San Pablo es una pequeña población costera, con pocos pobladores y visitantes. Tiene casas frescas y coloridas con mecedoras en sus pórticos, unas palmeras muy altas y…

—¡La playa más hermosa que he visto en toda mi vida! —dice Marilú.

Bueno, ella tiene apenas diez años y es la primera vez que ve el mar.

Ahí está desde hace tres días con sus papás, su abuela y sus dos hermanos, mayores que ella.

Todos los días la familia entera se ha ido desde tempranito a la playa, que está tan cerca de donde se hospedan, que por las noches escuchan el sonido de las olas antes de dormir.

Por las tardes han paseado por las calles empedradas y pacíficas de la pequeña ciudad y han comido helados deliciosos que venden en el jardín, de árboles frondosos y llenos de pájaros negros.

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—Le llaman urracas —le ha dicho su abuela a Marilú.

A la hora de la cena disfrutan de los platillos que prepara con buen sazón la dueña de la casa de huéspedes a donde han llegado.

—Es como si estuviéramos en nuestra propia casa —dice la mamá.

—Más tranquilo que un hotel —dice la abuela.

—Y más barato —dice el papá con una gran sonrisa.

Además, ahí sí admitieron a “Yuya”, una perrita blanca, muy amistosa, que Marilú adora.

—¡Claro que el animalito puede quedarse! —dijo doña Elena, la dueña del lugar—. Mi casa es para familias, y las mascotas son parte de éstas.

A Marilú le simpatizó la señora desde el primer instante, no sólo por lo que dijo de las mascotas, sino porque es una mujer risueña y cariñosa, que habla curioso: casi no pronuncia las “eses”.

—¿Cómo te llama? ¿Cuánto año tiene tú? —le preguntó al verla.

En la casa de huéspedes hay otras personas: el señor Jack, hombre rubio, alto y fornido que siempre usa gafas negras. Tiene aspecto de extranjero, pero habla muy bien el español. Y una pareja: él es doctor, siempre suda mucho y se seca constantemente con un pañuelo; es muy gordo. Ella, la esposa, es muy delgada, tiene las uñas muy largas y fuma todo el tiempo.

—¿Qué otra cosa puedo hacer, si aquí todo es tan aburrido? —dice ella lanzando el humo de su cigarrillo.

El día de hoy también se han ido desde temprano a la playa, Marilú y su familia. Sus hermanos le han estado enseñando a nadar.

—¡Ya puedo flotar! ¡Ya puedo! —grita feliz la niña sosteniéndose sobre el agua, todos la felicitan. Sus hermanos y sus pdde se adentran un poco para nadar.

—¡Mamá, cuida por favor a Marilú! —le dice el papá a la abuela, que está sentada bajo una sombrilla.

—No te metas más allá —le advierten a la niña.

Ella es obediente y se queda a pocos metros de la orilla, en donde Yuya hace agujeritos con sus patas sobre la arena húmeda. Cada que viene una ola, la perra corre para evadirla y eso le da risa a Marilú.

De pronto una ola potente sorprende al animal y lo arrebata, Marilú va tras la perra y otra ola sorprende a la niña, arrastrándola con rapidez al fondo del agua.

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Todo fue tan súbito que la abuela no se dio cuenta, sólo se había distraído unos segundos para mover su sombrilla, y cuando volvió su vista ya no estaba la niña y la perrita flotaba asustada. La anciana empezó a dar voces y todos acudieron.

Marilú estaba muy asustada y desorientada debajo del agua, pero trató de serenarse. Recordó lo que sus hermanos le habían dicho: que debía estar relajada y tranquila para poder flotar. Tenía mucho miedo.

De repente sintió que algo la ayudaba a salir, empuñándola.

En unos segundos salió a flote. ¡Y por fin pudo respirar! ¡Qué alivio! Vio a sus padres y hermanos angustiados zambulléndose a unos metros buscándola afanosamente.

—¡No debimos venir a este lugar tan solitario, nadie nos puede ayudar! —decía la mamá a punto de llorar.

—¡Sólo en un lugar así podríamos estar a gusto, lo sabes! —le decía el papá.

Marilú les gritó, les hizo señales con sus brazos y ellos acudieron llenos de felicidad.

Mientras se acercaban, Marilú pudo ver por un momento a quien le había ayudado.

Se trataba de una criatura extraña, parecía un pez grande, pero… ¡Su cara era de un ser humano!

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—Fiuu, fiuuu, fiu, fiu —silbó melodiosamente aquella criatura. Era una tonada alegre y Marilú entendió lo que con ella quería decirle:

—Estoy contento de que estés bien, yo soy feliz en el mar. Adiós.

El pez silbador se zambulló con agilidad y se alejó.

Ya en la casa de huéspedes esa noche, la familia comentó el suceso.

—Ojalá que fuera cierto eso del extraño pez —dijo la mujer prendiendo su cigarrillo número treinta del día—. Si yo viera algo así, tal vez me sentiría menos aburrida.

—Los niños son fantasiosos, inventan cosas cuando están en peligro —dijo el doctor con aire de sabelotodo.

El señor Jack no dijo nada, comió y bebió en silencio.

Al terminar de cenar, todos se retiraron a sus habitaciones a descansar.

Marilú compartía cuarto con la abuela y con Yuya, que dormía a los pies de la cama en un tapetito, pero en cuanto apagaban la luz se subía a la cama de la niña.

En la madrugada Marilú despertó, había escuchado algo y además Yuya no estaba a su lado. La vio asomada a la ventana con la cortina cubriéndole la mitad del cuerpo, sólo se le veían las patas traseras y el rabo.

Marilú se levantó para ir por Yuya y vio lo que el animal estaba observando.

En la calle oscura, Jack daba instrucciones a dos hombres que bajaban un costal de una camioneta.

—Métanlo, con cuidado y en silencio —les dijo en voz baja, mientras miraba a todos lados.

Marilú escuchó aquel silbido que había escuchado antes.

“¡Es él!”, pensó, “¡el pez silbador que me rescató en la mañana!”

Jack lo había capturado.

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La niña volvió a la cama y ya no pudo dormir, pero en poco tiempo amaneció. Les contó a sus familiares lo que había visto.

—Haremos un plan para devolverlo al mar —dijo uno de sus hermanos.

Toda la familia estuvo de acuerdo, hablaron y cada uno aceptó lo que iba a hacer. Después bajaron a desayunar.

—Buenos días —dijeron a la esposa del doctor.

—Buenos y aburridos —contestó ella mientras fumaba su quinto cigarrillo del día que empezaba.

También saludaron al doctor, que sorbía a traguitos un café exquisito mientras leía un libro.

—¿El señor Jack no ha bajado a desayunar? —preguntó la abuela.

La dueña de la casa de huéspedes le contestó que no, y que muy temprano, de madrugada casi, había ido a buscarla para pedirle prestada una tina grande y sal.

Marilú y su familia compartieron miradas de entendimiento. No cabía duda, aquel hombre tenía al pez silbador en su habitación; para eso había pedido la tina y la sal. Aquel animal era anfibio, es decir, que podía estar algún tiempo en nuestra atmósfera, pero también requería de agua otra parte del tiempo.

Acababan de preguntar por él, cuando Jack entró al comedor.

—¡Buenos y felices días! —dijo muy contento, con una sonrisa que nunca le habían visto los días anteriores. Se sentó a desayunar con buen apetito. Estaba muy alegre imaginando que se haría rico vendiendo a algún circo el fabuloso pez.

—Fíjese, doctor, que usted debe tener razón en lo que dijo ayer sobre la imaginación de los niños —dijo el papá de Marilú—, porque ahora dice mi hija que no fue un solo pez silbador el que vio, sino que eran dos.

—Sí, créanme, ayer estaba yo muy asustada y no recordaba bien. Pero les aseguro que eran dos… quizá tres.

El doctor sonrió con aire de superioridad.

—Mira linda un ser así no es posible que exista menos dos; todo fue producto de tu imaginación.

—Ya escuchaste al doctor, Marilú, él es hombre de ciencia y sabe mucho. Hazte caso. Desayuna, anda. Y déjate de tonterías —dijo la abuela.

Jack no comentó nada. Pero esa noche, tal y como habían supuesto Marilú y su familia, salió sigiloso de la casa.

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La mamá de Marilú le contó a la señora Elena lo que sospechaban, y ella, que los estimaba mucho, estuvo de acuerdo en participar en el plan de rescate. Les prestó una llave de la habitación de Jack. Ahí, tal y como lo habían pensado, encontraron al pobre pez, maltrecho y tristísimo.

—¡Fiu… fiu… fiu! —silbó, casi sin fuerza; su tonadita nostálgica, que quería decir: “Soy feliz en el mar, quiero estar allá”.

A bordo de su automóvil, la familia lo transportó rápidamente a la playa, a un punto distante de donde lo habían encontrado.

—¡Aléjate! ¡Vete pronto de aquí! —le dijeron, después de ponerlo en el agua. Él se fue nadando alegremente.

—¡Fiuuuuu! ¡Fiufiufiufiuuu! —silbó.

—Marilú tradujo:

—Quiere decir: “Gracias por salvarme”.

Jack se pegó un gran chasco. Se pasó toda la noche buscando al otro pez silbador. Había alquilado un bote y a dos pescadores; tuvo que pagar bastante dinero sin haber obtenido lo que deseaba.

De regreso a la casa de huéspedes, pensaba: “Siquiera tengo a uno, me haré rico vendiendo a ese fenómeno”.

Cuando el hombre llegó a su habitación y no encontró a su presa, se enfureció. Luego se calmó, sabía que no podía reclamar nada a nadie.

Se marchó de inmediato con cara de pocos amigos. Subió sus maletas a su potente camioneta y, haciendo chirriar las ruedas del vehículo, se alejó levantando una gran polvareda.

Marilú y su familia lo vieron irse desde la ventana de su habitación, conteniendo risitas.

Esa misma tarde ellos se iban también. Se despidieron.

—Vuelvan pronto, los voy a estar esperando —les dijo, muy risueña, la dueña.

—Ahora, sin ustedes, mis vacaciones serán más aburridas —dijo la señora del doctor inhalando el humo de su cigarrillo.

—Fue un placer conocerlos —dijo el doctor—. Y ya no andes viendo cosas raras, ¿eh? —le pidió a Marilú con una sonrisa burlona.

—Pues en realidad todos los seres somos un tanto raros —dijo la abuela, mientras se quitaba una pañoleta de la cabeza, que siempre usaba.

Dos grandes orejas, del tamaño de un plato, quedaron en libertad ante los asombrados ojos del doctor y su mujer.

Marilú se rió al ver las caras de incredulidad, y se quitó su saco para mostrar orgullosa y traviesa un par de alitas curiosas que se agitaron en su espalda, y un rabito como de mono.

Los hermanos de la niña mostraron sus pies, que tenían solamente dos dedos, y el padre abrió su camisa para dejar al descubierto una boca grande en su pecho, que sonreía y saludaba.

—¡Hola, soy una boca extra! —dijo.

—Es… es… ¡Increíble! —dijo el doctor con el pañuelo en la mano, tratando de secarse el sudor helado que corría por su rostro.

Su esposa no lograba cerrar la boca y el cigarrillo entre sus dedos se consumía y casi los quemaba.

—Lástima que yo no tengo nada espectacular qué mostrar —dijo la mamá.

—Yo tampoco —dijo Yuya, la perrita, con algo de desaliento.

Las palabras de Yuya fueron lo último que escuchó el doctor. Se desmayó, y cayeron al suelo sus ciento diez kilos de humanidad. A su esposa le sucedió lo mismo; afortunadamente ella cayó encima de él.

—La señora Elena, después de ver aquella demostración de rarezas, pensó con gran satisfacción: “En mi casa pueden hospedarse toda clase de seres”.