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El lunes por la mañana |
¡LUNES por la mañana! No, no podía ser. Parecía que la semana había pasado volando.
Pero era otra vez lunes por la mañana y Billy Budge sacó la nariz del embozo.
Sí, era lunes, efectivamente. Tenía ese algo especial de aburrido y gris de todos los lunes por la mañana y que no se parece a ningún otro día de la semana. Se le presentaba a Billy a través de las cortinas con la cara de un viejo chiflado y colérico que decía con voz profunda: «Aquí estoy yo, el señor Lunes por la Mañana. ¿Por qué sigues ahí echado, Billy, cuando estoy yo aquí?».
—¡Billy! ¡Levántate! —era la voz chillona de su madre desde abajo—. Llegarás tarde.
Billy se quedó pensativo. Todavía seguía así cuando, lo que le parecía sólo unos segundos más tarde, la voz volvió otra vez, más penetrante que nunca.
—¡BILLY! ¿Te has levantado ya? Te he llamado hace diez minutos. El desayuno se va a enfriar, y yo también voy a llegar tarde. ¡LEVÁNTATE!
No había nada que hacer ofreciendo resistencia a la mañana del lunes por más tiempo. Billy hizo un esfuerzo por levantarse de la cama con el presentimiento de que algo terrible iba a ocurrir.
—Sería mucho mejor que me quedase en la cama —musitó mientras se dirigía al cuarto de baño arrastrando los pies con desgana.
Quince minutos después, abajo en la cocina, Billy, ya vestido y aseado, se dio cuenta de qué era lo que le iba a ocurrir.
Se paró en seco cuando estaba mordisqueando un trozo de tostada. Un gesto de terror se extendió por su cara regordeta.
—Córcholis —gritó, escupiendo sin querer trozos de la tostada con mermelada. Luego, se lanzó hacia un rincón de la cocina.
Rebuscó detrás de la nevera. Para ello, no dudó en echar a un lado su bolsa de deporte, la caja de cartón con las compras del sábado, las sandalias de su madre, las botas de agua y los guantes para el jardín de su padre. Finalmente, encontró la carpeta.
Con dedos temblorosos desató las correas y sacó un cuaderno de ejercicios que abrió de par en par. Allí, apuntándole con un dedo acusador, estaba la hoja en blanco donde tenía que haber hecho los deberes de matemáticas de la señorita Penny.
Billy se desplomó contra la nevera. Se sentía débil y mareado. La señorita Penny se pondría furiosa al ver el cuaderno. Si conseguía no ir al colegio, podría hacer los deberes y entregarlos al día siguiente. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que no se sentía bien. Probablemente tenía, sí, hombre, sí, sarampión o gripe; desde luego, algo contagioso. No necesitaba ir al colegio, después de todo.
—Mamá —gritó a su madre, que estaba arriba, en el cuarto de baño—, no puedo ir al colegio hoy, estoy malo.
Una respuesta amortiguada pero firme bajó flotando por las escaleras:
—¡Tonterías!
No le quedaba otra salida. Billy despejó la mesa y se puso a trabajar. Balanceó el lápiz encima de la hoja en blanco, estudió cuidadosamente la primera suma y se rascó la cabeza.
Cuando su madre bajó las escaleras, haciendo mucho ruido con sus tacones altos y desprendiendo un perfume penetrante, Billy todavía estaba rascándose la cabeza y dándole vueltas a la primera suma. Aquella terrible hoja en blanco seguía con los ojos fijos en él, desafiándole a que garabateara algún número con su mala escritura.
—Pero, por Dios, ¿qué estás haciendo, Billy? —preguntó ella—. ¿Sabes la hora que es? ¿Has pensado que tienes que ir al colegio hoy?
—Tengo que hacer esto —le rogó Billy.
—Ahora no. ¡Al colegio!
Billy se rascó la cabeza otra vez.
—Mamá, ¿por qué son las sumas tan difíciles?
—No lo son si las sabes hacer —contestó su madre.
—Algunas sí que lo son —dijo Billy.
—Algunas son más difíciles que otras —dijo ella.