Esperanza y yo somos casi de la misma edad. Ella me lleva seis meses pero parece mayor; siempre ha sido más alta, fuerte y bonita.

Cuando niñas, íbamos a la misma escuela; y las maestras, cuando se enteraban de que éramos parientes, me decían:

—¿Por qué no eres tan aplicada como tu prima?

—Deberías aprender de Esperanza, ella sí ayuda en su casa —decía mi mamá.

Pero yo era una niña débil, enfermiza.

—Muy ocurrente y graciosa. Tan parecida a su abuelo —decía mi abuela. Por ella era la mayor rivalidad entre Esperanza y yo. Nos la pasábamos compitiendo para ganarnos su aprecio.

Mi abuela vivía al lado de mi casa, al otro lado Esperanza y sus papás: mis tíos José Guadalupe y Rosaura. Las casas se comunicaban por los patios traseros, unas cerquitas de palos muy bajas los separaban, de tal modo que prácticamente vivíamos juntos todos.

Cuando mi abuela iba al mercado, casi siempre nos traía algo: un juguetito, una golosina. Un día llegó de las compras y nos dijo:

—Miren lo que les traje.

Me dio una bolsa de papel con unos agujeritos. Esperanza me la arrebató y la abrió.

—¡Es un pollito! —dijo muy contenta.

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Yo me asomé, y al ver aquella bolita amarilla preciosa me dio tanto gusto qué lloré y abracé muy fuerte a mi abuela.

—No seas llorona. Cuídenlo bien o no les vuelvo a dar nada —dijo seria. Así era, de pocas palabras, cariñosa, pero no quería que se le notara—. La gente debe ser fuerte porque la vida es muy dura —decía.

Yo sólo la había visto llorar en una ocasión: cuando murió mi abuelo. Esperanza estaba muy contenta con el pollo que le había regalado su abuela. “Nos regaló” —le decía yo— “nuestra abuela”.

Ella quería que se llamara Pepe y yo, Pedrito.

—Pues que se llame Pepe Pedro —dijo mi tío Lupe, que siempre sabía arreglar todo: máquinas, instalaciones, juguetes y discusiones. También el tío Lupe resolvió el terrible conflicto de dónde debía vivir Pepe Pedro, porque yo quería que en mi casa y Esperanza que en la suya.

—Pues unos días con una y otros con la otra —dijo él.

—Ésa es una decisión salomónica —dijo mi abuela. Y luego tuvo que explicarnos a las nietas que Salomón había sido un rey muy antiguo y sabio que hacía justicia y la gente quedaba satisfecha. Yo me imaginé a mi tío con una corona dorada en lugar de su sombrero de palma.

Pues Pepe Pedro creció muy rápido; se puso blanco, alto y muy guapo con su cresta roja y sus ojazos redondos y amarillos. Y no sólo vivía en mi casa y en la de Esperanza, sino que también se colaba a la de la abuela.

—¡Este condenado animal vino a picotear mis plantas! —se quejaba ella. Y es que conforme fue creciendo se fue haciendo más y más travieso, audaz y cínico.

—¡Y cochino! —decía mi mamá— ¡Sácalo de la casa, mira qué cacota tiró en el pasillo!

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En la casa de mis tíos, también hacía estropicios.

—¡Esperanza, echa fuera a esa avechucha! —gritaba a cada rato mi tía. La verdad lo habíamos consentido demasiado, lo habíamos maleducado y lo habíamos acostumbrado a estar dentro. Cuando se le llevaba al patio no se quedaba ahí, volvía a meterse a las casas a hacer travesuras.

—Pues amárrenlo —dijo mi tío. Y yo, en mi mente, le quité la corona que le había puesto antes, y hasta el sombrero, y me lo imaginé con cuernos de diablo por malo. ¡Cómo que amarrar a mi pobre mascota!

Mi abuela, que era la máxima autoridad familiar, aprobó la idea. El pobre Pepe Pedro, amarrado a una estaca de una pata, estuvo unos días muy triste, y nosotras igual que él.

—¿Quién soltó a este animal? —gritó un día mi tía—. ¡Ya picotea al niño!

El hermanito de Esperanza andaba gateando y quiso agarrarlo, pero nuestro pollo, muy listo, no se dejó. El niño berreaba y mostraba una mano diciendo: ¡Picó, pollo, picó! El más asustado era Pepe Pedro, que parpadeaba con gran asombro oyendo los gritos de la mamá y su hijo.

Todos creyeron que alguna de nosotras lo había soltado, pero no fue así. A las pocas horas vimos muy orgullosas que nuestro pollo se desataba solo: con el pico desanudaba la cuerda de su pata.

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—Lo que se puede hacer es mantener las puertas cerradas —dije, pensando que acababa de solucionar el problema.

—¡Estás loca, no nos vamos a morir del calorón por culpa de un pollo! —dijo mi mamá.

Pues el pobre Pepe Pedro volvió a su estaca.

—Con estos tres nudos ni Dios Padre lo desata —dijo mi tío amarrándolo de nuevo. Se equivocaba.

—Dos días después, al volver de la escuela, Me encontré con una noticia terrible.

—Tu animal se soltó y se metió al patio de la abuela. Le sacó unos lirios que acababa de plantar —dijo mi mamá seriesísima.

Yo me asusté mucho. Corrí al patio y vi a Pepe Pedro algo avergonzado y con las patas llenas de tierra fresca. Lo abracé, y él supo entonces la magnitud de su delito. Los lirios de mi abuela eran lo que ella más quería en este mundo, después de su familia y sus arracadas de oro.

Esperanza salió a su patio, brincó la cerca para ir conmigo. Venía llorando. Sentí que algo horrible iba a suceder. Esperanza casi nunca lloraba. Ella me dijo lo que mi mamá no se había atrevido a decirme. La abuela había ordenado que Pepe Pedro abandonara este mundo. ¡Estaba sentenciado a muerte!

—Ése es el destino de los animales, ya es grande y… y… Imagínate que anduvieran vivos todos los pollos, reses y peces que crecen —eso me dijo mi papá, que siempre trataba de explicarme las cosas con paciencia y darme razones.

Yo no entendía más que una cosa: todos los adultos de la familia eran unos odiosos y sanguinarios enemigos, y la peor era la abuela. Esperanza y yo unimos nuestros ruegos y lágrimas para tratar de que cambiara de opinión.

—Aquí se hace lo que yo digo —eso fue lo único que salió de su boca. Y era verdad, lo que ella disponía se tenía que hacer.

—En el cumpleaños de mi mamá, nos comeremos a ese pollo en mole —escuché que dijo bajo mi tío. Y yo, furiosa, además de los cuernos que ya le había imaginado, le agregué unas orejas peludas y un rabo.

—¡Algo tenemos que hacer! —le dije a Esperanza.

—¿Qué? —dijo ella.

—Me voy a largar de la casa —le contesté muy enojada—. Y me voy a llevar a Pepe Pedro. ¿Vienes?

—¿Y a dónde iríamos?

—Pues a… —me imaginé caminando por las calles cargando al pollo y no llegué muy lejos. Mi prima tenía razón: no sabía a dónde ir.

Lloré toda la noche, amanecí con la cara tan hinchada que yo misma me asusté al verme en el espejo. Desayuné avena, me fui a la escuela y allá la vomité. Nada me consolaba, ni jugar en el recreo, ni ver a Lucio, un niño de sexto que me gustaba mucho. En la noche volví a vomitar.

—Tienes fiebre —me dijo mi mamá después de tocarme la frente. Me acosté.

Mi abuela vino al rato. Esperanza la acompañaba. Siempre que alguien en la familia se enfermaba, la abuela acudía para darle remedios caseros: tes, friegas, chiqueadores (unos pegostes que ponían en las sienes), purgas (unas bebidas que sabían horrible y provocaban diarrea), etcétera.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó. Yo me tapé la cara con las cobijas.

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—Te voy a dar una friega con alcohol y hierbas, te vas a componer —me dijo, tratando de destaparme. Yo me resistía.

Mi mamá trató de descubrirme a la fuerza.

—¡No quiero que me toque, no quiero verla! —grité.

—Pues ya me voy, no soporto niñas groseras —dijo la abuela saliendo de la habitación—. Vente, mi’ja, tú sí eres obediente.

Esperanza tomó su mano radiante de felicidad y mirándome con aire de triunfo.

—¡La muy traidora! —pensé.

Yo ya sabía cómo mataban a los pollos, había visto con horror a mi abuela hacerlo: los tomaba del pescuezo y luego les daba vueltas. Pues esa noche soñé que Esperanza estaba tan chica como una gallina y que yo la tomaba por el cuello después de corretearla y mirarle la cara asustada. Amanecí muy sana.

A los dos días, me despertó una música. Era el cumpleaños de la abuela. Mi papá y mi tío contrataban a un trío y le cantaban las “Mañanitas” en su ventana; luego íbamos los demás a su casa a felicitarla. Yo no quería ir, pero mi mamá me llevó a la fuerza.

—Denme mi abrazo —me dijo, al verme. Yo no me moví. Mi mamá intentó acercarme.

—Déjala si no quiere felicitarme, ni falta me hace.

—Yo si te felicito, ten abuelita, con todo mi cariño —dijo ya saben quien, entregándole un ramito de flores.

—Gracias, mi’ja, tú si quieres más a tu abuela que a un mugroso pollo, ¿verdad? —dijo mirándome de reojo.

Esperanza no se conformó con ganarme otra batalla, quería el triunfo absoluto.

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—Yo misma lo voy a matar y a desplumar, para que lo cocinen —dijo. Estaba dispuesta a todo con tal de ser su consentida; iba a demostrarle que podía ser como ella: fuerte, con temple; no chillona y blandengue como yo.

—¡Pues el fantasma de Pepe Pedro te va a perseguir toda tu vida! —le grité llena de rabia y con los ojos llenos de lágrimas.

Todos se rieron por lo que dije y eso me dio más coraje. Me fui corriendo a mi casa y me aventé a la cama de mis papás a llorar con una almohada sobre la cabeza.

A esa cama me gustaba aventarme a hacer rabietas por dos razones: primera, porque era más grande que la mía y ahí no corría el riesgo de pegarme en la pared. (Una vez me aventé a la mía y me hice un chipote en la frente). La segunda razón era que en su habitación mis papás me podían ver. Si iban ahí por cualquier motivo, a fuerza me encontrarían sufriendo. Hacer berrinches no tiene caso si no lo van a ver a uno padecer, ¿no creen?

Me quedé dormida. Desperté al rato porque oí voces a lo lejos y ruiditos cercanos.

Sobre el tocador de mi mamá había una nube blanca. Pepe Pedro estaba ahí sacudiendo la borla sobre la caja de polvo facial y todo él estaba cubierto de olorosos polvos de arroz. Me vio y se quedó quieto mirándome de lado con un solo ojo. Luego se bajó de un brinco, se sacudió un poco, un montón de polvo salió de sus plumas pero otro tanto le quedaba encima, sobre todo en su cabeza y patas. Yo me levanté a tratar de limpiar el estropicio y él salió muy orondo de la habitación. Iba caminando raro, como ebrio.

—¡Ay, no! ¡No! ¡Mamá! ¡Mamacita! —eso oí que decía alguien en el pasillo, que era algo oscuro.

Esperanza había visto a nuestro pollo avanzando hacia ella con aquel caminadito extraño y haciéndole gorgoritos porque la había reconocido. Cuando me asomé la vi alejarse asustada corriendo y dando gritos. Yo no entendía qué estaba pasando.

Pues resulta que mi prima, según ella, había matado al pollo y lo dejó inerte en el patio mientras entraba por agua caliente para desplumarlo. Pero cuando regresó no lo encontró porque ella no tenía tanta fuerza y al apretarle el pescuezo y darle vueltas sólo logró desmayarlo. El animal se recuperó y se fue de ahí; turulato, atontado, pero vivo, Esperanza lo buscó, y luego pensó que yo lo había escondido. Venía a reclamarme cuando se topó con él todo blanqueado y pensó que era su espectro, como yo le había dicho.

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Cuando mi abuela se enteró de lo ocurrido, se rió tanto que a todos nos asustó, pues nunca la habíamos visto reír así. Y a todos nos contagió, y entre más reíamos, Esperanza más se enojaba. Se fue muy molesta a su casa y se encerró en su cuarto.

Pepe Pedro fue indultado, mi abuela le perdonó la vida.

—Pero le voy a hacer su casa, un buen gallinero —dijo mi tío—. Y le compramos un par de gallinas, ¿no? —agregó.

Yo creo que a Pepe Pedro le pareció muy salomónico lo que escuchó, porque hizo gorgoritos y movió su cabeza para un lado y para otro agitando su cresta.

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Cocinaron otro pollo que compraron en el mercado. Yo no dejaba de pensar que podría haber sido el pollo amado por alguien, aunque mi papá me aseguró que a ese animal nadie lo iba a extrañar. Esto también me dio algo de tristeza, porque nunca antes se me había ocurrido pensar que había tantos pollos, cerdos, vacas a los que nadie amaba. Esa idea me hizo recordar a mi prima.

La fui a buscar.

—Esperanza, ya vamos a comer —le dije mientras tocaba en la puerta de su cuarto.

—¡Vete! No te quiero ver ni oír nunca más —me contestó con rabia.

Ella creía que yo había polveado a nuestro pollo para hacerle pasar el ridículo.

—Te crees muy graciosa, ¿no?

—Yo no sabía lo que había pasado, de veras —le contesté con sinceridad.

Bueno, esas cosas pasan cuando uno es niño. Porque ahora que somos grandes mi prima y yo nos llevamos muy bien. Mañana va a ser el cumpleaños de la abuela y yo sé que ella le va a regalar una chalina; no me lo ha dicho, la ha estado tejiendo a escondidas. Y yo, pues… le tejí un mantel, y, por supuesto, también sin que mi prima se enterara; y es que a mi abuela le encantan las cosas tejidas a mano.