Mi mamá lo llevó a la escuela muy limpio, peinado y estrenando ropa y zapatos. Pero como era la víspera del inicio de clases, aún no llegaban todos los estudiantes. El director, un profesor serio, vestido de negro, con los brazos atrás del cuerpo, lo miró.
—Enrique, esta noche dormirás solo. ¿No eres miedoso, verdad? —le preguntó, viéndolo por encima de sus lentes.
El niño, al oírlo, sólo abrió más los ojos; pero cuando mi mamá le pegó con el codo, contestó rápidamente:
—¡No, señor director!
Mi mamá se despidió de él, le dejó su maleta y se fue. Mi hermano quiso correr tras ella, pero no lo hizo porque sabía que quería que se quedara ahí. Se aguantó las ganas de llorar también.
Dos muchachos grandes, a quienes el director llamó, lo condujeron a donde dormiría. Había tres áreas de dormitorios: dos para niños pequeños y otra para grandes.
—Estamos castigados, por eso no fuimos a nuestras casas en vacaciones —dijeron aquellos jóvenes, que se llamaban Damián y Pedro.
El dormitorio era grande y tenía camas a ambos lados, todas iguales; en el fondo había un ventanal, a través del cual se podían ver las ramas de un pirul. Algunos pájaros se posaban sobre el árbol buscando refugio. La tarde pardeaba.
—Vamos al comedor —dijo Pedro.
—Ya dejaste tus cosas instaladas, vamos a merendar —abundó Damián.
El comedor del internado era enorme, tenía largas mesas y bancas corridas de madera. Una mujer de semblante triste, robusta y muy seria les sirvió arroz con leche y pan.
Mientras comían, los dos muchachos miraban a Enrique con malicia e intercambiaban sonrisitas, como si tramaran algo. Cuando terminaron la merienda, se despidieron.
—Oye, Enrique, en tu dormitorio dicen que se aparece un fantasma —le dijo Damián con voz misteriosa.
—Que pases buenas noches —le comentó Pedro, con una sonrisita—. Si algo se ofrece, nuestro dormitorio está hasta al final del corredor.
—El domitorio estaba iluminado por dos lámparas largas que, desde el techo, emitían una luz escasa y fría. Enrique se aseó, se puso su camisón y se metió a la cama. Antes de apagar la luz dio una ojeada a la desolada habitación. En la penumbra vio los leves y blanquecinos rayos de luna que entraban por el ventanal.
Empezó a sollozar. Soplaba el viento y las ramas del árbol rasgaban de vez en cuando los vidrios; como esto le dio: tapó la cara con las cobijas.
De pronto se abrió la puerta del dormitorio y la tenue luz del corredor le permitió ver la silueta de un niño de unos cinco o seis años, que le preguntó:
—¿Te asusté? Soy Mauricio, no tengas miedo.
—No tengo —mintió mi hermano.
—Yo sí tengo miedo, por eso me voy a quedar contigo —dijo el niño pequeño y agregó—: en mi dormitorio no hay nadie.
Con la pálida luz de la luna, Enrique sólo podía ver la silueta de Mauricio; sin embargo, pudo percibir que aquel muchachito era amigable.
—¿Tú de dónde vienes? —le preguntó Mauricio. Enrique le contestó y luego le preguntó al niño de qué lugar del estado venía.
—Yo soy de aquí, estoy en el internado porque mi mamá trabaja en la cocina —contestó Mauricio.
En la cama contigua a la de Enrique se acostó Mauricio. Conversaron durante varios minutos hasta que a mi hermano lo venció el sueño. Se durmió esbozando una sonrisa, pues pensaba que el internado no iba a ser tan drástico como creía; ya tenía un amigo.
Damián y Pedro estuvieron esperando que pasara el tempo para hacerle una broma pesada al novato pueblerino. Después de un tiempo considerable, entraron al dormitorio cubiertos con unas sábanas, encaramado uno sobre los hombros del otro y con un plato donde ardía alcohol. Se veía realmente fantasmagóricos.
—¡Aaaauuu! ¡Aaaauuu! ¡Despierta, Enrique, despierta! —decían, acercándose adonde estaba su víctima.
Enrique despertó y con pasmo vio aquella aparición. Se asustó tanto que se quedó como congelado, sudando frío.
De pronto, Pedro, quien llevaba el plato, sintió que alguien se lo arrebataba. ¡El plato, llameante, se elevaba solo! Los dos bromistas estaban azorados. Con el tremendo susto, Damián dejó caer a Pedro, quedaron al descubierto y salieron corriendo del dormitorio seguidos por aquel plato con fuego.
¿Viste eso? —dijo Enrique cuando pudo hablar.
—Sí —contestó riendo Mauricio—; acuéstate y duerme tranquilo, esos pesados tuvieron su
merecido.
—Pero el fuego ¿cómo…?
—Es un truco que sé hacer, luego te lo enseño.
A pesar de lo raro que le parecía lo sucedido, Enrique se acostó riendo, contagiado por la risa de su nuevo amigo.
Durmió plácidamente. Soñó que él y Mauricio subían a cortar guayabas de los árboles de las huertas de nuestro pueblo; que luego corrían hasta el río y volaban casi de los saltos tan grandes que daban, riendo y jugando. Pero nunca le veía la cara a su amigo.
Cuando despertó, la luz del día entraba a raudales por el ventanal. La cama de al lado estaba bien tendida, como si nadie hubiera dormido ahí. Pensó que Mauricio se había levantado muy temprano y quizás estaría en la cocina con su mamá.
Se aseó y se vistió; arregló su cama rápidamene y se dirigió al comedor, donde esperaba encontrar a su amigo. Iba a salir del dormitorio cuando entraron sus compañeros, que le dieron la bienvenida.
—A veces, al principio, se siente uno mal por estar lejos de su casa —le dijo uno de ellos.
—Pero en cuanto haces amigos, te la pasas muy bien, resuave le comentó otro,
—Yo ya tengo un amigo aqui, se llama Mauricio —afirmó Enrique—. Anoche nos conocimos. Él durmió aquí porque en su dormitorio no había nadie y le daba miedo. Pero conmigo se sintió tranquilo —dijo, fanfarroneando un poco.
Los niños miraron asombrados a Enrique.
—¿Mauricio? —le preguntó uno de ellos en voz baja.
—Sí, me dijo que su mamá es la cocinera de la escuela.
Los niños se miraron unos a otros, la mayoría tenía cara de susto y estaban pálidos.
Le platicaron a Enrique que aquel niño había muerto hacía ya más de un año.
Los bromistas burlados, Pedro y Damían, también contaron lo que les había pasado en el dormitorio cuando quiseron asustar a Enrique, por lo que nadie en el internado dudó que un fantasma había pernoctado con mi hermano.
La mamá de Mauricio le obsequió una fotografía de su hijo a Enrique. Aunque éste al principio tuvo miedo, luego pensó que no debía sentirlo, pues Mauricio era su amigo de… otro mundo.
Y siempre que en la casa poníamos el altar para celebrar a los difuntos el 2 de noviembre, Enrique colocaba la fotografía de su amigo y un plato con guayabas maduritas y fragantes.
¡Y hablando de la celebración del día de muertos, me acuerdo de otra historia que contaba mi abuela!
Dándole un traguito a su café, se dispone a contarnos…