20 de septiembre de 1999

Empiezo a sentirme cada vez mejor en la casa. Las chicas me han aceptado ya casi todas, a excepción de Isa, que sigue poniendo mala cara a cualquiera. Además del ambiente cada vez más tranquilo entre nosotras, yo empiezo a tener unos cuantos clientes regulares. Estoy contenta y ya ha desaparecido el nerviosismo de los primeros días.

Me siento a gusto con mi cuerpo y, sobre todo, con mi cabeza. No es un trabajo más difícil que otro, la verdad. Es distinto, nada más. Ahora, pasadas las tempestades del principio, se está instalando una rutina que me permite disfrutar de cada encuentro y vivir mi sexualidad liberada lo mejor que puedo.

Desde el episodio de la Barbie, David sólo quiere verme a mí. Bueno, eso es lo que dice. Pero sé que llama a otras agencias y ve a otras chicas. Porque le gusta el sexo, y yo conozco las reglas del juego. Dos veces a la semana conmigo, no pueden bastarle. Disfruto mucho con él, aunque no es mi tipo de hombre.

También he conseguido a otro cliente. Al principio, yo no era quien debía verle, sino otra chica. Se llama Pedro.

21 de septiembre de 1999

Estoy con un americano en el hotel Princesa Sofía, cuando me llama Angelika para decirme que, una vez acabado el servicio, tengo que coger un taxi para ir a un hotel situado a las afueras de Barcelona. Antes que a mi ha mandado a Gina, una rubia que trabaja de vez en cuando para la casa para pagarse el Mercedes que se acaba de comprar pero, al llegar allí, el cliente en cuestión resultó ser… ¡su jefe! Toda una historia… Gina se ha ido corriendo, se ha subido al flamante Mercedes y, a ciento ochenta kilómetros por hora, ha vuelto a la casa traumatizada. Por suerte, el cliente no la ha reconocido porque no había luz en el pasillo cuando le abrió la puerta, y no se ha dado cuenta. Pero el pobre hombre ahora está frustrado y espera impaciente a otra chica.

Cuando encuentro a Pedro, me parece de entrada un tipo muy nervioso, casi neurótico y con el pelo caído. Me he mostrado muy tranquila y le he gustado enseguida. Dicen que los polos opuestos siempre se atraen. Es verdad para él, pero no para mí. Vive en un hotel cinco días a la semana, cerca de la empresa que dirige. El fin de semana vuelve a su casa a hacer su papel de buen padre y marido.

Esta noche, mientras estamos en la cama, insiste mucho en que le haga una felación sin preservativo, porque lleva cuatro años sin tocar a su mujer. Ante mi negativa de no hacer nada sin protección, se me pone a llorar como un niño y después, cuando me penetra, se corre en cinco minutos. A mí no me hace gozar nada. Es muy amable pero un verdadero desastre como amante. Me resigno, pensando que, de todas formas, hoy me he ganado bien el día.

23 de septiembre de 1999

Pedro se está volviendo obsesivo conmigo. Ha llamado para saber si estaba libre, y aparece al inicio de la noche para pasarla entera conmigo. Primero, paga unas horas y nos vamos a la suite. En realidad, me dice que no le interesa mucho el sexo. Pretende encontrar en mí, sobre todo, una especie de consejera-psicóloga. Pero si además está siempre abierta de piernas, ¡mejor!

Siento un cariño especial por él. Está claro que prefiero estar con él, porque me trata bien, que con un degenerado que puede llegar a pedirme cosas asquerosas. Dice que siente que está haciendo una buena acción porque así yo no tengo que ir con otros hombres. Luego, decide salir y llevarme a bailar, avisándome previamente de que no aguanta el alcohol. Yo, en cambio, aguanto todo lo que me echen. Al fin y al cabo, acabo de renacer y tengo una fuerza interior que me hace soportarlo todo. Esta noche, decido aprovecharme de esta ventaja. Me invita a tomar una copa en un bar del centro, y entonces me dice que está contemplando la posibilidad de ser mi novio. Hasta me quiere regalar un anillo de oro blanco. Yo rechazo esta propuesta categóricamente.

–No quiero que seas mi novio. No quiero a ningún novio. Además, ahora soy incapaz de amar. Quiero ganar dinero, pagar mis deudas y ¡basta!

–Haré todo para que te enamores de mí, te lo prometo.

–No quiero enamorarme, ¡no lo entiendes! Además, no eres mi tipo para nada. ¡Lo siento!

Con cada rechazo parece motivarse más. Es como un desafío, el primer gran desafío que se le presenta en la vida. Cuanto más violenta me pongo, más se aferra a mí, porque me confiesa que necesita a una mujer autoritaria a su lado. Creo que, en el fondo, le encanta jugar el papel de buen samaritano y salvador de una chica que se encuentra en la miseria más absoluta. Complace así su orgullo y esto le da, por primera vez, un sentido a su aburrida vida. Pero Pedro me da asco físicamente, y esta noche quiero arreglármelas para no tener relaciones sexuales. Su sexo es como un espagueti fino cuya única función verdadera es la de colgar entre las piernas. Nada más.

Nos ponemos a bailar, y sólo de verle contorsionándose en la pista me da pena. Se mueve peor que un trozo de madera. Yo no dejo de pedir whiskies, y verter el contenido de mi vaso en el suyo, para que beba. No parece darse cuenta. He decidido no darle mi cuerpo. Bastante estoy haciendo con aguantar sus lloriqueos.

De repente, me anuncia:

–Me voy a divorciar.

–Pero, ¿tan mal te encuentras en tu casa? – le pregunto.

No creo que me esté diciendo eso en serio. Además, está completamente borracho.

–¡Como un verdadero gilipollas! Desde que te conozco, me doy cuenta hasta qué punto me he engañado a mí mismo todos estos años. No aguanto más a mi mujer y este matrimonio es una verdadera farsa.

–Pues si es así, cambia de vida sin dudarlo. Pero por ti, no por mí. No pretendas que te ayude más de lo que estoy haciendo. No quiero ser tu amante en exclusiva.

–No quiero que seas mi amante, ¡quiero que seas mi novia!

–Te estás engañando otra vez, Pedro. Te has enamorado de una persona que encontraste en un ambiente muy particular. Te sientes libre de venir e irte cuando te da la gana. Sólo es cuestión de dinero. En la vida real sería diferente, no me soportarías.

–Pero ¿qué dices? ¡No sabes hasta qué punto te quiero! ¡Te quiero más que a mi propio hijo!

Me parece fuerte y gravísima esta afirmación y decido hacerle beber un poco más. No aguanto este tipo de discurso, y a este hombre que siente no sé qué amor por su hijo. Desde luego, no está en su pleno juicio. ¡No pienso escuchar una palabra más acerca de eso!

–Además, no sé qué hace una mujer como tú en un sitio como ése. No es tu lugar. ¿Por qué haces este trabajo, con los estudios que tienes? – añade.

–¡Hago eso porque existes tú! – le explico enfadada.

¿Qué pasa? ¿Acaso es incompatible tener estudios universitarios, haber sido ejecutiva y hacer lo que yo hago? ¿Acaso soy una delincuente o una mala persona por haber decidido trabajar en esto? Pedro me está mirando pero parece no entender nada.

Al cabo de un rato, empieza a encontrarse muy mal y, a duras penas, le saco del local ante la mirada sorprendida de la gente. Casi lo estoy llevando en mis brazos. Pedro no pesa mucho más que yo, pero la escena es cómica.

Una vez en la calle, me encuentro con el dilema de convencer a un taxista para llevarnos a su hotel. Es una tarea difícil porque, visto el estado de mi compañero, nadie se atreve a llevarnos por miedo a que vomite en el asiento de atrás. Un señor mayor, regordete y buenazo, acepta al final, porque no se ha percatado muy bien del estado de Pedro, a quien he sentado en un banco mientras busco un taxi. A medio camino, sin embargo, tenemos que pararnos en la banda de emergencia de la carretera, porque mi acompañante amenaza con devolver todo lo ingerido durante la noche encima del asiento. Afortunadamente no pasa nada de eso. Mientras, el taxista me va insultando y me dice que le he engañado. Yo, avergonzada, no paro de disculparme.

Una vez en el hotel, tomo la resolución militar de hacerle vomitar como sea, porque si no voy a tener que pasar la noche en vela, vigilándole, ya que ahora amenaza con tirarse por la ventana, alegando que está enamorado de una mujer que no le ama. Esta actitud tan melodramática acaba definitivamente con mi paciencia y le cojo por detrás en el baño, le arropo delante del inodoro con los dos brazos en torno al estómago y le voy presionando la barriga para que devuelva de una vez. Se pone a vomitar larga y dolorosamente, y luego se va a la cama. Al final, concilio yo también el sueño.

A la mañana siguiente, Pedro se levanta con una resaca sin precedentes, y se pone a fumar compulsivamente cigarro tras cigarro hasta que me despierta. Me he librado de aquel momento sexual que no puedo soportar más, y estoy muy orgullosa de mi pequeña jugada. Hoy, vuelvo feliz y fresca a la casa.

–Este cliente te gusta mucho, ¿verdad? – me pregunta Susana al verme llegar.

Más que preguntarme, lo está afirmando. Claro que yo no le voy a decir que soy feliz porque he ganado dinero sin hacer nada. Conociéndola, sería capaz de contárselo a Manolo y Cristina y eso generaría problemas, sin duda. Además de curiosa, Susana ha demostrado ser chivata.

–Seguro que siempre lo pasas muy bien con él en la cama.

Me limito a sonreírle, recojo mi dinero y me voy para casa.

Hoy invito yo…

25 de septiembre de 1999

Estoy en el gimnasio cuando me llama Susana. Afortunadamente, llevo el móvil conmigo, y el timbre resuena contra las paredes de la inmensa sala donde suelo acudir unas cuantas veces a la semana. Tengo que responder en voz baja para no llamar la atención de los curiosos, que ya empiezan a poner mala cara por ser molestados en pleno ejercicio.

–Tienes que venir ya. No tengo a ninguna chica en la casa y el cliente te ha elegido por la foto.

–Susana, estoy en el gimnasio. Me preparo, pero voy a tardar un poco.

–¡Date prisa!

Siempre llevo ropa por si ocurre algo así, y me alegro de haber sido previsora. Me evita desviarme para ir a cambiarme a casa. Me preparo en el vestuario de mujeres, cojo un taxi y me voy directamente para allá.

El día es gris, ha llovido un poco por la mañana y yo no estoy con mucho humor pero, ante todo, el trabajo es el trabajo.

Susana me espera impaciente. Siempre se pone así, su sentido de la profesionalidad no podría aceptar jamás que un cliente se le fuera de las manos porque la chica está tardando demasiado en llegar. Así que siempre se pone de los nervios y, a consecuencia de ello, le aparece psoriasis por todo el cuerpo. Vive con el temor permanente de que la echen, y por ello mismo, nunca nos hace sentir cómodas. Esta actitud suya ha contribuido de alguna forma a estrechar los lazos con Angelika, quien ha demostrado ser mucho más flexible que ella.

–Venga, preséntate de una vez, si no se va a ir…

–Ya lo sé, Susana. Pero estaba en la otra punta de Barcelona. No podía ir más rápido.

Me arreglo el pelo delante del espejo, y entro en el salón. El cliente está mirando la televisión, con un cubalibre en las manos. Da la sensación de haberse bebido unos cuantos mientras me estaba esperando. Cuando me ve, sonríe pero no me dice nada y tengo que iniciar yo la conversación. Resulta ser un ingeniero aeronáutico, padre de familia (como todos) que se siente solo. No es nada guapo. Para ser sincera, físicamente es bastante repulsivo, pero tiene un no sé qué que le hace carismático. Cuando me siento a su lado, me quedo pasmada del efecto que le produzco. Se pone literalmente a temblar. Me confiesa que tiene mucho miedo y eso me enternece, así que intento tranquilizarle y pasamos a la suite, donde se quita la ropa furtivamente, se mete en la cama y se tapa completamente para que no pueda ver su desnudez. ¡Empezamos bien! Pienso que, actuando así, va a ser otro fracaso sexual, pero… Resulta ser maravilloso. Me corro sin tener que fingir. Me gustan sus caricias en todo el cuerpo. Es un verdadero experto de la anatomía femenina, hasta dudo de que el hombre que se encuentra en la cama conmigo sea el mismo al que he visto minutos antes en el salón.

Cuando acabamos, y mientras se está duchando, cojo mi bolso, saco mi monedero y después de contar los billetes, le tiendo 50.000 pesetas.

–¿Qué es eso? – me pregunta, incrédulo, friccionándose enérgicamente la espalda con la toalla.

–El reembolso de lo que le has pagado a Susana para estar conmigo -le susurro, para que no me oigan los micrófonos.

–¿Qué…?

–¡Lo que oyes! Por favor, ¡cógelo!

–Pero ¿por qué?

–Para agradecerte este momento. Hoy invito yo. ¡Pero no te acostumbres… y ni una palabra a Susana! – y le sonrío.

Tengo que insistir para que coja el dinero, porque no hay forma de que lo acepte.

–Desde luego, cada vez entiendo menos a las mujeres.

Al irse con el dinero, le murmuro:

–No hay nada que entender.

Más bien me lo estoy diciendo a mí misma porque, además, ni siquiera es mi tipo.

Estado de sitio

30 de septiembre de 1999

Esta mañana, Manolo ha tenido una discusión muy fuerte con Angelika. Estoy durmiendo en la habitación pequeña y los gritos del camionero me despiertan de repente. He oído a Angelika, que también está levantando el tono y, asustada, he acudido para ver lo que está pasando. Estoy en una casa de locos, por lo tanto, cualquier cosa puede suceder.

Las demás chicas no se han inmutado. Cuando interviene «El Jefe», es una cuestión de Estado, me han dicho. Ocúpate de tus asuntos, añadió Mae un día. Pero es superior a mis fuerzas. Parece que Manolo está a punto de pegar a Angelika y yo tengo que intervenir.

Manolo le está haciendo una serie de reproches, entre otros, que la noche anterior no ha cumplido con su trabajo y que se ha dormido. La prueba está en que, cuando sonó el teléfono a las cuatro de la madrugada, la que contestó fui yo.

–Te habías olvidado de que lo grabamos todo, ¡tonta! – le está echando en cara Manolo-. Tenemos la voz de Val grabada. ¿Qué hacía ella contestando en tu lugar? Tú eres la encargada, ¿o no?

Quiero intervenir porque Angelika se está poniendo muy nerviosa.

–Ella estaba en el baño -explico, intentando darle una buena coartada a Angelika.

–¿Tú también quieres acabar en la calle? – Manolo está levantando cada vez más la voz-. ¿Por qué la defiendes mintiendo? Sabemos que estaba durmiendo. Se lo dijiste tú misma a Isa. La conversación está grabada.

Me pongo a recapacitar y me doy cuenta de que he dicho efectivamente eso. He metido la pata esta vez, y hasta el fondo. Angelika y yo nos miramos, luego, ella recoge sus cosas y dice que no piensa quedarse ni un minuto más en esa casa de locos, donde la están vigilando más que en la casa de Gran Hermano.

–Eso es, coge tus cosas y ¡ya sabes dónde está la puerta! – le dice Manolo.

Angelika sale dando un portazo, que se debió oír en todo el vecindario.

–No te preocupes -me dice Manolo, a modo de consuelo-. Esta noche, habrá una nueva persona aquí. Esta vez, ¡una verdadera profesional!

Yo estoy desamparada, y no lo puedo disimular porque Angelika es en definitiva la única persona con quien puedo hablar con sinceridad en esta casa. Y, de alguna forma, me siento culpable de que la hayan despedido repentinamente. Lo único que me queda de Angelika es su número de teléfono. Me prometo llamarla para no perder el contacto.

Todo mi día transcurre con tristeza por lo de Angelika y, por la noche, vuelvo a la casa para hacer turno. Hay efectivamente una nueva encargada, una tal Dolores, aunque se parece más a una chica de pago como nosotras. Es delgaducha, con un tipo bastante bonito, el pelo largo azabache y unos ojazos color miel impresionantes. Una verdadera muñequita. Nos presentamos rápidamente y percibo con claridad que ella se está esforzando por ser amable. Es normal. ¡Tantas mujeres en la casa asustan a cualquiera! Tiene que hacerse aceptar.

Cuando entro en el salón para dejar mis cosas, ocurre algo inesperado. Todas las chicas están reunidas allí, en silencio, y me miran preocupadas. Es la primera vez que siento realmente una unión entre nosotras.

Todas están fumando y llevan haciéndolo desde hace rato, porque el cenicero está lleno de colillas. Deduzco que algo va mal y que el nerviosismo se ha apoderado de ellas. Cindy es la primera en tomar la palabra.

–Siéntate, y cierra la puerta, por favor.

Hago lo que me está pidiendo. Algo malo está ocurriendo.

–¿Qué os pasa a todas? ¿Por qué estáis así? – empiezo realmente a preocuparme.

–¿Qué nos pasa? – dice Isa.

–¿No lo ves? – añade Mae.

–¡Es un desastre! – opina Estefanía.

–¡Puedo decir adiós a mi Mercedes! – piensa Gina en voz alta, los ojos en el vacío.

La única que no dice nada es la Barbie, para variar. Pero yo estoy casi convencida de que debe de estar pensando en su próxima operación de cirugía estética.

–¡Estamos acabadas! – vuelve a exclamar Cindy.

Yo no entiendo nada. ¿Qué cosa tan grave ha podido pasar para que, de repente, todas estén tan afligidas? ¿Cuál es la razón para que hayan dejado de lado sus diferencias? Los conflictos parecen haberse esfumado como por arte de magia.

–¿Por qué acabadas? – pregunto.

Ya no puedo más con tanto misterio.

–Esa mujer… -dice Isa.

–¡Seguro que nos va a robar a todos los clientes! – acaba Mae.

–Pero ¿qué estáis diciendo? Es la nueva encargada de noche. Han echado a Angelika esta mañana, y Manolo me dijo que contratarla a una verdadera profesional -explico, con afán de calmar los ánimos-. ¿Por qué nos robaría a los clientes?

–Porque es mona -continúa Estefanía-. Y en cuanto se dé cuenta de que lo que van a pagarle es una miseria comparado con lo que ganamos nosotras, nos va a robar a los clientes. ¡Ya verás! Ya pasó una vez hace mucho tiempo.

–¡Hombre, sería muy fuerte!

–Nunca hay que contratar a una encargada demasiada guapa. Es siempre arriesgado. ¡No entiendo a Manolo! – opina Gina.

La Barbie aprueba con la cabeza mientras se está alisando el pelo con la mano.

–Bueno, si vosotras lo decís… ¿Y qué hay que hacer entonces?

–Tenemos que hacer un frente común -apunta Cindy-, ¡y contamos contigo!

–Sí. Hay que vigilarla y escuchar todo lo que le dice a los clientes. A la mínima, se lo decirnos a Manolo -opina Isa, convencida.

–De acuerdo. Podéis contar conmigo, pero no creo que sea para tanto, ¡de verdad, chicas!

–¡Ya verás! – exclama Gina-. Y ahora, como si nada.

La dolorosa pérdida de Angelika nos ha unido más. Así que empezamos a hacer «guardias». Hemos decidido que si no coincidimos todas, las que estamos en la casa con Dolores debemos vigilarla muy de cerca. Esta noche, Dolores parece cumplir su trabajo a rajatabla, se comporta bien con todas nosotras y no hay nada que reprocharle. ¡Ni un fallo! Hasta yo estoy a punto de desistir de nuestro estado de alerta máxima.

4 de octubre de 1999

Hoy han llamado muchos clientes extranjeros que no hablaban ni una palabra de castellano. Y han empezado los problemas con Dolores. Como soy la única que habla varios idiomas, Dolores me viene a despertar en plena noche para pedirme que atienda las llamadas. Me parece muy fuerte por su parte, pero accedo a ello porque las chicas y yo sabemos que Manolo lo va a descubrir tarde o temprano. Es la excusa perfecta para deshacernos de ella. El teléfono está pinchado y, algún día, Manolo o Cristina escucharán mi voz. Dolores ha asegurado que habla perfectamente inglés y francés, por lo que ha quedado claro ahora que les ha tomado el pelo. De hecho, a la mañana siguiente, Manolo aparece en la casa para hablar con Dolores, mejor dicho, para echarle la bronca. Le dice que se lo monte como quiera, pero ella es la encargada y debe atender a los clientes, no nosotras.

Oliendo que, tarde o temprano, va a perder su empleo, Dolores se pone a coquetear con los clientes durante todo el día, después de mantener esta conversación conmigo.

–Dime, ¿cuánto puedes ganar a la semana?

–Depende, Dolores. No todas las semanas son iguales, ¿sabes?

–Bueno, ya, pero, más o menos…

–Entre seiscientas mil y setecientas mil pesetas.

He exagerado un poco las cantidades, a propósito.

–¿Qué? ¡Qué barbaridad! ¡Y pensar que a mí me pagan doscientas mil pesetas al mes! ¡Es escandaloso!

–Sí. Pero yo me abro de piernas, y tú no. Es la justa proporción, ¿no crees?

Se queda pensando. Creo que ya está maquinando la posibilidad de quedarse con unos clientes y hacer el máximo de dinero antes de que la echen. Las chicas tenían razón.

6 de octubre de 1999

Hoy pillamos a Dolores dándole su número de teléfono a un cliente que viene a visitarnos cada semana. Llamamos a Manolo y, a pesar de negarlo todo, por la tarde, Dolores está de patitas en la calle.

–Coge tus cosas, y ¡a la puta calle…! – le grita Manolo.

Rotación de personal

7 de octubre de 1999

Después del episodio protagonizado por Dolores, las chicas ya no me miran como la supuesta ladrona de ropa de Isa. Extrañamente, no ha vuelto a haber más robos en la casa.

Cuando hoy llega Sofía, es como una inyección de oxígeno en una caja de cartón con pequeños agujeros. Tiene unos cincuenta años, y un aspecto hippy muy divertido, que consiste en llevar faldas largas de franjas multicolores, pendientes grandísimos y un sombrero de terciopelo. Presentimos enseguida que con esta nueva encargada de noche nos vamos a llevar muy bien. Es culta, dulce y, además, tiene un algo que me recuerda a mi abuela paterna. Su verdadera vocación es cuidar a los animales; los adora y se dedica a recoger en la calle a cualquier ser viviente que tenga cuatro patas. Siempre he pensado que la gente que ama a los animales lleva bondad en el corazón y es incapaz de hacer daño. Con Sofía, no me he equivocado. Es un amor de persona y de una generosidad desbordante.

Sofía tiene un perrito al que ha llamado Jordi para reafirmar sus raíces catalanas. De catalán, el perrito no tiene nada, la verdad. Es un bastardo encontrado en las calles de París, donde Sofía pasó largas estancias con un amante, unos diez años atrás. Para ella, Jordi lo es todo, y ha pedido permiso a Manolo para llevárselo de vez en cuando a la casa, porque el animal, según ella, tiene depresiones cuando está solo. El propietario ha accedido con la condición de que el perrito no ladre en plena noche. Empiezo a creer que Manolo sí tiene corazón.

He pasado toda la noche con Pedro y, al volver, le propongo a Sofía ir a pasear a Jordi. Mientras me entrega el dinero de la noche y al perrito, me comenta:

–No seas tonta. Cuando hayas acabado de pagar tus deudas, ahorra algo. No hagas como todas las demás chicas, que se gastan el dinero en trapos. ¡Ahorra todo lo que puedas! ¡Y no te enamores!

Pero el amor, cuando llega y es de verdad, pega fuerte. Y me ocurrió en el sitio menos indicado, y con la persona menos esperada. Fue el 10 de octubre de 1999.

Primer encuentro con Giovanni

10 de octubre de 1999

Ha pasado poco más de un mes, y practicar sexo con desconocidos ya no tiene ningún tipo de interés para mí. Se ha convertido en pura «gimnástica». Ya he conseguido casi dos millones de pesetas en tan sólo un mes de trabajo y a este ritmo, habré reembolsado mis deudas más rápido de lo que me había imaginado. Si las cosas van bien, en cinco meses habré acabado de pagar; pienso en seguir trabajando en la casa un poquito más para terminar de sanearme económicamente, y cambiar luego de vida.

Esta tarde estoy en casa, haciendo limpieza, cuando me llama Susana.

–Ven corriendo, tengo a dos clientes italianos que te están esperando. Tienes que darte prisa porque han de coger un avión. ¿Vale, cariño?

–Vale. Me preparo, pero tú ya sabes que no puedo volar. Voy a intentar ir a toda prisa. Diles que se esperen.

Me pongo inmediatamente en marcha. Sólo falta maquillarme y al poco rato salgo corriendo a la calle a buscar un taxi. Ironía del destino… Imposible coger uno libre. Está pasando el tiempo, más de media hora desde la llamada de Susana, cuando vuelve a sonar mi móvil.

–¿Qué estás haciendo, cariño? Si no te das prisa, voy a tener que llamar a otra chica.

–Lo sé, Susana. Estoy intentando encontrar un taxi libre, pero es la hora punta de salida del trabajo y no encuentro ni uno. Por favor, diles a los clientes que estoy en camino y que hay mucho tráfico. ¡Por favor, Susana!

Otro día, me hubiese enfadado con ella, pero esta vez, algo me dice que he de conservar la calma. Llego finalmente a la casa con una hora de retraso, el rímel corrido de tanto sudor, Susana enfadada, y los dos clientes italianos a punto de marcharse.

Me presento enseguida. Son dos hombres muy elegantes, como saben ser los italianos, uno pequeño, gordo y calvo, llamado Alessandro y otro alto, delgado, y con una picardía en los ojos que me hace quererle enseguida. Giovanni no es un hombre guapo, pero su rostro proyecta serenidad y simpatía. Desgraciadamente, está claro, una vez más, que yo no puedo elegir. Vuelvo a la habitación pequeña donde se encuentran Estefanía y Mae. Las dos ya se han presentado, pero sólo Estefanía le ha gustado a Alessandro. Interiormente, me siento aliviada al saber que me ha tocado el que más me atrae.

Mae se ha quedado colgada, está fumando sentada encima de la cama, pero no me pone demasiada mala cara ahora porque ya se ha establecido una especie de código de honor entre nosotras: «el cliente me ha elegido, entonces ¡no jodas!».

Giovanni y yo pasamos a la suite y se da una ducha rápida. Yo me quito la ropa y, cuando sale de la bañera, empieza a cogerme fuertemente en sus brazos, cosa que me sorprende, ya que los hombres nunca suelen hacer eso. Todos prefieren ir directo al grano. Nos entrelazamos unos instantes y luego me mira con ternura y nos fundimos en un beso tierno. Los dos tenemos ganas de besarnos, hay como una especie de energía entre nosotros que nos atrae y nos hace pegarnos como dos imanes. De hecho, estamos muy sorprendidos de esa atracción, tanto él como yo, y empezamos a intercambiar palabras sobre Italia y las razones de su viaje a España. Mientras tanto, en la habitación de al lado, oímos los gritos de Estefanía que se funden con los de Alessandro. Nuestra actividad sexual está muy lejos de alcanzar ese nivel. El encuentro se acaba después de que masturbe a Giovanni, que está demasiado cansado para tener una relación completa. Yo me he conformado con el beso que me ha dado y no me siento para nada frustrada. Lo que ha sucedido entre nosotros es más que gratificante para mí. Tengo la extraña sensación de conocer a este hombre de toda la vida, su olor, su sonrisa, sus manos. Al despedirse de mí, me dice que regresará dos días más tarde, y que espera volver a verme. También me pregunta cuál es mi nombre verdadero.

–El que te he dicho. Es mi verdadero nombre, te lo aseguro.

Dai! Non é vero. So che il tuo nome é diferente. (¡Venga! No es verdad. Sé que tu nombre es diferente.)

–No, no. Te lo aseguro. Yo no tengo nombre de guerra, si a eso te refieres.

Y se va riendo, y asegurándome que la próxima vez le acabaré dando mi verdadero nombre y mi número de teléfono. Yo no sé nada de él, ni sé si lo volveré a ver. Los hombres prometen muchas cosas que luego no cumplen. Pero algo en mi interior me dice que pronto volveré a cruzarme en su camino.

El hombre de cristal

II de octubre de 1999

Este encuentro con Giovanni me ha hecho reflexionar mucho sobre el camino que he recorrido hasta ahora. Creo que el destino está siempre jugando con las personas y que tiene muchos caminos. Yo elegí uno y, escarmentada, me ha conducido hasta Giovanni, a través de una casa de citas. Si no hubiese tomado la decisión de meterme en esto, seguramente nunca le hubiese conocido. Parecemos tener muy poco en común y las probabilidades de encontrarnos fuera son tan escasas… En el fondo, lo único que yo estoy buscando es amor. Quizá porque nunca me he sentido querida. Cualquier cosa que he hecho hasta ahora ha sido por un único objetivo: el amor. Citas a ciegas, aventuras de una noche, la casa, tantos medios para encontrar lo que siempre he buscado. Hoy me siento muy feliz por este descubrimiento, y pienso transmitirlo a todo el mundo.

Y con este buen humor en el cuerpo, me voy a trabajar como de costumbre, decidida a hacer el bien a mi alrededor, sin saber que mi «víctima» de esta noche va a ser la persona que más lo necesita desde que estoy en la casa.

A eso de las dos de la madrugada, Sofía me despierta, con Jordi en los brazos, para darme un trabajo. Un cliente nuevo, joven, ha llamado y ha pedido a una chica europea particularmente cariñosa.

–Ya entenderá el porqué luego -le explicó el cliente a Sofía.

Esta noche, Isa y yo somos las únicas chicas que hemos venido a trabajar. Pero Sofía tiene claro que no la puede mandar a ella.

Así que me encamino hacia el domicilio del cliente. Vive en la parte alta de la ciudad, en un edificio muy bonito que tiene vigilancia las veinticuatro horas del día.

Al abrirme la puerta, creo que no puedo disimular la sorpresa y el susto en mi cara, aunque mi intención es la de parecer lo más natural posible. Iñigo está sonriendo delante de mí, bien acomodado en su silla de ruedas. Me hace pasar enseguida al salón, porque, «no sirve de nada llevarte a mi dormitorio», me va explicando, riéndose de buena gana. El piso es grande y moderno, pero hay un olor a rancio que es difícil de soportar. Todas las puertas están adaptadas al paso de una silla de ruedas y empiezo a sentirme muy mal por la desgracia de este chico, que no debe de tener más de veintiséis años.

–Soy tetrapléjico, casi al ciento por ciento -me dice, de la manera más natural del mundo.

Ante esta afirmación, me siento en un rincón del sofá -casi me dejo caer- y le pido permiso para encender un cigarro.

–Yo también fumo -me dice-. ¿Me puedes encender uno, por favor, y ponérmelo en la boca?

Es lo que hago enseguida, ansiosa de poder satisfacerle, y se lo pongo entre los labios. Da unas cuantas caladas y me pide acto seguido con la mirada que se lo quite. Ha tenido bastante con eso.

–¡Gracias! – me dice-. Ahora, ¿te molesta cogerme en tus brazos y acostarme en el sofá? Yo lo podría hacer pero me supone grandes esfuerzos.

Este chico me da mucho respeto y estoy dudando unos segundos antes de cogerle porque, como si fuera una figura de cristal, no me atrevo a tocarle por miedo a romperle algo o hacerle daño.

–¡Sin miedo!, no te preocupes, no siento absolutamente nada. El único sitio donde tengo algo de sensibilidad es el cuello, y un poco las manos.

Parece haber leído mi pensamiento.

Cuando está incorporado, me pide quitarle la ropa. Es flacucho, tiene todos los miembros atrofiados y sus piernas no son más gordas que mis brazos. Me siento muy incómoda. Su pequeño sexo, diminuto, la verdad, está, para mi gran sorpresa, erecto.

–Desde que tuve el accidente, está siempre así. No es por excitación -me explica-, no siento nada aquí abajo.

Y se vuelve a reír a carcajadas. Me siento como una estúpida, y me doy mentalmente bofetadas por haber querido morir más de una vez. ¿Qué derecho tenía a sentirme miserable cuando la verdadera desgracia está frente a mí, encarnada en este chico, lleno de vitalidad y buen humor?

No ocurre evidentemente nada entre él y yo, sólo me paso una hora dándole besitos en el cuello, los cuales va agradeciendo con pequeños gemidos.

Vuelvo a la casa decidida a no quejarme nunca más y no quiero contar nada acerca de Iñigo a ninguna chica ni a las encargadas. Este episodio es algo que el destino me ha enviado para hacerme reaccionar, vivir el presente y para que tome las oportunidades cuando se presentan, sin pensarlo dos veces.

¿Y como es él? – ¿En qué lugar se

enamoró de ti?

12 de octubre de 1999

Giovanni ha vuelto a llamar. Sí. ¡Ha vuelto a llamar! Ha cumplido con lo dicho. Y me está esperando, junto con Alessandro, a las cuatro de la tarde en la casa. Susana me ha avisado esta mañana, y yo he saltado de alegría.

–¿Qué te pasa, cariño? ¡Como si fueras a casarte con él!

Obviamente, he tenido que controlarme un poco delante de Susana. Si no, puede sospechar cualquier cosa. No tengo intención de darle mi número de teléfono a Giovanni al segundo encuentro. Primero, porque quiero conocerle un poco más. Luego, porque corro el riesgo de tener problemas en la casa. Estoy muy controlada, y tengo miedo de los propietarios.

En esta ocasión, Alessandro ha decidido pasar una hora con Mae. Se ve que ahora le gusta. Al entrar veo a Giovanni solo, esperándome, porque una vez más yo he llegado tarde pero su sonrisa cuando aparezco en el salón me hace entender que sus ganas de verme han podido más que su impaciencia.

Esta vez nos toca estar en la habitación pequeña, ya que la suite está ocupada por Alessandro. No estamos de lo más cómodos pero no nos importa. Hacemos el amor como jamás hubiera sospechado que podía pasar en un sitio como éste. Nos dejamos llevar con

todo tipo de juegos y cuando el tiempo ha llegado a su fin, Susana nos llama a la puerta para recordarnos que ya es hora de salir.

–Dame tu teléfono -me pide de repente.

–No, lo siento, no puedo -le contesto, sin dar ninguna explicación.

–¿Pero por qué? ¿No quieres volver a verme? Podrías viajar conmigo de vez en cuando. Te pagaría igual, si es lo que te preocupa.

–¡Claro que quiero volver a verte! Pero no fuera de la casa.

Y le apunto el techo con un dedo, para hacerle entender que nos están grabando.

–¿Qué te pasa?

No parece comprender nada, y me coge las manos como para suplicarme que le explique lo que está pasando.

Entonces, me pongo a buscar en mi bolso un papel y un bolígrafo, y le escribo «Hay micrófonos en la habitación».

Me coge el boli y me escribe a su vez «Dame tu teléfono, per piacere».

No se lo doy. Me muero de ganas por hacerlo, pero no sé lo que me ocurre. No se lo doy en esta ocasión. Giovanni se va, un poco triste, pero prometiéndome que volverá el 25 de noviembre para pasar una noche entera conmigo, fuera de la casa. Hasta esa fecha, queda mucho tiempo todavía, y no sé cómo voy a hacer para soportar esta ausencia. Este segundo encuentro con Giovanni me ha impactado y afectará seguramente a mi trabajo en la casa. Estoy luchando contra mi misma, porque pienso que puede ser el gran amor de mi vida, pero no sé lo que siente él. Sin duda le he gustado mucho, pero nada más. No quiero volver a jugarme la piel con un hombre. Estoy muy lejos de pensar que él se ha enamorado perdidamente de mí.

Accidente laboral

22 de octubre de 1999

Sigo en una nube después de diez días desde mi encuentro con Giovanni. No tengo forma de establecer contacto con él. Solamente él puede hacerlo a través de Susana o de Sofía. Estoy pensando en él las veinticuatro horas del día y voy cada vez menos a trabajar. Físicamente, no me encuentro con fuerzas. Psicológicamente, tengo en la cabeza a una única persona: él. Veo a pocos clientes, aunque sigo ganando bastante dinero. Pero me limito a ver a los habituales. El tema de la infidelidad nunca me ha generado problemas de conciencia. De hecho, siempre he pensado que la infidelidad no existe. Pensaba que se puede ser fiel, aun teniendo relaciones sexuales con otras personas. El cuerpo se puede compartir, pero el alma, definitivamente no. Desde Giovanni, cada vez que he estado con un cliente nuevo, me he sentido mal, y no consigo explicarme el porqué.

Hoy viene Pedro a buscarme para pasar la noche conmigo. Me voy de mala gana, un poco irritable, porque sé que voy a tener que escuchar sus lloriqueos una vez más. ¡Ya me tiene harta! Pienso que, para no tener que hacer de mamá una vez más, en esta ocasión debo practicar el sexo con él. Así se calmará, y quizá me dejará tranquila. Cuando me propone ir a cenar le digo que no, y le invito a ir directamente a su hotel. En sus ojos, veo que la idea le encanta. Es la primera vez que yo tengo este tipo de iniciativa. Y no acaba de creérselo. Pero no se hace de rogar dos veces. Y sucede lo que tenía que haber sucedido mucho antes.

Estamos desnudos encima del cubrecama, el cual, hoy, tiene una función bien definida: secar mis lágrimas que fluyen sin parar. Estoy llorando como una loca.

–Por favor, no te pongas así. No ha pasado nada, ya verás como tengo razón -me susurra Pedro para intentar tranquilizarme.

Yo tengo un nudo en la garganta, que me impide respirar y hace más dolorosas las lágrimas que van corriendo como ríos en mi cara.

–¿Tú qué sabes? Si me dijiste que nunca habías hecho el test. – Hablo con palabras entrecortadas-. Eres un cobarde. ¡Eso es lo que eres! Yo siempre lo he hecho. ¡Siempre, siempre, siempre!

Pedro está aterrorizado al verme en este estado, e intenta convencerme de algo que no puede evitar.

–¡Venga, por favor! No he hecho el test porque no tenía ninguna razón para hacerlo. Ya te he dicho que llevo cuatro años sin hacer el amor con mi mujer. Aparte de ti no he tenido ninguna relación extramatrimonial.

–¡Yo no soy ninguna relación extramatrimonial! – he pronunciado la frase de un tirón.

El aire empieza a volver a circular dentro de mi garganta.

Pero ante la visión del preservativo roto entre sus manos, vuelvo a tener un ataque de pánico. Me levanto y me encierro en el baño.

–Mira. Haremos una cosa. Mañana mismo me haré un test de VIH y, como no lo tengo y tú tampoco, así te quedarás más tranquila. ¿Te parece bien?

Sus palabras resbalan contra la puerta del baño. No consigo responderle y le odio con todas mis fuerzas, por haber vertido su semen en mí, sin mi permiso, por no haber sabido ponerse bien el preservativo, por querer darme demasiado amor sin yo haberle pedido nada. Le odio con toda mi alma, y me da asco lo que acaba de suceder.

Es un castigo de Dios, pienso. Y me meto en la ducha para eliminar todo rastro del pecado.

Salida del armario

30 de octubre de 1999

Desde hace una semana, estoy muy atormentada por lo de Pedro. Y ha repercutido en mi trabajo en la casa. Rechazo muchas veces algunos servicios que se me ofrecen y vuelvo a tener el estado anímico bajo. Le he pedido a Pedro que no vuelva a verme hasta tener los resultados de las pruebas.

Con las chicas, sigo en buenos términos y hasta le he confesado hoy a Cindy lo sucedido. Ella ha adoptado un aire grave y me ha intentado consolar, diciendo que hay muy pocas probabilidades de que coja una enfermedad así con una persona como Pedro. También me ha explicado que a ella le ha sucedido lo mismo en dos ocasiones, y que es el riesgo de este trabajo.

–Nunca estás a salvo de un preservativo defectuoso -me explica-. Cuantas más relaciones tengas, más posibilidades hay de que te pase algo así.

Curiosamente, hasta ahora, no había pensado en eso, y me odio aún más por ello. En el fondo, ese chico no tiene ninguna culpa. A cualquiera le puede ocurrir. Pero le hago responsable de todos mis males presentes, y de la ausencia de una persona: Giovanni.

Pedro ha desaparecido literalmente del mapa, y eso me hace temer lo peor. Volver a pasar una noche entera con él, aunque no me guste, significaría el fin de mi «paranoia sidosa». Pero, hay un problema. Pedro no ha vuelto a pisar la casa.

A esta angustia, se suman las sospechas de los propietarios quienes piensan que veo a Pedro fuera de la casa, y cobro mis servicios sin darles la mitad del dinero. No es cierto, evidentemente. ¡Si supieran!

Esta noche acepto ir a un servicio en la casa de una mujer. La «cliente» es una chica pija de veinte años que me ha abierto la puerta en camisón blanco transparente, con ganchillo en las mangas y en el escote. Es muy bonita pero me sorprende ver a alguien tan joven.

El piso parece grandísimo, con techos altos y un pasillo que no se acaba nunca. Me lleva a una pequeña habitación que sirve de salón para invitados, donde me ofrece una copa.

–Me llamo Beth -me anuncia mientras me tiende la copa de whisky que le he pedido.

–¿Estás sola esta noche?

–Sí. Mis padres están de viaje y me aburría mucho, así que telefoneé para tener compañía. ¿Te sorprende encontrarte a una mujer?

–No, para nada -digo, con toda naturalidad-. Lo que me sorprende es encontrarme a una mujer tan joven con las ideas tan claras. ¡Eso es lo que me sorprende!

–Ya me lo han dicho muchas veces. Pero ¿qué quieres que te diga? Me gustan tanto los hombres como las mujeres. Y esta noche, quiero estar con una mujer. Además, mi novio me ha dejado, y quiero intentar olvidarle.

Mientras charlamos tranquilamente, oigo un ruido extraño que proviene de otra habitación. No estamos solas en la casa. Debo de estar poniendo cara de preocupación, porque Beth intenta tranquilizarme enseguida.

–Es Paki, mi perro. ¡No te preocupes!

Aparece en el salón un pastor alemán precioso, con la lengua fuera y jadeando.

–¡Hola, amor mío! Ven aquí, mi amor, ¡ven!

El perro se acerca, me huele un poco y luego pone su nariz debajo del camisón de Beth. Ella, que no parece incómoda por la insolencia del animal, se pone a acariciarle los flancos.

–Es una amiga, ¿ves? Somos amigas -le está diciendo al perro, por si tiene la mínima intención de atacarme y arrancarme parte de la cara.

Esta frase de Beth no me tranquiliza nada. Al contrario.

–¿Qué pasa? ¿Es agresivo tu perro? – le pregunto, medio en broma. La verdad, estoy acojonada.

–No, ¡tranquila! Es sólo que no le gustan los intrusos. Pero es un buen chico -ahora Beth le está rascando la espalda.

Hay algo sensual en Beth que me hace estremecer. Tiene la dulzura de una adolescente y, a la vez, mucha malicia sexual en los ojos. Mientras la estoy observando, vuelvo a oír un ruido que proviene de otra parte del piso.

–Beth, hay otra persona aquí, ¿verdad?

–¡Que no! No te preocupes. Debe de ser algo que se ha caído. Voy a ver un momento. Tú, ¡quédate aquí!

–Beth, por favor. No pasa nada. Prefiero que me digas la verdad.

Ignorando mis palabras, sale del salón.

–Ahora vuelvo -dice, dándome la espalda.

Estoy convencida de que hay otra persona en el piso. Además, el perro no se ha movido. Es seguramente alguien que conoce y Beth me ha mentido.

Pasan unos cinco minutos, durante los cuales yo no me atrevo a moverme. Paki se pone a olerme nuevamente, da un bostezo y se acuesta.

–Veo que ya os habéis hecho amigos -dice Beth al volver y observar al perro tirado a mis pies.

–Sí, más o menos. Me gustan mucho los perros y creo que Paki se ha dado cuenta. Entonces, ¿qué era eso?

–Nada. La madera en la chimenea que tengo en mi habitación. ¿Quieres verla?

Es una clara invitación a ir a su dormitorio y la sigo, con nuestras copas en una mano, el bolso en la otra y el perro detrás. El dormitorio es muy amplio y bonito, con muebles rústicos a modo de decoración y una cama en forma de barco. Las sábanas, blancas, inmaculadas, están muy arrugadas, de un extremo al otro de la cama y, enfrente, hay una chimenea con un principio de fuego.

La mesita de noche está llena de vasos con restos de alguna bebida alcohólica, y en los lados, hay manchas blancas.

–Mi novio vino esta tarde. Estuvimos en la cama y luego cortamos. ¿Raro, no? – dice Beth, metiéndose una raya por la nariz-. ¿Quieres?

Se acaba de confeccionar una raya con los restos del polvo blanco de la mesita de noche. Con un dedo, recoge lo que queda y se lo chupa.

–No, te lo agradezco. No me gustan esas cosas.

Me imagino por un instante a Beth, abierta de piernas debajo de un chico moreno y musculoso, dando sus últimos gemidos de placer. Habrán estado consumiendo cocaína toda la tarde y luego ella, muy colocada, le habrá ordenado que se largue, con lágrimas en los ojos, y que desaparezca de su vida para siempre. Esta noche, después de recobrar la lucidez, ha llamado a la casa para hacer venir a una chica, y vengarse de todos los hombres de la tierra, y particularmente de su novio. Yo la entiendo.

Entrelaza sus brazos alrededor de mi cuello y me da un beso en los labios. Tiene la lengua caliente y muy amarga por la coca que acaba de consumir y, al poco rato, empiezo a tener la lengua entumecida. Con esta desagradable sensación, nos acostamos, hasta que oigo otra vez un ruido. De la chimenea no viene, pondría la mano en el fuego, ¡nunca mejor dicho! Proviene de un inmenso armario que hay al lado de la ventana. Alarmada, me levanto, a pesar de que Beth intenta retenerme.

–¡No es nada! Vuelve aquí, no me puedes dejar así, ¡a medias!

No le hago caso y abro la puerta del armario.

–¡Como que era la madera en la chimenea! – exclamo, mientras entreveo una silueta en el fondo del armario. Meto la mano y saco al hombre por la manga.

–¡Tú, sal de ahí! ¡Ya está bien de jugar al escondite!

El tipo sale tan bruscamente que amenaza con caerse por el tirón que le acabo de dar. ¡No puedo creer que me haya hecho esto! Tengo delante de mí a Pedro, avergonzado por su jugada fallida y por haber sido descubierto.

–¿Eras tú? – grito, olvidando por completo mi buena educación-. ¿Qué coño estás haciendo aquí? ¿Me lo puedes explicar?

Pedro intenta recomponerse y se sienta al lado de Beth, que parece haber caído en una crisis de histeria. Sus risotadas están resonando en todo el dormitorio y Paki se pone a ladrar.

–Lo siento, cariño -decide soltar por fin Pedro-. Quería hacerte un regalo especial y contraté a esta mujer para que te lo pasaras bien. Luego pensaba seguirte hasta la casa y anunciarte que las pruebas del test son negativas.

Baja la cabeza y su barbilla se pega al cuello, como un niño que acaba de hacer una de sus travesuras.

–¡Pues tu regalo es de muy mal gusto! Y seguramente querías participar. Haberme recibido tú al abrir la puerta, tonto. Me acabas de dar un susto de muerte. Como eres incapaz de tener una erección en condiciones, encargas el trabajo a otros. Y contratas a una mujer. No vaya a ser que me lo pase mejor con otro hombre, ¡egoísta!

Me he quedado a gusto, aunque ya me estoy arrepintiendo de la mitad de mis palabras.

–¿Y tú, quién eres? – le pregunto a Beth que, por fin, se ha calmado y sigue buscando restos del polvo blanco en la mesita.

–¿Yo? – pregunta como si hubiera otra persona en la habitación-. Yo soy como tú. Hago el mismo trabajo que tú, pero recibo en mi domicilio.

Y se pone nuevamente a reír. Los intentos de Pedro por calmarla son un fracaso. Cojo mi bolso y salgo dando un portazo en las narices del pobre Paki, que me ha acompañado hasta la puerta.

Pedro decide seguirme y, una vez en la calle, se pone a correr para intentar reducir los cien metros de distancia que nos separan. – ¡Espera! Espera, por favor -me grita sin aliento. Hago una señal al primer taxi libre que está bajando la calle. – ¡Cásate conmigo, por favor! ¡Te lo suplico! – Vete a la mierda -susurro. Y vuelvo directamente a la casa.

Intercambios

25 de noviembre de 1999

Siete de la tarde.

Hoy, ni huella de Giovanni. Me prometió que vendría y que pasaríamos toda la noche juntos. Pero Susana no me ha llamado para avisarme de que tengo la noche reservada. He estado muy nerviosa todo el día, y he tenido el sentimiento familiar de haber sido engañada por segunda vez en mi vida. He intentado dormir un poco, para olvidar, pero no he podido pegar ojo. Así que me he ido al gimnasio para desahogarme. Evidentemente, me he llevado el móvil, por si llama en el último minuto. En lo más profundo de mí, no pierdo la esperanza de volver a ver al italiano que ha robado mi corazón.

Nueve y cuarto de la noche.

Ya llevo una hora levantando pesas e insultando mentalmente a todos los hombres de la tierra, cuando tiene lugar la tan esperada llamada de este mes de noviembre.

–Te recuerdo que, a las once, tienes que estar en el hotel Hilton.

–¿Cómo que «te recuerdo»? ¡Susana, ni siquiera lo sabía hasta ahora!

–Bueno, pues ya lo sabes -me dice, un poco perpleja-. Mae y tú vais con los italianos a pasar toda la noche. ¡Alégrate!, cariño, es más dinero para ti.

Ya es tarde y tengo poco tiempo. Corro hasta mi casa, todavía con el chándal puesto y me meto rápidamente en la ducha. La rabia que he sentido todo el día ha dejado sitio a la alegría, así que he optado por no pelearme más con Susana por su aviso tardío. Desgraciadamente, no dispongo de mucho tiempo para ponerme coqueta y probar varios modelitos así que tengo que escoger lo primero que me cae encima, a saber, un conjunto de noche negro y un abrigo de cachemira. Tengo que pasar primero a recoger a Mae y le pido al taxista que nos espere. Subo las escaleras de cuatro en cuatro. Mae está divina de la muerte y deduzco que ha sido avisada mucho antes que yo, porque hasta ha tenido tiempo de ir a la peluquería.

Susana me está esperando con el papelito donde están indicadas las habitaciones del hotel y descubro con horror lo siguiente:

Val y Alessandro, habitación 624. Mae y Giovanni, habitación 620.

No puedo dar crédito a lo que estoy leyendo.

–¡Creo que hay un error! – le advierto inmediatamente a Susana.

–¿Un error? ¿Dónde?

–¡En los nombres! Has repartido mal. Es al revés, ¿no?

Mae me está mirando desafiante y suelta, irónica:

–Pues se ve que quieren cambiar. A mí ya me tocó Alessandro la última vez. Ahora es todo tuyo. Además, no me gustaba. El otro parece mejor en la cama. ¡Ya te contaré cómo ha ido la noche!

Tengo que contenerme para no saltarle encima y arrancarle el pelo. No me lo puedo creer. ¿Cómo se puede ser tan cruel, cómo ha podido ese hombre hacerme creer que le gustaba? Y encima, ¡me hace ir igualmente para estar con su amigo! Empiezo a sentir mareos y casi me desmayo. No sé si irme corriendo o pasar la noche con Alessandro, y ser la mejor amante que él ha tenido jamás, para que, al día siguiente, le cuente a Giovanni lo maravillosa que ha sido la noche conmigo. Quiero hacerle sufrir y morirse de celos. Al final, decido no desvanecer y vamos en taxi hasta el hotel. Llegamos con diez minutos de adelanto y le sugiero a Mae tomar algo en el bar. Necesito algo fuerte para aguantar la humillación que me están haciendo pasar, y la poca vergüenza de ese hombre. ¿Me mirará a los ojos? Pero, ante todo, ¿vamos a vernos?

Pido un whisky puro, sin hielo, y mientras lo estoy tomando de un trago, observo que Mae está radiante de felicidad, tomándose su fanta naranja con su pajita roja. Todos se están burlando de mi y no entiendo por qué me ha tocado este papel improvisado de payaso.

Depositamos los vasos vacíos, a velocidad récord, encima de la barra, y nos apresuramos a subir al sexto piso. Yo estoy roja de rabia, y cuando llegamos a la habitación 620, Mae se quiere despedir de mí de forma expeditiva.

–Bueno, aquí me paro yo. Tu habitación está un poquito más al fondo del pasillo.

Y se pone a llamar a la puerta.

Yo sigo allí, plantada como un clavo, con la firme intención de entrever a Giovanni.

–¡Ya te he dicho que tu habitación está más adelante! – me repite Mae exacerbada.

Giovanni abre la puerta, y Alessandro aparece inmediatamente detrás de él. Se han reunido en la 620 y nos hacen pasar a las dos, para gran decepción de Mae que, tratando de esconder su rabia, empieza a bromear con ellos acerca de la posibilidad de hacer una orgía. Yo pongo evidentemente una cara de entierro, y Giovanni se da cuenta de ello enseguida.

–¿Te pasa algo?

–¡No, no! Todo bien… -miento-. ¿Se puede fumar aquí?

–Sí, ¡claro! Fuma. Fuma todo lo que quieras. Pero déjame quitarte eso.

Y se acerca a mí para ayudarme con el abrigo. Mae se sienta en la cama y saca un cigarro, mientras Alessandro se incorpora a su lado y empiezan a charlar. Yo no tengo nada que decir, quiero irme ya y no entiendo por qué he decidido venir. Después de un poco, al ver la cara de autosuficiencia que pone Mae, no puedo más y empiezo a hervir por dentro.

–Bueno. Vayamos al grano. Como yo paso la noche con Alessandro y Mae con Giovanni, creo que tendríamos que irnos ya -comento, dirigiéndome a Alessandro, quien se está deleitando descaradamente con el escote de la que es ahora mi peor enemiga.

Giovanni se queda petrificado como una estatua, y Alessandro se pone a reír contagiando a Giovanni, que estalla en carcajadas mientras Mae me mira reprochándome mi insolencia y yo tengo ganas de partirles la cara a todos.

–Tú te quedas aquí conmigo, ¡tonta! – me dice Giovanni cuando termina de llorar de risa.

–¿Ah? ¿Entonces no te vas con Mae?

–¿Con Mae? ¡Alessandro sí que quiere estar con Mae! Pero yo te he elegido a ti. ¿Qué son estas historias? – se ha puesto serio.

–¡No sé! ¡Explícamelo tú! A mí me dijeron que tenía que ir a la 624, con Alessandro.

Ma no, ¡tonta! – le vuelve a salir el italiano.

Habla bien castellano, pero de vez en cuando no puede evitar intercalar una palabra en su idioma. ¡Qué sexy es!, pienso.

–Es justamente al revés. ¡Se habrán equivocado! – dice.

¿Qué broma era ésta? Tengo ganas de llorar de alegría y, a la vez, de vergüenza por mi actitud, y pido permiso para ir al baño. Me encierro allí unos cinco minutos, después de lo cual, Giovanni viene a buscarme.

–¿Te encuentras bien? – pregunta preocupado.

–Ahora sí. Estoy mejor. ¿Es verdad que no querías estar con Mae?

–¡Claro que no! Te había prometido que iba a pasar una noche entera contigo y aquí me tienes.

–¿Ni siquiera has deseado estar con ella?

Se le ve desolado por el desafortunado acontecimiento y, a modo de respuesta, me coge en sus brazos. Los demás se han ido ya, y nos encontramos por fin los dos solos.

–¿Ni siquiera por un segundo?

Hacemos el amor toda la noche y descubro, para mi gran sorpresa, que puedo ser multiorgásmica. No le importa quién soy yo, no le importa si ha pagado, no le importa el tiempo ni mi verdadera identidad, sólo que esté disfrutando. No le importa nada más.

Al día siguiente, después de un copioso desayuno en la habitación, que Giovanni ha pedido especialmente para mí, le dejo mi teléfono, rogándole que no le diga nada a nadie sobre lo ocurrido.

Este hecho será como firmar mi propia sentencia de muerte en la casa. Mis días de trabajo están contados y todavía no lo sospecho.

Mi ángel de la guarda

En mi descenso hacia el infierno,

he encontrado un trozo de paraíso

Cuando Giovanni y yo nos conocimos, supe que jamás iba a pertenecer a nadie más. Fue como si calmara en un instante el retortijón que me había ido consumiendo en el bajo vientre todos estos años, y respondiera de una vez por todas a mis preguntas sobre el amor, el sexo, la fidelidad y las aventuras de una noche.

Porque, en mi descenso hacia el infierno, me encontré un pequeño paraíso. Mi Dios particular tenía el aspecto de un hombre maduro, alto, el pelo moreno y un poco canoso, la cara en forma de pera bien madura, los ojos verdes intensos, las manos fuertes, con las uñas un poco cortadas desigualmente. No se las comía, sólo las pielecitas que las rodean. Dos o tres pelos sobresalían de su nariz potente. Dios tenía un poco de barriga, que me encantaba. Le daba un aire tierno, sobre todo cuando ponía mi cabeza encima y le acariciaba suavemente. De vez en cuando introducía mi dedo en su ombliguito. Siempre me ha despertado curiosidad, pero sé que no le gustaba. Dios olía a brisa y a almendras troceadas, a gotitas de rosa del jardín por la mañana, y a leña recién cortada, y a paja de granja, y a hierba bien verde después de un diluvio. Por la tarde, a las páginas de un libro recién publicado; a yogur natural de leche entera; a león ardiente cuando cae la noche. Y a melocotón blanco, tierno, sin esa sensación desagradable en los dientes cuando lo muerdes con fuerza. Dios tenía un pelito rebelde encima de la ceja derecha, que yo siempre saludaba cuando nos encontrábamos. Un día desapareció, así que nos pusimos a buscarlo con desesperación entre las sábanas. El pelito rebelde se había ido sin más. Al mes, apareció otro. Es cuando me convencí de que la inmortalidad existe. ¡Dios siempre me sorprendía!

Dios tenía los dientes curiosos. Blancos sí, pero cabalgaban unos encima de los otros. Y cuando se reía, le daban un aire de niño pequeño, con sus dientes de leche, que nunca se caen. Dios nunca se peleaba conmigo. Cuando me enfadaba, me observaba con sus grandes ojos y me daba besitos en la frente para tranquilizarme. Dios tenía el instinto de las madres cuando lloran los bebés. Cuando tenía miedo, me cogía en sus brazos y mecía mi cuna invisible.

La boca de Dios era finita, de un rosa pastel, como si llevara carmín, y me trastornaba cuando decía que pensaba en mí en cada fracción de segundo. Dios me enseñó a entregar el más bonito de los regalos: los besos. Él devoraba mi boca. Y yo, la verdad, es que no lo hacía muy bien. Pero eso, pocas veces me lo ha dicho.

También lloraba Dios noches enteras, escondido debajo de la almohada, al oír la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, cuando me sabía en brazos de otro. Y fue cuando descubrí por primera vez que las lágrimas de un hombre son el mejor regalo para una mujer enamorada.

Dios tenía un pequeño defecto: no sabía pronunciar la c. Intenté enseñarle, pero podíamos pasar noches enteras escupiendo sin éxito. ¡Qué divertido era Dios! Pero lo que más me gustaba de él, era recibir su bendición. Dios era generoso, y bendecía cada vez que se lo pedía.

Odisea en Odesa

8 de diciembre de 1999

Desde el día en que le dejé mi teléfono a Giovanni, hemos empezado a comunicarnos. Al principio, él comenzó a llamarme una vez a la semana, pero luego no hemos podido pasar un solo día sin escuchar la voz del otro. Yo sigo en la casa, trabajando, y cuando Giovanni me llama y estoy desconectada, entiende enseguida lo que estoy haciendo. Hasta ahora no me ha dicho nada ni me ha hecho reproches. Pero sé que no le gusta. Una vez, le oí reprimir unas lágrimas.

No le he contado mi vida, tampoco me ha preguntado nada al respecto. Por respeto, tampoco le he hecho preguntas sobre su situación.

Hoy, Giovanni me ha llamado para saber si, a mitad de mes, puedo tomarme unos días para irme de viaje con él. Tiene que cerrar un contrato, y quiere que le acompañe. Encontrar una excusa para ausentarme varios días seguidos de la casa no va a ser fácil. Sobre todo, porque Mae ya ha dejado caer a Cristina que entre el italiano y yo ha notado mucha química. Y sospecha que le he dado mi teléfono. Está claramente celosa, y creo que se ha puesto a contar más historias sobre mí que no son ciertas. El ambiente está cada día más tenso y Manolo ha comenzado a controlarme de una forma exagerada. Incluso, cuando mis clientes habituales llaman, intenta colocar a otra chica explicando que yo no estoy. Con eso pretende que las chicas vayan sonsacándoles información. Yo, la verdad, no siento que haya hecho algo malo.

Así que tengo que inventarme una excusa para poder irme tranquilamente de viaje con Giovanni. Voy a fingir una gripe intestinal de caballo para conseguir salir de la casa.

12 de diciembre de 1999

Odesa es una ciudad de Ucrania que se encuentra al borde del mar Negro. Giovanni y yo hemos llegado aquí acompañados por un traductor oficial, amigo íntimo de Giovanni, quien nos ha encontrado alojamiento en una de las dachas dentro de un antiguo centro de vacaciones soviético.

La tarde está siendo muy fría. Una gaviota se acerca a la ventana. Nunca jamás he visto a una gaviota de cerca. Se pone sobre el balcón y nos mira, prepotente, mientras hacemos el amor contra la cómoda de la habitación. Yo también la estoy observando. De vez en cuando, se come con los ojos el pan tostado que nos ha preparado Boris, con un poco de caviar al lado. Pero sigue inmóvil, respetuosa ante lo que está viendo. En estos momentos, intento imaginarme cómo hacen el amor las gaviotas y si el pico les sirve para algún ritual previo.

Luego, Giovanni me pregunta por qué me estoy quedando tan quieta y si sigue allí la gaviota.

–Nos está observando.

Giovanni se pone a chillar.

–Porra putaña! Fuori!

La gaviota permanece impasible, gorda como un peluche redondo. Sigue ahí… Me la imagino inmortalizada por un taxidermista, en mi mesita de noche. ¡No! No va a caber. Ésta es gigantesca. Giovanni continúa penetrándome, gimiendo como le es propio. Sentirlo así, mientras me observa ese pájaro, me hace entrar en otra dimensión. Sólo es placer y naturaleza. Giovanni para de repente la cadencia. No se puede concentrar hoy.

Después del amor, Giovanni se ha ido a duchar. Yo aprovecho este pequeño momento de soledad para coger su camisa y observar las iniciales que están cosidas sobre ella. Todas sus camisas las tienen. Me gusta pasar el dedo por encima, sentir el relieve del hilo. Lo voy pasando una y otra vez, cerrando los ojos, imaginándome que soy ciega y que leo en braille. Es un momento único para mí, y no quiero que Giovanni me sorprenda así. En cuanto le oigo que está a punto de salir del baño, vuelvo a poner la camisa en su sitio.

14 de diciembre de 1999

Ha llegado en una limusina negra, de ventanas teñidas. Giovanni y yo estamos fuera de la dacha, mirando el mar y comprendiendo por qué se le llama así. Es tan oscuro que parece una enorme bolsa de plástico. Sólo el susurro de las olas que se aplastan en la orilla nos recuerda que hay agua. La luna se está reflejando tímidamente a lo lejos, y enormes nubes cargadas de amargura la bordean de par en par.

El chófer sale del coche y abre la puerta de atrás. Giovanni y yo contenemos el aliento. Y sale Ella, preciosa, con un vestido negro de noche y zapatos de tacón plateados. Tiene el pelo muy corto con el dibujo de una pequeña V en el cuello. Éste es tan fino, que mi mano podría rodearlo. Las clavículas sobresalen y le dan el aire de una modelo de pasarela, tesoro no descubierto todavía, de un cuerpo apenas formado, con dos chinchetas en lugar de pechos que le pinchan el vestido y van dibujando una forma graciosísima. Es guapísima. Giovanni le tiende la mano y sin decir nada, la escolta hasta la casa. Allí está Boris, nuestro traductor oficial, con su botella de vodka llenando su vaso compulsivamente como si estuviera a punto de pasar un examen. Giovanni le quiere hacer un regalo y ha hecho venir a una princesa.

La Princesa entre las princesas se sienta en la mesa con Boris y, sin pedir permiso, empieza a beber vodka de su vaso. Giovanni y yo la observamos divertidos. Estoy alucinada de lo joven que parece, así que le pregunto su edad para quitarme un peso de encima dando por hecho que tiene al menos la mayoría de edad. Boris nos traduce.

–Tiene dieciséis años -me dice él con una sonrisa infantil.

Casi me caigo para atrás. Giovanni se queda perplejo. Me siento de repente cómplice de un crimen, de algo terrible que va a suceder y no soporto esta idea. Le pido a Giovanni que por favor la mande para su casa, que yo no puedo consentir que le pase algo a esa niña. Le ruego, le suplico, le pido de rodillas. Giovanni está de acuerdo, pero también me explica que quizá ella se siente bien. Es mejor para ella estar con nosotros que la vamos a tratar muy bien, que con un desgraciado sádico dispuesto a cualquier cosa. Con o sin nosotros, ella va a seguir haciendo eso. Se la ve a gusto. Así que, después de preguntarle si quiere irse pagándola igualmente, la princesa decide quedarse y yo me paso un rato observándola, viéndome reflejada en esta niña. Miro cómo se mueve, cómo se ríe. Lleva en el tobillo derecho una pequeña pulsera con campanillas que se agitan cada vez que se mueve, y que emiten pequeños ruidos exóticos en toda la sala de estar de la dacha.

El radiocasete está haciendo un ruido tremendo, pero ella se sigue moviendo suavemente, lánguida, encima de la mesa. Boris tiene el vaso en la mano y se ha colocado a unos dos metros de ella, mirándola fijamente. Giovanni y yo estamos observando el espectáculo, acostados en un sofá demasiado viejo, lleno de manchas sospechosas y pequeños agujeros de quemaduras de cigarro, pruebas de bacanales nocturnas anteriores. Yana empieza a desabrocharse el vestido, y siento que me ruborizo. Es su sonrisa limpia, sincera, lo que en este contexto me produce malestar. Parece feliz y a gusto con este baile provocador para un público de tres personas. Se acerca un poco a Boris y le susurra algo al oído.

–¿Qué dice? – pregunto espontáneamente.

–Dice que eres muy bonita y que le encantan tus pendientes -me explica Boris, tomándose un trago.

Me siento aún peor y agacho la cabeza, como si eso me ayudase a desaparecer. Cuando me digno a mirar de nuevo la escena, Yana ya está sentada encima de Boris y le está provocando con el movimiento de su pecho desnudo y redondo en plena cara. Sólo lleva un tanga verde fluorescente. Giovanni se levanta y apaga las luces de la dacha. Yo sólo miro los movimientos desenfrenados de esta pequeña V verde que parpadea, y me siento mareada. Cojo a mi amante por la mano y le llevo hasta la escalera que conduce a la habitación. Allí hacemos el amor al son de los gritos de Yana y, a la mañana siguiente, bajo con mucho pudor y me encuentro a la princesa completamente desnuda y dormida sobre el sofá del salón. Vuelvo a subir la escalera, casi corriendo, pero con sumo cuidado para no hacer ruido, y una vez en la habitación, sin aliento, empiezo a buscarlos ansiosa. ¿Dónde los he dejado? Debajo de la cama, al lado de los zapatos, están tirados. Los cojo, asegurándome de que Giovanni sigue profundamente dormido, bajo otra vez la escalera y busco el bolso de Yana. Ni me atrevo a tocarlo. Sólo abro la cremallera y en un bolsillo interior, deposito mis pendientes.

15 de diciembre de 1999

El esmalte blanco ha saltado en muchos rincones de la bañera, y el mango de la ducha está completamente oxidado. No hay agua caliente, o sólo a ratos, pero nunca a la hora a la cual Giovanni y yo nos duchamos. No queda más remedio que apañarnos así. Pongo una mueca de desagrado cuando, esta mañana, el chorro de agua helada toca mi piel. Giovanni me está mirando, divertido, con el cepillo de dientes en la boca, y la espuma de la pasta blanquísima a punto de recubrir sus labios rosados. Me fricciono rápidamente con el jabón que hemos comprado en Europa (el jabón ucraniano tiene un color sospechoso, huele mal y es como una piedra, hasta tal punto que, al verlo, he exclamado: «Mira, ¡pero si es una piedra pómez!») y salto de la ducha, con restos de jabón, buscando un rincón del suelo que parezca más o menos limpio. Giovanni tiene que retenerme para que no me caiga con el pompis directamente contra el suelo frío. Y acabamos riéndonos a carcajadas. Es nuestra lujosa vida. Boris se asea abajo, en un pequeño cuarto de baño que sólo tiene un lavabo, pero que le conviene perfectamente, según él. Me da un poco de asco, pero ¿quién tiene ganas de meterse debajo de una ducha antártica? En las habitaciones, aparecen vestigios del antiguo régimen comunista, viejos micros colocados en todas las paredes, y sensores contra las ventanas. Desde luego, los micrófonos me siguen a todas partes. La terraza, supuestamente frente al mar, tiene columnas de cemento que impiden ver el exterior. Allí deposito yo mis zapatillas de deporte, que huelen a perro salvaje al final del día. Hasta Giovanni, que lo acepta todo de mi, me ha dicho:

–O las zapatillas o yo.

Así que obedezco porque, la verdad, ni yo aguanto mi propio olor.

Giovanni y yo hacemos el amor tres o cuatro veces al día. Me siento bien con él. Aprendo a hacer la ranita loca (yo sentada en el borde de la cama con las piernas abiertas y masturbándome delante de él, con una botella de agua mineral sin gas que derramo de vez en cuando sobre mi vientre), el submarino francés (pequeña boca en forma de corazón perfectamente identificada que va bajando debajo de las sábanas y con un movimiento rotativo de los labios absorbe completamente el pene allí presente), y la «levretiña» (etimológicamente, del francés levrette, a cuatro patas para ser más exactos, con un toque italiano). Giovanni y yo hacemos un montón de cosas en esta cama coja. Pero nunca me ha compartido con nadie, aunque mañana habrá una excepción y se llama Kateryna.

16 de diciembre de 1999

Boris quiere volver a ver a la Princesa, pero, como buen discípulo que es, desea compartir. Está absolutamente descartada la posibilidad de hacer el amor los tres con Yana (así lo he decidido yo y Giovanni está de acuerdo conmigo). Entonces, se le ha ocurrido la idea de hacer venir a una amiga de ella, mayor de edad, especialista en tríos, nos ha asegurado el tipo de la agencia. Y es así como conocimos a Kateryna. Llegan las dos en la misma limusina que había traído a Yana la primera noche. Para nuestra gran sorpresa, la Princesa aparece vestida como una adolescente, con shorts negros minúsculos, un t-shirt blanco y unos zapatos de plataformas dignos de un espectáculo de Drag Queens. Lo único que la protege del frío es un abrigo de piel larguísimo que lleva encima de los hombros y que no hace juego con el resto de la ropa. Creo que nos ha cogido confianza y ya no necesita disfrazarse de «mujer fatal». Parece aún más desinhibida que la otra noche, y nos da dos besos a cada uno como si nos conociera de toda la vida. Estamos todos fuera de la dacha, yo sentada encima de la balaustrada de la playa. Se me queda mirando con una sonrisa amplia, y entiendo que quiere darme las gracias por los pendientes que lleva puestos. Se da de repente la vuelta y, en su idioma, la llama. Kateryna es una chica rubia, con el pelo largo rizado, muy bajita, y lleva un vestido azul salpicado de pequeñas flores rojas, y un ancho cinturón de cuero azul que pretende aprisionar sus caderas, que sospecho demasiado redondas. Tiene unos ojos turquesa gigantescos, y la nariz pequeñita, digna de una japonesa. No sonríe demasiado, parece un cachorro asustado. Nos saludamos con un apretón de manos, muy frío, y otra vez empiezo a sentirme culpable. Yana la está animando a su manera y yo busco desesperadamente la mirada de Boris para entender lo que está pasando. Yana se pone a hablar y hablar, y Kateryna le contesta con frases muy cortas. A mí me suena todo eso a chino, pero entiendo que la situación no parece gustarle mucho. Cuando Yana coge a Kateryna de la mano y entra con ella, casi corriendo, en la dacha por la terraza del salón, las seguimos en fila india, obedeciendo a esta pequeña princesa que se ha convertido de repente en el jefe de nuestra tribu. Yana empieza a volver la cabeza hacia todos los lados. Parece claro que está buscando algo. Boris está completamente hipnotizado por Yana y no reacciona. En cuanto a Kateryna, se encuentra incómoda y no sabe dónde meterse, hasta que traigo la botella de vodka adivinando qué es lo que estaba buscando Yana. Ella y yo hemos establecido una especie de comunicación a través de los ojos. Kateryna salta literalmente encima de la botella, y bebe directamente de ella. Esta ingestión de alcohol parece tener unos efectos inmediatos ya que empieza a bailar y Yana le sigue hablando, aprobando su actitud.

–¿Qué le está diciendo? – le pregunto a Boris.

Boris se sobresalta. Parece haber salido de un profundo sueño y, después de pensar un poco, me responde:

–Le está diciendo: «Te quiero, me quieres, y es lo único que importa. Piensa que te quiero, que nos queremos. Y todo saldrá bien».

Esta noche hemos llenado el salón de velas y Giovanni empieza a encenderlas, una por una, para crear un ambiente más íntimo. Es perfecto. El vestido de Kateryna, a la luz de las velas, se transparenta y deja entrever un cuerpo generoso de curvas. Yana empieza a desabrochar los botones del vestido de Kateryna, sin dejar de balancearse suavemente. Giovanni, como de costumbre, está sentado en el viejo sofá, mirando con atención la escena y echándome de vez en cuando miradas para observar mi reacción. Me acerco y me siento a su lado. Me coge en sus brazos y me va dando un beso sobre la frente. Yana y Kateryna, mientras, se han fundido en un profundo beso, dejando entrever de vez en cuando dos lenguas que buscan como locas todos los rincones de máxima sensibilidad. Giovanni y yo hacemos lo mismo. Me quita dulcemente el jersey de lana que llevo. Y yo estoy yaciendo así, prisionera de mi curiosidad por ese beso lésbico, y de los brazos de Giovanni. Hasta que siento las manos frías de Kateryna acariciándome la espalda y jugando con el cierre de mi sostén.

17 de diciembre de 1999

No he podido con Kateryna. Y durante todo nuestro trayecto de vuelta a Europa, le he explicado a Giovanni que me siento muy mal por lo sucedido en Odesa. Cuando nos separamos en el aeropuerto de Frankfurt, no acepto el dinero que Giovanni me ofrece por haberle acompañado. No quiero nada. Dejo a Giovanni con cara de sorpresa y cojo un avión para Barcelona.

Cuando estoy en el taxi que he tomado en el aeropuerto de Barcelona, me vienen a la mente imágenes de nuestra estancia: la gaviota, nuestras risas en el cuarto de baño, las playas de piedras negras, que mortificaban nuestros pies, la pequeña Yana, que es una niña pero sabe mejor que yo chuparla sin babear. Y todo ese contexto, ridículo, grotesco, de cemento comunista, totalmente surrealista. El espectáculo lésbico que montaron en la dacha la noche anterior Yana y su amiga Kateryna, y luego el momento en que Kateryna se acercó a mí para acariciarme la espalda y quitarme el sujetador. Todavía lo tengo grabado delante de mis ojos. Y tengo clara una cosa: me he enamorado de Giovanni.

Cambio de siglo, cambio de piel

19 de diciembre de 1999

He vuelto a la casa con un poco de temor. Hoy están todas las chicas. De pronto Isa, que está preparando su viaje a Ecuador para ir a pasar las navidades, me coge del brazo al verme y le dice a Susana que bajamos un momento a tomar un café. Quiere hablar conmigo.

–Tú sabes que toda la gente está loca, ¿verdad? Los hombres que pagan a las mujeres para acostarse con ellas están locos, pero las mujeres que aceptamos acostarnos con un hombre por dinero estamos peor.

–SI, ya. Pero ¿qué me quieres decir, Isa?

–Hay ciertas cosas que estas locas han estado diciendo por ahí sobre ti, porque están celosas.

–¿Como qué?

–Pues que estás robándoles a todos los clientes de la casa, que les ves fuera. El Pedro ese que siempre venía cada semana, y que ha vuelto a reaparecer cuando tú estabas enferma, el italiano y muchos más.

–¿Y qué pasa con Pedro?

–Pues que vino y se fue con Mae, que es una víbora. Dijo que estaba enamoradísimo de ti y que tú no le hacías ni caso. Ella lo transformó y dijo que lo veías fuera de la casa. Mae está intentan do hacerte la cama.

Estas confesiones me parecen extrañas precisamente viniendo de Isa.

–Ya me imaginaba que tarde o temprano iba a pasar eso – También dice Mae que le has dado tu teléfono al italiano Era cierto pero Mae se basaba en suposiciones, no en pruebas reales porque, entre otras cosas, no las tenía

–Está claro que puede decir lo que quiera sobre mí

–Sí, pero Mae lleva más tiempo que tú aquí, y Manolo la va a creer a ella, ¿comprendes? Vas a tener problemas Manolo ya había demostrado que era un tipo violento y lo que más temo es que me vaya a hacer daño.

–También se rumorea que tienes sida

–¡Eso sí que no!

Ya se están pasando conmigo. Seguro que Pedro, durante sus lloriqueos con Mae a propósito de su amor por mí, ha hablado del episodio del condón roto. Y ella ha adornado la historia a su antojo.

–¿Quién ha dicho eso?

–Pues, ¿quién va a ser? Siempre la misma rubia loca. Pretende espantar a los clientes para que no vayan más contigo

Se me ocurren un montón de insultos apropiados para Mae o tengo que contener los nervios para no meterme en líos.

–Y a mí me tratarán de chivata, si cuentas lo que te acabo de decir. Por favor, ni una palabra -me ruega suplicante

–No te preocupes. ¡Gracias por decírmelo todo! Volvemos a la casa y Mae, que está vistiéndose para una salida con un señor que podría ser su padre, nos echa unas miradas cínicas desde el espejo. Yo finjo no saber nada. Luego aparece Manolo, seguido de Sofía, que viene a hacer su turno de noche

–¿Puedo hablar contigo? – me pide Manolo, con un aire tan grave que parece que acaba de cometer un asesinato

–Sí, claro -le respondo, pensando ya en negar todo lo que me va a reprochar.

Veo la cara de satisfacción de Mae cuando observa que Manolo está echando humo, y ella se despide con ironía.

–Se va a armar una gorda -suelta antes de coger la puerta.

Manolo empieza a hablar.

–¿Es cierto que te ves con Pedro fuera de aquí?

–No, no es cierto -no miento-. ¿Quién te ha dicho eso?

–El propio cliente.

Me quedo de piedra.

–Pues te ha mentido. Ha intentado quedar conmigo varias veces, pero nunca he querido.

–¿Y con el italiano?

–He visto al italiano tres veces en total. Nada más. Además no vive aquí, y no veo cómo iba a quedar con él fuera -esta vez me sorprende lo bien que miento.

–Pues hay rumores que dicen que no es así.

–Eso lo habrá inventado Mae para perjudicarme, me imagino.

–¿Y por qué quiere perjudicarte?

–¿Yo qué sé? Porque está celosa, supongo.

–Pues que sepas que aquí no nos gusta que nos engañen. Tienes suerte, no tengo ninguna prueba de todo eso. Pero te voy a vigilar, y a la mínima, a la puta calle, ¿entendido?

Ya me está amenazando, levantando los brazos. Sofía me está mirando desde la puerta de la cocina, haciendo movimientos con las manos como para decirme que me calle porque si no las cosas se van a poner muy feas.

No siento haber infringido el reglamento de la casa, porque a Pedro nunca le he visto fuera, y a Giovanni no le he cobrado nada. Así que no tengo la sensación de haber cogido algo que no era mío.

Prefiero no responderle a Manolo, porque quiero seguir trabajando en la casa para el final del año, aunque, desde el episodio de Odesa y de la pequeña Yana, me está dando un poco de asco todo esto.

31 de diciembre de 1999

El cambio de siglo ha despertado la libido a todo el mundo. Quizá porque se ha dicho tanto al respecto, que si iba a ser el fin del mundo, que si iba a estallar una guerra, que si todos los ordenadores se iban a detener. La gente tiene miedo y quiere vivir las últimas horas de su vida desmadrándose.

Esta noche, hasta han venido mujeres con parejas para realizar un sueño que nunca se han atrevido a cumplir. Y yo he trabajado mucho, con Cindy.

Mi móvil ha estado apagado gran parte de la noche. Cuando lo vuelvo a encender, veo que tengo varios mensajes y me pongo a repasarlos.

Giovanni ha intentado localizarme varias veces y ha dejado mensajes en el contestador felicitándome por el Año Nuevo. Luego, me ha enviado un mensaje escrito que es la gran sorpresa de la noche:

«Hablar de amor es muy bonito pero también muy difícil. Y creo que te quiero.» En realidad, lo ha escrito en inglés: «I think I loveyou», porque no sabe escribir en castellano. No me esperaba un mensaje así.

El rescate

4 de enero de 2000

Le he contado todo a Giovanni. Los comentarios de Mae sobre mí, las sospechas y las amenazas de Manolo, mi situación personal y la sensación de que también me he enamorado de él.

–¡Sal de allí inmediatamente! – me grita Giovanni al teléfono, preocupadísimo.

–¿Y cómo lo hago? Además, aún me quedan cosas en la casa que tengo que ir a buscar.

–Olvídate de tus cosas y coge el primer avión. Quizá sepan dónde vives y vayan a darte una paliza. Te vienes a pasar una temporada a Italia. Cuando vuelvas, te cambiarás de piso. ¿Has entendido?

Creo que Giovanni está exagerando un poco. Pero le noto tan nervioso que acepto todo lo que me va diciendo.

23 de enero de 2000

Hoy he soñado con Mami. Ella estaba corriendo a través de un bosque denso, empujando a la vez un carrito de niño con ruedas oxidadas. Debía de ser otoño, muchas hojas multicolores yacían en el suelo. Mami se había recogido el pelo en un moño complicado pero perfecto, para estar más cómoda seguramente. Se habla camuflado con un largo abrigo negro con botones de arriba abajo, como los que llevan los militares. Sus gestos, pese a tropezar con el montón de hojas que le entorpecían los pies y obstaculizaban su paso, eran ligeros y armoniosos. Se paró de repente, sin aliento, y se puso a acariciar el rostro del bebé que estaba en el carrito.

Sus caricias me dan calor al corazón y su rostro dulce me reconforta. Siento que siempre ha estado, que nunca se ha separado de mí. Va enrollando sus dedos entre las mechas de mi cabello. La sensación de un amor infinito me invade y cuando vuelvo mi cabeza hacia su rostro, tiene los ojos cerrados pero esboza una sonrisa porque sabe que la estoy mirando. Sus labios parecen llevar un carmín rosado suave y no paran de moverse, intentando decirme algo.

–Descansa, mi niña.

Y para dar énfasis a sus palabras, Giovanni me aprieta más contra su cuerpo. Nos volvemos a dormir así, en la pequeña habitación de hotel donde me he instalado para una temporada.

Y ahora ¿Qué?

Hassan me ha vuelto a llamar. No ha desistido en su intento de hacerme ir a Marruecos para trabajar con él. Le he dicho que no. Ya no quiero saber nada, entre otras cosas, porque deseo volver a disfrutar del sabor amargo de farmacia que tiene la Coca-Cola.

No he vuelto a tener novedades de Felipe. Pero sé que su empresa ha cerrado. Se ve que la historia de los trozos de vida no ha funcionado. La gente es, desde luego, muy aburrida.

Desde la ruptura de su relación con el violinista, Sonia sigue soltera.

Angelika y yo continuamos en contacto. De hecho, hemos establecido una gran amistad. El tiempo que pasamos sin vernos no importa. Cada vez que nos volvemos a ver, es como si nos hubiésemos dejado ayer. En cuanto a Susana y Sofía, no he vuelto a oír hablar de ellas.

Sé que las chicas de la casa se han ido. Manolo se estaba haciendo insoportable y han decidido trasladarse a otro sitio. Que yo sepa, todas siguen ejerciendo la misma actividad.

Carolina ha cortado definitivamente el contacto conmigo y me temo que haya vuelto a caer en los brazos de Jaime, a quien, por cierto, he puesto una querella criminal que no ha dado sus frutos hasta ahora.

En cuanto a Pedro, vive separado de su mujer, y, a la larga, nos hemos hecho amigos. De vez en cuando, salimos a tomar algo, para charlar.

Giovanni y yo ya no estamos juntos. Pero seguimos en contacto. He intentado varias veces explicarle todo mi proceso interior, reflejado en este diario. Me apoya y me dice que sí a todo, para que me sienta bien, creyéndose quizá parte de un particular psicoanálisis. Sé que lo hace con toda la buena intención del mundo. Me ha dicho que siempre podré contar con él. Pero nunca será lo mismo. Sigo teniendo una relación privilegiada con el cuarto de baño, ese lugar donde consigo evacuar psicológicamente lo que me pesa todavía y, hasta en el mejor de los casos, lo logro físicamente. Todo fluye, todo se va, es solamente cuestión de tirar de la cadena.

No me arrepiento absolutamente de nada. Es más, si tuviera que volver a vivir las mismas circunstancias, actuaría igual, sin lugar a dudas. Quizá cueste decirlo y resultará extraño para muchos, pero los momentos que viví dentro de la casa fueron unos de los mejores de mi vida, por el simple hecho de haber conocido a Giovanni y haber encontrado a esta mujer nueva que soy yo ahora. Siento que cada día voy cambiando de piel, como las serpientes en algunas épocas del año. La mía es ahora más ligera de llevar, sutil, suave al tacto, y más impermeable a lo que me rodea.

¡Y que no se equivoque el lector! Este libro no es ni un mea culpa, ni el retrato de una víctima de un destino demasiado injusto y castigador. No pretendo nada. He escrito este libro para mí. Sólo se trata de un gesto egoísta.

He sido una mujer promiscua, si. Porque pretendía, en definitiva, utilizar el sexo como medio para encontrar lo que todo el mundo busca: reconocimiento, placer, autoestima y, en definitiva, amor y cariño. ¿Qué hay de patológico en eso?

FIN

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20/05/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/