—Mamá, allá adelante está un señor en el agua y me está hablando —dijo Moisés, de apenas cinco años, a su madre; pero ella no le hizo caso porque estaba restregando la ropa en la orilla del río.

—Pregúntale qué quiere, mi'jo —le dijo distraída, mientras sacaba espuma blanca que se llevaba el agua.

Moisés se entretuvo raspando la tierra con una vara o lanzando piedras al agua y se olvidaron del asunto. La señora creía que el niño se imaginaba cosas, pues ya le había dicho lo mismo en varias ocasiones.

Pero un día la corriente le arrebató a la señora una sábana que estaba lavando; como el río no era muy hondo, arremangándose la falda se metió al agua para rescatarla. Cuando pensaba que la había perdido, vio que la sábana se detuvo unos metros adelante; “creo que en alguna piedra”, pensó.

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Llegó a donde estaba la prenda y al levantarla ¡vio bajo el agua un rostro que parecía mirarla con ojos fijos! Era la cabeza de Felipe Serna, un nombre muy rico, a quien su compadre Plácido Armenta había asesinado para robarle una talega con monedas de oro. El criminal había descuartizado el cuerpo para hacerlo desaparecer más facilmente.

—Apiádate de mí, buena mujer! —dijo aquella cabeza tétrica, con una voz que parecía el rumor del agua.

La pobre señora, ahogando un grito, se persignó.

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—¡Quiero reunirme con el resto de mi cuerpo y que me entierren en un camposanto! —le suplicó.

El pobre Moisés, que había seguido a su madre, ya estaba a su lado temblando de miedo; se abrazaba a ella mirando la cabeza.

—¡Ese es el señor que te decía, ma! —murmuraba el niño.

La señora rápidamente sacó del agua aquel despojo horripilante, lo envolvió en la sabana y lo llevó a las autoridades.

Cuando contó lo sucedido no le creyeron.

—Así que trae en ese envoltorio una cabeza parlante, señora —dijo con sorna el hombre que la atendió, y otros que estaban ahí rieron sonoramente.

Ella, venciendo el temor que le causaba, sacó la cabeza de entre la sábana.

—¡Soy Felipe Serna y exijo justicia! —dijo aquella cabeza, ante el pasmo de todos los presentes.

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Aprehendieron al culpable de la muerte de aquel infeliz, quien exclamó muy enojado:

—¡Soy inocente! ¿Quién me acusa?

—¡Yo! —dijo la cabeza—. ¡Ladrón, asesino! El delincuente no podía creer lo que veía y oía; los ojos se le salían de sus órbitas por el asombro, las piernas le temblaban y, cayendo de rodillas, dijo:

—¡Compadre de mi alma, tú…! ¡Dios mío, perdóname!

Plácido Armenta había creído que su terrible crimen quedaría impune, que el río ocultaria su espantosa fechoría, pero ahí estaba cara a cara con su víctima.

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—Devuélveme mi cuerpo, compadre —pidió aquella cabeza, con gesto suplicante.

El asesino confesó que había tirado el resto del cuerpo a una barranca. Después de recuperarlo, fue sepultado junto con la cabeza,

—La viuda de Felipe dio una recompensa a la mamá de Moisés por su buena acción y la justicia le impuso al alevoso compadre cuarenta años de prisión.

Desde entonces, cada vez que Moisés decía algo, su mamá le ponía atención, ya que sabía que su hijo no inventaba cosas.


Mi abuela tuvo cinco hermanos y dos hermanas.

De los varones el mayor se llamaba Enrique, y cuando cumplió ocho años lo mandaron a estudiar a la capital del estado, pues sólo allí había escuela en ese entonces.

Esa escuela era un internado y Enrique estaría allí de lunes a viernes, y el fin de semana podría regresar a casa.

Pero dejemos que mi abuela nos platique…

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