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El Daily Chronicle

AL día siguiente apareció un artículo sobre el señor Fletcher en el Daily Chronicle. Era sólo un recuadro, pero lo leyeron millones de personas que se rieron entre dientes mientras desayunaban. Sin embargo, cuando el jefe del señor Fletcher lo leyó, no le entró risa. Se puso como una furia y juró que eso sería el fin del señor Fletcher como coordinador general de matemáticas. El fin.

La señorita Penny también lo leyó, y la mayoría de los niños de la clase 14 B lo habían visto o habían oído hablar de él. A estas alturas, se había extendido la noticia de que el señor Fletcher los había visitado el día anterior y cuál había sido la razón de su visita. El colegio era todo murmullos y excitación.

Una de las pocas personas que no habían visto el Chronicle era el propio señor Fletcher. Se marchó para su oficina como lo hacía normalmente, sin tener ni idea de todo el alboroto que había suscitado, y se sorprendió al encontrar un mensaje diciéndole que su jefe le quería ver inmediatamente.

—Vaya, Fletcher —refunfuñó el jefe—. Siéntese.

El señor Fletcher se dio cuenta de que estaba metido en un buen lío y empezó a sentirse como una mosca atrapada en una tela de araña.

—Tengo entendido que ayer estuvo usted danzando por ahí —continuó el jefe—. Visitó la universidad, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, me dejé caer por allí unos minutos —contestó el señor Fletcher haciendo cábalas sobre cómo había llegado la noticia hasta el jefe. Quizá el técnico se había quejado por el altercado que habían tenido.

—En el departamento de computadoras, ¿no? —refunfuñó el jefe.

—Sí, justo ahí, señor. Y si a usted le ha dicho algo el técnico, me gustaría decir…

—¿Cómo técnico? —interrumpió el jefe—. ¿Técnico? Pero ¿se puede saber de qué está usted hablando?

—La cosa es que, señor, hubo algún problema con el técnico…

—Éste es el único problema que le debe preocupar —dijo bruscamente el jefe arrojándole el Daily Chronicle por encima de la mesa—. ¿Sabe usted que ha convertido usted este departamento en un hazmerreír? Me han llamado media docena de consejeros esta mañana gritando como locos. Otros periódicos, emisoras de radio, reporteros de televisión, ninguno me ha dejado en paz… No me importa decirle, Fletcher, que será un milagro si sigue trabajando en este departamento después de que se haya pasado este alboroto. Un auténtico milagro.

El señor Fletcher se sentía en el limbo. Estaba con la mirada vacía puesta en el Chronicle, leyendo una y otra vez el recuadro de la parte de arriba. Rezaba así:

EXPERTO EN MATEMÁTICAS SE VUELVE COMO UNA CHOTA

Una computadora hace quedar en ridículo a un experto en matemáticas.

James Fletcher, asesor de matemáticas del Departamento de Educación Keyside, requirió cierta información de una computadora de la universidad. Ésta le contestó: «Váyase a freír espárragos».

El señor Fletcher se quejó de que la máquina se había equivocado.

Pero un miembro del equipo de mantenimiento comunicó: «La computadora está programada para dar respuestas sin sentido a preguntas sin sentido».

—Pues bien —dijo bruscamente el jefe—, ¿tiene usted algo más que añadir?

El señor Fletcher se quedó mirando fijamente el periódico y movió la cabeza.

—No lo entiendo —dijo pausadamente—. ¿Cómo se han podido enterar?

—Eso no importa —vociferó el jefe—. El caso es que se ha metido en un buen lío esta vez, Fletcher. Un buen lío. Y no parará aquí, créame.

En las oficinas del Daily Chronicle el director también había estado leyendo la sección de noticias. Hizo un esfuerzo por coger el teléfono. Llamó a su oficina a uno de sus mejores reporteros.

—Este artículo de la página tres sobre el experto en matemáticas y la computadora —dijo cuando llegó el reportero— me huele a una historia que puede dar más de sí. Desplázate a la universidad y averigua qué es lo que este individuo estaba preguntando a la computadora.

—De acuerdo, jefe —contestó el reportero.

Apenas había transcurrido una hora y el periodista había visto ya al técnico en computadoras de la universidad y sabía cuál había sido la pregunta del señor Fletcher. ¿Por qué demonios querría formular una pregunta como ésa?, se preguntaba el reportero. Sólo había una manera de descubrirlo.

El señor Fletcher estaba sentado en su oficina, disgustado todavía por la entrevista con el jefe, cuando sonó el teléfono.

—¿El señor Fletcher? Soy Craig Grant, del Daily Chronicle.

—¿Del Daily Chronicle? —contestó el señor Fletcher, tratando de razonar—. ¿Del Daily Chronicle?

—Es mi intención descubrir el porqué de esa pregunta a la computadora de la universidad, precisamente esa pregunta.

—¡El Daily Chronicle! —resopló el señor Fletcher—. Tiene usted la cara de llamarme. ¿Sabe usted que ha hecho de mi departamento un hazmerreír? Los consejeros se han puesto como furias. ¿Sabe usted que sería un milagro si permanezco en mi trabajo después de todo este alboroto? ¿Sabe usted…?

—Mantenga el tipo. Mantenga el tipo —interrumpió el reportero.

—¡Que mantenga el tipo! —repitió el señor Fletcher—. ¿Usted mantendría el tipo si estuviera en estas circunstancias?

—Sólo se trata de permanecer tranquilo —replicó el reportero—. Nunca se sabe, podríamos hacer algo por usted.

—¿Qué podrían hacer?

—Nunca desestime el poder de la prensa, jefe —dijo el reportero—. Si le hemos puesto en un apuro, también le podemos sacar de él.

—¿Podrían? —preguntó el señor Fletcher más animado.

—No hay ninguna pega —dijo el reportero—. Dígame exactamente lo que pasó.

De este modo, el señor Fletcher le contó lo de la pregunta de Billy, la llamada de la señorita Penny pidiendo ayuda, cómo era la clase 14 B y el problema con la computadora.

—Genial —dijo el reportero—. No se preocupe. Déjelo en mis manos. Le convertiré en un héroe de la noche a la mañana.

—Ah —dijo el señor Fletcher, no teniéndolas todas consigo y sin estar seguro de que quisiera ser un héroe.

—No hay ninguna pega —dijo el reportero—. Por cierto, le mandaré un fotógrafo para que le haga una foto. Y usted no se preocupe, todo va a salir a pedir de boca.

—A pedir de boca —dijo el señor Fletcher sin fiarse mucho.

El reportero se hizo acompañar de un fotógrafo y se fue derecho a la escuela de segunda enseñanza de Dashwood. Mientras esperaba a que la señorita Penny terminara una clase, preguntó a las secretarias lo que sabían acerca de Billy y de su pregunta. Salió al pasillo y entrevistó a chicos que en ese momento no tenían clase. Además, habló con el hombre que se encargaba de las reparaciones cuando éste pasó por delante de él con la escalera y la caja de herramientas. A la hora de la comida el reportero tenía gran cantidad de información sobre Billy y lo que había ocurrido. Si bien es cierto que no todo lo que le contaron era exactamente la verdad, y parte del asunto estaba mal enfocado.

La señorita Penny se mostró sorprendida al encontrar al reportero esperándola en el pasillo. Y aún se asombró más cuando le dijo que le habían informado de que era ella la persona responsable de la gran devoción que sentía el joven Billy por las matemáticas.

—Ay, bueno, no creo… —tartamudeó la señorita Penny—. No, él no es exactamente…

—No debe ser usted tan modesta —dijo el reportero—. Es una gran obra modelar mentes jóvenes y sensibles. Daría algo por tener su habilidad.

—Uy, no —contestó la señorita Penny poniéndose colorada—. No creo tener tanto que…

—Tonterías —añadió el reportero—. ¿Dónde estaríamos si no hubiera personas como usted para guiar a la juventud de la nación? Ahora, cuénteme lo que sabe sobre la pregunta que Billy formuló.

Entretanto, Billy no tenía ni idea del interés que había despertado. No sabía nada de la discusión del señor Fletcher con su jefe o de lo que le había supuesto al reportero seguirle la pista y descubrir lo de su pregunta. No le disgustaba la atención que había despertado esta vez no sólo por parte de sus compañeros, sino también por parte de chicos de las demás clases e incluso de los profesores. Chicos a los que no conocía le habían dado palmaditas en la espalda y le decían: «Bien hecho, Billy», cuando pasaban por su lado por los pasillos. Incluso alumnos mucho mayores le habían parado para preguntarle cómo había conseguido que el señor Fletcher tratara de usar la computadora. Pero también le preocupaba el asunto, pues sentía temor ante la sospecha de que el señor Fletcher volviera al colegio y le echara la culpa de todo el lío.

A la hora de la comida trató de apartarse de los otros escondiéndose en un rincón del patio. Pero le localizaron rápidamente e indicaron al reportero dónde estaba. Éste le había estado buscando por todo el colegio, muy a disgusto del director.

—Hola, Billy —dijo el joven reportero sentándose a su lado—. ¿Sabes quién soy?

—No, señor —contestó Billy con educación.

—Soy Craig Grant, del Daily Chronicle —se presentó el periodista, sonriendo de una manera forzada y echando hacia atrás un rizo de su pelo rubio que le caía siempre sobre la cara—. Apuesto algo a que has oído hablar del Daily Chronicle.

—Sí, señor —dijo Billy temiendo que el señor Fletcher hubiera mandado al reportero para reprenderle por lo de la computadora.

—Me han dicho que has estado causando algunos problemas a tus profesores —comentó Grant con una sonrisa maliciosa—. ¿Por qué no me lo cuentas todo?

—Bueno… Siento que el señor Fletcher tuviera problemas con la computadora. No lo hice adrede.

—Uy, no te preocupes de eso —dijo el reportero—. Cuéntame lo de la pregunta.

—Sencillamente, pregunté a la señorita Penny cuál es la suma más difícil del mundo —dijo Billy, haciendo cábalas de por qué el Daily Chronicle estaba tan interesado en el tema.

—¿Qué te hizo preguntar eso?

—No lo sé —contestó Billy con sinceridad. Con el alboroto que se había armado por lo del señor Fletcher y la computadora, la mente se le había quedado en blanco. Trataba de ordenar los pensamientos y recordar lo que específicamente había querido saber cuando al principio de todo hizo la pregunta, pero estaba hecho un lío. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde anteayer.

—Tienes una auténtica sed de conocimiento, ¿eh?

—Supongo que sí —dudó Billy. No estaba ni un ápice seguro de lo que significaba sed de conocimiento.

—Esto marcha —dijo el reportero mientras garabateaba en su cuaderno de notas y retenía la historia en su cabeza. «Escolar confunde a sus profesores y a una computadora», y pensaba: «Aquí hay materia. Podría incluso aparecer en portada».

A la madre de Billy la despertaron temprano al día siguiente. Se dio cuenta de que el teléfono estaba sonando, y cuando estiró el brazo con torpeza para alcanzar el aparato desde debajo de las sábanas, se fijó en el despertador. Se frotó los ojos y miró otra vez. Sí, eran las 6,30 de la mañana, exactamente.

—Hola —dijo una voz clara en el teléfono—. Aquí Radio Keyside. Es acerca de la pregunta que ha hecho su hijo. Nos gustaría conseguir algo para nuestro boletín de las siete de la mañana. Me puede usted dar algunos detalles del chico. Ya sabe usted, la asignatura en la que tiene mejores notas, lo orgullosa que usted se siente de él, etcétera.

—¿Cómo? —La madre de Billy parpadeó y trató de dar sentido a lo que había oído—. Pero ¿quién es usted? —preguntó, mirando el reloj una vez más.

—Se lo acabo de decir —respondió la voz, irritada—. Radio Keyside.

—¿Sabe usted qué hora es? —preguntó la madre de Billy.

—Son las seis y treinta y dos de la mañana —contestó la voz alegremente—. Debería escucharla, ¿sabe? Interrumpimos nuestros avances cada siete minutos por la mañana.

—Sé qué hora es —respondió la madre de Billy, furiosa.

—Ah, entonces, bien —dijo la voz—. Ahora, hablando de la pregunta que su hijo va haciendo por ahí…

—Pero ¿qué pregunta? ¿De qué está usted hablando?

—Su hijo, Billy Budge. La historia en el Chronicle: «Escolar desconcierta a los cerebros».

—¿Qué historia? ¿De mi Billy?

—Tiene que haberlo visto —dijo la voz, pero la madre de Billy ya no escuchaba. Estaba tratando frenéticamente de despertar al padre del muchacho.

—Brian, Brian, hay un hombre al teléfono que dice que ha salido algo de nuestro Billy en el Chronicle. Brian, despiértate.

Una voz profunda que salía de debajo de las sábanas dijo somnolienta:

—Pasa de eso. Es la llamada de un chiflado.

—No, te confundes, Brian. Es una emisora de radio. Dicen que nuestro Billy está en el Chronicle —tiró con fuerza de la ropa y destapó al padre de Billy—. Deprisa, Brian —vociferó—, vete y compra un periódico —acto seguido, entró como una bala en el cuarto de Billy gritando—: Vamos, Billy, levántate. Esta vez sí que te has lucido. ¿En qué lío te has metido?

Cuando Billy estuvo lo bastante despierto para empezar a explicar a su madre lo que había ocurrido, el teléfono sonó otra vez. Sonó dos veces más antes de que el padre de Billy volviera del quiosco con un ejemplar del Chronicle.

Descolgaron el teléfono y se reunieron alrededor de la mesa de la cocina. Billy y su madre todavía no se habían vestido. El padre se había puesto un jersey y unos pantalones encima del pijama.

Esta vez no había salido un pequeño recuadro en una página interior, sino un gran reportaje cubriendo casi toda la portada con fotografías del señor Fletcher, de la señorita Penny y del propio Billy.

—Billy —dijo la madre con un nudo en la garganta—, ¿qué has hecho?

El chico se sobresaltó. «Ya sabía yo que habría un lío por esto», pensó.

El padre de Billy, que ya había ojeado el reportaje mientras volvía del quiosco, empezó a leerlo en voz alta. Decía así:

ESCOLAR DESCONCIERTA A LOS CEREBROS

Un escolar ha desconcertado a su profesora y a un experto en matemáticas con una pregunta que no pudieron contestar.

Incluso una computadora fue derrotada a causa de la pasión de Billy Budge por el conocimiento de las matemáticas.

El regordete de once años quería saber cuál es la suma más difícil del mundo.

Billy, un alumno de primer año de la escuela de segunda enseñanza de Keyside, formuló esta pregunta a su profesora de matemáticas.

La señorita Mónica Penny, responsable de las matemáticas de primero, llamó al asesor de matemáticas James Fletcher.

La señorita Penny dijo textualmente: «Billy y sus compañeros de clase se mostraron muy incisivos para encontrar la respuesta».

El señor Fletcher, coordinador de matemáticas de todos los colegios de Keyside, trasladó la pregunta a la computadora de la cercana Universidad de Keyside. Al habla con el Chronicle, el señor Fletcher dijo: «La computadora no tenía una sola pista, ni la tenía tampoco el técnico, para decirles la verdad».

Billy le comentó a nuestro reportero ayer: «No sé por qué hice la pregunta. Supongo que es que tengo sed de conocimientos».

Pero a pesar de los denodados esfuerzos de sus profesores, Billy está todavía esperando una contestación.

Cualquier persona que tenga alguna respuesta, que se ponga en contacto con el Chronicle.

Billy no podía creer lo que oía. La madre de Billy tampoco. Pero el padre de Billy comenzó a reírse maliciosamente.

—Qué bien, ¿eh? —dijo.

La madre se enfadó.

—¿Qué quieres decir con qué bien? ¿Qué hay de bueno en ello? ¡Nuestro Billy apareciendo en los periódicos! Perfecto, ¿eh? Tienes que estar loco. Eres igual de desastre que él. Debéis de estar locos los dos —se volvió hacia Billy—. ¿Por qué no nos lo contaste? —preguntó. Acto seguido, antes de que pudiera responder, se volvió otra vez al padre—. ¿Sabías algo de esto, Brian?

El padre de Billy sacudió la cabeza.

—Sí, ¿por qué no nos dijiste nada de esto, Billy? —preguntó suavemente.

Billy también se lo preguntaba. Había pensado decírselo a sus padres la noche anterior, pero no sabía por qué no lo había hecho. Le parecía todo tan poco real, casi como si lo hubiera soñado, que había sentido miedo de que pensaran que se lo había inventado. De todas formas, lo habría dicho si hubiera sabido que iba a salir en la portada del Chronicle.

—Anda, venga —dijo su madre, enfadada—. Contesta a papá. ¿Por qué no nos lo dijiste?

Pero antes de que Billy pudiera articular palabra, alguien llamó con los nudillos en la puerta de la casa.

—Vaya, ¡maldita sea! —dijo la madre, levantándose para abrir la puerta—. Y no te creas que me he olvidado de ti —reprendió a Billy con el dedo mientras se dirigía a la puerta—. Quiero una respuesta.

Cuando abrió la puerta de par en par se encontró con dos hombres. Uno de ellos llevaba una máquina fotográfica colgada del cuello. Por lo aparatosa que era debía de ser carísima.

—Hola, cielo —dijo uno de los hombres—. Vive aquí Billy Budge, ¿no?

—Sí —dijo la madre de Billy, enfadada—. ¿Qué quieren? Yo soy su madre.

—¿Su madre? —respondió el hombre riéndose maliciosamente—. Qué va, se está quedando conmigo. Tiene que ser su hermana. Usted no parece lo suficientemente mayor como para ser su madre.

La madre de Billy se puso colorada.

—Bueno, me han dicho que parezco más joven de lo que soy —replicó, olvidándose por completo de enfadarse.

—Querida, pertenecemos a la Gazette —replicó el mismo hombre—. Sólo queremos cambiar unas impresiones con el joven genio y con sus padres, que se sentirán orgullosos. Jim, tenemos que sacar algunas fotografías a esta señora tan encantadora.

—Por favor, no —dijo la madre de Billy—, todavía no me he peinado —y se fue como una bala a arreglarse para que la fotografiaran.