AGRADECIMIENTOS
A David Trias, mi editor, quien ha confiado en mí desde un primer momento.
A Isabel Pisano, sin quien este libro nunca hubiese existido. La quiero incondicionalmente.
A Jordi, mi amigo. Sé que me está esperando bolígrafo en mano para que le firme el primer ejemplar.
A So, quien ha aceptado mi aislamiento sin rechistar y siempre me ha brindado todo su apoyo.
A Mimi, quien, muchas veces, me ha sacado de mi mundo para transportarme al suyo.
Y finalmente a Giovanni, quien me lo ha dado todo, sin nunca pedirme nada.
Gracias a todos, de todo corazón.

NOTA DE LA AUTORA

Todos los nombres que aparecen en el libro han sido inventados, para proteger la intimidad de los personajes. Cualquier similitud en cuanto a estos nombres con la realidad es pura coincidencia.

Micarrera maratoniana de 1.200

metros

Los encuentros se suceden pero nunca se parecen.

Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada. A los quince años, un momento así no se puede olvidar nunca.

Pasó durante unas vacaciones en la casa de la abuela de mi amiga Emma, en un pueblo de montaña.

Enseguida me encantó aquel lugar, que olía a eternidad, y el grupo de chicos con quien salíamos. Pero sólo uno me había llamado la atención: Edouard.

La casa de la abuela tenía un jardín precioso y estaba situada justo al lado de un pequeño río que daba frescura al ambiente veraniego. Enfrente había un campo con hierba de más de un metro de altura, propia de los lugares donde suele llover mucho. Emma y yo pasábamos tardes enteras escondidas allí, acostadas, charlando con los chicos, y aplastando la hierba con el peso de nuestros cuerpos, hinchados por la pubertad. Por la noche, escalábamos los muros de la casa para volver a juntarnos con los chicos y flirtear.

Nunca le dije nada a Emma de lo sucedido. Una noche, Edouard me llevó a su casa. Me acuerdo que no sentí nada, sólo una inmensa vergüenza por no haber sangrado, a la vez que esa extraña sensación de haberme hecho pipí en la cama. Me fui de su casa camuflada por el ruido de la cadena del baño, de la que había tirado para disimular mis pasos en la escalera.

A Edouard le volví a ver once años más tarde, en París, en una conferencia organizada en un hotel. Nos encerramos en el baño de caballeros, intentando vivir de nuevo esa pulsión que habíamos sentido más de una década antes, quizá por miedo a crecer o por nostalgia. Pero ya no era lo mismo y, una vez más, el ruido de la cadena del baño público anunció mi salida, esta vez para siempre, de su vida.

Después de mi primera vez, llegó el sentimiento de culpabilidad, que intenté olvidar o al menos mitigar repitiendo la experiencia hasta cumplir la mayoría de edad. No porque tuviera muchos deseos prematuros, sino más bien porque quería experimentar, por pura curiosidad.

Al principio, achaqué esos impulsos a que la Madre Naturaleza me había dotado de una sensibilidad especial, a la cual respondía con el cuerpo. Hasta que me inscribí en la universidad a finales de la década de los ochenta.

Durante esos años de estudios, estaba más concentrada en mi carrera que en pensar en los chicos. Quena ser diplomático. Al final, tuve que cambiar mi orientación universitaria, y me licencié en Empresariales y Lenguas Extranjeras Aplicadas, sin demasiados esfuerzos.

Mi familia me inculcó las buenas maneras, el saber estar y una educación bastante tradicional, todo impregnado por una falta de comunicación que me hizo interiorizar cada vez más mis sentimientos. Una chica bien como yo no podía comentar a sus padres que se había iniciado tan joven en la vida.

En mi último año de carrera, reinicié mi actividad sexual. Me había dado cuenta de que tenía algo especial que atraía a tipos de mi misma condición. Yo era una hechicera y me puse a buscar a Merlines encantadores en todos los rincones de la ciudad, gente con chispa, amantes, cuyas pequeñas venas marcándose bajo la piel tenían siempre algo sexy. Hombres en los que pudiese sentir el pulso de sus muñecas. Seres capaces de oír el bolígrafo sobre el papel y de emocionarse ante la amplitud de una mancha de tinta en una hoja blanca. Varones que veían, como yo, las partículas que componen el aire, y podían percibir sus diferentes colores. Gente a quien el olor del baño obstruido en una discoteca a las cuatro de la mañana le hacía recordar la fragilidad del ser humano.

Gente que me hacia sentir viva.

Sé que, en el fondo, esa búsqueda era la manifestación de una terrible enfermedad: el silencio, la soledad, la falta de comunicación. Por ello, decidí plasmar mis experiencias en un diario. Era la única forma de entregarme y comunicar. Ya lo había intentado varias veces, de la manera más natural: utilizando el lenguaje; pero era muy torpe porque mis palabras siempre salían sin la debida consciencia de lo que iba a decir. ¡Algo imposible y un mal comienzo para un diplomático!

Mi comunicación verdadera empezó con el cuerpo, el movimiento de las caderas, la mirada. Cuando obtuve un «sí» por mojar mis labios con la lengua, o por una mirada, y un «no» por cruzar las manos, entonces comprendí.

A algunos hombres les encanta, mientras hacen el amor, que una hable. Nunca lo he sabido hacer muy bien y eso me ha valido muchos disgustos. Algunos han desaparecido después de la primera cita, reconociendo que era, de todas formas, una buena amante; pero les faltaba la comunicación.

–¿Qué sabes tú de comunicación? – les decía yo, haciéndoles salir y dándoles un portazo en plena nariz.

Comprendí que la gente tiene necesidad de poner nombres a las cosas, de simplificarlas con palabras, pensando así, equivocadamente, que las puede comprender. Yo, en cambio, me puse a comunicar cada vez menos con las palabras, y más con el cuerpo.

Si queréis ponerme un nombre, ¡adelante! ¡No me importa! Pero sabed que lo que soy en realidad es una ninfa. Una nereida, una dríada. Una ninfa, sencillamente.

El poder afrodisíaco de la Coca-Cola

20 de marzo de 1997

Hoy he recibido una llamada de Hassan en la oficina. Hassan… Hace dos años que no sé nada de él.

«Cabrona -es lo primero que me ha dicho-, desapareciste del mapa. Pero ves cómo sé donde encontrarte. Tengo que ir a Barcelona esta semana, para mi periódico. Me gustaría verte.» Hassan…

Tuve una relación de dos años (no seguidos) con Hassan. Tenía (¿tiene todavía?) una predilección especial por introducirme en la vagina botellas vacías de Coca-Cola de 25 el. Primero me las hacía beber y luego… No sé a qué se debe esa obsesión por la Coca-Cola, mejor dicho, por la botellita. Creo que debe de tener complejo con su pene que, la verdad sea dicha, no tiene grandes cualidades ni morfológicas ni artísticas.

Aparte del sexo, hablábamos poco, pero compartíamos los textos de El Principito de Saint-Exupéry, y sueños sobre lo que debía ser una verdadera historia de amor, suspirándonos el uno al otro. Pero siempre he sabido que no era mi historia de amor. Él es marroquí y yo francesa. Y de alguna forma me tenía como amante para sentir que jodía a toda Francia y su colonialismo.

Así que hoy, nada de sexo, pero una llamada y buenas perspectivas…

22 de marzo de 1997

Hoy, cuando he salido de mi casa, he visto a un tipo en la calle, y sólo con dos miradas, decidimos hacer el amor. Una vez en la habitación de un aparthotel de la Vía Augusta, me coge en sus brazos y me lleva hasta la cocina donde me deposita encima del mármol de la encimera, con sumo cuidado, como si fuera una muñequita de porcelana. Al principio, no se atreve a tocarme. Pero luego, me quita la camiseta de algodón, mojada de sudor, y se la acerca a la cara. De repente, se ha puesto a respirar muy profundamente y a oler la camiseta poco a poco, cada centímetro de tejido, cada milímetro de hilo. Inspira intensamente. Yo no he podido evitar mirarle, divertida al descubrir este principio de fetichismo que no había sospechado. Tiene gotitas de sudor en la frente que brillan como perlas y se mueren a la entrada de sus cejas. Me acerco a él, suavemente, y empiezo a pasar delicadamente mi lengua sobre cada una de ellas, bebiendo de él. Puedo sentir su respiración cerca de mi mejilla; su ritmo no es constante. La excitación me aprieta el vientre y mis muslos se contraen inevitablemente. Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido. Se agacha un poco, y empieza a buscar debajo de mi falda, hasta encontrar el elástico de mis bragas. Pienso enseguida que su intención es quitármelas, obviamente. Pero no es así. Levanta la falda y aparta las bragas de un lado. Me toma así, buscando en cada momento mis ojos, analizando todas las reacciones de mi cara, todas las expresiones de mi rostro.

Cuando nos separamos en la calle, no le quiero pedir su número de teléfono. Tampoco él tiene intención de dármelo. No suelo comprometer un encuentro como éste con promesas de volver a ver a un hombre. Repetir con un desconocido no me interesa. Prefiero encontrar a otro en la calle.

23 de marzo de 1997

Hoy llega Hassan a Barcelona. Nos citamos en el hotel Majestic. – Ven a las siete de la tarde. Pide la llave en recepción y sube directamente. Yo llegaré un poco más tarde. Por favor, discreción. Iré con mis guardaespaldas. Así que, bueno, tú ya sabes -me dice por teléfono durante la mañana.

Cinco minutos antes de la hora prevista, estoy ya en el hotel. Pido la llave y subo en el ascensor, donde unos hombres de negocios extranjeros y obesos me hacen bailar hasta encontrar un rincón donde colocarme y casi me aplastan una vez dentro. La sola imagen de tanta carne llena de colesterol me provoca náuseas. Seguro que no pueden tener una vida sexual plena. Además, este tipo de personajes suele dejarte toda empapada de sudor porque transpiran como cerdos.

Al llegar al piso salgo del ascensor, no sin antes sentir por parte de los cerdos un completo repaso visual de la cintura para abajo, con insistencia descarada en el trasero. Si siguen así, me los llevo a todos a la habitación, aunque tengo algo mejor que hacer.

Abro la puerta del cuarto, tiro de las cortinas para dejar pasar un poco de luz natural y, acto seguido, me dirijo hacia el minibar con la firme intención de retirar todas las botellas de Coca-Cola de 25 el. Hoy no estoy de humor para una nueva sesión sadomaso, aunque sea light. En cambio, estoy dispuesta a hacerle mi mejor striptease, con una sofisticada danza del vientre, pero sin velos. Los momentos previos a una cita me ponen muy nerviosa. Enciendo el televisor y me pongo a hacer zapping al ritmo de los latidos de mi corazón, hasta quedarme dormida. Me despierta el ruido de la puerta. Es él.

–¿Todavía no estás desnuda? – me pregunta con tono de reproche.

Él striptease que había planeado se fue al carajo. Me hace el amor en silencio como jamás me lo había hecho antes, en la alfombra de la habitación. Cambiamos muchas veces de postura, como 22 para compartir la incomodidad del suelo, las cosquillas que producen los pelos de la alfombra. Me vienen a la mente los millones de ácaros que estaremos aplastando; sólo ese pensamiento me hace estornudar durante unos minutos. Hassan me saca de ese zoo microscópico lamiéndome todo el cuerpo y me sorprende el tiempo que se toma para verme gozar, olvidándose de él por completo. Es su particular manera de reencontrarnos, sin tener que hablar, después de tanto tiempo. Empiezo a creer que es cierto que determinadas personas, como el buen vino, van mejorando con los años.

–Me recuerdas a una amiga actriz, con quien mantuve una relación -me dice, acariciándome el pelo, después de haberme mojado toda la barriga con su semen-. Siempre me decía: «¡Tú no sabes la de kilómetros de pollas que me he comido para poder hacerme famosa!».

Y se echa a reír.

–¿Una actriz marroquí?

Me confirma que sí con la cabeza, mientras aspira una calada del cigarrillo que acaba de encender. Me lo pone luego entre los labios, aunque nunca me ha gustado sentir el filtro mojado por otro. Lo acepto de todos modos.

–¡Qué fuerte! En Europa, lo puedo entender, pero en Marruecos. ¿Y qué tiene que ver eso conmigo? – pregunto, entre seria y sonriente, apoyada en el codo izquierdo.

–Nada. Sólo que me recuerdas a ella. No sé. Me ha venido su cara a la cabeza.

Después de una felación improvisada, calculo que si la media del miembro de los hombres es de doce centímetros, para superar el kilómetro y alcanzar unos miserables 1,2 kilómetros, tengo que hacerlo con diez mil hombres. O bien, diez mil veces con el mismo hombre. Esta segunda opción no me gusta demasiado. Tiene más mérito hacerlo con diez mil hombres. Me quedaré con esta hipótesis.

–Joder con tu amiga, Hassan!

–¿Qué pasa con ella? – pregunta, todavía con las piernas abiertas y las manos reposando sobre los testículos.

Me encojo de hombros y me levanto para ir al baño. Me siento pegajosa, quiero quitarme el semen que llevo encima del cuerpo con papel higiénico, y luego, pegarme una ducha.

No quiero quedarme a dormir con él esta noche. Tengo que levantarme pronto y cambiarme de ropa porque debo asistir a una reunión importante. Cuando mi amante cae dormido, me marcho sin hacer ruido. Siempre me voy como un gato.

Diez mil hombres. Un día, haré mi propio recuento.

25 de marzo de 1997

–¿Vienes conmigo a Madrid? – me pregunta Hassan-. No puedo perderme ese encuentro en La Zarzuela. Y me gustaría que me ayudaras, al menos, con la traducción de los periódicos sobre el acontecimiento.

Con un poco de reticencia, decido acompañarle. He reservado una habitación en el hotel Miguel Ángel y cogemos el avión a última hora de la tarde. En pleno vuelo, se pone a tocarme las piernas, descaradamente, mientras lee la prensa del día. Noto que la gente de al lado está incómoda, así que abro un poco más las piernas, para que pase mejor su mano hacia el interior de mi muslo. La gente, escandalizada, vuelve la cabeza hacia el otro lado. Alguna que otra maruja intenta mirarnos de reojo, sin ser vista. Pero se encuentra con mis ojos, y de nuevo vuelve la cabeza furtivamente. Siempre me ha asombrado la hipocresía de las personas. Levantan a menudo los brazos al cielo, escandalizadas y, sin embargo, demuestran muchas veces una curiosidad morbosa.

Cuando llegamos al hotel, Hassan me hace entender que quiere tomarme en la ducha. Me encanta la idea. Una vez en la bañera, detrás de mí, con el agua corriendo sobre mi espalda y sus piernas, agarra el jabón y empieza a rozarlo contra mi pubis. Luego, me arropa con su brazo hasta que el jabón alcanza mis pezones. Juega con ellos, con movimientos circulares, intentando dibujar no sé muy bien el qué. El contacto deslizante del agua y la espuma jabonosa tienen un efecto inmediato sobre mi cuerpo. Hassan acelera la cadencia de su movimiento hasta que paso mi mano por detrás y oriento su pene hacia su habitat natural. Me penetra fuertemente y nos corremos juntos a los cinco minutos.

26 de marzo de 1997

Mientras Hassan está en el encuentro con su heredero al trono, intento localizar a Víctor López, que trabaja en unas oficinas no muy lejos de mi hotel. Víctor y yo nos conocimos en Santo Domingo, donde hacíamos el amor en Playa Bávaro los fines de semana,.1 merced de las miradas ajenas, sin pudor. Durante la semana, yo estaba en Santo Domingo y él en Santiago de los Caballeros. Cuatrocientos kilómetros de distancia nos separaban. Me gustaría verlo hora, porque me estoy aburriendo sola en la habitación.

–¿De parte de quién? – me pregunta la secretaria, de mala manera. Seguramente, como muchas, está enamorada de su jefe y se muestra reticente a pasar la llamada de una mujer. Y menos aún si es agradable.

–Soy una amiga de Víctor -contesto dulcemente, para contrarrestar su mal humor.

–No está disponible ahora mismo. Pero déjeme su teléfono, y Ir devolverá la llamada en cuanto pueda.

Como no le pases mi recado, te mato, pienso.

Una hora después, Víctor me llama.

–¡No me lo puedo creer! ¿En qué parte del mundo andas ahora? – me pregunta, loco de alegría.

–Bueno, le di el número de móvil a tu secretaria para despistarla, pero estoy muy cerca de ti, Víctor -mi tono misterioso le intriga.

–¿Ah, si?

Noto por su voz que está ansioso por saber donde me encuentro ahora mismo.

–¡Venga!, dime dónde estás.

–Estoy en Madrid. En el Miguel Ángel. Pero vengo acompañada. Así que puedo tomarme un café contigo, pero rápido.

–Joder, ¡no me hagas eso! Necesito invitarte a cenar. Tú siempre apareces y desapareces así. ¿Cuándo tendré la suerte de tenerte más de una hora?

Víctor está visiblemente decepcionado.

–Quizá pueda ir a cenar contigo, pero eso no depende de mi, sino de que la persona con la que estoy tenga una cena de trabajo esta noche. Vamos a tomar un café y luego vemos qué pasa, ¿OK?

Tras colgar, me voy corriendo al baño para retocarme un poco, cojo una chaqueta bajo el brazo y, espontáneamente, enciendo un cigarrillo. Mientras fumo, sentada en el sofá -tengo que hacer tiempo, odio llegar la primera-, me pongo a pensar en el aparato de Víctor. ¿A qué olía? ¿Cómo hacía Víctor el amor? Repaso unas cuantas escenas mentales de nuestros encuentros. ¡Ya está! Misionero, ante todo. Bueno, de todos modos, dudo que pueda acostarme con él ahora.

Me acabo el cigarro y decido bajar. Ya ha pasado suficiente tiempo. Una vez en el lobby voy mirando por todos los lados, a ver si ya ha llegado.

De improviso, una mano me estrecha de repente la cintura y me impide darme la vuelta para verle la cara. Ya me está cogiendo en sus brazos. Nos quedamos así unos minutos delante de las recepcionistas que reprimen unas risitas y bajan la cabeza, simulando estar trabajando. Después de ese eterno abrazo, me coge la barbilla y me levanta la cabeza, mirándome a los ojos antes de darme dos besos en las mejillas.

–¡Cómo me alegro de verte! Pensaba que estabas en algún país lejano, firmando contratos. ¿Sigues trabajando en la misma empresa?

–Sí. Pero hay muchos cambios en el grupo así que no sé lo que me va a deparar el futuro. De todas formas, de aquí a seis meses, tengo dos viajes que no puedo desatender. Dentro de una semana me voy a Francia por unos días a ver a mi abuela. Y luego rumbo hacia Perú y México. No quiero comerme demasiado la cabeza por problemas de organización interna. Me voy y ¡a ver qué pasa cuando vuelva!

–¿Y qué te trae por Madrid? ¿Asuntos de trabajo?

–No realmente. Me tomé unos días para acompañar a un amigo, el director de un periódico, que viene a cubrir un encuentro diplomático.

Veo que mi respuesta no parece convencerle mucho.

–Seguro que hay algo más. ¡Venga!, dime la verdad.

Prosigo con mi explicación.

–Bueno, lo que no te he dicho es que este señor es un amigo mío con derecho a roce. Pero eso no te sorprende, ¿verdad?

–¡Ésta es la amiga que yo conocí! ¡Sí señor! ¡Así me gusta! Cuenta, cuenta. Eres la única persona con quien puedo hablar de estas cosas sin preocuparme por los tabúes y prejuicios. ¿Qué tal ron él?

Ya le he picado la curiosidad. Sé que Víctor siempre ha sido un reprimido en el fondo, y que sólo se ha soltado cuando hemos estado juntos.

–No entraré en detalles. Sólo te diré que bien, aunque podría estar mejor.

–¿Mejor? ¿Cómo? Bueno, ven. Te invito a tomar algo en el bar y me cuentas -me suelta, con la clara intención de saberlo todo acerca de mi relación con Hassan.

Sin embargo, no ha podido sonsacarme nada. Nunca me ha gustado alardear de mis relaciones sexuales. Sobre todo tratándose de una persona como Hassan. Nunca se sabe. He contado detalles sobre gente desconocida, pero de Hassan no.

Nos hemos despedido después de dos horas, durante las cuales tuve la suficiente habilidad como para que la conversación se centrara en él y su vida.

Cuando vuelvo a la habitación, Hassan, para mi gran sorpresa, está en el baño.

–¿Qué haces aquí tan pronto? – le pregunto.

Me responde con otra pregunta, visiblemente enfadado.

–¿Dónde estabas tú?

Por la noche, no hicimos el amor. Dijo que estaba cansado, pero era su particular manera de castigarme por haber centrado mi atención sobre alguien o algo que no tenía nada que ver con él.

27 de marzo de 1997

Hoy, Hassan ha salido pronto del hotel. Había una rueda de prensa en el palacio de La Zarzuela, y mientras se estaba vistiendo, estuvo repasando las preguntas escritas sobre un trozo de papel reciclado. Yo, mientras tanto, estuve elucubrando sobre qué hacer y cómo organizar mi jornada. Ni shopping, ni Museo del Prado ni nada. Hoy he tenido cuatro relaciones sexuales. Dos por la mañana y dos por la tarde. El equilibrio perfecto.

La primera fue en el metro. Un hombre me tocó el trasero con el pretexto de que el vagón estaba repleto de gente y no sabía dónde poner las manos. Bajamos en la siguiente estación y, en un fotomatón, trabajé con gula su sexo caliente.

La segunda sobre la una de la tarde, después de comprar un bocadillo. Estaba comiéndomelo en el Retiro, cerca del Palacio de Cristal, detrás de un árbol y en medio de las ardillas -más que ardillas, parecían pequeños humanos peludos encogidos-, cuando un tipo se ha acercado y me ha preguntado si por dinero me acostaría con él. He rechazado el dinero, pero he aceptado darle alegría al cuerpo. Me importa tres pepinos el dinero. Mi curiosidad siempre ha rechazado este tipo de trato comercial. Además, considero que no tengo precio. No ha habido mucho contacto físico entre nosotros. A pesar de mi concentración en la ardua labor, he estado más pendiente de la gente que paseaba por el parque. No quería acabar en una comisarla, escoltada por dos policías.

Por la tarde, me he citado otra vez con Víctor, quien ha subido hasta mi habitación del hotel. Sabía que Hassan no volvería hasta muy tarde así que me he concedido un poco de tiempo para gozar de la compañía de mi amigo. Hemos vuelto a rememorar los momentos pasados en Santo Domingo, y sin pedirme permiso, me ha cogido en sus brazos, me ha estrechado fuertemente y nos hemos fundido en un beso que decía mucho sobre lo que iba a suceder. Le he quitado delicadamente la camisa y he dejado al descubierto un torso fuerte, recubierto de un precioso bosque denso, que desprendía un calor sofocante, reflejo de su deseo por mí. Imitando mi gesto, me ha quitado la camisa, ha acercado sus manos a mi pecho, prisionero en un sostén demasiado pequeño, que estrangula v levanta mis pequeñas tetas para que parezcan menos caídas y, poco a poco, se ha puesto a dibujar con sus manos la forma de la ropa. Luego, me ha hecho caer delicadamente sobre la cama, reteniendo mi nuca con una mano, para que no se fuera hacia atrás en un movimiento brusco. Ha ido besando mis piernas, rozándolas ron sus labios ligeramente húmedos, y la habitación, silenciosa, se ha llenado con los pequeños ruidos de su boca ávida sobre mi piel. Mi excitación ha llegado al máximo cuando su boca ha rodeado mi.sexo, sin nunca dar en el blanco. Después de nuestro abandono mutuo, hemos querido repetir. Y esta vez, he tomado yo la iniciativa. Sabía que le iba a gustar y de hecho, no se ha hecho de rogar. Al volver Hassan al final del día, me encuentra tendida en la una, mirando la televisión. No ve ni parece sospechar nada. Pero sigue con el mismo humor que la víspera. Me anuncia que se tiene que ir a la mañana siguiente a Marruecos y que nos despediremos en el aeropuerto.

Encuentro con Cristian

28 de marzo de 1997

A primera hora estamos ya en Barajas. Hassan se despide de mí, rápida y fríamente, porque no le gusta mostrar emociones en público. Cuestión de cultura. No sé cuándo le volveré a ver. Tampoco se lo he preguntado. Luego, cojo el puente aéreo que me lleva hacia un ajetreado día en Barcelona. Después, por la noche, tengo una cita: el director de una oficina de banco a quien, un día, entregué mi tarjeta con mi teléfono personal apuntado a mano en el dorso, me ha invitado a cenar. Nunca pensé que me iba a llamar, sin embargo lo ha hecho. Así que esta noche tendré que ir más que preparada.

Después de la jornada laboral, empiezo el ritual previo a una cita y me voy a duchar. Utilizó mi gel de sándalo de Cabtree and Evelyn, apropiado para este tipo de circunstancias. Me encanta el olor porque dicen que el sándalo despierta el deseo, es decir, que es afrodisíaco. Su suave aroma a madera me hipnotiza, y deseo que también emborrache mi piel. Vierto el gel en la palma de la mano antes de extenderlo en los pies y las piernas. Cuando tengo todo el cuerpo cubierto, aprovecho para fumarme un cigarro, el tiempo justo para que el perfume a sándalo se quede impregnado en la piel. Luego, después de enjuagarme, me paso la loción corporal del mismo perfume.

Mientras me estoy vistiendo -he elegido un vestido de noche verde esmeralda con medias transparentes y zapatos de tacón alto- me pongo a pensar en los momentos previos al encuentro, cargados de emoción y de deseo. Éstos son, en definitiva, los mejores momentos. Por eso, hoy no tengo la menor intención de entregarme fácilmente. Quiero que dure. Primero, iremos a cenar. Durante la cena, le provocaré y le entregaré mis bragas y las medias para que sepa lo que puede pasar luego. Que se imagine cada poro de mi piel sin el contacto de la fibra. Que pueda oler mi deseo sin el filtro de la ropa. Haré eso: entregarle la lencería. Que imagine a qué sabe mi sexo, mientras está masticando un trozo de entrecot a la pimienta.

Me he maquillado un poco, no demasiado. No quiero acabar con el rímel corrido en las mejillas al primer contacto físico. Este defecto le puede dar a cualquiera un aire de puta barata que es detestable. Gloss en los labios. Blush en las mejillas. He dibujado una suave línea blanca en la parte interna de los ojos. Es suficiente.

Han llamado a la puerta a la hora acordada y, tras bajar, me he encontrado con un hombre realmente muy atractivo. Es curioso, porque no lo recordaba así. Lleva una corbata de seda azul marino con pequeños reflejos violeta, muy sutiles. El traje es de corte clásico, azul marino también, y su camisa blanca le da un toque de elegancia que le hace irresistible. El reflejo de sus zapatos me dice que los ha limpiado justo antes de venir y ese detalle me confirma que debe poner mucho empeño en todo lo que se propone.

Cristian tiene la sonrisa de los actores americanos de los años cincuenta, con dos pequeños hoyuelos en la comisura de los labios. El primer día que le vi percibí una gran sensibilidad en él. Seguro que debe de ser buen amante.

Sin embargo, no pasa absolutamente nada entre él y yo esta noche. A pesar de no tener mucho que decirnos, no me he atrevido a ejecutar el plan que tenía previsto para llenar el silencio. Nada de medias entregadas furtivamente debajo de la mesa, nada de insinuaciones por mi parte. Me ha pedido volver a verme otro día, y, haciendo una excepción en mi propio reglamento, le he dicho que sí.

Noche del 29 de marzo de 1997

He ido a visitar a Franco, un amigo italiano, y a su familia a su casa de campo. Por la noche me ha resultado fácil conciliar el sueño, entre otras cosas porque el aire puro me ha agotado. He tenido un sueño curioso del que lo que más recuerdo, porque ha quedado grabado en mi memoria, ha sido mi cambio de imagen. Tenía el pelo teñido de negro, como una japonesa, la melena cortada un poco más arriba de los hombros, y una franja que casi me caía sobre los ojos. Era una peluca. Me aterró verme así, porque parecía que me habían impuesto esta imagen a la fuerza. Pero para el tipo de trabajo que se me ofrecía era perfecta. Recuerdo estar en una especie de convento, con muchas chicas. Por la noche íbamos a trabajar al primer piso, que era, sencillamente, una casa de geishas. Me he despertado sudada y he encendido una vela aromatizada para relajarme. Después de haber inhalado el dulce perfume de la vela, me he puesto boca arriba, con las manos hacia atrás, debajo de las almohadas. He comenzado a emprender una especie de viaje en el espacio. Parecerá raro, pero he visto a mi alma levantarse de mi cuerpo y volar. De repente, he sentido que alguien desde atrás (creo que era un hombre) cogía mis manos y tiraba hacia atrás, para llevarme con él. Yo le daba puñetazos, pero mi postura me impedía moverme con total libertad. Al no conseguir arrastrarme, se levantó de repente y se dejó caer sobre mi cuerpo con la intención de fundirse en mí. Tenía una túnica de color oscuro, y para evitar que entrara en mi cuerpo, he encendido nuevamente la luz y me he fumado un cigarro. Tengo la sensación de no estar sola en la habitación. Tengo miedo.

Mi amiga Sonia me ha hecho su particular interpretación del sueño, explicándome que el hombre con la túnica negra representa todas mis fobias y energías negativas, y que es buena señal que haya podido librarme de él.

–Es el anuncio del principio de una nueva etapa en tu vida -me ha dicho, orgullosa de ser clarividente por un día.

30 de marzo de 1997

Por fin me voy a Francia con mi abuela, mi querida Mami. Tras los Achuchones eternos y muchos besos húmedos en ambas mejillas, voy a deshacer mi maleta en el cuarto que cuidadosamente me ha preparado. Cenamos tranquilas las dos y luego salgo a dar una vuelta por el pueblo y los alrededores. Llovió mucho la víspera, y el aire huele a limpio esta noche. He decidido ir al cementerio. Para mí es un lugar especial, y más aún cuando todo está oscuro y silencioso. Necesito meditar. Cuando llego, el olor de la tierra empieza a cosquillearme la nariz, como si todos aquellos cadáveres la hubiesen alimentado con sus carnes y huesos, adquiriendo así más carácter y personalidad. Una tumba enorme, preciosa, de mármol, me llama de repente poderosamente la atención, y no puedo evitar acercarme a ella y ponerme a acariciar el mármol frío. Este contacto es muy singular pero me procura inmediatamente consuelo y paz. Y me imagino que el colmo de esta situación sería burlar a la muerte practicando la vida misma, es decir, hacer el amor aquí mismo.

Unas ramas que crujen o alguien que pisa las hojas caídas me arrancan de repente de mi abstracción. Podría ser mi imaginación, que me juega uno de sus trucos, y decido no inmutarme hasta discernir una luz. Estoy asustada, pero también siento curiosidad, y voy acercándome hacia la luz, cada vez más grande, como una luna grande caída del cielo. Parece una linterna. El saber que no estoy sola me hace temblar un poco, y noto que mis manos se van poniendo húmedas, no sé si por el miedo o por la excitación. Súbitamente, llegan hasta mí unas voces. Las siluetas de dos hombres se vuelven cada vez más nítidas y constato que están excavando en medio del cementerio. Uno de ellos ha notado mi presencia:

–¿Hay alguien ahí?

Me acerco un poco más y me pongo justo enfrente de la linterna.

–Perdone. He oído ruidos y he venido hasta aquí para ver lo que pasaba.

–No son horas para visitar un cementerio, señorita -me hace notar uno de ellos, apuntándome de arriba abajo con la linterna-. ¡No es supersticiosa!

–¿Por qué me dice eso? No creo en los muertos vivientes, ¿sabe?

Los dos hombres se echan a reír.

–Mañana hay un entierro y por eso estamos excavando una fosa a estas horas -me dice el otro.

Al fijarme en sus pantalones veo que están abultados. Él nota mi mirada y comenta:

–La naturaleza humana no se calma nunca, incluso en estos lugares.

Me observa minuciosamente y como mis ojos ya se han ido acostumbrando a la oscuridad, puedo entrever cómo cambia su expresión, aunque no distingo muy bien su rostro.

Llevo una falda larga, negra, un top ajustado de manga corta pero con cuello alto, del mismo color, y unas sandalias. A pesar de estar totalmente tapada, la tela de mi ropa es muy fina, y un poco de aire picarón invade mi cuerpo. Mis pezones se contraen de repente y noto cómo mi respiración se va acelerando cada vez más. Por el silencio que pesa en este lugar, tengo la sensación de que los dos hombres la pueden oír, y pueden apreciar mis pechos encerrados en aquel top.

Uno de ellos se acerca de repente, empieza a tocarme suavemente el pelo, a acariciarme la cara, y me introduce dos dedos en la boca.

–¡Chúpamelos! – me va susurrando.

Obedezco. El otro se ha puesto detrás de mí, meneándome el trasero con las manos sucias de barro; la tierra está mojada por la Inerte lluvia de la víspera. Me sube la falda y me quita las bragas, llevándoselas a la cara para olerías.

–Tú sí que hueles a vida, cariño -dice, excitado.

Se agacha para coger un poco más de la tierra que han ido sacando a medida que excavaban. Empieza a masajearme el trasero con ella, con más energía. Yo sigo chupando los dedos de su compañero, pasando mi lengua entre cada uno de ellos. Sus manos tienen un olor curioso, son manos de trabajador; la rugosidad de su piel le ha traicionado.

El otro se baja los pantalones, coge su pene con la mano derecha v empieza a masturbarse, mirándome el trasero con la linterna.

–¡Tienes un culo de vicio, nena!

Yo, a pesar de no verle la cara, puedo sentir el frenesí con el cual se menea y eso me excita un poco más. A partir de ese momento, me atan las manos con una cuerda, luego, uno de ellos me tumba en el suelo, al lado del agujero que han hecho para el entierro, y mi cabeza queda suelta en el vacío, de modo que puedo ver el fondo de la tumba. Noto que uno se libera cuando un enorme calor inunda mi vientre. El otro me pone la linterna en plena cara, como si de un interrogatorio se tratara.

–¡Seguro que le gusta!

El de la linterna me coge de repente la cabeza, con violencia y me pone su sexo en la boca. El contacto con mi saliva le hace correrse enseguida, mojándome el paladar y las encías. Pierdo el conocimiento.

No sé cuánto tiempo pasa después, minutos, quizá horas. Me levanto, todo el cuerpo me duele. Parece un sueño. Estoy totalmente sola y sucia. Aparte de eso, no quedan huellas de nada y la cuerda ha desaparecido. Decido volver a casa.

31 de marzo de 1997

Me he pasado todo el día reflexionando sobre lo que ocurrió ayer, mientras Mami está haciendo punto, echándome ojeadas de vez en cuando, intrigada por el aire serio que he adoptado para escribir mi diario. Estoy sentada en un pequeño sillón, cubierto por una manta que ella ha puesto encima para no estropearlo, ya que a Bigudí, el gato, le encanta echarse allí y asearse. Bigudí está delante de mí, mirándome con recelo por haberle robado su sitio preferido. Le cojo en mis brazos, le doy besitos en la cabeza y le acaricio el pelo, para que entone mi melodía favorita, cargada de placer y satisfacción. Cierro mi diario para que pueda acomodarse mejor encima de mis piernas, pero el gato, que es muy cabezota, se queda sentado, mirándome.

–Va a llover otra vez hoy -le digo a Mami, mientras observo cómo el gato se limpia detrás de las orejas.

–Eso está bien para el jardín -me contesta, con una pequeña sonrisa que se queda colgada de sus labios.

Mami siempre sonríe. Es una abuela simpática de un metro ochenta, que colaboró con la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, cruzando bosques para pasar mensajes escondidos en un carrito de bebé. La admiro por ello.

La observo detenidamente mientras va cruzando una y otra vez la lana. No conozco a Mami con otra cara que la que tiene ahora. Es como si hubiese tenido amnesia toda la vida o como si yo hubiese perdido la memoria.

–¿Alguna vez tuviste un amante antes de conocer a Papi? Mi pregunta no parece sorprenderla. Me contesta tranquilamente, sin dejar de concentrarse en el punto.

–Tu abuelo ha sido el único hombre de mi vida. Me casé con él porque otra cosa no podía hacer. Pero aprendí a quererle. Recuerda: como decían en una película, una mujer sin estudios tiene dos opciones en la vida, o el matrimonio o la prostitución, que, en definitiva, es lo mismo, ¿no? Nunca me he pegado un revolcón con otro hombre, si a eso te refieres, ni antes de conocer a tu abuelo.

–Y si pudieras volver a empezar, ¿qué harías?

–Pues pegarme todos los revolcones del mundo, hijita -me contesta riéndose.

Ahora ya sé de dónde me viene este carácter tan liberal. Me levanto y le doy dos besos como agradecimiento a su sinceridad y a la complicidad que me acaba de brindar.

–¡Ah!, y estás autorizada a escribirme y contarme con todo detalle tus revolcones, hijita mía.

–Te lo prometo.

1 de abril de 1997

Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá. Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá.

La radio del taxi que he cogido en el aeropuerto de Barcelona está a pleno volumen. Hasta he tenido que chillarle varias veces al taxista para que entendiera la dirección. Ni se le ha ocurrido bajar el volumen. El coche está lleno de objetos religiosos con la foto de no se qué santo colgada en el retrovisor interior. En la parte de atrás, incluso el perrito articulado de los años sesenta, que mueve la cabeza y saluda sin cansarse a los coches que nos están siguiendo, y que tiene una cruz colgada al cuello.

–¿De la Frunce es usted? Ya me di cuenta enseguida, señorita. ¿Qué? ¿De vacaciones por aquí?

No es su culpa, pobre hombre, pero no tengo ninguna gana de darle conversación, así que le contesto sólo con un gesto afirmativo de la cabeza. No parece entender y sigue hablando.

–Yo hablo un petit peu el francés. Y también speankin inglis.

Speaking english -le corrijo.

–¿Cómo? Pues eso, speankin inglis -repite orgulloso-. De joven me fui a Inglaterra a trabajar de cocinero, ¿sabe usted?, y allí aprendí un poco el idioma. Pero han pasado muchos años y no me acuerdo de gran cosa. Lo que sí sigo haciendo es cocinar para mi mujer. No se puede quejar. Todos los domingos le preparo una fideuá, ¿sabe usted? No es fácil hacer una buena fideuá como Dios manda.

Después de contarme todo sobre los gustos culinarios de su mujer, la profesión de sus hijos, los buenos chicos que son, ¿sabe usted?, y lo bien que han aceptado a sus nueras en el pueblo, me despido del taxista, dejándole una buena propina.

Es tarde pero, a lo mejor, encuentro todavía al director del banco de la otra noche. Tengo ganas de verle y empezar lo que no quise hacer durante la cena del otro día. Al llamarle por teléfono responde el buzón de voz, y, ni corta ni perezosa, le dejo un mensaje. – Llámame al 644 44 44 42, a cualquier hora. ¿A cualquier hora? Va a pensar que me pasa algo, o bien que estoy como una cabra. Es igual. Así veré si le intereso de verdad. La una de la mañana, nada. Las dos, todavía nada. Las tres, no puedo más, y me voy a dormir. Las cuatro y media, todavía estoy dando vueltas en la cama sin pegar ojo. Las cinco menos cuarto, me voy a hacer pipí. Las cinco, ¡por Dios!, no hay manera de dormir. Las cinco y cuarto, me como unas natillas de chocolate ¿repetimos? Nada de nada. Esta noche no puedo dormir, así que me levanto con mala cara y unas ganas de sexo que ni mi mano va a poder apaciguar hoy.

2 de abril de 1997

Mi día ha transcurrido bastante mal por el cansancio de no haber dormido nada anoche. Por la mañana, he estado de mal humor, y además, he tenido que preparar mi viaje a Perú con todas las gestiones necesarias que eso supone. Mis compañeros no me han preguntado nada, no se han atrevido, pero he estado tan pálida que Marta, la secretaria, me ha preguntado si necesitaba algo de glucosa, tipo Coca-Cola, para reponer fuerzas.

–¡La odio! – le digo, sin desviar la cabeza de mi ordenador.

Estoy redactando un fax solicitando una reunión a una compañía peruana. «A la espera de nuestra Coca-Cola, le saludo muy atentamente.» Al releerlo me doy cuenta de que tengo que corregirlo.

–Marta, por favor, no me molestes más, que luego hago tonterías -le reprocho a la pobre Marta, que se va suspirando y cerrando, sin hacer ruido, la puerta de mi despacho.

No hay manera de que pase el fax. Compruebo los números, para averiguar que no me he equivocado, y vuelvo a mandarlo. Al final, lo consigo. Espero recibir una respuesta pronto. Ya tengo unas cuantas citas previstas pero no quiero irme de España sin tener todo planificado y concretado antes.

Por la tarde, Andrés, mi jefe, me convoca en su despacho para repasar mi planning.

–Entonces, hijita mía, ¿cómo te sientes con tu próximo viaje?

¿Por qué se empeña en llamarme hijita mía? Andrés tiene unos sesenta años, y yo más de treinta menos, pero solamente trabajamos juntos. Su actitud hacia mí me hace sentir muchas veces como una niña pequeña. Tiene una melena bastante larga, con muchas canas, y apostaría que, unos cuantos años atrás, debió de ser un faldero de mucho cuidado. Ahora, seguro que el caracol ha vuelto a su caparazón. Por eso, sólo le queda adoptar esta figura paternalista.

–¿Qué te pasa hoy? – me pregunta, sacándose las gafas y cerrando sus pequeños ojos.

–No me pasa nada, Andrés. He tenido una mala noche, nada más. ¿Por qué hoy os habéis puesto todos de acuerdo para estar en contra mía?

–Bueno, dejémoslo aquí. Recuerda, hijita, que necesito que veas a todo el mundo allí.

–Sí, sí. No te preocupes. Venderé mi alma al diablo si hace falta. Ya sabes cómo soy. – Intento tranquilizarle con esta frase que ni yo me creo.

–Si las cosas se ponen muy difíciles, te mando a alguien para echarte una mano.

Salgo de su despacho como un cohete, porque la tarde se me está echando encima y me quedan muchas cosas que hacer. Al salir, casi estoy a punto de caerme encima de la mesa de Marta, al chocarme con un montón de archivos tirados en el suelo. En ese mismo momento, suena mi móvil.

Sin aliento, y visiblemente de mal humor -Marta lo ha notado y bucea en sus papeles para no cruzarse con mi mirada-, llego a mi despacho. Demasiado tarde. «Llame 123, mensajes recibidos: 1», me indica la pantalla del móvil. Nerviosísima, llamo a mi buzón de voz, sin conseguirlo a la primera. Los nervios me juegan malas pasadas muchas veces. Cálmate, me digo a mí misma. Cálmate, que así no vas a conseguir nada.

«Soy Cristian. Me dejaste un mensaje en mi móvil ayer por la noche. Sólo te devolvía la llamada.»

Es mi director de banco. Cierro inmediatamente las puertas correderas de mi despacho y marco su número.

–Hola, Cristian. Soy yo.

–¡Qué rapidez! – me dice sorprendido.

Si tú supieras las ganas que tengo de pegarte un revolcón, pienso.

–Verás, ayer volví de Francia y quería saber de ti. ¿Cómo estás?

–Bien, mucho trabajo, pero afortunadamente soy un privilegiado. Acabo siempre a mitad de la tarde.

–¡Qué suerte! ¿Y qué haces toda la tarde? Debes de tener mucho tiempo libre, ¿no?

Me interesa saber más de él, y si me puede hacer un hueco en su agenda.

–Hago deporte. Voy de compras. A veces, me voy a tomar una copa en un bar con una bella amiga, por ejemplo. ¿Qué haces mañana al final de la tarde?

Bien, pienso. Tiene ganas de verme.

–Si quieres quedamos. No sé a qué hora acabaré, pero te llamo en cuanto salga del despacho. ¿Te parece bien? – le pregunto.

–De acuerdo. Hasta mañana.

Cuando salgo del despacho, un diluvio empieza a caer sobre la ciudad. No he traído paraguas porque el tiempo ha sido bueno todo el día, y justo al salir es cuando me tengo que transformar en un pequeño Noé sin barco. Siempre me pasa lo mismo. Todo el mundo en la calle se pone a correr como locos, saltando los charcos de agua y barro que se han ido acumulando encima de la acera. Yo decido andar. No sirve de nada correr, sin paraguas y visto el grosor de las gotas, me voy a empapar igual. Además, me gusta la sensación de pelo mojado cuando hace calor, y este olor de asfalto húmedo. Esta lluvia me recuerda mis fines de semana en el campo, con mis abuelos, cuando era pequeña. Y también aquellas vacaciones de verano pasadas con mi amiga Emma.

Estoy completamente mojada al abrir la cerradura de mi puerta. Un baño caliente, con muchas sales, se impone.

En el pasillo me quito toda la ropa -hasta el sostén está goteando-, luego me voy desnuda al salón para poner un CD de Loreena McKennitt, The visit, me sirvo una copa de vino tinto y enciendo varias velas perfumadas en todo el baño. Mientras suena un poema de Shakespeare, cantado con acompañamiento de arpa, me voy sumergiendo en un baño de una hora, el cual me dejará las extremidades completamente arrugadas. ¡Qué maravilla! Me gustaría morirme así. Confieso que he imaginado varias veces cómo sería. Creo que se parece a un largo sueño hacia un viaje interno de nuestra alma.

El dolor es sin duda lo que debe de asustar a la gente. Pero la muerte no puede ser dolor, si el dolor es físico y la muerte, el estado definitivo en el que perdemos nuestra envoltura. Tengo mi propia teoría acerca de lo que debe de pasar cuando una muere. Somos pura energía, y al morir, todos nuestros átomos se irán mezclando con el resto del Universo. Nuestra energía propia acabará mezclándose con la energía del Cosmos. Ni Paraíso, ni Infierno. Somos una unidad del Cosmos, o sencillamente el Cosmos entero. Así me siento yo cuando hago el amor. Siento una mezcla de energía con la otra persona, que me hace viajar y fundirme con el Cosmos. La energía de mi orgasmo es una pequeña parte de mí misma que se va y acaba mezclándose con el Universo, y cuando acabo rendida, vuelvo a mi estado humano. Es un viaje sideral de mis células que se quedan dispersas para siempre, prisioneras de un tumulto energético, el cual no sé gestionar y que me llama permanentemente.

Por eso siempre queremos repetir esta experiencia. Para comprenderla mejor. Sin embargo, yo nunca consigo comprender nada. Es una pequeña muerte que intento domesticar cada vez. Además, es la expresión que nosotros, los franceses, utilizamos para denominar poéticamente al orgasmo. Cada acto amoroso es una manera de acercarme a este estado de éxtasis. Pero no lo puedo nunca atrapar y estoy condenada a repetirlo una y otra vez para discernirlo mejor. En otros términos, es una montaña, con un gran abismo, al cual no caigo nunca, un pie en la tierra, otro en el vacío. Y mi cuerpo se balancea entre la humanidad y lo divino como un autómata.

Son las once de la noche. Cuando salgo del baño, tengo un SMS de Cristian.

«Lluvia, champán, tu piel… ¿por qué me siento tan excitado?»

Cristian sabe, indudablemente, provocar a través de mensajes sugerentes.

«Cuando nos veamos, tengo la firme intención de saberlo todo acerca de los puntos suspensivos», le escribo a modo de respuesta.

«Buenas noches…», me responde, utilizando de nuevo los puntos suspensivos para que hagan su efecto en mi mente

Es un hombre listo, no cabe duda.

Me acuesto y tengo problemas para conciliar el sueño. Sus mensajes han trastornado todas mis hormonas, y no sé si tendré la paciencia de esperar hasta mañana.

3 de abril de 1997

Me he citado al final de la tarde con Cristian en un bar, ya sabiendo que no puede pasar nada porque tengo la regla. Mierda. Me ha llegado esta mañana, sin previo aviso. Se ha adelantado, como para hacerme entender que mi cuerpo necesita un poco de descanso y que ya está bien. Tenía que haber anulado nuestro encuentro esta misma mañana pero no he podido hacerlo. Tengo demasiadas ganas de verle.

Después de una conversación interesante en torno a un vino tinto francés y unas tapas, me invita a bailar en la discoteca de moda del momento. Cuando veo bailar a alguien, me basta una mirada para saber si es sensual o no. En el caso de Cristian, no hay lugar a duda. Baila muy bien. Y… Lluvia, champán, su piel… Y desaparezco.

Desaparezco en un lugar paralelo, huit-clos sin sueño, donde mi cuerpo se funde eternamente en un abrigo de terciopelo, donde el placer supera el límite de lo soportable, y se transforma en gotitas adiamantadas en los rincones de los ojos, donde el roce de sus manos es igual a las alas de una mariposa, donde las agujas del reloj dan veinticuatro horas la vuelta, y yo me quedo suspendida en ellas.

Todo empieza por un baile frenético, entre risas y coqueteo con unos amigos que encontramos en la discoteca; las copas de ron con Coca-Cola o lima están más fuertes que la música que sale de los altavoces del local. Yo bailo sobre un hilo finito de seda como un pequeño funámbulo, atrapada entre su sexo que me roza, hinchado debajo de los calzoncillos y sus pantalones de corte italiano, y la mirada de un desconocido que contempla mi balanceo demasiado provocador. Y voy cayendo. Pierdo el control. Quiero sentirme viva.

–¡Domestícame! – le susurro con los ojos.

Yo, irónica, busco a una persona especial, a un hombre capaz de expresar sentimientos en el sexo. En su casa, ante una infusión de frutas tropicales, pierdo el sentido y acabo abierta de piernas frente a un sexo demasiado gordo para mis entrañas, pero exquisito. Tres largas horas tardo en recorrer con mi boca lo ancho v lo largo de este vibrador carnoso. Transformada en un fantasma de cómic, con las sábanas cubriendo todo mi cuerpo, dejo que me diga que le vuelvo loco de placer, y le como hasta sentir que me baña cada uno de los empastes que voy coleccionando desde niña.

Tengo dos obturadores en mi sensualidad escondida. Uno que quito rápidamente, avergonzada, sentada encima del bidé, y otro que me pone él, ayudado de su mano experta. Me dejo manejar, como una muñeca desarticulada frente a la decisión de un poder superior, demasiado excitada.

No me molesta la rugosidad de su barba cuando baja, en un acto de generosidad, hasta el centro de gravedad del placer femenino, olvidándose de que lo íntimo se tiene que ganar, y no se roba nunca porque sí. Pero él tiene un don extrasensorial, que le hace ser peligroso, y mis ojos sólo pueden aprobar todo lo que está sucediendo.

A él tampoco le molesta mi depilación imperfecta, testimonio de que nada está planificado, de que todo fluye porque así tiene que ser. El olor que desprende toda la habitación es sin igual.

–Es esencia de rosa -me dice, leyendo mi pensamiento.

Y todo se va mezclando. Ron de la noche anterior, infusión de madrugada, esencia de rosa al amanecer, Armani botella negra en cada una de mis visitas al baño, la muestra del bagnoschiuma de un hotel Meliá de Italia que impregna mi piel en una ducha dada furtivamente, para no perder ni un momento de su presencia: estos olores-sabores corren por mis venas y, mientras tanto, se van reproduciendo maliciosamente y a una velocidad infernal los leucocitos de mi sangre.

Me está mortificando los labios porque no me sabe besar de otra manera, lo que me ha valido una pequeña herida en la parte interna de la boca. Porque me chupa los labios como un perro que hace la fiesta a su amo, después de reencontrarlo y constatar que nunca le ha abandonado. Me muerde el cuello como un gato en celo que sólo sabe reconocer la reproducción animal con este acto tan ritual que tienen los felinos. Y yo tengo la piel de gallina. Pelos erguidos horas y horas y alterados en su crecimiento.

Por la mañana, estoy yaciendo, abandonada a los placeres carnales, sobre su alfombra de pelos tan negros que van contrastando con la palidez de mi cuerpo.

Me ha dejado pronto debajo de mi casa, he subido como un zombi y me he convertido de repente, sin quererlo, en una Duras improvisada, obsesionada de por vida con un amante que la volvió loca a los quince años, condenada a escribir esa pasión que la fijó para siempre en ese momento adolescente.

Me voy de viaje

4 de abril de 1997

Querida Mami:

Te escribo esta carta para decirte que ayer por la noche he visto las estrellas. De cerca. Si. De cerca. Hasta casi toco una con la mano, pero era fugaz y se fue volando. En fin, Mami, lo que te quiero decir es que ayer he tenido uno de los mejores revolcones de mi vida. Pensé que te haría ilusión saberlo. Me metí en la cama con un hombre que sólo había visto dos veces, y que conocí por casualidad en un banco. Pero ha sido mágico. La primera vez, no pasó nada. Creo que fue porque ninguno de los dos queríamos. Y ayer me acosté con él. Salimos a tomar algo y luego de marcha. Y entonces, me llevó a su casa. Tiene un piso precioso, un ático, con una terraza enorme que lo rodea por completo, como a mí me gusta. Sólo faltaba un gato bien gordo paseándose de una a otra habitación, como Bigudí. Yo le había advertido que no estaba preparada para eso, precisamente esa noche, porque me acababa de llegar la regla. Ha sido todo menos higiénico… ¡Qué vergüenza! Pero él me dijo que, a veces, la excitación es superior a las circunstancias, y que hay que dejarse llevar. Entonces accedí. ¿Erais así de guarros en tu época de jovencita? Me ha roto los esquemas. Y no paro de pensar en él desde entonces. Con lo frívola que soy, ¿no me estaré enamorando de un tío porque folla de maravilla? La verdad es que no me gusta la idea, Mami. ¿Qué tengo que hacer? Si me vuelve a llamar, ¿crees que tengo que volver a verle? Dime algo, por favor. Necesito tus consejos.

Te mando un beso gordísimo. Cuídate mucho.

Tu hijita

PD.: Me voy la semana que viene a Perú. Te mandaré un fax desde allí con mis datos por si quieres escribirme. Y una postal del Machu Picchu, que sé que te hace mucha ilusión.

6 de abril de 1997

Son las cuatro de la tarde y Cristian no me ha llamado ni me ha mandado mensajes. ¡Joder! No paro de pensar en él durante todo el día. ¿Me estaré enamorando? ¿Por qué pasa de mí de esta forma? ¿Acaso no le ha gustado pasar la noche conmigo? Pero entonces, ¿por qué me ha dicho que ha sido sublime? ¿Solamente palabras…?

Mi cerebro va a mil por hora, y no paro de divagar sobre lo que estará haciendo él en un día tan soleado. ¿Estará en la playa con los mismos amigos que encontramos en la discoteca, riéndose de mi manera de abrir los dedos de los pies cuando me he corrido? Solamente de pensar en esta posibilidad, me deja la autoestima por los suelos. Me podía haber llamado para repetirme que le ha gustado mucho pasar la noche conmigo. A las mujeres nos encanta que nos vayan diciendo una y otra vez estas cosas. y yo, soy una de ellas. Cristian no es para nada psicólogo y me está decepcionando. Tampoco le estoy pidiendo que sea el padre de mis hijos, pero al menos, que tenga el detalle de manifestarse. Es igual. Si no llama, es porque no valla la pena.

Por si acaso, busco en un mueble del salón un libro muy útil en casos de emergencia como éstos. Se titula Cómo romper con su adicción a una persona, de Howard M. Alpern. En el índice, leo: «Algunas personas mueren a causa de relaciones perjudiciales. ¿Quiere ser uno de ellos?».

¿Qué estoy haciendo? Solamente le he visto dos veces. A lo mejor lo único que pretendía era hacer el amor con alguien, sin complicaciones, y he aparecido yo. ¿Por qué me estoy comiendo la cabeza de esta manera con este hombre?

Me cuesta decirlo, pero quiero claramente volver a acostarme con él. Voy a leer este libro, y repetir los aforismos de las últimas páginas. No me estoy enamorando, no estoy enamorada para nada, ni un poquito.

A la una de la mañana, estoy despatarrada encima de mi sofá, con el libro encima de la nariz; me he quedado dormida en una mala postura y me duele todo el cuerpo. Arrastrando mis pies dentro de las zapatillas, me voy hacia el baño, todavía aturdida, para limpiarme los dientes. Tengo las páginas del libro literalmente marcadas en la mejilla derecha. De muy mal humor, me voy a la cama con la intención de borrar mañana, definitivamente, el teléfono de Cristian de mi agenda. Ha sido sencillamente eso: una estrella fugaz.

10 de abril de 1997

–¡Tienes que salir ya! ¡Pero ya! – me grita Andrés, con las gafas en la mano.

Cada vez que adopta su miserable aire serio, mi jefe cierra los ojos como para no dar la cara a la persona que tiene enfrente. Chilla, pero no quiere hacerse responsable de las caras de estupefacción que le van poniendo.

Hoy está sentado en la mesa de su despacho, dibujando un montón de figuras en las esquinas de los papeles que tiene enfrente, espirales, cubos en tres dimensiones, y margaritas. Al final, las hojas quedan convertidas en una masa negra sin sentido, porque pasa una y otra vez el bolígrafo sobre las líneas trazadas. ¡Interesante para Un examen psiquiátrico!, pienso.

–Pero si ni siquiera me han respondido acerca de la reunión que solicité -le rebato.

–Me da igual. No me importa que no tengas hecha la maleta, ni si tienes el planning completado. Y menos aún que tengas la regla. Ya hemos aplazado este viaje varias veces. Al aceptar este puesto, sabías que hay que estar preparada para improvisar. ¿Por qué coño he contratado a una mujer? ¿Por qué? – le pregunta a Marta, que acaba de aparecer en el despacho para hacerle firmar unos papeles.

Marta está temblando y no se atreve ni a acercarse hasta la mesa. Andrés está muy enfadado, no hay duda, porque su rostro se está coloreando de un rojo púrpura a la altura de las aletas de la nariz y parece un dragón a punto de echar fuego y carbonizarnos a las dos. Yo, evidentemente, quiero esfumarme cuanto antes y voy dando pequeños pasos hacia atrás hasta la puerta, pero Andrés tiene el propósito de pegarme la bronca de mi vida.

–No he acabado contigo. Cuando llegues allí, persigue a Prinsa. Son lentos y si no les llamas todos los días, te van a olvidar. No importa si pareces pesada, ¿me entiendes, hijita?

–Sí, Andrés -refunfuño, siguiendo su mano temblorosa agitar el bolígrafo Bic encima de la hoja de papel.

Se mueve con tanta fuerza que ya van apareciendo agujeros en la página.

–Y ahora, ¡corre! Haz la maleta, y vete al aeropuerto. Tu vuelo sale a las cinco de la tarde. Marta tiene los billetes. Mándame un fax cuando llegues. ¡Buena suerte, hijita!

Tomo un taxi por los pelos al salir de la oficina, y me deja en la puerta de mi casa. Hay gente amontonada delante de la puerta del edificio y para poder hacerme paso, tengo que pedir permiso varias veces a la docena de personas que aguardan delante de las escaleras.

–¿Qué está pasando aquí? – pregunto a una rubia teñida, con un pendiente en la nariz y un pintalabios color fucsia, quien parece formar parte del grupo.

–Estamos esperando a Felipe, del local A. Pero todavía no ha llegado, así que tenemos que esperarle aquí en la calle.

Felipe es uno de mis vecinos. No puedo decir con exactitud a qué se dedica, pero el local es donde tiene montada su empresa. Le he visto en varias ocasiones, pero sólo nos hemos saludado. Después de subir de cuatro en cuatro las escaleras, abro rápidamente la puerta de mi casa y me pongo a hacer la maleta. ¡Cómo odio eso! A pesar de saber desde hace un mes que voy a viajar, no sé todavía lo que me voy a llevar. Revuelvo todos mis trajes y en la cómoda voy contando los pares de tangas y sostenes que necesito llevarme. A la vez, marco el teléfono de Taxi Mercedes para que me vengan a recoger delante de mi casa, la cual se transforma inmediatamente en una tienda de ropa de marca, mal organizada. Odio preparar un viaje en el último minuto. Y para colmo, para poder cerrar mi maleta, tengo que sentarme varias veces encima. ¿Y la combinación secreta? ¿Cuál es la combinación de la cerradura? ¡No me acuerdo! Al borde del desfallecimiento, y con el taxista llamando al interfono, saco toda la ropa de la maleta. No tengo otro remedio que coger otra, porque no me acuerdo de la maldita combinación. Me odio por ello. Soy un desastre para estas cosas, y siempre tiene que pasarme cuando más prisa tengo.

Reventada por los nervios, me pongo delante del espejo del baño y con mi cara de pequeño Buda poco inspirado voy haciendo unos ejercicios de respiración abdominal que, se supone, tendrían que relajarme en el acto. Siempre suele funcionar. Mientras busco unos preservativos para meterlos en la maleta, me encuentro un fax de mi amiga Sonia que no he tenido tiempo de leer hasta ahora. Lo haré en el avión. Bajo por el ascensor; subir las escaleras es bueno para trabajar los glúteos, pero bajarlas no tiene ningún sentido. Me tropiezo de nuevo con el grupo de antes que sigue reunido delante de la puerta. Mientras el taxista está poniendo mis cosas en el maletero, no puedo evitar preguntarle a la misma rubia:

–¿Tenéis una entrevista de trabajo? ¿Os ha citado a todos a la vez? – Quiero saber más acerca de Felipe.

–No, no. Venimos a repetir. Pero sólo él tiene las llaves -me replica, como si fuera obvia la razón de su espera.

De repente los asuntos de Felipe me interesan mucho y le sigo preguntando, al subir al taxi:

–¿Y a qué os dedicáis?

El rostro de la rubia se ilumina de satisfacción. Un chico del grupo, altísimo, se acerca a nosotras para participar en la conversación, mientras yo entro en el taxi, cierro la puerta y abro la ventana.

–Somos actores profesionales -explica la rubia, levantando orgullosa su pequeño mentón.

Y añade, como para satisfacer mi curiosidad que ya no puedo esconder, o quizá para provocarla más:

–Felipe vende trozos de vida.

El taxista me echa un vistazo de impaciencia por el retrovisor, luciéndome entender que está mal aparcado, y salimos disparados.

Justo antes de embarcar, y a punto de apagar definitivamente mi móvil, recibo un mensaje. Es Cristian. «¿Quieres cenar conmigo esta noche?» ¡Por Dios! Me voy de territorio español con dos incógnitas: ¿qué era eso de los trozos de vida de Felipe?, y ¿qué hago ahora con Cristian? Con lo curiosa e impaciente que soy, no sé si podré esperar las respuestas a tantas preguntas hasta mi vuelta.

Ya llevamos unas cuantas horas volando y, con la mano en una bolsa de plástico, repaso todas las compras que he hecho en el duty-free mientras aguanto el ronquido de un paquidermo medio calvo \ sudoroso que está sentado a mi lado. Con cara de asco me vuelvo hacia él para observarle, y constato con horror que su cabeza se está yendo hacia mi hombro. ¡Que ni se le ocurra apoyarse sobre mí! Intento distraerme, pues con cada nuevo vuelo me entra más miedo a volar. Me he acordado del fax de Sonia y me pongo a leerlo.

Querida Val,

Es vulgar, horroroso, pero al menos te pondrá de buen humor hoy.

… Sonia.

No cambiará nunca. Sonia es mi amiga desde hace unos tres años, y me ha demostrado que siempre tiene el mensaje justo en el momento preciso. Trabaja como jefa de producto en unos laboratorios farmacéuticos y se pasa la vida obsesionada por conseguir un ascenso. Cuando la vi por primera vez, me recordó inmediatamente a la heroína de unos dibujos animados japoneses, Candy, que echaban en la televisión francesa cuando era pequeña. Candy siempre llevaba minifaldas y botas hasta las rodillas. Sonia es igualita. Tiene la piel de color porcelana, unos grandísimos ojos bordeados de pestañas negras infinitas y una nariz muy respingona, con miles de pecas. Tiene el rostro completamente liso, sin arruga alguna. Siempre lleva faldas de niña buena con zapatos planos, que le dan un aire de palillo a su cuerpo sin forma. Pero por dentro, Sonia ha demostrado ser fuego puro. Y lleva una eternidad buscando desesperadamente al amor de su vida. Como no lo encuentra sufre muchas depresiones que le suelen durar largas temporadas. Y cuando se cansa de verse en ese estado, se dedica a hacer reír a la gente. Luego, vuelve a recaer.

Empiezo a contar las páginas recibidas, hay casi cinco. No me puedo creer que tenga el tiempo para redactar este tipo de mensaje en la oficina. Se trata de un fax con chistes acerca de los hombres, una especie de decálogo de los principales errores masculinos en la cama. Como hay demasiada paja, utilizo la técnica de lectura rápida que me han enseñado en la universidad para captar lo más divertido.

Al cabo de un rato, prefiero dejarlo. Sonia ya no sabe qué inventar para ser graciosa. Pero al menos me ha ayudado a olvidar la presencia del gordo de al lado, que se ha despertado de repente y está mirando, por encima de mi hombro, lo que estoy leyendo. Nuestras miradas se cruzan y se dibuja sobre sus labios morados una pequeña sonrisa cómplice, a la cual no respondo porque no me da la gana.

Me pongo a seguir con mucha atención las indicaciones de una pantalla en la que aparece el mapa del mundo y la situación de nuestro avión. Ya estamos en el continente americano, y con esta imagen, consigo dejar atrás la angustia de los últimos días, entre los nervios de Andrés y mi obsesión por Cristian. Otra aventura me está esperando.

El aeropuerto de Lima se parece a un mercado de frutas y verduras. Es un caos que me deja aturdida apenas pongo el pie en territorio peruano, hasta que consigo pasar el control de pasaportes, cambiar soles peruanos y arrastrar mi maleta hasta la salida. Cuando las puertas del aeropuerto se abren sobre el exterior, me invade un calor húmedo, desagradable, que me anuncia ya noches de sudor y enfermedades gástricas. Me cuesta respirar, y un olor horrible a fruta podrida contamina el ambiente. Busco desesperadamente un taxi que tenga aire acondicionado, y me decanto por el coche de un hombre pequeñito, vestido con una camisa de lino crudo y unos pantalones verde militar. Se está quitando las gotas de sudor de la frente con un pañuelo y no para de mirarlo después como si hubiese descubierto un tesoro. Al verme, me hace una señal con la mano para indicarme que está libre. No dudo ni un minuto y me acerco.

–Voy al hotel Pardo, en Miraflores. ¿Tiene aire acondicionado en su coche?

–Claro, señorita. Suba, la llevo rápido -me contesta, mientras me quita literalmente la maleta de las manos.

El aire acondicionado del taxi consiste en unas pequeñas hélices colocadas en la cabeza del asiento del conductor, en dirección a los pasajeros, y que no paran de girar con dificultad, produciendo el ronroneo de un avispón en pleno vuelo. Me abstengo de cualquier comentario. Mejor eso que nada.

La ciudad de Lima es una gigantesca chabola donde muchas casas, a punto de derrumbarse, tienen bolsas de plástico a modo de techo. No me había imaginado esto. Busco con avidez una casa bonita, algún edificio residencial, niños con uniformes azul marino y calcetines largos saliendo de la escuela, pero no los veo. En su lugar, aparecen pequeñas caras sucias, con mocos secos. El taxista me señala con su dedo el mar y las playas de la ciudad. En un semáforo, se da la vuelta y me comenta:

–No vaya nunca a bañarse allí, señorita. Todas las playas de Lima están contaminadas. Tendrá que salir de la ciudad para poder bañarse sin riesgo.

Miro aterrorizada a unos basureros inmensos que cubren las playas, y constato con horror que hay gente allí, con los bajos de los pantalones levantados hasta la rodilla, rebuscando entre la porquería que otros han depositado. Me entran náuseas, y tengo que volver la cabeza repentinamente para no ponerme a vomitar en el taxi. Instintivamente, busco en el bolso mi carné internacional de vacunación y me pongo a repasar todos los nombres escritos a mano con la fecha de las inyecciones. El viaje en taxi se me hace eterno, y no me atrevo a mirar de nuevo por la ventana, por miedo a ver el horror justo delante de mis narices. Por fin, llegamos a un hotel cuya fachada anuncia habitaciones de lujo, y después de despedirme del taxista, aparece a toda prisa un botones, vestido con un traje rojo y negro, y zapatos relucientes.

–Bienvenida al hotel Pardo, señorita -me dice muy amablemente.

En la recepción del hotel ya están avisados de mi llegada, y me entregan la llave de una suite que da directamente a la parte interior del edificio, tal como había solicitado. Por fin pienso encontrar tranquilidad. La habitación es de color beis, con un sofá de cuero marrón en el rincón. La cama, inmensa, está recién hecha, y me acuesto un momento para renovar la energía que he ido perdiendo durante el viaje en avión y el interminable trayecto en taxi. Pero me viene de repente a la mente la primera misión que tengo que cumplir, y que es urgente: llamar a Prinsa.

No encuentro a mi interlocutor, así que dejo un mensaje. Decido bajar nuevamente a recepción y la chica que me atendió al llegar, una morenaza que no para de sonreír y dice llamarse Eva, me ofrece la posibilidad de contratar a un guía para visitar la ciudad.

–Tenemos a muchos y todos muy bien de precio.

Me saca una lista antes de que pueda reaccionar y me la pone debajo de los ojos. Yo no tengo ninguna intención de contratar a un guía turístico pero un nombre me llama la atención, por tener el mismo apellido que aquel escritor español:

Rafael Mendoza

Gula turístico

Fotógrafo de Prensa y Cámara

Tel.: 58 58 63 Bipper: 359357934

–¿Conoce usted a Rafael Mendoza? – le pregunto a Eva.

–Rafael es un óptimo profesional y además un excelente fotógrafo. ¿Quizá le gustaría tener fotos del Perú?

Su rostro se ha iluminado al pronunciar su nombre, y de nuevo sin preguntarme nada ya está marcando su número de teléfono.

Oigo que deja un mensaje en el contestador.

–Rafa, soy Eva, del hotel Pardo, es urgente. Hay trabajo para ti.

Con la promesa de Eva de que conoceré a Rafa al día siguiente, cojo el ascensor con unas ganas de sexo que no sé explicar. Quizá por la tensión de tantas horas de vuelo. Al llegar al piso de mi habitación, mientras busco las llaves en el bolso, escucho una voz.

–Buenas tardes, señorita. ¡Qué casualidad que estemos en el mismo hotel!

Todavía no le he visto la cara, pero mi mirada se para a la altura de sus labios y no hace falta ver nada más. Ya he reconocido la sonrisa cómplice en esa boca pequeña, cínica, que babeaba unas horas antes sobre mis piernas, mientras estaba en el avión. El paquidermo medio calvo ya ha introducido las llaves en la cerradura de la puerta de su habitación. Me paro un momento para mirarle y él aprovecha para decirme:

–¿Quiere pasar un momento y tomar algo conmigo?

Me sorprendo al responderle que sí, que muy amable de su parte, que qué curioso que estemos alojados en el mismo hotel, hasta que la puerta se cierra a mi espalda. Me invita a tomar asiento en el sofá, que es igualito al que tengo en mi habitación. Tan sólo se distinguen por el color de las paredes, que son de un amarillo chillón con cortinas a juego.

–¿Qué desea tomar? ¿Champán, vino tinto…?

–Whisky -contesto sin pensarlo.

–¿Solo o con hielo?

–Con hielo, por favor.

El paquidermo pide hielo al servicio de habitaciones, y, mientras se sirve una copa de champán, comienza un interrogatorio sobre las razones de mi presencia en el Perú.

–Trabajo para una empresa de publicidad -le explico, intentando adoptar un aire amable.

En el fondo, parece ser buena persona; ha sido su gordura lo que me ha hecho rechazarlo en cuanto le he visto. Me siento culpable durante unos segundos.

–¿Y usted?

–Trabajo para una compañía telefónica. Soy informático, y vengo a poner a punto unos programas en nuestra filial peruana. ¿Sabía usted que nuestra compañía ha invertido dos mil millones de pesetas en el Perú? – me pregunta, como un profesor que quiere averiguar si su alumno está bien preparado para un examen.

–Si, es cierto. Desde la desaparición de Sendero Luminoso, cada vez más empresas extranjeras están invirtiendo aquí. Eso es muy bueno para el país. Creo que la inversión de su compañía representa ella sola el cincuenta por ciento del total de inversiones extranjeras, si las estadísticas son ciertas.

Su mirada me ha aprobado con sobresaliente. Llaman a la habitación. El paquidermo coge la cubitera de las manos del camarero, y cierra la puerta con un golpecito de la pierna izquierda. Parece ágil, a pesar de su sobrepeso.

Me tiende un vaso con whisky sin dejar de mirarme a los ojos.

–¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? – Quiere saberlo todo.

–Creo que estaré unos quince días. Dependerá de lo que tarde en visitar a todos nuestros clientes. A veces, algunos anulan las citas y las posponen, lo que hace que todo mi planning se tambalee.

Pido otro whisky. El paquidermo, que se llama Roberto -así lo indica su tarjeta de visita, que me ha regalado como si fuera el más precioso de los tesoros-, me sirve otra copa, que voy bebiendo rápido pero a pequeños sorbos.

La segunda copa empieza a hacer su efecto y voy notando un hormigueo que me sube desde las piernas y se va concentrando a la altura del pubis. Un calor invade mi espina dorsal y escala mi espalda hasta la nuca. Mientras me sigue hablando, me quito el top y el sostén, y Roberto detiene de repente su monólogo, visiblemente sorprendido. Sin avisar, se tira bruscamente sobre mis pezones y me los aprieta como si estuviera intentando deshinchar un globo. Me siento convertida de repente en un hueso de goma para cachorros. Luego, babeando, me coge el pezón izquierdo entre el pulgar y el dedo como quien intenta encontrar la estación de radio de los cuarenta principales. Odio eso, pero le dejo hacer. Seré sincera: todo me lo he buscado cuando acepté entrar en su habitación.

Su torpeza manual en la región de mi pubis acaba en una conclusión de sus dedos gordos en los elásticos de mis braguitas. Le ayudo y las saco yo misma, y, tomando eso como una invitación indirecta hacia la entrada de mi sexo, su mano baja en mi entrepierna e intenta introducir sus cinco dedos en mi vulva como si estuviera escondiendo en una chimenea el botín robado a un banco. Es muy torpe, la verdad, y su rostro está cubierto de un sudor glacial, pienso que no me da perspectivas de un polvo inolvidable. Se pone por fin a quitarse la ropa. Pero, digno de un principiante en la materia, se quita todo salvo los calcetines. Esta sola visión me da nanas de reír a carcajadas, pero me contengo. Busco con cara de desánimo su pene, pero las toneladas de carne que forman su I u triga recubren justamente esa parte de su anatomía. Tendría que levantarse la grasa para poder tener una relación sexual; si no, el asunto se anuncia desastroso. Sin más preliminares, introduce sin ternura su pequeño objeto que el slip demasiado estrecho, de un i olor blanco dudoso, ha estrangulado y empieza a moverse como un pistón. A pesar de su torpeza, yo tengo que darle una oportunidad. Tiene la cara escondida en la almohada y las manos debajo de mis nalgas. Mi cuerpo se estremece pero estoy a la vez preocupada por acabar asfixiada de tanto peso.

Decido tomar la iniciativa. Me retiro de debajo de él con un movimiento de hombros hacia atrás y él me lanza una mirada que pocas veces me he encontrado: la de un asesino a sueldo. Ni me pregunta si me pasa algo.

–¿Qué haces? Me iba a correr -me reprocha.

–Ponte boca arriba -le ordeno.

Mi tono no parece gustarle, pero obedece, se da la vuelta y se pone de piernas abiertas y un poquito levantadas, como un animal moviendo la cola a la espera de una caricia.

«Veo que te gusta que te manden, gordito mío, pienso, con una sonrisa en los labios. Ibas de macho, pero lo que verdaderamente te pone son las mujeres dominantes. Sólo tenías que pedírmelo.»

Me pongo de pie encima de la cama, me doy la vuelta de tal forma que se encuentra mi trasero en plena cara, y me siento encima de su pequeño punto de exclamación. Se pone a gritar para motivarme, como un entrenador de fútbol en un estadio.

–¡Sííí! ¡Sigue! ¡Qué bueno! – ladra mi gordito.

–Te vas a enterar de lo que vale una francesa -le digo, volviendo la cabeza para que vea mi expresión.

–¡Sííí! ¡Sí, sí! – la mueca que se dibuja en su rostro me hace pensar que ya se ha corrido.

Al poco rato, me corro yo también.

Salto inmediatamente de la cama, me voy al baño para ver en qué estado se ha quedado mi pelo y el maquillaje que llevaba, y vuelvo a la habitación enseguida para vestirme. Mi gordito yace sin fuerzas encima del cubrecama. No era para tanto, pienso. Una vez vestida, busco mi paquete de tabaco en el bolso y me enciendo un cigarro, mirándole y preguntándome cómo este hombre me puede haber dado placer.

–¡Qué maravilla! – resopla Roberto.

Tiene los pelitos de cada lado de su cabeza, y los únicos que le quedan de hecho, completamente mojados.

–Espero que volvamos a repetirlo.

Le sonrío a modo de respuesta y me voy de su habitación. Desde luego, el cuerpo habla por sí solo. Y es mi manera de expresarme con la gente. Además, hoy, he hecho una buena acción. Este.señor acaba de perder seguramente quinientos gramos, y yo estoy siempre más cerca de la línea de los vencedores del maratón.

Hago el indio

12 de abril de 1997

Cuando al abrir la puerta de mi habitación le veo con su camisa a cuadros blancos y negros, imitación de la marca Façonnable, deseo convertirme de repente en una pequeña ficha del juego de las damas para recorrer todo su torso y espalda. Me está inspirando inmediatamente un juego con reglas más violables unas que otras.

Rafael es guapo como un dios. Tiene una melena negra, larga y fina, que recoge con una goma elástica, y no para de colocar unas mechas rebeldes detrás de las orejas, a medida que va hablando. Su piel tiene un color aceituna azulada que daría envidia a más de una mujer cuarentona que se pasa la vida bronceando su cuerpo al sol en las playas de medio mundo.

A Rafa no le importa el color de la piel. A mí tampoco. Debo admitir, al contrario, que sus orígenes indios me han atraído enseguida. Sus dientes parecen de marfil, y me siento momentáneamente parte de un safari frente a un elefante africano.

Después de hablar del presupuesto para trabajar unas horas al.día de guía, y hacer unas fotos de lo más interesante del país, le he invitado a un fin de semana loco donde su integridad física corre muchísimo peligro. Y él lo sabe, pero creo que quiere correr el riesgo. No necesito a ningún guía, pero ya está contratado.

14 de abril de 1997

Me encanta la intensidad de nuestros encuentros. Me da una felicidad que él ni siquiera sospecha. Me motiva y me inspira.

La primera vez que nos encontramos, me pregunté si su piel estaba salada o no. Luego, descubrí que olía a palito de vainilla, de los que se utilizan para dar sabor a los alimentos.

Cuando hacemos el amor esta mañana, él me habla en español, no en quechua. Este detalle revela una cierta timidez bien escondida, quiere tomar distancia para consigo mismo, pronunciando palabras en otra lengua para negar esas ganas locas de poseerme; el ruido de su discurso resbala sobre las paredes de la habitación y sus palabras asaltan mi cuerpo, que se contrae cada vez que una de ellas me penetra en los oídos y cosquillea mi trompa de Eustaquio. Y me va debilitando poco a poco. Nunca le puedo decir que no. Después del amor, acabo siempre pigmentada de frases, mi boca se llena de restos imaginarios de hojas de coca masticadas entre los dos y mi pelo brilla como nunca. El suyo también. Durante el amor, lo lleva siempre suelto y es como una gamuza suave de proteínas orgánicas que va lustrando mi cuerpo.

Me gusta la sensualidad de sus labios y, mientras le estoy chupando el dedo gordo del pie, observo, divertida, cómo lo retuerce medio de placer, medio de risa, y cómo su cuerpo se estremece encima de las sábanas inmaculadas de la cama. Le como los talones, como un cachorro que hinca sus dientes en una zapatilla. El ruidito de la madera de la cama contra la pared debe revelarle al vecino de al lado una actividad reproductora envidiable para muchas parejas; pero no se trata del fuerte sonido de una posesión loca, como la de un Cro-Magnon con su hembra, sino de algo más sutil, que pone la piel de gallina. En muchas de estas ocasiones pienso en Roberto, mi gordito.

Rafa ha jugado muchas veces a untarme el cuerpo con mermelada de naranja amarga, la que sobra del desayuno, pues nunca me ha gustado, y que conservamos en la nevera del minibar. Me lame primero, suavemente con su pequeña lengua puntiaguda, y luego me la introduce en la boca. Y el calor que desprende la suya contrasta con la temperatura de la mermelada. Su piel es más suave que el mármol italiano, y es la primera vez que tengo a mi merced un cuerpo completamente imberbe. Me siento orgullosa de tener a tal espécimen en mi cama.

Después de muchos mimos y momentos de placer, él se quita el preservativo, a punto de reventar de lo lleno que está, y lo deja al lado de la cama. Me acuerdo de repente del error que cometen muchos hombres al dejar el condón usado a la vista de todos, pero se lo perdono esta vez. Al contrario, le agradezco con una mirada complaciente el darme en ofrenda su semen cristalino. Recojo el condón con dos dedos y acerco mi nariz al pequeño depósito, buscando el aroma del agua de mar mezclada con clara de huevo, pero el único olor que capto es el del látex recubierto de una sustancia llamada SK70, que, según el prospecto de la caja, aumenta la sensibilidad.

Cuando salgo de la ducha, enrollada en una toalla de color azul eléctrico, recién estrenada, que deja un montón de bolitas enganchadas a todo el cuerpo, me pongo delante del espejo y constato con horror que algunas se han camuflado en mis partes más íntimas. Al verme así, Rafa introduce, entre risas, sus dedos por todos los rincones escondidos, con toda la seguridad de un cirujano plástico empeñado a remoldearme completamente, y me va quitando delicadamente una a una esas pelusillas viciosas, como si estuviera sacándome espinas de la piel. Hoy me siento Fort Apache frente al jefe de los indios, cuyo apodo es Toro Sentado.

–Eres muy rica, jefa -me dice, suavemente.

Y tú eres mi tótem particular, pienso.

18 de abril de 1997

Es de noche y Rafa está conduciendo hacia los cerros más peligrosos de Lima. Cuando le he pedido ir allí, me ha mirado fijamente y me ha dicho:

–De acuerdo, jefa, pero con la condición de que te ates el pelo, lo escondas para que no vean que eres extranjera. Además, llevaré un arma por si acaso, y cerraremos las puertas. Ni se te ocurra salir del carro. ¿Comprendido?

–Comprendido -le contesto, con aire serio.

No me gusta ir con el pelo recogido. Nunca me ha gustado hacerme coletas, ni trenzas, ni nada de nada. Tengo un complejo con mis orejas. En la escuela me llamaban Jumbo, porque sobresalían entre mi precioso pelo largo. Dios sabe cuan crueles son los niños. Afortunadamente, mi madre se dio cuenta y me hizo operar a los diez años. Me pasé todo un verano en la Costa Azul con una banda que me cubría toda la cabeza. Y la gente le preguntaba a mi madre si había tenido un traumatismo craneal o si estaba enferma de cáncer. Mamá cruzaba los dedos todo el día, como para excretar tantas enfermedades, por si se les ocurría aparecer de repente. Creo que el cirujano no era muy bueno porque mis orejas se parecen todavía a hojas de col, lo que sigue acomplejándome.

La carretera -si se le puede llamar así- consiste en un terreno salpicado de tierra, parecida a la arena, con huellas de un tráfico intenso. Nuestro coche se está moviendo como un barco en plena tempestad, pero yo, curiosamente, no tengo mucho miedo. U contrario, me gustan estas subidas de adrenalina. Además, me excita saber que tengo a mi lado a un hombre armado.

Vemos a lo lejos unas luces que parecen venir de unas casas.Asentadas en lo alto de la colina.

–¡Para el coche! – le digo a Rafa.

–¿Cómo? – desacelera un poco y vuelve su cabeza hacia mí.

–¡Que pares el coche ya! – Estoy casi gritando y, en la oscuridad, no puedo ver su cara de desconcierto, pero me la imagino.

–Si me paro ahora, no podré volver a arrancar el carro, jefa. Rafa intenta dar mucho énfasis a su explicación.

–Entonces lo empujaremos.

Mi solución al problema no parece convencerle y no me hace caso. Entonces cojo el freno de mano, y con un movimiento seco y seguro, levanto sin pensar en las consecuencias que puede llegar a tener esa maniobra temeraria.

–¡Estás loca, jefa, podemos tener un accidente! – me grita.

Su brazo me empuja, impidiendo que mi mano pueda levantar por completo el freno. El coche se para bruscamente.

–¿Qué te pasa? – me pregunta, casi enfadado por mi atrevimiento.

–Deseo que me quieras ahora mismo.

–¿Qué? – está casi riéndose.

Veo que comprende lo que quiero decir pero no se atreve a pensar que pueda llegar a tener tanta cara.

–Ámame ahora mismo, aquí, en medio de la carretera -digo, esforzándome en abrir la puerta del coche.

Me es difícil porque el auto está inclinado en una pendiente. Tras empujarla varias veces lo consigo. Salto del asiento como si estuviera en un estado de ingravidez y me pongo delante de los faros para que Rafa me pueda ver mejor. Quizá le despierte la libido. El paisaje es un poco hostil, y para más inri todo está silencioso. Ni un ruido. Ni pájaros que cantan. Al poco rato, Rafa sale también del coche y se sitúa detrás de mí. Con una mano, me empuja contra el capó y me levanta la camisa. Empiezo a sentir el roce de la punta de sus dedos, dibujando sobre mi espalda pequeños ochos. El signo del infinito. Comunicación de las abejas. De vez en cuando, moja con su lengua un dedo, y vuelve a dibujar esas acuarelas hasta llegar al principio de mis nalgas. Desabrocha, impaciente, el botón de mis pantalones que se van cayendo y recubren mis bambas. Con sus dos manos, levanta mis glúteos para que mi sexo hambriento esté a la altura de su falo, que se erige en la oscuridad como la reivindicación del todopoderoso. En este mismo momento, se me pasa por la cabeza unas imágenes de un film de terror que vi con unos amigos de universidad. Se llamaba El mito de Kzulu. ¡Escalofriante! Era la historia de un monstruo que, dotado de un miembro de dimensiones extraordinarias, violaba a todas las vírgenes que encontraba. Todas morían empaladas sobre esa verga gigantesca. Solíamos ver películas de terror antes de los exámenes parciales, para desahogarnos de tanta presión. Esta noche, en el fondo, estoy aprensiva, por eso quiero provocar a Rafa.

Rafa empieza su vaivén y entre dos gemidos míos, noto que está a punto de dejarse llevar. No se lo impido. Me gusta que no pueda resistir. Y se deja. Al poco rato, inicio yo mi ascensión. Me acuerdo de la estrella fugaz en la que se convirtió Cristian, y de los demás hombres que han pasado por mi vida, incluso de los que están aún por llegar. Nunca he tenido la memoria tan clara. Dejo escapar un grito que seguramente se ha oído en las chabolas construidas apaciblemente sobre la colina.

–Hazme fotos, así, con los pantalones bajados. Rafa no se hace de rogar, y armando su potente flash, dispara su tercer ojo sobre mi silueta.

–Sonríe -me pide, mientras se va acercando un poco más a mí. Adopto distintas poses, orgullosa de ser modelo improvisada de una noche.

–¡Vámonos ya! – le ordeno cuando ya estoy cansada. Subimos los dos al coche y, después de pisar varias veces el acelerador, conseguimos seguir nuestro camino. Cuando llegamos a la pequeña población encima de la colina, la vista de Lima es inigualable. Un montón de niños rodean el coche y siguen nuestro paso, corriendo detrás de nosotros. Paramos un momento.

–Toma fotos de la ciudad -le pido a Rafa-. Y de los niños., Puede ser?

–Sí, jefa. Pero quédate quieta, ¡por favor! No quiero tener problemas con esta gente. ¡Fíjate cómo nos miran!

Se está amontonando gente que va saliendo de unos bares construidos con cartones y madera, curiosos por saber quiénes son los que se han aventurado en un territorio solamente reservado a los pobres, a los sin nada.

Veo parabólicas encima de las chabolas.

–¿Cómo pueden tener antenas parabólicas? ¡Ni siquiera yo tengo una en mi casa en España! – pregunto, completamente desconcertada.

–El gobierno les ha hecho llegar electricidad y agua. Parece increíble, pero es así. Hasta hay autobuses que llegan hasta aquí. Son guaguas privadas. Por medio sol, pueden subir o bajar a la ciudad. Muchos venden fruta en el centro de la ciudad durante el día, y luego vuelven a sus casas -me explica mientras enfoca a los niños con su cámara.

Éstos se divierten haciendo muecas raras y sacándonos la lengua.

–Toma una foto, Rafa. – Es lo que intento hacer.

En aquel mismo instante, me doy cuenta de que todavía tengo la bragueta de mis pantalones abierta. Con dificultad intento subirla, pero unos golpes tremendos contra el coche me lo impiden. Al levantar la cabeza, me doy cuenta de que la gente, con cara de pocos amigos, está intentando volcar el auto.

–Agárrate, jefa, que nos vamos de aquí pitando -me grita Rafa.

Tira la cámara sobre mis piernas y mete primera con gran nerviosismo.

La gente se va dispersando y, poco a poco, lo único que vemos es el polvo de la tierra que se va levantando detrás de nosotros.

–¿Has conseguido hacer fotos? – rompo el silencio sólo cuando ya estamos llegando al hotel.

–Sí, jefa. Pero que sepas que ha sido una locura ir allí. Podía haber acabado mal. – Claro, Rafa. Podía.

Disgustos

19 de abril de 1997

A pesar del susto tremendo que nos llevamos ayer, hoy estoy llena de vitalidad y buen humor… y calambres de estómago. Una llamada de la compañía que tengo que visitar ha cambiado por completo mi jornada, y el director de marketing me está esperando en Trujillo, una ciudad a unos quinientos kilómetros de Lima. Para llegar allí tengo que tomar un avión.

–El doctor la recibirá a las dos de la tarde -me ha dicho su secretaria.

Apenas tengo tiempo de llegar al aeropuerto, tomar el vuelo y acudir puntual a la cita.

Quiero llevarme a Rafa, pero él tiene un mal loco a levantarse. Después de darle varios codazos para que se ponga en pie, y una ducha que dura una eternidad, volamos en taxi hasta el aeropuerto. El taxista se asusta y debe pensar que estoy loca cuando le digo que tengo mucha prisa. El tiempo, para él, tiene otro sentido.

–No me importa si hay otros coches delante de nosotros. Conduzca por la acera. No se preocupe por la policía. Está todo controlado. Así que… ¡vuele!

En el aeropuerto tenemos que hacer cola. Pienso que no vamos a poder salir a tiempo. Al final, conseguirnos un vuelo y me tranquilizo.

Después del despegue, se acerca una azafata monísima para ofrecernos un almuerzo, que ni Rafa ni yo conseguimos tragar.

–¿Te molesta si hacemos unas fotografías en el avión? – le comento a Rafa.

–¿Usted es fotógrafo? – le pregunta la azafata, que viene con su carrito a retirar las bandejas que ni hemos tocado.

–Sí.

La azafata le sonríe tímidamente.

–Le gustas -le digo a Rafa al oído.

–¿Cómo lo sabes?

Parece que se ha molestado. Es normal que Rafa guste a las mujeres. Es un hombre muy guapo, pero también un poco tímido.

–Intuición femenina.

–¿No te molesta?

¿Por qué me iba a molestar? Yo no soy precisamente una mujer celosa. Al contrario. Me parece halagador que otra mujer pueda sentirse atraída por el hombre que está conmigo. Y además, ¿cómo puedo pedirle a un hombre que me sea fiel si yo me acuesto con todos los que quiero? Tengo ganas de comentarle lo que sucedió con Roberto el primer día de mi llegada a Lima. Pero no lo voy a hacer por respeto. No sé cómo se lo podría tomar, temo su reacción y entiendo que no todo el mundo está preparado para escuchar mi propia filosofía de la vida.

–¡Para nada! No soy una mujer celosa, ya lo sabes -es la única explicación que le doy.

Llegamos a Trujillo después de casi una hora de vuelo. Rafa y la azafata han intercambiado al final sus teléfonos porque, según ella, está buscando a un fotógrafo profesional para la comunión de su sobrino.

Lo primero que nos advierten unos carteles puestos en el aeropuerto es que hay una plaga de cólera. Este virus me persigue allá donde vaya pero, según mi médico especialista en enfermedades tropicales, no puede afectarnos a los europeos, porque no tenemos problemas de malnutrición, y nuestros jugos gástricos matan las bacterias del cólera. Pero mejor evitar beber agua del grifo o pedir hielo.

Vamos directamente a mi cita, que no sale todo lo bien que hubiese esperado y después, para intentar calmar mis nervios, visitamos la ciudad. En las afueras, descubro que Trujillo es un desierto lleno de campos de espárragos. La mayoría de ellos se exportan a España. Delante de esas dunas fértiles, siento rabia y tristeza. Sé que la reunión con el director de marketing de Prinsa significa acortar mi viaje a Perú. He conseguido la cita que quería, y quedarme un poco más no tiene sentido ahora. Pero Rafa todavía no lo sabe. Tengo miedo de decírselo. Siempre el mismo defecto: retraso las cosas importantes. Evidentemente, no estoy enamorada de él, pero le he cogido mucho cariño.

Noche del 21 de abril de 1997

–¿Hay alguien ahí? ¡Estoy aquí! Por favor, ¡que alguien me saque de aquííí! Me ahogo.

En medio de una oscuridad total, busco desesperadamente un punto de luz para orientarme. Me duele todo el cuerpo, las piernas sobre todo. No puedo emitir ningún sonido. Tengo la mandíbula completamente abierta y paralizada.

–¡Que alguien me ayude!

No puedo moverme. Ahora ya no siento mis miembros. Parece que me han enterrado en un ataúd. Pero no estoy muerta.

Tal vez sea un secuestro y me han metido en un zulo, como los de ETA. ¿Por qué? No puede ser real. Yo no tengo nada que ver con el problema vasco. ¡Pero qué coño! Estoy en Perú, no en España. Acabo de tener una entrevista con el director de marketing de Prinsa S.A. Entonces, ¿qué está pasando? ¿Es Sendero Luminoso?

–Soy ciudadana francesa, con residencia en España.

Hago memoria: Guzmán está en la cárcel, los líderes de la organización han caído, no ha habido más atentados desde hace un tiempo. Por lo tanto, no puede ser. No tiene sentido. Quizá son los niños de los cerros que me retienen como rehén. Pero eso no es posible, si mi memoria no me falla, hemos salido indemnes de allí. Entonces, seguro que es un castigo de Dios por los muchos pecados que he cometido en mi vida. Pero si no he hecho nunca daño a nadie. Solamente buscaba un poco de placer.

–¡Sacarme de aquí! ¿Lo harán si me calmo? Que alguien responda, no puedo más.

Me está faltando el aire, empiezo a sentir claustrofobia y me encuentro muy mal. Seguro que me han drogado porque me siento muy mareada. Tengo ganas de rascarme la nariz pero no puedo levantar ni el dedo pequeño. Intento mover los ojos, pero parezco un viejo caballo ciego.

He oído un ruido. Pasos, voces. Me siento tan mal que ya no sé si es mi imaginación o realmente alguien se acerca.

–¡Estoy aquí!

Presto atención un instante. Parece que me hacen caso. Pero ¿qué ocurre? Siento un ruido tremendo, y sacudidas que no sé explicar. ¿Un terremoto? Ya he encontrado la explicación. Estoy escondida debajo de los escombros de un edificio derrumbado por culpa de un terremoto.

–¡Socorro!

Seguro que saben que hay sobrevivientes. Y tendrán un equipo de rescate con perros, seguramente, porque en Perú, un terremoto es algo normal y corriente.

Intento tranquilizarme. Pero siento un repentino terror: ¿y si me he quedado paralítica?, apenas noto mi cuerpo. Me pongo a rezar.

–Padre Nuestro que estás en el cielo, que tu nombre sea santificado, que llegue tu Reino, que tu voluntad se haga en la Tierra como en el Cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras ofensas…

¡Luz! Ya la veo. Mi plegaria ha resultado. La luz me está haciendo daño a los ojos pero percibo a alguien. ¿Alguien?

Es Roberto, ¡mi gordito!

–¡Roberto! ¡Estoy aquí! ¡Ayúdame, por favor! ¡Qué contenta estoy de verte! ¿Qué te pasa? Tienes cara de canalla.

Roberto se está acercando a mí con un aire amenazador que intento descifrar. Coge violentamente mi cabeza con sus dos manos y la baja hasta su bragueta abierta. No tengo ni tiempo de suspirar.

–¡Toma, toma, toma, muñeca hinchable de mierda! – dice mi gordito, poniéndome su pene sifilítico en mi boca de caucho.

22 de abril de 1997

Me despierto con fiebre y sobresaltos en mi cama del hotel Pardo con una pregunta: ¿Tendré síndrome de Estocolmo por mi secuestrador de sex-shop?

Esa pesadilla me persigue buena parte de la mañana, y las décimas de fiebre también. Pero debo concentrarme porque tengo varias gestiones que hacer hoy. Entre otras, encontrar un vuelo de vuelta para España y comprar una postal de Machu Picchu para Mami, se lo he prometido.

En las oficinas de Iberia me consiguen lo imposible: un asiento para el vuelo del día siguiente por la noche. Me quedan por lo tanto veinticuatro horas. En el centro de la ciudad, encuentro a un viejo vendedor ambulante con todo tipo de libros y postales. Es muy simpático, y me hace gracia verle con su cigarrillo de maíz consumiéndose solo, sin darle ninguna calada. Está a punto de quemarse los labios, pero no parece preocuparse por ello. Cuando le pregunto por el Machu Picchu, me saca toneladas de imágenes de la famosa montaña, a color, en blanco y negro, con varias vistas, y leyendas en todos los idiomas. Aquí, seguro que encontraré mi felicidad. Parece que las va coleccionando desde que nació, porque muchas tienen un color amarillento y ese olor típico de los libros que han permanecido muchos años en vetustas bibliotecas. Me decido por una postal a color, le pago el doble del precio -me da pena, pobre hombre, además lo que me cobra en soles representa una miseria- y, contenta con mi adquisición, y tras los agradecimientos y reverencias del buen hombre, que parecen las de un diplomático japonés, vuelvo al hotel.

Querida Mami,

Te envío tu pequeña postal, como prometí, pero te confieso que no he visto el Machu Picchu. No he tenido tiempo. Ya acudí a la reunión con la empresa y vuelvo a España mañana por la noche. Te llamo cuando llegue a casa. Besos gordísimos. Tu hijita.

Dejo la postal en recepción, insistiendo en que la envíen cuanto antes. Eva me dice que no me preocupe. Llegará a buen puerto, pero me advierte que puede tardar un poco.

Llamo luego a Rafa, que está rodando para la televisión peruana el programa de aeróbic en la playa de todas las mañanas, y me cito con él en el bar Mojito para el mediodía. Me ha dejado esta mañana muy pronto con un beso inocente en los labios y se ha ido corriendo, no sin antes preocuparse por mi estado de salud. Tengo un poco de tiempo para pensar en cómo anunciarle que he de irme al día siguiente.

Vuelvo a tomarme la temperatura: 37,7. Ha bajado un poco, pero sigo sin encontrarme bien, así que me echo un rato.

¿Qué le voy a decir a Rafa? ¿Cómo se lo va a tomar? ¿Me reprochará no habérselo dicho antes y encontrarse con dos besos de despedida en las mejillas, sin perspectivas de un nuevo encuentro? Mis pensamientos duran toda la mañana, y cuando se acerca la hora del almuerzo, me levanto y me vuelvo a maquillar un poco, para esconder las líneas azuladas que se han instalado debajo de mis ojos. Tengo, desde luego, una imagen pésima. Cojo una chaqueta y me voy corriendo.

El Mojito está lleno de la beautiful people y de la jet-set de Lima. Es el sitio de moda para comer y tomar algo. El restaurante tiene dos plantas. Abajo hay mesas y sillas de color verde jardín, y se accede a la parte de arriba por unas escaleras de madera, como en los bares de los westerns americanos, donde siempre aparece una cortesana, con faldas de cancán, lasciva y llena de plumas en la cabeza, echando miradas amenazadoras a todos los cowboys apoyados en la barra. El segundo piso del Mojito sólo se abre al público por las noches. Tiene una parte interior y una serie de terrazas que constan de una sola mesa, donde se puede tomar algo mientras se escucha música. Voy buscando a Rafa, y me lo encuentro bebiendo una Corona, al estilo mexicano. Está chupando el pequeño trozo de limón, mirando de vez en cuando las huellas que van dejando sus dientes en la pulpa.

–¡No tienes muy buen aspecto, jefa! – me dice, levantándose para acercarme una silla.

–Creo que el viaje a Trujillo no me ha sentado muy bien -le digo, evitando sus ojos.

Hago un signo con la mano para llamar al camarero.

–¿Estás segura de que no hay otra cosa?

Noto que sospecha algo. Está muy nervioso, no para de quitar la etiqueta mojada de la cerveza, y va arrancando trocitos hasta que la botella está totalmente limpia.

–La carta y otra Corona, por favor -le pido al camarero.

Enciendo un cigarro y empiezo a temblar. Rafa se percata de ello, pero no hace ningún comentario.

Pedirnos unas enchiladas de queso, burritos, pero sin picante para mí, y una botella de vino tinto de la casa. ¡Una comida muy peruana!

–No sé si te conviene mucho beber alcohol.

Ahora, Rafa se ha puesto serio.

–Tomaré sólo un poco. Creo que no me encuentro bien por el día tan agotador que pasé ayer. Estoy muy nerviosa y disgustada por culpa de esos carteles que anunciaban lo del cólera en Trujillo. Siento un poco de asco pero no he perdido el apetito, eso es buena señal, ¿no?

No consigo convencerle. La comida transcurre en un inmenso silencio, interrumpido de vez en cuando por las miradas que Rafa lanza con disimulo, por su relato de cómo le ha ido en el trabajo, por las fotos que hemos hecho y que me ha entregado, y por el maldito camarero que nos trae las cosas como un cuentagotas.

Al terminar la comida, nos levantamos y le anuncio a Rafa que me vuelvo al hotel. Quiero estar sola y si no desciende la fiebre, tengo la intención de llamar a un médico. Sacude la cabeza para aprobar mi decisión y cuando estoy a punto de subir en un taxi, deja caer en mi bolso un pequeño sobre acartonado de color amarillo.

–Prométeme que seguirás las indicaciones que están escritas en el sobre.

Estoy muy sorprendida, pero mi estado no me permite reaccionar y preguntar lo que significa todo eso. Le digo que sí con la cabeza y cierro la puerta. En un semáforo, me vuelvo y veo a Rafa a lo lejos, con un aire triste. Está levantando febrilmente la mano en señal de despedida. No sé por qué pero intuyo que no lo volveré a ver nunca más. Y él también lo sabe.

23 de abril de 1997

Vino el médico ayer y me diagnosticó una gastroenteritis. Me aconsejó también, una vez en España, ir al hospital para hacer pruebas y descartar una posible salmonela. Luego, dormí toda la tarde, y más adelante, intenté ponerme en contacto con Rafa, pero su móvil estaba permanentemente fuera de cobertura. Me levanté varias veces por la noche, a vaciarme o porque sudaba mucho y deliraba. Me volvió a la cabeza el encuentro con Roberto y la pesadilla que tuve la noche anterior. El aire del ambiente se hizo muy pesado y estuvo presionando todo mi cuerpo, hasta tal punto que pensé que iba a acabar sepultada. Reinaba en toda la habitación un olor a huevo podrido que era, ni más ni menos, que el efecto boomerang contra las paredes de mis eructos de disgusto.

Esta mañana, sin embargo, me siento mejor. La fiebre ha desaparecido a la misma velocidad que había llegado, y tengo ganas de desayunar y preparar la maleta. Intento marcar el número de Rafa una vez más, pero sin éxito. O está enfadado conmigo, o sabe que me voy y quiere ahorrarse las despedidas dramáticas. No le guardo rencor por eso. Me pongo todo el día a trabajar sobre los informes de los clientes con los que me he reunido, para no pensar.

Un taxi me está esperando a la puerta del hotel, y me despido de Eva, que me ha caído muy bien desde el primer momento. La echaré de menos. No puedo ocultar mi tristeza y tengo ganas de llorar. En el taxi, no me puedo contener más y frente a la mirada preocupada del taxista en el retrovisor, no paro de sonarme con un trozo de papel higiénico que he encontrado en mi bolso. Cuando no tengo kleenex, siempre me llevo un trozo de papel higiénico de los baños públicos, que utilizo para secarme las lágrimas inoportunas, como ahora, o para quitarme el exceso de grasa de la frente y las aletas de la nariz.

En el mostrador de Iberia, buscando mi billete y mi pasaporte, encuentro el pequeño sobre rectangular que me ha dado Rafa. Es muy singular, cerrado por un sello de cera roja, con las iniciales: R.M. Reconozco la letra de Rafa, con las siguientes indicaciones: «Abrir sólo durante el vuelo». Palpo el sobre para intentar descubrir su contenido. Está durísimo. Lo abriré dentro del avión, no antes, aunque me muera de curiosidad. Se lo he prometido.

Hay bastantes turbulencias esta noche, más que a mi llegada, siempre pasa cuando las azafatas están sirviendo la comida. Parece a posta. Estoy vigilando el vaso de zumo que no para de dar pequeños movimientos de derecha a izquierda o viceversa, como en una sesión de espiritismo.

La señal luminosa del cinturón de seguridad se enciende de repente, y mi corazón se pone a latir más fuerte que de costumbre. Aguanto cada vez menos los viajes en avión. Necesito tranquilizarme fumando un cigarro, pero me arriesgo a una bronca monumental de parte de las azafatas y de los demás pasajeros, y a la frustración de haber dado solamente dos caladas al cigarro. ¡Lo que daría por dos caladas! Entonces es cuando me acuerdo del sobre de Rafa, y lo saco nuevamente con la delicadeza de quien tiene en las manos un diamante de un millón de dólares.

Al abrir el sobre, descubro una cajita preciosa con un papelito doblado en su interior. Contiene un mensaje muy corto pero contundente:

Querida jefa,

El tesoro del amor viene en cofres pequeños.

rafa

Rafa, ¿por qué has escrito un mensaje tan corto? Tengo bulimia de leer tus palabras, ¿no tenías nada más que decirme? Vuelvo a releer el mensaje una y otra vez y me doy cuenta del significado tan profundo que encierra esta cajita. Las lágrimas que caen de mis ojos no tienen nada que ver con las que he vertido en el taxi al venir al aeropuerto. Son lágrimas entrecortadas de sollozos cálidos, que han decidido liberarse al fin como un río furioso. Son lágrimas que brotan de un corazón demasiado húmedo de tristeza. No recuerdo haber llorado así por ningún hombre en mi vida. ¿Pero lloro realmente por él, o por los momentos de felicidad que siempre son únicos y no vuelven a repetirse?

Un giro de 180 grados

24 de abril de 1997

Nadie me está esperando en el aeropuerto. Es muy pronto todavía. Llego con la nariz completamente congestionada por haber llorado durante siete de las doce horas del vuelo, y los ojos hinchados, como si me hubiesen picado dos abejas en cada lado de los párpados. He intentado consolarme pensando que he dejado a Rafa en buenas manos. Sin duda, se va a liar con la azafata que encontró en el vuelo a Trujillo. Y este mismo pensamiento me ha hecho sonreír.

Lo primero que hago es encender un cigarro. Mientras estoy esperando un taxi a la salida de la terminal, vuelvo a introducir la tarjeta SIM de mi teléfono, que saqué antes de viajar a Perú. Mi buzón debe de estar lleno de mensajes, pero ya tendré tiempo de escucharlos todos al llegar a casa.

He quedado con Andrés por la tarde, para hacerle un resumen de mi trabajo. Después iré a casa, me echaré un rato y luego, a mitad de la tarde, me pasaré por la oficina.

De camino, vuelvo a descubrir la civilización que dejé atrás hace unos días, y me pongo a observar cada movimiento de la ciudad. En un semáforo, veo a un hombre que está delante de la vitrina de Gucci, mirando detenidamente el precio de unos zapatos de tacón altísimo. Está hablando solo y tiene un tic, su labio inferior cubre sin cesar el labio superior. En un salón de té hay un ejecutivo señalando con el dedo a la dependienta el pastel más grande, con crema inglesa que desborda por todos los lados; con la punta de la lengua se humedece el borde izquierdo de sus labios. Me siento bien. Todo va muy deprisa y vuelvo a encontrar mi ritmo.

Nunca he ido tan rápido del aeropuerto a mi casa, la ciudad no se ha puesto todavía en marcha. Sin embargo, la atmósfera empieza a cargarse con una neblina grisácea y espesa de contaminación, que se ha levantado antes que todos los ruidos de la urbe, y la humedad ya amenaza con llegar a sus niveles más altos. La sirena de una ambulancia me recuerda que estoy de nuevo en España, y que todo lo demás se ha quedado atrás. En cada país estas sirenas son diferentes, y convierten en un extraño a quien las oye. Y hoy me siento bien, pero extraña.

Mi buzón está repleto de cartas. Entre todas, dos me llaman la atención: una con mi dirección escrita a mano, y la otra es un acuse de recibo, con un sticker azul donde pone que, al no encontrarme en casa, han entregado el paquete al local A. Ya me encargaré de recuperarlo.

Abro la otra carta y miro instintivamente quién la ha firmado. Es Cristian. ¿Qué hace Cristian escribiéndome cartas? No me apetece leerla ahora. Además, después de pasar de mí cuando más lo necesitaba, le tengo todavía un poco de rencor.

Estoy contenta de llegar a mi casa. Saludo a cada uno de mis muebles. Para mí, tienen vida propia. No son muchos, pero tienen un gran valor sentimental. Especialmente un cuadro, que es la reproducción de un rostro que pintó Modigliani. Todas las personas que han pasado por mi casa me han preguntado si era yo.

–¿Yo? – dije una vez, muy sorprendida, y con una mueca de disgusto.

–¡Sí! Te aseguro que te pareces mucho a esa mujer con la melena castaña lisa, los labios finos y rosados que no se sabe si sonríen o no, una nariz larga y potente, el cuello que no se acaba nunca, y los ojos que te persiguen en cualquier rincón de la casa.

La chica del cuadro no es guapa pero sí ¡misteriosa!

–¡Es como la Jocunda! – exclamó Sonia, la primera vez.

Me dejo caer en el sofá, con la maleta al lado, y repaso todas las facturas que me han llegado: Telefónica, Fecsa, publicidad de un nuevo centro de estética que hace uñas de porcelana… Vuelvo a retomar la carta de Cristian.

Hola, Val,

Te he llamado varias veces a tu móvil pero está desconectado. Y ya no sé cómo localizarte. Por eso me he permitido enviarte esta carta. Por favor, contéstame, aunque sea para mandarme a paseo. Yo, en cambio, tengo ganas de verte.

cristian

¡Que sufra! Arrugo enérgicamente la carta entre mis manos y decido tirarla directamente a la basura. No quiero volver a España y empezar otra vez a comerme la cabeza con él. Instintivamente, y para superar el mal trago de Cristian, me veo bajar las escaleras hasta el local de Felipe y llamar a la puerta. Enseguida me abre.

–¡Hola! Soy tu vecina del primero. ¿Te acuerdas de mí? – le pregunto, con una amplia sonrisa.

Todavía no sé que mi encuentro con Felipe va a resultar de lo más oportuno. Nos encontramos cuando, irónicamente, mi destino me hace cambiar de camino, como lo hace él con sus clientes.

Felipe es un tipo extraño. Bajito, paticorto, y con unas piernas que forman ligeramente la letra O cuando anda. Tiene las uñas largas, como las de un guitarrista de música clásica, el pelo rizado, espeso, y una perilla que se deja crecer a posta para darse un aire interesante. Siempre va vestido de gris o de negro y lleva unas eternas bambas blancas. Es un tipo aparentemente muy apagado, con el rostro pálido, algo tímido, e incapaz de decir una frase sin utilizar la expresión «Claro, claro» y tropezar al menos una vez sobre una palabra. Sus ojos son pequeños y muy oscuros y se parece a un pequeño zorro. En resumidas cuentas, es feísimo.

–¡Claro, claro! Han dejado un paquete para ti, y como no estabas, firmé yo la entrega. Espera, que lo voy a buscar. ¡Pasa, pasa! No te quedes en la entrada -me dice intimidado.

Se dirige hacia una mesa de cuyo cajón saca el dichoso paquete. – No sé cómo agradecértelo. Si no hubieses estado aquí para recogerlo, seguramente lo habrían mandado de vuelta al remitente, y hubiera tenido que esperar un montón de tiempo para recibirlo de nuevo -le agradezco, mientras estoy leyendo lo que contiene.

–Entre vecinos hay que ayudarse. Además, yo ya te conocía. Nos hemos cruzado alguna vez. Eres francesa, ¿no?

Me sorprende que todavía no haya dicho «claro, claro». – Sí, soy francesa. Pero ya llevo unos cuantos años aquí -le respondo, contenta al ver que ya ha llegado mi aparato de gimnasia pasiva, que compré en La Tienda en Casa una noche que no conseguía pegar ojo. Luego le pregunto-: ¿Y tú? Catalán, de pura cepa, me imagino.

–Sí. Claro, claro. Se me nota en el acento, ¿verdad? – dice, bajando los ojos.

Intrigada, miro también hacia el suelo, pero no encuentro nada. – ¿Y qué haces aquí? – pregunta, moviendo la suela del pie derecho, como si estuviera apagando un cigarro.

–Trabajo para una agencia de publicidad -le contesto, mirándole directo a los ojos y esperando alguna reacción de su parte. Felipe no se inmuta.

–Una agencia de publicidad. Claro, claro. Debe de ser apasionante, ¿no?

Ha hundido las dos manos en los bolsillos de sus pantalones. Le noto incómodo, porque sigue con la mirada clavada en el suelo.

–Sí. A veces lo es. Pero creo que lo tuyo es muchísimo más apasionante.

Levanta de repente la cabeza.

–Hace diez días, cuando me iba de viaje, me encontré a un grupo de gente delante de tu empresa, y una chica me dijo que eran actores y que tú vendías trozos de vida. ¿Es verdad?

Estoy decidida a sacarle información y comprender eso de los trozos de vida.

Felipe me replica muy seriamente:

–Claro, claro. Curioso lo mío, ¿verdad? Vendo trozos de vida, como lo oyes. Es innovador. Creo historias y vendo un personaje durante un tiempo determinado. Como un juego de rol. La gente sueña mucho. Les gustaría ser espías, pop star, modelos o secuestrados, por ejemplo.

–¿Secuestrados? – digo sorprendida.

–Sí. Yo hago esos sueños realidad. Creo una situación, unos personajes. Tengo muy buenos actores, un guión y todo parece real. ¡Como la vida misma!

–¡Eso es muy interesante! – exclamo-. ¿Y cómo funciona?

–Te podría explicar cómo funciona pero necesitaría un poco de tiempo. ¿Por qué no te pasas mañana por la tarde y lo hablamos con más tranquilidad?

–OK! Vendré sobre las ocho, porque antes estoy trabajando. ¿Te va bien esa hora? – pregunto excitada, esperando que me diga que sí.

–Claro, claro que me va bien. Mañana, ensayamos toda la tarde. Si acabamos antes de lo previsto, te esperaré.

Nos despedimos con una sonrisa y subo a casa. Estoy cansada del viaje pero a la vez, vuelvo a tener la adrenalina a tope. Felipe me ha picado la curiosidad, y una cierta euforia embarga todo mi cuerpo.

Intento descansar un poco, y a mitad de la tarde me voy al despacho con ganas de comerme el mundo.

Andrés ya me está esperando, sentado en su trono de rey, ansioso por conocer los detalles de mis visitas. Charlo un rato con mis compañeros y, entusiasmada por ver a mí jefe, pues a pesar de todo me cae bien, llamo a su puerta enérgicamente.

–¡Pasa, hijita!

Cada vez que vuelvo de un viaje, Andrés se levanta y me da dos besos. Es una costumbre y también la única ocasión en la que puedo apreciar en él cierta ternura que suele disimular a toda costa. Las demás veces, es el hombre más frío que he conocido jamás. En esta ocasión no me abraza, y me quedo instintivamente con la mejilla tendida hacia él, ridícula. El ambiente está cargado, aunque Andrés está visiblemente contento de verme.

–Hola, Andrés -le digo, optando ya por sentarme-. Aquí estoy, con unos cuantos contratos, pero Prinsa se lo tiene que pensar todavía.

–Se te ve cansada, hijita. ¿Has tenido un buen viaje? – me pregunta preocupado, mientras hojea los informes que le acabo de entregar.

–Más o menos. Tantas horas en un avión, más el jet lag, acaban con cualquiera. Pero no te preocupes, estoy muy bien. ¿Qué te parece el trabajo?

–Está bien, hijita. Ya insistiremos con Prinsa desde aquí.

–¿Y para cuándo el próximo viaje? – mientras formulo la pregunta, me doy cuenta de que acabo de poner el dedo en la llaga.

Andrés deja a un lado los papeles que tiene en las manos, coge su cuaderno de dibujos neuróticos, y empieza a esbozar cuadrados en tres dimensiones cuyos lados va coloreando con el lápiz. Se quita las gafas, y, no sé por qué, ese gesto tan familiar me hace intuir que va a anunciarme algo malo. Tiene los ojos cansados y unos pliegues enormes cuelgan de ellos.

Todo el mundo en la oficina lo sabe ya, pero nadie me ha dicho nada. Me siento de repente como una esposa cuyo marido le va poniendo los cuernos, y siempre es la última en enterarse. Maquinalmente, me toco la cabeza para alisar mi pelo, pero en realidad estoy comprobando si mis cuernos invisibles ya tienen punta. Me está doliendo de pronto la cabeza y la euforia de la mañana se va diluyendo peligrosamente en una suerte de náuseas que están invadiendo mi estómago y mi garganta. Me quedo colgada de los labios temblorosos de Andrés, impaciente, pero no sale nada de su boca.

–¡Venga!, ¡dímelo ya! – casi le estoy gritando.

Andrés tiene que coger aire para poder pronunciar lo que ya me temo. Estamos frente a frente, yo, sin aliento, y él, visiblemente embarazado por lo que tiene que soltarme.

–Lo siento muchísimo, hijita, pero estás despedida.

Ya sabía que había una reestructuración en la empresa, pero nunca se me había pasado por la cabeza que me iban a despedir así, sin más. No pido explicaciones a Andrés porque estoy demasiado cansada para entrar en discusiones. Quedamos para firmar otro día el finiquito, me da los dos besos de despedida y salgo de su despacho hipnotizada. Voy directamente a recoger mis cosas personales, ayudada por Marta, que no para de susurrar lo injusta que es esta situación y que tengo que demandar a la empresa porque se trata de un despido improcedente. Sabemos todos que van a rodar más cabezas, pero la mía ha sido la primera, y eso me duele más que otra cosa.

Vuelvo a casa como una drogadicta, sin tener todavía plena conciencia de lo que me acaba de ocurrir. Necesito escribir porque sigo todavía bajo los efectos de las palabras tóxicas de Andrés. Cojo mi diario para intentar describir la situación y entenderla. Pero no puedo. Ahora tengo una necesidad loca de estar con Cristian para descubrir la inspiración que me está fallando.

Recuerdo que, después de hacer el amor con él la primera vez,.sentí la necesidad de poner en el papel todos los ruidos que había hecho nuestra ropa al caerse, explicar el trayecto de su lengua recorriendo todo mi cuerpo, el juego de sus manos sobre mi pecho, la ternura de sus caricias en mi vientre, el olor de su aliento que.soplaba sobre mi rostro, como un pequeño viento familiar que llegaba siempre cuando el cuerpo tiene fiebre de lujuria, la alegría compartida durante nuestros orgasmos, nuestro reposo, entrelazados, los golpecitos cómplices de los dedos de sus pies contra los míos cuando intentábamos encontrar el sueño, y su manera de Barrarme para no dejarme escapar a la otra punta de la cama. Había intentado recordar todo lo que pasó por mi cabeza cuando entró en mí la primera vez. Pero no me acuerdo ya. Imágenes confusas bailan en mi mente. Estoy cansada y mi vida acaba de dar un giro de 180 grados.

Trozos de vida

25 de abril de 1997

He pasado la mañana fumando cigarro tras cigarro -todo el piso huele a nicotina y mi pelo también, pero no tengo ganas de ducharme-, repasando unos papeles y haciendo tiempo hasta mi cita con Felipe. Podía haberla adelantado pero no quiero tener que darle explicaciones. Quien tiene que hablar hoy es él. Quiero saberlo todo acerca de los trozos de vida y si le anuncio que acabo de perder mi trabajo, quizá no me cuente nada.

Una hora antes de la cita, salto en la ducha y dejo caer el agua en plena cara, como lo suelo hacer los días lluviosos, saltando sobre los charcos. Adiós, charcos de camino a la oficina; adiós, Marta; adiós, Andrés. Os echaré de menos.

Tengo que reponerme. Primero, he de ir a ver a Felipe. Luego, llamaré a Sonia para organizar una salida loca este fin de semana, entre mujeres. Finalmente, intentaré localizar a Cristian y pasar la noche con él.

Cuando me voy dirigiendo hacia el local A, parece que me siento un poco más animada. Felipe está visiblemente contento de verme. Me hace pasar y me deja de pie en medio de la habitación.

–Creo que lo mejor será que visitemos primero el local y luego te explico todo. Ven, sígueme.

Hay tres niveles, unidos por unas escaleras en forma de caracol. En la planta baja, donde nos encontramos, hay una mesa para un ordenador, un fax y un montón de estanterías llenas de archivos. Me hace subir a la primera planta, que es una especie de despacho para recibir a los clientes. Es muy bonito, todo de mimbre, y de las paredes cuelgan varios cuadros exóticos y fotografías de gente sentada en una silla, atada por cuerdas, imágenes de cementerios habitados por zombis… Diviso un cartel que anuncia una película en la cual sale Michael Douglas: The Game.

–Me encanta Michael Douglas -exclamo.

–¿Te gustó la película? – me pregunta Felipe, sonriendo.

–No la he visto -le confieso, muy a mi pesar.

–Pues tienes que verla. Ocho años antes de su estreno, yo ya había diseñado los trozos de vida. Ahora, la gente piensa que me he inspirado en la película para montar mi empresa y no es así, sino al revés -me declara Felipe, un poco mosqueado-. Lo que sale en la película, es lo que yo hago. The Game es la historia de un multimillonario aburrido que lo tiene todo en la vida. Su hermano, para su cumpleaños, no sabe qué regalarle. Entonces decide contratar a una empresa para un juego de rol, cuyo protagonista era Michael Douglas. Éste, obviamente, no lo sabe. Pero resulta que el juego se está volviendo peligroso. Yo hago exactamente eso, pero sin que la integridad de mis clientes corra peligro, ¿comprendes?

Asiento. Realmente, esta historia me está excitando. Bajamos al sótano, donde descubro un lugar bastante lúgubre y enorme, sin ventanas, como una suerte de bunker que encierra historias inconfesables. La habitación sólo cuenta con una mesa de reunión es Dantesca, veinte sillas alrededor y un maniquí de plástico, recubierto de un atuendo militar y una máscara de gas. El lugar da escalofríos, las piedras de las paredes son visibles y el cemento también. Parece un agujero en el subsuelo que amenaza con derrumbarse sobre nosotros de un momento a otro.

–Aquí es donde reúno a mis actores para repetir cada escena. Por eso es tan grande. Necesitamos espacio, espacio -dice el eco de su voz.

–Claro, claro -le contesto, dándome cuenta de que ahora soy yo la que ha adoptado su muletilla.

Felipe no se da cuenta y prosigue con sus explicaciones.

–Invento historias de todo tipo, de espionaje, de terror, de amor… con varios niveles de peligrosidad, suspense y miedo. La gente elige la historia que quiere, y pasa a ser la protagonista durante unas horas: veinticuatro, cuarenta y ocho, depende. Todos mis actores llevan una chapa con el nombre de la empresa por si se hace insoportable la situación y para que el cliente pueda volver de alguna manera a la realidad. Con echar una ojeada a la chapa, ya se tranquilizan porque saben que no es más que un juego. En caso de que quieran detener el juego, se les proporciona un código que pueden utilizar en cualquier momento. Antes de empezar, la persona ha de asistir al psicólogo para saber en qué estado mental se encuentra, y también le recomiendo hacerse un chequeo médico. Los cardiacos están excluidos. No quiero correr ningún riesgo. Somos una empresa de ocio seria. Como ves, he pensado en todo.

–Comprendo -le digo intrigada-. Cuéntame un poco más acerca de los clientes que contratan este tipo de servicios, los precios, las historias…

–¡Claro, claro! Los clientes son personas de alto nivel socioeconómico. Los precios dependen de la complejidad y el tiempo que dure la historia, pero es un servicio bastante caro. Hago ocio vanguardista. En cuanto a las historias, las hay de todo tipo, incluso algunos clientes me piden que les invente una personalizada.

–¿Ah, sí?

–Claro, claro. Mira, mi último cliente era un abogado que quería ser secuestrado durante cuarenta y ocho horas por dos mujeres, en un zulo. Esa historia la hice especialmente para él. Le encantó.

–¿En un zulo? Desde luego, la gente está como una cabra. Con todos los secuestrados que hay en el mundo, y va ese tío y pide un secuestro. ¡No me lo puedo creer! – le digo un poco indignada.

–Lo que no te he dicho es que quería a dos mujeres lesbianas que hicieran el amor delante de él cada vez que bajaban al zulo. Así pues, tuve que contratar a dos prostitutas. Ninguna de mis actrices quería hacer el papel.

Su sonrisa tiene de repente algo diabólico y perverso, que me atrae poderosamente. Felipe ya no parece el tipo frágil y tímido que conocí la víspera.

–Vaya, dos lesbianas -es lo único que se me ocurre decir.

Él me observa y, luego, sigue con sus explicaciones como si no hubiese pasado nada.

–Una vez organizamos, para un grupo de cuatro personas, un fin de semana medieval en un castillo en el que el conde Drácula aparecía por las noches. Casi se mueren de miedo -dice, riéndose a carcajadas.

–La verdad es que me encantaría vivir ese tipo de historias. Debe de ser genial. Pero seguro que es demasiado caro -reconozco.

–¿De verdad te gustaría?

Me está mirando fijamente, con su sonrisa perversa colgada de la boca. Me parece, de nuevo, muy atractivo.

–Sí, claro. ¡Debe de ser muy excitante!

–¡No te preocupes! Tu trozo de vida llegará, y para ti lo haré gratis. Pero recuerda bien lo que te voy a decir: cuando el cliente da su visto bueno, no sabe nunca en qué momento comenzará a vivir su historia. Aun así, ¿aceptas?

–Sí -le digo, sin tomármelo demasiado en serio.

¿Qué coño estoy haciendo? No conozco a este tipo y ya le estoy diciendo que sí sin saber siquiera de qué va. Aunque supongo que debe de ser la típica historieta que se inventa para impactar a la gente.

–Entonces, recuerda: cuando menos te lo esperes… -vuelve.a repetir, acompañándome hasta la puerta.

–OK! Buenas tardes, Felipe -le saludo rápidamente y me voy corriendo a casa. Esta conversación me ha excitado y estoy sorprendida de que un tipo aparentemente insignificante se haya vuelto tan atractivo a mis ojos.

Tengo fuego en el cuerpo, y necesito apagarlo. Marco el número de teléfono de Cristian, pero no me contesta y le dejo un mensaje explicando mi ausencia durante diez días. A los veinte minutos, me devuelve la llamada y nos citamos directamente en su casa.

Sin más contemplaciones, Cristian y yo nos metemos directamente en la cama, en silencio. Me coge la cabeza entre sus dos manos y me da lametazos sobre la boca, la nariz, los ojos, el cuello. Las sensaciones de placer son como golpecitos en plena cara, de un corazón que late demasiado fuerte. De vez en cuando baja y luego sube, ofreciéndome mi propio néctar, besándome a bocados. – ¿Te gusta? – me pregunta, muy excitado. – Sí, me gusta. ¿Y a ti?

–Me encanta. Tiene un sabor ligeramente dulce. Como una lluvia de verano.

Otra vez caigo rendida de placer, y cojo con mi mano su glande mojado que voy bajando y subiendo, mientras él está explorando con un dedo mi caverna hostil. Me gusta, y le gusta a él también. Nos corremos los dos a la vez, extenuados por las posturas rocambolescas, como si de eso dependiera la intensidad de nuestro deseo.

Pasadas unas horas -no sé si fue real o un sueño- noto las nalgas de Cristian en plena cara y mientras permanezco inmóvil, veo cómo se va abriendo un agujero todavía sin descubrir, mientras una voz lasciva me susurra: -Penétrame tú ahora.

Mi sorpresa es tal que me quedo paralizada. Cristian se da la vuelta y añade:

–Las hormonas masculinas, a veces, hacen quedar como un cerdo a quien no lo es.

El recuerdo de las sensaciones del encuentro con Felipe me está gastando una broma de mal gusto.

11 de junio de 1997

Bigudí está dando vueltas por el piso, reconociendo su nuevo hogar. Mami ha muerto. Un infarto, a su avanzada edad, se la ha llevado, y no ha habido manera de salvarla. Siento que he perdido una parte de mí, justo cuando se estaba estableciendo algo muy bonito entre ella y yo. Y se ha ido sin poder recibir mi postal de Perú. Siento que la vida está siendo muy injusta y no logro dejar de pensar en si he hecho algo malo para merecer este palo. La muerte es horrible no para los que se van, sino para los que se quedan.