Compañero de celda
La gente pregunta si alguna vez estuviste preso y se ríe. La gente bromea sobre la cárcel. Pero estar en la cárcel es malo, sobre todo si te encerraron por algo que no hiciste. Y si lo hiciste es peor. Te sientes idiota por haberte dejado atrapar. Y es peor todavía si tienes un compañero de celda como Crawley. La cárcel es para que los reos no fastidien por un tiempo, no para que se vuelvan locos.
Se llamaba Crawley y te crispaba los nervios. Un sujeto de estatura mediana y cara morena. Brazos y piernas raquíticas. Cuello nudoso. Pero con el pecho más grande que he visto en un hombre de ese tamaño. No importaba qué camisa le pusieran. Cuanto más grande era, más le colgaban los puños y más le ajustaba en el pecho. Nunca vi nada parecido. Era uno de esos personajes llamativos que paran el tránsito por donde pasan. Como un jorobado con la joroba delante. No hacía dos semanas que yo estaba en mi celda cuando me ponen de compañero a este fenómeno de circo. Soy un tío con suerte. Soy de los que patinan y se rompen la crisma cuando van a cobrar el premio que ganaron jugando a la lotería. Encuentro billetes de cien dólares en la calle y me echan el guante por pasar dólares falsos. Me tocan arañas humanas como Crawley de compañeros de celda.
Hablaba como un hombre a quien le estuvieran arrancando las uñas de los pies. Continuamente se le oía respirar. Uno quería que se callara. Daba ganas de silenciarlo. Resoplaba.
Lo trajeron dos guardias. Un guardia era suficiente para la mayoría de los presos, pero supongo que ese pecho los asustó. Nunca se sabe qué hará un hombre con ese físico. Pero estaba tan débil que no podía levantar una pastilla de jabón. Y a juzgar por su apariencia, no lo había hecho. Un hombre no podía lucir tan roñoso en una cárcel inmaculada como la nuestra, a menos que no hubiera tocado el jabón desde el momento en que lo despiojaron al arrestarlo.
—Qué pasa, viejo. No me siento solo —dije.
—Cierra el pico —dijo el guardia—. Esta cosa ha pagado con antelación y tiene una reserva aquí.
Metió al fenómeno en la celda.
—El catre de arriba, amigo —dije, y miré la pared.
Los guardias se fueron y durante un largo rato no pasó nada.
Después oí que se rascaba. Eso no era malo en sí mismo, pero nunca había oído que un hombre se rascara haciendo eco. Dentro de él, quiero decir; era como si ese pecho enorme fuera una caja de resonancia. Di la vuelta y lo miré. Se había quitado la camisa y se hundía los dedos en el pecho. Se quedó quieto en cuanto vio que lo miraba. A pesar de la piel morena, vi que se sonrojaba.
—¿Qué demonios haces? —le pregunté.
Sonrió y sacudió la cabeza. Tenía dientes muy limpios y fuertes. Parecía muy estúpido.
—Entonces no fastidies más —dije.
Eran alrededor de las ocho, y por la radio de la zona de recreo retransmitían una obra de teatro sobre las tribulaciones de una mujer en su segundo matrimonio. A mí no me gustaba pero al guardia sí, así que lo oíamos todas las noches. Uno se acostumbra a esas cosas y al cabo de una semana empieza a seguirlas. Así que me bajé del catre y fui hasta la reja para escuchar. Crawley era un guiñapo en el rincón; hacía veinte minutos que había llegado y aún no tenía nada que decir, lo cual contaba con mi total aprobación.
El radioteatro siguió como de costumbre, con otra crisis en la vida de la heroína. A nadie le importaba un bledo, pero a la noche siguiente uno sintonizaba el programa para ver si era tan imbécil como parecía. De un modo u otro, eran las ocho y cuarenta y cinco, y apagaban las luces a las nueve. Regresé a mi catre, tendí una manta y empecé a lavarme la cara en el lavabo que había junto a la puerta. A los diez minutos ya estaba listo para acostarme, y Crawley no se había movido.
—¿Piensas quedarte levantado toda la noche? —pregunté.
Crawley se sobresaltó.
—Yo… no, pero no puedo subirme al catre de arriba.
Le eché un vistazo. Sus brazos y piernas eran tan raquíticos que no aguantarían el peso de un gorrión. Ni que hablar de ese pecho de barril. El pecho parecía tan fuerte como para empujar el resto del cuerpo a través de una pared de ocho metros. Era desconcertante.
—¿No puedes trepar?
Crawley sacudió la cabeza. Yo también. Me acosté.
—¿Qué piensas hacer? El guardia se asomará en un minuto. Si no estás en la cama, te dejarán incomunicado. Yo lo he sufrido, amigo. No te gustará. Estás solo. A oscuras. Apesta. Sin radio, sin nadie con quien hablar, nada. Será mejor que trates de acostarte.
Me di la vuelta.
—Es inútil intentarlo —dijo un minuto después, sin moverse—. No podría lograrlo.
No pasó nada hasta las nueve menos tres minutos, cuando pestañearon las luces. Mascullé una maldición y me trepé al catre de arriba, sin olvidarme de poner bajo el colchón mi amuleto, un elefante de hueso. Sin decir una palabra —sobre todo sin decir la palabra gracias— él se acostó en el catre de abajo justo cuando se oían las pisadas del guardia que recorría nuestro piso. Me dormí preguntándome por qué había hecho semejante cosa por un adefesio como Crawley.
La campanilla de la mañana no lo despertó; tuve que hacerlo yo. Sí, claro que debí dejarlo dormir. ¿Qué me importaba él? ¿Por qué no dejar que el guardia le arrojara agua helada y le masajeara los pies con la porra? Bien, así soy yo. Imbécil. Una vez le rompí la cara a un tipo por patear a un perro callejero. Después el perro me mordió. Lo cierto es que me bajé del catre —casi me mato; por un momento me olvidé de que era el de arriba— y, viendo que Crawley estaba acostado, resoplando a todo pulmón, extendí la mano para sacudirlo. Pero la mano se detuvo. Vi algo.
Su pecho estaba entreabierto. No, no cortado. Abierto como si tuviera goznes, abierto como una almeja en una pescadería. Como una almeja, también, se cerró mientras yo miraba, un poco más con cada inhalación. Una vez, en otoño, vi que sacaban a un hombre del río. Se había ahogado en el verano. Eso fue espantoso. Esto fue peor. Yo temblaba de la cabeza a los pies. Estaba sudando. Me enjugué el labio superior con la muñeca, me incliné hacia abajo, le agarré los pies y los torcí hasta hacerlo rodar y tirarlo al piso. Soltó un chillido.
—¿Oyes esa campanilla? —le dije—. Eso significa que se terminó el descanso, ¿recuerdas?
Luego metí la cabeza bajo el grifo y me sentí mejor. Crawley me había asustado por un momento. Ahora sólo estaba resentido. Ese tipo no me gustaba.
Se levantó del piso muy despacio, esforzándose para poner los pies debajo del cuerpo. Siempre se movía así, como un hombre que tuviera el estómago vacío y cien kilos sobre la espalda. Tenía que acomodarse las piernas como resortes y luego apoyaba una mano sobre otra en los postes del catre. Era débil como un pato. Jadeó un minuto y se sentó para ponerse los pantalones. Un hombre tiene que estar muy enfermo o ser muy haragán para hacer eso. Mientras me secaba la cara, lo miré a través de la toalla.
—¿Te sientes mal?
Me respondió que no.
—¿Qué demonios te pasa?
—Nada. Te lo dije anoche. ¿Qué te importa, de todos modos?
—Ojo con lo que dices, compañero. En mi vecindario me llamaban Matador. Una vez le arranqué el brazo a un tío y le machaqué la cabeza con el muñón ensangrentado. Era un monstruito como tú. No me pidió perdón cuando tropezó conmigo en la calle.
Crawley se tomó con calma este desplante. Se quedó mirándome con ojos turbios, sin decir nada. Eso me sacó de quicio.
—No me gustas —dije—. ¿Ves esa rajadura en el piso? Esa misma. Quédate de este lado de la rajadura. Si cruzas esa línea, te rompo los dientes. ¿Entendido?
Ése era un truco sucio; el agua corriente estaba de mi lado de la línea, y también la puerta de la celda, adonde tendría que ir para buscar la comida. También el catre. Se bajó torpemente del catre, fue hasta la ventana y se quedó de espaldas contra ella, mirándome. No parecía asustado ni resentido ni compungido. Sólo me miraba, mudo y obediente como un sabueso, pero paciente y lleno de odio como un gato rechoncho. Resoplé y le di la espalda, aferrando los barrotes, esperando la comida. Las reglas carcelarias decían que un hombre no estaba obligado a comer si no quería. Si no quería comer, no se acercaba a los barrotes cuando el carro pasaba por delante. Si estaba enfermo, podía comunicarlo a las diez, cuando daban los partes a la enfermería. Eso no era asunto del ordenanza, el preso que empujaba el carro. Él daba de comer al que tendiera la mano entre los barrotes, con su bandeja cuadrada, su taza de hojalata y su cuchara.
Así que esperé mientras Crawley se apoyaba en la pared opuesta y yo sentía sus ojos en la nuca. Mi mente seguía rumiando cosas. Cosas raras. Cosas así: «Tendrían que pagarme por convivir con este engendro. Y por Dios que me haré pagar. Tengo dos bandejas, la suya y la mía. Siento sus ojos. Por una vez recibiré cuatro ciruelas y cuatro panes y zumo de ciruelas suficiente para endulzar ese café apestoso. Y mañana es miércoles. ¡Dos huevos en vez de uno! Mataré de hambre a ese maldito hasta que se debilite y se lo lleven de aquí. Y ya verás el domingo. Ya verás cuando esa cucaracha deforme me vea comer dos porciones de helado. Si protesta, le rompo la crisma y se la pongo bajo el cinturón. Siento… ¡dos pares de ojos!».
Llegó el carro. Saqué una bandeja. De un lado, una cucharada de avena en copos y una gota de leche envasada y aguada; del otro, dos ciruelas y zumo. Café en la taza. Dos trozos de pan sobre la taza. Saqué rápidamente la otra bandeja. El ordenanza ni siquiera miró. Acomodó las cosas y siguió de largo. Retrocedí con una bandeja en cada mano. Tenía miedo de volverme. Detrás de mí había un hombre, pero yo sentía dos pares de ojos clavados en la nuca. Derramé unas gotas del café que llevaba en la mano izquierda y noté que estaba temblando. Me quedé allí clavado como un tonto porque tenía miedo de volverme.
Qué diablos, me dije, es incapaz de sacar el dedo de una bola de grasa pero te tiene intimidado. Deja la comida y olvídalo. Si no te gustan sus ojos, ciérraselos. Ciérraselos todos —tragué saliva—, los cuatro.
Oh, esto era una tontería. Me acerqué a él y le di su bandeja. Le puse copos de avena en el plato. Le dije que se sentara en su catre para comer. Le enseñé a endulzar el café con zumo de ciruela. No sé por qué lo hice. No sé por qué nunca volví a hablar de la línea divisoria. Él no dijo absolutamente nada. Ni siquiera gracias.
Comí, lavé mi vajilla antes que él hubiera terminado. Masticaba por dos. Creo que supe desde el principio que él no era una mera persona. Cuando terminó, se quedó sentado, mirándome de nuevo. Dejó la bandeja en el piso y se acercó a la ventana. Yo iba a decirle algo, pero decidí dejarlo en paz.
Afuera estaba lluvioso y oscuro. Eso era pésimo. En un día despejado nos dejaban salir al patio una hora por la tarde. Los días de lluvia nos daban media hora en la zona de recreo. Si tenías dinero, podías conseguir golosinas, cigarrillos y revistas. Si no tenías dinero, te arreglabas sin esos lujos. Aún me quedaban veinte centavos. Yo no recibía ayuda, y tenía que estirarlos. No contaba con nadie que me trajera efectivo. Estaba cumpliendo una pequeña condena de sesenta días por algo que no tiene mucha importancia, y si era prudente podría seguir fumando hasta que saliera de allí.
Lo cierto es que en los días de lluvia no hay mucho que hacer. Ordenas el catre. Con suerte, puedes tener una charla interesante con tu compañero de celda. No hay problema mientras la celda esté medianamente limpia, y todas están blancas como hueso y brillantes como cromo porque no hay otra ocupación. Después de pasarme una hora y media fumando más de lo que podía pagar, y tratando de pensar en algo nuevo, agarré el cubo y el cepillo y me puse a fregar el piso. Resolví limpiar sólo la mitad. Esa idea fue brillante. Cuando a las diez y media llegaran los guardias para inspeccionar la higiene, una mitad parecería mugrienta porque la otra mitad estaría inmaculada. Con eso y la bandeja sucia, Crawley estaría en un aprieto. A esas alturas los guardias sabían que yo cuidaba mi celda.
Sintiéndome feliz con esta idea, empecé a gastarme los nudillos y las rodillas. Me deslomé trabajando. Cuando llegué a la mitad de la celda, regresé al otro lado y empecé de nuevo. Llegué hasta la bandeja de Crawley y me detuve. La recogí, la lavé y la guardé. Crawley se pasó a la mitad limpia. Terminé de fregar el piso. Lucía impecable. Todo. Ah, no preguntéis por qué.
Dejé los utensilios de limpieza y me senté un rato. Traté de engañarme, diciéndome que me sentía bien porque le había dado una lección a ese monstruo. Comprendí que no me sentía nada bien. ¿Qué, acaso me estaba obligando? Lo miré con mala cara. Él no dijo nada. Me quedé sentado. Al demonio. Ahora sabría lo que era bueno. Ni siquiera le hablaría. Que se pudriera allí sentado, ese maldito espantajo.
—¿Por qué causa? —pregunté al rato.
Me miró sin entender.
—¿Por qué te han encerrado? —aclaré.
—Vagancia.
—¿Falta de medios visibles de manutención, o falta de domicilio?
—Lo primero.
—¿Cuánto te dio el hombre de negro?
—No lo he visto. No sé si vale la pena.
—Ah, esperando que te procesen, ¿eh?
—Sí. El viernes al mediodía. Tengo que salir de aquí antes de eso.
Me eché a reír.
—¿Tienes abogado?
Él negó con la cabeza.
—Escucha —le dije—, no estás aquí porque alguien te haya denunciado. El condado te encerró y el condado te acusará. No retirarán el cargo para liberarte. ¿De cuánto es la fianza?
—Trescientos.
—¿Los tienes? —pregunté.
Él negó con la cabeza.
—¿Puedes conseguirlos?
—De ningún modo.
—Y tienes que salir de aquí.
—Saldré.
—No antes del viernes.
—Sí, antes del viernes. Mañana. Espera y verás.
Lo miré. Le miré los brazos y las piernas esqueléticos.
—Nadie ha escapado de esta cárcel, y tiene cuarenta y dos años. Yo mido uno noventa y peso más de cien, y no lo intentaría. ¿Qué probabilidades tienes tú?
—Espera y verás —repitió.
Me quedé sentado y pensé un rato en eso. No lo podía creer. El hombre no podía levantar su propio peso del piso. Tenía menos fuerza que una chinche, y menos agallas. Y pensaba escaparse de esta cárcel, con sus paredes de cuatro metros y sus barrotes de acero reforzado. Espera y verás. Seguro.
—Eres tan tonto como pareces —dije—. En primer lugar, es tonto soñar siquiera con fugarse de esta fortaleza. En segundo lugar, es tonto no esperar a que te procesen y aguantar tu condena, que no durará más de sesenta días, y luego salir limpio.
—Te equivocas —dijo él. Había urgencia en su voz extraña y gruñona—. Aún no me han procesado. No me han hecho prontuario ni me han examinado. Si me condenan, y lo harán si voy a los tribunales, me harán un examen físico. Cualquier médico, incluso un médico carcelario, daría cualquier cosa por radiografiarme. —Se tocó el monstruoso pecho—. Nunca escaparé de ellos si ven las placas.
—¿Cuál es tu problema?
—Ningún problema. Es sólo que soy así.
—¿Eres cómo?
—¿Qué te importa?
Conque no era de mi incumbencia. Bien, me callé la boca. Pero ese largo discurso me dejó asombrado. No sabía que él podía hablar tanto.
El almuerzo vino y se fue, y a mi pesar él consiguió su parte y un poco más. No hablamos demasiado. Crawley no parecía interesado en lo que pasaba alrededor. Cualquiera diría que un tío a quien están por procesar se preocuparía. Cualquiera diría que un tío que planea fugarse de la cárcel se preocuparía. No era el caso de Crawley. Sólo esperaba sentado. ¡Era yo quien se preocupaba por él!
A las dos destrabaron y abrieron las puertas.
—Vamos, Crawley —le dije—. Podemos ir abajo a estirar las piernas. Si tienes dinero, puedes comprarte algo para leer o fumar.
—Aquí estoy bien —dijo Crawley—. Además no tengo dinero. ¿Venden dulces?
—Sí.
—¿Tú tienes dinero?
—Sí. Veinte centavos. Tabaco para otras dos semanas, al ritmo de dos o tres cigarrillos caseros por día. No hay un centavo para nadie ni para nada más.
—Pamplinas. Tráeme cuatro dulces. Dos de malvavisco, uno de coco, uno de turrón.
Me reí en su cara y salí, pensando que tenía una anécdota para los muchachos que haría reír hasta a un condenado a cadena perpetua. Pero no pude hablar con nadie sobre Crawley. No sé cómo ocurrió. Me puse a hablar con un sujeto y el guardia lo llamó. Saludé a otro y me dijo que me callara, que tenía un problema y no quería charlar. No había caso. Una vez creí interesar a alguien, uno de los soplones. Pero en cuanto dije No sabes el compañero que me ha tocado, sonó la campanilla y tuvimos que volver a las celdas. Apenas pude llegar a la tienda antes de que cerraran la persiana. Volví a mi celda. Entregué los dulces a Crawley, que los aceptó sin decir que sí ni que no. Y sin decir gracias.
Apenas cambiamos una palabra hasta mucho después de la cena. Quería saber cómo se tendía una manta para que parecieran dos. Le enseñé. Luego me subí al catre de arriba y le dije:
—Esta noche trata de dormir.
—¿Cuál es tu problema? —preguntó.
—Anoche hablabas en sueños.
—No hablaba conmigo mismo —dijo defensivamente.
—Conmigo tampoco.
—Hablaba con… mi hermano —dijo Crawley, y se echó a reír.
Por Dios, qué risa tan rara. Parecía arrastrarse, y era áspera y aguda y sofocada e interminable. Miré por encima del borde del catre, pensando que quizá no se estuviera riendo, que quizá estuviera sufriendo un ataque. Tenía la cara tensa, los ojos cerrados con fuerza. Sí, pero también tenía cerrada la boca. Apretaba los labios. ¡Tenía la boca cerrada y se seguía riendo! Se reía desde dentro, desde el pecho, algo que yo nunca había visto. Yo no aguantaba más. Si esa risa no paraba enseguida, yo tendría que dejar de respirar. Mi corazón dejaría de respirar. La vida se me iba por los poros, transformada en sudor. La risa se intensificó, igualmente estridente, igualmente áspera, y supe que yo la oía y Crawley la oía, pero nadie más. Siguió sonando hasta que dejé de oírla, pero aun entonces supe que seguía, y aunque no pude oírla más, supe cuándo había cesado. Me dolían las muelas traseras por la manera en que las había apretado. Creo que me desmayé, y que después me dormí. No recuerdo las luces apagándose a las nueve, ni el paso de los guardias.
Más de una vez me han desmayado de un golpe, y sé lo que se siente al recuperar el conocimiento después de un porrazo. Pero cuando me recobré esta vez, se parecía más a un despertar, así que debía de haber dormido. Pero no era por la mañana. Debían de ser las tres o las cuatro, antes de que saliera el sol. Una luna pálida colgaba fuera de las viejas paredes, metiendo un dedo gris en la celda, tocándonos a Crawley y a mí. Me quedé quieto unos minutos, y oí que Crawley hablaba. Y que alguien respondía.
Crawley hablaba de dinero.
—Tenemos que conseguir dinero, Bob. Esto es un maldito atasco. Creíamos que no lo necesitábamos. Podíamos conseguir cualquier cosa que quisiéramos sin dinero. ¿Ves lo que pasó? Un poli me hace preguntas sólo porque no tengo facha de reina de belleza. Nos encierran aquí. Ahora tenemos que escapar. Sí, podemos lograrlo, pero si conseguimos dinero no pasará otra vez. ¿Puedes inventar algo, eh, Bob?
Y entonces otra voz le respondió. Era la voz áspera que antes se reía. ¡No era la voz de Crawley! Pertenecía a otra persona. Oh, esto era una tontería. Hay dos hombres por celda. Un hombre por catre. Pero aquí hablaban dos hombres, y yo no estaba diciendo nada. De pronto tuve la sensación de que mis sesos burbujeaban como un huevo friéndose en demasiada grasa.
—Claro —chilló la voz—. Conseguir dinero no es problema, y menos con nuestro modo de trabajar, Crawley. ¡Ja! —Rieron juntos. Mi sangre estaba tan helada que temía quebrarme las venas al moverme. La voz continuó—: En cuanto a la fuga, ¿sabes exactamente lo que haremos?
—Sí —dijo Crawley—. Vaya, Bob, no valdría la pena sin ti. Hombre, qué cerebro, qué cerebro.
—¡No tienes que arreglártelas sin mí! —dijo la voz—. Trata de liberarte de mí y verás.
Inhalé profundamente, me levanté despacio y bajé la cabeza sobre el borde del catre para mirar. Mi susto no pudo ser peor. Mi espanto no pudo ser peor. Después de ver eso, fue el final. Un hombre vive toda su vida para cierto momento. Como ese viejo médico que asistió el parto de los quintillizos. Nunca más hizo nada semejante. Nunca lo hizo de nuevo. A partir de entonces, fue el final. Como un detective resolviendo un crimen en un libro. Todo conduce a una cosa: ¿quién fue? Cuando el detective lo averigua, es el final. El libro está terminado. Como yo. Cuando vi al hermano de Crawley, fue mi final. Fue la cima.
Sí, era su hermano. Crawley era dos personas, Mellizos. Como siameses, pero uno era grande y el otro pequeño. Como un bebé. Sólo tenía la parte de arriba, y estaba unido al pecho de Crawley. Pero ese pecho enorme era ideal para que el pequeñín se ocultara. Formaba un pliegue por encima. Como dije antes, se movía como si tuviera goznes, como una almeja. ¡Por Dios!
He dicho como un bebé. Me refería a su pequeñez. Pero de bebé no tenía nada, aparte de eso. La cabeza era peluda, con rizos. La cara era larga y enjuta, con cejas gruesas y lisas. La tez era muy oscura, y tenía colmillos curvos en las comisuras de la boca, dos arriba, dos abajo. Las orejas eran puntiagudas. Esa cosa tenía su propia conciencia, y era maligna. Realmente maligna. Esa cosa era el cerebro criminal de Crawley. Para esa cosa, Crawley sólo era una mula inteligente. Él la llevaba a cuestas y hacía lo que esa cosa quería. Crawley obedecía a ese hermano, y también todos los demás. Como yo. El dinero de mis cigarrillos; la limpieza de la celda; la comida de Crawley. Todo era obra de ese mellizo. No era culpa mía. ¡Nunca me había dejado mandar así!
Entonces me vio. Había erguido su odiosa cabecita para reírse, y extendió un brazo marchito y graznó:
—¡Tú! ¡A dormir! Ya.
Así que me fui a dormir.
No sé cómo ocurrió. Si yo hubiera dormido todo ese tiempo, los guardias me habrían llevado a la enfermería. Pero juro que no sé qué pasó desde esa hora hasta las dos. Supongo que los mellizos Crawley me mantenían aturdido. Pero debo de haberme vestido y aseado; debo de haber comido, y garantizo que los Crawley no lavaron ninguna bandeja. Sólo recuerdo el chasquido del cerrojo cuando abrieron la puerta de la celda. Crawley se me acercó por detrás mientras yo la miraba, y sentí sus ojos en la nuca. Cuatro ojos.
—Adelante —dijo—. ¿Qué estás esperando?
—Me has hecho algo —dije—. ¿Qué es?
—Andando —dijo él.
Salimos juntos, atravesamos el piso, bajamos los dos largos tramos de escaleras que llevaban a la zona de recreo. Bajamos unos quince, veinte escalones, y entonces Crawley susurró:
—¡Ya!
Yo estaba cargado de explosivos. Estaba cebado y amartillado, y el percutor de su voz me impulsó. Estallé. Había dos guardias frente a mí. Les aferré el pescuezo y entrechoqué sus cabezas con tanta fuerza que sus cráneos parecían blandos. Aullé y giré y subí la escalera, riendo y gritando. Los prisioneros se dispersaron. Un guardia me detuvo en el primer rellano. Lo alcé, me lo eché sobre el hombro y seguí corriendo hacia arriba. Una escopeta disparó dos veces, y las balas chasquearon al horadar el cuerpo del guardia que llevaba. Él manoteó la baranda para frenarme y oí cómo le crujían los huesos de la muñeca. Lo arrojé por encima de la baranda y aterrizó sobre otro guardia que estaba abajo. El otro guardia me tenía encañonado, y cuando el cuerpo le cayó encima su arma se disparó. El proyectil rebotó en la escalera y entró en la boca de un prisionero del segundo piso. Yo gritaba mucho más que él. Llegué al tercer piso y corrí a lo largo de las celdas, parloteando y riendo. Me detuve, pasé las piernas sobre la baranda. Y me quedé allí, meciendo los pies. Dos policías me dispararon. Tenían pésima puntería, porque sólo tres de las doce balas me acertaron. Me apoyé en la baranda inferior, recosté las pantorrillas contra la superior, extendí los brazos y grité, maldiciéndolos con la boca llena de sangre. Los prisioneros eran arreados de a seis y de a ocho a una celda de la zona de recreo. Los guardias de abajo de pronto se apartaron, cediendo el paso como cortesanos ante la regia presencia de un agente armado con metralleta. Ese arma cantó para mí. Era una serenata para el gigante del balcón, entonada por un trovador entrecano que tocaba un instrumento estruendoso. No pude resistir esa música más de un instante, y caí a la zona de recreo, dando volteretas en el aire, riendo y tosiendo y sollozando.
Me visteis, ¿verdad, torpes polizontes? ¿Buscasteis las armas y acudisteis desde las puertas, desde las salas de inspección y de ingreso, desde las oficinas y dormitorios? ¿Dejasteis las puertas abiertas al venir? Ahora Crawley está en la calle. No lleva prisa. Crawley da las órdenes en cada sitio donde está. Habrá otros como yo.
He trabajado para Crawley. ¿Me veis ahora? Y Crawley ni siquiera dijo gracias.