10 de julio de 1997

–¡En tu oficina son todos unos inútiles! – grita Hassan en el teléfono como si hubiera interferencias y estuviera en la China-. Me ha dicho una señorita, seguramente en prácticas, que ninguna Val trabaja allí.

He olvidado el carácter tan autoritario que tiene Hassan. Le gusta obtener las cosas enseguida, como a un niño caprichoso. Por eso seguimos en contacto. Porque en el fondo, le doy todo lo que quiere una mujer, sobre todo sexo, juventud y pocas preguntas.

Cuando le conocí, sentí enseguida mucho respeto, ternura y temas sexuales de experimentar con un hombre mucho mayor que yo. Él estaba sentado en el sofá del bar del Hyatt, y yo estaba cenando con mi colaborador en el restaurante del hotel, incómoda porque intentaba esquivar las miradas impertinentes del cocinero italiano, Luca, que se había encaprichado conmigo. Luca tenía la apariencia de un marinero drogadicto que acababa de salir de la cárcel, y llevaba tatuado en ambos brazos los nombres de las mujeres con quienes había estado. Todas las noches, después de su trabajo, venía a rogarme detrás de mi puerta que le dejara pasar, y que mandaba poemas en un francés vulgar y lleno de faltas de ortografía, que había aprendido seguramente de carceleros galos. No me gustaba nada. Aquella noche, Hassan entendió rápidamente lo que estaba pasando y vino a rescatarme, invitándome a una copa. Tenía, en aquella época, ademanes de ministro, llevaba trajes elegantísimos de Yves Saint-Laurent, y tenía a medio hotel en el bolsillo. Cada vez que los camareros pasaban delante de él, le hacían reverencias o le saludaban como si fuera el dueño del país. Yo estaba en el cielo con ese hombre a mi lado, y fue cuando entendí el significado de lo que llamamos «la erótica del poder». Quería experimentar lo que a muchas mujeres les vuelve locas: estar al lado de un hombre rico y poderoso. Porque la verdad es que no es particularmente guapo. Pero eso, para mí, no tiene ninguna importancia. Hassan me gustó enseguida, porque entre otras cosas, tiene la mandíbula desencajada a lo Klaus Kinsky, y en esa pequeña característica física reside todo su carisma. Además, su elocuencia, junto con su apariencia física, me cautivaron inmediatamente.

Me sedujo su serenidad al hablar, mezclada con esa vehemencia que a veces demostraba cuando daba órdenes a sus súbditos, quienes sólo podían obedecer. Hasta para subir a mi habitación no tuvimos problemas, en un país donde estaba prohibido acompañar a una mujer a su cuarto si era soltera. De hecho, hablamos iniciado nuestra relación después de que, una noche, se atreviera a esconderse, con una ramo de rosas, en mi habitación. En fin, había superado todos los obstáculos para acceder a mí, y avanzaba a pasos gigantescos cada vez más subconscientemente subyugado.

–Mira, Hassan, me sorprende que en mi oficina no te hayan explicado nada. Me despidieron el pasado mes de abril -le explico malhumorada por su tono y por la vergüenza de estar inscrita en el paro.

–¿Alguna cosa habrás hecho para que te echen a la calle de la noche a la mañana? – me espeta.

–¡Pues no! – exclamo entre enfadada y escandalizada-. Sencillamente, estaban recortando plantilla, y fui la primera en salir. ¿Qué piensas? ¿Que lo he provocado todo para meterme en follones cuando ya tenía una vida más o menos organizada y tranquila? Hassan, que siempre alardea de su condición de musulmán liberal educado a la occidental, no lo quiere admitir, pero el simple hecho de ser mujer ya es un problema de por sí.

–Bueno, ¡tranquilízate! – la voz de Hassan se va suavizando porque se acaba de dar cuenta de que no tiene ninguna razón para ponerse así-. ¿Qué piensas hacer ahora?

Ha pronunciado esta última frase con cariño y deduzco que algo está tramando.

–Pues buscar trabajo. ¿Qué crees que tengo que hacer?

–¿Por qué no vienes unos días a Marruecos y lo hablamos? necesito a una mujer francófona en el periódico, como tú. Y así Aprovechas para descansar un poco de esa vida loca europea.

La simple idea de que Hassan me pueda echar una mano a nivel profesional me atrae y me produce rechazo a la vez, y no acepo ir a Marruecos, pese a lo desesperada que estoy por tener que quedarme en casa de brazos cruzados. La inactividad repentina me angustia más que las razones estrictamente económicas, porque durante mis años de trabajo con Andrés, he ganado suficiente dinero como para haber ahorrado una suma bastante cuantiosa, que me permitirá vivir tranquilamente sin preocupaciones durante una larga temporada. Siempre he sido más hormiguita que cigarra.

–Piénsalo bien, ¿de acuerdo?

–De acuerdo, Hassan. Y muchas gracias.

–No me des la gracias -dice, antes de terminar la conversación.

Colgamos el teléfono casi los dos a la vez.

25 de julio de 1997

Son las once de la noche, y he llegado la primera al bar en el que I ir quedado con Sonia para tomar una copa. Cuando aparece, con quince minutos de retraso, la veo entrar ligera, su pelo flotando en el aire, y su pequeño cuerpo que parece levantarse del suelo. Sonia camina con la fluidez de una bailarina de ballet clásico.

–Estoy pensando en poner un anuncio para encontrar novio, ¡fíjate lo que te digo! – me comenta llorando.

–¿Tú? ¿Un anuncio? Creo que es un poco fuerte lo que me estás diciendo, Sonia. ¿No me digas que no puedes encontrar a un hombre sin pasar por los clasificados? Si tuvieras sesenta años y estuvieras soltera, lo entendería, ¡pero a tu edad!

–No pretendo que me entiendas. Pero te juro que estoy por tirar la toalla. Me encuentro otra vez deprimida. Tengo taquicardia y no consigo dormir por las noches.

–¡Venga! No te mortifiques por no tener novio. Ya llegará. Pero sólo si dejas de obsesionarte. Además, no sales. ¿Cómo quieres encontrar a tu alma gemela si no sales nunca a la calle?

–Ya lo sé, pero nunca me ha gustado salir para ir de caza.

–No te estoy hablando de ir de caza sino de salir y de pasarlo bien, sencillamente.

–Pero con la pinta que tengo, nadie se va a fijar en mí.

–¿No me acabas de decir que no querías ir de caza? Por favor, Sonia, ¡anímate! No quiero que estés así cuando nos veamos.

–Además, no concibo relaciones de una sola noche -continúa Sonia.

–¿Quién ha hablado de una sola noche? ¡Repite con la misma persona varias noches seguidas, si quieres!

–Es que no comprendes lo que te estoy diciendo. Yo no concibo el sexo sin amor.

–¡Qué pesada eres con eso del sexo sin amor! Antes de enamorarte, tendrás que probar, digo yo. Déjate de prejuicios y no te sientas culpable si te gusta alguien y te acuestas la primera noche con él.

Las dos tenemos opiniones opuestas acerca del sexo y del amor. De hecho, yo no sé lo que es enamorarme, ni tampoco me preocupa el tema. Me considero una privilegiada al poder gozar a mi antojo de mi instinto animal sin comprometerme. Intento explicárselo a Sonia mientras ella niega con la cabeza. Dice que no puede porque la han educado a la antigua.

–A mí también -le contesto, intentando hacerle comprender que no tiene nada que ver, mientras voy pensando en los anuncios en el periódico. Sonia me acaba de dar una idea.

–Bueno, déjalo. Lo de los anuncios es una gilipollez, la verdad -me dice, acabando su copa.

La acompaño hasta su casa y consigo dejarla con ánimos renovados. Sonia desaparece en las escaleras como una sombra, más liberal que un hilo de algodón. Ya sé lo que voy a hacer: en septiembre, voy a poner un anuncio para encontrar un trabajo. Si Mahoma no va a la Montaña, la Montaña irá a Mahoma.

El policía

28 de julio de 1997

Por la tarde me llama Cristian. Quiere confesarme que tiene novia.

–¿Y qué? No estoy celosa.

Se ha quedado tan mudo al oír mi sosegada respuesta que hasta he tenido que preguntarle si seguía al teléfono.

–Sí, estoy aquí -me comenta con la voz bajísima-. No pensaba que ibas a reaccionar así.

–¿Por qué no? ¿Qué hubieses preferido? ¿Que me pusiera a gritar y llorar, pidiéndote que dejaras a tu novia por mí?

–Pues sí, algo por el estilo. Todo menos la reacción que acabas de tener.

Está decepcionado. A cualquier persona le gusta saber que alguien se ha enamorado de ella, incluso si no es recíproco, pero mi reacción no ha sido la propia de una mujer loca de amor.

–Pues no lo voy a hacer. Jamás te pregunté si estabas libre. Es tu problema, no el mío.

–Es que no quiero depender sexualmente de alguien, y me da miedo que nos veamos cada vez más. Yo estoy enamorado de mi novia, y no quiero perderla.

No puedo contener la risa.

–Estás enamorado pero follas con otra.

–SI, ¡lo sé, lo sé! Por eso me siento mal y prefiero poner fin a esto. En el fondo, me das miedo.

Acaba de anunciarme que ha decidido dejar de verme. Comprendo que lo que le da miedo no soy yo, sino sus propios impulsos. No quiere enfrentarse con lo que es realmente, y después de su pequeño desliz conmigo ha elegido dejar de lado sus aventuras.

Respeto su decisión, lo que no apruebo es la manera que ha utilizado para anunciármela. Es miserable hacer eso por teléfono.

30 de julio de 1997

Me da igual lo de Cristian, porque me he fijado en un agente de policía que hace guardia delante de la comisaría al lado de mi casa. Ya me ha regalado su mejor sonrisa y cada vez que paso me observa, tan elegante con su uniforme, el cuello apretado por los dos botones de una camisa demasiado estrecha. Creo que le gusto y que le despierto algo. El agente, que dice llamarse Toni, es un tipo más pequeño que yo, con el pelo moreno cortísimo. Está siempre muy erguido delante de la puerta, y su caja torácica parece poner de relieve, debajo del uniforme, un cuerpo potente y fibroso. La única muestra de debilidad de Toni es una divertida peca que se ha colocado cómodamente al lado de su labio superior derecho.

Cuando le dejo mi número de teléfono, la pequita del agente se levanta, desplazada por las líneas que expresan una sonrisa sincera.

8 de agosto de 1997

Esta noche, me llevo al policía a la cama. Paso toda la noche con él, hacemos el amor varias veces, en su pequeña habitación sin muebles, pero provista con una preciosa alfombra sobre la que Toni deja sus pesas de musculación. De vez en cuando, cierra los ojos para no ser testigo de su propio pecado, y se tapa hasta las orejas.

Sobre las cinco de la mañana, me despierta el agua del grifo del cuarto de baño. Me doy la vuelta en la cama y, al encontrarme sola, levanto la cabeza y distingo una luz debajo de la puerta y la sombra de Toni encerrado dentro. No me muevo. Sale, intentando no hacer ruido, y cuando se vuelve a acostar a mi lado llega hasta mi nariz el olor del esperma que se ha derramado encima de las sábanas. Ese olor insistente que yo he probado con la puntita de mi lengua. Ese mismo olor que se ha puesto a quemar mi esófago. Invadida por una especie de vergüenza repentina que no sé disimular, retengo mi respiración y me pongo a bucear entre las sábanas, hasta despertarme por la mañana al final de la cama, enrollada como un salchichón.

10 de septiembre de 1997

He pasado todo el verano con Toni, pero nuestra historia ya se ha acabado porque le han trasladado a Málaga. Había hecho su solicitud hace unos cuantos meses para estar cerca de su familia, que es de Andalucía, y se la han aceptado. Me alegro mucho por él. Ya he encontrado un trabajo un poco aburrido de traductora free lance a través de un anuncio que he puesto, el cual me permite salir adelante sin tener que tocar mis ahorros. Es mejor que nada, pero me gustarla encontrar otra cosa. Empiezo a tener ganas de moverme.

La discusión

20 de septiembre de 1997

Hoy, al salir de casa, me encuentro a Felipe, que llega en moto a su oficina. Hace mucho tiempo que no hemos coincidido y estoy muy contenta de verle. Confieso que ha desaparecido la atracción que sentí por él la primera vez que nos encontramos. A mis ojos, Felipe ha vuelto a ser el chico insignificante y tímido de siempre.

–¡Hola! – dice, mientras va aparcando su moto-. ¡Cuánto tiempo sin verte!

–¡Hola, Felipe! Sí, he estado bastante ocupada. ¿Cómo te va todo?

–Podría ir mejor. Estoy preparando un dossier de prensa para entregárselo a unas revistas extranjeras. Así me hago un poco de publicidad. Hasta me han llamado de una revista de Sudáfrica.

–¡Uau! Te vas a hacer muy famoso.

–Lo único que quiero es que esta compañía acabe funcionando de una vez.

–Seguro que te van a ir bien las cosas. Ya verás.

–¿Tú crees? – parece muy poco seguro de sí mismo.

–Claro que sí. Si necesitas ayuda, no dudes en pedírmela. Quizá pueda serte útil, nunca se sabe.

–¡Claro, claro! Gracias de todos modos -me dice.

Tras despedirnos, se va con el casco debajo del brazo y mientras estoy intentando cruzar la calle para ir al otro lado de la acera, me interpela nuevamente.

–¡Oye, Val! Hablas idiomas, ¿verdad?

–Sí, ¿por qué?

–¿Hablas inglés?

–Sí, bastante bien.

–Necesitaría que me echaras una mano con el informe. Lo tengo que redactar en inglés, y mis conocimientos no son muy buenos. ¿Te molestaría echarle un vistazo cuando tengas tiempo?

–Por supuesto, cuenta con ello. Me pasaré por tu oficina, ¿de acuerdo?

–Vale. Gracias de nuevo.

Y cruzo la calle.

25 de septiembre de 1997

Me he pasado por la oficina de Felipe para ver el dossier de prensa. La redacción que ha hecho al inglés es tan mala que hay que volver a escribirlo por completo y se lo comento sin contemplaciones.

–Tienes que empezar de nuevo. Te lo puedo redactar si quieres, con tu ayuda. Pero no puedes mandar eso. Está lleno de barbarismos y faltas de ortografía.

Felipe se ha molestado. Hay que recalcar que no he utilizado guantes para decirle las cosas como son.

Al final, me he ido después de que Felipe me dijese que por quién le he tomado. El asunto ha acabado en discusión y me he jurado que no volvería a ver a ese desagradecido nunca más en la vida.

Por la tarde, Sonia me llama asegurándome que ha encontrado a su alma gemela: un músico guapísimo de veintitrés años con el que se topó de la forma más inesperada. En el metro, cuando salía del trabajo. Se le cayó el violín encima de sus pies, y ella le ayudó a levantarlo. Luego, iniciaron una conversación sobre música y le dio unos pases para ir a verle a un concierto.

–¿Ves?, ya te había dicho que cuando menos te lo esperas, encuentras a alguien. Pero tiene que ser si no lo buscas desesperadamente. Cuando vas como una loca pidiendo a gritos que se enamoren de ti, los hombres se van corriendo.

Me ha dado la razón. Pero ahora me encuentro sin amante y sin amiga, ya que Sonia ha decidido pasar la mayoría del tiempo arrullada a su tórtolo. Y yo sigo condenada a diluir mi lucidez en los encuentros esporádicos.

Duermo con mi enemigo

Hay amores que matan

Lo peor que le puede pasar a uno en la vida es que tenga a su más feroz y peor enemigo metido en casa, sin saberlo.

Mi aburrimiento por tener una vida sexual descabellada, pasando de una cama a otra, para luego estar una temporada completamente sola, me pesaba en el fondo. No es que quisiera encontrar al amor de mi vida y cambiar de la noche a la mañana, pero sí me apetecía encontrar a alguien especial que me hiciera vibrar de verdad, y que me correspondiera. Empezaba a pensar que Sonia estaba en lo cierto, y que mi momento había llegado.

Después de la muerte de Mami, me fui a Francia para asistir al entierro y recoger lo que me había dejado antes de irse: un almanaque que llevaba colocado en el baño desde que lo había comprado en los años cincuenta y a Bigudí, el gato, que nadie quería quedarse porque era bastante asocial y no soportaba ni a los humanos ni a los animales.

Bigudí me había adoptado de alguna forma, pues era la única que podía acercarse a él sin que se pusiera a emitir ruiditos más propios de un perro que de un felino.

Un fatídico día, me enamoré.

Me acordaré toda la vida de ese momento. Jaime tenía el físico de Imanol Arias. Era un hombre menudo pero alto, de mejillas descarnadas y con una potente nariz que gozaba de una pequeña verruga en su puntita. Lejos de acomplejarle, esa característica física le servía de pretexto para centrar la conversación en él, con cualquiera que hiciera una reflexión al respecto.

En el momento de nuestro encuentro, me fijé primero en sus manos, de largos dedos finos que podían perfectamente haber pertenecido a un gran virtuoso del piano. Tenía el gesto cansino, la mirada sibilina y una facilidad de palabra que hacía que tanto los hombres como las mujeres cayeran extasiados a sus pies, enamorados. De hecho, se jactaba siempre de conseguir a todas las mujeres que quisiera, y yo, viendo que en el fondo éramos iguales, me enamoré. Pensé al principio que Jaime era un personaje creado a mi medida por Felipe. Al final, esa impresión desapareció, porque por muchas discusiones que hubiésemos tenido Felipe y yo, nadie podía ser tan cruel y retorcido, incluso por venganza, como para inventarse a una persona tan vil y maquiavélica.

Jaime era, en el fondo, un perdedor resentido, un desecho humano. Nunca había conseguido su sueño de ser un empresario prestigioso, y, en sus múltiples intentos, se inventó a otra persona. De hecho, nunca entendí por qué no había llegado a ser un gran hombre de negocios pues, la verdad sea dicha, era absolutamente brillante y tenía todas las cartas a su favor: economista de formación y un largo y brillante curriculum. Se ve que las fuerzas del mal, en su caso, pudieron más que la bondad que cada ser humano lleva dentro. Y Jaime canalizó su potencialidad en destruir todo lo que le rodeaba y, particularmente, a la gente de éxito. Nunca podía soportar que alguien consiguiera las cosas en su lugar.

La primera vez que me acosté con Jaime, descubrí que tenía en el lateral del tobillo derecho una larga mancha de piel muerta que se quitaba con un escalpelo, para evitar que se acumulara y cojeara. La mancha tenía un color violáceo que me asustó la primera vez. Ese defecto físico, más que mermar sus encantos, como la verruga en la nariz, contribuía a dar más misterio a ese personaje que resultó ser un monstruo. Sabía convertir los defectos, que podían haber sido repulsivos para muchos, en ventajas a su favor.

Fue un amor a primera vista sin lugar a dudas. Al menos, por mi parte. Para él, fue sencillamente un juego, y había decidido jugar conmigo hasta las últimas consecuencias.

La entrevista

Después de haber redactado un anuncio para encontrar trabajo, recibí varias ofertas, pero ninguna me atrajo lo suficiente como para contactar con esas empresas y concertar una cita. Hasta que un día recibí una carta de un tal Jaime Rijas, consultor en empresas, que buscaba a una asistente de dirección. En la carta, me informaba de que le podía llamar a su teléfono móvil para concertar una entrevista. La primera vez que traté de hablar con él no tuve suerte. Su móvil estaba permanentemente desconectado. Al final lo conseguí, y la persona que me respondió al otro lado del teléfono me dio una impresión excelente. Era muy profesional y, como tal, buscaba a una persona muy profesional también. Decidimos vernos después del almuerzo, en su despacho.

6 de mayo de 1998

Las oficinas de Jaime se encuentran en pleno corazón de Barcelona, en el barrio del Eixample, en un edificio de fachada rosa pálido con amplios balcones. Llego a la hora concertada, y un señor de unos cincuenta años, de mirada vivaracha y con una pipa en la boca, me abre la puerta. Se ve que las secretarias no han vuelto del almuerzo, y a ese señor, que parece ser más bien un ejecutivo que un administrativo, le ha tocado atenderme. Apenas intercambiamos unas palabras y Jaime aparece, cojeando ligeramente, desde el fondo del pasillo donde se encuentra su despacho. El hombre de la pipa desaparece enseguida, y Jaime me saluda dándome un fuerte.apretón de manos.

–¿Le ha pasado algo en la pierna? – le pregunto, con la única intención de ser amable.

–No, no es nada. Me he dado un tirón jugando al paddle este fin de semana -me responde, con un tono muy esnob y quitando importancia al asunto.

Me invita inmediatamente a entrar en su despacho. El cuarto no es muy grande, da al otro lado del edificio, a un patio interior, y es bastante oscuro. Enciende una lámpara halógena y me resulta extraño ver tan pocas cosas en el despacho de una persona que se supone que es el director general de la compañía. Una vez más, Jaime, que ha visto que estoy observando mucho a mi alrededor, vuelve a quitarle importancia al asunto y me da la siguiente explicación:

–No haga caso de cómo tengo el despacho, señorita. Nos acabamos de mudar y el traslado no se ha acabado todavía. Está aún todo por llegar.

El cuarto, de cuatro metros de ancho, dispone sólo de una mesa President, larguísima y rallada, y de un sillón negro con ruedas. Dos o tres libros sobre normas ISO yacen encima de la mesa, y poco más. Se inicia la entrevista de trabajo.

–Soy Jaime Rijas, socio de esta compañía y director general. La persona que la ha recibido es mi socio, el señor Joaquín Blanco. Estamos buscando a una persona de confianza que pueda organizar iodo el trabajo de la oficina y, además, que sea capaz de establecer una excelente relación con nuestros clientes. Es decir, que sea una especie de relaciones públicas. ¿Me ha traído su curriculum?

Jaime habla con la seriedad y solemnidad de un profesor de universidad. Supongo que está muy en su papel para imponer respeto. No parece ser una persona de trato fácil.

Le tiendo enseguida mi historial, el cual se pone a leer en silencio. Cuando levanta la cabeza es para intimidarme más.

–Espero que las referencias que me pone usted aquí sean ciertas, porque tengo la costumbre de llamar para hacer mis averiguaciones. ¿Tiene algún inconveniente en que llame a sus antiguas empresas para saber cómo fue su trabajo con ellos?

–No, señor, al contrario -le contesto, con la certeza de que nadie puede reprocharme nada.

–¿Por qué se fue de su último empleo?

–Porque me despidieron. No sé si está bien que lo diga así, en realidad estaban recortando personal y me tocó a mí, señor…

–Rijas.

–¿Cómo?

–Jaime'Rijas -y se pone a buscar en un cajón hasta sacar una tarjeta de visita y entregármela-. Bueno, de todas formas ya hablaré con ellos.

–Se puede dirigir al señor Andrés Martínez. Era mi jefe.

–Bien. – Y apunta el nombre de Andrés bajo mi historial-. Obviamente -añade-, debo confesarle que usted no es la única candidata que postula para el puesto. Ya he visto a unas cuantas personas y todavía me quedan tres aparte de usted. Como comprenderá, no quiero equivocarme y pretendo hacer la elección adecuada.

–Sí, entiendo, pero creo que me he equivocado en acudir a la entrevista. Si le digo la verdad, no sé si el puesto que usted me propone me resulta conveniente. Siempre he trabajado en publicidad. Tendría que pensármelo. ¿De qué retribución estamos hablando?

–Unas doscientas cincuenta mil pesetas brutas al mes.

–Bueno, la verdad, señor Rijas, es que ese sueldo no es lo mejor que me han ofrecido.

–Es el dinero que estamos dispuestos a pagar para unos meses de prueba, y que revalorizaremos al firmar el contrato definitivo, señorita. Evidentemente, no incluyo las dietas ni la pequeña comisión que le podríamos ofrecer si su gestión con los clientes influye en la firma de un contrato.

–Comprendo. Bueno, le agradezco que me haya recibido y me haya brindado la oportunidad de postularme para este puesto.

–¿Le puedo hacer otra pregunta, señorita?

Acaba de reincorporarse en su sillón con un aire mucho más serio que al principio de la entrevista.

–Sí, por supuesto.

–¿Está casada?

No me sorprende demasiado que me pregunte eso. Muchos lo suelen hacer.

–No, señor. No estoy casada ni tengo hijos.

–¿Tiene novio?

Se queda mirándome fijamente a los ojos, lo cual me incomoda bastante.

–Creo que esa pregunta es irrelevante, señor Rijas -exclamo, un poco ofendida.

Mi respuesta no parece molestarle. Al contrario, adopta inmediatamente una actitud comprensiva.

–Ya sé que la pregunta puede parecerle rara. Pero necesito a una persona que no tenga ningún compromiso familiar. Es muy probable que quien obtenga el puesto deba viajar a menudo. así que preferiría a una mujer que no tuviese compromisos amorosos.

Su clarificación no me convence pero le respondo igual.

–Entiendo. En mi caso, no hay ningún compromiso familiar ni amoroso.

–Bien. Era lo único que quería saber.

La conversación empieza a distenderse un poco, y nos ponemos a hablar de mi vida en España, del porqué he dejado mi país y de las posibilidades de promoción que yo pueda tener dentro de la empresa. El final del encuentro es muy cordial y nos despedimos formalmente, con su promesa de que me llamará dentro de una semana para informarme de la decisión que ha tomado, después de acabar todas las entrevistas que le quedan por hacer.

No estoy muy convencida de que este trabajo sea lo mío pero, en el fondo, no pierdo nada. Jaime ha tenido sobre mí un efecto contradictorio. Me ha dado una impresión muy profesional y seria, pero sus indagaciones descaradas sobre mi vida personal me han roto los esquemas. Esta misma mezcla de solemnidad y atrevimiento me ha seducido. Jaime es, ante todo, un gran psicólogo de mujeres.

14 de mayo de 1998

Lo he pensado muy bien y he decidido no aceptar la oferta del señor Rijas, en caso de que me llame para decirme que han retenido mi candidatura. El puesto que me ha ofrecido no es del todo acorde con lo que estoy buscando, por lo que voy a seguir tratando de encontrar un trabajo dando por hecho, de todas formas, que existen pocas posibilidades de que me vuelva a llamar.

Me he equivocado, y esta mañana me llama su secretaria para informarme de que me han seleccionado y me insta a presentarme nuevamente por la tarde, para volver a hablar con Jaime.

Sin demasiado entusiasmo, me presento en la oficina, más por profesionalismo y para quedar bien con esa gente que por ganas de empezar a trabajar con ellos.

Encuentro a Jaime Rijas más distendido y amable que la primera vez, y me sorprende con qué convicción da por hecho que voy a aceptar la oferta.

–Es un trabajo de mucho prestigio, señorita. Me he quedado con su candidatura y la de otra chica que acaba de salir de ESADE. En caso de que sea usted la elegida, va a aprender los entresijos de las empresas y entenderá los trucos de la viabilidad o el fracaso de algunas de ellas. Nosotros vendemos consultoría para establecer normas de calidad ISO, entre otras. ¡Es apasionante!

–No lo dudo, señor Rijas. No digo que no sea interesante, sólo que no me parece acorde con lo que estoy buscando. No tengo ni idea de normas de calidad, para serle sincera. Creo que una persona con un título de ESADE en el bolsillo está más preparada para desempeñar una función en una consultoría de empresas que yo.

Me estoy echando piedras a mí misma. Sin embargo, Jaime insiste en convencerme de que va a ser el puesto de mi vida.

–Entre usted y yo, seamos sinceros, los títulos no valen gran cosa. Yo valoro sobre todo a las personas y su potencial.

–Sí. En eso estoy de acuerdo.

–Empezamos a entendernos -dice, con una sonrisa-. Bueno, quizá si le ofreciera un sueldo más elevado, aceptaría.

–No lo sé, señor. No se trata solamente de un tema de dinero.

–Piénselo otra vez. Piense también en su proyección profesional.

–Lo haré, señor Rijas.

Nos despedimos y me promete llamarme dentro de dos días.

La trampa

16 de mayo de 1998

A pesar de lo poco interesada que estoy en el puesto, el señor Rijas ejerce sobre mí una atracción difícilmente comprensible. Me ha gustado su físico, pero sobre todo su manera de ser, esa seguridad en sí mismo que parece hacerle indestructible, y su poco temor frente a las adversidades. Pienso que, en el fondo, se crece ante un no rotundo, y lo toma como algo muy personal y se siente satisfecho de poder transformarlo en un sí convencido. Eso es lo que da sal a la vida. Yo soy un no del principio al final y está empeñado a hacerme cambiar de idea a toda costa, utilizando los medios que hagan falta.

Hoy me llama personalmente, tal como ha prometido. Pero su conversación toma otro giro que no tiene nada que ver con el asunto profesional.

–Ya nos hemos decidido mi socio y yo. Pero tengo un problema y necesito hablarlo con usted.

–¿Qué clase de problema? – pregunto intrigada, y dudando seriamente de que yo le pueda ayudar.

Jaime adopta el tono de quien hace una confidencia, sin darme ninguna explicación satisfactoria.

–Creo que usted es una persona con quien se puede hablar abiertamente. Pero para eso necesito verla. ¿Tiene algún inconveniente en que nos veamos y hablemos?

Me parece todo muy curioso, pero acepto. En el fondo, tengo ganas de volver a verle. Todavía no acabo de entender por qué estoy cayendo tan rápido en esa telaraña, que, vista desde fuera, resultaría mortal para cualquiera. Yo siempre he tenido un temperamento bastante indómito, y los retos me atraen.

–Entonces, la paso a recoger mañana sobre las siete de la tarde, ¿qué le parece?

–¿Y no sería mejor hablarlo en su oficina? – pregunto, presintiendo que hay algo muy personal en su proposición.

–Preferiría que no fuera en mi despacho. Necesito un sitio más neutro para exponerle lo que está pasando. Aquí no tengo tranquilidad. Entran y salen los consultores. Me solicitan permanentemente. Es normal, ¿sabe? Prefiero un lugar más tranquilo. La invito a tomar una copa, sin dobles intenciones, obviamente.

–Bueno, de acuerdo.

Y no puedo evitar quedarme extrañada por su aclaración sobre las dobles intenciones. Él tiene mi dirección en el curriculum y quedamos delante de la puerta de mi casa a las siete de la tarde del día siguiente.

17 de mayo de 1998

Subo en su coche y empezamos a dar vueltas por el centro de Barcelona, buscando un sitio para aparcar. He hablado poco hasta ahora, escuchando su resumen del día y lo que piensan facturar este mes. La empresa va de maravilla, según él, está entusiasmado y me pregunto qué tipo de problemas puede tener este hombre a quien parece sonreírle todo. Me propone ir al Maremágnum, donde podríamos aparcar sin problemas y sin la amenaza de que la grúa se lleve el vehículo. Acepto.

Subimos hasta el último piso del centro comercial, que está descubierto, y donde hay una cantidad increíble de bares que se disputan a una clientela más que suficiente para llenar un estadio de fútbol. Después de hacernos sitio para poder pasar, conseguimos una mesa en una terraza, al lado de un minigolf. Pedimos dos gin-tonic.

–¿Qué es eso tan importante que tenía que decirme y por lo que me ha traído a este sitio?

Veo que Jaime está un poco sorprendido de mi insolencia, pero quiere disipar enseguida la poca confianza que le demuestro y se apresura a contestarme.

–Bueno, primero me puede llamar Jaime. Y preferiría tutearla si no ve ningún inconveniente en ello.

Accedo con un gesto de la cabeza. Supongo que es el paso previo y necesario antes de una confidencia. El «usted» nunca me ha gustado. Además, ¡me lo ha pedido con tanta educación!

–Bien. Mira, soy economista, tengo cuarenta y nueve años y toda la vida he sido empresario, con las ideas claras sobre lo que debía hacer y lo que no. En todos esos años, nunca me había pasado una cosa igual y pensé que era importante hablarlo con una persona que no tuviera prejuicios, y creo que tú eres la persona adecuada.

–¿Yo? – exclamo mientras mezclo mi gin-tonic.

La noche está curiosamente muy fresca, y Jaime se pone a hablar frotándose las manos para entrar en calor. Lo hace con tanta intensidad que parece que está dando un discurso ante miles de personas.

–Sí, ¡tú! – repite, apuntándome con su dedo al corazón.

–¿Y por qué yo? Si solamente nos vimos para una entrevista de trabajo y no nos conocemos de nada. ¿Cómo puedes pensar que yo soy la persona adecuada para escuchar un problema ajeno?

–Porque, justamente, no nos conocemos. Así, tu opinión me resultará más objetiva. Algo me dice que tu ayuda me puede ser muy valiosa. No me pidas que te lo explique, porque no sabría decir por qué. Pero estoy convencido de que me puedes ayudar.

–Bueno. Depende de lo que se trate. ¿En qué te puedo ayudar? – vuelvo a preguntar, a punto de perder la paciencia.

Está tan tranquilo que no parece preocupado por un problema, y me dice con toda la serenidad del mundo:

–He conocido a una persona dentro del ámbito laboral y, dada mi condición de director general de la empresa, no sé cómo comportarme con ella. Siempre he sido capaz de controlar mis impulsos, sobre todo cuando está el trabajo de por medio. Por ética, más que nada. Siempre he actuado de esta forma. Pero ahora, este asunto me está desbordando y no sé qué hacer.

–¿Y en qué te puedo ayudar yo?

No acabo de entender lo que pretende este hombre de mí. Se toma su tiempo, bebe de la copa, y cuando la deposita encima de la mesa se pone a jugar con el palito que hay dentro del vaso.

–¿Qué me aconsejarías que hiciese?

–¡Yo qué sé! ¿Quién es esa persona? ¿Forma parte de tu empresa?

–No, pero tengo un trato indirecto con ella. No la conozco mucho. Trabaja para otra compañía. Lo peor de todo es que me he enamorado locamente de ella.

–¿Ella lo sabe?

–Creo que es una mujer lista y que tendría que haberse dado cuenta ya de que hay algo más. Pero, hasta ahora, no me ha hecho ningún comentario al respecto. Tampoco le he dicho nada acerca de mis sentimientos. Pero hay actitudes que no engañan, ¿sabes? Creo que en el fondo no quiere ver la realidad, porque tiene miedo también.

–Bueno, si quieres mi opinión, creo que tendrías que hablar con ella primero. A lo mejor, ni se ha dado cuenta.

–No. Creo que sabe perfectamente lo que está pasando. Pero es una situación muy delicada. Si fueras ella, ¿cómo reaccionarías?

–Hombre, si estuviera en esta situación y si me gustase la persona, no lo dudarla ni un segundo. Depende de la implicación laboral que tienes realmente con ella. Es difícil y complicado para serte sincera. No todo el mundo se lanzaría como yo.

–Ya. Te agradezco tu sinceridad.

Parece realmente agradecido.

–¿Por qué no hablas con ella?

–Lo he intentado pero no encuentro las palabras y siempre que estoy a punto de lanzarme, me corto y hablo sólo de trabajo.

–¿De qué tienes miedo?

–De que me diga que no siente lo mismo por mí.

Me sorprende esa respuesta formulada sin pensar. Las pocas veces que le he visto, siempre ha dado la impresión de controlar la situación y de demostrar una gran seguridad en si mismo. Ahora, está claro que ya no es así.

–Bueno, pero si no le hablas claramente, estarás siempre en el mismo punto. No vas a hacer evolucionar las cosas, ni para delante ni para atrás.

–Tienes razón, y por eso quería hablar contigo. Sabía que tu opinión me iba a ser de gran ayuda.

Me halaga de alguna forma que recurra a mí. A todas las mujeres nos gusta. Pero no acabo de entender todavía de dónde sale esta confianza hacia mí.

–Bueno, ¿te molesta si vamos a cenar algo? Tengo hambre y, ya que estamos hablando, ¿por qué no hacerlo alrededor de una buena mesa? Conozco un restaurante no muy lejos de aquí donde se come un marisco fresquísimo.

Su invitación podría ser la de un amigo, así que, una vez más, acepto su propuesta. Lo que en realidad pretende Jaime es hacerme bajar la guardia, intentando una relación amistosa, ya que cada vez que nos hemos visto en su empresa, yo he sido muy distante.

Paga las dos copas y nos vamos andando hasta el restaurante, que se encuentra a unos quinientos metros del Maremágnum, en dirección a la Villa Olímpica. El propietario del local, que parece conocerle, le saluda calurosamente y nos encuentra rápidamente una mesa, a pesar de lo repleto que está el sitio. Nos ofrece un aperitivo, y Jaime me pide permiso para pedir una mariscada.

–Una mariscada para dos, para levantar los ánimos, ¿te apetece?

Me encanta el marisco y me parece una óptima idea. Tenemos aparentemente los mismos gustos. Pide una botella de champán del mejorcito y se pone a brindar por la amistad. En realidad, parece estar cortejándome, y lo hace intentando impresionarme. Nos ponemos a hablar de trivialidades, hasta que empieza a hacerme más preguntas personales.

–¿Realmente te molestó que te preguntara el otro día si tenías

novio?

–Me chocó un poco -soy muy sincera-. Que esté casada o no, lo puedo entender. Pero que tenga novio, ¿qué más da?

–Para mí era muy importante saberlo.

–Ya lo sé. Me explicaste que querías que la persona que contratases estuviera libre. Si ésos son tus requisitos, dudo que la encuentres.

–No, la verdad es que no fue por eso.

Bajo el tenedor antes de que llegue a mi boca.

–¿Cómo que no? ¿Y por qué fue entonces?

–Fue para ver si podía salir contigo esta noche -contesta, mientras sigue comiendo-. Si me hubieses dicho que tenías novio, habría buscado otra estrategia.

–¿Cómo?

No puedo reaccionar. Esta revelación me ha dejado sin poder articular palabra.

–Pues sí. Si hubieses tenido novio, habría ido a por ti hasta las últimas consecuencias.

Hemos bebido bastante y achaco su comentario al alcohol. Los nervios empiezan a traicionarme y me pongo a reír de inmediato.

–¿No te hubiese molestado que tuviera novio?

–Al contrario, habría hecho todo lo posible para que lo dejaras -dice, con la seguridad que mostró durante nuestra primera

entrevista.

–Pero ¿qué dices? – prosigo, sin poder quitarme la risa nerviosa-. ¿No me acabas de contar que estás enamorado de una mujer?

Como no estoy entendiendo nada, empiezo a pensar que este tipo está completamente loco.

–Sí, y es verdad. Estoy loco por una mujer. – Ya veo -digo, perdiéndole un poco el respeto-. Estás enamorado y vas ligando por ahí. Se pone a reír a carcajadas.

–¡Qué tonta eres! – exclama con cariño-. ¡No entiendes nada!

–Pues no. No te entiendo. Eres como todos. Tienes a una mujer, de la cual estás enamorado, y sigues mirando a las demás. No te entiendo.

Me da igual lo que piense de mí. Después de esa conversación, he decidido que nunca lo volveré a ver en la vida. Es un presumido de mucho cuidado. Jaime se pone de repente serio, llama al camarero y pide otra botella de champán. No abre la boca hasta que están nuevamente llenas nuestras dos copas. Levanta la suya y anuncia: -Brindo por ti, Val, la mujer de la cual estoy enamoradísimo. Mira mi copa y espera que yo la levante también para acompañarle en el brindis. Pero estoy paralizada y me he quedado sin habla. No me esperaba nada de eso y soy la primera sorprendida. Me invita nuevamente a coger la copa y brindar, lo que hago al final de manera automática.

–Es lo que te quería decir. Por eso te invité a cenar. Estoy loco por ti -murmura estirando el cuello, para acercarse a mi rostro-. Tú eres la mujer de quien estoy enamorado.

Me estoy quedando boquiabierta, mientras él se bebe la copa entera. Yo, en cambio, no puedo tragar nada.

–¡Ya está! – dice aliviado-. Ya lo he soltado. Tenías razón.

Debía hablar contigo. Me acabo de quitar un gran peso de encima.

No consigo creer lo que estoy escuchando y me quedo con la copa llena en la mano, medio temblando, mirando las burbujas subiendo hasta la superficie.

Jaime se pone triste de repente y comenta:

–Lo siento. No quería que te sintieras incómoda. Lo siento de verdad.

Pide inmediatamente la cuenta. Me siento rara porque no estoy acostumbrada a que alguien, casi un desconocido, me declare su amor de esta manera. Paga y salimos en silencio.

–Te acompaño a tu casa. Espero que no te moleste. Cuando salgo con una persona, siempre me gusta acompañarla a su casa.

La cabeza me empieza a doler. He bebido demasiado y no sé qué decirle. Pero decido dejar que me lleve. Cuando estamos delante de la puerta de mi edificio, me sorprende dándome las buenas noches y marchándose sin más. No pienso hacer nada para impedirle que se vaya porque estoy asombrada con su repentina declaración de amor y necesito un tiempo para digerirlo y reponerme.

20 de junio de 1998

Ha pasado casi un mes hasta que empezamos a salir juntos. Desde aquella declaración, Jaime no volvió a llamarme, excepto una vez para decirme que si lo quería, el puesto que me ofreció era mío, sin compromiso amoroso con él. Lo rechacé, porque después de aquella cena quedó claro que no iba a trabajar en su empresa, y porque voy a buscar otro empleo pues he decidido salir con él. Es una cosa o la otra. Debo admitir que me ha gustado la osadía que ha tenido al declararme que está enamorado de mí, pero también valoro mucho la discreción que me ha demostrado hasta hoy. Ha entendido perfectamente que no me gusta sentirme agobiada, y está creando, en realidad, un clima propicio para que me enamore de él. También ha visto claramente desde un principio que el trabajo no me interesa. Debe de pensar que soy una mujer autosuficiente, con ideas claras, y que sólo se puede enamorar si no están permanentemente encima. Vamos, soy la presa ideal para cualquier cazador ambicioso.

Nos hemos ido viendo en unas cuantas ocasiones, durante las cuales, él ha dado por hecho que al final voy a caer en sus brazos. Quiere que tenga muy claro que está seguro de sí mismo en este aspecto, y que tarde o temprano va a suceder. Me empieza a gustar cada vez más y más, pero no me he ido todavía a la cama con él, como suelo hacer con los demás. Quiero esperar.

Hoy hemos quedado para charlar. Jaime dice que desea contármelo todo acerca de su vida, porque no quiere tener secretos conmigo. Me va relatando la historia de su matrimonio con su ex mujer, que tiene actualmente un cáncer de mama, y me confiesa lo mucho que la ha amado, pero me explica también que nunca ha conseguido serle fiel y que ella, un día, se cansó y le dejó.

Quiere mostrarme sus debilidades como quien lee un libro abierto, de principio a final. Eso también forma parte de su elaborada estrategia. Además, su manera de contar las cosas hace que una no pueda quedarse de piedra. Con seguridad, pero también admitiendo que se siente muy arrepentido de su actitud. Me seduce su personalidad, día tras día, su lado cabrón en el fondo, y sus infidelidades con las mujeres, que se van mezclando con una ternura paterna invisible. Me va explicando que ha mantenido una relación de siete años con una ex modelo, Carolina, con quien ha tenido una pasión sin límites y que aquella relación también ha acabado por sus infidelidades con otra mujer, que era, ni más ni menos, que la mejor amiga de Carolina. En realidad, sé que me está transmitiendo un mensaje con cada palabra que utiliza: ¿Serás capaz de domarme? Así me ha enganchado. Ahora, es él quien representa un reto para mí.

Me habla extensamente de sus dos hijos, a quienes sólo ve los fines de semana, y su orgullo de padre me enternece. Supongo que es debido a una de sus facetas que desconozco todavía, y también a que mis hormonas de mujer casi a punto de cumplir los treinta, me empujan a la maternidad.

25 de junio de 1998

Por primera vez desde que le conozco, me he acostado con Jaime. Ha venido a mi casa, que le he abierto como si fuera suya, y me hace el amor encima de la mesa de la cocina. No ha sido nada del otro mundo, parecía muy cansado y entiendo que a veces uno no está al cien por cien por muchas ganas que tenga. Debo admitir que estoy un poco decepcionada. Pensaba que iba a ser más romántico. Ha durado cinco minutos, y me he pasado cuatro convenciéndole de que utilice un preservativo.

–¿Tú crees que un señor de mi edad utiliza un condón? ¡Eso es una mierda!

Al final, ha aceptado. Pero sé que no le ha hecho mucha gracia.

Nuestro nido de amor

3 de julio de 1998

Jaime se está comportando como un verdadero caballero durante los primeros meses de nuestra relación. Todo está yendo a las mil maravillas. Sin embargo, de vez en cuando, veo y noto cosas raras. Quizá es mi imaginación. Yo, que nunca he hurgado en las cosas de los demás, me he puesto a controlar su agenda, no sin sentimiento de culpa. Me he encontrado con mensajes codificados, indicios de que algo me está escondiendo, pero no consigo recabar pruebas de nada. En fin, prefiero optar por no comerme la cabeza demasiado, y hemos seguido viéndonos hasta que hoy, al mediodía, me ha pedido que vaya a vivir con él.

15 de julio de 1998

Tenemos que encontrar un piso donde vivir. Ya nos hemos puesto de acuerdo sobre el sitio donde queremos buscarlo: la Villa Olímpica de Barcelona. Sobre todo, porque desde allí se ve el mar. Los dos adoramos el mar. Siempre he soñado con vivir en un ático inmenso con el mar y la playa enfrente, y este sueño está a punto de hacerse realidad con él. Hemos encontrado, no sin dificultad, uno de ciento veinte metros cuadrados enfrente de la playa, con aparcamiento privado y vigilancia las veinticuatro horas del día. Un lujo. He insistido en que tenga como mínimo tres habitaciones, para poder recibir a sus hijos. En cuanto he argumentado el motivo para tener tantas habitaciones, Jaime ha estado totalmente de acuerdo, pero me resulta extraño que no haya salido espontáneamente de él. Creo que, en el fondo, quiere consolidar la relación antes de mezclar a su familia en ella.

Hoy por la mañana, hemos ido a firmar los papeles de arrendamiento del piso con una exigente agencia inmobiliaria, y Jaime ha venido con medio millón de pesetas en efectivo para pagar la fianza y el alquiler. Le he acompañado porque hemos hablado de poner el contrato de alquiler a nombre de los dos -parece que ha quedado claro-, hasta que, en el último minuto, Jaime cambia de opinión y me pregunta si tengo algún inconveniente en poner el contrato sólo a mi nombre.

–Pensaba que lo íbamos a poner a nombre de los dos. ¿Pasa algo?

–No, tranquila. No te preocupes. Pago yo el alquiler, pero si no te molesta, preferiría no figurar en el contrato. No quiero que mi ex mujer se entere. Si no, me va a pedir más dinero para la pensión de los niños.

En este momento, he reparado en un detalle importante. Los niños, como dice él, son mayores de edad, y cada uno vive con sus respectivas parejas, trabajan y están totalmente independizados. La pensión de los hijos ha sido fijada hace más de diez años y su explicación no tiene mucho sentido.

Pero, ante la ilusión de irme a vivir con él, en este maravilloso piso, y por miedo a poner trabas a este sueño, acepto ser la única persona que aparece en el contrato.

Se lo hemos comunicado a la agencia, pese a no tener yo nómina fija en ninguna empresa, aunque sí dinero de sobra como para pagar dos años de alquiler. La agencia nos informa que el propietario no quiere alquilar a nadie que no tenga nómina. Yo estoy destrozada, porque veo que no vamos a poder conseguir este piso. Una vez más, Jaime se encarga de todo y por la tarde volvemos a la agencia, les entrega unos papeles y firmo el contrato. Estoy sorprendida de cómo se han resuelto las cosas. Jaime me dice al salir que les ha convencido, a través de mis informes bancarios, y que no hace falta ninguna nómina. Luego he descubierto que les ha entregado mi última «nómina», que ha confeccionado él mismo, sin decirme nada, en su despacho, poniendo una firma y el sello de su empresa.

20 de julio de 1998

Me siento feliz porque esta mañana nos hemos mudado. El traslado ha sido rápido, en media mañana, ya que yo tengo poca cosa. Jaime ha traído solamente ropa de casa de su madre, donde se aloja, y unos cuadros que, según él, le ha regalado su padre de su colección privada, y que son valiosísimos. Es poca cosa para un piso tan grande y necesitamos sin duda muchos muebles.

Por la tarde, ya estamos visitando todas las tiendas de muebles del barrio, y cuando nos hemos decidido sobre lo que queremos, Jaime insiste en pagarlo todo, pese a mi negativa, ya que quiero compartir los gastos.

25 y 26 de julio de 1998

Jaime me ha comentado que tiene un chalé en las afueras de Madrid, y que los fines de semana se reúne allí con sus hijos. Me encanta la idea de pasar los fines de semana allí pero me comenta que me llevará en cuanto les haya explicado a sus hijos que tiene una relación seria. ¡Eso sí!, tengo que tener paciencia porque, aunque su hijo tiene casi la misma edad que yo, está muy celoso de ver a su padre con otras mujeres que no sean su madre. Yo lo comprendo y me convenzo de que tengo que demostrar mucha comprensión y paciencia. Quiero ante todo que me acepten. Voy a ser, en definitiva, la madrastra de un chico y de una chica, que ya son adultos.

Hoy viernes, Jaime coge el puente aéreo para reunirse con sus hijos en Madrid. Desde allí, me hace una llamada rápida para saber de mí, y nuestra conversación al teléfono es muy cariñosa. Nuestro futuro se anuncia maravilloso y feliz. Curiosamente, a la larga, nos vamos a ver menos que cuando estábamos viviendo cada uno por separado.

Veo a Sonia sólo de vez en cuando. Ella está al tanto de mi relación con Jaime, pero considera que me he precipitado en irme a vivir con él.

–¡Apenas lo conoces! Además, no pasa ni un fin de semana contigo. ¿No te parece curioso?

–¡Mira quién habla! – le comento irónica-. ¡La que buscaba desesperadamente a su Príncipe Azul me está diciendo ahora que yo me precipité en encontrar al mío!

–¡No te estoy diciendo eso, Val! Sólo creo que te has precipitado en dejar tu piso e ir a vivir con un señor que no conoces de nada. ¿Acaso te ha presentado a su familia?

–Todavía no, Sonia. Necesita un poco de tiempo. Creo que es comprensible, ¿no te parece? Tiene dos hijos y una ex mujer enferma de cáncer. Visto el panorama familiar, imagínate si yo hago mi entrada así, de la noche a la mañana, sin más. Sería llegar como un pelo en la sopa. No lo veo correcto. Al menos, por ahora.

–Vale. ¡De acuerdo! Digamos que tienes razón, es demasiado pronto. Pero ¿no te parece curioso que tenga un chalé de lujo en Madrid y que viviera, antes de conocerte, con su madre?

Sonia está empezando a ponerme muy nerviosa. Al principio, achaco su desconfianza a la envidia que todas las mujeres sentimos cuando una de nosotras consigue lo que la otra siempre ha soñado. Es humano.

–Compró ese chalé cuando salía con Carolina, una ex novia que tuvo y que conoció en Madrid. Se fueron a vivir allí. En aquella época, Jaime tenía también un despacho montado en Madrid. Cuando venía a Barcelona, se quedaba en casa de su madre. Lo veo normal y lógico. No hay nada raro o misterioso en querer estar con su madre.

–Entonces, explícame ¿por qué no ve a sus hijos en Barcelona en lugar de ir todos a Madrid, si ellos viven aquí?

A esa pregunta, no soy capaz de responderle. Noto que Sonia está muy preocupada por mí y por esa nueva vida que he elegido. También está un poco enfadada porque, desde mi encuentro con Jaime, nos hemos ido viendo cada vez menos.

–Tienes razón, Sonia. Pero tú también estabas con tu novio. De todas formas, te prometo que te llamaré más a menudo a partir de ahora. Con lo del piso, más la mudanza, no he levantado cabeza. Te ruego que lo entiendas. Mira, pensaba hacer una pequeña cena en casa el próximo jueves para presentarte a Jaime. ¿Te apetece?

–Sí, claro. Me encantaría.

–Y así haces las paces con él -le digo riendo.

–Bueno, vale.

–Puedes traer a tu novio si quieres.

Me pone de repente una cara de entierro.

–Lo dejamos hace una semana.

Acabo de meter la pata. Ahora entiendo por qué sospecha tanto de Jaime. Otro hombre la acaba de dejar plantada, y está enfadada con todo el género masculino.

–Tenía otra novia y no me lo había dicho. Pero lo descubrí por casualidad y entonces lo dejé.

–Entiendo, corazón. Lo siento mucho. Pero mira, no porque te ha pasado eso con ese impresentable significa que todos los hombres sean iguales, Sonia.

–No te preocupes. Saldré de ésta. Por cierto, Bigudí te echa mucho de menos, ¿sabes?

Esta noticia me apena de verdad. Quiero a toda costa recuperar a mi Bigudí, pero he tenido que dejarlo en casa de Sonia porque Jaime no soporta a los gatos. Y de momento, el pobre animal no es bienvenido en casa.

Encuentro empleo

27 de julio de 1998

Cuando vuelve Jaime de su fin de semana en familia, le comento la cena prevista el jueves con Sonia.

–Me encantaría, cariño, pero tengo que estar toda la semana en Málaga, con Joaquín, para visitar a unos clientes. Salgo mañana temprano, y el viernes voy directamente a Madrid en coche.

No me hace ninguna gracia este programa, pero intento disimular mi disgusto como puedo.

–Así que, ¿no nos vamos a ver hasta el próximo domingo?

–Cariño, es mi trabajo. ¡Entiéndelo! Tenemos unos contratos con clientes en el sur de España, y debemos ir esta semana. Ya estuve aplazando este viaje demasiado tiempo. Luego estaremos juntos.

Me coge en sus brazos y fijamos otra fecha para la cena con Sonia.

Después de sus confesiones sobre sus infidelidades, esta noche le voy contando mis relaciones esporádicas y la facilidad que he tenido todos estos años para llevarme a todos los hombres que me han gustado a la cama. Quiero ser transparente con él, no esconderle nada. Jaime me ha advertido que, ahora que estamos viviendo juntos, he de abandonar a todos los novios que tengo por ahí, palabras textuales. No es difícil aceptar eso, no tengo ninguno desde hace bastante tiempo, pero me cuesta convencerle. Jaime es tremendamente celoso. Él me ha prometido serme fiel. Yo, con veintinueve años y él con veinte más, nos hemos cruzado en el mismo punto, pero a edades diferentes. Estamos hartos de la vida que llevamos. De hecho, yo ya no me fijo en nadie. Esa transformación me ha sorprendido bastante, pero creo que es porque estoy enamorada de verdad por primera vez en mi vida y todo deseo sexual por otro hombre que no sea Jaime ha desaparecido. Le voy a ser fiel, del principio al final, incluso durante meses después, si acaso se rompe nuestra relación.

Esta noche hacemos el amor. Nuestras relaciones han mejorado bastante desde que ya no utilizamos preservativos, pero Jaime tiene una extraña manera de pensar solamente en él. No espera a que yo esté satisfecha. A veces, parece un animal. Pero me da igual. No es lo que más valoro en nuestra relación. El sexo, para mí, ha pasado curiosamente a un segundo plano.

28 de julio de 1998

Jaime se ha ido a Málaga con Joaquín como habían planeado. Me he despedido de él tiernamente, pidiéndole que tenga cuidado en la carretera. Voy a estar varios días totalmente sola, y he decidido ocuparlos en buscar nuevamente un empleo.

Ya he recibido varias ofertas (mi anuncio sigue apareciendo de vez en cuando en el periódico) y hay una muy interesante que parece prometedora. Se trata de una multinacional extranjera, con base en Barcelona, especializada en ropa, que está buscando a una mujer que se encargue de las últimas tendencias. Esto va a suponer viajar a las ferias más importantes del sector en el mundo, olfatear el mercado y ver las novedades para cada temporada. Aunque no está relacionado con la publicidad, la perspectiva de trabajar en este sector es bastante atractiva. Además, viajar no me parece un inconveniente, si tengo en cuenta que Jaime viajará también muy a menudo.

Así que me he presentado a la entrevista. Todo ha sido muy rápido y me anuncian que, en una semana, puedo empezar ya. Estoy muy feliz, porque eso supone que van a aumentar nuestros ingresos. No sé lo que gana Jaime, ni me lo ha comentado, pero parece llevar un gran tren de vida. Lleva siempre mucho efectivo encima y nunca repara en gastos ni pone pegas a nada en lo relativo al tema económico, ni para alquilar un piso en un edificio de tan alto standing. Al contrario, siempre me demuestra que quiere lo mejor. Aun así, yo quiero participar en los gastos de la casa.

Jaime me ha llamado sólo dos veces, diciéndome que está muy ocupado. Yo he intentado hablar con él en varias ocasiones, aunque sin éxito porque su móvil siempre está apagado. Por no parecer desconfiada, no le he pedido el número de teléfono del hotel.

30 de julio de 1998

Cuando llega hoy, le noto muy cansado y tenso. Se encierra en el baño en cuanto se quita los zapatos, y durante poco más de una hora permanece allí. Trato de escuchar algún ruido desde detrás de la puerta, y al no oír nada le pregunto:

–¿Te pasa algo, Jaime?

–¡Déjame en paz!

Su respuesta es corta y seca.

–¿Puedo hacer algo por ti?, cariño. Quizá te iría bien hablar. No sé. ¿Tienes problemas?

–¡Déjame en paz! – me repite-. ¡No tienes ni puta idea de los problemas que tengo!

A la hora, sale tan cansado como ha entrado, con los ojos hinchadísimos y se pasa toda la tarde y parte de la noche fumando cigarro tras cigarro, sin hablarme.

Cuando viene a la cama, ni me toca. Cada vez que hemos pasado noches juntos, hemos hecho el amor. Es la primera vez que dice no al sexo.

2 de agosto de 1998

Jaime se ha marchado temprano por la mañana al despacho. Ni he podido anunciarle que empiezo a trabajar hoy mismo, cuando todo el mundo se va de vacaciones, así que le dejo una nota en la cocina por si llega antes que yo a casa al final del día. Y así sucede. Cuando vuelvo de mi jornada laboral, un poco angustiada por lo de ayer y su reacción, él está en el salón mirando la televisión.

–Me podías haber dicho que hoy ibas a trabajar -me reprocha enseguida.

–Lo sé, Jaime, pero ayer estabas insoportable. No querías hablar y te habías encerrado de tal forma que parecías tener un bloqueo.

–Tuve un problema y no me apetecía hablar del tema. ¿Qué es eso de tu trabajo?

Le explico cómo lo he encontrado y en qué consiste.

–¿Vas a tener que viajar?

Leo en su mirada que está enfadado.

–Sí. De vez en cuando.

–¿Sola?

–No. Con mi jefe. Es americano. En septiembre tenemos que ir a una feria en Italia y…

–¿Americano? ¡Otro que va a querer follarte!

Me quedo sin habla ante este comentario inesperado. Sigue con el mismo humor que ayer.

–Pero ¿qué dices?

–¡Lo que oyes! Te hace viajar con él porque quiere follarte. Ya verás como tengo razón. Eres demasiado joven todavía. No sabes cómo funciona la vida.

Estoy desconcertada. Me parece injusto que piense eso de una persona que no conoce para nada.

–Da igual. Ve allí, a Italia. Viaja con el gilipollas ese. Pero si se pasa un pelo contigo, coges el primer avión y vuelves aquí, ¿de acuerdo?

No me queda otro remedio que decirle que sí, porque si no lo hago creo que me va a pegar.

–Sí, claro.

–¿Me lo prometes?

–¡Claro, Jaime!, te lo prometo.

Tras cinco minutos en silencio, pienso que el tema ha quedado olvidado.

–¿Y tú? Tienes ganas de follártelo, ¿verdad?

Me quedo otra vez boquiabierta. No entiendo por qué, de repente, me hace este tipo de preguntas.

–No. No tengo ganas de follármelo -contesto, repitiendo tristemente sus palabras.

Y me voy a llorar al baño. Esta vez se ha pasado, tiene de repente un aire endemoniado y está buscando el conflicto para pelearse conmigo. Ha cambiado tanto en unos días, que parece otra persona. En el baño me encuentro un pote que no había visto hasta hoy, con unos cien gramos de polvo blanco y una etiqueta que describe los ingredientes de un preparado de farmacia. Mientras lo voy cogiendo entre mis manos, Jaime llega por detrás, en silencio, y me pone una mano sobre el hombro. Del susto, casi dejo caer el pote.

–Son polvos para la herida que tengo en el tobillo. Me lo tienen que preparar especialmente en una farmacia. Cuesta mucho, así que ¡déjalo en su sitio!

Deposito el pote encima del lavabo y no le digo nada.

Jaime utiliza, cada mañana, una especie de escalpelo para cortar las pieles muertas que le recubren el tobillo. De no hacerlo así, no podría ponerse el zapato y andar normalmente. Ya ha ido a ver a varios especialistas y, según él, es un fenómeno rarísimo que no tiene cura. Nunca antes se habían encontrado con un caso semejante.

Platos rotos

6 de agosto de 1998

Hoy viene Sonia a cenar. Jaime se ha quedado toda la tarde trabajando en casa, en una habitación en la que hemos colocado una mesa de despacho, y yo estoy preparando la cena en la cocina. Nunca me ha gustado cocinar, pero he aprendido leyendo libros sobre ello, ya que a Jaime le gusta comer y cenar bien. Nada de bocadillos o de tapeo, me ha advertido.

Mientras Sonia está tomándose un aperitivo en el salón, voy a buscar a Jaime para decirle que nuestra invitada ha llegado. Se ha encerrado con llave, como si el cuarto contuviera un tesoro inestimable cuya existencia nadie, aparte de él, debe conocer.

–¿Vienes a cenar, cariño? – le pregunto suavemente, por miedo a molestarle-. Sonia ya está en el salón.

Me contesta sin abrir la puerta y me dice que en diez minutos estará con nosotras, el tiempo que tarda en darse una ducha rápida y de cambiarse de ropa. Vuelvo al salón con Sonia.

–Te veo con mala cara, Val. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ' No quiero hablar con mi amiga de las peleas que Jaime y yo hemos tenido últimamente. Decido darle una explicación muy diferente.

–Es que estoy cansada, corazón. Es mi nuevo trabajo. Hay mucho por hacer y me tengo que acostumbrar. No te olvides de que hacia meses que no trabajaba a tiempo completo.

He adelgazado bastante últimamente y ella insiste en que hay algo más.

–¡Si sólo llevas una semana trabajando! Y ya has perdido cuatro kilos. ¿Seguro que no hay otra cosa que no me quieres decir?

–No, te lo aseguro, Sonia. No te preocupes.

Me esfuerzo en esbozar mi mejor sonrisa y tranquilizar a mi amiga que, últimamente, se ha vuelto demasiado curiosa y está cuestionando todo lo que hago. Cuando llega Jaime, está radiante, perfumado y guapísimo. Se ha puesto sus mejores galas y cuando le presento a Sonia, leo en los ojos de mi amiga que se ha quedado asombrada por su atractivo. Me lo esperaba.

–¡La famosa Sonia! Por fin te conozco -le dice Jaime, besándole la mano.

Esta práctica antigua y pasada de moda siempre nos ha gustado a las mujeres a quienes nos atraen los caballeros. Sonia está en el cielo.

–Yo también tenía ganas de conocerte, Jaime. Para llegar a robar el corazón de Val, tienes que ser una persona especial.

Y Sonia se queda observándole, pensando, seguramente, que no aparenta los años que tiene.

Pasamos una velada muy agradable durante la cual Jaime es absolutamente encantador y divertido con Sonia y conmigo. Tiene un brillo especial en los ojos esta noche, acentuado seguramente por las botellas de vino que va abriendo, alegando que cada plato necesita el vino adecuado. Noto que Jaime está bebiendo mucho, pero parece sentarle muy bien, y no le digo nada porque está de tan buen humor que no quiero romper el encanto y la magia que reinan en la mesa. La conversación se centra esencialmente sobre Sonia, su vida y nuestra larga amistad. Habla luego un poco de él, y de las ganas locas que tiene de casarse conmigo una vez superado el cáncer de su ex esposa. Me sorprende esa confesión pública, porque nunca hasta ahora me ha hablado de que tuviera esa intención.

–Si todo va bien, nos casaremos el 2 de mayo de 1999 -le aclara a Sonia.

Al final de la velada, que se ha prolongado hasta bien entrada la noche, y después de unas copas, Sonia quiere irse a casa.

–¿Cómo has venido hasta aquí? – le pregunta Jaime.

–En taxi -contesta ella, acabándose la copa de Bailey's que se ha servido.

–No voy a dejar que una mujer tan guapa como tú vuelva a su casa en taxi a estas horas. Así que te llevo yo. Me pongo una chaqueta y… listos.

No veo nada malo en eso, solamente la intención de Jaime de ser amable con mi amiga. Es una deferencia hacia Sonia, pero también hacia mí y me gusta su gesto. Desde luego, Sonia parece haber cambiado de opinión sobre Jaime. Él ha hecho todo para que esta noche sea inolvidable. Y lo está consiguiendo. Sonia me echa una mirada y, al ver que yo sonrío en señal de aprobación, acepta el ofrecimiento de Jaime.

Cuando se van, me pongo a recoger los platos que dejo en la cocina, ya que no tengo ninguna gana de ponerme a fregar a estas horas. Pasa más de una hora desde que se han ido y decido acostarme.

Me despierta de repente un terrible ruido que proviene de la cocina. Me levanto con un sobresalto y voy corriendo hacia allí. Parece que algo se ha caído. Todas las luces están apagadas, y no me fijo en si Jaime se ha acostado ya. Cuando enciendo la de la cocina, encuentro todos los platos y los vasos sucios rotos sobre el mármol, junto a restos de comida esparcidos en el suelo. Mi primera reacción al ver este panorama es ponerme una mano en la boca para evitar gritar. La vista de todo eso es espantosa. Al final de la cocina, en el cuarto dispuesto para el fregadero que da directamente a la calle, está Jaime, dándome la espalda, fumando un cigarro y mirando por la ventana.

Me agacho para recoger unos trozos de platos rotos, pero me detiene una frase suya:

–Si no has fregado los platos mientras estaba fuera, no quites los trozos ahora. Ya lo harás mañana. Ibas a fregar mañana, ¿no? – dice irónicamente.

No me atrevo a responder nada porque no entiendo todavía lo que está sucediendo.

Jaime sigue dándome la espalda, y se pone a gritar como un loco, apagando enérgicamente con el zapato el cigarro en el suelo.

–Si hubieses fregado los platos esta noche, nunca hubiese ocurrido esto, ¿me oyes?

La cocina apesta a alcohol. Jaime ha bebido, hasta el punto de perder la razón, y, al volver a casa, en un acto de locura, ha tirado todos los platos al suelo. Ahora está intentando provocarme, y me pongo a llorar, pero mi actitud, lejos de hacerle sentir algún tipo de remordimiento, le pone más furioso.

–¡Y no te pongas a llorar ahora!, se te hincha la cara y luego tienes un aspecto horroroso.

No puedo más. No aguanto este estado de locura y la angustia en la que me está haciendo caer. Salgo de la cocina y me voy al cuarto de baño, donde me encierro para llorar libremente. Con la cabeza sobre el lavabo, mojándome la cara con agua fría, le oigo dar un portazo y marcharse. Es mejor. Creo que si no, habría podido acabar muy mal.

7 de agosto de 1998

Cuando me voy a trabajar esta mañana, Jaime no ha vuelto a casa. Ha pasado toda la noche fuera y no ha dado señal de vida. En la oficina, me siento muy angustiada y llamo a Sonia.

–¡Hola, corazón! – le digo, y estallo en sollozos antes de escuchar su voz.

–Val, ¿qué te sucede?

Al principio, no puedo articular ni una palabra pero finalmente consigo, a duras penas, explicarle lo sucedido.

–Es Jaime.

–Te noto muy mal. ¿Qué ha pasado, cariño?

–Sonia, ¿qué hicisteis ayer? Jaime volvió completamente borracho y estaba como loco.

–¿Qué? No lo entiendo. Me llevó a casa, charlamos cinco minutos delante de mi puerta y se fue. Eso es todo lo que pasó. Parecía estar bien. Ayer bebimos todos pero no hasta el punto de estar en ese estado. Jaime habrá tenido que beber algo más para ponerse tan borracho. Cuando nos despedimos ayer, estaba encantador.

–Sí, lo sé, Sonia. Por eso no entiendo nada. Debió de pasar algo más porque se puso como una furia. Cuando volvió, no era la misma persona. Me asusté tanto. No sé qué hacer ahora. Tengo miedo. Es la segunda vez que se pone violento y…

–¿Te ha puesto la mano encima? – me pregunta, sin esperar el final de mi frase.

–No. Es una violencia verbal contra mí y contra todo lo que se le cruza por el camino. Ayer rompió toda la vajilla.

–No me lo puedo creer…

–Sí, y luego me dijo que si hubiese fregado los platos no habría pasado eso. Era como si quisiese castigarme por ello. Y después se fue. Desde entonces no sé nada de él.

Le he contado todo a Sonia, a pesar de mi orgullo, pensando que ella podría aclararme lo que le había podido pasar a Jaime. Pero al no darme ninguna explicación válida, me siento aún más confusa.

Paso todo el día con grandes dificultades para concentrarme y tengo miedo de volver a casa. Me marché sin recoger nada, y empiezo a plantearme la conveniencia de irme unos días a casa de Sonia para recapacitar. Esta relación con Jaime es cada vez más rara, y dudo que pueda ser feliz al lado de un hombre así. Algo le está pasando pero no sé el qué. Y él se niega a hablar conmigo.

Vuelvo a casa tarde, y cuando abro la puerta me doy cuenta de que Jaime ya ha regresado, porque la cerradura ya no tiene las dos vueltas que le he dado por la mañana. Me pongo a temblar pensando en lo que me está esperando.

La puerta de la cocina se encuentra justo a la izquierda de la de la entrada así que, cuando paso el umbral, veo que todo está recogido y limpio.

Jaime sale del salón con un ramo de rosas enormes en los brazos y al verle con cara de arrepentido, me tiro literalmente a su cuello llorando.

–¡Lo siento tanto! – me dice.

Y me tiende el ramo de rosas. Estoy llorando, por el estupor de seguir sin entender nada y por la felicidad de verle con remordimientos.

–Es igual, Jaime -le digo entre sollozos-. Supongo que tienes problemas y no quieres contármelos.

–SI, es cierto que tengo problemas. Y no te los quería contar para no preocuparte. Pero veo que te estoy haciendo daño. Así que te lo voy a contar todo.

Me lleva de la mano al salón y nos sentamos el uno frente al otro, lo cual me parece un presagio de que algo grave está pasando.

–Hay cosas de las cuales uno no se enorgullece, por eso no las cuenta. Pensaba que lo podía arreglar solo, pero veo que me está afectando.

Y empieza a explicarme su situación económica, que le supone una lucha diaria. Me comenta que ha contraído deudas por culpa de Joaquín, su socio, quien pidió un préstamo al banco unos meses atrás por el cual Jaime le ha avalado. Pero Joaquín ha dejado de pagar al banco desde hace una temporada y le están reclamando a Jaime el dinero. Debe todavía unos cinco millones de pesetas y, aunque Jaime mueve gran cantidad de dinero cada mes, no ha podido reunir tal importe y están a punto de embargarle su chalé de Madrid.

–Me van a embargar lo que conseguí con tanto trabajo y sudor. Lo que pagué durante años y años y eso, ¡por culpa de mi socio!

No doy crédito a lo que me está contando. Pero, por otra parte, hay tanta sinceridad en él, y tanto dolor, que no cuestiono la verosimilitud de los hechos.

–¿Y por qué has avalado a Joaquín? – pregunto tímidamente.

–¿Cómo no iba a hacer eso por él? Aparte de ser socios, somos amigos, Val, ¿comprendes? Al menos, es lo que creía hasta ahora. ¿No harías tú lo mismo por Sonia? Jamás hubiese pensado que él iba a dejar de pagar y ponerme en esta situación.

–Sí, pero ¿por qué dejó de pagar al banco?

–Hace unos años que su matrimonio va mal. Bebe mucho desde hace unos cuantos meses y se gasta cada vez más dinero en mujeres. Hay días que llego a la oficina y me lo encuentro durmiendo sobre la alfombra de su despacho, sucio, borracho y sin dinero, tras haberlo gastado durante toda la noche en un club de ésos.

Ahora empiezo a comprender por qué Jaime se ha comportado así conmigo. Se debe sentir acorralado y los nervios le han hecho perder los papeles.

–Aquel domingo que volví de mal humor, ¿te acuerdas? – hago un gesto afirmativo con la cabeza, mientras cojo sus manos entre las mías-, fue porque los del banco me hablan estado buscado durante el tiempo que pasé en Málaga. El viernes tuve que ir a Madrid y me enteré de la situación real de la petición de embargo.

–¿Y no hay manera de parar ese proceso?

–Sí, claro.

–¿Cómo?

–Pagando.

Jaime está tan desesperado que se pone a llorar como un niño. Él, siempre tan apuesto y orgulloso, se ha derrumbado ahora como un chiquillo, con su cabeza entre mis manos, y yo no sé cómo consolarle.

–¿Y sabes qué es lo peor? – añade.

–No.

–Que lo estoy pagando contigo. ¡Me siento tan acorralado que se lo hago pagar a la persona que más quiero en este mundo!

Le acaricio las mejillas, intentando secar sus lágrimas. Me ha emocionado su comentario. Jaime prosigue:

–Trabajo como un loco para vivir bien, y para que a mi familia no le falte nunca de nada. Mis hijos tienen todo lo que quieren. Estoy echando una mano a mi ex mujer porque está muy enferma y lo pasa mal económicamente. ¡Y ahora, esto!

No hay quien pare sus lágrimas. Estoy conmocionada y me siento impotente, pero le agradezco que me haya contado toda la verdad.

–Tengo una semana para pagar y levantar el embargo. Si no, me quitan la casa.

Nos quedamos gran parte de la noche acurrucados en el sofá, debajo de una mantita que he colocado después de que le asaltasen unos escalofríos espeluznantes. Jaime parece extenuado y yo le estoy dando vueltas y vueltas al asunto. No puedo permitir que algo así le suceda a mi pareja. Si yo le quiero y estoy viviendo con él, tengo que compartir sus problemas. No concibo la felicidad sabiendo que Jaime lo está pasando mal. Algo tengo que hacer. Dispongo de la cantidad de dinero que le hace falta. Decido sacar los cinco millones de pesetas de mi cuenta y dárselos para que pueda recuperar su casa de Madrid.

El embargo

12 de agosto de 1998

No le he dicho nada a Jaime, pero me he ido al banco a retirar el importe. Tenía miedo de llevar tanto dinero encima, así que lo he hecho en tres veces. El director del banco, con quien mantengo una muy buena relación, me ha convocado en su despacho para saber si estoy descontenta con los servicios de la entidad. Le sorprende mucho que retire todos mis ahorros. Le aseguro que no pasa nada y que no tengo nada que reprocharles. Al contrario. Y me invento una excusa diciendo que me ha surgido un imprevisto, el cual tengo que atender imperiosamente.

Esta tarde es miércoles y Jaime está más nervioso que de costumbre. El termómetro para medir su nerviosismo es la cantidad de tiempo que pasa encerrado en el baño por la mañana. Cuanto más nervioso más tiempo, quitándose las pieles muertas del tobillo y dejando el lavabo hecho un asco con restos de piel y polvos blancos.

Jaime tiene que salir al día siguiente por la noche hacia Madrid, para intentar negociar una última vez con el banco. Así me lo ha anunciado. Yo he pensado no decirle nada sobre mi decisión de echarle una mano hasta el último minuto.

Cuando llego a casa me lo encuentro preparando su maleta para viajar al día siguiente y pasar el fin de semana con sus hijos. Con tristeza en los ojos, me dice:

–Quizá sea el último que pueda pasar allí con ellos.

Se queda un rato en silencio y añade:

–¿Cómo les voy a explicar que su casa ya no es su casa?

–No tendrás que explicarles nada -le anuncio alegre-. ¡Toma!, esto es para ti.

Y le tiendo un sobre que recibe con mucha cautela, sorprendido. Cuando lo abre, no puede creer lo que está viendo.

–¿De dónde has sacado esto? – me pregunta suspicaz.

–De mi cuenta. Hay lo que necesitas.

–¿Estás loca o qué? ¿Cómo piensas que voy a aceptar este dinero? ¡Seguro que has pedido un préstamo al banco!

–No, no te preocupes. No he pedido ningún préstamo. Este dinero es mío.

Deja caer el sobre encima de la cama.

–No, no puedo aceptar. ¡Lo siento!

–¡Por favor, Jaime! ¡No seas tonto! Este dinero es mío, y soy tu pareja. Por lo tanto es de los dos. ¡Para eso sirve! Cógelo, ¡por favor! Paga al banco y recupera la casa.

La cara de alegría que pone Jaime en aquel momento no se puede pagar con ningún dinero del mundo. Está tan contento y me abraza con tal fuerza que está a punto de ahogarme.

–No sabes lo que significa esto para mí, mi amor. Me acabas de devolver la vida. ¡Gracias!, ¡mil gracias! No sé cómo agradecértelo, no sé cómo, la verdad.

–Pues, invitándome cuanto antes a esa fabulosa casa que tienes en Madrid.

Al pronunciar estas palabras, su mirada se pierde un instante en el vacío y, luego, me vuelve a mirar y a abrazar tiernamente.

–¡Claro que sí!

Esta noche, Jaime me hace el amor tiernamente. Pero no hay manera de que se aguante y acabamos antes de que yo pueda sentir un orgasmo.

Una suite para dos

7 de septiembre de 1998

Estoy lejos de imaginar que Jaime ha mirado en mis papeles y mis cosas personales y que sabe exactamente el dinero del cual dispongo. Nunca hemos hablado de dinero, para él es un tema tabú y, realmente, no hace falta. Yo no tengo nada que esconder pero tampoco he contado detalles de mi situación económica. Lo cierto es que, cuando pasó el famoso episodio del embargo, el dinero que necesitaba Jaime era justo el que yo disponía en mi cuenta. Jaime, en realidad, conoce hasta los dos dígitos detrás de la coma del importe que he ahorrado.

Se van calmando las cosas y él continúa viajando por trabajo o por motivos familiares. Yo ya no tengo ahorros, pero entre su trabajo y el mío vivimos bien. Además, Jaime cumple con los gastos y me está dando rigurosamente todos los meses el dinero del alquiler. Estamos viviendo una nueva luna de miel y este problema, al fin y al cabo, nos ha acercado más y ha hecho nuestro amor más fuerte. Al menos, es lo que yo pienso.

Hoy voy a Italia para asistir a una feria de moda muy famosa, donde tenemos que estar presentes mi empresa y yo. Sé que el viaje no le hace ninguna gracia a Jaime, sobre todo después de aquella discusión acerca de las supuestas malas intenciones de mi jefe. Pero me ha dejado ir. Hasta ahora, no le he dado ningún motivo para estar celoso. Veo a través de sus ojos y vivo única y exclusivamente por él. He dejado de lado mi escabrosa vida sexual y no tengo ya ningún contacto con amigos masculinos.

Cuando aterrizamos en Milán, un socio de Harry, mi jefe, viene a recogernos para conducirnos a nuestro hotel. Durante el trayecto nos anuncia que hay un pequeño problema de disponibilidad de habitaciones, ya que todos los hoteles de la ciudad están llenos y lo único que nos ha encontrado es una suite grandísima que tenemos que compartir. No me produce reparo compartir una habitación, siempre y cuando haya dos camas en cuartos diferentes. Y parece que es así pues, al llegar al hotel, Harry y yo nos damos cuenta de que podemos compartirla sin tener que interferir en el espacio del otro, salvo para usar el baño. Es sólo una cuestión de organización.

Tengo clarísimo que no voy a decirle nada de esta pequeña anécdota a Jaime, porque sé que no lo va a entender. Pero le llamo igualmente para contarle que todo marcha bien.

–¿En qué hotel estás? – me pregunta de repente.

–En el Westin Palace. ¿Por qué?

–Para saberlo. Dame el teléfono y el número de habitación, que te llamo yo, porque te va a costar muy caro. Veo que tu jefe te está tratando como una reina. ¡Estáis en un hotel muy bonito! – me comenta.

Le digo inmediatamente a Harry que mi novio está a punto de llamar y que no coja el teléfono. No quiero tener que explicarle el porqué Harry está contestando en mi lugar. Afortunadamente es un jefe fantástico, que entiende muy bien estas cuestiones domésticas.

A los quince minutos, vuelve a llamar Jaime.

–¿Quién ha tenido la idea primero? – pregunta, sin venir a cuento.

–¿Cómo? – no entiendo nada, y empiezo a temerme lo peor.

–Te lo voy a preguntar de otra manera. ¿Quién ha follado a quién? – añade, con un aire irónico.

Me quedo muda.

–¿Piensas que soy tonto o qué? He hablado con el recepcionista y le he pedido que me pusiera con tu jefe. Da la casualidad que tiene el mismo número de habitación que tú. Luego, he vuelto a llamar y me han confirmado que compartís la misma habitación.

Mi corazón se pone a latir extremadamente fuerte. ¿Cómo le demuestro que no es lo que parece?

–Te lo puedo explicar Jaime. Es que…

–No quiero tus explicaciones. Quiero las suyas. ¡Pásamelo!

–¡No, Jaime! Prefiero que lo hablemos tú y yo. Él no tiene la culpa…

–¡Pásamelo!

Levanta tanto el tono de voz que Harry, que está a mi lado, entiende enseguida lo que está sucediendo y me pide con la mano que le pase el aparato.

Oigo gritar a Jaime por el auricular y no sé dónde meterme de tan avergonzada como me siento. Harry me mira, luego se concentra en la conversación y en todo lo que le está diciendo Jaime y, de vez en cuando, le contesta con un sí. Es un jefe como pocos hay en este mundo: comprensivo, caballeroso… Me está demostrando que puede llegar a entenderlo todo y creo incluso que se está sintiendo peor que yo. Está escuchando todo lo que tiene que decirle Jaime, fumando plácidamente un Habanos y, cuando acaba la conversación, en la cual casi no ha participado, me tiende el teléfono. Jaime quiere darme instrucciones precisas.

–Tu querido jefe te va a enviar a otro hotel. Cuando te hayas trasladado, me llamas y me comunicas tu nuevo número de habitación y el teléfono. Si es un señor te encontrará un sitio, por muy llenos que estén los hoteles en Milán. Espero tu llamada.

Y cuelga. Unas lágrimas empiezan a caer sobre la moqueta de color púrpura, y me pongo a balbucir disculpas por el mal rato que le acabo de hacer pasar a Harry. Él no deja de masticar el extremo del puro, tras apagarlo me dice:

–No te preocupes. Ahora mismo arreglamos la situación.

Hace unas cuantas llamadas, y una hora después su socio me traslada a otro hotel, a quinientos metros del Westin. No llamo a Jaime enseguida, y cuando lo hago está furioso de impaciencia. Le doy los números del hotel y de la habitación y a los pocos minutos me devuelve la llamada.

–¿Qué le has dicho a Harry? – le pregunto rabiosa.

–Las cosas adecuadas para que se comporte de una vez como un señor. De todas formas, tendré que hablar cara a cara con él cuando volváis del viaje, para que no se le ocurra una vez más intentar cualquier cosa contigo.

Le escucho indignada, sin poder responderle y profundamente triste. Lo peor es que me siento culpable de la situación. Pasamos gran parte de la noche al teléfono, él filosofando sobre las cosas de la vida, del amor, y sobre lo mucho que me queda por aprender, y yo escuchándole sin decir nada. Cuando colgamos, no puedo conciliar el sueño. Me pongo a llorar por la humillación y por la vergüenza que siento hacia Harry. Lloro por no tener la fuerza de replicarle a Jaime.

11 de septiembre de 1998

Vuelvo a Barcelona sola, Harry ha cogido otro vuelo desde Milán para Inglaterra. Jaime ha venido a buscarme al aeropuerto con un ramo de flores y cuando me ve, me abraza fuertemente como si acabaran de soltarme después de un secuestro. Me dice lo mucho que me quiere y explica que, si ha actuado así, es evidentemente por mi bien. Durante una larga temporada, siento que no voy a ser capaz de mirar a Harry a los ojos, todavía avergonzada por este episodio.

Ha muerto mi padre

9 de diciembre de 1998