No era sicigia

Mejor no lo leas. Lo digo en serio. No, ésta no es una de esas historias que pueden ocurrirte a ti. Es mucho peor. Quizá te esté ocurriendo en este mismo momento. Y no te enterarás hasta que haya terminado. Por la propia naturaleza de las cosas, no puedes enterarte.

(Realmente, ¿a cuánto ascenderá la población?) Por otra parte, que te lo cuente quizá no cambie nada las cosas. Una vez que te acostumbres a la idea quizá hasta puedas relajarte y disfrutarla. Sabe Dios que hay mucho de que disfrutar —repito—, debido a la propia naturaleza de las cosas.

Muy bien, si crees que estás en condiciones de escuchar la historia…

La conocí en un restaurante. Quizá te suene: Murphy’s: Tiene un enorme bar ovalado y después un tabique. Del otro lado del tabique hay mesas pequeñas, después un pasillo, después reservados.

Gloria estaba sentada en una de esas mesas pequeñas. De todos los reservados, sólo dos estaban ocupados; de todas las otras mesas pequeñas sólo lo estaba _una, así que yo tenía mucho espacio.

Pero sólo había un sitio donde podía ir a sentarme: la mesa de ella. Eso fue porque, cuando vi a Gloria, ya no hubo nada más en el mundo. Nunca me pasó nada parecido. Caí muerto. Solté el maletín y la miré. Tenía pelo brillante, de color castaño rojizo, y piel aceitunada. Su nariz era fina, respingona, y su boca muy dibujada, con labios carnosos. Sus ojos tenían el color del ron batido con manteca, y eran profundos como una noche de montaña.

Sin quitarle los ojos de la cara, busqué a tientas una silla y me senté frente a ella. Me había olvidado de todo. Hasta de que tenía hambre. Pero Helen no se había olvidado. Helen era la jefa de camareras y una persona sensacional. Era cuarentona y feliz. No sabía mi nombre pero solía llamarme El Hambriento. Nunca tenía que pedir nada. Al entrar me llenaba un vaso de cerveza y mandaba preparar dos porciones de la especialidad del día en una bandeja grande. Llegó con la cerveza, recogió mi maletín y fue a buscar la comida. Yo seguí mirando a Gloria, que a esas alturas mostraba un considerable asombro y algo de respeto. El respeto, me dijo más tarde, sólo se debía al tamaño de mi vaso de cerveza, pero no estoy del todo convencido.

Ella habló primero.

—¿Haciendo un inventario?

Tenía una de esas voces poco comunes que convierten en ruido todos los demás sonidos. Asentí. Tenía barbilla redonda, muy ligeramente hendida, pero las articulaciones de la mandíbula eran cuadradas.

Creo que estaba un poco nerviosa. Bajó la mirada —me encantó porque pude ver lo largas que eran sus pestañas— y pinchó con el tenedor en la ensalada. Levantó de nuevo la mirada, esbozando una sonrisa. Sus dientes se tocaron punta con punta. Había leído sobre eso pero nunca lo había visto.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿He hecho una conquista?

Volví a asentir.

—Claro que sí.

—¡Excelente!

—Te llamas Gloria —dije con toda seguridad.

—¿Cómo lo sabías?

—Era inevitable.

Me miró detenidamente, los ojos, la frente, los hombros.

—Si te llamas Leo me pongo a gritar.

—Empieza ya. Pero ¿por qué?

—Siempre pensé que conocería a un hombre llamado Leo y…

Helen anuló el efecto de varios meses de buenas relaciones entre los dos trayéndome el almuerzo en ese preciso instante. Gloria abrió de par en par los ojos al verlo.

—Debes de ser muy aficionado a la langosta a la holandesa.

—Me gustan todas las cosas sutiles —dije—, y me gustan en grandes cantidades.

—Nunca conocí a nadie como tú —dijo ella con franqueza.

—Nunca hubo nadie como tú.

—Oh.

Agarré el tenedor.

—Claro que no. Si hubiera, seríamos una raza. —Saqué un poco de langosta—. ¿Tendrías la amabilidad de mirar con atención mientras como? Parece que no puedo dejar de mirarte y tengo miedo de pincharme la cara con el tenedor.

Gloria soltó un riplido. No era una risita ni un resoplido. Era un verdadero riplido de Lewis Carroll. Son muy poco frecuentes.

—Miraré.

—Gracias. Y mientras miras dime qué es lo que no te gusta.

—¿Lo que no me gusta? ¿Por qué?

—Quizá me pase el resto de la vida descubriendo qué cosas te gustan y haciéndolas contigo. Así que deshagámonos de todo lo accesorio.

Gloria se echó a reír.

—Muy bien. No me gusta la tapioca porque me hace sentir que llamo la atención mirándola de esa manera. No me gustan los muebles con botones en el tapizado; las cortinas de encaje que se superponen; el estampado de florecitas, los corchetes y los broches de presión donde tendría que haber cremalleras; ese director de orquesta con los saxofones acaramelados y el hermano que canta al estilo tirolés; los hombres con ropa de tweed que fuman en pipa; la gente que no me puede mirar a los ojos cuando miente; la ropa para la noche; la gente que prepara mezclas con whisky escocés… vaya, qué rápido comes.

—Lo hago para deshacerme del apetito y empezar a comer por razones estéticas. Me gusta esa lista.

—¿Qué no te gusta a ti?

—No me gustan los intelectuales hombres de letras con sus conversaciones sobrecargadas de citas. No me gustan los bañadores que no dejan entrar el sol y no me gusta el tiempo que no deja sacar los bañadores. No me gusta la comida salada; las muchachas pegajosas; la música que no va a ninguna parte o que no construye nada; las personas que se han olvidado de asombrarse como niños; los coches diseñados para ser más aerodinámicos cuando van marcha atrás que cuando van hacia adelante; las personas que son capaces que probar cualquier cosa una vez pero que tienen miedo de probarla dos veces y tomarle el gusto; y los escépticos profesionales.

Volví a concentrarme en el almuerzo.

—Brillante —dijo—. Aquí está sucediendo algo notable.

—Deja que suceda —le advertí—. No importa lo que sea, ni por qué. No hagas como aquel que tiró una bombilla al suelo para ver si era frágil.

Pasó por allí Helen y le pedí un Slivovitz.

—¡Brandy de ciruelas! —gritó Gloria—. ¡Me encanta!

—Lo sé. Es para ti.

—Algún día te vas a equivocar —dijo de pronto Gloria, triste—, y va a ser muy feo.

—Será muy bueno. Será la diferencia entre la armonía y el contraste, eso es todo.

—Leo…

—¿Mm?

Gloria me miró directamente, y la mirada era tan cálida que la sentí en la cara.

—Nada. Sólo estaba diciendo la palabra. ¡Leo!

Me atraganté con algo, no con la langosta. Pero enseguida se me pasó.

—No tengo ningún chiste para eso. No lo puedo superar. No lo puedo igualar, Gloria.

Se dijo otra cosa, pero sin palabras.

Todavía no hay palabras para esa cosa. Después ella alargó el brazo por encima de la mesa y me tocó con las puntas de los dedos. Vi colores.

Me levanté para irme, después de garabatear algo en un trozo de la carta.

—Aquí tienes mi número de teléfono. Llámame cuando no tengas más remedio.

Gloria enarcó las cejas.

—¿No quieres mi teléfono, o mi dirección, o lo que sea?

—No —dije.

—Pero…

—Esto significa demasiado —dije—. Lo siento si doy la sensación de dejar todo en tus manos. Pero quiero que cada vez que estés conmigo sea porque lo deseas y no porque crees que es lo que yo puedo querer. Tenemos que estar juntos porque estamos viajando en la misma dirección a más o menos la misma velocidad, cada uno con su propia fuerza. Si te llamo yo y hago todos los preparativos, podría resultar que actúo movido por un reflejo condicionado, como cualquier otro lobo. Si llamas tú, podemos estar seguros.

—Entiendo.

Gloria levantó aquellos ojos profundos y me miró. Dejarla era como salir de aquellos ojos palmo a palmo. Un largo trayecto. Me costó recorrerlo.

En la calle traté de organizar un poco las cosas. Lo más destacado de todo aquel notable asunto era que jamás en mi vida había sido capaz de hablar con nadie de esa manera. Siempre había sido tímido, fácil de complacer, sumiso en extremo y más bien duro de mollera.

Me sentí como las fantasías del muy publicitado alfeñique de cuarenta y nueve kilos cuando recortó aquel cupón.

—¡Eh… tú!

En esos casos, por lo general reaccionaba como con todo lo demás. Miré hacia arriba y retrocedí violentamente. Había una cabeza humana flotando en el aire, a mi lado. Estaba tan sobresaltado que ni siquiera dejé de caminar. La cabeza flotó avanzando conmigo, cabeceando como si unas piernas invisibles transportaran un cuerpo invisible al que estaba pegado la cabeza visible. La cara era de una persona madura, aficionada a la lectura, secamente graciosa.

—Eres todo un personaje, ¿verdad?

Curiosamente, la lengua se me soltó del paladar.

—Hay gente muy agradable que lo piensa —balbuceé.

Miré alrededor nervioso, esperando una estampida cuando otros viesen aquel simpático horror.

—Nadie salvo tú me puede ver —dijo la cabeza—. Nadie, en todo caso, que pueda armar un escándalo.

—¿Qué… qué quieres?

—Sólo quería decirte algo —dijo la cabeza. Debía de tener una garganta en algún sitio porque se la aclaró—. La partenogénesis —dijo en tono didáctico— tiene poco valor de supervivencia, incluso con la sicigia. Sin ella… —La cabeza desapareció. Un poco más abajo aparecieron dos hombros huesudos y descubiertos que se encogieron expresivamente y desaparecieron. Reapareció la cabeza—. … no hay ninguna posibilidad.

—No me digas —dije con voz trémula.

No me dijo. Por esa vez no agregó nada. Desapareció.

Me detuve y di media vuelta, buscándolo. Lo que me había dicho tenía tan poco sentido para mí en ese momento como su apariencia. Tardé bastante tiempo en descubrir que me había contado el meollo de lo que te estoy contando a ti. Espero ser un poco más lúcido de lo que fue la cabeza.

De todos modos, aquélla fue la primera manifestación. En sí misma, no bastó para hacerme dudar de mi cordura. Como dije, fue sólo la primera.

Vale la pena que te cuente algo sobre Gloria. Su familia había sido suficientemente pobre como para valorar las cosas buenas, suficientemente acomodada como para probar algunas de esas cosas buenas. Así que Gloria podía apreciar lo bueno y también el esfuerzo necesario para conseguirlo. A los veintidós años era ayudante de compras de unos almacenes de artículos para hombre. (Eso era hacia el final de la guerra). Necesitaba un poco de dinero adicional para un proyecto que le interesaba, así que cantaba en un club todas las noches. En el tiempo libre practicaba y estudiaba y al cabo de un año consiguió la licencia de piloto comercial. Pasó el resto de la guerra llevando aviones de un lado para otro.

¿Empiezas a tener una idea del tipo de persona que era?

Fue una de las mujeres más dinámicas que existieron jamás. Era seria y desenvuelta y cualquier cosa menos falsa.

Era fuerte. No, no tienes ni idea; algunos no saben lo fuerte que era. Yo me había olvidado… Irradiaba aquella fuerza. La fuerza la rodeaba más como una nube que como una armadura, pues detrás de la fuerza ella era tangible. Influyó en todo y en todos los que se le acercaron. A veces tuve la sensación de que el suelo donde estaban sus huellas, las sillas que usaba, las puertas que tocaba y los libros que leía seguían irradiando durante semanas, como los barcos del atolón de Bikini.

Era del todo autosuficiente. Había dado en el clavo cuando insistí en que me llamara antes de vernos de nuevo. Su propia presencia era un halago. Cuando estaba conmigo era, por definición, porque prefería ese sitio a cualquier otro lugar de la tierra. Cuando no estaba conmigo era porque verme en ese momento no habría sido una cosa perfecta, y a su manera era una perfeccionista.

Ay, sí… una perfeccionista. ¡Tendría que haberlo sabido!

Tú también tendrías que saber algo de mí, para que pudieras comprender cuán completamente se hace una cosa como ésta, y cómo se les está haciendo a la mayoría de vosotros.

Tengo veintitantos años y me gano la vida tocando la guitarra. He hecho muchas cosas y tengo un montón de recuerdos de cada una de ellas: cosas que sólo yo puedo conocer. El color de las paredes de la pensión donde me quedé cuando estaba sin trabajo en Port Arthur, Texas, porque la tripulación de mi barco estaba en huelga. El tipo de flores que llevaba aquella muchacha la noche que bajó del crucero en Montego Bay, Jamaica.

Recuerdo, borrosamente, cosas como a mi hermano llorando porque tenía miedo a la aspiradora a los cuatro años. Por lo tanto yo debía de tener tres. Recuerdo pelear con un chico llamado Boaz cuando yo tenía siete años. Recuerdo a Harriet, a quien besé bajo un fragante tulipero un anochecer de verano cuando tenía doce años. Recuerdo el extraño golpe que pegaba aquel batería cuando, y sólo cuando, estaba realmente inspirado, en la época en que yo tocaba en el hotel, y la manera en que el trompetista solía cerrar los ojos al oírlo. Recuerdo el olor exacto del carromato del tigre cuando trabajaba en el circo Barnes, y el peón manco que nos cantaba salomas y descargaba una maza de seis kilos mientras clavábamos las estacas…

Golpea, pega, clava, para, levanta,

mitad, cuarto, todo, ¡ya!

… solía gritar mientras las mazas se descargaban en la estaca y la estaca se fundía con el suelo. Y todos aquellos martillos en la herrería de Puerto Rico, y el chico haciendo oscilar una maza en grandes círculos y descargándola en el yunque, mientras el viejo herrero hacía su trabajo casi con delicadeza, con el martillo de dar forma, y después tocaba todas las síncopas conocidas por el hombre haciéndolo rebotar en el yunque entre sus propios golpes y los de la enorme maza metronómica. Recuerdo la respuesta servil bajo mis manos de una excavadora mientras yo movía los mandos, y el olor penetrante producido por la fricción de los tambores. Fue en la misma cantera donde el corpulento capataz finlandés de explosivos murió a causa de una explosión prematura. Estaba al, aire libre y supo que no podría escapar. Se quedó allí erguido, quieto, esperando, ya que no podía hacer nada, y se llevó la mano izquierda a la cabeza. Mi mecánico dijo que trataba de protegerse la cara, pero en el momento yo pensé que estaba saludando algo.

Detalles; eso es lo que estoy tratando de transmitirte. Mi cabeza estaba llena de detalles íntimos, que sólo me pertenecían a mí.

Pasaron algo más de dos semanas —dieciséis días, tres horas y veintitrés minutos, para ser exactosantes de que me llamase Gloria. Durante ese tiempo casi perdí la calma. Estaba celoso, estaba preocupado, estaba frenético. Me maldije por no haberle pedido el teléfono… ¡Ni siquiera sabía su apellido! Hubo momentos en los que estaba decidido a colgarle si oía su voz, tan ofendido me sentía. Hubo momentos en los que dejaba de trabajar —hacía muchos arreglos para pequeñas orquestas— y me sentaba delante del teléfono silencioso, suplicándole que sonase. Había elaborado un discurso: le preguntaría qué sentía hacia mí antes de permitirle decir cualquier otra cosa. Le exigiría una explicación por su silencio. Actuaría de manera natural y desinteresada. Además…

Pero sonó el teléfono, y era Gloria, y el diálogo fue así:

—Hola.

—¿Leo?

—¡Sí, Gloria!

—Voy para ahí.

—Te espero.

Y eso fue todo. La recibí en la puerta. Nunca la había tocado, salvo por aquel breve contacto de las manos, pero con total confianza, sin pensar en hacer ninguna otra cosa, la abracé y la besé. Todo esto tiene sus aspectos horribles, pero a veces me pregunto si momentos como ése no justifican el horror.

La tomé de la mano y la conduje a la sala. Debido a la presencia de ella, todo ondeaba como si fuera una escena subacuática. El aire tenía un sabor diferente. Nos sentamos juntos con las manos entrelazadas, diciendo aquella cosa muda con la mirada. La besé de nuevo. No le pregunté nada.

Tenía la piel más suave que ha existido. Tenía la piel más suave que el cuello de un ave. Era como aluminio terminado en raso, pero cálido y flexible. Era tan suave como el Grand Marnier entre la lengua y el paladar.

Escuchamos discos: Django Reinhardt y The New York Friends of Rhythm, y Pasacalle y fuga de Bach y Tubby the Tuba. Le mostré las ilustraciones de Smith para Fantazius Mallare y mi libro de grabados de Ed Weston. Vi cosas y oí cosas en todo aquello que nunca había conocido, aunque eran cosas que amaba.

Nada, ni un libro, ni un disco, ni una ilustración, fue nuevo para ella. Por alguna extraña alquimia, había buscado al azar dentro del torrente de expresión estética que había pasado a su lado, y tenía sus preferencias; y prefería esas cosas que yo amaba, pero las amaba exclusivamente a su manera, una manera que yo podía compartir.

Hablamos de libros y de sitios, de ideas y de personas. A su manera, era una especie de mística.

—Creo que hay algo detrás de las viejas supersticiones por las que se invocan demonios y materializaciones de espíritus de difuntos —dijo, pensativa—. Pero no creo que se haya conseguido nada con toda esa superchería de los brebajes y los pentagramas y la piel de sapo rellena de pelo humano enterrada en un cruce una medianoche de mayo, a menos que esos rituales formaran parte de algo mucho más grande, una fuerza puramente psíquica y nada fantasmagórica, producto del propio mago.

—Nunca pensé demasiado en el tema —dije, acariciándole el pelo. Era el único pelo no fino que toqué con placer. Como todo lo demás en ella, era fuerte y controlado y brillante—. ¿Probaste alguna vez ese tipo de cosas? Eres una especie de hechicera. Por lo menos sé cuándo estoy hechizado.

—No estás hechizado —dijo Gloria con gravedad—. No te han puesto nada de magia. Tú mismo eres mágico.

—Eres una maravilla —dije—. Y eres mía.

—¡No! —respondió Gloria, con aquella extraña manera que tenía de cambiar la fantasía por la realidad—. No te pertenezco. ¡Me pertenezco a mí!

Debo de haber parecido bastante angustiado, porque de pronto se rió y me besó la mano.

—Lo que te pertenece es sólo una parte grande de nosotros —explicó con cuidado—. Fuera de eso tú te perteneces a ti y yo, me pertenezco a mí. ¿Te das cuenta?

—Creo que sí —dije lentamente—. Dije que quería que estuviésemos juntos porque los dos estábamos viajando con nuestra fuerza. No sabía que iba a ser tan cierto, eso es todo.

—No trates de cambiar las cosas, Leo. Nunca. Si yo empezara a pertenecerte, dejaría de ser yo misma, y tú no tendrías nada.

—Pareces muy segura de esas vaguedades.

—¡No son vaguedades! Son cosas importantes. Si no fuera por ellas, tendría que dejar de verte. Dejaría de verte.

La rodeé con los brazos y apreté con fuerza.

—No hables de eso —susurré, más asustado que nunca en mi vida—. Habla de otra cosa. Termina eso que estabas diciendo de pentagramas y espíritus.

Gloria estuvo callada un momento. Creo que le latía tanto el corazón como a mí, y que también ella estaba asustada.

—Dedico mucho tiempo a leer y a pensar sobre esas cosas —dijo después de un rato de silencio—. No sé por qué. Me fascinan. ¿Sabes una cosa, Leo? Me parece que se ha escrito demasiado acerca de las manifestaciones del mal. Creo que es cierto que el bien es más poderoso que el mal. Y creo que se ha escrito demasiado sobre fantasmas y demonios y cosas que andan tropezando en la noche, como dice la vieja oración escocesa. Creo que se ha destacado demasiado a esas cosas. Son muy notables, pero ¿te has fijado que las cosas notables son, por definición, raras?

—Si los horrores de las pezuñas hendidas y las almas en pena son notables, y lo son, ¿qué es entonces lo común y corriente?

Gloria abrió las manos: manos cuadradas, grandes, capaces y maravillosamente cuidadas.

—Las manifestaciones del bien, por supuesto. Creo que son mucho más fáciles de convocar. Creo que ocurren todo el tiempo. Una mente mala tiene que ser muy malvada para poder proyectarse en una cosa nueva con vida propia. Según todos los relatos que he leído, hace falta una mente muy, muy poderosa para convocar incluso a un demonio pequeño. Debe de ser mucho más fácil materializar cosas buenas, porque siguen las pautas de la buena vida. Hay muchas más personas llevando una buena vida que personas totalmente malas con capacidad para materializar cosas malvadas.

—Entonces ¿por qué no hay más personas trayendo cosas buenas del otro lado de esa cortina mística?

—¡Las hay! —gritó Gloria—. ¡Es necesario! ¡El mundo está tan lleno de cosas buenas! ¿Por qué crees que son tan buenas? ¿Qué fue lo que puso la bondad innata en Bach y en las cataratas de Victoria y en el color de tu pelo y en la risa de los negros y en el refresco de jengibre que te hace cosquillas en las ventanas de la nariz?

Sacudí la cabeza lentamente.

—Creo que eso es maravilloso, y no me gusta.

—¿Por qué?

La miré. Llevaba un traje color vino y un pañuelo de seda del color de la caléndula en el cuello. El pañuelo le reflejaba el cálido color aceitunado de la barbilla. Me acordé de lo que me dijo mi abuela cuando era muy pequeño: Vamos a ver si te gustan los botones, y me puso un botón de oro debajo de la barbilla para ver cuánto amarillo reflejaba.

—Eres buena —dije despacio, buscando con cuidado las palabras—. Eres lo mejor que ha ocurrido jamás. Si lo que dices es cierto, tú podrías ser una sombra, un sueño, un pensamiento glorioso que tuvo alguien.

—Ay, idiota —dijo Gloria con lágrimas repentinas en los ojos—. ¡Qué hermoso pedazo de idiota! —Me apretó con fuerza y me mordió la mejilla con tanta intensidad que solté un grito—. ¿Eso es real?

—Si no lo fuera —dije, conmocionado—, me gustaría seguir soñando.

Se quedó otra hora —si es que existía el tiempo cuando estábamos juntos— y después se fue. Para entonces yo tenía su número de teléfono. Un hotel. Después que se hubo ido anduve dando vueltas por el apartamento, mirando las pequeñas arrugas que quedaban donde se había sentado en el sofá, tocando la copa que ella había tenido en la mano, mirando la anodina superficie negra de un disco, maravillándome de la manera en que los surcos habían desenroscado el Pasacalle para ella. Lo más maravilloso de todo fue la manera especial que descubrí de volver la cabeza mientras caminaba. Su fragancia seguía adherida a mi mejilla, y si volvía la cara de esa manera, la sentía. Pensé en cada uno de esos muchos minutos que había pasado con ella, en las cosas que habíamos hecho. También pensé en las cosas que no habíamos hecho —sé que te lo estabas preguntando— y me enorgullecí de ellas. Porque sin decir una palabra habíamos acordado que aquello que valía la pena bien podía esperar, y que donde la fe es total la exploración está fuera de lugar.

Volvió al día siguiente, y al otro. La primera de esas visitas fue maravillosa. Sobre todo, cantamos. Aparentemente yo conocía todas sus canciones preferidas. Y por un feliz accidente, mi tono preferido en la guitarra —si bemol— estaba exactamente dentro de su encantador registro de contralto. Toqué maravillosamente la guitarra siguiendo y rodeando lo que ella cantaba. Nos reímos mucho, sobre todo de cosas que eran secretos entre nosotros —¿acaso hay algún amor en alguna parte sin su propio lenguaje?— y durante un largo rato hablamos de un libro llamado El manantial, que aparentemente le había producido el mismo efecto que a mí; bueno, es un libro extraordinario.

Fue ese día, después que se marchó, cuando empezaron a pasar cosas raras: las cosas raras que conducirían a un verdadero terror. No hacía ni siquiera una hora que se había ido cuando oí el asustado alboroto de pequeñas garras en el salón. Estaba enfrascado en la parte del contrabajo de un arreglo para trío y levanté la cabeza y escuché. Era el correteo más aterrorizado imaginable, como si un regimiento de tritones y salamandras hubiese roto filas en salvaje retirada. Recuerdo con claridad que el pequeño susurro de garras no me inquietó nada, pero el horror que había detrás de ese movimiento me sobresaltó de maneras que no eran nada agradables.

¿De qué escapan?, era infinitamente más importante que ¿Qué son?

Despacio, dejé el manuscrito y me levanté. Fui hasta la pared y, siguiéndola, caminé hasta el arco de entrada, no tanto para esconderme como para sorprender a la cosa que tanto había aterrorizado a los dueños de aquellos pequeños y asustados pies.

Y fue la primera vez que pude sonreír mientras se me erizaban los pelos de la nuca. Pues allí no había nada; nada que brillase en la oscuridad antes de encender la luz, nada después. Pero los pies —debía de haber cientos— corrieron más rápido, golpeando y arañando en un perfecto crescendo de aterrorizada huida. Eso era lo que hacía que se me erizasen los pelos de la nuca. Lo que me hacía sonreír…

¡Los sonidos partían de mis pies!

Me quedé allí quieto, con los ojos doloridos por el esfuerzo para ver aquella desbandada invisible; y desde el umbral, a derecha e izquierda y hacia adelante, hacia los últimos rincones de la sala, corrían los sonidos de las pequeñas patas y zarpas. Era como si se generaran debajo de las plantas de mis pies y después huyeran desesperados. Ninguno corría a mis espaldas. Parecía haber algo que les impedía ir al salón. Di otro cauteloso paso entrando en la sala, y ahora corrieron a mis espaldas, pero sólo hasta el arco de entrada. Oía cómo llegaban hasta allí y se escabullían hacia las paredes laterales. ¿Te das cuenta de qué era lo que me hacía sonreír?

¡Yo era el terror que tanto los asustaba!

El ruido fue disminuyendo poco a poco. No era que disminuyera en general, sino que cada vez había menos criaturas huyendo. Se fue apagando rápidamente, y al cabo de unos noventa segundos se había reducido a correteos esporádicos. Una criatura invisible corrió a mi alrededor, una y otra vez, como si todos los invisibles agujeros de las paredes estuvieran tapados y anduviera buscando uno frenéticamente: Encontró uno y desapareció.

Entonces me reí y volví a mi trabajo. Recuerdo que después de ese episodio me quedé pensando un rato con claridad. Recuerdo haber escrito un pasaje de un glissando que era un golpe de genio: algo que enloquecería al jefe pero que garantizaba enloquecer aún más a los clientes si se lo podía ejecutar. Recuerdo haberlo tarareado entre dientes, y sentirme muy satisfecho conmigo mismo.

Y entonces sentí el ataque de la reacción.

Esas pequeñas zarpas…

¿Qué me estaba sucediendo?

Pensé enseguida en Gloria. Aquí actúa alguna mortífera ley de compensación, pensé. Por cada luz amarilla, una sombra violeta. Por cada carcajada, un grito de angustia en alguna parte. Por la felicidad de Gloria, un toque de terror para equilibrar las cosas.

Me pasé la lengua por los labios porque los tenía húmedos y la lengua seca.

¿Qué me estuvo pasando?

Pensé otra vez en Gloria y en los colores y sonidos de Gloria, y sobre todo en la realidad, en la sólida normalidad de gloria, a pesar de su exquisito sentido de la fantasía.

No podía enloquecer. ¡No podía! ¡No ahora! Sería… inoportuno.

¡Inoportuno! En ese momento me pareció tan aterrador como lo era el grito de Impuro en la Edad Media.

Gloria, querida, tendría que decir, Mi amor, tendremos que dar por terminada esta relación. Estoy chiflado, sabes. Ay, hablo en serio. Sí, de veras. Los hombres de blanco vendrán con su furgoneta hasta la puerta y me llevarán a la academia de la risa. Y no nos veremos más. Una gran pena. Ahora dame un fuerte apretón de manos y búscate otro hombre.

—¡Gloria! —grité.

Gloria era todos esos colores, y los encantadores sonidos, y la fragancia adherida a mi mejilla que olía cuando la movía y ladeaba la cabeza de aquella manera.

—Ah, no lo sé —dije con un quejido—. ¡No sé qué hacer! ¿Qué es? ¿Qué es?

Sicigia.

—¿Qué? —De repente levanté la cabeza y miré frenéticamente alrededor. A cincuenta centímetros por encima del sofá flotaba la cara de mi jovial fantasma de la calle delante de Murphy’s—, ¡Tú! ¡Ahora sé que estoy fuera de mis…! ¡Eh! ¿Qué es sicigia?

—Lo que te está pasando.

—Bueno, ¿qué es lo que me está pasando?

—Sicigia.

La cabeza sonrió con mucho encanto. Puse mi cabeza en sus manos. Hay un grado emocional a partir del cual nada sorprende, y yo lo había alcanzado.

—Por favor, explícame —dije débilmente—. Dime quién eres y qué es eso de sici… lo que sea.

—Yo no soy nadie —dijo la cabeza—, y la sicigia es concomitante de los animales partenogenéticos y de otras formas de vida inferiores. Creo que lo que ocurre es sicigia. Si no lo fuera… —La cabeza desapareció y apareció una mano que hizo chasquear explosivamente los dedos con forma de espátula; desapareció Ja mano y reapareció la cabeza, sonriendo—. … serías un caso perdido.

—No hagas eso —dije, abatido.

—¿Que no haga qué?

—Eso de darme la información con cuentagotas. ¿Por qué lo haces?

—Ah, eso. Ahorro de energía. También funciona aquí, sabes.

—¿Dónde es aquí?

—Eso resulta un poco difícil de explicar hasta que uno entiende el truco. Es un sitio donde existen proporciones inversas. Quiero decir que si algo se dispone allí en proporción de tres a cinco, aquí la proporción es de cinco a tres. Las fuerzas deben equilibrarse.

Casi lo entendía. Lo que decía aquella cabeza casi tenía sentido. Abrí la boca para hacerle otra pregunta pero había desaparecido.

Después me quedé allí sentado. Quizá lloré.

Y Gloria vino al día siguiente. Eso fue malo. Hice dos cosas que no debía hacer. Primero, le oculté información, cosa imperdonable. Si vas a compartir todo, debes compartir también lo malo. La otra cosa que hice fue interrogarla como un adolescente celoso.

Pero ¿qué más podía esperar? Todo había cambiado. Todo era diferente. Le abrí la puerta y Gloria pasó a mi lado con una sonrisa, no muy cálida por cierto, dejándome allí con los brazos abiertos y en una postura torpe.

Se quitó el abrigo y se acurrucó en el sofá.

—Leo, pon algo de música.

Me sentía destruido y sabía que mi aspecto no lo desmentía. ¿Ella se daría cuenta? ¿Le importaría? ¿Tendría alguna importancia lo que yo sintiese, lo que yo estuviese sufriendo?

Fui y me detuve delante de ella.

—Gloria —dije en tono severo—, ¿dónde has estado?

Me miró y soltó un pequeño y retrospectivo suspiro que me puso verde y me hizo brotar cuernos en la cabeza. Era un sonido de felicidad y satisfacción. La fulminé con la mirada. Ella esperó un momento más y después se levantó, encendió el amplificador y el tocadiscos y buscó La danza de las horas; subió el volumen, agregó demasiados bajos y puso el amplificador, que es lo que no se debe hacer con ese disco. Atravesé la habitación y bajé el volumen.

—Por favor, Leo —dijo en tono ofendido—. Me gusta así.

Con rabia fui y subí de nuevo el volumen; después me senté con los codos apoyados en las rodillas. Estaba frenético. Aquello era un desastre.

Sé lo que tendría que hacer, pensé sombríamente. Tendría que arrancar el enchufe del equipo y echarla de aquí.

¡Qué razón tenía! Pero no lo hice. ¿Cómo iba a poder hacerlo? ¡Era Gloria! Al mirarla y ver que ella me estaba observando con aquella mueca, no lo hice. Bueno, ya era demasiado tarde. Me miraba comparándome con…

Sí, eso era. Me comparaba con alguien. Alguien que era diferente de ella, alguien que pasaba por encima de todo lo que ella tenía de delicado y sutil, todo lo que a mí me gustaba y compartía con ella. Y ella, por supuesto, se lo tragaba.

Me refugié en la táctica de dejar que ella diera el primer paso. Creo que entonces me despreció. Y con razón.

Entonces me atravesó la mente un diálogo que había oído una vez:

—¿Nos quieres, Alf? —Sí.

—Entonces péganos un poco.

¿Te das cuenta? Sabía lo que tenía que hacer, pero…

Pero se trataba de Gloria, y no podía.

Terminó el disco, y ella dejó que el automático parara el plato giratorio. Creo que esperaba que yo fuera a darle vuelta. No lo hice.

—Está bien, Leo —dijo con voz cansada—. ¿Qué pasa?

Me dije: Empezaré con lo peor que podría ocurrir. Ella lo negará y entonces al menos me sentiré mejor. Así que se lo dije.

—Has cambiado. Hay algún otro.

Gloria me miró y sonrió.

—Sí —dijo—. Claro que sí.

—¡Uff! —dije, porque me dio en el plexo solar. Me senté bruscamente.

—Se llama Arthur —dijo con ojos soñadores—. Es un hombre verdadero, Leo.

—Ah —dije con amargura—. Entiendo. Sombra de barba a las cinco y la cabeza llena de sustancia blanca. Un tupé en el pecho y lenguaje de capataz. Mucho hombro, poca cadera y, para citar a Thorne Smith, voz tan baja como sus intenciones. Un hombre que nunca aprendió la diferencia entre comer y cenar, cuya idea de la calentura consiste en…

—Basta —dijo Gloria. Lo dijo con naturalidad, sin levantar la voz. Como yo sí la levantaba, contrastaba lo suficiente como para tener un efecto decididamente ensordecedor. Me quedé allí con la mandíbula floja mientras ella proseguía—: Leo, no seas venenoso.

Que ella usara esa frase tan de mujer a mujer era un insulto deliberado, y los dos lo sabíamos. De repente me invadió lo que los franceses llaman esprit d’escalier, el ingenio de la escalera; en otras palabras, el conocimiento tardío de lo que uno tendría que haber dicho si lo hubiera pensado a tiempo, eso que uno farfulla con frustración mientras baja por las escaleras hacia la puerta. Tendría que haberla abrazado cuando me esquivó al entrar; tendría que haberla ahogado en… —¿cómo era aquella frase sensiblera?— en besos que les partieron los labios a los dos con salado y exquisito dolor. Después tendría que haberla amenazado con unas tijeras dentadas.

Entonces pensé en la rutilante y equilibrada estructura de abnegación que había construido con ella y estuve a punto de llorar.

—¿Por qué vienes aquí a pavonearte? —grité—. ¿Por qué no te llevas a tu bulldozer humano y atraviesas con él un par de horizontes? ¿Por qué vienes a restregármelo por las narices?

Se levantó, pálida y más encantadora de lo que jamás pensé que podía parecer un ser humano, tan hermosa que tuve que cerrar los ojos.

—Vine porque necesitaba tener algo con que compararlo —dijo con voz segura—. Eres todo lo que he soñado, Leo, y mis sueños son… muy detallados… Finalmente se le entrecortó la voz, y tenía los ojos brillantes. —Arthur es… es… —Sacudió la cabeza. Le falló la voz; tuvo que susurrar—. De ti sé todo, Leo. Sé cómo piensas, y lo que vas a decir, y qué te gusta, y eso es maravilloso, maravilloso… pero Leo, Arthur es algo que está fuera de mí. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta? No siempre me gusta lo que hace Arthur. ¡Pero no sé qué va a hacer! Tú… tú, Leo, Leo querido, compartes todo pero no… ¡no te llevas nada!

—Oh —dije con voz ronca.

Sentía tenso el cuero cabelludo. Me levanté y eché a andar por la sala hacia ella. Me dolía la mandíbula.

—Para, Leo —dijo ella respirando entrecortadamente—. Para ya. Puedes hacerlo, pero sería una actuación. Nunca actuaste. Sería una equivocación. No eches a perder lo que queda. No, Leo… no… no…

Tenía razón. Tenía mucha razón. Siempre tenía razón en cuanto a mí; me conocía muy bien. Ese tipo de melodrama no encajaba con mi manera de ser. Tendí la mano hacia ella. Le agarré el brazo y ella cerró los ojos. Sufrí cuando mis dedos la apretaron. Tembló pero no trató de soltarse. Le agarré la muñeca y se la levanté. Di vuelta a la mano y le puse un beso en la palma y le cerré los dedos.

—Guarda eso —dije—. Quizá te guste tenerlo alguna vez.

Entonces dejé que se fuera.

—Oh, Leo, querido —dijo—. Querido —dijo, haciendo una mueca…

Dio media vuelta para irse. Y en ese momento…

—¡Ahhh!

Soltó un grito desgarrador y se volvió hacia mí, casi derribándome al suelo en su prisa por huir de Abernathy. Me quedé allí sosteniéndola con fuerza mientras ella empujaba, y se apretaba contra mí, y entonces me eché a reír. No lo sé: quizá era una reacción. Pero me reí a carcajadas.

Abernathy es mi ratón.

Nuestra relación empezó poco después de llegar yo al apartamento. Sabía que el pequeño sinvergüenza estaba allí porque encontré pruebas de sus depredaciones debajo del fregadero, donde guardaba las patatas y la verdura. Así que salí a comprar una trampa. En esos tiempos no era fácil encontrar el tipo de trampa que yo quería; tardé cuatro días y me costó una pequeña fortuna en taxis dar con una. Lo que pasa es que no soporto esas que lanzan una barra de alambre sobre la parte del ratón que tiene más cerca, de manera que el pobre bicho muere entre chillidos agónicos. Quería —y por suerte conseguí— uno de esos cestos de alambre preparados de tal manera que, al tocar el cebo, un resorte cierra la puerta y el ocupante queda dentro.

Atrapé a Abernathy con ese artilugio la primera noche. Era un pequeño ratón gris con orejas muy redondas, hechas de un tejido finísimo y cubiertas con la pelusa más suave del mundo. Además, eran traslúcidas, y si se miraba con atención se veía una meticulosa línea de vasos sanguíneos. Siempre sostendré que Abernathy debía su éxito en la vida a la belleza de sus orejas. Nadie que se jactase de tener alma podría destruir semejante tracería divina.

Bueno, lo dejé allí solo hasta que superó el susto y la desesperación, hasta que tuvo hambre y se comió todo el cebo, y unas cuantas horas más. Cuando pensé que estaba preparado para atender a razones puse la trampa sobre mi mesa y le di un buen sermón.

Le expliqué detenidamente (claro que en lenguaje sencillo) que roer y echar a perder los alimentos de esa manera era el colmo de lo antisocial. Le expliqué que de niño me habían enseñado a terminar todo lo que empezaba a comer, y que lo seguía haciendo, y yo era un ser humano y mucho más grande y fuerte y listo que él. Y lo que a mí me servía, a él le serviría por lo menos para probarlo. Expliqué todas las reglas a aquel ratón. Dejé que se lo pensase, un rato y después le metí queso entre los barrotes hasta que la barriga se le puso como una pelota de pimpón. Después lo dejé salir.

A partir de ahí no hubo señales de Abernathy durante un par de días. Entonces volví a atraparlo; pero como no había robado nada lo dejé con una advertencia —muy amistosa esta vez; la primera, por supuesto, había estado bastante severo— y con un poco más de queso. Una semana más tarde lo estaba atrapando todas las noches, y el único problema que tuve con él fue una vez en la que puse el cebo en la trampa y la dejé cerrada. No podía llegar al queso y armó un buen lío hasta que me desperté y lo dejé entrar. Después de eso supe que habíamos establecido buenas relaciones y prescindí de la trampa y simplemente le dejaba queso. Al principio no lo comía si no estaba en la trampa, pero su confianza aumentó tanto que terminó comiéndolo en el suelo. Hacía ya tiempo que le había advertido que tuviese cuidado con la comida envenenada que le podían dejar los vecinos, y creo que se asustó como corresponde. La verdad es que se portó de maravilla.

Pues allí estaba Gloria, totalmente petrificada, y en el centro del suelo de la sala estaba Abernathy, moviendo la nariz y frotándose las manos. En medio de la carcajada me dio cierto cargo de conciencia. ¡Abernathy no había recibido nada de queso los últimos dos días! Sic semper amoris. Había estado tan preocupado por Gloria que no había cumplido con mis responsabilidades.

—Querida, yo me ocuparé de él —le dije a Gloria en tono tranquilizador.

La llevé hasta un sillón y fui a buscar a Abernathy: Sé hacer un ruido apoyando la lengua contra los dientes delanteros, una mezcla de silbido y chillido, y siempre lo hacía cuando le daba queso a Abernathy. El ratón echó a correr hacia mí, vio a Gloria, vaciló, hizo un movimiento de cola como diciendo vete al demonio, se volvió hacia mí y trepó por la pierna de mi pantalón.

Por el lado de afuera, por suerte.

Después se me aferró con fuerza a la palma de una mano mientras yo hurgaba con la otra en el refrigerador buscándole algo de queso. No lo agarró rápidamente; esperó a que yo le mirase de nuevo las orejas jamás se habían visto orejas tan hermosas. Le di el queso, rompí otro trozo como postre y lo puse en el rincón cerca del fregadero. Después volví junto a Gloria, que me había estado mirando con los ojos muy abiertos, temblando.

—Leo… ¿cómo puedes tocarlo?

—Es agradable. ¿Nunca tocaste un ratón?

Gloria se estremeció.

—No los soporto.

—¿A los ratones? ¡No me digas que tú, nada menos, tienes de verdad la tradicional fobia victoriana a los ratones!

—No te rías de mí —dijo ella con voz débil—. No me pasa sólo con los ratones. Me pasa con todos los animales pequeños: ranas y lagartos y hasta gatitos y cachorros. Me gustan los perros y los gatos y los caballos grandes. Pero por algún motivo… —Volvió a temblar—. Si oigo algo parecido a zarpas corriendo por el suelo, o si veo a cosas pequeñas escabulléndose por las paredes, me da un ataque.

La miré boquiabierto.

—Si oyeras… Eh, qué suerte que anoche no te quedaras una hora más.

—¿Anoche? —Y después—: Anoche… —dijo, con una voz totalmente diferente, con ojos que miraban hacia adentro, felices. Se rió entre dientes—. Anoche le contaba… a Arthur lo de esta fobia mía.

Si creía que mi magistral manejo del ratón iba a servir para algo, aparentemente me equivocaba.

—¿Por qué no te largas? —dije con amargura—. Arthur puede estar esperándote.

—Sí —dijo Gloria sin ningún grado de irritación—, es posible. Adiós, Leo.

—Adiós.

Durante un rato nadie dijo nada.

—Bueno —dijo ella—, adiós.

—Sí —dije—, te llamaré.

—Hazlo —dijo Gloria, y salió.

Me quedé sentado en el sofá un largo rato, tratando de acostumbrarme a la situación. Las ilusiones no servían para nada; lo sabía muy bien. Algo había ocurrido entre nosotros. Se llamaba sobre todo Arthur. Lo único que no entendía era cómo se había metido, teniendo en cuenta la relación que había entre Gloria y yo. En toda mi vida, en todo lo que había leído, jamás había encontrado tal fusión de dos individuos. Los dos lo habíamos sentido en el momento de conocernos; pero la relación no tuvo tiempo de envejecer. Arthur tenía que luchar contra una competencia increíble, pues una de las cosas ciertas era que Gloria correspondía perfectamente mis sentimientos, y uno de mis sentimientos era la fe. Entendía —si me esforzaba mucho— que otro hombre pudiese superar este o aquel dominio que yo tenía sobre ella. Hay hombres más inteligentes que yo, más guapos que yo, más fuertes. Cualquiera de esas cualidades podía irse por la borda y dejarnos intactos.

¡Pero no la fe! ¡Eso no! Era demasiado grande; nada más de lo que teníamos era suficientemente importante como compensar la pérdida de la fe.

Me levanté para encender la luz y resbalé. El suelo estaba mojado. No sólo estaba mojado: estaba blando. Caminé con torpeza hacia la lámpara y moví los dos interruptores.

La habitación estaba cubierta de tapioca. En el suelo me llegaba a la rodilla, y en las sillas y en el sofá tenía varios centímetros de espesor.

—Ella está pensando en la tapioca en ese momento —dijo la cabeza. Sólo que esta vez no era una cabeza. Era una masa flácida de tejido plegado. Dentro de él veía cómo latían los vasos sanguíneos. Sentí que se me revolvía el estómago.

—Lo siento. Estoy fuera de foco.

La cosa repugnante —aparentemente un cerebro seccionado— se me acercó más y se convirtió en una cara.

Levanté un pie de la masa gomosa, lo sacudí y volví a apoyarlo.

—Me alegro de que se haya ido —dije con voz ronca.

—¿Te da miedo esa cosa?

—¡No! —dije—. ¡Claro que no!

—Ya desaparecerá —dijo la cabeza—. Escucha; lamento tener que decírtelo. No es sicigia. Estás acabado, hijo.

—¿Qué no es sicigia? —exigí—. Y ¿qué es sicigia?

—Arthur. Todo el asunto con Arthur.

—Vete —dije apretando los dientes—. Di algo sensato o vete. En lo posible… vete.

La cabeza se movió a un lado y a otro con expresión amable.

—Date por vencido —dijo—. Quédate en paz. Recuerda las cosas que fueron buenas y desaparece.

—No eres bueno conmigo —mascullé, y fui arrastrando los pies hasta la biblioteca.

Saqué un diccionario, fulminando con la mirada a la cabeza, que ahora registraba una mezcla de lástima y diversión.

De repente, la tapioca desapareció.

Hojeé el diccionario. Sicalíptico, sicambro, sicamor, sicano…

—Aquí está —dije triunfalmente. Leí del libro—. Conjunción u oposición de la Luna con el Sol. ¿Qué tratas de decirme? ¿Que estoy atrapado en medio de alguna superchería astrológica?

—De ninguna manera —contesto la cabeza—. Pero te diré que si eso es lo único que dice tu diccionario, no es un buen diccionario.

La cabeza desapareció.

—Pero —dije vagamente.

Volví al diccionario. Eso era todo lo que decía sobre la sicigia. Temblando, lo puse de nuevo en su estante.

Algo peludo, del tamaño de un gato, saltó por el aire y me arañó en el hombro. Sobresaltado, retrocedí hacia el armario de los discos y aterricé de espalda debajo del arco de la puerta. La cosa brincó desde mi hombro al sofá y se quedó erguida, acomodando la larga y ancha cola contra la espalda y mirándome con ojos enjoyados. Una ardilla.

—¡Vaya! ¡Hola! —dije, poniéndome de rodillas y después de pie—. ¿De dónde diablos sales?

La ardilla, con el movimiento instantáneo de su raza, se lanzó en picado hasta el borde del sofá y se quedó allí inmóvil con las cuatro patas separadas, la cabeza levantada, describiendo exactamente su reciente trayectoria y preparada para saltar instantáneamente en cualquier dirección, incluyendo hacia arriba. La miré con algo de desconcierto.

—Iré a ver si tengo nueces —le dije.

Avancé hacia el arco de la puerta, y al hacerlo la ardilla me saltó encima. Levanté una mano para protegerme la cara. La ardilla volvió a pegarme en el hombro, y desde allí saltó…

Y por lo que sé saltó a la cuarta dimensión o a cualquier otra parte. Pues miré debajo de cada cama, silla, armario, aparador y estante de la casa y no encontré ninguna señal de nada que se pareciese a una ardilla. Había desaparecido tan completamente como las masas de tapioca…

¡Tapioca! ¿Qué había dicho la cabeza de la tapioca?

—Ahora está pensando en ella.

Ella… Gloria, por supuesto. Toda esa locura estaba de algún modo relacionada con Gloria. Gloria no sólo detestaba la tapioca: le tenía miedo.

Me quedé un rato pensando en todo aquello, y entonces miré el reloj. Gloria había tenido tiempo suficiente para volver al hotel. Corrí al teléfono y disqué el número.

—Hotel San Dragon —dijo una voz de chicle.

—Habitación 748, por favor —pedí con urgencia. Un par de chasquidos. Después:

—Hola.

—Gloria —dije—. Escucha. Yo…

—Ah, eres tú. ¿Me puedes llamar más tarde? Estoy muy ocupada.

—Puedo y lo haré, pero dime algo rápidamente: ¿Tienes miedo a las ardillas?

No me digas que no se puede enviar un estremecimiento por la línea telefónica. Uno llegó en aquel momento.

—Las odio. Llámame de nuevo dentro de…

—¿Por qué las odias?

Con exagerada paciencia, midiendo las palabras, Gloria dijo:

—Cuando era niña, estaba dando de comer a unas palomas y me saltó una ardilla al hombro. Me dio un susto de muerte. Ahora, por favor

—De acuerdo, de acuerdo —dije—. Hablaré contigo más tarde.

Colgué. No tendría que hablar conmigo de aquella manera. No tenía derecho…

Pero ¿qué hacía en aquella habitación de hotel?

Escondí el feo pensamiento en alguna parte y fui a servirme una cerveza. Gloria tiene miedo a la tapioca y la tapioca aparece aquí. Tiene miedo al ruido de las patas de animales pequeños y lo oigo aquí. Tiene miedo a las ardillas que saltan sobre la gente y me encuentro con una ardilla que salta sobre la gente.

Todo eso debe de tener algún sentido. Por supuesto, podría tomar el camino fácil y admitir que estaba loco. Pero por algún motivo ya no estaba dispuesto a admitir semejante cosa. Por dentro, hice un pacto conmigo mismo de no admitir aquello hasta que hubiese agotado todas las demás posibilidades.

Un asunto muy estúpido. Trata de no hacer lo mismo. Quizá sea mucho más inteligente no tratar de entender las cosas.

Sólo había una persona, pensé de repente, que podía enderezar aquel lío —ya que la cabeza no podía—, y esa persona era Gloria. Entonces entendí por qué no había jugado antes. Tenía miedo de poner en peligro aquello que compartíamos Gloria y yo. Pero tenía que reconocer que ya no lo compartíamos. Ese reconocimiento me ayudó.

Caminé hasta el teléfono y marqué el número del hotel.

—Hotel San Dragon.

—Habitación 748, por favor.

Un momento de silencio. Después:

—Lo siento, señor. La persona de esa habitación ruega que no se la moleste.

Me quedé allí mirando el teléfono, sin comprender, mientras el dolor daba vueltas y me subía por el cuerpo. Creo que hasta ese momento había tratado la situación como una mezcla de enfermedad y de sueño; pero eso hizo que todo se volviera más tangible. Nada que ella hubiese podido hacer habría sido tan calculado y tan cruel.

Colgué el auricular y eché a andar hacia la puerta. Antes de llegar, una niebla gris me envolvió. Por un momento sentí como si estuviera caminando sobre una rueda; caminaba pero no llegaba a ninguna parte. Entonces, de repente, todo volvió a ser normal.

—Debo de estar en un muy mal día —mascullé.

Sacudí la cabeza. Era increíble. Me sentía bien, aunque un poco mareado. Fui hasta la puerta y salí.

El viaje al hotel fue la peor pesadilla. La única conclusión a la que podía llegar era que yo tenía algún problema extraño y serio, aparte de la furia y el dolor que sentía por lo que pasaba con Gloria. Seguía golpeándome la cabeza contra la pared mientras alrededor todo adquiría un aspecto irreal. La luz no parecía natural. En la calle pasaba al lado de personas que no estaban allí cuando me volvía para mirarlas. Oía voces donde no había gente, y veía hablar a gente que no tenía voz. Tuve que dominarme para no volver a casa. No podía volver; lo sabía; sabía que tenía que enfrentar aquella locura, y que Gloria tenía algo que ver con ella.

Finalmente encontré un taxi, aunque juro que uno de ellos desapareció cuando iba a meterme en él. Habrá sido otra de aquellas ilusiones. Después todo fue más fácil. Me desplomé temblando en una esquina del asiento, con los ojos cerrados.

Al llegar al hotel pagué al conductor y entré tropezando por la puerta giratoria. El hotel parecía mucho más sólido que todo lo demás desde que me habían empezado a pasar todas aquellas cosas horribles. Fui hacia la recepción, decidido a dar al recepcionista un mensaje de vida o muerte que anulase aquella torturante orden de no molestar. Miré hacia la cafetería al pasar por delante de la puerta y me detuve en seco.

Gloria estaba allí, en un reservado, con… con otra persona. Del hombre no veía más que una cabeza con pelo negro brillante y un cuello grueso y rubicundo. Gloria le sonreía: la sonrisa que yo creía que había nacido y crecido para mí.

Caminé hacia allí a grandes zancadas, temblando. Cuando llegué junto a ellos, el hombre se levantó un poco, se inclinó sobre la mesa y la besó.

—Arthur… —musitó ella.

—Basta —dije con firmeza.

No se movieron.

—¡Basta! —grité.

No se movieron. Nada se movía, en ninguna parte. Aquello era un cuadro vivo, una fotografía, una maldita cosa congelada para destrozarme.

—Eso es todo —dijo con suavidad una voz ya conocida—. Ese beso define la situación. Estás acabado.

Era la cabeza, pero ahora era un hombre completo, una criatura normal y corriente de edad madura, con un cuerpo flaco y huesudo que hacía juego con aquella cara sosa de persona mayor. Se sentó en el borde de la mesa, separándome de aquel beso torturador.

Le eché las manos encima y lo aferré por los delgados hombros.

—Dime qué es eso —le supliqué—. Dímelo si lo sabes… Creo que lo sabes. ¡Dímelo! —rugí, hundiéndole los dedos en la carne.

El hombre levantó las manos y me las apoyó con suavidad en las muñecas, y las dejó allí hasta que me tranquilicé un poco. Lo solté.

—Lo siento, hijo —dijo—. Tenía la esperanza de que entendieras todo tú solo.

—Lo intenté —dije. Miré alrededor. Volvía a estar aquella neblina grisácea, y a través de ella veía las figuras inmóviles de las personas que había en la cafetería, todas congeladas en pleno movimiento. Era un fotograma tridimensional de una inimaginable película. Sentí que un sudor frío me brotaba por los poros de la cara—. ¿Dónde estoy? —chillé.

—Por favor —me tranquilizó—. Cálmate y te lo contaré. Ven aquí y siéntate y relájate. Cierra los ojos y no trates de pensar. Escucha.

Hice lo que me pedía y poco después dejé de temblar. Esperó hasta que sintió que yo me había calmado y entonces empezó a hablar.

—Hay un mundo de cosas psíquicas: llamémoslas pensamiento vivo, si quieres, o sueños. Pero entre todos los animales sólo el hombre puede llegar a esas cosas psíquicas. Fue un accidente biológico. Los seres humanos tienen algo que toca ese mundo psíquico en un plano tangente. Tienen el poder de abrir una puerta entre los dos mundos, pero rara vez controlan ese poder, y muchas veces ni siquiera son conscientes de él. Pero cuando se abre esa puerta, algo se materializa en el mundo de los humanos. Para hacer eso basta con la imaginación. Si en lo hondo tienes avidez por cierto tipo de mujer, y si te la representas de manera suficientemente vívida, la puerta puede abrirse y entrar por ella la mujer. Puedes verla y tocarla; será muy poco diferente de una mujer verdadera.

—Pero… ¿hay alguna diferencia?

—Sí, claro que sí. No es algo independiente de ti—, es parte tuya. Es producto tuyo. Hacia eso apuntaba cuando hablé de la partenogénesis, que funciona así.

—La partenogénesis… Es el proceso de reproducción sin fertilización, ¿verdad?

—Exacto. Esa materialización tuya es un paralelo perfecto. Pero como ya te dije, no es un proceso con un alto valor de supervivencia. Por un lado, no permite mezclas genéticas. Si una criatura viva no incorpora otras características, debe morir.

—Entonces, ¿por qué no mueren todas las criaturas partenogenéticas?

—Se utiliza un proceso mediante el cual las formas de vida simples, unicelulares, se encargan de eso. Recuerda —señaló de pronto— que uso toda esta terminología biológica de manera simbólica. Hay leyes básicas que obran en ambos mundos, en el mundo de las formas de vida superiores y en las formas de vida inferiores. ¿Te das cuenta?

—Me doy cuenta. Ésos son sólo ejemplos. Pero explícame cómo hacen las criaturas partenogenéticas para mezclar su material genético.

—Es muy sencillo. Dos de esos organismos dejan que sus núcleos confluyan durante un rato. Después se separan y cada uno sigue por su lado. No es de ninguna manera un proceso reproductor. Es simplemente una manera de obtener cada uno una parte del otro. Eso se llama… sicigia.

—Ah —dije—. Eso. Pero todavía no… A ver. Lo mencionaste por primera vez cuando…

—Cuando Gloria conoció a Arthur —dijo el hombre, terminando la frase—. Dije que si fuera sicigia todo estaría bien. Y no lo era, como pudiste comprobar. El material genético externo, aunque no era tan compatible como el tuyo, era demasiado fuerte. Eso te hizo sufrir. Bueno, al funcionar las leyes realmente básicas, siempre hay algo que sufre.

—¿Y tú? ¿Quién eres tú?

—Soy simplemente alguien que ha pasado por todo eso. Debes entender que mi mundo es diferente del que recuerdas. El propio tiempo es diferente. Aunque empecé en un tiempo que está quizá a treinta años de distancia, pude abrir una puerta cerca de ti. Una puerta pequeña, por supuesto. Lo hice para intentar hacerte pensar a tiempo sobre el asunto. Creo que si lo hubieras hecho te habrías ahorrado todo esto. Quizá hasta te podrías haber quedado con. Gloria.

—¿Qué significa esto para ti?

—¿No lo sabes? ¿De veras no lo sabes?

Abrí los ojos y lo miré, y sacudí la cabeza. —No, no lo sé. Pero me caes bien… viejo. El hombre ahogó una risita.

—Qué raro. Yo no me caigo bien.

Estiré el cuello y miré a Gloria y a su hombre, todavía inmóviles en pleno beso.

—¿Toda esa gente soñada quedará así para siempre?

—¿Gente soñada?

—Supongo que es eso. ¿Sabes una cosa? Estoy bastante orgulloso de Gloria. No sé cómo pude hacer para soñar algo así… tan encantador. Eh… ¿Qué pasa?

—¿No entendiste lo que te dije? Gloria es verdadera. Gloria sigue viviendo. Lo que ves ahí es lo que sucedió cuando dejaste de ser parte de ella. Leo: ¡ella te soñó a ti! Tú sólo eres un sueño detallado, Leo, un espléndido trabajo. Eres un fragmento de psiquis de otro mundo inyectado en un ideal que Gloria soñó. No trates de ser ninguna otra cosa. No hay muchos seres humanos verdaderos, Leo. La mayor parte del mundo está poblada por los sueños de unos pocos. ¿No lo sabías, Leo? ¿Por qué crees que tan pocas de las personas que conociste sabían algo del mundo en general? ¿Por qué crees que los seres humanos limitan sus intereses y reducen su ambiente? ¡La mayoría, Leo, no son humanos!

—Yo soy yo —dije tercamente—. ¡Gloria no podría haberme soñado de manera tan completa! ¡Gloria no sabe manejar una excavadora! ¡Gloria no sabe tocar la guitarra! ¡Gloria no sabe nada del hombre de circo que cantaba, ni del capataz finlandés de explosivos que murió!

—Claro que no. Gloria sólo soñó a un tipo de Hombre que era producto de esas cosas, o de cosas —parecidas. ¿Has manejado una pala desde que la conociste? Si intentaras hacerlo, descubrirías que no puedes: Desde que la conociste no tocaste la guitarra para nadie más. ¡Has dedicado todo el tiempo a componer música que nadie tocará jamás!

—¡Yo no soy un sueño de nadie! —grité—. No. Si fuera un ideal de Gloria, —habríamos seguido juntos. Fracasé con ella, viejo. ¿No lo sabes? Quería que yo fuera agresivo, y no lo era.

El hombre me miró con tanta tristeza que pensé que se iba a echar a llorar.

—Gloria quería que tomaras algo. Eras parte de ella, y nadie puede tomar algo de sí mismo.

—Ella tenía un miedo mortal a cosas que a mí no me molestan nada. ¿Cómo lo explicas?

—¿Las ardillas y el ruido de las zarpas? No, Leo; ésas eran fobias infundadas, y ella tenía el poder de vencerlas. Nunca lo intentó, pero no era nada difícil crearte sin ellas.

Miré al hombre.

—¿Quieres decir que…? Viejo, ¿de veras hay más como yo?

—Muchos, muchos —suspiró—. Pero pocos que se aferren tanto como tú a sus inexistentes y fantasmales egos.

—Las personas de verdad, ¿saben lo que hacen?

—Muy pocas. Muy pocas. El mundo está lleno de personas que se sienten incompletas, personas que tienen todo lo que pueden desear y que sin embargo no son felices, personas que se sienten solas en una multitud. El mundo está poblado casi exclusivamente por fantasmas.

—Pero… ¡la guerra! ¡La historia de Roma! ¡Los nuevos modelos de coches! ¿Qué me dices de todo eso?

El hombre volvió a sacudir la cabeza.

—Algunos son verdaderos, otros no. Depende de lo que los verdaderos seres humanos quieren en cada momento.

Pensé un minuto con amargura.

—¿Qué fue aquello que dijiste de volver en el tiempo —le pregunté— y mirar por una pequeña puerta las cosas que habían pasado?

El hombre suspiró.

—Si tienes que aferrarte al ego que ella te dio —dijo con voz cansada—, te quedarás como eres ahora. Pero envejecerás. Te llevará el equivalente de unos treinta años orientarte en ese extraño mundo psíquico, pues tendrás que moverte y pensar como un ser humano. ¿Por qué quieres hacer eso?

—Entonces —dije con determinación— voy a volver, aunque me lleve un siglo. Voy a buscarme inmediatamente después de conocer a Gloria, y me voy a aconsejar todo lo que haga falta para que pueda encontrar la manera de pasar con Gloria el resto de su vida.

El hombre me puso las manos en los hombros y ahora tenía realmente lágrimas en los ojos.

—Ay, pobre muchacho —dijo.

Lo miré, y entonces le pregunté:

—¿Cómo te llamas, viejo?

—Me llamo Leo.

—Ah —dije—. Ah.