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El ganador

No había día durante las vacaciones que el reportero del Chronicle, Craig Grant, no visitara o telefoneara a la familia de Billy. Necesitaba más información para la crónica que publicaba cada jornada.

Tras los primeros días, las noticias sobre el concurso pasaron de la portada a una página del interior, pero siempre había una nota en la primera página que indicaba dónde se encontraba la información sobre la suma más difícil. Era lo primero que buscaban la mayoría de los lectores cada mañana.

Craig Grant se había devanado los sesos uno y otro día para poder decir cosas nuevas sobre Billy y el concurso y mantener al público interesado en la historia. Había entrevistado a todos los parientes de Billy, incluidos aquellos que no sabían de él desde hacía años, que le habían contado lo orgullosos que estaban de Billy y lo inteligente que era de bebé.

Había hecho entrevistas a los profesores de Billy del parvulario y de primera enseñanza, entrevistas a los vecinos, al dueño del quiosco donde Billy iba a buscar el Chronicle, y a la anciana que bajaba a pasear su perro por las mañanas y saludaba a Billy cuando iba camino del colegio. Había interrogado a famosos matemáticos, a la gente que había mandado sumas al Chronicle y a personas que decían tener poderes y ser capaces de predecir el resultado del concurso. Todos los adivinos se confundieron, pero ahora nadie lo recordaba y el Chronicle, por supuesto, no iba a hablar del tema.

Después de semanas de pensar en nuevas ideas sin apenas esperanza, Craig Grant se mostraba muy contento de que el concurso estuviera terminando. Prefería que le echaran de su puesto en la redacción a que le encargaran escribir otra historia sobre Billy y su pregunta. Si no hubiera sido por las frecuentes charlas con el director, Grant no habría sido capaz de seguir durante tanto tiempo como lo había hecho.

—Estás haciendo un trabajo magnífico —le solía decir el director cuando Grant subía al grandioso despacho situado en el ático del edificio del periódico—. Nuestras ventas han batido niveles insospechados en un tiempo récord, gracias a ti y a ese muchacho, Billy, o como quiera Dios que se llame. Los otros periódicos se mueren de envidia. Esto ha sido lo mejor que ha podido ocurrir jamás para la tirada de nuestro periódico. Mantenla, Grant. Mantenla. ¿Con qué nos vas a sorprender en el periódico de mañana?

—No lo sé, señor —contestaba Grant—. Se me han ido todas las ideas. Soy incapaz de pensar en inventar otra cosa sobre el concurso. Realmente creo que ha llegado el momento de que alguien me releve durante algún tiempo…

—Tonterías —le decía el director interrumpiéndole—. Tengo una fe ciega en ti, Grant. Sé que nos darás algo bueno mañana. Sigue, Grant. Sigue.

Y de este modo, Grant se solía desplomar en la silla giratoria de su pequeño despacho y se estrujaba el cerebro para escribir otro artículo sobre Billy o su familia o el concurso.

Pero ahora todo aquello había pasado. Grant había hecho las disposiciones finales para anunciar el ganador y la entrega de las diez mil libras como premio al día siguiente. Billy y su madre serían invitados de honor en el acto.

Billy y Jumbo encontraron a Grant esperando en la sala de estar con un fotógrafo y una mujer joven elegantemente vestida. La madre de Billy les estaba diciendo precisamente lo emocionada que se encontraba por la ceremonia.

—Hola, Billy —dijo Grant—. ¿Quién es éste? —preguntó apuntando a Jumbo. Billy los presentó—. ¡Qué bien! —dijo el reportero—. Haz unas cuantas fotos, Bert.

El cargador de la cámara hizo click y Billy y Jumbo parpadearon, deslumbrados por los cegadores flashes de luz.

—Bueno, mañana es el gran día —dijo Grant—. ¿Te sientes emocionado, Billy?

—Sí —dijo Billy haciendo verdaderos esfuerzos para sentirse emocionado, y preguntándose al mismo tiempo por qué no lo estaba.

—¿Dirías que te sientes abrumado de emoción? —preguntó Grant.

—Supongo —contestó Billy preguntándose cómo sería eso de sentirse abrumado de emoción. ¿Cómo se sabía cuándo uno estaba así? «El señor Grant lo tiene que saber —pensó Billy—. Tiene que haber visto a muchas personas abrumadas por la emoción».

—Billy —dijo Grant—, te quiero presentar a nuestra directora de promoción, la señorita Verónica Lively —se adelantó hacia la joven elegantemente vestida. Ésta observó a Billy a través de sus grandes gafas ahumadas.

—¡Dios mío! —exclamó sonriendo ampliamente—. Así que éste es el pequeño experto en matemáticas.

Billy miró a su alrededor, pensando que se refería a otra persona; pero no, era él, pues se le había quedado mirando y de repente se apoderó de su mano para estrecharla con cariño.

—Encantada —dijo la señorita Lively rebosante de alegría.

—Verónica se encargará de planificar la presentación de mañana —dijo Grant.

—¿No es emocionante, Billy? —dijo su madre—. ¡Mañana es el gran día!

—Sí —dijo Billy, e hizo un gran esfuerzo por sonreír, pero no tuvo mucho éxito.

Más tarde, cuando ambos chicos se sentaron en el sofá comiendo emparedados de mantequilla de cacahuete que la madre de Billy les había preparado antes de irse a comprar, Billy dijo en tono meditativo:

—Por lo menos, mañana obtendré la contestación que quería, me figuro…

—No pareces muy contento con el tema —comentó Jumbo entre bocado y bocado.

Billy tenía que reconocer que era verdad y que estaba preocupado.

—Es emocionante… —comenzó—, pero…

—Pero ¿qué?

—Que me ha cogido desprevenido.

—Pero ¿qué te figurabas? —le preguntó Jumbo con aire perplejo.

—No lo sé —dijo Billy—. Parece como si todo llevara consigo un lío terrible. Yo sólo pensaba que la señorita Penny podría contestar a mi pregunta y que ahí acabaría el asunto.

—Eso no fue lo que le dijiste al periodista.

—No, claro —respondió Billy—. No le podía decir una cosa así, después de todas las molestias que se había tomado.

—Supongo que no —dijo Jumbo, acabando lo que le quedaba del emparedado—. ¿Piensas entonces que ha sido todo una pérdida de tiempo?

Billy pensó intensamente. No podía creer que hubiera ocurrido aquello. No compensaba, después de todo, el lío que había significado para tantas personas, y los problemas que había causado a la señorita Penny, al señor Fletcher y a sus padres.

—Le hace a uno reflexionar —dijo finalmente.

—¿Sobre qué?

—Sobre nada en especial —dijo Billy, luchando por encontrar palabras para lo que quería expresar—. Te hace precisamente reflexionar sobre las cosas. Relacionarte con cosas de las que no sabías nada, te hace pensar en otras cosas y darle vueltas al porqué, y al cómo.

Jumbo se quedó perplejo ante su amigo.

—Uy —exclamó, preguntándose qué demonios se traía Billy entre manos.

Durante un rato permanecieron en silencio. Jumbo se mostraba preocupado por lo que querría decir Billy. Por fin Billy dijo:

—¿Jumbo?

—Sí, ¿qué?

—¿Cuál es tu nombre? Quiero decir tu verdadero nombre.

Jumbo parecía aún más preocupado.

—¿Por qué lo quieres saber?

—No lo sé —dijo Billy—. Se me ocurrió pensarlo.

Después de una larga pausa, Jumbo dijo:

—David.

—¡David! —exclamó como si nunca hubiera oído el nombre antes—. Pero, entonces, ¿por qué todo el mundo te llama Jumbo?

—Yo qué sé —contestó su amigo—. Me llaman así.

—¿Te puedo llamar yo David? —preguntó Billy.

—Sí, claro, vale —respondió Jumbo.

—¡Qué dos, lo serios que estáis! —dijo la madre de Billy, que llegaba corriendo con algunas cosas para el té—. ¿De qué estáis hablando?

—Pues de cosas —respondió Billy.

—A la cama pronto esta noche, Billy —gritó su madre desde la cocina mientras andaba con los cacharros—. Mañana tenemos que madrugar.

A la mañana siguiente, la madre de Billy se levantó de la cama tan pronto como se paró el despertador. Gritó con voz chillona:

—¡Brian! ¡Billy! ¡A levantarse! ¡Vamos a perder el tren! ¡Vaaamos!

Billy se descubrió una oreja cautelosamente y oyó el ruido de agua que llenaba la bañera. Su madre le llamó otra vez para que se levantara. Se destapó con desgana y salió de la cama como pudo.

Billy y su padre salieron de sus cuartos al mismo tiempo. Ambos iban medio dormidos y chocaron entre sí. El padre le sonrió y le acarició el cabello.

—Hoy es el gran día, ¿eh, hijo? —comentó.

—¡Sí, papá! Me gustaría que vinieras con nosotros.

—Y a mí —dijo él—, pero ahora no puedo perder ni un minuto de mi trabajo. Tu madre se ocupará de ti. Está muy emocionada, indudablemente. Hace siglos que no la he visto tan emocionada por algo.

—¿Está abrumada por la emoción? —preguntó Billy con curiosidad.

—¿Eh? Ah, ¿quieres decir como dicen los periódicos?

—Sí, eso mismo —dijo Billy.

—No lo sé —respondió su padre rascándose la cabeza—. Sí, supongo que podríamos decir que lo está.

—¿Cómo lo puedes saber? —preguntó Billy.

—Vosotros dos ¿os vais a mover ya de una vez? —gritó una voz chillona pero amortiguada por la distancia desde el cuarto de baño—. Si no cogemos ese tren, yo no voy. No voy a aparecer allí tarde. Nos queda sólo una hora para arreglarnos e ir a la estación.

—¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —preguntó el padre de Billy con una sonrisa.

A pesar del miedo de la madre, llegaron a tiempo e incluso les sobraron unos minutos. Como había dicho el padre de Billy, su mujer estaba más emocionada que nunca. Se había puesto su falda de color crema con una chaqueta y una bonita blusa de volantes y sus mejores zapatos de tacón alto. Llevaba los labios pintados de rojo intenso. Despedía nubes de perfume por cualquier sitio que pasaba.

Billy se había puesto el traje gris que le habían comprado para la boda de su hermana Helen. Su madre le había comprado una camisa nueva y una corbata. Billy pensó que habían confeccionado la corbata con el fin exclusivo de estrangular a la gente lentamente. Se retorcía dentro del cuello de la camisa y se encontraba muy incómodo.

—Estate quieto, Billy —le repetía su madre una y otra vez.

—Diviértete, hijo —le dijo su padre—. Cuánto me gustaría estar allí. Pensaré en ti. Estoy realmente orgulloso —abrazó a Billy y a éste le pareció intuir unas lágrimas brillando en sus ojos.

De repente surgió un ruido bárbaro, un bocinazo afuera en la calle, y su madre gritó:

—¡Es el taxi!

Cuando salieron soltando perfume y «adioses», fueron saludados por gritos de regocijo y vieron, para su sorpresa, que la calle estaba a reventar de gente. Billy parpadeaba atónito y miraba a la muchedumbre que le vitoreaba. Todos sus vecinos estaban allí, y mucha gente del barrio. Billy miró a su alrededor y vio al dueño del quiosco y a la anciana que le saludaba cuando sacaba su perro a dar una vuelta.

—Bien hecho, Billy —gritaron todos—. Buena suerte —el quiosquero era el que llevaba la voz cantante.

Billy saludaba con la mano a todo el mundo y se sentía como un héroe. La verdad es que tenía algo de héroe para la gente de esa calle, pues él y su pregunta la habían hecho famosa. Reporteros y equipos de televisión se habían desplazado hasta allí y habían entrevistado y fotografiado a muchos de los vecinos. Éstos se habían sentido como si fueran celebridades. Y todo era a causa de Billy. Ahora sentían la suerte de Billy como suya y le vitoreaban y saludaban una y otra vez y le volvían a vitorear, hasta que el taxi que llevaba a Billy y a su madre a la estación hubo desaparecido de su vista completamente.

Un automóvil grande y negro estaba esperándolos en la estación de Londres y rápidamente los llevó a través de las calles bulliciosas. Billy se quedó mirando con los ojos muy abiertos los edificios, tan altos y grandiosos, la masa de gente y el tráfico que embotellaba las calles. Por fin, el coche los condujo a la puerta de un hotel que tenía una pinta imponente. Colgado a lo largo de la fachada había un estandarte enorme que rezaba así:

—¡El Daily Chronicle revela la suma más difícil del mundo!

Esperándolos en las escaleras estaban el periodista Craig Grant y Verónica, la joven elegantemente vestida que lo había planificado todo. Verónica se lanzó hacia adelante y les estrechó la mano con cariño.

—Señora Budge, Billy —dijo rebosante de alegría—, es un gran placer —los condujo a un enorme vestíbulo, tan grande como una catedral, por el que la gente corría de un lado a otro. Los empleados del hotel, con uniformes impecables, iban y venían del salón donde iba a tener lugar la conferencia llevando la comida para el almuerzo frío. Había fuentes de carne fría dispuestas con extremo cuidado, ensaladeras bien surtidas, salsas que tenían un aspecto delicioso, cestas de pan, pasteles que hacían la boca agua, sabrosos bollos y deliciosos postres. Otros llevaban cubiertos, platos, vasos, tazas, manteles y flores y plantas para decorar el salón y las mesas.

Mujeres jóvenes tan elegantes como Verónica, vestidas con trajes azules y con sus nombres en pequeñas etiquetas prendidas de las solapas, pasaban rápidamente llevando papeles y carpetas. Su aspecto era muy oficial. Comprobaban sus notas constantemente. Billy pensó que nunca había visto a tanta gente corriendo tanto de un lado para otro, ni siquiera en los pasillos del colegio cuando ya había dejado de sonar el timbre. Y empezó a experimentar algo de la emoción que todo el mundo parecía sentir.

Verónica miró presurosa su reloj.

—Estamos casi listos —dijo tratando por todos los medios de parecer rebosante de alegría—. Estamos ultimando los preparativos —y arrancó de allí a Billy y a su madre para llevarlos a un salón tranquilo donde tomar café.

Cuando les fue a recoger una hora más tarde, era como si hubiera ocurrido un milagro. El vestíbulo estaba vacío como por arte de magia, a excepción de algunos clientes del hotel que leían el periódico. Verónica los condujo al salón de conferencias. Todo estaba en su sitio exacto como si ése hubiera sido siempre su lugar. Cubertería, platos, ensaladeras, cestas de pan, plantas y flores descansaban cuidadosamente sobre los blancos e impolutos manteles de las mesas que inundaban el salón. El vestíbulo estaba lleno de gente. Los camareros, vestidos con chaquetilla blanca y sujetando una bandeja en la mano, ofrecían bebidas. La mayoría de los invitados eran personal del Daily Chronicle. Charlaban a gritos mientras sorbían sus bebidas. Otros eran concursantes que habían mandado al periódico sus soluciones para optar al premio. Era muy fácil distinguirlos de los demás porque iban a su aire, parecían nerviosos y no se sentían a gusto a medida que crecía la tensión.

A Billy y a su madre los acomodaron en el sitio de honor, en la mesa principal al final del salón. Tenía un aspecto muy señorial, montada en un estrado y rodeada por tantas plantas que era como estar sentado en un claro de la selva. Hecho un manojo de nervios y retorciéndose dentro del cuello de su camisa, Billy escudriñaba el enorme salón a través de las plantas.

—Estate quieto, Billy —murmuró su madre—. Siéntate derecho.

De repente, un foco iluminó el extremo del salón y trompeteros con uniformes rojos se alinearon a cada lado de la entrada. Verónica apareció en la puerta y, a una señal suya, los trompeteros acometieron una fanfarria que rompía el tímpano. Cuando las últimas notas se extinguieron gradualmente, un hombre vestido de esmoquin reclamó la atención:

—Señoras y señores, les pido que den la bienvenida a nuestro anfitrión, el director del Daily Chronicle.

Todo el mundo se levantó y aplaudió de manera ruidosa cuando el director entró. Éste saludó con la mano y sonrió ampliamente. Caminó con grandes zancadas hacia la mesa principal y volvió a sonreír y a saludar otra vez. Acto seguido, se giró hacia Billy, se apoderó de su mano y la apretó como si fuera su intención arrancarle el brazo.

—Así que aquí tenemos al joven… joven… el muchacho que puso en marcha todo esto —sonrió el director pensando en todos los periódicos que habían vendido—. Y usted debe de ser su madre. Tiene usted un chico muy listo. No olvidaremos su nombre fácilmente.

El director se situó en el centro de la mesa y comenzó un largo discurso sobre cómo había transcurrido el concurso y lo prodigioso que era Billy. Éste se puso colorado y trató de esconderse detrás de las plantas. Las personas que habían mandado soluciones se retorcían nerviosamente en las sillas y deseaban que el director anunciara el nombre del ganador. Cuando terminó el discurso, el director llamó por señas a un hombre que estaba esperando junto a una máquina enorme a un lado del salón.

—Y ahora llamaré para que, por medio de nuestro télex, la solución ganadora nos sea enviada directamente desde la universidad donde distinguidos matemáticos han metido todas las soluciones en la computadora para el proceso de análisis y selección.

Billy no pudo evitar sonreír, pues recordaba que, debido a la computadora de la universidad, el Chronicle se había visto envuelto y ésa era la causa de que todo hubiese empezado. ¿Le diría la máquina al director: «Vete a freír espárragos»? El hombre encargado del télex le dijo algo al director.

—¿Qué? —exclamó éste hecho una furia, y contestó malhumorado en voz baja. El hombre volvió corriendo hacia la máquina y empezó a teclear urgentemente mensajes en el tablero.

El director se volvió hacia la audiencia y, sacando fuerzas de flaqueza, trató de sonreírles como si todo fuera sobre ruedas.

—Pero, primero, señoras y caballeros —dijo—, me gustaría añadir unas palabras sobre las medidas que estamos tomando para mantener el extraordinario incremento en las ventas que hemos experimentado últimamente.

La gente que había enviado sumas gruñó y se desplomó en sus sillas cuando el director se lanzó a lo que tenía todo el aspecto de ser otro discurso muy largo. Pero, de repente, fue interrumpido por el télex, que volvió a la vida imprimiendo ruidosamente el mensaje en un rollo de papel muy largo. Durante un momento se hizo el silencio en el salón, a excepción del pitido de la máquina. Poco después, alguien gritó en tono excitado:

—¡Ya sale!

Hubo un revuelo al lado de la máquina. La gente se abría paso a codazos para conseguir un sitio donde poder ver el mensaje que salía impreso. En el rollo de papel se grababan cifras tras cifras. Un caballero con gafas grandes y gruesas y largas patillas reconoció las cifras y empezó a bailar muy emocionado gritando:

—He ganado, he ganado.

Finalmente la máquina se calló y el hombre que estaba a su cargo cortó el largo rollo de papel impreso. Las chicas vestidas de azul empezaron a acomodar a la gente otra vez en sus sitios y ya por fin, con alguna dificultad, consiguieron tener a todos sentados, incluso al señor mayor que había estado corriendo de un lado a otro, tan emocionado, diciendo a todos que él era el ganador.

El director miró la suma, ahora cortada en media docena de hojas, y frunció el entrecejo como si aquello fuera chino. Con la ayuda de Verónica y Craig Grant encontró al fin el nombre y domicilio del ganador en la hoja de arriba y lo anunció en voz alta. Efectivamente, se trataba del señor mayor. Éste saltó y bailó gritando:

—Ya les dije que era yo. Ya se lo dije.

Había como una barrera de fuego debido a los flashes cegadores. El público se regocijó y aplaudió cuando el director mostró las hojas agitándolas por encima de su cabeza.

—Ésta, señoras y señores, es la suma más difícil del mundo —gritó.

Le entregaron al director una hoja con los detalles del ganador. Él la leyó en voz alta. Entonces, cuando más flashes procedentes de las cámaras fotográficas llameaban y todo el mundo aplaudía, le hizo entrega al caballero de las 10 000 libras del premio. Después, el ganador agradeció el premio al Chronicle y afirmó que había estado la vida entera estudiando matemáticas. Ahora planeaba pasar unas largas vacaciones en el extranjero gracias al dinero obtenido.

Después de aplaudir durante mucho tiempo, la audiencia se dispersó y comenzó el almuerzo. Todos charlaban emocionados, comentando el resultado del concurso. Billy se quedó rezagado detrás de su madre y, tan pronto como pudo, se escabulló y volvió al sitio que había ocupado antes. La suma más difícil del mundo yacía abandonada y olvidada sobre la mesa. Billy la recogió y trató de encontrarle algún sentido. Estaba intentando descifrar una página especialmente difícil cuando Craig Grant y el ganador se acercaron.

—Así que, ¿qué piensas tú, Billy? —preguntó el reportero con una sonrisa.

—Pues que no lo entiendo muy bien —dijo Billy con calma—. Es una operación muy difícil, ¿no?

El señor se inclinó y echó una ojeada a la hoja que Billy sostenía en sus manos.

—Ése es el resultado —dijo—. La suma está en esas otras páginas.

—¡Ah! —contestó Billy, hecho un lío—. Es muy difícil, ¿no?

—Es la suma más difícil del mundo —sentenció el señor sintiéndose orgulloso—. Es ya oficial.

—Qué maravilla, ¿eh? —dijo el reportero. Billy se conformó con mirarla y quedarse pensativo.