Fluffy

Ransome sonreía acostado en la oscuridad, pensando en su anfitriona. Ransome era muy solicitado como huésped, a causa de su magnífico talento de narrador. Dicho talento se debía totalmente a su carácter de huésped frecuente, pues era quien era gracias a la elocuente belleza de sus imágenes verbales de la gente y sus opiniones sobre la gente. Y sus mordaces ironías aludían a la gente que había conocido el fin de semana anterior. Tras pasar un tiempo en casa de los Jones, podía insinuar discretamente las cosas más hilarantes sobre los Jones cuando dos semanas después pasaba el fin de semana con los Brown. ¿Y los Jones le guardaban rencor? Claro que no. ¡Había que oír los chismes sobre los Brown! Y así seguía, una espiral bidimensional en el plano social.

Pero ahora no estaba con los Jones ni con los Brown. Estaba en casa de la señora Benedetto; y para el cruel sentido del humor de Ransome, la viuda Benedetto era un envío del cielo. Ella vivía en un mundo propio, que parecía tan poblado de antepasados y parientes de abolengo como su sala estaba abarrotada de inefables ejemplos de rococó victoriano.

La señora Benedetto no vivía sola. Al contrario. Su vida, por parafrasear sus propias palabras, estaba entregada, dedicada, consagrada y ofrendada a su bebé. Su bebé era su amado, su querido, su belleza y su —¡increíble!— preciosura primorosa. Era todo un personaje. Respondía al nombre de Bubbles que era inexacto y ofendía su dignidad. Lo habían bautizado Fluffy pero ya se sabe lo que pasa con los apodos. Era grande y lustroso, ese dechado entre los animales, la versión domesticada del amo del callejón.

Criaturas maravillosas, los gatos. Un gato es el único animal que puede vivir como un parásito y conservar plenamente su capacidad de cuidar de sí mismo. Oímos hablar de perros perdidos, pero nunca de gatos perdidos. Los gatos no se pierden porque los gatos no son de ninguna parte. Era imposible convencer a la señora Benedetto de creer eso. La señora Benedetto nunca pensó en poner a prueba la devoción de Fluffy declarando una moratoria de diez días sobre el salmón enlatado. Si lo hubiera hecho, habría descubierto un sentido del honor comparable al de una chinche.

Ransome, conocedor de los gatuperios gatunos —aquí se permitió jugar un poco con las palabras—, se divertía a más no poder. Las atenciones de la señora Benedetto al flemático Fluffy eran decididamente orgiásticas. Al pensarlo en detalle, comenzó a sospechar que quizá Fluffy fuera un fenómeno felino, a pesar de todo. Los oídos del gato son órganos sensibles; cualquier criatura viviente que pudiera soportar el parloteo continuo de la señora Benedetto de sol a sol, sabiendo que de noche sólo se silenciaría para ser reemplazado por resonantes ronquidos, bien… era fenomenal. Y Fluffy lo había soportado durante cuatro años. Los gatos no son famosos por su paciencia. Sin embargo, tienen un sentido muy delicado de los valores. Fluffy obtenía algo a cambio, algo que para él valía mucho más que los tormentos que soportaba.

Ransome se quedó quieto, maravillándose del alcance de los ronquidos de la viuda. No sabía mucho sobre el difunto señor Benedetto, pero deducía que había sido un hombre con paciencia de santo, un masoquista o un sordomudo. Era imposible que una sola garganta fibrosa produjera semejante alboroto, pero ahí estaba. Ransome se complacía en imaginar que esa mujer tenía callos en el paladar y las amígdalas, nacidos de su conversación, y que la fricción de esos callos producía el tono de cuero seco de los ronquidos. Archivó la idea para consultarla en el futuro. Quizá la utilizara el próximo fin de semana. Los ronquidos no eran la canción de cuna más dulce, pero cualquier sonido es tranquilizador si se repite con frecuencia.

Hay una vieja historia acerca de un anciano que cuidaba un faro que estaba equipado con un cañón automático que se disparaba cada quince minutos, día y noche. Una noche, cuando el anciano estaba dormido, el cañón no se disparó. Tres segundos después de la hora pertinente, el vejete saltó de la cama y echó a correr por la habitación, gritando ¿Qué fue eso? Lo mismo pasaba con Ransome.

No supo si fue una hora después de quedarse dormido, o si no se había dormido en absoluto. Pero se encontró sentado en el borde de la cama, totalmente despierto, concentrando cada nervio en aquello —¿qué era, un sonido?— que lo había despertado. La casona estaba silenciosa como un depósito de cadáveres después del cierre, y Ransome no veía nada en la alta y oscura habitación de huéspedes, salvo las ventanas plateadas por la luna y esas gruesas negruras que eran las cortinas. Detrás de esas cortinas podía ocultarse cualquier cosa, pensó alentadoramente. Volvió a acomodarse en la cama y levantó los pies del piso. Claro que no había nada bajo la cama, pero aun así…

Un objeto blanco se aproximó por el piso, atravesando los rayos del claro de luna. No emitió ningún sonido pero se tensó, dispuesto a atacar o defenderse, eludir o recular. Ransome no era un personaje admirable, pero debía su reputación —y por tanto su existencia— a una característica específica, la capacidad de ser impasible, invulnerable a la sorpresa. Dios nos libre de tener una discusión con semejante hombre.

El objeto blanco se detuvo para mirarlo con ojos verdosos. Sólo era Fluffy. El informal y desenfadado Fluffy, sin el menor ánimo de asustar a la gente. Observó a Ransome, que ahora estaba más tranquilo, y enarcó una ceja inquisitiva e hirsuta, como si disfrutara de la desazón de ese hombre.

Ransome resistió la mirada del gato sin mosquearse y se estiró sobre la cama con toda la gracia de un Fluffy.

—Vaya —dijo de buen humor—, qué susto me diste. ¿No te enseñaron a llamar antes de entrar en la alcoba de un caballero?

Fluffy alzó una aterciopelada zarpa y se la lamió con la rosada lengua.

—¿Me tomas por bárbaro? —preguntó.

Ransome sintió un peso en los párpados, su única señal de pasmo. No creía por un segundo que el gato hubiera hablado de veras, pero había algo en esa voz que le resultaba familiar. Alguien, por cierto, intentaba gastarle una broma.

¡Por Dios! ¡Tenía que ser una broma!

Bien, necesitaba oír de nuevo esa voz para identificarla.

—No has dicho nada, por cierto —le dijo al gato—. Pero si dijiste algo, ¿qué fue?

—Me oíste la primera vez —dijo el gato, y saltó al pie de la cama. Ransome se alejó del animal.

—Sí, eso me pareció. —¿Dónde cuernos había oído esa voz? Y añadió, en un intento de ser jocoso—: En estas circunstancias, tendrías que haberme escrito una nota antes de llamar.

—Rehúso dejarme inhibir por los buenos modales —dijo Fluffy. Tenía el pelo inmaculadamente limpio, y parecía la fotografía publicitaria de una manta de edredón, pero empezó a lavarse meticulosamente—. No me gustas, Ransome.

—Gracias —rió Ransome, sorprendido—. Tú tampoco me gustas.

—¿Por qué? —preguntó Fluffy.

Ransome maldijo para sus adentros. Había reconocido la voz del gato, lo cual hablaba muy bien de su capacidad de observación. Era su propia voz. Se aferró a una mente que estaba al borde del colapso y, como de costumbre cuando sentía desconcierto, lanzó una cortina de humo fabricada con su versión personal de la verborrea irónica.

—Los motivos para que no me gustes son legión —dijo—. Todos están incluidos en una sola frase: ¡Eres un gato!

—Te he oído decir eso por lo menos dos veces —dijo Fluffy—, salvo que ahora has usado gato en vez de mujer.

—Tu actitud es ofensiva. ¿Acaso una verdad es menos verdadera por haber sido expresada más de una vez?

—No —concedió el gato—. Pero es más adocenada.

Ransome rió.

—Aparte del hecho de que hablas, te encuentro muy refrescante. Nadie ha criticado jamás mi elocuente facundia.

—Nadie te había calado —dijo el gato—. ¿Por qué no te gustan los gatos?

Para Ransome, una pregunta de este tipo era como un botón que activaba frases ordenadas.

—Los gatos —dijo retóricamente— son sin duda las criaturas más egoístas, ingratas e hipócritas de este u otros mundos. Engendros de una nefasta alianza entre Lilit y Satanás…

Fluffy abrió los ojos.

—¡Ah! —susurró—. ¡Un erudito!

—Y tienen los peores rasgos de ambos —continuó Ransome—. Su mayor cualidad es su belleza de forma y movimiento, y aun ésta respira maldad. Las mujeres son las más veleidosas de los bípedos, pero pocas mujeres son tan veleidosas como todo gato lo es por naturaleza. Los gatos no son reales. Son imposibilidades, pues la perfección es imposible. Ninguna otra criatura viviente se mueve con semejante gracia. Sólo los muertos se pueden relajar tan perfectamente. Y nada, absolutamente nada, supera la incomparable falsedad del gato.

Fluffy ronroneó.

—¡Mininos! ¡Se sientan a maullar junto al fuego! —escupió Ransome—. ¡Les sonríen con ojos serviles y amarillos a los proveedores del hígado, el salmón y la nébeda! Blandas y mullidas bolas de alegría, juegan con ovillos, haciendo que los niños batan palmas, mientras vuestro vil cerebro se complace perversamente en las imágenes que os evoca el juego. Morder la víctima para que sangre, inmovilizarla hasta que se sofoque, apoyarla en el suelo y pisotearla delicadamente, pincharla con una blanda y sedosa zarpa hasta que se mueva de nuevo, y luego golpearla. ¡Cogerla con las garras, alzarla, rodar con ella, hundirle los crueles dientes mientras le arrancáis las entrañas con las patas traseras! ¡Ovillos a mí! ¡Farsantes!

Ransome sonrió.

—Por citarte a ti, es el más cabal ejemplo de pamplinas sensibleras que estos viejos oídos han escuchado jamás. Un prodigio de espontaneidad estudiada. Una sinfonía de cinismo. Un poema de percepción. El más puro…

Ransome gruñó.

Este descarado robo de sus giros predilectos le dolía profundamente, pero aun así le temblaron los labios. Ese gato era un animal muy observador.

—El más puro epítome del eufemismo —concluyó elegantemente Fluffy—. Al escucharte, cualquiera diría que quieres eliminar a los felinos de la tierra.

—Así es —gruñó Ransome.

—Sería un favor para nosotros —dijo el gato—. Nos divertiría mucho eludirte y reírnos de tus esfuerzos. Los humanos no tienen imaginación.

—Criatura superior —ironizó Ransome—, ¿por qué no liquidáis la raza humana, si nos consideráis tan obtusos?

—¿Crees que no podríamos? —replicó Fluffy—. Superamos a tu especie en pensamiento, velocidad y capacidad de reproducción. Pero ¿para qué? Mientras sigáis actuando como estos últimos miles de años, alimentándonos y cobijándonos sin pedir nada salvo nuestra presencia para admirarnos… pues bien, podéis seguir existiendo.

Ransome rió a carcajadas.

—¡Qué considerado! Pero escucha… deja esta palabrería blanda y abstracta y cuéntame algunas cosas que quiero saber. ¿Cómo puedes hablar, y por qué escogiste hablar conmigo?

Fluffy se acomodó.

—Responderé la pregunta socráticamente. Sócrates era un griego revesado, así que contestaré con otra pregunta. ¿Cómo te ganas la vida?

—Pues bien… tengo algunas inversiones y un pequeño capital, y el interés…

Ransome calló, buscando por primera vez palabras apropiadas. Fluffy cabeceaba con picardía.

—Está bien, está bien. Sé sincero. Puedes hablar libremente.

Ransome sonrió con embarazo.

—Bien, si quieres saberlo… y parece que sí, soy un huésped permanente. Tengo un considerable acervo de anécdotas y cierta gracia para contarlas. Luzco presentable y actúo como un caballero. A veces negocio pequeños préstamos.

—Un préstamo —declaró Fluffy— es algo que uno se propone devolver.

—Los llamaremos préstamos —dijo Ransome airosamente—. También, en ocasiones, cobro una tarifa razonable por ciertos servicios prestados…

—Extorsión —dijo el gato.

—No seas grosero. En general, la vida me resulta cómoda y cautivadora.

Quod erat demonstrandum —dijo Fluffy triunfalmente—. Te ganas la vida siendo bello y llamativo. Yo también. No ayudas a nadie salvo a ti mismo, te sirves lo que quieres. Yo también. Nadie gusta de ti salvo aquellos a quienes desangras. Todos te admiran y te envidian. Lo mismo pasa conmigo, ¿entiendes?

—Creo que sí. Gato, tu paralelismo es insidioso. En otras palabras, consideras que mi conducta es gatuna.

—Precisamente —dijo Fluffy a través de sus bigotes—. Y por eso puedo hablar contigo. Estás muy cerca de lo felino en todo lo que haces y piensas. Tu filosofía básica es la de un gato. Tu aura felina es tan intensa que entra en contacto con la mía, y por eso somos mutuamente inteligibles.

—No entiendo esa parte —dijo Ransome.

—Yo tampoco —replicó Fluffy—. Pero así son las cosas. ¿Te gusta la señora Benedetto?

—¡No! —exclamó Ransome de inmediato y con gran énfasis—. Es absolutamente insufrible. Me aburre. Me irrita. Es la única mujer del mundo que puede hacerme ambas cosas al mismo tiempo. Habla demasiado. Lee demasiado poco. No piensa en absoluto. Tiene una mentalidad histéricamente prejuiciosa. Su cara es como la cubierta de un libro que nadie quiso leer nunca. Tiene forma de botella de whisky panzona, pero sin una gota de whisky adentro. Su voz es monótona y antimusical. Su educación fue insuficiente. Su familia es mediocre, no sabe cocinar, no se cepilla los dientes con frecuencia.

—Cielos —dijo el gato alzando ambas patas con sorpresa—. Detecto cierta sinceridad en todo eso. Me agrada. Es exactamente lo que he sentido durante años. Nunca le encontré ningún defecto culinario, sin embargo; me compra comida especial, y me tiene harto. Ella me tiene harto. Increíblemente harto. Es un hartazgo casi tan grande como el odio que siento por ti.

—¿Por mí?

—Desde luego. Eres una imitación. Eres falso. Tu cuna está contra ti, Ransome. Ningún animal que suda y se rasura, que les abre la puerta a las mujeres, que se viste con imitaciones igualmente falsas de pieles de animales, puede alcanzar la jerarquía de un gato. Eres presuntuoso.

—¿Y tú no?

—Yo soy diferente. Yo soy un gato, y tengo derecho a hacer lo que me plazca. Cuando te vi esta noche, me caíste tan mal que pensé en matarte.

—¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no lo haces ahora?

—No puedo —dijo fríamente el gato—. Porque duermes como un gato. No, se me ocurrió algo más divertido.

—¿Sí?

—Ya lo creo. —Fluffy extendió una pata delantera, estiró las zarpas. Ransome notó subconscientemente que eran largas y fuertes. La luna había seguido su camino, y una luz gris pizarra llenaba la habitación.

—¿Qué te despertó —preguntó el gato, saltando al antepecho— justo antes que yo entrara?

—No lo sé —dijo Ransome—. Un ruido, supongo.

—Pues no —dijo Fluffy, arqueando la cola y sonriendo entre los bigotes—. Fue la cesación de un ruido. ¿Notas cuánto silencio hay?

Así era. No había un solo ruido en la casa. Ah, sí, ahora oía las pisadas de la criada que se dirigía de la cocina al dormitorio de la señora Benedetto, y el suave tintineo de una taza de té. Pero aparte de eso… De pronto comprendió.

—¡Esa vieja yegua dejó de roncar!

—En efecto —dijo el gato. La puerta de enfrente se abrió, se oyó el murmullo de la criada, un fuerte estrépito, un alarido escalofriante, pasos resonantes en el pasillo, un alarido más distante, silencio. Ransome se levantó de un brinco.

—¿Qué diablos…?

—Sólo la criada —dijo Fluffy, lavándose la pata, pero clavando los ojos en Ransome—. Acaba de encontrar a la señora Benedetto.

Encontrar…

—Sí. Le desgarré la garganta.

—Santo cielo. ¿Por qué?

Fluffy se acomodó en el antepecho.

—Para que te echen la culpa —dijo. Riendo burlonamente, brincó y se perdió en la mañana gris.