por la hinchazón, unas aplastadas, otras estiradas.
No sé cómo ni cuándo llegamos a casa, aunque sí recuerdo que la cara de la montaña tenía un brillo naranja con la luz del amanecer. Al entrar en casa observé cómo Tyler echaba por la boca chorros rojos en la pila del cuarto de baño. Se había estampado los incisivos contra el volante y le bailaban.
Mi madre se tumbó en el sofá. Murmuró que la luz le hacía daño en los ojos. Cerramos las persianas. Quiso ir al sótano, donde no había ventanas, y papá la bajó por la escalera. No la vi durante varias horas, hasta que al anochecer le llevé la cena con una linterna de luz tenue. Al verla no la reconocí. Tenía los ojos morados, de un tono tan oscuro que parecían negros, y tan hinchados que no se distinguía si estaban abiertos o cerrados. Me llamó Audrey, incluso después de que le corrigiera dos veces.
—Gracias, Audrey, pero solo quiero oscuridad y silencio. Así está bien. Oscuridad. Silencio. Gracias. Audrey, vuelve dentro de un ratito a ver cómo estoy.
No salió del sótano durante una semana. Día a día la hinchazón empeoraba y el negro de los hematomas se volvía más negro. Aunque todas las noches yo pensaba que era imposible que una cara estuviera más marcada y deforme que la suya, al día siguiente la veía aún más oscura, más tumefacta. Al cabo de una semana apagamos las luces al ponerse el sol y mi madre subió. Parecía que llevara atados a la frente dos objetos del tamaño de manzanas y negros como olivas.
No se habló más de ir al hospital. Ya había pasado el momento de tomar esa decisión, y volver a ella significaría regresar a la rabia y el miedo del accidente. Papá dijo que de todos modos los médicos no podían hacer nada, que mi madre estaba en manos de Dios.
Durante los meses siguientes mi madre se dirigió a mí por muchos nombres. No me preocupaba que me llamara Audrey, pero me inquietaban las conversaciones en las que se refería a mí como Luke o Tony, y toda la familia ha coincidido siempre, incluso mi madre, en que tras el accidente no volvió a ser la misma. Los hermanos la llamábamos Ojos de Mapache. Nos pareció una ocurrencia muy divertida cuando ya llevaba varias semanas con los círculos negros, tiempo suficiente para que nos acostumbráramos a ellos y los convirtiéramos en objeto de chistes. No teníamos ni idea de que era una expresión médica. Ojos de mapache. Un signo de una lesión cerebral grave.
A Tyler le corroyó la culpa. Se culpó del accidente y más tarde siguió culpándose de todas las decisiones tomadas con posterioridad, de los efectos y las repercusiones que tuvo a lo largo de los años. Reivindicó aquel momento y todas sus consecuencias, como si el tiempo mismo hubiera comenzado en el instante en que la ranchera se salió de la carretera y no hubiera habido historia, contexto ni capacidad de actuar hasta que él le dio inicio, a los diecisiete años, al quedarse dormido al volante. Incluso ahora, cuando nuestra madre olvida algún dato, por banal que sea, en los ojos de Tyler aparece aquella expresión: la que mostró en los minutos posteriores al choque, cuando sangraba a mares por la boca y asimilaba la escena escudriñando lo que suponía que era obra de sus manos y solo de sus manos.
Por lo que a mí respecta, no culpé a nadie del accidente, y menos aún a Tyler. Pensé que eran cosas que pasaban. Al cabo de una década cambiaría mi forma de verlo, como parte de mi salto a la edad adulta, y más tarde el accidente me recordaría siempre a las apaches y las decisiones que contribuyen a forjar una vida: las decisiones que las personas toman, juntas o por su cuenta, y que se conjugan para producir un único hecho. Granos de arena, incontables, que se aplastan para formar sedimento y luego roca.