SUICIDIO
BOYLE... saltó. Lo hizo. Lo hizo genuina, verdaderamente. Dicen que cuando llega el fin, no importa cuán rápido sea éste, hay suficiente tiempo para que toda nuestra vida pase frente a nuestros ojos. Esto no es estrictamente verdad, porque tal cosa requeriría largo tiempo. Pero diremos que sí hay tiempo suficiente como para muchas cosas. Sin embargo, Boyle descubrió tal como otros lo habían hecho antes que él, que uno es capaz de visualizar cuadros de su vida, todos desordenados, así como sonidos, voces que dicen una o dos palabras, que ríen o que gritan, y que un grito puede volver a uno a pesar de los años transcurridos, significando ahora lo que quiso decir el que gritó, y no lo que uno siempre creyó. En tales momentos, uno es capaz de comprender todo. Algunas de las imágenes y de los sonidos eran aparentemente triviales: la tía Edith diciendo:
"Por favor, pásame la sal" y la forma en que Hank siempre llevaba un calcetín bajo y el otro alto cuando eran niños. Cosas así.
Luego estaba el revivir los momentos que no fueron triviales, como la vez que tenía que ir a Scranton y Kay dijo, súbitamente: "No vayas" y sabía que ella iba a acostarse con otro y quería que estuviera afuera esa noche, pero de todas formas lo dijo, y a pesar de todo se fue a Scranton. Y a Kreiger diciendo. "Boyle, usted y yo sabemos que va a ser más feliz en otra cosa", lo que quería decir Fuera, no me importan los años de tus sueños y tu lealtad, ni tu trabajo, ni la puerta del escritorio, con letras de opalina.
Saltó.
Saltó, y sintió terror, porque siempre lo hay cuando se cae y cuando es de noche. Indudablemente, lo lamentaba, estaba allí el si-lo-tuviera-que-hacer-otra-vez-sería- diferente. Lo esperaba, y se le ocurrieron un par de ideas nuevas. Hay que ir a verlo con decisión y decirle... le voy a demostrar a ella que... mejor pedir un préstamo... cosas como esas; y dando vueltas y vueltas una especie de insano orgullo: lo hice. Boyle no había fallado. Aseguró que lo haría, y lo había hecho. Esperaba que ahora todos esos sinvergüenzas hubieran aprendido la lección.
Hasta allí llegó cuando algo en la oscuridad se enganchó en su tobillo y lo hizo dar vuelta. El viento era diferente cuando lo sintió zumbar en su cara y se halló, incrédulamente, mirando a las estrellas, con el enorme bulto de la montaña que borraba la tercera parte del cielo. Entonces las luces (diez mil luces en el valle que estaba debajo de su cabeza, un millón de luces en el cielo bajo sus pies) fueron eclipsadas por diez millones más que había en su cabeza, mientras el dolor desesperante de las innumerables lastimaduras amenazaba transformarse en una agonía si llegaba a vivir suficientemente, cosa que no iba a suceder.
Entonces las luces se apagaron.
—No se suelte. Por favor, no se suelte. —La voz era suave, clara y cercana. Abrió los ojos y pudo ver la silueta de la cabeza de la muchacha, al inclinarse sobre el precipicio. Hasta creía que era capaz de sentir el agitarse de los cabellos de ella contra su sien, el compás de la respiración. Entonces parpadeó, y vio que no era la cabeza de ella, ni la cabeza de nadie, sino simplemente el bulto de la montaña contra el cielo. Por un momento de locura pensó que podía estar cayendo aún, pero las raspaduras en la mejilla le hicieron sentir que no era así. No se sienten las mordeduras de los guijarros ni la caída de la tierra suelta en la cara, si se está cayendo por el aire. Sacudió la cabeza para aclararse las ideas, y sintió que todo el cuerpo se deslizaba. Fueron realmente unos pocos centímetros, pero lo suficiente como para mandar un mensaje de intolerable dolor que partía de su pierna derecha, y para recoger tierra y guijarros en el cuello de la camisa. Todavía arriba era abajo para él. Con precaución miró sobre la cabeza y vio luces... ¿estrellas? No, porque seguían un esquema regular. Eran iguales a las luces del valle. Eran las luces del valle.
Se hallaba en una grieta de la montaña, apoyado precariamente de espaldas, con la cabeza hacia abajo, y el lugar donde descansaba estaba peligrosamente inclinado. Miró otra vez las estrellas, y volvió a deslizarse unos centímetros. Súbitamente comprendió con terror que si seguía retorciéndose y deslizándose iba a caer, puesto que el precario sostén no lo aguantaría.
Lenta y cuidadosamente trató de determinar dónde estaban sus manos. Una se hallaba apoyada en tierra, a su lado, la otra cruzando su estómago. La levantó y la puso también sobre el suelo. Con la mano izquierda sólo pudo hallar guijarros sueltos y tierra, que se deslizaban al mover los dedos y se perdían en alguna parte dentro del espacio negro que había más allá de su cabeza. No muy lejos, sin embargo. La mano derecha descansaba sobre algo que parecía un trozo de roca más sólida. Con cuidado, sin atreverse a volver la cabeza para mirar y sabiendo que de todos modos estaba demasiado oscuro para hacerlo, la exploró con la punta de los dedos.
Había un borde, es más, había una hendidura de dos o tres centímetros de ancho. No pudo descubrir cuán larga era ni cuán profunda. Deslizó sus dedos en ella y la sensación fue maravillosa. Dejó de moverse por un rato y se concedió el placer de dicha sensación. Había sentido algo parecido una vez, cuando se compró el primer auto nuevo. Es mía, me pertenece. Permitió que la punta de sus dedos penetrara dentro y volviera a deslizarse fuera de la grieta, en forma muy similar a como había pasado sus orgullosas manos sobre los relucientes tapizado y paragolpes. Qué maravilloso era poseer una grieta en una roca.
Trató de encontrar un apoyo para sus talones para poder elevarse un poco, pero no había otra cosa que polvo y guijarros sueltos y una explosión de dolor que se produjo en su pierna derecha. Y todo su cuerpo le dijo que estaba a punto de volver a deslizarse hacia aquel reborde, hacia abajo (arriba), más allá de su cabeza.
Introdujo lo más profundamente que pudo en la grieta los dedos de su mano derecha y dejó de pensar. En ese momento comenzó el miedo y éste no le permitiría pensar. El miedo surgió, lo inundó y lo debilitó, abandonando fragmentos de él en una y otra parte de su alma como charcos dejados por la marca. Sabía que se producirían nuevas oleadas. El miedo obnubila el cerebro, el miedo puede debilitar, puede paralizar los dedos, puede hacerlos deslizar fuera de esa preciosa grieta de la roca que es la única posesión restante en ese pedregoso y deslizante universo cabeza abajo.
Apretó los dientes hasta que le dolieron. Era un dolor diferente de los otros dolores que lo atormentaban y atravesaban, porque era un dolor que él mismo se producía y que él mismo podía interrumpir. Esto puede parecer una cosa sin importancia, pero no lo es. Cuando un hombre indefenso comprueba que es capaz de hacer algo, cualquier cosa, deja de ser indefenso aunque lo que haga no tenga ninguna utilidad. Fue algo extraño lo que comenzó a hacer. Comenzó a apretar y aflojar las mandíbulas y comprobó que esto era como una bomba que lo vaciaba de miedo. Sabía que nunca podría suprimirlo totalmente, hasta la última gota, pero no lo necesitaba; todo lo que deseaba era liberarse lo bastante como para poder pensar otra vez.
Lentamente, cruzó su mano izquierda sobre su cuerpo y la llevó lo más lejos que pudo en dirección a la derecha. Una mano encontró la otra y las tensas puntas de los dedos exploraron el terreno cerca de ella. La grieta estaba llena de polvo seco y cavó laboriosamente para eliminarlo. El esfuerzo aumentó la presión de todo su cuerpo para deslizarse y la roca bajo su mano derecha comenzó a hacer presión. Súbitamente tomó conciencia de que su mano derecha se cansaría, que simplemente se saldría de la grieta, si tal presión se hiciera demasiado grande o durara un tiempo excesivo. Introdujo los dedos de la mano izquierda en la grieta, lo más profundamente que pudo. Para lograrlo, debió rotar ligeramente su cuerpo y todos sus planes de moverse despacio y con cuidado se evaporaron en otra gran oleada de terror cuando su cuerpo comenzó a deslizarse. Se semiincorporó e hizo una serie de esfuerzos para introducir las manos, una junto a otra, dentro de la grieta. Su cuerpo giró alrededor de las manos como si fueran un pivote y alrededor hubo una pequeña cascada de rocas sueltas que terminó en un terrible silencio en un punto situado verticalmente debajo de él, cuando cayeron hacia el espacio negro. Cuando cesó por fin todo movimiento, se encontró acostado sobre el vientre con ambas manos profundamente introducidas en la grieta y no pudo ver nada más. Pero por lo menos tenía la cabeza hacia arriba y esto pareció ser de ayuda para él.
Inspiró profundamente en busca de aire y escupió polvo. Se quedó acostado y jadeante hasta que le dolió un poco menos al respirar, cosa que inmediatamente lamentó, porque la relativa relajación le permitió captar otras sensaciones. La que sobrepasó a todas las otras, como un disparo sobre un murmullo, fue la proveniente de su pierna derecha. No podía sentir, respecto a ella, otra cosa que una constante sensación de agonía. Algo sumamente horrible debía haberle pasado a esa pierna.
La otra parecía encontrarse bien. La movió un poco. Pudo sentir la rodilla apretándose contra la montaña, y la pierna, pero nada por debajo de ésta. Movió el pie. No sintió nada con él y luego tomó conciencia, con terrible claridad, de que sus dos pies se proyectaban por sobre el borde del precipicio.
Esta comprobación dio origen a una nueva y gigantesca oleada de miedo. Aplicó entonces lo que había aprendido acerca de ello: cuando el terror se aproxima a uno, hay que ponerse firme y dejarlo pasar. No hay que dejarse apabullar, no hay que escapar. En un segundo, o en un minuto, o quizá en una eternidad, el miedo pasará. Aun si penetra a través de uno, tarde o temprano se comprueba que es posible pensar otra vez.
Volvió a asirse con fuerza con ambas manos y tiró. Su cuerpo se deslizó dolorosamente alrededor de un centímetro y oyó el comienzo de aquel suave crujido producido por los guijarros y el polvo que comenzaban a deslizarse alrededor. Bueno, cáiganse si quieren, les dijo con furia, a mí no va a pasarme. Tomó el otro camino, fue hacia arriba. No mucho, no rápidamente y por cierto, no con facilidad.
Al levantar los pies por encima del borde, sufrió un amargo dolor y recibió también una espléndida recompensa. Lo que sintió en la pierna derecha cuando el pie tocó la pendiente y giró, sobrepasó cualquier otra sensación dolorosa que hubiera tenido en su vida, y se refugió debajo de esta sensación rogando que no lo hiciera debilitarse y soltar las manos. Pero el dedo gordo de su pie izquierdo, explorando a la manera de un animal ciego, encontró una pequeña saliente y acudió al rescate como un regimiento de caballería en una película de indios y vaqueros ¡ta-taaa! ayudando a sus crujientes dedos a movilizarlo hacia arriba.
El momento en que sus labios llegaron a la altura de sus manos, fue uno de los más gloriosos que jamás hubiera vivido. Llevado por un impulso que nunca podría explicar estalló en una breve y áspera carcajada e introdujo la lengua en la grieta rocosa, entre sus manos. Luego se quedó quieto, semiatontado y semisonriente, hasta que llegó el momento de volver a moverse.
Ahora el traccionar se había transformado en empujar, ya que ejercía presión sobre la grieta por debajo de su cuerpo, más allá del tórax, más allá del vientre. Cuando sus manos llegaron a estar completamente extendidas hacia abajo volvió a descansar y comenzó a mover la pierna izquierda. No se atrevía aún a incorporarse sobre las rodillas y debía llevar la pierna hacia afuera y a un lado hasta que su cadera casi le imploró que se detuviera, pero no lo hizo.
A regañadientes, la pierna izquierda comenzó a hacerse cargo de la situación, y cuanto más la estiraba más capaz se volvía. Se deslizó hacia arriba. Se atrevió a desplazarse hacia adelante y encontró unas pocas briznas de hierba, que no eran de ninguna ayuda por sí mismas pero cuyas raíces constituían un firme apoyo. Las percibió al moverse, de modo que las tomó con mucha facilidad. Puso ambas manos en ellas y su pie izquierdo expresó un caluroso "adiós y gracias" a la grieta de la roca, desplazándose nuevamente hacia arriba.
La pendiente era algo menor aquí y encontró posible mover la rodilla directamente hacia arriba en vez de hacerlo lateralmente como antes; era todo un lujo y una sofisticación el poder hacerlo así. Su pierna derecha constituía tina tortura. Apretó los dientes para combatirla; se dijo a sí mismo: no tengo más que decir basta, para que desaparezca. Por supuesto que es imposible hacer desaparecer de un momento a otro el dolor de una pierna rota. Uno actúa como si fuera así, como si el dolor se hubiera ido. Y entonces, de alguna manera, resulta posible moverse.
La pendiente era ahora todavía menor. Dejó de mirar hacia arriba. Debía encontrarse aproximadamente en el sitio en que se golpeó y deslizó después de haber saltado. No podía ver muy bien, ya que sólo había la luz de las estrellas y un mínimo resplandor de las luces del valle, pero la roca por encima de él se irguió como una imposible pared uniforme y el reborde casi horizontal en que se encontraba no era muy ancho, quizá cuatro o seis metros.
Se arrastró hasta la base de la roca y se volvió con mucho cuidado, levantando la pierna rota con ambas manos, dejándose luego caer con la espalda contra la roca.
Estaba tan cansado y perturbado y con tanto dolor, que las luces distantes le parecían oscurecerse y girar; y hasta el simple acto de sentarse, de sentarse de verdad y apoyarse contra algo, le hizo sentirse favorecido hasta el punto del lujo.
Luego todo desapareció en un negro y confortable sueño, antes de que pudiera aclararlo en su mente.
Cuando despertó, se encontraba en medio de las grises sugerencias del lejano amanecer. Por un momento miró a derecha e izquierda y a través del valle, con vértigo, tan lejos, esas luces tan lejos allá abajo. Luego la memoria lo retrotrajo a los minutos ¿u horas? en que había estado con la cabeza hacia abajo y una mano en una grieta, y miró alrededor, se vio apoyado contra la roca, y casi sonrió.
Hizo movimientos hacia atrás y adelante para hacer circular la sangre en caderas y piernas, y luego hizo presión y se incorporó algo, luchando contra el dolor. Descansó un momento, de pie, luego se abrió los pantalones y orinó. No hizo esfuerzo, sólo dejó que ocurriera. Había algo maravilloso en el sonido que producía y en el suave, cálido y familiar olor acre. No se trataba de que algo estuviera saliendo de su cuerpo, sino de que estaba sucediendo algo vivo y que era importante justamente por eso.
Cuando terminó, subió el cierre automático y miró a derecha e izquierda. El agua de lluvia había cavado, al caer, un hueco anguloso en dirección al reborde en que se encontraba. No era suave, ni amplio ni tampoco especialmente seguro, ya que en parte tenía más el aspecto de tierra suelta y deslizante que de roca, y era muy empinado.
Comenzó a trepar por él.
Trepó durante unas cinco horas. Su extensión era de sólo veinte metros. Una vez debió detenerse para fabricarse un camino, un camino de guijarros y extremos de raíces incluyendo una o dos rocas, cualquier cosa que pudiera alcanzar y acumular, dos veces se desmayó cuando la tierra se deslizó bajo sus pies y debió saltar para salvarse, retorciendo su pierna herida.
Y durante la cuarta y quinta hora algo extraño le ocurrió a Boyle. Comenzó a apurarse.
Fue el apuro el responsable del segundo de esos desmayos. y al recuperarse debió quedarse un rato quieto y pensar en ello y preguntarse por qué se había apresurado, ya que no había ninguna razón para ello y no era realmente adecuado avanzar con apuro, ¿verdad?
La única conclusión a que pudo llegar fue que deseaba alcanzar la cima antes de que nadie pudiera venir a ayudarle. No comprendió esto, de modo que lo quitó de su mente, pero dejó de esforzarse tan intensamente.
Pero cuando alcanzó la cima, no pudo seguir adelante. No había forma de hacerlo. La pequeña y excavada hendidura que a veces estaba allí y a veces no, a veces era de roca y a veces de tierra; terminaba en una estrecha grieta por debajo de una saliente.
Boyle se sentó bajo la saliente y observó el valle. Era de día ahora y, con pocas excepciones, las luces estaban apagadas. El sol todavía no se había levantado, pero el distante horizonte era negro y nítido y el cielo por sobre él había cambiado su color de gris a perla y comenzaba a mostrar un ligero tono rosado. Miró la parte inferior de la saliente y súbitamente comenzó a enfurecerse.
Entre los fragmentos que había alrededor, encontró una piedra estrecha, plana y puntiaguda, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo. La tomó, la levantó y comenzó a cavar la saliente. Cavó hacia adentro y hacia arriba y la tierra se desprendió y cayó precipitándose con ruido hacia abajo y cavó algo más. Tardó muy poco en aprender cuanto podría cavar antes de que se produjera la caída de fragmentos. Descubrió algunas raíces y cavó alrededor hasta que dejaron de ser hilos y cuerdas para transformarse en varas y ramas blanquecinas, algo de que sostenerse mientras cavaba más y más profundamente. Los brazos, la espalda y la pierna izquierda, que sostenía todo su peso, comenzaron a dolerle, era algo que hacía frente al dolor de su pierna derecha rota. Parecía haber aceptado una especie de desafío para ver si podía lograr que el resto de su cuerpo le doliera tanto como esta pierna. Cavó una especie de cueva en la roca, sabiendo perfectamente bien que si llegaba hasta un punto suficiente, era más que probable que el todo cayera sobre él y lo arrastrara hasta el valle; pero no temía los riesgos y no abandonaría.
Por centésima vez miró hacia arriba para cavar el material blando por sobre su cabeza y cuando ocurrió casi no se dio cuenta de lo que pasaba, de que el techo sobre él se había vuelto bruscamente más bajo. Realmente se movía cuando dejó caer su herramienta de piedra y aferró unas raíces con ambas manos, retorciéndolas sobre sus muñecas y colgándose de ellas con todas sus fuerzas.
En forma casi silenciosa la saliente se derrumbó y durante un negro y estremecedor momento estuvo totalmente seguro de que se había enterrado a sí mismo. Luego el crujiente peso se deslizó y oyó el ruido de tierra y rocas que caían, y agitó su cabeza, que estaba libre, y abrió los ojos.
No había más saliente. Donde el canal de la lluvia comenzaba, antes en una estrecha hendidura, ahora había una amplia en forma de V, que bajaba desde la cima en una pendiente natural muy pronunciada, y estaba llena de raíces. Se introdujo en ella, con manos como garras se abrió camino hacia la cima y avanzó (con una especie de alegría) diez metros más en sentido horizontal, antes de desmayarse.
Se quedó tirado durante un largo tiempo. Sin siquiera tratar de pensar. Luego, por último, rodó sobre sí mismo manejando su pierna rota como si fuera la frágil posesión de algún otro, y se sentó mirando a través del valle hacia el borde del sol que se abría camino desde detrás de las montañas. Todo lo que esto le sugirió fue que se trataba de un nuevo día y que no tenía por qué pensar mucho en ello.
En lo que sí pensó, mientras estaba allí sentado, en su nuevo día, esperando que alguien pasara, fue en las dos preguntas que no se había hecho, ni por un segundo, durante todas estas terribles horas.
¿Por qué había saltado? ¿Por qué había trepado? Allí sentado, mirando la salida del sol, comprendía que esto era todo lo que necesitaba para responder a la segunda.
Y, con respecto a la primera, ya no importaba. ¿De acuerdo? se preguntó a sí mismo. "De acuerdo". Se respondió.