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La señorita Penny |
BILLY Budge era un chico comente. No había nada especial en él. Vivía con su madre, su padre y su abuela en una casa alta y vieja, no lejos de la Calle Mayor. Su hermana, Helen, había vivido con ellos hasta que se casó en septiembre y se trasladó a otro piso.
Todos le creían el bebé de la familia. Su abuela, que ahora pasaba una larga temporada con tía May, le llamaba «mi hombrecito» y le acariciaba el pelo. A Billy eso le sentaba fatal, pero por otro lado la abuela le compraba caramelos y patatas fritas. Billy se llevaba el botín a su cuarto y se lo zampaba después de haberse lavado los dientes.
—No le digas nada a tu madre —le solía decir su abuela, como si fuera un gran secreto que sólo compartieran ellos dos.
Billy iba pensando en ella mientras se arrastraba al colegio.
«Cómo deseo que vuelva a casa otra vez», pensaba.
Era bajo de estatura para su edad, con una cara demasiado gruesa y sucia casi siempre. Llevaba los bolsillos llenos de trozos de cuerda y cachivaches que cogía aquí y allá. Los calcetines se le caían incluso cuando su madre le ponía un elástico en la parte de arriba.
El rostro de Billy crecía en descontento mientras caminaba sin ganas. Los calcetines se le habían escurrido tanto que sólo les faltaba desaparecer dentro de los zapatos. Sabía que cuando diera la vuelta a la esquina divisaría el colegio, y se deprimió. Le gustaba ver a sus amigos en el colegio y jugar en los recreos. Y algunas veces pensaba lo agradable que sería pasar sin las lecciones y que les dieran un recreo más largo, sólo interrumpido por la comida. Pero hasta que lo hicieran, Billy seguiría odiando el colegio y las clases de matemáticas sobre todo.
—Vamos, Billy —dijo una voz detrás de él—. ¡Llegarás tarde!
Era «Jumbo» Gibbs, un chico pequeño de estatura, gordo y con gafas. Era el mejor amigo de Billy. Le llamaban Jumbo a causa de su peso. Pero en absoluto se parecía a un elefante. Tenía unas facciones perfectas y los ojos muy azules. Ahora su rostro estaba completamente sofocado de venir corriendo. Casi había perdido el aliento. Aun así, intentó animar a Billy para que se diera prisa.
—Bah, no te preocupes —musitó Billy caminando sin ganas.
—Te vas a arrepentir de lo que haces si llegas tarde a la clase de la señorita Penny —dijo Jumbo.
La sola mención de la señorita Penny hizo que Billy aligerara el paso. Levantó los ojos y contempló el colegio a lo lejos: un edificio de ladrillo rojo, largo y bajo, detrás de una verja que permanecía abierta al final de una carretera. Su apariencia era la de un monstruo enorme con la boca abierta, dispuesto a tragar niños.
«¡Qué horror!», pensó Billy, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
—¿Cuánto nos queda? —preguntó.
Jumbo fijó su mirada en la muñeca con interés.
—No lo sé —repuso—. No puedo ver mi reloj. Tengo los cristales de las gafas empañados.
Sacó el pañuelo dispuesto a limpiarlas cuando el timbre del colegio sonó con un alarido agudo y penetrante. Era como el horrible fantasma sin cabeza que la abuela de Billy decía haber visto una vez.
—¡No puede ser! —exclamaron los dos, y comenzaron a correr hacia la verja del colegio. Querían ser tragados por ella y dispersarse en aquella masa enorme de uniformes escolares que estrujaban, arrasaban, gritaban y charlaban en los pasillos que los llevaban a sus clases.
La clase de la señorita Penny estaba al final de un pasillo gris, cerca de los laboratorios de donde surgían olores raros y nada agradables. Quizá, pensó Billy mientras corría por el pasillo, aquélla era la razón de que por la clase de matemáticas flotase un penetrante olor a humedad. Dudó cuando llegó a la puerta y trató de inventar alguna disculpa para no entrar.
—Venga, Billy —dijo Jumbo desde atrás—. Se pondrá furiosa si no entramos antes que ella.
Billy dio la vuelta al picaporte y, ayudado por Jumbo que le empujaba por detrás, casi cayó en picado dentro de la clase. Echó una ojeada rápida hacia la gran mesa del rincón y emitió un suspiro de consuelo cuando comprobó que la señorita Penny aún no estaba allí. Después, posó sus ojos en el resto del grupo, que en aquel momento se volvía para mirarlos a ellos. Se dio prisa para llegar a su sitio, situado al fondo de la clase. Jumbo lo siguió resoplando. Ambos se sentaron.
No le hacía mucha gracia estar allí, pero se sentía contento porque había llegado antes que la señorita Penny. A ella le gustaba hacer su entrada cuando todos estaban sentados, con los libros encima de la mesa y en silencio. No le gustaban los chicos que llegaban tarde e interrumpían su clase.
Billy se acomodó en su asiento y echó una ojeada al resto de la clase. Pertenecían a uno de los cuatro grupos de primer año de la Escuela de Segunda Enseñanza Dashwood, pero casi habían terminado el curso y esperaban entrar en segundo después de las vacaciones de verano, cuando dejaran de ser los bebés del colegio.
La mayoría de los niños provenían de la barriada de casas alquiladas del Ayuntamiento, situada detrás del colegio. Otros vivían en grandes edificios de enfrente del colegio, y unos pocos, como Billy, más lejos aún.
La clase de Billy tenía fama de ser la peor del primer año, gracias a «Croc Croc» Harris y sus muchachos, que hacían el tonto en todas las clases excepto en la de la señorita Penny. Croc Croc se había ganado el mote debido a su voz ronca. Sus amigos lo habían copiado de su madre, que nunca le llamaba por su nombre verdadero, Steven. Todo el mundo le llamaba Croc Croc a sus espaldas, pero cualquier persona que le llamara así y que no perteneciera a su pandilla probablemente recibiría un puñetazo en la nariz.
Billy vio que algunos chicos estaban comparando las soluciones de los problemas y los estaban corrigiendo diligentemente.
Se dio cuenta de que podría aprovechar la oportunidad para hacer los deberes. Sacó su cuaderno rápidamente y comenzó a rascarse la cabeza pensando en la primera operación. Pero no pasó desapercibido por mucho tiempo. Croc Croc Harris, que estaba sentado cerca, se inclinó hacia adelante para mirar mejor y dijo:
—Pero ¿qué haces, Budge?
—Nada —dijo Billy en plan defensivo.
—¿Nada? —repitió Croc Croc con voz ronca—. Vamos a echar una ojeada —alargó la mano y le arrebató el cuaderno antes de que Billy pudiera impedirlo. Croc Croc escudriñó la página, que estaba en blanco a excepción del encabezamiento: «Deberes». Acto seguido mantuvo el cuaderno en alto y gritó con su voz ronca—: ¡Eh, mirad aquí! Billy Budge no ha hecho los deberes.
Se volvió hacia Billy con una sonrisa malévola en su rostro.
—Voy a enseñar esto a la señorita y te asesinará —comentó. La idea le satisfizo, y vociferó a la clase—: ¡Eh, la señorita va a asesinarle!
Billy se puso en pie de un salto. Estaba tratando de recuperar el cuaderno cuando la puerta de la clase se abrió. La temida señorita Penny entró. Fijó la vista en los alumnos. Sus ojos, a través de las gafas de concha, eran iguales a los de la profesora de ciencias examinando especímenes por el microscopio.
Billy se volvió a sentar como si tuviera un resorte. Croc Croc tiró el cuaderno con la intención de que cayera en el pupitre de Billy y le regaló una sonrisa maliciosa.
La señorita Penny paseó la mirada por la clase, esperando con impaciencia a que reinara la calma.
—Buenos días, Catorce B —dijo.
—Buenos días, señorita Penny —coreó la clase con obediencia.
Un silencio aterrador se extendió por toda el aula. Los alumnos se mostraban desasosegados al sentir que la mirada de la señorita Penny se posaba en ellos.
—No veo muchos libros abiertos —dijo la profesora con frialdad—. Que me atrase unos minutos no tiene por qué suponer que la clase empiece más tarde. Todos sabéis a qué hora debemos empezar y podéis ver el reloj de la pared. Supongo que a estas alturas sabéis leer la hora, ¿no? —contempló la clase una vez más. Creaba una sensación de inquietud donde quiera que posase su mirada—. Bien, no perdamos más el tiempo. Abrid vuestros textos por la página veintidós y continuad con el próximo ejercicio.
En medio del revoloteo de las páginas, una mano se disparó hacia arriba y alguien preguntó:
—Por favor, señorita, ¿se refiere al ejercicio número cuatro?
—No —dijo la profesora como un iceberg—. Ya habéis hecho ese ejercicio en casa —regaló a la clase otra mirada que producía inquietud—. Supongo que todos habéis hecho los deberes —Billy se sobresaltó.
La señorita Penny se sentó junto a su mesa y abrió el cuaderno con la lista. Mientras, los alumnos inclinaron en silencio las cabezas sobre sus libros para enfrentarse a la lucha con el ejercicio número cinco.
—Andrews —llamó la señorita Penny.
—¿Sí, señorita? —contestó el alumno, al que había cogido por sorpresa.
—Trae tus deberes.
El corazón de Billy se hundió hasta lo más hondo de las profundidades del estómago, pues su nombre era el siguiente. Escuchó con desagrado cómo la profesora reprendía al desgraciado Andrews por tener dos operaciones mal y no saber hacer otra.
—Bien, vuelve a tu sitio. A Billy le brotó un sudor frío.
—Budge —le llamó—. Trae tu cuaderno.
Billy recogió su cuaderno dando un traspiés y se dirigió a la mesa de la señorita Penny. Sentía que le pesaban los pies como enormes pesas de plomo. Croc Croc Harris le brindó una sonrisa malintencionada cuando Billy pasó junto a su pupitre.
—Dame tu cuaderno —le increpó la señorita Penny extendiendo la mano.
—Por favor, señorita…
—Espera un momento —dijo la señorita Penny con impaciencia—. Déjame ver tus deberes primero.
—Pero, señorita…
—Dame tu cuaderno —espetó la señorita Penny con mal humor.
No había más remedio que entregarlo. La señorita Penny se quedó mirando fijamente la hoja en blanco y acto seguido miró la anterior y la que seguía.
—¿Dónde están tus deberes, Budge?
—Por favor, señorita, eso es precisamente lo que le quería decir; señorita, no los pude… hacer.
Billy oyó cómo su propia voz se extinguía gradualmente. Se escuchaban jadeos de horror provenientes de sus compañeros.
—¿No los has hecho? —La señorita Penny se le quedó mirando fijamente, con asombro—. ¿No los has hecho?
—Por favor, señorita, no los pude hacer —suplicó Billy.
La señorita Penny se empezó a recuperar del susto.
—¿Por qué no? Todo el mundo se las ha arreglado para hacerlos —se puso de pie y paseó a zancadas por la clase—. ¿Hay alguien más que no los haya hecho? —preguntó, desafiando a que alguien levantara la mano—. Así que eres el único —repuso con aire triunfante volviéndose hacia Billy—. Todo el mundo se las ha arreglado para hacer los deberes, Budge. Así que, ¿por qué no los has hecho tú?
Billy musitó:
—No sé, señorita.
—¿Qué es eso de no sé? ¿No sé? Me encargaré de ti después de la clase, Budge. Siéntate.
La cara de Billy se tiñó de rojo escarlata al pasar por donde estaban Croc Croc y sus compinches.
La señorita Penny estuvo de mal talante hasta que se terminó la clase. Regañó incluso a los que tenían una sola operación mal de las que había mandado hacer en casa. Los compañeros de Billy le miraban de una manera desagradable cuando regresaban todos colorados de la mesa de la profesora.
Billy se hundió detrás de su escritorio y se rascó pensativo la cabeza mientras miraba el ejercicio cinco, que era aún peor que el cuatro. Faltaban diez minutos para que se terminara la clase y Billy sólo había hecho dos preguntas y ni siquiera estaba seguro de que estuvieran bien.
—Tendrías que haber terminado el ejercicio cinco ya —dijo la señorita Penny de manera desafiante.
Billy volvió a mirar las preguntas de la hoja y se rascó la cabeza. ¿Por qué eran tan difíciles algunas sumas?, pensó.
La señorita Penny les explicaba lo difíciles que serían ciertas sumas cuando llegaran a segundo y cómo algunos de ellos —Billy supuso que su mirada se dirigía hacia él— tendrían que sudar tinta para resolverlas.
El chico gruñó para sus adentros. Cerró los ojos y tuvo una repentina visión de páginas y páginas de sumas que no podía hacer y que se prolongaban hasta el infinito. Los números se hacían más y más grandes hasta que parecía que le iban a enterrar, rodeándole como si fueran docenas de señoritas Pennys de mirada iracunda. Se preguntó a sí mismo si la cosa se podía poner peor. Por lo menos no sería tan grave si supiera la peor suma que le pudieran poner como deber alguna vez. Quizá si la supiera el resto de las sumas no le parecerían tan difíciles.
Una vez más la señorita Penny acababa de volverles a repetir que eran la peor clase del primer año.
—Como deberes para casa, terminad el ejercicio cinco y haced el ejercicio seis. ¿Alguna pregunta?
La mano de Billy se alzó despacio.
—¿Dime, Budge?
—Por favor, señorita… —dijo Billy titubeando.
—Sí, Budge, ¿qué es lo que quieres?
—Por favor, señorita, ¿cuál es la suma más difícil del mundo?
Una calma silenciosa reinó en la clase y todos los ojos se volvieron hacia Billy. La señorita Penny se le quedó mirando fijamente.
—¿Qué?
Billy repitió la pregunta. La señorita Penny parpadeó. Su mirada atravesó sus gruesas gafas. Le gustaban las operaciones aritméticas desde sus tiempos de colegio y había hecho cientos, miles, quizá millones. Pero nunca se le había ocurrido pensar en cuál era la suma más difícil que había hecho, sobre todo cuál era la más difícil del mundo. La señorita Penny se ruborizó hasta llegar al rojo carmesí, pues se había dado cuenta de que Budge le había formulado una pregunta que no podía contestar. Miró a Billy y a toda la clase con la esperanza de que surgiera una respuesta y comenzó a sentirse enormemente indispuesta y aturdida.
—Bien, pues —empezó con calma—, algunas sumas son más difíciles que otras, desde luego…
La clase recuperó el aliento, dándose cuenta de que la tan temida señorita Penny estaba a la defensiva.
—Sí, señorita, pero ¿cuál es la más difícil de todas? —voceó Croc Croc Harris. Intuía que tenía una oportunidad de divertirse a costa de la profesora.
—Pues bien, creo que la suma más difícil es… —la señorita Penny estaba ahora tan colorada como un tomate y se apreciaba el sudor en su frente—. Pues bien…
Fuera, en el pasillo, el timbre sonó de repente señalando el final de la clase. A la señorita Penny se le escapó un suspiro de alivio.
—Ya hemos terminado —gritó—. Vamos, al recreo.
Algunos de los chicos se levantaron apresuradamente, pero se sentaron otra vez cuando recibieron miradas amenazadoras de Croc Croc y sus muchachos.
—Bien, os podéis ir —dijo la señorita Penny de modo impaciente.
La clase apenas se movió. Nadie se levantó.
La mano de Croc Croc se disparó hacia arriba.
—Por favor, señorita, no ha contestado la pregunta —se estaba riendo con esa sonrisa maliciosa tan propia de él.
—Bueno, no tenemos tiempo para eso ahora. Llegaréis tarde al recreo.
Billy empezó a compadecerse de la profesora. Deseaba no haber formulado la pregunta. Levantó la mano.
—Por favor, señorita…
—Ahora no, Billy.
—Pero, señorita…
—Vamos, ¿qué quieres, Billy?
—Por favor, señorita, pensé que quizá usted podría darnos la solución mañana.
—Sí, claro —dijo la señorita Penny con alegría—, sí, cómo no se me había ocurrido. Os daré la solución mañana. Ahora vamos, Catorce B; id en silencio al recreo.
Y con eso la señorita Penny puso pies en polvorosa, olvidándose de que tenía que hablar con Billy sobre los deberes.
Bajó corriendo las escaleras y entró en la sala de profesores. Los otros estaban ya tomando el té de la mañana y quejándose de sus alumnos. La profesora se desplomó en una silla.
—Pero ¿qué te pasa, mujer? —preguntó la señorita Brogan, profesora de religión—. Parece como si te hubieran dado un buen susto.
—Nada de eso —replicó la señorita Penny con sangre fría. Realmente, estaba muy asustada al haber sido vencida por Billy Budge, precisamente por él. Era el caso más perdido de todas sus clases de matemáticas de primer año. ¿Qué demonios le había inducido a hacer aquella pregunta? Y ¿cómo se las iba a componer para encontrar la solución al día siguiente? La señorita Penny se estremeció ante el pensamiento de tener que enfrentarse a la 14 B otra vez sin la solución. Necesitaba urgentemente ayuda y consejo y se le ocurrió de repente de dónde podía obtenerlos. Rápidamente agarró el teléfono que estaba en la sala de profesores.
—Oiga —dijo—, por favor, ¿está el señor Fletcher ahí? Sí, es urgente. Dígame, ¿es el señor Fletcher? Sé de sobra que tiene que estar muy ocupado… Sí, soy la señorita Penny… Señor Fletcher, se me había ocurrido si… Sí, claro, estoy estupendamente, gracias… Señor Fletcher, ¿puede venir a verme al colegio mañana por la mañana? Sí, ya sé que tiene que estar con mucho trabajo. Sí, es muy urgente. Sí, pero le estaría eternamente agradecida si… ¿vendrá? Ay, ¡qué maravilla! Sí, claro, mañana por la mañana sobre las nueve. Sí, muchísimas gracias, no sabe lo que se lo agradezco.