Creo que en algunos momentos de lucidez, Jaime se está dando cuenta de su comportamiento conmigo. Me propone que nos vayamos un fin de semana a Menorca, quizá porque quiere que le perdone por lo ocurrido. Un premio a mi paciencia, me merezco un descanso, son sus palabras. Me dice que se va a encargar de todo y que sacará él los billetes. Esta semana ha estado fuera, en el norte de España, y tenemos que salir hoy viernes, por la noche, para Mahón. La idea es que, en cuanto vuelva por la tarde, pasará a recogerme a casa, para irnos directamente al aeropuerto en coche.

Yo estoy esperando entusiasmada porque es la primera vez que paso con él un fin de semana fuera de la ciudad, y aguardo en el salón con mi maleta. Jaime me ha llamado anoche, diciéndome que llegará a Barcelona sobre las cinco de la tarde, y pidiéndome que esté lista ya que nuestro avión sale a las siete y media. No me ha dado detalles del hotel donde nos vamos a alojar. Es una sorpresa.

A las seis, todavía no sé nada de él. Le llamo al móvil y, como siempre, está apagado. Le dejo un mensaje, un poco angustiada, esperando que esté bloqueado en un atasco, lo que suele suceder muy a menudo siendo viernes. A las seis y media llamo al despacho, pero su secretaria tampoco ha recibido noticias suyas. Ya es tarde para coger el avión a la hora prevista pero yo estoy más bien preocupada por si ha tenido un accidente. Estoy pensando en lo peor. Jaime ha viajado con su socio y llamo a su móvil, pero está apagado también. No me da un infarto por poco, ya que me paso toda la noche llamando a todos los hospitales de Barcelona y de la provincia para saber si han ingresado a un tal señor Rijas. Cada vez, resoplo de alivio cuando la enfermera de turno me dice «no». Pero estoy también más confusa sobre lo que ha podido pasar.

Esta noche me quedo dormida en el salón, y, por la mañana, el timbre del teléfono, que he puesto a todo volumen, me despierta enseguida. Es Jaime.

–Mi padre murió de un infarto ayer por la tarde -me anuncia con voz grave y visiblemente afectado.

Me derrumbo al oír la noticia.

–¡Dios mío! ¿Dónde estás?

–En el tanatorio, con mi madre. Voy a estar un tiempo con ella. Siento haberte dejado tirada pero…

–No, no te preocupes. ¿Puedo hacer algo por ti, Jaime? ¿Quieres que vaya? ¿En qué tanatorio estás?

–No. Mejor que no. Esto es un drama, no sé cómo voy a poder superarlo. Déjame un poco de tiempo para estar con mi madre, y luego para estar solo. Estoy muy mal.

Le repito que lo siento y que voy a esperarle aquí, en casa, el tiempo que haga falta. Si estar solo es lo que quiere y necesita, respetaré su decisión.

15 de diciembre de 1998

Cada día voy como un robot a trabajar. No consigo concentrarme para nada en lo que estoy haciendo y mi jefe me pregunta qué me sucede. Le hablo vagamente de la muerte de un familiar mío, pero sin entrar en detalles y, viendo mi malestar, Harry tiene la deferencia de darme unos días aparte de los que me corresponden para Navidad.

No sé cuántos días estará Jaime ausente. Pero una cosa está clara: le echo mucho de menos y lamento sinceramente todo lo que le está ocurriendo. Voy a esperarle y confío en que me dará noticias antes de Navidad. Se supone que estaremos juntos ya que sus hijos la van a celebrar con su madre. Pero no tengo ninguna novedad de él por el momento.

Semana del 24 de diciembre de 1998 al

31 de diciembre de 1998

Son las peores Navidades de mi vida. Sola, en casa, con el teléfono que me sigue a todas partes, esperando en vano que Jaime me dé la sorpresa de aparecer en el último minuto. Pero no pasa nada de eso. Confieso que tengo mucho tiempo para pensar y, en algún momento, he llegado a creer que todos esos dramas son demasiado raros para ser verdaderos. Pero luego, me siento culpable de poner en entredicho un tema tan grave como la muerte de una persona querida.

2 de enero de 1999

Para Año Nuevo, Sonia ha intentado hacerme salir de casa, invitándome a una fiesta que organizó un ex suyo. Pero he rechazado la propuesta. Ha vuelto a llamarme para saber de mí y verme pero, al oír mi tono de voz, ha desistido en convencerme para que vaya a visitarla.

Jaime acaba de aparecer, tres semanas después del drama. Ha perdido cinco kilos al menos, que dan a su rostro un aspecto de cadáver andante. Sus largos dedos finos, sin embargo, están hinchados y tiene hasta dificultad para cerrar las manos. En el andar, no le he reconocido. Está cojeando más que nunca y apenas me ha dirigido la palabra. Yo no me atrevo a hablarle. Comprendo que está de luto y tengo que respetarlo. Sin embargo, me muero de ganas por estrecharle, darle besitos y reconfortarle, pero al final, él se está convirtiendo -queriendo o sin querer, no lo sé- en un mueble más de la casa. Su locura ya está alcanzando niveles jamás sospechados. Creo que es el dolor lo que le pone así. Este acontecimiento está precipitando aún más las cosas y empiezo seriamente a sospechar que el hombre del cual me enamoré no tiene nada que ver con quien es en realidad.

Jaime está empezando a pasar las noches fuera. Al principio, lo achaco al dolor por la pérdida de su padre y no me atrevo a decirle nada. Pero cuando se le ocurre volver en plena noche, lo hace siempre totalmente ebrio, buscando pelearse sin cesar conmigo. Así que la mayoría de las veces, al final, finjo estar durmiendo, y él se encierra en el baño, como de costumbre, desde donde oigo al escalpelo funcionar a pleno rendimiento. Me escondo entre las sábanas, muerta de miedo y con escalofríos.

Cuando se queda en casa de noche, es Joaquín, su socio, quien aparece sin avisar, y ambos se encierran en el despacho de Jaime. Joaquín siempre llega medio borracho y acaban peleándose porque, según una conversación que he escuchado entre los dos, viene a pedirle dinero para gastárselo en prostitutas de clubes o con los travestis de la Ciutadella.

Obsesiones alrededor del tiempo

3 de enero de 1999

Esta noche Jaime ha recibido una llamada que me ha despertado, y le he visto salir apresurado sin decirme nada. La única explicación que me ha dado al volver es que su ex mujer ha estado muy mal y su hijo le ha llamado, requiriendo su presencia.

Es el segundo mes que Jaime se olvida de darme el dinero del alquiler, que yo voy pagando igualmente de manera rigurosa. Se lo he recordado y me ha pedido que espere un poco, pero sé que ha dejado definitivamente de hacerse cargo de ello. Me da la impresión de que está cayendo en una profunda depresión, de la cual aparentemente no quiere hablar.

4 de enero de 1999

Ya casi no tenemos relaciones sexuales, salvo hoy. Jaime ha contratado los servicios de una prostituta que ha metido en nuestra casa, sin mi permiso.

Cuando vuelvo del trabajo, está charlando tranquilamente con una mujer, de aspecto dudoso, en el salón. Entiendo enseguida de qué va el asunto.

–Es un regalo para ti, cariño. Como últimamente te hago poco caso…

Su frase tiene una mezcla de ironía y destellos de ternura y, para ver si esto le devuelve el deseo que parece haber perdido, accedo a que esa mujer se quede una hora.

Ha sido un desastre por mi parte. He estado cortada, mientras Jaime se ha sentido como un pez en el agua. Sin embargo, después de que la prostituta se fuese tras haberla pagado yo, se ha excitado y ha comenzado a tocarme.

–Y de paso, ¡a ver si te hago un hijo! – exclama, mientras se encierra en el baño para tomar una ducha.

5 de enero de 1999

Jaime me está preocupando. Sus manías son cada día más extrañas. Siempre le han gustado las agendas pero nunca habla sospechado hasta qué punto. Va comprando agendas de todo tipo, de piel o simplemente de papel acartonado, y cuando ya ha llenado su última adquisición con todos sus números personales de teléfono escritos con su mejor letra, la cambia por otra y traspasa toda la información. ¡Qué pérdida de tiempo! Además, no tiene ningún sentido. Aun así, trato de justificarlo diciéndome que mejor que una persona tenga un hobby, a que no le interese nada. Al menos, es una manera de conservar su salud mental en buen estado. Hay gente que colecciona sellos, pues Jaime colecciona agendas.

Hoy le he comprado una, para hacerme perdonar que me voy otra vez de viaje. Es de piel marrón clara, con anillas, muy moderna y he colocado cuidadosamente una foto mía para que se sienta bien cada vez que la abre.

La agenda parece haberle gustado y la va paseando aquí y allá.

6 de enero de 1999

Hoy he encontrado la agenda de piel en la bolsa de la basura cuando iba a bajarla al contenedor. Jaime la ha abierto cuando ya estaba precintada y ha tirado la agenda, para que no me dé cuenta. He sentido un pequeño pinchazo en el corazón, la he cogido y la he abierto. Están todos sus números personales de teléfono, pero hay un error en uno de ellos. Lo ha tachado y parece que le ha dejado de gustar la agenda. Mi único consuelo es que mi foto no está. Al menos la ha conservado, seguramente en su monedero. ¡Cómo le quiero!

Los relojes son también su pasión. El otro día compró unas cajitas monísimas de madera que apiló en su armario; dentro de ellas, guarda todos los relojes que ha ido acumulando con el paso de los años. Hoy los he contado. Hay más de doscientos. Me encanta comprobar lo organizado que es.

Empiezo a sentirme muy mal, tanto psicológica como físicamente, ya que estoy con náuseas todo el día. En la oficina no han notado nada, porque tengo la cara radiante. Creo que estas náuseas están provocadas por el malestar que hay en casa, porque Jaime no acaba de reponerse del todo de la muerte de su padre.

7 de enero de 1999

Me siento fatal. Hoy he hecho venir a un fontanero porque el baño estaba estropeado. Ya llevaba unos días funcionando mal, y el agua iba llenando el wáter hasta amenazar con desbordarlo. La conclusión del fontanero ha sido que algo está obstruyendo el inodoro. Después de desmontar piezas durante una hora, he encontrado los trozos de la foto que le habla colocado en la agenda flotando en la superficie.

Quiero investigar sobre Jaime. He vuelto a hurgar en sus cosas, no sin sentimiento de culpabilidad. Pero he de encontrar una pista que me haga entender lo que le está sucediendo.

He encontrado avisos de devolución de cheques, que Jaime habla emitido para pagar a las tiendas de muebles cuando nos mudamos. También hay facturas de teléfono que él va pagando, colocadas en un archivo que ha escondido cuidadosamente entre los demás de la oficina. Los importes son tan elevados, que no ha podido pagar las últimas y las cartas de reclamación se han ido acumulando. Todos los números aparecen detallados, en particular uno, de Madrid, que se repite todos los días a cualquier hora pero, casualmente, no aparece los fines de semana cuando se supone que él está allí.

He decidido llamar a ese número. Quiero aclarar, una vez por todas, lo que está sucediendo. Sé que no está bien lo que voy a hacer, pero siento que debo hacerlo.

Me ha contestado la voz dulce de una mujer joven y, sin cortarme, le he preguntado si puedo hablar con Jaime Rijas.

–No está durante la semana, pero vendrá el viernes. ¿De parte de quién?

–De su mujer -contesto sin pensarlo. La mujer, al otro lado del teléfono, se ha quedado en silencio. Pero luego me comenta:

–Mire, no sé quién es usted. Pero yo soy Carolina, su novia. Acaba de pronunciar estas palabras con toda la tranquilidad del mundo y me sorprende un poco. Creo que debe pensar que le están gastando una broma. O quizá, también sospecha, como yo, que Jaime está llevando una doble vida y no se ha sorprendido demasiado por lo que le he dicho. Carolina y yo congeniamos desde el primer momento. Parece una persona inteligente que nunca manifiesta los típicos rencores de las mujeres que comparten a un mismo hombre.

–Carolina, lo siento. Me llamo Val y soy la novia que Jaime tiene en Barcelona. Vivimos juntos desde hace unos cuantos meses.

Suena a chiste y tengo miedo de que Carolina no me tome en serio.

De repente, me estoy sintiendo muy mal, todo está dando vueltas en mi cabeza y creo que me voy a desmayar. Son estas malditas náuseas, que vuelven a manifestarse, y tengo que colgar el teléfono y echarme un momento.

Ha pasado una hora y ya me siento mucho mejor. Vuelvo a llamar a Carolina.

–Disculpe. Me encontraba muy mal y tuve que colgar. Siento entrar así en su vida. No pretendo nada, pero Jaime está tan raro que quería saber lo que pasaba. Ahora comprendo. Lo siento.

Carolina no parece estar enfadada conmigo e intenta tranquilizarme.

–No te preocupes -dice tuteándome-. Jaime es una persona que siempre ha tenido muchos problemas. Pero no pensaba que iba a hacer esto, la verdad.

Su serenidad al otro lado del aparato me está asombrando Carolina prosigue:

–Jaime y yo estamos juntos sólo los fines de semana, porque tiene sus negocios en Barcelona. No sabía que vivía con otra persona.

Le doy mi teléfono y nos despedimos. Ella me ha rogado que no le diga nada a Jaime y decidimos «vengarnos» a nuestra manera, provocando un encuentro los tres, sin que él se entere. Carolina me ha comentado que Jaime tiene intención de pasar San Valentín en Madrid -¿cómo me puede hacer eso?– y si yo quiero, puedo ir y aprovechar para ver con mis propios ojos lo que él siempre me ha escondido.

Debo decir que Carolina siempre ha sido muy cortés conmigo No nos hemos peleado ni ella me ha reprochado nada. Al fin y al cabo, estamos las dos «en el mismo saco». El único culpable de esta situación es Jaime, y nosotras somos simplemente dos pobres victimas, enamoradas hasta los huesos del mismo hombre, intento esconder mi descubrimiento, no sin dificultad, hasta la fecha acordada con Carolina.

Mientras tanto, mis náuseas se van acentuando cada vez más por las mañanas, y empiezo a temerme lo peor.

El contrato

8 de enero de 1999

Jaime me está torturando cada vez más. Quizá se huela algo. Esta noche, tiene una cena de trabajo con su socio y un cliente potencial, y ha insistido en que le acompañe y en que me ponga muy sexy.

–¿Para una cena de trabajo?

–Sí. Es un cliente muy especial y pido tu colaboración, por una vez.

–¿En qué sentido?

–Que seas amable con él, ¿vale? ¿Es mucho pedir que me hagas ese favor?

Otra vez se está poniendo furioso y decido ir a la cena para evitar un enfrentamiento con él. En el coche, de camino, me va dando explicaciones sobre el cliente.

–Hace mucho tiempo que voy detrás de él y siempre me ha cerrado las puertas. Aceptar una cena con nosotros significa que hay posibilidades de firmar un contrato.

Jaime y Joaquín se han citado antes en un bar para ponerse de acuerdo en lo que tienen que decir, y en cómo orientar la cena para convencer al cliente de que firme un contrato de tres millones de pesetas.

El bar es un sitio muy exclusivo y pequeño que tiene una entrada similar a la de un barco. Al abrir la puerta, unas estrechas escaleras se adentran hacia un local pequeño donde una barra de bar de caoba llena más de la mitad del espacio. Muchas personas se han citado antes que nosotros y hay muy poco sitio. No me siento a gusto aquí y creo que mi malestar se nota, porque Jaime me pide que sonría en varias ocasiones.

Joaquín ya se encuentra en un rincón de la barra, charlando acaloradamente con dos señoritas de aspecto demasiado llamativo. Al aparecer Jaime, las dos mujeres le saludan de una forma muy familiar, como si le conocieran de toda la vida y luego, me miran con desdén y deciden serme totalmente indiferentes, como si no existiera. Me he colocado detrás de Jaime, por falta de sitio primero y también por timidez ante esas mujeres. De esta forma, no participaré en la conversación. Me percato de las miradas y sonrisas cómplices que Joaquín le está echando a Jaime. Parecen estar diciéndose algo que sólo ellos pueden entender. No comprendo la actitud de Jaime, sobre todo después de confiarme que Joaquín se ha aprovechado del aval bancario que le firmó. Este hecho no parece haber enturbiado su relación con él. Joaquín no me gusta. Nunca me ha resultado simpático, ni siquiera el primer día que le vi. Es un hombre alto, de pelo totalmente canoso, que lleva siempre corbatas de colorines y unas gafas grandes de pasta marrón al estilo Onassis. ¡Lúgubre! Su olor a pipa se percibe a un kilómetro de distancia, la tenga encendida entre los labios o no. Joaquín pertenece a la alta burguesía catalana decadente, y vive en las afueras de Barcelona en una mansión preciosa que es de su esposa. Lleva unos meses viviendo de noche y hoy está coqueteando descaradamente con las dos mujeres de la barra. Se va volviendo de repente hacia mí y, al ver mi cara de mal humor, me suelta:

–Eres demasiado joven para entender ciertas cosas. Todavía tienes mucho que aprender.

No vale la pena contestarle. Pero empiezo a sentir un odio terrible hacia Jaime por no defenderme y ponerle en su sitio.

Después de la copa, nos encaminamos hacia el restaurante, donde ya nos está esperando el cliente. Jaime me coge aparte y me dice:

–Joaquín ya está borracho. Así que no tiene que hablar demasiado. El trato con el cliente lo haremos tú y yo, ¿de acuerdo?

–¿Yo?

–Sí. Me vas a ayudar. Eres más inteligente de lo que te imaginas, ya verás.

¿Qué quiere decir con eso? El cliente está aguardando en una mesa para cuatro personas apartada en un rincón, mientras fuma un cigarrillo. Nos saludamos y Jaime me presenta como una colaboradora de su despacho. No quiero rectificar, porque me imagino que forma parte de alguna estrategia de Jaime para no mezclar los negocios con la intimidad. Jaime me insta a sentarme al lado del cliente.

La cena se desarrolla con grandes discusiones en las que no me atrevo a participar y el cliente, un hombre pequeño y baboso, no para de beber y de mirarme las piernas. Empiezo a sentirme ofendida, porque Jaime ha notado lo que está sucediendo, pero no hace nada al respecto. Siempre ha sido celoso, pero ahora no abre la boca porque está en juego un contrato de tres millones.

Después del postre, el cliente se pone a acariciarme las piernas debajo de la mesa, mientras sigue hablando con Jaime. Yo estoy petrificada y observo que Joaquín, ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor, está sólo concentrado en encender su pipa. No me puedo creer lo que está pasando cuando Jaime me mira y hace pequeños gestos de aprobación con la cabeza. Inconscientemente, voy apretando todos mis músculos, y cuando el cliente se pone a deslizar una mano en el interior de mi muslo, me levanto de un golpe y tiro la servilleta violentamente encima de la mesa. No puedo contenerme más al ver que Jaime no piensa reaccionar.

–¿Sólo valgo tres millones de pesetas a tus ojos? – le lanzo mientras todo el mundo en el restaurante se está fijando en mí.

Jaime adopta un aire de sorpresa.

–¿Qué te pasa?

–¿No piensas hacer nada para que este grosero me quite sus manos de encima?

Jaime se pone a mirar al cliente, que ha parado de mover las manos.

–¡Compórtate! – me contesta, dejándome totalmente decepcionada.

Joaquín da plácidas caladas a su pipa con un ademán burlón.

–¿Qué? – insisto.

–¡Te he dicho que te comportes! – me ordena Jaime-. ¡Lo estás echando todo a perder!

No sé lo que más me duele: si la grosería del cliente o la actitud de Jaime. Indignada, abandono la mesa, pido mi abrigo al camarero y salgo del restaurante corriendo. Jaime estaba dispuesto a compartirme esa noche con un desconocido. Me dan ganas de vomitar.

Vuelvo a casa llorando. Cuando Jaime aparece sobre las cinco de la mañana, tranquilo, como si no hubiese pasado nada, ya tengo más que claro que no me quiere y que nunca, de hecho, me ha querido.

Antes de acostarse a mi lado, mientras estoy fingiendo dormir, dice en un murmullo:

–Eres todavía muy joven. Tienes mucho que aprender.

Siento verdadero asco de que esté acostado a mi lado. No voy a poder soportar esta situación más tiempo.

Lo peor está por llegar

9 de enero de 1999

La farmacia está repleta de gente, y me he sentado en una silla que han colocado al lado del mostrador. Tengo una semana de retraso y antes de hacer el test ya sé que estoy embarazada, pero he intentado convencerme de que no es así. Lo noto por los pequeños latidos de un corazón a la altura de mi ovario derecho, y, pese a las protestas de Sonia, que dice que es imposible sentir eso antes de unos meses, yo ya sé que hay algo que está creciendo en mí. No le he comentado nada a Jaime, tengo miedo de su reacción aunque es obvio que podía suceder ya que llevamos un tiempo sin tomar medidas. Es más, un día me dijo que le encantaría ser padre de nuevo ahora que está en la madurez, y que debía ser en este momento o nunca ya que, dada su edad, no quiere ser padre-abuelo. Desde luego, ha dado en el blanco. El Predictor no ha necesitado esperar ni el tiempo indicado para cambiar de color. En el mismo instante en que sumergí el bastoncito en la orina, ya marcaba positivo. Estoy «embarazadísima».

Se lo anuncio por la noche y él se me queda mirando como si hubiese visto a un fantasma. Espero cualquier reacción: alegría o rabia, pero nunca imaginé que me diría: «¡Es imposible!».

–¿Cómo que es imposible? Aquí tienes la prueba del test.

Le doy el Predictor, que he guardado en su embalaje de aluminio.

–¡Te repito que es imposible! – me dice, sin hacer caso de la evidencia. Su voz tiene un aire burlón que me da escalofríos-. No dudo de que estés embarazada. De lo que dudo es de que sea mío.

No salto sobre él por poco. Además, seguramente está esperando ese tipo de reacción. Me quedo sentada tranquilamente, con el corazón a punto de salirse de mi pecho.

–Jaime, ¿cómo me puedes decir eso? El único con quien me he acostado desde que te conozco eres tú.

–Lo dudo -se ha puesto muy serio y ya empieza a enfadarse.

–Pero ¿cómo me puedes decir eso?

–Sencillamente, porque soy estéril.

En muchas ocasiones lo he pasado muy mal con Jaime. A veces le he odiado con toda mi alma, he sentido rabia, impotencia, pero hoy, se me está derrumbando el mundo encima. Sólo puede tratarse de una gran farsa. No veo otra explicación. Me voy corriendo al baño a vomitar y me quedo allí, la cara en el váter, intentando aclarar mis ideas, cuando de repente aparece por detrás y sigue con su discurso.

–Soy estéril desde hace muchos años. He tenido la gran suerte de poder concebir a dos hijos, pero nunca más podré tener uno. Así que ¡quítate la máscara y confiesa que te has acostado con otro!

Soy incapaz de contestarle. Se acaba de convertir en un monstruo ante mis ojos y no quiero ni dirigirle la palabra.

–No me extrañaría que te acostaras con tu jefe, y que ahora quisieras que yo cargara con el muerto.

Cada palabra que pronuncia es como un golpe en plena mandíbula. Vuelvo a vomitar.

–Y tampoco me extrañaría que lo hicieras con mi socio. Claro, ya entiendo por qué Joaquín viene cada vez más a menudo a casa. ¡No debí confiar en ti!

Quiero protestar pero mi disgusto es tal que me pongo a gritar.

–Eres una histérica. ¡Mírate! ¡Además, yo qué sé lo que haces cuando estoy en Madrid los fines de semana!

Podría hablarle de Carolina y decirle que he descubierto su doble juego, pero no puedo articular ninguna palabra. Me he vuelto completamente muda, y eso le está animando a ser más cruel.

–¡Quien calla otorga! ¡Me das asco!

Todavía con estas palabras en la boca, se va de casa.

Mi regalo de San Valentín

14 de febrero de 1999

He abortado, sola, en silencio, a pesar de que un bebé es lo que más quiero tener en el mundo. El día en que le anuncié a Jaime mi estado, después de que se fuese de casa, encontré entre sus papeles un informe psiquiátrico con una serie de preguntas a las que Jaime había contestado. En una de sus respuestas decía que lo que más feliz le haría sería vivir toda la semana con Carolina, pero que ella ya no le soporta y que él ha vuelto a caer en la cocaína. Hay otras respuestas que prefiero olvidar por lo duras que son. Sin embargo, me llamó la atención lo que pensaba sobre las mujeres: dice que las odia a todas salvo a su madre. La conclusión del psiquiatra es que Jaime es esquizofrénico, que padece un síndrome de bipolaridad por tener las neuronas podridas de tanto consumir cocaína. Necesitaría un tratamiento en un centro durante una temporada.

No puedo admitir dar a luz a un niño concebido en un ambiente de locura, con un padre completamente loco y drogadicto. Temo que el niño resulte perjudicado por todo eso y me aterra tener que seguir en contacto con un loco furioso, que podría llegar a hacernos daño al niño o a mí.

Anteayer, Jaime me llamó amenazándome con que si no abortaba, haría todo lo posible para «joderme» la vida. Le creo. Es capaz de cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Hoy cojo el puente aéreo para conocer a Carolina. Ya le he contado lo del bebé por teléfono y se ha sentido muy mal, pues Jaime le hizo lo mismo a ella. De eso hace unos cuantos años. No es estéril. Se ha inventado esa barbaridad para disuadir a cualquiera que pretenda hacerle chantaje emocional con una criatura. Desde luego, ése no es mi caso. Lo único que deseo es deshacerme de esta cruz que llevo, de este amor que siento por él, y empezar una nueva vida. Para ello, tengo que exorcizarlo hablando con la persona que mejor le conoce y con quien comparte su vida.

Carolina me ha citado en un bar, a solas, y estoy nerviosa por verle la cara. Nos reconocemos desde el primer momento, por instinto; la desgracia se reconoce enseguida en los rostros, y, durante los primeros minutos, me siento muy incómoda. Carolina es mucho mayor que yo, e increíblemente guapa y dulce. Me siento halagada de que Jaime le haya puesto los cuernos conmigo pero, luego, me quito esa gilipollez de la cabeza y me voy centrando en la triste realidad: él me ha manipulado y nunca me ha querido.

Carolina y yo necesitamos una copa de algo fuerte para poder decirnos todo lo que sabemos sobre Jaime. Yo le comento vagamente cómo nos conocimos, los problemas a los que. nos enfrentamos con el embargo de su casa, la muerte de su padre y sus borracheras nocturnas y desapariciones repentinas.

Carolina me está escuchando con mucha atención, y abre sus grandísimos ojos negros cada vez que se reconoce en mi historia.

–La única vez que oí hablar de ti fue cuando Jaime me explicó que había contratado a una chica francesa -me dice cuando se asegura de que yo he acabado de contarlo todo.

–Jamás he trabajado con él. Nunca quise.

–El entierro de su padre nunca existió. Él no ha muerto, sino que malvive en una choza sin electricidad. Jaime proviene de una familia muy pobre, y no se habla con su padre desde hace años. Cuando lo conocí, también utilizó la treta del entierro, hasta que descubrí la verdad. Seguramente necesitaba una coartada para desaparecer unos días con una chica y me contó esa mentira horrible. Jaime es un mentiroso compulsivo. Antes de Navidades, estábamos de viaje en Canarias. Por eso se inventó la muerte de su padre. ¡Lo siento!

Las palabras resuenan en mi cabeza como un eco.

–En cuanto al chalé, no es suyo. Mi marido lo compró cuando nos casamos. Cuando murió, heredé esa casa. Jaime se vino a vivir conmigo allí. Pero el chalé es mío y nunca ha habido ningún embargo sobre él. En eso también te ha mentido.

No puedo creerme que haya caído tan bajo.

–¿Y sus hijos? Me dijo que pasaba todos los fines de semana con sus hijos, aquí.

–Sus hijos no quieren ni verle. Hace meses que apenas se hablan, sólo lo justo y necesario.

–Y entonces, los cinco millones de pesetas que le dejé. ¿Para qué eran?

Carolina pone cara de no saber nada del asunto.

–¡Le dejé cinco millones para evitar el supuesto embargo de la casa! – grito.

–Me parece que lo único que pretendía era sacarte dinero.

Además de mentiroso, descubro que es un estafador.

–Jaime siempre ha tenido problemas de dinero. Se lo gasta sin mirar. Lleva una vida de príncipe. Yo le estuve manteniendo durante muchos años, hasta que me cansé. Hace dos años que ya no le ayudo. Desde entonces, le empezaron a caer demandas encima, de sus colaboradores, de mucha gente. Yo no quiero saber nada. Me imagino que ahora necesitaba que alguien le proveyera de fondos. Pasó lo mismo con su ex mujer. Al final, se cansó y lo echó de casa. Ella pretende vivir tranquilamente sin ese impresentable. Siento contarte las cosas así, pero es lo único que se me ocurre decir.

–Su ex mujer está muy enferma, ¿verdad?

–Para nada. Carmen está perfecta de salud. Ya veo que también te ha hecho creer que tenía un cáncer, ¿verdad? Pues no. Está muy bien y lo único que quiere es borrar de su memoria los años vividos con ese señor. Yo también estoy intentando hacerlo, pero continúo muy enamorada de él y no lo consigo.

Quiero morirme aquí mismo. Soy una cornuda, engañada, arruinada, destrozada física y psicológicamente. Y tengo enfrente a una mujer en las mismas condiciones, pero que le ha perdonado casi todas las humillaciones. Carolina me dice que ha quedado con Jaime en el bar de enfrente y que tiene que marcharse porque puede llegar de un momento a otro. En aquel momento, suena mi móvil. Es Jaime.

–A pesar de no estar a tu lado, te quiero desear un feliz día de San Valentín -me dice.

¿Cómo se puede ser tan cínico? Tengo que aguantarme para no desvelarle dónde me encuentro.

–¿Dónde estás? – le pregunto destrozada.

–Este fin de semana estoy con mi madre, en Barcelona.

No le digo dónde estoy yo. Él no sospecha para nada que me pueda encontrar en Madrid con Carolina. Nos despedimos y Carolina me comenta:

–¿Ves cómo miente? Está de camino hacia el bar.

Su móvil se pone ahora a vibrar. Me mira sorprendida, y comprendemos que es Jaime nuevamente.

–De acuerdo -dice ella-. Te espero en diez minutos.

Y cuelga. Le acaba de decir que está saliendo del metro, a punto de llegar a su cita. Nos volvemos a mirar, sin poder creernos que un hombre pueda tener tanta cara.

No sé de dónde saco las fuerzas para aparecer veinte minutos más tarde en el bar. Estoy dividida entre las ganas de irme corriendo, o quedarme y explicarle que ya he descubierto qué tipo de persona es en realidad. Por otra parte, sigo enamorada de él, pero le quiero dar una lección por todo el mal que me ha hecho, y que le está haciendo a Carolina.

Aparezco como una muerta viviente, y Jaime está tan sorprendido de verme allí que necesita unos minutos para reaccionar. Yo me siento fatal, con la extraña sensación de entrar sin permiso en la intimidad de una pareja desconocida. Carolina me acerca una silla y, acto seguido, le pregunta a Jaime si sabe quién soy yo. Él no puede ni contestar. Se ha puesto verde, por primera vez en la vida le han «ganado», quitándole la máscara. Intenta levantarse en varias ocasiones, como para escapar de ese triángulo, pero yo le obligo a sentarse tirándole fuertemente de la manga. La gente del bar está observando, entre el estupor y la diversión, el culebrón que estamos protagonizando, pero nadie se atreve a intervenir. Al final, Jaime consigue irse corriendo, y Carolina me propone que vaya a su casa, que se encuentra en una famosa urbanización residencial a unos veinte kilómetros de Madrid. Quiere enseñarme dónde vive y me propone incluso pasar la noche en su casa, ya que Jaime no va a atreverse a volver.

Acepto su invitación, a pesar de sentirme como una intrusa, pensando que seguramente Carolina me necesita para no sentirse sola. Parece que se ha establecido una especie de complicidad involuntaria. Le debo al menos eso, gratitud por su comportamiento conmigo.

En casa, las dos nos hemos emborrachado con ginebra, y Carolina decide enseñarme su dormitorio.

Quizá acepto quedarme a dormir allí para familiarizarme con el entorno de Jaime, para entenderle mejor. Pero ¿qué hay que entender en realidad? No lo sé. La casa está llena de fotos de ella y Jaime.

–Recuerdos de momentos felices pasados juntos -me dice nostálgica-. Desde luego, hace muchos años que no he vuelto a sentirme feliz con él. No consigo deshacerme de Jaime. Por teléfono, logro decirle que no quiero saber nada, pero cuando reaparece vuelvo a caer. Eso no es vida. Al menos, no es la vida que yo quería, ni para mí ni para mis hijos.

En un momento de la noche, mientras seguimos bebiendo para soportar el dolor de un amor entregado a un ser malsano, Jaime vuelve a llamar al móvil de Carolina. Quiere pedirle perdón. Pero no sabe que estamos las dos en su casa. Ella le comenta tan sólo que quiere que se vaya de su casa definitivamente, pero Jaime le está suplicando que no haga eso, que no le abandone, ya que nunca me ha querido. Que lo mío ha sido un error. A los diez minutos, me llama a mí diciendo lo mismo, que nunca ha querido a Carolina, que es una pobre viuda sola en el mundo con sus hijos, por quien siente lástima y que quiere volver conmigo. Me pide disculpas por todo el daño que me ha hecho. Yo no escucho la mitad de sus disculpas y prefiero colgarle. Carolina y yo estamos borrachas pero no menos indignadas por lo que acaba de hacer. ¿Hasta dónde es capaz de llegar?

–Tengo una idea -me dice de repente con malicia en los ojos, cuando estoy a punto de caer en un coma etílico-. Tocar las cosas de Jaime es lo peor que le puedes hacer. Ya verás…

Me lleva a su cuarto, donde Jaime ha dejado todas sus cosas. En su armario encuentro, sorprendida, las mismas cajitas de madera que tiene en nuestro piso de Barcelona para poner sus relojes. Ha recreado en nuestra casa el mismo ambiente que el que tiene en Madrid. Con rabia, sacamos toda su ropa y, usando unas tijeras, Carolina se pone a cortar todos los trajes en trocitos. Yo hago lo mismo con sus corbatas de seda, las cuales ha colocado cuidadosamente sobre varias perchas y, luego, metemos todos los trocitos en una bolsa de plástico. Carolina saca una maleta dentro de la cual pone las bolsas de plástico y coloca una etiqueta adhesiva donde escribe las señas de Jaime. Nos acabamos de convertir en dos cómplices de un acto de vandalismo sin quererlo. Llama a un hotel para reservar una habitación a nombre de Rijas, y le explica al recepcionista que le van a llevar una maleta con sus efectos personales que le tienen que entregar en cuanto llegue. Cogemos el coche y nos vamos directamente al hotel para dejar la maleta. Luego, Carolina le manda un mensaje para darle la dirección del hotel donde ha dejado todo lo suyo. Jaime no le contesta, no se atreve. Este momento no se me olvidará nunca en la vida. A causa de la tensión que llevamos padeciendo desde hace veinticuatro horas, Carolina y yo nos ponemos a reír a carcajadas al imaginarnos la cara que Jaime pondrá cuando vea lo que acabamos de hacer con su ropa.

Un final infeliz

15 de febrero de 1999

Me despido de Carolina, pidiéndole disculpas por haberme entrometido en su vida. Lo único que he pretendido ha sido entender a ese hombre para deshacer el hechizo amoroso que me ha lanzado. No quiero de ninguna manera hacerle daño a ella, que se ha convertido en la esclava de un monstruo que tan sólo siente egoísmo y rabia hacia el género femenino.

Supongo que, con el tiempo, Carolina me odiará por haber hecho eso.

3 de marzo de 1999

Tengo que deshacerme del piso porque no puedo seguir pagando un alquiler y unos gastos tan elevados, aparte de que ya no puedo seguir viviendo aquí. Cada habitación me recuerda a Jaime y, sobre todo, sus crisis de locura. Me decido a escribir una carta a la agencia inmobiliaria para decirles que les vamos a entregar el piso debido a nuestra separación. Según el contrato, yo tengo que indemnizarles porque no ha pasado ni un año desde que he firmado. Y la única responsable soy yo, la arrendataria. Me está costando unos esfuerzos tremendos hacer todas estas pequeñas gestiones. Por las noches, empiezo a sufrir insomnio y a estar cada vez más nerviosa. Todavía mantengo algo de contacto con Carolina, quien me llama a menudo para informarme de que Jaime la está siguiendo todos los días al trabajo, pidiéndole disculpas y rogándole que le deje volver. Hasta ahora ella se ha negado. Pero sé que volverá a caer en sus brazos. Es difícil resistirse a Jaime, ella volverá con él porque tiene miedo de acabar sola y él, porque está completamente perdido y Carolina es la única persona que realmente le conoce bien.

Abril de 1999

Me he mudado bastante rápido a un piso muchísimo más pequeño, en la parte opuesta a la Villa Olímpica. He llamado a la empresa de transporte para que vengan por la mañana, y, la víspera, ha aparecido Jaime a escondidas, cuando yo estaba fuera, para sacar del piso las cosas más valiosas que teníamos en casa. Es decir, que me ha dejado con casi nada. Se lo agradezco de alguna forma ya que, en donde me voy a alojar, no va a caber todo. He pasado de ciento veinte metros a un modesto apartamento de cincuenta metros cuadrados, escondido del mundo, que he encontrado por casualidad en uno de mis varios paseos por Barcelona. También, a modo de venganza, Jaime ha destrozado -no sé cómo todavía- el mármol de la cocina. Lo que me ha supuesto un problema gravísimo con el propietario, que me está pidiendo, obviamente, que pague las reparaciones. Mi situación es absolutamente catastrófica. Ya no tengo ahorros, estoy llena de deudas por las barbaridades de Jaime con el piso y he dejado mi trabajo con Harry. He renunciado porque no puedo atender el trabajo estando tan mal. Sería una falta de profesionalidad por mi parte. Pero, por encima de todo, estoy destruida, sin nada más en el mundo que el amargo recuerdo de haberme enamorado de una persona que nunca me ha querido, que sólo se ha reído y aprovechado de mí, y que me ha estafado en todos los sentidos.

Curiosamente, no siento celos de Carolina. Creo más bien que nos solidarizamos la una con la otra desde el momento en que nos conocimos; nunca ha puesto en duda lo que yo le conté acerca de mi relación con Jaime y le agradeceré siempre el haberme abierto su casa. En definitiva, no soy más que una extraña para ella, que se ha impuesto a la fuerza en su vida y le ha hecho tambalear una parte de su mundo.

Jaime ha intentado en varias ocasiones hablar conmigo. Sabe dónde me he mudado, porque me ha seguido también a mí. Una noche, ha llamado a mi puerta, y, en un arrebato de amor, que todavía siento por él, le he hecho pasar. Ha venido borracho, pidiéndome perdón, y diciendo que ha acabado su relación con Carolina. Sé que Jaime sigue mintiendo ya que Carolina y yo continuamos en contacto. También me ha confesado que su empresa se está disolviendo y que necesita dinero. Ha vuelto a mí para intentar otra vez engañarme y le he echado a duras penas de patitas a la calle.

Todavía no entiendo realmente por qué Jaime me ha hecho eso, a mí precisamente. Tiene a todas las mujeres a sus pies, y muchas, con mucho más dinero que yo.

He descubierto que aquel pote que supuestamente provenía de una farmacia, contenía cocaína pura, y confieso que he estado tratando de justificarle durante unos días. Porque le quiero. A partir de ahora tengo que luchar contra dos enemigos: contra él y su recuerdo, en primer lugar, pero también contra mí, para no recaer.

Agosto de 1999

Han pasado unos largos meses de letargo, de los que no tengo memoria. Me he encerrado en mi casa, con todos los muebles de la mudanza colocados sin orden contra las paredes. No como, no llamo a nadie, no me aseo, me dejo sencillamente llevar. Me quiero anular. Me estoy dejando morir e incluso una noche, he suplicado con todas las fuerzas que aún me quedan que mi fin no se haga esperar demasiado.

La casa

Un lugar donde la vulnerabilidad

y la fragilidad de los seres humanos

están siempre a la orden del día

Tenía treinta años cuando tomé la decisión de entrar en la casa. Fue a raíz de mi ruptura con Jaime, a quien no perdonaba haberme dejado una cuenta corriente vacía y deudas de por vida y haberme abandonado con una tripita que nunca llegó a crecer. Estaba destrozada porque se habían esfumado de repente mis creencias sobre el amor verdadero.

Había estado madurando esta posibilidad durante medio año, cada día, cada noche. Ya lo había pensado antes, pero nunca pude concretarlo. Supongo que hacía falta algo más para poder darme el valor de hacer tal cosa. Las mujeres, sea cual sea nuestro nivel socioeconómico -lo sé por haberlo hablado con amigas mías-, en algún momento de nuestra vida hemos pensado en ello. Pero raramente se lleva a cabo porque forma parte, tan sólo, de nuestro repertorio de fantasías eróticas, y no pasa de ahí. Ciertamente yo había tenido fantasías acerca de ello. Pero miraba con miedo a esas mujeres. Siempre las veía en un mundo gris y violento, como víctimas de un chulo que las vigilaba veinticuatro horas.

Justo después del drama, había querido morir. Pero, ¡una ya no se podía suicidar en paz! Por A o por B, siempre algo o alguien interfería, sin saberlo ni quererlo la mayoría de las veces, en ese acto tan íntimo que es el darse derecho a morir.

En una ocasión en la que intenté tirarme por la ventana, Bigudi, al que había recuperado, apareció maullando para pedirme comida, con toda la fuerza de su pequeña garganta y arañándome los bajos de mis pantalones.

En otra oportunidad, intenté tomarme dos cajas enteras de un potente somnífero, y a la hora de tragar los comprimidos habían cortado el agua. Busqué desesperadamente agua mineral, o un poco de alcohol, pero ese día no había ni una gota de líquido en casa. Decidí, entonces, posponerlo para el día siguiente. Pero al final, el viejo dicho «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy» resultó cierto.

Luego, las ganas de morir se diluyeron con el tiempo, dejando sitio a la apatía, la tristeza, y una depresión de caballo.

Pasaron seis meses, durante los cuales me encerré literalmente en mi casa, con las persianas cerradas, yendo de la cama al baño y del baño a la cama, sin sentir nada de hambre, sólo sed, porque me emborrachaba pensando que beber no era malo, pues te daba otra realidad y no hacías daño a nadie.

Siempre había sido una mujer fuerte y triunfadora, pero a raíz de mi ruptura renuncié a mi puesto en la empresa de Harry. Y, por falta de dinero, tuve que mudarme a un submundo que poco tenía que ver conmigo. Dejé mi ático de la Villa Olímpica y, antes de instalarme en mi apartamento de cincuenta metros cuadrados, me fui una semana a una pensión del Paralelo con lo puesto. Bigudí por un lado, una maleta llena de recuerdos por otro, y un parte médico de una clínica abortiva de Barcelona en el bolsillo. Las mujeres viven traumas sólo por amor, o por la pérdida de un hijo. Pero saben superar los demás dramas. Y por amor, ahora me encontraba perdida, sola en el mundo, con vecinos de habitación muy dudosos, prostitutas vulgares bajo la pensión, y rodeada de bares llenos de «sin techo». Observaba a esos indigentes cada día desde la ventana, pero sobre todo a las prostitutas, y me alegraba cuando al día siguiente vela la cara conocida de una chica. Me familiaricé con ellas, sin nunca hablarles -me moría de vergüenza-, pero allí estaban y me hacían compañía. De alguna forma, las entendía.

Siempre habla pensado que, para llegar a final de mes, era mejor vender tu cuerpo que hacer extras los fines de semana en un bar como una esclava, doce horas al día, por una miseria de sueldo. Cuando cursaba mis estudios de Empresariales en la universidad, muchos compañeros se mataban trabajando de camareros para poder vivir dignamente y seguir estudiando. Yo, en cambio, había recibido una Beca de Honor además de la ayuda económica que me pasaban mis padres cada mes.

Cuando me cansé de vivir como una rata de cloaca en la pensión, empecé a salir a la calle, eso sí, pocas veces, y me adentraba en el mundo real bajando las escaleras. Nunca cogía el ascensor porque me provocaba claustrofobia en aquella época, con sus paredes revestidas de moqueta rosa. Temía quedarme encerrada sin poder respirar, y verme absorbida por esas paredes color chicle, haciendo círculos con mis brazos para deshacerme de esa masa viscosa que me mantenía secuestrada.

Al final logré el propósito que me había fijado justo después de mi ruptura. Maté a una persona. Maté a la persona formal, estudiosa, ambiciosa, que estaba dentro de mí. La maté porque sabía instintivamente que, al hacer eso, iba a liberar a otra, mucho más humana, más sensible aún, y con más curiosidad por la vida.

Siempre hay una primera vez

1 de septiembre de 1999

El primer contacto que he tenido con la casa ha sido a causa de un último arrebato de supervivencia o autodestrucción, depende de cómo se mire. No lo sé con exactitud, pero entiendo que siempre tendemos hacia la vida. Así que prefiero pensar en la primera opción.

Lo que me encontré allí estaba muy lejos de la imagen glamurosa que tenía en mente. Las chicas resultaron ser pequeñas cenicientas, pero nunca perdían zapatos de cristal, sino una parte de sí mismas. La inocencia de algunas contrastaba con su manera de hacer el amor con los clientes y estos anacronismos físicos me dejaban alucinada.

Yo era una de las más «viejas» y sabía lo que estaba haciendo. Muchas venían aquí para ganar mucho dinero, no por necesidad, sino porque eran alérgicas a la pobreza y pensaban que la felicidad sólo se puede encontrar en un billete de banco. Yo buscaba cariño ante todo, y revalorizarme como mujer, pero en el fondo, teníamos el mismo propósito: amar.

Dos y media de la tarde.

Por fin voy andando por la calle, contando las losas del pavimento, incapaz de fijar mi mente sobre cualquier impresión o sentimiento.

He comprado el periódico por la mañana, y he recortado el anuncio de una casa de lujo que promete las chicas más elegantes y guapas de la ciudad. Sin pensarlo dos veces, he llamado para preguntar si necesitaban renovar el personal, ya que estaba interesada en trabajar con ellos. Me han dado la dirección y una cita para la tarde.

Quiero llegar lo antes posible, para descubrir ese mundo que me he imaginado tantas veces. Me veo en un sitio lujoso, vestida con un traje de noche transparente, rodeada de cortinas de seda y habitaciones temáticas con bañeras con jacuzzi

Tres menos diez de la tarde.

Cuando Susana me abre la puerta, le pido disculpas porque creo que me he equivocado de piso. Ella, sin embargo, me hace pasar asegurándome que es la dirección correcta.

Susana es pelirroja, gordita, pequeña y muy fea. Tiene un cigarro en la mano, y los dedos completamente manchados de nicotina. Pero lo peor de todo es que sus dientes parecen rocas negras a punto de derribarse.

«Va a espantar a los clientes», es lo primero que pienso.

–¿Fumas? – me pregunta, tendiéndome el paquete de cigarros.

Ni buenos días ni nada.

–Sí, gracias -le contesto, cogiendo uno nerviosamente. Las manos me tiemblan. Será la primera y última vez que me ofrecerá un cigarro, ya que me convertiré luego en su proveedora preferida de alquitrán y nicotina.

A pesar de saber claramente dónde me estoy metiendo, todavía no sé muy bien si he venido por venganza, por asco hacia los hombres y a lo que tienen colgado entre las piernas, o más bien por falta de cariño y autoestima y mis problemones económicos. Es una mezcla de todas estas razones y, además, como siempre me he considerado una persona liberal, no me causa demasiados traumas ni me asusta.

–Un momentito -me dice Susana, mirándome de arriba abajo- que ahora viene la jefa, así va a poder conocerte en persona. Yo soy Susana, la encargada de día.

Me percato rápidamente de una cosa que se encuentra en el suelo, al lado de la puerta de entrada. Es un limón, pinchado con cerillas y un cigarro encendido.

–Atrae a los clientes -me explica riendo-. Es un truco de brujas. Me lo enseñó Cindy.

–¿Cindy?

–Una chica portuguesa que trabaja aquí. Ya te la presentaré. Tiene un montón de trucos y todos funcionan -Susana parece muy convencida.

Mientras me hace pasar a un cuartito, donde sólo hay una cama y un espejo mural rodeado de luces, me entra miedo, como si algo espantoso me estuviera esperando en aquella habitación. Tengo un nudo en el estómago, y la extraña impresión de que me falta el aire y de que mi boca se está deshidratando.

–¿No tendrías un vaso de agua? – le pido a Susana.

–Sí, cariño, siéntate encima de la cama, que ahora llega la jefa. Yo te traigo el vaso, ¿vale?

No me cae tan mal esta chica. Tiene una pésima imagen, pero pienso que, si está aquí, por algo será.

La habitación es horrenda y no tiene nada que ver con lo que me había imaginado. Las paredes están recubiertas de un papel amarillo, arrancado en algunas partes, y en el techo hay una tela rosa que cae colgando para dar un aire de intimidad mezclada con un lujo pasado de moda, que deja mucho que desear. El espejo tiene unas cuantas bombillas fundidas y absorbe de repente mis ojos. Entonces me doy cuenta de que estoy cayendo en una dulce esquizofrenia que me está transportando hacia otros mundos, donde el lenguaje de las palabras no tiene sentido, donde sólo importa la dimensión corporal y las sensaciones. La imagen que se está reflejando en el espejo es la de una persona todavía desconocida por mí. Es el rostro de una mujer que ha aterrizado en un lugar que no es para ella, pero que quiere hacer suyo, pese a todo, obstinada en reivindicar esta elección a toda costa.

–Toma el vaso de agua -me dice Susana al entrar nuevamente sin hacer ruido, con un vaso en la mano y un cigarro en la otra. El filtro ya le está quemando los dedos.

Yo sigo mirándome en el espejo, totalmente hipnotizada y la irrupción de Susana me hace volver repentinamente a la realidad.

–¡Hola, buenos días! – exclama una voz detrás de Susana, con un suave acento anglosajón.

–¡Buenos días! – contesto, curiosa por conocer el rostro que corresponde a esa voz tan dulce.

Una señora morena, pequeña y embarazada, me tiende la mano para saludarme. Me quedo sorprendida. Una mujer embarazada y muy agradable actuando de chula en una casa de citas; acaban de romperse todos mis esquemas. No me esperaba esto, hasta estoy casi decepcionada por no encontrarme a un hombre con pinta de camionero y tatuajes por todas partes. Esta dulzura y fragilidad no pegan con este ambiente decadente.

–Soy Cristina, la propietaria de la casa.

–¡Hola! Yo soy Val.

–Me ha dicho Susana que quieres trabajar con nosotros.

–Sí, la verdad es que me gustaría.

–¿Dónde has trabajado antes?

–Quiere decir, ¿de eso?

–Sí, claro. ¿Para qué otra casa has trabajado antes? – insiste Cristina.

No sé si mentir o decir la verdad.

–Nunca he hecho este trabajo. Es la primera vez.

Cristina y Susana me miran fijamente y veo en sus ojos que no se creen nada de lo que acabo de decir.

–¿Estás segura de que lo podrás hacer? – pregunta Cristina-. Aquí trabajan muchas chicas muy profesionales.

–Basta probarlo -le contesto.

Mi tono es tan decidido que Cristina parece convencida enseguida.

–De acuerdo -dice-. Susana, ¿hay algún vestido de noche en el guardarropa que se pueda poner la chica?

–Si, pero creo que es de Estefanía. Si se entera de que se lo hemos cogido, me va a pegar la bronca, Cristina.

–Vete a buscarlo. Bajo mi responsabilidad. Yo hablaré con Estefanía. Esta chica no se puede presentar vestida con esa ropa ante ningún cliente.

–¿Es que voy a empezar ya mismo? – me siento un poco presa del pánico.

–¿No querías trabajar? – comenta Cristina con una amplia sonrisa.

–¡Claro que quiero trabajar!, pero no pensaba que iba a hacerlo tan pronto.

–Es lo mejor, ¿sabes? Si no, ¿hasta cuándo vas a esperar? Tengo en el salón a un muy buen cliente que viene cada semana. Si la chica le gusta, pasa dos horas con ella. Así que aprovecha. Paga cien mil pesetas y te llevarás cincuenta mil.

–OK!

Susana reaparece con un vestido rojo largo y transparente, de escote generosísimo, y la lencería a juego.

–Pruébate esto, cariño, y date prisa que el cliente está esperando -me insta Cristina-. Le he dicho que teníamos a una chica nueva, una modelo que está de paso por Barcelona y que se marchará dentro de unos pocos días. Tiene ganas de conocerte.

–Bien -le contesto, quitándome ya sin pensar los vaqueros-. ¿Qué tengo que hacer con él?

–Tú sabrás -responde Susana-. Es un poco pesado porque va colocado. Pero, en general, no quiere una relación completa, porque no puede. Una buena masturbación le hará feliz.

–¿Una masturbación de dos horas? – pregunto ingenua.

–Hombre, ¡dos horas no! – exclama Cristina riendo-. Juegos, masaje, no sé. Depende de ti inspirarle. Vamos, vístete y no te preocupes, que todo saldrá bien. Y maquíllate un poco, que estás muy pálida. A los clientes les encantan las mujeres muy arregladas. Todo lo contrario de lo que tienen en casa. ¿Para qué van a pagar a una mujer que se parece a su esposa?

–Claro -le digo, mientras me estoy ajustando el vestido.

La imagen que me ofrece el espejo ya no es tan diferente de la de una persona que se suele arreglar cuando va a una cita con un desconocido. Me siento más conforme conmigo misma, pero mi corazón sigue latiendo fuertemente contra mi pecho, como si tuviera miedo.

–¡Mira lo preciosa que está con este vestido! – anuncia Susana, llamando la atención de la propietaria.

–¡Está divina! – recalca Cristina-. Tienes un cuerpo muy bonito y debes aprovecharlo. Quizá te falte un poco de pecho, pero cuando ganes el primer millón, ¡ya te operarás!

Este comentario sobre mi pecho no me gusta nada, pero no pienso dejarlo entrever. No es el momento de discutir.

–Puedes ganar muchísimo dinero si te lo montas bien. Ya verás, estarás muy a gusto con nosotros. Me pareces una mujer muy dulce y simpática. Anda, vete y luego hablamos.

Susana me coge de la mano como a una niña pequeña, me repasa el maquillaje, con un aire que parece aprobador, y me lleva a un salón que no conozco todavía. La decoración sigue la misma tendencia que la de la habitación donde he estado primero. Hay un sofá grande de tela con llores dibujadas en todos los colores y enfrente una mesa de vidrio, con patas de cobre, que tienen forma de hojas de vid, con algunas revistas de Playboy sobre ella, abiertas como si alguien las hubiese estado hojeando. Un sillón a juego con el sofá yace, solo, en un rincón. Dos puertas comunican con el salón. Una pintada de blanco y otra corredera, que es de madera. Deduzco que esta última da paso a otra habitación.

–Ahí hay una suite -me explica Susana, orgullosa, como si fuera la dueña-. El cliente está dentro. Luego la verás. Aquí está el baño -y abre la puerta pintada de blanco para mostrármelo-. Ahora siéntate, que voy a ver al cliente.

Llama suavemente a la puerta de madera y la entreabre para que yo no pueda ver lo que hay dentro. Desaparece, tragada literalmente por esa habitación misteriosa. Oigo susurros y ya empiezo a notar la presencia masculina del desconocido, y su voz impaciente por haber esperado demasiado tiempo. Tengo el pulso a mil.

Después de unos minutos, reaparece Susana, con colores en las mejillas.

–No me gusta entrar en esa habitación -declara, riéndose y tapándose la boca con la mano-. El cliente está desnudo. Entra cuando quieras cariño, me acaba de pagar.

Y me enseña el dinero que lleva en la mano.

–Luego te doy lo tuyo.

Al salir del salón, me echa una mirada cómplice y me quedo sorprendida cuando me espeta:

–Pásatelo bien, cariño.

Permanezco inmóvil unos segundos antes de llamar a la puerta, conteniendo la respiración. No tengo miedo de acostarme con un extraño. Lo que me asusta en realidad es el no ser del agrado del cliente, no gustarle; mi autoestima está realmente tocada. Para mí, supondría un fracaso terrible ser rechazada la primera vez. Ya decidida, me apresuro a llamar a la puerta, y la voz del desconocido me grita:

–¡Entra ya!, que si no pasa el tiempo y no hacemos nada.

Está acostado boca arriba encima del cubrecama, completamente desnudo, cuando paso el umbral de la puerta. No distingo bien sus genitales, la habitación está muy oscura. Parece un hombre joven, de unos treinta y cinco años como mucho. Lo que Susana llama la suite, consiste en una habitación con terciopelo rojo en las paredes, cortinas espesas que no dejan pasar nada de luz natural y una cama feíng size. A ambos lados de la cama, hay mesillas parecidas a la mesa del salón, decoradas con dos figuritas de bronce que representan a mujeres desnudas comiendo uvas. La pared enfrente de la cama es todo espejo, y da inequívocamente la impresión de estar en una de estas maisons-doses parisinas. Pensaba que los tiempos habían cambiado y que estas casas eran más modernas, dejando atrás el gusto tan dudoso que las caracterizaba.

–Déjame que te vea mejor -me dice el cliente, levantándose de la cama-. Eres nueva, ¿verdad?

–Sí. Acabo de llegar.

–Todas dicen eso, y también que nunca han trabajado en esto. Pero luego, las encuentras en todas las agencias de Barcelona. Aunque me parece que tú dices la verdad. No te conozco de nada. Al menos, no estás trabajando en otro sitio, si no te hubiese visto. ¿Tomamos un baño?

El cliente se acerca al jacuzzi que hay en un rincón de la suite, y abre los grifos.

–¿Cómo te llamas? – me pregunta, mientras va pasando la mano debajo del agua para probar la temperatura.

–Val -respondo, sin moverme de mi sitio.

–¡Qué bonito! Nunca lo había oído antes. Extranjera, ¿verdad? – Y añade, casi de una manera imperceptible-: Como todas, de todas formas.

–Sí. Soy francesa.

–Francesa y poco habladora. Está bien. En general, las chicas hablan demasiado y dicen tonterías. Yo soy Alberto. ¡Venga!, acércate para que te vea mejor. Pareces supertímida.

–No. No soy tímida. Es tan sólo que el sitio me resulta extraño.

–Entiendo -dice Alberto con aire complaciente y colocándose en la bañera-. Quítate la ropa y entra en la bañera conmigo.

Confieso que tomar un baño con un desconocido, en un sitio tan visitado, me da un poco de asco, pero ¿qué otra opción tengo? Si he decidido hacer esto, tengo que hacerlo hasta las últimas consecuencias.

Me quito rápidamente la ropa, balanceando suavemente mi cuerpo pálido prisionero de la lencería roja prestada, para animarme frente a este desconocido, que no me cae mal, pero que, de momento, no me inspira deseo para nada.

–¡Uau! Las francesas siempre sois calientes. Hazme ese balanceo en el agua.

Entro en el agua con él. Está muy caliente y me cuesta un poco sumergirme. Pero Alberto me coge por la cintura y me atrae hacia él.

–Ven aquí. Quiero sentirte cerca de mí.

Se pone a tocarme las tetas, mojándolas con la espuma del gel de baño que ha echado en el jacuzzi y, luego, bajo el agua, sus dedos empiezan a buscar mi pubis. No sé todavía cómo funciona este tipo de relación a pesar de mi manera liberal de ver las cosas. Me resulta un poco violenta esta situación: he pasado de elegir yo a los hombres que quiero a que, ahora, mi opinión ya no cuente para nada. Son ellos quienes lo harán de aquí en adelante y pagarán por ello. Lo más difícil de tragar es eso: que mi opinión no cuente para nada.

La luz es muy tenue pero la excitación de Alberto se puede leer en su rostro. Para mí, es todo lo contrario.

–¿Por qué no salimos de la bañera y vamos a la cama? – le suelto de repente para acabar de una vez, poniéndome de pie y quitando de mis brazos la espuma del jabón.

–OK! Pero con la condición de que me dejes tomar salsa – me responde, incorporándose.

–¿Salsa?

–Sí. Como lo oyes: salsa…

–Sí, claro. ¿Te gusta bailar?

–¡No!

–¡ Ah…! – exclamo, y sin pedirle más explicaciones me voy a buscar a Susana, enrollándome en una toalla, para que ponga un CD de salsa.

Tras apenas una hora de haberme presentado en esta casa, ya estoy con un putero de mucho cuidado que además es cocainómano perdido.

Nunca me han atraído las drogas, ninguna de ellas. Pero durante mi estancia en la agencia, casi a diario he tenido que cohabitar con ellas.

Susana pone el disco que he pedido y, cuando comprendo a qué se refería Alberto, nos vamos a la cama. Como ocurrirá en muchas otras ocasiones, no retiramos el cubrecama. Alberto empieza a esnifar la coca mientras se termina el Vvhisky que le ha servido Susana al llegar. ¡Bonita mezcla explosiva!, pienso un poco angustiada. Tiene los ojos desorbitados por el polvo blanco y está boca arriba encima de la cama, inerte.

Al cabo de un rato, me pide que comience mi trabajo, pero como no tiene erección ninguna, es imposible colocarle un condón. Yo tengo las ideas muy claras. No pienso hacer nada con un desconocido sin preservativo.

–No te va a servir de nada -me dice, refiriéndose a los preservativos que he colocado encima de la mesilla-. Follar no me pone. Sólo quiero que me la chupes, no hay riesgo.

–Vamos a ver lo que se puede hacer -le digo, con aire embarazoso.

Desaparezco un momento en el baño, al lado de la suite, pretextando unas ganas terribles de hacer pipi, con un condón escondido en la mano. Una vez allí, lo saco delicadamente de su envoltorio y me lo coloco en la puntita de la lengua. Lo mojo poco a poco para que coja la temperatura de la saliva, cuidando mucho de no romperlo con los dientes. Tengo la sensación de haber hecho eso toda la vida. En realidad, mi cerebro está funcionando a tope, para encontrar una solución al problema de la protección. No quiero tener un conflicto con mi primer cliente. Sería un mal comienzo. Espero que esta estrategia pase inadvertida.

Oigo de repente que grita mi nombre y me apresuro a volver a la suite. Definitivamente no me hace ninguna gracia tener que pasar dos horas con este individuo.

–¿Qué estabas haciendo? El tiempo está corriendo. Y yo he pagado por algo -me recuerda, con voz de reproche.

No me atrevo a contestarle por miedo a que note que tengo algo en la boca. Me contento con sonreírle, y se suaviza.

Casi dos horas estuve cumpliendo con mi labor sin que se diera cuenta del secreto que encerraban mis labios. ¡Funciona, funciona!, me digo interiormente, contenta de mi invento de última hora.

Al final, Alberto se va como ha venido: colocado y sin haber conseguido una erección completa. Y yo, con cincuenta mil pesetas en el bolsillo, ¡así de fácil!

–¿Qué sueles hacer? – me pregunta la propietaria, con un bolígrafo en la mano y un pequeño cuaderno donde ha escrito mi nombre.

Nos encontramos en la cocina porque la pequeña habitación está ocupada por un cliente y Susana está limpiando la suite.

–¿A qué te refieres? – la pregunta es una gilipollez.

–¿Relaciones sexuales con hombres, mujeres, francés con o sin? ¿Dúplex, griego? Es importante para mi. Cuantas más cosas sueles hacer, más trabajo tendrás.

–¿Ah? Pues…, con mujeres no tengo problemas. El francés, siempre con preservativo. Y el griego no lo hago.

–¡Qué pena! El griego se paga el doble de precio. Cien mil pesetas una hora. Cincuenta para ti. ¿Y el dúplex?

–¿Dúplex?

–Sí. Cuando el cliente pide dos chicas.

–¿Lo llamáis así?

–Sí. Hay clientes que piden dos chicas de una casa. Para ti es menos trabajo porque sois dos.

–Tampoco tengo problemas. Pero no conozco todavía a las chicas. Me imagino que es mejor estar con una chica con quien te llevas bien, ¿no?

–Exactamente. Aunque a veces no puedes elegir. En cuanto al horario, hay varios turnos. O trabajas de día, o de noche. O si lo prefieres, puedes estar disponible las veinticuatro horas del día. Si trabajas de noche, tienes que llegar a la casa antes de la medianoche, si no, Susana no te abrirá. De día, puedes llegar sobre las ocho. Y las veinticuatro horas, puedes venir cuando quieras, y cuando estás fuera de la agencia, tener conectado tu móvil para que te llamemos. Eso significa que tienes que estar siempre disponible. Si te llamamos para un servicio, y no puedes venir, daremos preferencia a otra chica y ya sabremos que no podemos contar más contigo.

–Comprendo. Es normal.

–Si necesitas días de descanso, nos avisas y ya está.

–OK! Y cuando tengo la regla, ¿qué hago?

Nuestra conversación se ve interrumpida por una negra color ébano que entra en la cocina con aire altivo, tapada por una toalla minúscula que deja ver unas nalgas respingonas.

–Cristina, dice el cliente que quiere otro tipo de música -anuncia la chica.

–De acuerdo, Isa. Ahora te pongo otro CD.

Isa es guapísima, silicona pura, eso sí. Con sólo mirarme me doy cuenta de cómo me ha recibido; me está, literalmente, fusilando. Le suelto:

–Hola, soy nueva, me llamo Val.

Isa vuelve la cabeza hacia el otro lado y sale de la cocina sin decirme nada.

–No hagas caso -me avisa la propietaria-. Las chicas suelen comportarse así al principio. Particularmente Isa. Cada vez que llega una nueva, se pone así. Es competencia para ella, ¿comprendes? No es mala chica. Ya se acostumbrará a ti. – Y añade-: Bueno, volvamos a lo nuestro. ¿Qué horario quieres hacer?

–Veinticuatro horas, Cristina -contesto sin vacilar.

–Bien. Así ganarás más dinero -me dice, sin mirarme y apuntando en su cuaderno.

–Y ahora, ¿qué hago? – pregunto.

–Puedes quedarte o volver a casa. Pero las chicas que se quedan aquí tienen preferencia. Si viene un cliente, las presentamos para que elija. Si no le gusta ninguna, es cuando llamamos a las que hacen veinticuatro horas. Tenemos un book de fotos, que le mostramos al cliente para que elija a las chicas. ¿Tienes alguna foto que podamos poner en el book?

–Ahora mismo no. Pero voy a mirar. ¿Qué tipo de fotos necesitáis?

–Artísticas. De cara, de cuerpo, elegantes, eso sí. Nada de vulgaridad. Somos una agencia de alto nivel, ¿comprendes?

–Si, claro. Pero no creo que tenga ese tipo de fotos.

–Entonces, si quieres trabajar con nosotros y para no perder clientes, te recomiendo que hagas un book con un fotógrafo profesional. – OK!

–¿Tienes uno? – ¿Uno qué?

–Que si tienes o conoces a un fotógrafo profesional -responde Cristina.

–No. Pero puedo encontrarlo.

–Vale. Pero que sepas que nosotros trabajamos con un chico muy profesional, que también se encarga de nuestra página web, si te interesa. – ¿Ah, sí? Estoy sorprendida de ver lo bien organizada que está esta gente.

–Sí. Cuando llegan chicas nuevas, él se encarga del book, durante un día entero, fuera de Barcelona. Yo iría con vosotros para supervisar.

–Bueno, pues me interesa. ¿Cuánto me puede costar un book y cuántas fotos se hacen?

–Un buen book cuesta unas ciento veinte mil pesetas, pero para ti serían unas noventa mil. Son unas veinte fotos. ¡Como si fuera a comprar pescado!

–Es caro, ¿no te parece? – recalco yo, alucinada por el precio.

–Por unas fotos artísticas, no es nada caro -me responde una Cristina contundente.

–Es que no estoy muy al tanto del valor de estas cosas.

–Que sepas que los books son carísimos. Pero es una buena

herramienta de trabajo. Es imprescindible.

–De acuerdo. Lo haremos, pero déjame algo de tiempo trabajando para conseguir un poco de dinero y luego organizamos lo de las fotos -le digo, con cara pensativa. Me parece realmente muy caro, y sólo acabo de empezar.

–Por supuesto. Entonces, ¿también quieres hacer turno? ¿Por la mañana o por la noche?

–Por la noche, pero estaré conectada las veinticuatro horas del día, así que me podréis llamar a cualquier hora cuando esté fuera, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. ¿Cuento contigo entonces?

–Sí, sí, pero hoy vuelvo a mi casa. Estaré conectada de todas formas. Me podéis llamar.

–Bien. ¡Por cierto!, de noche hay otra encargada que ya conocerás. Se llama Angelika. Es una chica extranjera, pero habla perfectamente español. Le daré tus datos. Y, una advertencia: no les digas nunca ni a los clientes ni a las demás chicas que es la primera vez que haces esto. Nadie te creería, ¿sabes? Y otra cosa, hoy no lo has hecho, porque no sabías, pero para las demás veces, que sepas que después de estar con un cliente en una habitación, tienes que cambiar las sábanas inmediatamente. El resto lo hace Susana. Ven, te voy a enseñar dónde se encuentran las sábanas. Y también las toallas.

Salimos de la cocina mientras entra Susana con las sábanas de la cama en la que estuve con Alberto, en los brazos.

Nos dirigimos hacia la entrada y Cristina abre un armario de madera en el que veo una tonelada de sábanas apiladas en un rincón. En el otro rincón hay toallas limpias que cada chica va cogiendo cada vez que las necesita. Noto la presencia de Susana detrás de mí. Nos ha seguido, con el eterno cigarro encendido entre los dedos. Hay otro armario en el pasillo de donde sobresale el tirante de strass de una camiseta de noche que seguramente pertenece a una de las chicas. Cristina ve lo que estoy observando.

–Si traes ropa, la puedes colocar aquí. ¡Y ten cuidado! Parece mentira, pero las chicas se roban entre ellas.

–¿De verdad? – exclamo sorprendidísima.

Susana afirma con la cabeza. Volvemos a la cocina, donde me enseña cómo funciona la máquina de café.

–Puedes tomar café, té o chocolate. Se lo pides a Susana. Son ciento cincuenta pesetas. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

Desde luego, ¡aquí todo se paga! Y además, ¡tengo que cambiar yo las sábanas! Me despido de Cristina y de Susana y salgo a la calle. Estoy feliz por haber ganado 50.000 pesetas en dos horas, y me prometo que voy a trabajar como una loca en esta casa. Y a pesar de los nervios pasados antes de encontrarme con el primer cliente, tengo la sensación de haber hecho esto toda la vida.

Miss Sarajevo

1 de septiembre de 1999 por la noche

Tres de la madrugada.

Pasa un tiempo antes de que reaccione; mi móvil está sonando desde hace una eternidad.

–Sí, ¿dígame? – respondo con voz de ultratumba.

–Hola, Val, soy Angelika, la encargada de noche de, la casa -me dice una voz muy amable, al otro lado del teléfono-. ¿Estabas durmiendo? Llevo intentando hablar contigo desde hace unos diez minutos.

–¡ Ah, hola! Sí, pero no importa -digo, levantándome de golpe.

Al oír la palabra «casa», me despierto enseguida. No quiero perder ni un trabajo.

–Mira, tengo un servicio para ti. Es un muy buen cliente de Barcelona. Australiano. Te espera en su casa en veinte minutos. Paga cincuenta mil pesetas más el taxi y, si le gustas, repetirá cada semana contigo.

–Estupendo, ¿dónde vive? – pregunto, buscando rápidamente un bolígrafo para apuntar.

–Toma nota.

Mientras Angelika me va dictando la dirección, estoy pensando en lo que me voy a poner.

–Cuando estés con él y que te haya pagado, me llamas. Y también al salir de su casa. Luego, te vienes directamente para traerme el dinero, ¿entendido?

–Sí, ningún problema -contesto-. ¿Cómo se llama el cliente?

Esta información me parece de vital importancia.

–David. – Y me cuelga.

Angelika me ha parecido muy simpática y profesional. Me gusta, y estoy ansiosa por conocerla.

Me ducho rápidamente, llamo a un taxi y, en quince minutos, ya estoy de camino a la casa de David.

El edificio está situado en la zona alta de Barcelona. Es una casa regia.

–¡Sube! – me ordena una voz, mientras resuena en la calle vacía el portero electrónico.

Me encuentro cara a cara con un hombre muy joven, pequeño de estatura y con gafas redondas que le dan un aire muy intelectual. No es muy guapo pero parece amable y sensible. Me sonríe y me deja pasar inmediatamente. Su piso es bonito, pero no tiene muchos muebles, lo que me hace pensar que seguramente es soltero y no tiene tiempo ni ganas de decorar su casa.

–¿Eres nueva? – me pregunta después de invitarme a sentarme a su lado en su sofá azul.

–Sí -le contesto, respondiendo a su sonrisa-. Se me nota, ¿verdad?

–No, no es eso. Simplemente que llamo a esta agencia todas las semanas y nunca te había visto antes. Así que deduzco que eres nueva. ¿Desde cuándo estás trabajando?

–Desde esta misma tarde -le digo, observando la biblioteca llena de libros y CD.

–Angelika me ha dicho que eres francesa. Eso sí que se te nota -comenta riéndose.

–Sí. Y tú australiano, ¿verdad? Hablas muy bien castellano -recalco, mientras se levanta para ir a buscar algo.

–Podemos hablar francés si quieres, lo estuve estudiando unos cuantos años aunque, a veces, me falta vocabulario -y suelta otra vez una risita.

Me río yo también de buena gana. Parece supersimpático. Pero demasiado pequeño para mi gusto.

Me pone las cincuenta mil pesetas encima de la mesa del salón y me invita a contar los billetes.

–Y ahora, llama a tu agencia para decirles que todo está bien. Si no, te van a reñir.

–Veo que sabes cómo funciona -le digo, mientras voy marcando en mi móvil los números de la casa. Angelika responde enseguida.

–¿Todo bien? – me pregunta, como si sólo estuviera esperando mi voz al otro lado del auricular. – Sí. Todo bien.

–Perfecto. Tienes una hora. Cuando salgas, llámame para decirme que has acabado.

David me enseña el dormitorio y, desde ese momento, deja de hablarme. La verdad es que lo prefiero, porque tampoco tengo demasiado que decirle. Empieza a desnudarme, y me sorprende lo bien que me está tocando. Yo siempre he pensado que los hombres que pagan para estar con una chica, nunca hacen bien el amor, y son patosos a la hora de acariciar. Pues me he equivocado porque no es su caso para nada, y decido dejarme llevar y olvidarme del porqué estoy aquí.

Me da besitos por todo el cuerpo, las nalgas, los pies, sube de repente para morderme la nuca, y vuelve a bajar.

Descubro un cuerpo diminuto, y unos genitales en proporción con su tamaño. Pero no importa. Me lo está haciendo pasar muy bien. En su mesita de noche, hay aceite de masaje y viendo que lo estoy mirando, sin decir nada, lo coge y me hace dar la vuelta, boca abajo, para masajearme la espalda. Es fantástico. Sabe masajear como un verdadero profesional. Esta sensación es tan divina que no me molestaría estar despierta cada noche a las tres para estar aquí con él. Recupero el sentido una hora más tarde, con rojeces por todo el cuerpo y un besito suave en los labios. Cuando bajo por el ascensor de su casa, me siento ligera y, además, he ganado dinero. ¡No me lo puedo creer!

Llamo a Angelika tal como me ha pedido y cojo un taxi. En quince minutos estoy ya en la casa. Es un verdadero placer desplazarse por las calles de Barcelona a estas horas. La ciudad está completamente vacía. Al llegar, baja Angelika a abrirme la puerta de entrada del edificio, que se queda siempre cerrada durante la noche, por medidas de seguridad.

Después de saludarme con un susurro, para no despertar al vecindario, me invita a subir.

Es una mujer impresionante. Altísima, el pelo de color rojo, unos ojos azules grandísimos y la cara lechosa. No parece para nada una encargada. Lo único que falla en ella es su aspecto demasiado varonil, para mi gusto.

Llegamos al piso y me hace pasar directamente a la cocina. – En la suite hay un servicio, y en la otra habitación están durmiendo las chicas -me explica.

Y sin esperármelo, me da dos besos en las mejillas. – Soy Angelika. ¡Bienvenida a la casa!

El trato me parece un poco extraño, más bien exagerado, al fin y al cabo es la primera vez que nos vemos.

–¿Tienes el dinero? – me pregunta, abriendo un cuaderno donde aparecen los nombres de las chicas, las horas de trabajo y los importes.

–Sí. Toma, las cincuenta mil pesetas. – Muy bien. Te corresponden veinticinco mil. Y hace una cruz al lado de mi nombre.

–¿Qué tal con David? – pregunta, observando divertida las rojeces que tengo en la cara.

–Como ves, muy bien. Es un amor, y necesita mucho cariño. – Sí. Todas las chicas están encantadas cuando saben que tienen que verle. Si todos fueran como él… ¿Quieres tomar algo?, te invito yo.

–Necesitaría un café. Ahora, me muero de sueño -contesto con un bostezo.

Angelika comienza a prepararlo en la máquina y luego se hace un chocolate.

–Gracias -le digo, soplando el café para que se enfríe.

–Me ha dicho Cristina que vas a hacer el horario de veinticuatro horas. Ganarás mucho dinero. ¿Y cuándo vas a venir a hacer turno?

–Por la noche, creo. No sé, me imagino que dependerá del trabajo que haya, ¿no?

–Depende de los días. A veces se trabaja más de día, otras veces más de noche. Pero si estás conectada siempre, trabajarás mucho, ya verás.

–¿Y cuántas chicas hay aquí? – pregunto, curiosa.

–Muchas, aunque no vienen todas. Algunas sólo trabajan con el book de fotos, y las llamamos si no hay nadie disponible. Para que te hagas una idea, esta noche han venido seis a hacer turno.

Es entonces cuando comprendo que me ha privilegiado, porque podía haber mandado a cualquier chica de las que se encontraban aquí. Es curioso porque la casa parece vacía, ni un ruido, ni un rumor. Todas deben de estar durmiendo en la otra habitación.

–¿No se molestarán las demás porque he ido yo a ver a David?

–No te preocupes. Siempre quiere chicas nuevas. Y de las que están hoy, todas han estado ya con él. ¡Tampoco tienen por qué enterarse!

–Entonces, no me preocupo.

–¿Qué quieres hacer? ¿Quedarte aquí o volver a tu casa y empezar el turno de noche mañana?

–Prefiero volver a mi casa. Necesito acostumbrarme a este nuevo ritmo.

–Como quieras.

–Gracias, Angelika.

Tras despedirme de ella y subir en un taxi, me doy cuenta de que empieza a amanecer, me encanta la luz que comienza a iluminar la ciudad. El aire está limpio, y me siento muy feliz de poder volver a percibir estas pequeñas cosas. Hacía ya mucho tiempo que no había disfrutado de un momento de serenidad así. Además, he ganado en poco menos de veinticuatro horas setenta y cinco mil pesetas y me lo he pasado muy bien con David. ¡Ojalá las cosas sigan así!

¡Ojo, que nos vigilan!

2 de septiembre de 1999

Hoy he dormido gran parte de la mañana. Cuando me he despertado, ya tenía ganas de ir a la casa, para saber si había trabajo. Pero no se ha producido ninguna llamada durante todo el día.

Me acerco sobre las once y media, tal como me había recomendado Cristina, con una bolsa llena de ropa de noche. Está todavía abierta la puerta de entrada del portal, así que subo directamente al piso y me abre Susana.

–¡Hola, cariño! ¡Qué pronto llegas esta noche! La mayoría de las chicas del turno de noche llegan casi a las doce, cinco minutos antes de cerrar el turno. Tú harás lo mismo cuando empieces a hartarte -me dice Susana con sus ojos redondos.

–Me dijo Cristina que si no llegaba antes de las doce, no podría entrar.

–Sí, ése es el reglamento. – Y añade, cambiando de tema-: Todavía hay chicas del turno de día. Se van a ir pronto y yo también. Ven, te voy a presentar.

¡El reglamento! ¡Suena a convento de monjas!

Nos dirigimos al salón (signo de que no hay ningún cliente, si no estaría cerrada la puerta, pues comunica directamente con la suite) de donde salen unas voces y, de vez en cuando, alguna carcajada.

Hay tres chicas sentadas en el sofá y una en el suelo. Sorprendentemente, todas tienen un físico diferente. Reconozco a Isa, la mulata que ayer no me saludó. Tiene media melena, unos labios muy carnosos y una nariz pequeñita, operadísima. Viste un conjunto de ante beis claro que recalca el color canela de su piel. El escote deja entrever unos pechos grandísimos, ciento diez por lo menos, y operados por supuesto, me informaría más adelante, con mala leche, otra chica. He conseguido «domesticar» a Isa con el tiempo. Llegamos a tener conversaciones surrealistas sobre la locura de la gente.

–Todo el mundo está loco, ¿sabes? Están todos locos. ¡Y los hombres! ¡Ni te digo! Están chiflados. ¡Hay que estar loco para pagar a una mujer para follar! – me diría sin cesar.

De hecho, era lo único que sabía decir. Nunca tuvo otro tipo de conversación. Y me hacía reír muchísimo, a la vez que me daba pena.

Cuando gana dinero, se lo gasta en ropa. Un día de mucho trabajo, llegó a gastarse ciento cincuenta mil pesetas en trapos. Dice a todo el mundo que tiene veintinueve años aunque, en realidad, ha cumplido ya las cuarenta y dos primaveras, eso sí, bien llevadas, porque se ha operado de todo. Es la más antigua de todas nosotras y eso le hace creer que tiene más derechos, por lo que pone mala cara a cada chica nueva que aparece.

Hoy soy yo la nueva, y apenas me mira. Pero ya me lo esperaba después del episodio de la víspera.

Después me fijo en una pelirroja impresionante, altísima, de pelo largo liso, que le llega hasta las caderas. Al principio pienso que Estefanía es sueca. Luego me dicen que es española y encima, ¡de Valladolid! No me hace ningún comentario esta noche acerca del vestido rojo que le he cogido para presentarme al primer cliente. Seguro que Cristina ha arreglado el asunto a su manera. Tiene un rostro angelical, con ojos azules llenos de dulzura. Hace este trabajo para mantener a un hombre mucho mayor que ella, que no trabaja porque no le da la gana. No sé más de ella, porque es muy discreta y se guarda mucho de hablar de su vida. Me saluda con una sonrisa. Con el tiempo resultará ser la más lista de todas; sólo hablará en contadas ocasiones y se limitará a sonreír todo el tiempo. Con ella aprenderé que hablar en este tipo de lugar es lo peor que se puede hacer.

Mae también es española, de Asturias; rubia, de cabello corto y largas piernas. Tiene muy buen tipo pero desprende antipatía por todos los poros de su piel y siento enseguida que tendré que cuidarme de ella, porque parece una verdadera víbora. Se enorgullece siempre de haber sido modelo. Se ve que no debía de ganar mucho dinero en la profesión… Tiene muchos pretendientes y vive claramente de los hombres, incluso fuera de la casa. Desaparece por temporadas, porque se va liando con señores que la mantienen. Cuando el dinero se le acaba, y la relación también, vuelve a la casa como un perro abandonado. Se da aires de pija pero es, en mi opinión, la más vulgar de todas.

Cindy, una portuguesa de ojos negros, es la única que me dirige la palabra cuando me presento. Se trata de la bruja del limón y las cerillas que yacen en la entrada del piso. Tiene la melena negra azulada muy brillante y lisa, y un cuerpo muy fibroso. – ¡Hola! Tú eres francesa, ¿verdad? – me pregunta. – Sí. Me llamo Val.

–Mucho gusto -dice, tendiéndome la mano para saludarme. Su educación extrema contrasta con el contexto y el vestido vulgar que lleva puesto. Pero lo achaco a su poco conocimiento del castellano. De hecho, habla fatal el idioma, con una mezcla de portugués y español. Por esta razón, repite las pocas frases de cortesía que ha aprendido, alternándolas con frases muy vulgares, lo cual me hace pensar que ha trabajado en la calle. Con ella, sé que tengo a una amiga en la casa. Nos hemos llevado muy bien siempre. Cindy hace turno de día y de noche porque tiene grandes problemas económicos.

–Tengo a filha que alimentar, hostia puta -me irá repitiendo sin parar.

Y yo me río a carcajadas cada vez, porque se da aires de Gran Dama, con este toque final de vulgaridad. Es totalmente surrealista.

Enfrente de mí están las cuatro chicas con más antigüedad de la casa. Susana me hace una señal para que la acompañe otra vez a la cocina.

–Mira, cariño, tú no tienes que pelearte con ninguna chica, ¿de acuerdo? Entre ellas siempre hay problemas, así que te aconsejo que no te metas en sus historias. Te lo digo por tu bien -insiste Susana, como si le hubiese refutado algo-, me lo agradecerás un día, ¡ya verás! Si pasa cualquier cosa, háblalo conmigo o con Cristina. Que ella es la jefa.

–De acuerdo -digo sin parpadear.

De repente, oímos chillidos que vienen del salón. Es Isa.

–¡Seguro que alguna puta de vosotras me ha robado mi americana de Versace! – grita histérica.

–¿Nosotras? – dice Mae-. ¡Puta tú!, estás loca. Yo me puedo comprar todas las americanas de Versace que quiero, ¡imbécil!

–¿Ah, sí? Pues mi americana ha desaparecido desde que habéis llegado -insiste Isa.

Susana sale corriendo de la cocina.

–¿Qué está pasado aquí? – pregunta, con el eterno cigarro en la mano.

–Me han robado mi americana de Versace -le explica Isa-.

Seguro que ha sido una de ellas.

Yo observo, con mi bolsa de plástico bien agarrada entre las manos, por miedo a que salga de repente un ladrón de un rincón.

–¿Y qué te hace pensar que te la han robado? – vuelve a preguntar Susana.

En ese momento suena el timbre del interfono.

–¡Un cliente! Id a la habitación y preparaos. ¡Y basta de peleas! – anuncia Susana. Y mirándome añade-: ¡Tú también!

Entramos en la habitación pequeña para cambiarnos. Sacamos de nuestras bolsas la ropa que nos va a servir para trabajar, hasta que Isa se pone a mirar fijamente la mía, y adivino enseguida su pensamiento.

–¿A ver tu bolsa? – me dice con tono seco.

–¿Mi bolsa? – repito indignada-. ¿Por qué quieres ver mi bolsa? ¿No pensarás que yo…?

Me arranca la bolsa de las manos y vacía el contenido encima de la cama.

–¡No te permito…! – le digo enfadada.

–Si no son ellas, ¿quién va a ser? – pregunta, convencida de encontrar allí su americana.

Pero la americana no aparece.

–¡Ves como no tengo nada!

–¡Pero bueno! – exclama Cindy-. ¿Cómo puedes pensar que esta pobre chica, que acaba de llegar, te ha robado la americana?

–¡No he pedido tu opinión! – estalla Isa, y me lanza la bolsa de plástico casi a la cara-. Además, no acaba de llegar. Ayer por la tarde me robó un cliente.

Pienso sinceramente que estoy soñando. Quiero intervenir para defenderme pero Cindy no me deja hablar.

–¿Pero qué te crees? – chilla Cindy-. ¿Que los clientes son tuyos? ¡Por el amor de Dios! los clientes son de la casa, Isa, ¡de la casa!, ¿te enteras?

Empiezo a sentirme muy mal en este ambiente.

–Aquí -añade Isa- hay demasiadas gallinas en el gallinero. ¡Como siempre!

–¡Hombre, claro! – interviene Mae, con tono de mala leche-. Te gustaría estar sola para trabajar. IMPOSIBLE, ¿entiendes?, tetas de silicona. También nosotras tenemos derecho a trabajar.

–Prefiero tener tetas de silicona que el pecho caldo como lo tienes tú. ¡Vete a la mierda! – suelta Isa, para concluir con la discusión. Cuando estoy convencida de que terminarán peleándose como locas, llega Susana para poner orden.

–¡Pero bueno! Os estamos escuchando hasta en la calle. Venga, preparaos que hay un cliente y os quiere ver ya a todas.

He decidido ponerme para trabajar esta noche un conjunto chino negro, pantalón con top, monísimo. No es vulgar ni demasiado sofisticado. Es perfecto. Pero todavía no tengo ni idea de como presentarme y, además, estoy muy alterada por lo que acaba de suceder.

–¡tranquila! – me dice Cindy, repuesta de tantas emociones-, o cliente no te va a comer.

Isa acude la primera, como una diva. Entra en el salón y sale enseguida. Yo soy la segunda. Cuando entro, me encuentro con un chico joven, la cara llena de granos, un poco incomodo y le sonrío.

–jHola!, me llamo Val y soy francesa -le digo, tendiéndole la mano como una estúpida.

El chico ni siquiera me mira y entiendo que no me va a elegir.

Cuando todas van acabado de presentarse, y después de enterarnos que es Estefanía la elegida, Cindy me pregunta como me he presentado.

–Hombre, no me extraña que no te haya elegido, joder! – exclama-. Al cliente hay que seducirle. Dale dos besos, pero no la mano.

–iSí!

–¡Claro! Si no se acojona, ¿comprendes? Tienes que venderte. Y evita los pantalones. ponte falda, y si es corta, mejor.

Es curioso. Cada vez que he querido estar con un chico que se me ha cruzado por la calle, o en algún otro lugar, nunca he tenido problemas para llevármelo a la cama. Aquí, todo es diferente. Primero, hay varias chicas, por lo tanto una evidente competencia. Pero además, me siento como cortada. No me atrevo.

–Si quieres hacer este trabajo y ganar dinero, tienes que ser la mas p… de todas -me explica Cindy. Y me extraña que no quiera pronunciar la palabra.

–¿Por que le das consejos? – pregunta Mae mientras se desmaquilla-. ¡Que se espabile ella solita! Bastante difícil se esta haciendo este trabajo para que, encima, le des trucos a las nuevas para que nos roben a los clientes.

Cindy se hace la tonta y se vuelve a dirigir a mi.

–¿Comprendes? – me repite.

–Si, Cindy. Gracias por el consejo.

–¡De nada, mujer!

Y se estira en la cama, mientras Mae recoge sus cosas y se va sin decirnos adiós. Volvemos a encontrarnos solo las tres, Cindy, Isa y yo. Nos desmaquillamos y decido dormir un rato. No he hecho nada, sin embargo me siento agotada.

Estamos durmiendo las tres, incomodas, en la habitación pequeña, cuando Angelika abre la puerta. Me levanto asustada. Estaba dormidísima.

–Isa, ¡levántate!, tienes un servicio en un hotel en veinte minutos. Ya te he llamado un taxi, así que ¡date prisa!

Y vuelve a cerrar la puerta, mientras Isa empieza a prepararse. Es terrible estar despierta en plena noche. Peor aun si tienes que levantarte, maquillarte y vestirte. Pero Isa se levanta sin protestar. Miro mi reloj. Son las tres de la mañana. ¡Dios mío! ¿A quien se le ocurre llamar a esta hora para pedir a una chica? Miro a mi alrededor y veo a Cindy, que no ha movido ni una pestaña y esta roncando a pleno pulmón. Ninguna huella de Estefanía. Debe de seguir seguramente con el mismo cliente en la suite. Mientras Isa acaba de prepararse, decido levantarme porque no consigo volver a dormirme. Me voy en pijama a la cocina para charlar con Angelika.

–¡Hola, Angelika! – le digo con voz ronca.

Se esta arreglando las uñas.

–¡Hola! ¿Que pasa? ¿No duermes? ¿Que tal te ha ido hoy? – pregunta, levantando la cabeza por unos segundos para luego concentrarse de nuevo en sus uñas.

–Pues de momento nada -le comento-. ¡Nada de nada!

–No te preocupes, cuando te vuelvas a meter en la cama, sonará otra vez el teléfono. Siempre es así. El trabajo llega cuando menos te lo esperas. Es una actividad imprevisible -dice con una mueca de disgusto.

Aparece Isa arregladísima en el rincón de la puerta, mientras el taxista llama al interfono.

–Toma la dirección. Hotel Princesa Sofía. Habitación doscientas treinta y siete. Míster Peter. Me llamas cuando llegues.

Isa coge el papelito que le tiende Angelika y se va sin hacer ningún comentario.

–Extraña esta chica, ¿no te parece? – me pregunta Angelika.

–Sí. Ya ha habido movida con ella hoy.

–Sí, me ha contado Susana. ¡En fin! Es una pobre chica. Tiene dos hijos en Ecuador, ¿sabes?

–¿Ah, sí? – digo con cara de estupor.

–Sí. Pero no los ve. No lo entiendo. Es la chica que más trabaja en la casa, gana un montón de dinero y no quiere traer a sus hijos a España. Como madre, ¿qué quieres que te diga?, ¡no la entiendo!

–¿Tú también tienes hijos?

Su rostro se ilumina de repente.

–Un hijo precioso -me responde-. ¿Y tú?

–No, todavía no.

–Así que ¿no haces este trabajo porque tienes a un niño a tu cargo? ¡Mejor!

Para mi gran sorpresa, no me pregunta el porqué me he metido en esto. Me siento casi obligada a darle alguna justificación, cuando aparece Estefanía, el rímel corrido y cara de sueño.

–Paga otra hora. Toma, el dinero -le dice a Angelika.

–¡Qué bien! ¡Vaya noche llevas, mi niña!

–Sí. Pero empiezo a estar harta.

Y se va sin decir nada más.

–¡Pues sí que trabaja esta chica! – exclamo.

–Con Isa, es la que más. Viene de martes a viernes, y vive aquí en la casa veinticuatro horas. Terrible, ¿no? – me explica Angelika, visiblemente apenada por la situación. Y pregunta de repente-: ¿Sabes qué es lo peor de todo?

–No.

–Hace esto para mantener a un tío que se pasa todo el día ganduleando, ¿te das cuenta?

–No lo comprendo. ¿Es su chulo entonces?

–Si ella trabaja en esto y él vive de ella, se puede decir que es su chulo -me contesta Angelika, indignada.

–Bueno, todas hemos mantenido a un hombre en algún momento de nuestras vidas -añado, rememorando mi drama personal.

–¡Yo no, desde luego! Cuando veo a estas pobres chicas que trabajan como locas y venden su cuerpo, al menos, que el dinero que ganen sea para ellas solas. ¿No te parece? – y se sorprende levantando la voz-. Tengo que hablar más bajo, que aquí las paredes oyen.

–¿Qué quieres te diga? – pregunto muy sorprendida.

–Los dueños -me dice Angelika, casi susurrando esta vez.

–¿Los dueños? ¿Que pasa? ¿Tienen micrófonos y nos graban o qué? – le digo, casi riéndome.

Estoy convencida de que me está gastando una broma.

Angelika se asusta de repente y me pone un dedo encima de la boca.

–¡Chisss! Te podrían escuchar. Pues sí -sigue susurrando-, hay micrófonos en todas las habitaciones, menos aquí en la cocina, y también registran todas las llamadas telefónicas.

–¿Qué? – salto yo, aterrada.

–Sí. ¿No te lo han dicho todavía las chicas? Es para controlarlas para que no den sus teléfonos a los clientes. Y el teléfono está pinchado, para ver si las encargadas hacemos bien nuestro trabajo. Parece de película, ¿verdad?

–¡Peor! – recalco-. ¡Me parece una barbaridad y una violación de la intimidad de las personas! ¿Cómo se puede controlar de esta manera? Además, si la chica quiere dar su teléfono a un cliente, ¿quién se lo puede impedir?

–¡Está claro! – afirma Angelika-. Si tienes un servicio en un hotel, puedes hacer lo que te dé la gana. Pero hay que ir con mucho cuidado con el dueño, Manolo. Su mujer Cristina es un encanto, pero él…

–Todavía no lo conozco.

–¡Es horrible! Tiene una pinta de camionero que no puede con ella. Yo le llamo un tío «básico», ¿sabes lo que te quiero decir? Es vulgar y superagresivo. Ya lo conocerás. Practican un doble juego: él pega las broncas y ella consuela. Pero controlan a todas las chicas, como si fueran sus propios padres.

¡Por fin! ¡Ha aparecido mi famoso chulo camionero, con el cual he soñado! Y encima, ¡«básico»! El asunto promete.

–Ya tendrás tiempo de confirmar que todo lo que te digo es verdad. Pero, por favor, no le digas a nadie que te he dicho esto, ¿vale? – me pide Angelika, con voz preocupada-. No quiero perder este trabajo. Estoy mal de dinero y hago algunas cosas de día. Pero este empleo me da de comer, ¿comprendes?

–Sí, claro. No te preocupes. Me voy a la cama, empiezo a estar cansadísima.

–¡ Ah!, y otra cosa. – El rostro de Angelika se pone más serio de lo normal-. No te fíes de Susana, la encargada de día. Es una loca. – Vale. Gracias por decírmelo -contesto bostezando y sin darle demasiada importancia al comentario.

Y salgo para acostarme otra vez, preguntándome por qué Angelika me acaba de hacer tantas confesiones sin conocerme. Me parece muy rara la situación, pero una cosa es cierta: aquí pasan cosas y tengo que andar con cuidado. Manolo, los micrófonos, Susana… Me parece todo de culebrón. Tampoco puedo pedir demasiado. Estoy en un prostíbulo, al fin y al cabo. Y en el fondo, eso mismo me hace subir la adrenalina. Por una vez después de mucho tiempo está pasando algo en mi vida que he elegido yo. Y eso es lo más bonito de todo.

Abro la puerta de la habitación con sumo cuidado para no despertar a Cindy. Pero ella sigue en la misma posición, de costado, roncando como un bebé. Creo que nada la puede sacar de su sueño. Me acuesto nuevamente y logro dormir, hasta que Angelika entra de nuevo en la habitación. Enciende la luz, como ha hecho la primera vez, y me despierta.

–¡Oye! ¿Hablas bien inglés? – me pregunta, sacudiéndome el hombro.

–Sí, muy bien.

–Pues levántate. Tengo a un cliente en el Juan Carlos que quiere a una europea que hable inglés.

¡Otra vez levantarse! ¡Me muero! Pero lo peor de todo es prepararse. ¿Cómo me lo voy a montar para borrar estos signos de sueño debajo de los ojos? Esto ya no me parece divertido. Y es la primera noche que estoy durmiendo en la casa.

–Te llamo un taxi, venga, ¡date prisa! – insiste Angelika-. ¡Toma! Son los datos del cliente. Sam, habitación trescientos quince. Paga sesenta mil pesetas por una hora.

Cindy levanta ligeramente la cabeza al oír el precio, y cuando ve que me estoy preparando, me suelta un «¡Buena suerte!» y se vuelve a dormir. Ya he descubierto lo que saca a Cindy de su letargo. El dinero. A su lado está acostada Estefanía. Ni siquiera la he oído entrar en la habitación. Está dormida ya y ni se inmuta. ¿Cuántas cabemos en esta cama? Más adelante, llegamos a dormir cinco chicas en esta misma cama, ¡cinco chicas!, ¡un récord!

Son las cinco de la mañana y pienso que el cliente que me ha tocado esta noche debe de estar realmente hambriento para llamar a estas horas.

Bajo las escaleras sin hacer ruido, y constato con rabia que el taxista todavía no ha llegado. Abajo del edificio, algunos clientes de un local de striptease salen borrachos. Hacen un intento para captar mi atención pero no les hago caso. Entre ellos y yo hay un mundo de distancia. Me siento importante. Voy a tener sexo con un señor que paga 60.000 pesetas, y en un hotel de lujo. Un cinco estrellas. Y, con un poco de suerte, me lo voy a pasar bien. Cuando me sorprendo pensando eso, me siento ridícula. Es sólo una cuestión de precio.

El taxista llega por fin, y cuando le doy la dirección, entiende enseguida a qué me dedico. Le veo observarme por el retrovisor del coche, e intenta darme conversación. Pero me limito a sonreírle y estar callada.

Cuando llego al hotel, me voy directamente hacia los ascensores, con mucha seguridad, sin mirar a los recepcionistas, para evitar que me pidan cualquier cosa. Actuando de este modo, parezco una huésped. Nadie me pide nada y subo enseguida al tercer piso.

Cuando el cliente me abre la puerta, descubro a un hombre altísimo, moreno de piel. Parece hindú, y las facciones asiáticas de su cara me seducen enseguida. La bata blanca que lleva puesta le da un aire enternecedor y simpático.

Helio, are you Saín? (Hola, ¿eres Sam?) -pregunto respondiendo a su sonrisa.

–Yes, you musí be the girl /rom the agency. (Si. Debes de ser la chica de la agencia.)

–Yes. My name is Val. A pleasure. (Sí. Mi nombre es Val. Encantada.)

Me hace pasar y en la mesita de noche está ya preparado el dinero.

–You can take it. (Puedes cogerlo.) -dice-. It'syoursí (Es tuyo.)

Ok. Thank you -le agradezco-. Can I cali my agency to say that everything is ok? (¿Puedo llamar a mi agencia para decir que todo está bien?)

–Yes of course. (Sí, claro) -y desaparece en el baño.

Llamo a Angelika y luego empiezo a quitarme la ropa. Sam reaparece y me dice que puedo ir al baño si quiero. Cosa que también le agradezco, mientras Sam me va sirviendo un poco de vino tinto sacado del minibar.

Paso un rato muy agradable con él. Es muy dulce, y aunque no tengo ningún orgasmo, disfruto. Acaricia muy bien. Al final, me da una propina de veinte mil pesetas y su tarjeta de visita por si necesito cualquier cosa, y me promete volver a contratar mis servicios cada vez que vuelva a Barcelona. Tengo que salir casi corriendo, porque me llama Angelika para avisarme que ya ha pasado la hora. Me he olvidado por completo del tiempo.

–Conmigo no pasa nada -me dice Angelika- pero si haces eso con Susana, te va a poner un montón de problemas. Así que procura vigilar el tiempo. Si no, piensan que te quedas con el cliente, que éste te paga y que tú vuelves con el dinero de una sola hora, ¿comprendes?

Vuelvo a la agencia sobre las siete de la mañana, le pago a Angelika, pero no le comento nada de la propina, ni de la tarjeta del cliente. Y me voy otra vez a la cama.

Manolo, el camionero

3 de septiembre de 1999

Nueve de la mañana.

Me han despertado unos ruidos espantosos y los gritos de un loco furioso. En la cama no hay nadie más que yo y un montón de sábanas arrugadas, puestas en un rincón. Me levanto y voy directamente a la cocina para prepararme un café. Allí hay un hombre moreno, fuerte de espalda, en pantalones cortos y con una riñonera alrededor de su cintura, que está a punto de explotar de lo llena que está. Lleva unos mocasines que forman una combinación extraña con los pantalones cortos. En su camiseta verde safari se puede leer en grandes letras negras: «I love Nicaragua». Parece furioso, y Susana está roja como un tomate. El hombre me mira fijamente durante unos segundos, como si fuera una intrusa. De hecho, no nos conocemos, pero adivino por esta manera tan cutre de vestir y la violencia que hay en sus rasgos, que es Manolo, el propietario. Es tal como me lo ha descrito Angelika. Al parecer, soy la única chica que se ha quedado en la casa y este hecho hace que, de repente, me sienta en peligro ante ese hombre. Todas se han volatilizado como por arte de magia. – Y tú, ¿quién eres? – Manolo rompe primero el hielo. – Hola, soy Val. Soy nueva. Hace sólo dos días que he empezado a trabajar.

–¡Ah, sí! Me ha contado mi mujer que había una chica nueva. ¡Hola!, soy Manolo -me dice, sacudiéndome torpemente la mano como signo de bienvenida.

No me mira a los ojos cuando le doy la mano. Parece tener otras cosas en la cabeza. Y de hecho, me comenta:

–Le estaba diciendo a esta estúpida de Susana que no quiero más follón entre las chicas. Ella es la encargada y la responsable de vigilar que todo vaya bien, ¿no te parece?

¿Cómo me puede pedir mi opinión, a mí, delante de Susana? No me parece correcto. ¿Pero cómo le voy a decir a este hombre tan «básico» lo que es correcto o no? Me limito a seguir mirándole. En las pocas horas que han transcurrido, me he dado cuenta de que tienes trabajo si le caes bien a la encargada. Si ahora me pongo a mal con Susana, seguro que nunca me va a llamar de día para hacer un servicio.

–¿Has entendido?, ¡estúpida! Estoy hasta los cojones de que me llamen a casa las chicas para quejarse. ¡O haces bien tu trabajo o vas a la puta calle!

Así de vulgar es Manolo. Y no lo entiendo. ¿Por qué siempre esta gente ha de encajar tan bien con el modelo de chulo agresivo y vulgar que tengo en mente? Si Susana está loca, como me ha comentado Angelika, no me extraña. Con un jefe así, cualquiera acabaría mal de las neuronas.

A partir de este día, opto por tener una actitud completamente aséptica cuando esté con Manolo, para que no me contagie también su manera de ser.

Me preparo un café, pago las ciento cincuenta pesetas a Susana y me voy al salón para estar sola. Unos ruidos espantosos de martillazos vienen del piso de abajo y Manolo sale furioso de la cocina. La verdad es que el ruido es tal que le puede sacar de quicio a cualquiera.

–¡Van a derrumbar el puto edificio si siguen así! – grita Manolo.

Susana le sigue como un perro, con su cigarro en la mano, olvidándose de los malos tratos psicológicos de su jefe. Imita cada uno de sus movimientos.

–Es así todos los días -explica ella.

–Quiero que acaben ya estas putas obras. Bajo un momento a ver para cuánto rato tienen todavía.

–Vale.

Manolo se vuelve hacia Susana y apuntándole un dedo a la cara,

le dice:

–Que sea la última vez que hay estas movidas aquí. Si no, a la puta calle, ¿entendido? A la puta calle…

–Sí, Manolo -contesta Susana con voz tímida.

Luego él me mira, haciendo un signo con la mano para despedirse.

–Nada cómodo, ¿verdad? – le comento a Susana, con voz cómplice.

–Siempre hay problemas. Pero él tiene razón. No puedo dejar que las chicas le llamen por la noche para explicar sus miserias.

Y me mira de una forma rara, desde el rincón de los ojos, como sospechando de mí. Susana no está enfadada con Manolo, curiosamente. Parece tener una actitud extrañamente masoquista.

Llaman a la puerta. Es un cliente y Susana lo hace pasar rápidamente al salón, mientras yo corro a esconderme en la habitación pequeña, con el café en las manos. Después de un rato, viene a verme y me dice que me prepare, ya que soy la única chica que se ha quedado en la casa.

–No puedo presentarme así, Susana. ¿Has visto mi cara? Tengo ojeras, y me muero de sueño. Necesito ir a mi casa a descansar.

–¡Ah, cariño mío! ¿Qué me estás diciendo? Pensaba que

querías trabajar.

–Sí, claro que quiero trabajar. Pero cuando esté bien.

–Ahora mismo te preparas, te maquillas y te presentas al cliente. Es él quien decidirá si tienes mala cara o no.

No me atrevo a decirle nada, no por cobardía -le hubiese dicho cuatro cosas a esta mujer- sino porque no quiero provocar follones. Quiero trabajar, es cierto. Así que me preparo.

Tal como he pronosticado, mi mala cara no le gusta al cliente.

Me saluda y pide luego ver el book de fotos, porque yo no le he convencido.

–Ves, ya te lo había dicho -le recalco a Susana, mientras me pongo unos vaqueros.

–Ya puedes irte a casa. Ahora va a volver Estefanía. La acabo de llamar y estaba desayunando fuera. Seguro que ella se queda con el cliente. No sé lo que has hecho para tener esa cara tan marcada -me dice, mirándome de reojo.

Después de escuchar esa frase, entiendo por qué las chicas son tan vanidosas y no paran de comprarse cosas y pasarse todo el día delante del espejo. Con comentarios así, una pobre chica puede coger una depresión, pasarse la vida en un quirófano y acabar con la autoestima por el suelo. Pero como la mía está ya en lo más bajo, no le hago caso, cojo mis cosas y me voy a casa.

La esponja de mar

4 de septiembre de 1999

Ayer por la noche no fui a trabajar porque me vino la regla. Estaba fatal, y me quedé en la cama todo el día.

A eso de las once de la mañana, recibí una llamada de Cristina, la dueña, que quería saber cómo me encontraba y también organizar la salida con el fotógrafo para hacer mi book.

–Mareada, Cristina. No muy bien, la verdad. Voy a estar así unos seis días.

–¿Unos seis días? – exclamó-. ¿Tanto te dura la regla?

–Sí, desgraciadamente. Pero creo que dentro de unos tres días, podremos hacer las fotos.

–Bueno. Hablé con el fotógrafo. Quería ir a la Costa Brava. Esa zona es muy bonita y podríamos hacer unas fotos muy elegantes, ¿qué tal?

–Fantástico.

–Hay que salir temprano, sobre las seis, para aprovechar la luz.

–Entiendo. Las seis es un poco pronto, pero me parece bien de todas formas. Quiero hacer ya esas fotos.

–¿Por qué no te pasas esta tarde, organizamos el día de la salida y hablamos del vestuario que tendrías que llevarte? Yo estaré en la casa sobre las cuatro de la tarde.

–OK! Nos vemos esta tarde, entonces. Cuando llego por la tarde, hay más chicas de lo habitual. Todas están en el salón, como de costumbre, mirando un culebrón por televisión. Allí está Cindy, la chica portuguesa, con un palito de incienso de canela girando por toda la habitación.

–A canela atrae o dinero -me dice cuando ve que la miro atónita-. Luego, iré a cocina y pasaré a canela alrededor do teléfono. Para que os clientes llamen.

Parece seria cuando me va dando todas estas explicaciones. Me pongo a reír, sin darle más importancia, y me paro en seco, cuando veo a una chica rubia salir del cuarto de baño. Parece una muñeca Barbie, con la misma melena rubia larga, una camiseta ceñida que aprieta su pecho enorme de silicona, que hace juego con una boca del mismo material, extremadamente carnosa. Aquella mujer parece que se va a ahogar de tanto pecho. Sus ojos no tienen expresión, están estiradísimos, y hasta llego a pensar que su cirujano se ha pasado un poco. Es pequeñísima, pero toda redondeces, muy bien puestas en su sitio. ¿Cómo puede existir tal barbaridad? Me mira, pero no me saluda. Se va a sentar directamente al lado de Isa, quien está probando un lápiz de labios delante de un pequeño espejo de bolsillo. Entiendo enseguida que son amigas y por eso la Barbie me tiene rencor, incluso antes de conocerme personalmente. Isa se ha encargado seguramente ya de ponerla en contra mía.

Cristina sale de la cocina y me llama.

–Ven, aquí estaremos mejor para hablar -me dice, alegre.

Tiene grandes dificultades para moverse. Ya está embarazada de unos ocho meses. Pero cada vez que la veo, siempre parece de buen humor.

–La chica rubia que has visto es Sara. No la conocías todavía, ¿verdad?

–No, es la primera vez que la veo -le contesto.

–Pues lleva trabajando con nosotros muchísimos años, ¿sabes? A los hombres les encanta.

–¿Ah, sí?

Pienso con asco que los hombres, desde luego, no tienen ningún tipo de gusto.

–Es un poco rara, al principio, pero no te preocupes, acabará

por hablarte.

La verdad, no me preocupa demasiado quién me hable y quién no. Lo que sí creía es que existía más complicidad y solidaridad entre las chicas de este ambiente. Pero veo que no es así. Y eso me decepciona profundamente.

–Cada día que pasa, pienso que voy a explotar -me comenta Cristina-. No aguanto más este embarazo. ¡Tengo unas ganas de que venga el bebé…!

–Bueno, ya me imagino -le contesto-. Y con este calor espantoso, debes de sufrir mucho, ¿no?

–Sí. Y además, no me ayuda nadie. Estoy aquí, allá, en casa. Manolo es muy bueno, pero sólo entiende de lo suyo. No me facilita las tareas. Me han comentado que ya conociste a mi marido. – Sí. Ayer por la mañana. Yo tenía muy mala cara, porque me iba a venir la regla, y así me vio.

–Chilla mucho, ¿verdad? – me dice riendo-. Ya se lo he dicho, Manolo, no te pongas nervioso. Pero no me hace caso. ¡Ay! – suspira, una mano en su barriguita-, yo soy todo lo contrario, i menos mal! En este trabajo, no hay que perder los nervios nunca. Siempre hay problemas, entonces hay que tomárselo con mucha calma, ¿verdad?

–Bueno, supongo que sí.

–Tenemos una tienda de ropa también. La llevamos Manolo y yo. Pásate un día. Hay cosas muy bonitas. A lo mejor necesitas renovar tu guardarropa. Te haré un precio especial. – ¿Por qué no?

–Para volver a nuestro tema, si te parece bien, vamos pasado mañana a hacer las fotos. Tendrías que traer ropa elegante, vestidos de noche, y tu propio maquillaje. Te tendremos que retocar seguramente, porque vas a sudar mucho -explica, dándome la impresión de que lo sabe todo. Y añade-: En lo que se refiere a la regla, ¿sabes que puedes perder mucho dinero si no trabajas esos días?

–Sí, lo sé, ¿pero qué puedo hacer? – digo resignada.

–Existe un truco para trabajar con la regla sin que el cliente lo note.

–¿Cómo?

Eso sí que es una sorpresa. Cada día que paso en esta casa, me asombro más y más. Y Cristina prosigue detenidamente con su explicación.

–Trucos del oficio, cariño. Cuando te salga un servicio, en lugar de ponerte un tampax utiliza una esponja de mar, de esas gordas con agujeritos. Recortas un trocito con unas tijeras porque entera sería demasiado. Durante el tiempo que dure la relación, el cliente no notará nada.

–¿De verdad funciona? – pregunto, sin acabar de creérmelo.

–¡Claro que funciona! Pruébalo y ya verás.

Esta mujer tiene la firme intención de rentabilizarme al máximo.

–Te digo eso, porque hay un servicio para esta noche, con Cindy, con dos políticos de Madrid, y creo que tú eres la persona adecuada para ello. Quieren chicas que no sean vulgares para ir a tomar una copa. De momento, han pagado para estar una hora charlando, pero nada más. Luego, si les gustáis, podréis seguramente ir a su hotel.

Me lo pienso un instante, y me parece interesante el encuentro. Así que acepto.

–De acuerdo. ¿A qué hora es la cita?

–A las doce de la noche. Sólo uno de los dos sabe que sois chicas de pago. Tiene que parecer un encuentro casual, como si tú fueras una amiga suya. En ningún momento su amigo tiene que enterarse de que os han pagado para eso, ¿entendido?

–Sí, ¿pero cómo? – pregunto.

Me parece una historia sin pies ni cabeza.

–Manuel, nuestro cómplice, por decirlo de alguna manera, llegará al bar acompañado por su amigo sobre las doce. Llevará un traje gris, y una corbata roja de Loewe. Cuando le veas, le interpelas diciendo que eres la chica que conoció en no sé qué sitio. Tú misma. Entonces, él te propone invitaros a una copa, y os sentáis con ellos. ¡Y ya está!

–Bueno, ya me las ingeniaré para que todo salga bien.

–Así me gusta. Manuel ya ha visto a Cindy en foto, y le he hablado de ti. Como tú hablas mejor castellano que Cindy, serás la encargada de provocar el encuentro. La amiga que te acompaña acaba de llegar de Lisboa. – Después hace una pausa y apunta una dirección en un papel-. A las doce en este bar. Pasa primero por aquí para recoger a Cindy y luego, vais las dos. – Entendido.

–Y pasado mañana, nos vemos a las seis, ¿de acuerdo?

–De acuerdo.

Políticamente incorrecto…

4 de septiembre de 1999 por la noche

Después de la reunión con Cristina, me voy a casa a buscar ropa para esta noche y para la sesión de fotografías de pasado mañana. Vuelvo luego a la casa, con una sensación rara en el cuerpo. Me gusta este tipo de encuentros. Es muy excitante, me pone la adrenalina a tope, y tengo las sienes a punto de explotar de tanto bombeo sanguíneo.

Cuando llego, Cindy ya está lista y cogemos un taxi para ir al bar donde tenemos la cita. Me estoy imaginando a esos políticos, muy serios, en sus trajes Ermenegildo Zegna, con los bolsillos llenos de papeles y tarjetas de visita, y carteras de cuero que encierran discursos impronunciables escritos por otros mejor dotados para la dialéctica. Nunca he hablado con un político. ¿Qué tipo de lenguaje va a utilizar ese Manuel conmigo? Tenemos que hablar durante una hora. ¿Qué nos vamos a contar?

–¿Tú sabes cómo es o Manuel? – me pregunta de repente Cindy, cortando mi diálogo interior.

–¡No tengo ni idea! – exclamo-. Sólo sé que lleva un traje gris y una corbata roja de Loewe.

–¿Y cómo se supone que es una corbata de Loewe? – dice Cindy, estirando los bordes de su falda que se ha levantado cuando ha subido al taxi. Se iza con pequeñas sacudidas para intentar recuperar los trocitos de tela prisionera debajo de su trasero. Entreveo, entonces, unas medias muy bonitas con elásticos bordados que se adhieren a la piel. Se ha puesto muy sexy esta noche.

–No lo sé. Pero ya les encontraremos.

El bar se encuentra en el Tibidabo, y tiene una vista fantástica de Barcelona. Está bastante oscuro y la música no puede sonar más alta. En este contexto, tenemos que encontrar a dos políticos de Madrid. ¡Dios mío! ¡Vamos a tener que chillar para comprendernos!

Dejo a Cindy un momento sola y me voy al lavabo porque llevo mi esponja en el bolsillo. Estoy esperando hasta el último minuto para colocármela. Ya me he tomado la molestia en casa de cortarla en tres trozos porque entera es demasiado grande. Una vez encerrada en el baño, cojo un trozo de esponja que me coloco cuidadosamente. Me da algo ponerme eso, pero no tengo otro remedio. Me toma cierto tiempo esta operación porque no estoy acostumbrada y me cuesta ponerla así, seca. Me reúno otra vez con Cindy que está observando detenidamente a cada hombre que va entrando en el bar. Con la luz oscura del local, todos los trajes parecen grises, como los gatos, y me parece que la tarea de encontrar a dos individuos que no conocemos va a ser un tanto ardua.

–¿Ves algo? – me pregunta Cindy.

–No, nada. Todavía no son las doce. No creo que lleguen puntuales tampoco. Esperemos un poco más.

Nos pedimos una copa, Cindy un gin-tonic y yo un whisky con Coca-Cola, y empezamos a charlar. Esta chica me parece muy agradable, con las ideas muy claras y un disgusto tremendo por los hombres, que no intenta esconder.

–De hombres, no quiero saber nada. Sólo por trabajo. Si no, nada de nada -dice mientras levanta la copa para brindar conmigo.

–Pero, ¿ni siquiera tienes novio?

–¿Un novio? – dice casi gritando-, ¡estás loca! ¡Para que me controle y descubra lo que estoy haciendo, y luego me monte escándalos! ¡No, no, no! Ya tuve bastante con o padre de mía/üha.

–¿Qué pasó con él?

–A los dos años de nacer la niña, me dejó para irse con otra. Eso es lo que pasó, ¡sí señora! Desde entonces, casi no viene a ver a suafilha y apenas me ayuda con dinero. ¡Será cabrón! ¡Y tiene pasta ese imbécil! Por eso no tengo novio. Además, ya no sabría estar con un hombre sin que me diera dinero.

–¡Qué fuerte! – no sé qué decirle-. Y en la casa, ¿qué tal va?

–Bien. Hay momentos de muito trabajo y luego nada. ¡Pero siempre pico algo!

–¿Picas algo? – Cindy es muy simpática, pero me cuesta horrores entenderla entre el ruido de la gente, la música, sus expresiones y la mezcla de portugués en cada frase.

–Sim. Siempre consigo algún trabajo, ¿comprendes? Antes había trabajado en New York y London. Hace tiempo que estoy haciendo esto. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?

No quiero entrar en detalles de mi vida, aunque ella me inspira bastante confianza.

–Por culpa de un hombre que me robó mi dinero. Tengo deudas.

–Muy bien. Ahora eres tú la que va a coger dinero os hombres. ¿Es una revancha?

–No lo sé. No creo que sea sólo por eso.

Mientras intento explicarle a Cindy los motivos de mi llegada a la casa, siento que alguien me está acariciando con la mirada. Levanto los ojos instintivamente, y veo a un hombre que cuchichea al oído de su amigo. Dos hombres solos. ¡Seguro que son ellos! No consigo distinguir el color de la corbata. Parece un color vivo, pero no pondría la mano en el fuego de que sea roja. Es la única pareja masculina que hay, así que, sin dudarlo más tiempo, y dejando a Cindy con la palabra en la boca, decido acercarme al hombre que me está mirando. Pero, al levantarme, noto que algo me molesta entre las piernas. Es la maldita esponja, que se ha desplazado y me hace un daño tremendo en las entrañas. Además, tengo la terrible sensación de andar con las piernas entre paréntesis.

Cindy, que nota que algo va mal, me coge súbitamente del brazo.

–¿Te encuentras bien? – me pregunta con visible aire preocupado.

–Sí, sí. No es nada. Es la maldita esponja… Espera, que creo que son ellos. Allí en el rincón de la barra. Ahora vuelvo.

Noto sudor en la frente, pero ya que me he levantado y estoy mirando hacia ellos, tengo que acercarme. Lo hago corno puedo.

–¿Manuel? ¿Eres tú? – pregunto, con una media sonrisa entre los labios.

–No, yo soy Antonio y mi amigo es Carlos. ¿Cómo te llamas tú, preciosa? – me contesta el individuo del supuesto traje gris y corbata viva.

Mi cara cambia en el mismo momento que va pronunciando su nombre.

–Perdona, te confundí con alguien. Lo siento, estaba convencida.

Y me voy rápidamente antes de que me llene por completo el sentimiento de vergüenza. Me he acercado para nada, ridícula con mi manera de andar, con esta sensación horrible de tener un dodotis puesto. Vuelvo a la mesa, donde sigue Cindy, hablando acaloradamente con unos tipos sentados en la mesa de al lado.

–Son de Kuwait -me explica-. Hablan inglés, ni una palabra de español. Yo falou un poquinho de inglés, pero me cuesta, ¿y tú?

–Pero Cindy, ¿qué haces? Estamos esperando a dos hombres. ¡No puedes empezar a hablar con estos tíos!

Los kuwaities me están mirando con unas sonrisas que dicen mucho sobre sus intenciones.

–Mira, si estos tipos no vienen, me levanto a uno de estos kuwaities. Tienen dinero y seguro que pagan muy bien. Todo para mí. No diremos nada en la casa.

–¿Estás loca o qué? Susana está esperando mi llamada todavía, y esos políticos no han aparecido. Si no vienen, tendremos que volver a la casa.

–Bueno, la hacemos esperar un poco, además, se va a ir y la reemplazará Angelika, que es muy maja. Volvemos diciendo que hemos esperado y no han venido. Mientras tanto, nos hacemos os kuwaities.

Para ella, es así de fácil.

Doyou \vant to drink something? (¿Quiere tomar algo?) -me propone uno de ellos.

–No thanks. I amsorry but we are waitingfor somefriends. (No, gracias. Lo siento pero estamos esperando a unos amigos.) -Le contesto con toda la educación del mundo. Me preocupa la situación.

–Voy a darles meu teléfono -dice Cindy. Y se pone a rebuscar en su bolso un bolígrafo para apuntar su número en un papel.

Don't hesitóte to cali me. (No dude en llamarme.) -Le dice a uno de ellos, entregándole el papelito.

–¿Ya estás contenta? – le digo, casi enfadada-. Todo el mundo nos está mirando. Ahora sí que parecemos unas busconas.

–No te enfades. Con el tiempo, harás o mismo que yo, ¡ya verás! Un hombre que te mira es dinero en el banco, casi seguro. Y se echa a reír.

Quizá tiene razón, pero todavía no sé hacerlo. – ¿Val?

Me vuelvo para ver quién me está llamando, y me encuentro frente a frente con un hombre de unos treinta y siete años, traje gris y corbata roja. Es atractivo, y me quedo impresionada de la clase que tiene. Sin pensar demasiado, le digo:

–¿Manuel? ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces tú por aquí? ¿No vivías en Madrid?

Me da dos besos en las mejillas como si nos conociéramos de toda la vida.

–Déjame que te vea. ¡No has cambiado nada! Yo sigo el juego. Es muy divertido. Veo que Cindy está conteniendo la risa.

–¡Y tú tampoco! – digo con una amplia sonrisa-. Déjame que te presente a mi amiga. Cindy, Manuel, un amigo de hace mucho tiempo.

Manuel saluda a Cindy besándole la mano. Luego, ella se acerca a mí y me susurra:

–¡Enternecedora escena!

Sin hacerle caso, vuelvo hacia Manuel, quien está ahora al lado de otra persona.

–Te presento a un amigo y compañero, Rodolfo. Teníamos una conferencia en Barcelona, y esta noche es su cumpleaños. Así que decidimos celebrarlo aquí.

–Mucho gusto, Rodolfo, y felicidades -le digo, tendiéndole la mano.

–Mucho gusto y felicidades -me imita Cindy.

Rodolfo es también un hombre bastante atractivo y muy simpático. Pero me gusta más Manuel.

–¿Estáis esperando a alguien? – me pregunta Manuel, con la firme intención de sentarse a nuestro lado.

El problema va a ser ahora el cómo repartirnos entre los dos. Si he entendido bien, tiene prioridad Rodolfo, ya que es su noche. Manuel se quedará con la chica que no haya elegido su amigo.

–No, por favor, acompañadnos si queréis -les propongo, muy amablemente.

Hay un momento de vacilación y, finalmente, Rodolfo se sienta al lado de Cindy. Parece haber hecho su elección ya. Manuel se acomoda en la silla que queda y me siento aliviada.

–¿Sigues en la política? – le pregunto.

–Sí. De algo hay que vivir.

Realmente parecemos haber aprendido nuestro papel a la perfección. Se acerca un poquito más a mí y me dice susurrando:

–Sabe tu amiga que Rodolfo no tiene que enterarse de nada, ¿verdad?

–Sí. No te preocupes.

–Bien. ¿Sabes? ¡No estás nada mal! – me dice, sin que me lo esperara.

–¡Ah!, pues tú tampoco. Y me alegro que tu amigo haya elegido a Cindy.

–¡Y yo! ¡Tenía un miedo! – me dice, sin parar de mirarme a los ojos.

No le contesto. Me intimida un poco.

–¡Eres increíble! Parecemos verdaderamente amigos de toda la vida.

Me gusta este político. Y me lo quiero llevar a la cama.

Después de charlar un poquito con nuestras respectivas parejas, me acuerdo de que tengo que avisar a Susana. Con la excusa de ir al baño, desaparezco de la mesa.

Hago mí llamada, y me contesta Angelika, que ya está echando humo por el auricular del teléfono. Aprovecho también para volver a colocarme la esponja, que ya no aguanto más. ¡Vaya idea que ha tenido Cristina! ¡Es la primera y última vez que me pongo esa porquería!

Cuando vuelvo a la mesa, Rodolfo se está sintiendo muy mal, y amenaza con vomitar porque ha bebido muchísimo durante toda la noche. Manuel está desolado, pero me hace entender que es mejor para ellos volver al hotel. Intento convencerle de que podríamos vernos luego, en su habitación, pero no quiere. Me explica que no puede correr riesgos con su amigo en ese estado.

Cindy y yo nos volvemos a encontrar como dos tontas, con la palabra en la boca, y más que frustradas, porque a las dos nos han gustado estos hombres. A nuestro lado siguen los kuwaitíes, que hacen varios intentos para entablar de nuevo conversación. Disuado a Cindy de hacerles caso y, al poco rato, subimos en un taxi camino de la casa.

El vals del marqués de Sade

5 de septiembre de 1999

Cuatro de la tarde.

El edificio está situado enfrente de la playa de la Barceloneta, un barrio conocido por todos por dejar mucho que desear.

He aceptado ir, entre otras cosas, porque es la primera vez que Susana me llama de día, y me siento una privilegiada. Quiero demostrarle que siempre puede contar conmigo. Susana me ha dado indicaciones precisas sobre este cliente tan particular y me voy acercando hasta su piso, segura de mí, con vaqueros y camiseta blanca.

–No vayas sofisticada para nada -me ha aconsejado Susana-. Vaqueros y nada de maquillaje. Quiere a una niña y tú no eres precisamente una quinceañera.

Ese comentario inútil me ha hecho rabiar un instante pero, pronto, me ha excitado esta pequeña puesta en escena de adolescente púber. ¡Por fin, algo diferente! Empezaba a estar harta de los hombres que pagan por tener una relación sexual convencional. Después de los dos políticos, me ha gustado salir de la rutina y este encuentro se anuncia interesante.

Cuando entro en el edificio, me doy cuenta de que no tiene ascensor. Es muy antiguo y la planta baja sirve de cuartel general a pequeños delincuentes, los sábados por la noche, porque las paredes están llenas de graffitis y el rincón debajo de las escaleras tiene marcas de incendios provocados. Unas latas de Coca-Cola yacen tiradas en el suelo, y unos mocosos comienzan a jugar con ellas al fútbol cuando me ven llegar, apuntándome para jactarse.

El cliente vive en el último piso. Me armo de valor y empiezo a subir las escaleras de dos en dos hasta el quinto. Estoy un poco nerviosa porque me pregunto qué tipo de persona me voy a encontrar en un sitio tan cutre como éste.

Casi al llegar a la puerta del piso, suena mi teléfono móvil.

–¿Sí?

Tengo que gritar un poco porque los niños de abajo están armando un ruido tremendo que se oye hasta aquí.

–¿Ya has llegado? – me pregunta Susana, impaciente-. Llevas media hora en un taxi. ¿Qué estás haciendo? ¡El cliente te está esperando!

–Te iba a llamar. Casi estoy llamando a la puerta -le digo, sin aliento, y siento de repente que alguien en las escaleras me está observando.

Un hombre moreno, de complexión fuerte, me está mirando malévolamente, en el marco de la puerta adonde me dirijo, teléfono en mano.

–Te tengo que dejar -anuncio a Susana, mientras observo al hombre haciéndome señales de apagar inmediatamente el móvil. Parece furioso.

Y cuelgo.

Me hace pasar rápidamente, sin una palabra, y antes de cerrar la puerta, mira a lo largo del pasillo para ver si alguien ha podido presenciar la escena.

En la casa, me lleva, siempre en silencio, hasta el salón y, después de un tiempo, me suelta, con rabia:

–¡No eres para nada un ejemplo de discreción!

Pensaba hasta ahora que este señor era mudo. Pero su voz grave me sorprende y me hace sentirme mal.

–¡Lo siento! Tienes razón. Tenía que haber apagado el móvil

–Ya se lo había dicho a tu jefa. ¡Nada de móviles! No quiero que mis vecinos se enteren de que pago a una puta.

La palabra me sienta fatal. Pero vista la cara del tipo, no pienso llevarle la contraria.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintidós.

–He pedido a una chica más joven.

Y se enciende un cigarro. No digo nada. Ya me he quitado ocho años de encima, por toda la cara. En la casa el ambiente está cargado. La habitación huele a muebles viejos y a polvo, y este olor me hace sentir incómoda e intento relajarme.

–¡Qué suerte tener un piso enfrente del mar! – digo, dirigiéndome hacia la terraza del salón.

–¿Qué dices? ¿No ves que es un piso de mierda?

Tiene toda la razón. Es un piso viejo, decorado con muebles viejos, un sofá que se cae a trozos, y el suelo, gris sucio, es de baldosas baratas, llenas de huellas negras, de patas de muebles movidos, año tras año. Las paredes están recubiertas de un amarillo tímido, con costras blancas que se están deshaciendo por algunos lados y que evidencian el poco cuidado que los inquilinos han prestado.

–Bueno, pero tienes el mar enfrente -insisto.

–¡Me la trae floja el mar! ¡Vivo en un piso de mierda!

Desde luego, se ha empeñado en discutir todo comentario mío. Se deja caer en el sofá, que está recubierto de una vieja manta de cuadros, cuya única función, aparte de proteger lo poco que queda del miserable sofá, es la de hacer bolitas. Para mí, el trabajo se anuncia bastante mal. El hombre es un resentido amargado y, desde luego, yo no parezco gustarle mucho.

–Acércate un poco que te vea mejor.

Está completamente tirado en el sofá. Me acerco y, llegada a su altura, me hace girar para mirarme por delante y por detrás. Luego, se baja los pantalones y me pide que le imite. Se levanta otra vez, en calzoncillos, decorados con las bolitas de la manta que se han ido adhiriendo generosamente, y camina hacia el aparato de música. Pone un CD.

–¿Bailas? – me pregunta.

–Bueno -digo, pensando que un poco de música puede suavizarle.

Al cabo de cinco minutos, harto de la música y de bailar, me ordena:

–Y ahora, quiero que te pongas a cuatro patas.

Y saca de los bolsillos de sus pantalones el dinero que me tiene que pagar y me lo tira al suelo.

Después de observarle un momento, para intentar comprender lo que pretende, obedezco y me agacho.

Mientras, él aprovecha mi despiste para sentarse encima mío, como un jinete sobre un caballo. No cabe duda, he ido a topar con un loco furioso que tiene la firme intención de humillarme. ¡Lo que me faltaba! Empieza a cabalgarme y me coge de los pelos bruscamente, como un hombre prehistórico. Su cuerpo pesa muchísimo y me está clavando los huesos del coxis en las lumbares.

–¿Qué haces? – le grito, levantándome rápidamente.

–¿No te gusta?

–¡Cómo me va a gustar! Me estás haciendo mucho daño.

–Si pago yo, ¡hago lo que me da la gana!

–Perdona -digo, roja como un tomate-, pero estás muy equivocado. No vengo de una agencia sadomaso. Si quieres humillar, ¡hay chicas especializadas para eso! Pero yo no soy de ésas.

Me empieza a entrar una desagradable sensación de miedo en el cuerpo, porque no sé cómo puede reaccionar este loco.

–Pues sí, quería humillar y pensaba que con una puta cualquiera se puede hacer. Pero veo que no quieres colaborar -dice, con tono de desprecio.

El corazón me está latiendo a mil por hora.

–Perdona, pero no soy una puta cualquiera, como dices tú. Y si quieres, me puedo ir. Me pagas el taxi y ya está. – Le anuncio, deseando con todas mis fuerzas que me conteste que sí.

El ambiente está cargadísimo.

–¡No, no! Está bien. Llama a tu agencia y diles que te quedas la hora.

Ya no entiendo nada.

–Pero sin violencia física, ¿de acuerdo?

–No te preocupes -dice, con una mirada asesina-. Sin violencia física.

Llamo a Susana poco convencida, porque no me hace ninguna gracia quedarme con este tío que me parece rarísimo. Espero que ella note el miedo en mi voz y me diga que regrese inmediatamente a la casa, sin correr más riesgos. Este cambio repentino en él, además, no me augura nada bueno.

–Y ahora, vamos a la habitación -dice, apenas he colgado el teléfono.

Me enseña el camino a una habitación que es muy pequeña y sucia. En su interior hay una cama para una sola persona, llena de manchas. Me quita la lencería, me observa y me tira literalmente encima de la cama.

Luego, desaparece en el cuarto de baño. Aprovecho este momento de soledad para mirar a mi alrededor, tratando de comprender qué tipo de persona es el hombre con quien tengo que acostarme. Hay libros de todo tipo, colocados en una estantería, con títulos escalofriantes y la colección completa de las obras de Sade, traducidas al español. Y objetos fetichistas. Contra la pared, están colgados un látigo larguísimo, y una máscara de cuero. He ido a parar a la casa de Hannibal Lecter en persona, pienso.

Sale del baño con un minitanga y se pone a pasearse delante de mí como un exhibicionista.

–Mírame y no digas nada -me dice, mirándome con sus ojos desorbitados y terroríficos.

El tanga le está estrangulando los genitales de tal forma que se lo tiene que quitar rápidamente, se pone un preservativo y, sin preliminares, empieza a buscar la entrada de mi sexo con los dedos. ¡Menos mal que unos laboratorios farmacéuticos han inventado la glicerina!

Mientras me penetra sin suavidad, me grita cosas inmundas. Yo sólo tengo una cosa en la cabeza: acabar cuanto antes y largarme de aquí. El peso de su cuerpo asqueroso encima del mío se parece a una roca de cien toneladas, y a cada movimiento que va dando, me llega al olfato un olor corporal de animal salvaje. En el momento de correrse, esta masa se transforma en una serie de temblores y convulsiones, difíciles de aguantar. Cuando todo ha acabado por fin, cojo mi ropa y sin decirle ni una palabra, empiezo a vestirme mientras me voy dirigiendo a toda prisa hacia la puerta. Desciendo las escaleras corriendo y una vez en la calle, paso delante de los mocosos, que siguen allí, curiosamente callados, y hago un sprint digno de una carrera de atletismo. Quiero escapar de ese impresentable y dejar atrás todas las palabras vulgares que me ha farfullado. Pretendo, al correr, que estas palabras horribles desaparezcan con el viento. Una vez sin aliento, me paro, y sin tratar de contenerme, me pongo a llorar todas las lágrimas acumuladas, toda la rabia contenida.

En el ojo del objetivo

6 de septiembre de 1999

Seis de la madrugada.

–Me lo ha contado todo Susana -me dice Cristina, sin compasión, cuando aparece en el marco de la puerta-. Hay de todo en este mundo y tendrás que acostumbrarte, porque te vas a encontrar a más de uno de aquí en adelante.

–No me ha hecho daño por poco -le recalco.

Mi voz es grave, pues casi no he dormido y estoy de muy mal humor. No me apetece nada tener que poner buena cara para las fotos, pero he de hacerlo. De eso depende mi trabajo.

En la calle nos está esperando un coche. Al volante está Ignacio, el fotógrafo, y a su lado un ayudante, que va a resultar de gran utilidad para retocar el maquillaje.

–También te quería decir que es importante que, en cuanto llegues al domicilio del cliente, llames a Susana. De lo contrario pensaremos que has llegado antes y le has sacado un extra al cliente. Ya ha pasado otras veces con algunas chicas y, por eso, Susana no confía en nadie. Lo mismo cuando sales. Queremos saber las horas exactas, y si el cliente quiere estar más tiempo, vuelves a llamar a Susana y se lo dices.

–Iba a llamar a Susana, pero ella se adelantó. El cliente vivía muy lejos y con el taxi y el tráfico que había, llegué tarde. ¡Pero no he estado más tiempo con él, Cristina!

–Susana está convencida de que sí.

Ante una nueva protesta por mi parte, Cristina quiere poner un punto final a la discusión.

–No pasa nada por esta vez -dice-. Pero ¡que sea la última!

La miro escandalizada, pero no digo nada. La mañana se anuncia tensa.

Durante el recorrido, apenas hablamos. Todo el mundo está cansado. Yo, particularmente, aunque empiezo a acostumbrarme a estos despertares de madrugada. Estoy también enfadada con Susana. No entiendo cómo puede pensar y decir cosas así de mí. Soy lo que soy, pero no una choriza.

Antes de empezar con las fotos, paramos en el bar de un pueblo para desayunar.

–Cristina me ha dicho que estás trabajando muy bien en la casa -me dice Ignacio, rompiendo el silencio.

–Bueno, sí, de momento va todo bien.

–Ya verás, con tus fotos trabajarás el doble -me dice, convencido de que el book va a ser la mejor inversión de mi vida.

–¡Eso espero!

Después de varios cafés con leche, empiezo a sentirme mucho mejor, e impaciente por empezar.

9 de septiembre de 1999

Hoy no ha pasado nada relevante excepto un problema con Isa, para variar. Otra vez le han robado. En esta ocasión, una supuesta pulsera de oro y sus anillos de Cartier, que le ha regalado el viejo que la ha mantenido durante estos tres últimos meses.

Yo estoy en el salón cuando oigo sus gritos histéricos, y unas cuantas palabras que intercambia con Sara, la Barbie.

–Seguro que es la francesa -le está diciendo a Sara.

Prefiero no reaccionar, si no, soy capaz de saltarle encima. Y sé además que es lo que está buscando para que me echen.

Isa y Sara se van a la cocina a ver a Susana. Intento prestar atención a lo que se dice allí, pero farfullan palabras incomprensibles desde donde me encuentro. Susana sale de repente de su cuartel general, un cigarro en la mano, y viene a verme.

–¿Puedo hablar un momento contigo, cariño? – me pregunta, como quien no quiere la cosa.

Ya sé de qué quiere hablar. Le digo que sí con la cabeza.

–Mira, ¡no sé qué está pasando contigo! El otro día, desaparece la chaqueta de Versace de Isa. Luego, te mando a un cliente y tardas un tiempo increíble en llegar. Ahora, Isa dice que le han robado una pulsera y unos anillos de oro. Perdona, pero son muchas cosas las que ocurren desde que tú estás aquí.

–¿Qué quieres decir? – le pregunto, cansada de que me acusen sin pruebas.

–No, nada. Pero me parece muy raro todo eso, cariño.

–¿Estás insinuando que yo le he robado a Isa la chaqueta y las joyas? – ya me ha sacado de quicio.

–Bueno, no digo que seas tú, pero me parece muy raro.

–¿Y no crees que Isa dice todo eso porque soy nueva, y no me puede ver ni en pintura? ¿Pero es que no ves que quiere que todo el mundo esté en contra mía? No me traga, Susana, lo sabes, y empiezo a pensar que tú tampoco me tragas.

–¿Qué dices, cariño? Para nada. Yo sólo estoy haciendo mi trabajo. ¡Nada más! Cuando hay problemas entre chicas, tengo que resolverlos. No quiero que pase como la última vez y que Isa llame a Manolo. Luego, tengo yo los problemas.

Y, hablando del lobo, la puerta de entrada se abre y aparece Manolo, con sus pantalones cortos y los mismos mocasines. La eterna riñonera parece vacía esta vez.

–No le digas nada -me dice Susana-. Yo me encargo de hablar con él.

–¿Qué está pasando aquí? – pregunta chillando-. ¡Nada de reuniones secretas!

–No pasa nada, Manolo. Sólo estábamos charlando.

Susana tiene la voz temblorosa y miente tan mal que se le nota enseguida. Está claro que teme a Manolo.

–Entonces, si no pasa nada, vuelve a la cocina, ¡estúpida!

Esta vez, me siento muy mal por Susana. La está tratando como a un animal.

Ella se va corriendo a la cocina, y salen Isa y Sara.

–Y vosotras, ¿qué estáis haciendo en la cocina? – pregunta Manolo a las chicas.

–¿Puedo hablar contigo un momento, Manolo? – le pide de repente Isa.

Me echa una mirada malévola, y entiendo que le va a mencionar lo sucedido. Opto por callarme la boca y esperar la continuación de los acontecimientos, mientras Isa se encierra con Manolo en la habitación pequeña. Están un largo rato, hasta que Manolo hace su reaparición con Isa.

–No hay problema. ¡Así me gusta!, que me avisen con tiempo. Tómate dos semanas en Navidad -le dice Manolo a Isa, mientras se despide de nosotras.

Isa no le ha dicho nada, solamente le ha avisado de que se va a ver a su familia a Ecuador en diciembre. Pero también sé que ha hecho todo eso a propósito para asustarme. Cuando se va Manolo, Isa me hace entender con la mirada: «la próxima vez, te meteré en problemas».

El plástico es fantástico

15 de septiembre de 1999

La Barbie no habla, no opina, no sonríe, no mira. La Barbie sólo se toca el pelo. Pasa horas y horas tocándose el pelo. Aparece David, el cliente australiano, con quien estuve la primera noche que conocí a Angelika. Ha venido a la casa porque ha salido de marcha con sus amigos y, luego, tras el cierre de todas las discotecas de la ciudad y sin ganas de volver solo a su casa, ha decidido darse un poco de alegría al cuerpo.

Nunca ha estado con la Barbie, porque cada vez que ha llamado, ella nunca estaba disponible. Pero esta noche, sí. Y la Barbie se presenta ante David, con el pelo alisadísimo de tantas horas acariciándoselo delante del espejo. Él la elige enseguida.

–Me da morbo -le confiesa a Angelika-. ¡Tiene un pecho gordísimo!

Y la Barbie desaparece con él en la suite, toda orgullosa.

Al cabo de unos diez minutos, sale ella corriendo, en pelota picada, llena de lágrimas. Al verla aparecer así, sin esperárnoslo, nos quedamos todas boquiabiertas. Como la curiosidad por lo que les pasa a cada una de las chicas es lo que da vida a la casa, todas le preguntamos acerca de lo que ha sucedido. ¿Le ha hecho daño el cliente? Lo dudo sinceramente, porque David ha demostrado ser siempre una persona cariñosa, al menos cuando yo he estado con él. ¿Ha cambiado de idea y ha tenido miedo de ahogarse entre sus dos tetas? ¿Le ha hecho la Barbie una cubana y le ha aplastado sin querer su miembro de tanta silicona? Tantos misterios por descubrir… El ambiente en la casa esta noche es desde luego animadísimo.

A los pocos segundos de salir la Barbie de la suite, aparece el cliente gritando que le devuelvan el dinero.

–¡Esa mujer no es una mujer! – grita David-. ¡Es un travestí, un travestí!

Está furioso.

–¿Pero qué dices, David? – refuta Angelika-. No es un travestí. Es una mujer de verdad. Te lo aseguro.

–Te digo que es un travestí operado. Además tiene las tetas durísimas, ¡como piedras! ¡Qué asco! Seguro que se ha cambiado de sexo.

–¡Hombre!, operada sí que está. Pero del pecho, nada más. Te aseguro, David, que Sara es una mujer.

–Es un travestí. ¡Devuélveme el dinero ahora mismo!

–Pero…

Angelika está intentando convencerle pero no hay manera. David no quiere ceder y la Barbie se pone a insultarle y, luego, a llorar como una loca.

–¿Cómo puede decir que tengo las tetas durísimas? Me operó el mejor cirujano de España. ¡Con lo que me costó la operación!

Y es la primera y seguramente la única vez que puedo oír el timbre de voz de Sara.