X
No había visto ni oído nada de la Coloso
desde hacía casi una semana. Jugué a esperar con el teléfono y
perdí. En mi imaginación, el teléfono se había convertido en un
extraño sustituto de su persona, una representación plástica. El
teléfono guardaba silencio porque ella guardaba silencio. Empecé a
odiar el teléfono, como si ella me lo hubiese enviado como su
delegado, por considerarse demasiado importante para venir en
persona.
Caminaba arrastrando los pies por el
laberinto cuando decidí molestar a Anouk. Poco después de que nos
mudáramos, papá le había cedido una habitación para que la
utilizase como estudio. Además de ser sexy e irritante, Anouk era
una especie de artista, una escultora. Se tomaba muy en serio lo de
plasmar el sometimiento de la mujer, la emasculación del hombre y
la subsiguiente ascensión de la mujer a un plano más elevado de la
conciencia. Es decir, la habitación estaba llena de vaginas y penes
diseccionados. Era un turbador popurrí de genitales; había penes
flacos y flácidos vestidos con harapos, penes ensangrentados y sin
vida como soldados muertos en un lóbrego campo de batalla, penes
con sogas alrededor del tronco, dibujos a carbón de penes
aterrorizados, penes melancólicos, penes llorando en los funerales
de penes muertos... ¡pero no eran nada, comparados con las vaginas
victoriosas! Vaginas con alas, grandes vaginas ascendentes, vaginas
moteadas de luz dorada, vaginas en tallos verdes, con pétalos
amarillos en lugar de vello púbico, vaginas con amplias bocas
sonrientes; había danzantes vaginas de barro, vaginas exultantes de
escayola, jubilosas vaginas en forma de vela, con mechas como un
cordel de tampón. Las palabras más temidas que se oían en casa las
pronunciaba Anouk cuando llegaba un cumpleaños.
—Te voy a esculpir algo —decía, y ninguna
sonrisa era lo bastante amplia para ocultar los océanos de terror
que bullían debajo.
Anouk estaba echada en su diván; dibujaba
carteles de SALVAD EL BOSQUE cuando entré. No me molesté en
preguntar qué bosque.
—Oye, ¿estás libre esta noche?
—preguntó.
—Hoy no es el día para pedirme que salve
nada —repliqué—. En mi estado actual, la destrucción sistemática
está más en mi línea.
—No es para eso. Me encargo de la
iluminación de una obra de teatro.
Por supuesto. Anouk era la persona más
ocupada que conocía. Por la mañana confeccionaba largas listas de
lo que tenía que hacer y, al final día, las había hecho todas.
Llenaba cada segundo de su vida con reuniones, protestas, yoga,
esculturas, terapias de renacimiento, reiki, clases de danza; se
unía a organizaciones y las abandonaba hecha una furia; repartía
panfletos, y hasta conseguía hacer un hueco para desastrosas
relaciones. Nunca he conocido a nadie con una vida tan arraigada en
la actividad.
—No sé, Anouk. ¿Es una obra
profesional?
—¿A qué te refieres?
¿Que a qué me refería? Me refería a que
respeto el derecho de cualquiera a subirse a un escenario y hablar
con voz ensordecedora, pero eso no lo convierte en una salida
nocturna tolerable. Por experiencias previas, podía afirmar sin
prejuicio alguno que los amigos de Anouk llevaban el teatro amateur
a unos mínimos nuevos e incomprensibles.
—¿Papá te habla? —le pregunté.
—¡Pues claro!
—Pensé que, después de lo de la otra noche,
quizá se le hubiera ocurrido asesinarte.
—Para nada. Tu padre está bien.
—¡Está bien? Creía que estaba deprimido y
suicida.
—¿Vienes a ver la obra o no? La verdad es
que no doy otra opción. Tú te vienes, y no se hable más.
Existe el teatro, existe el teatro amateur y
luego existe un grupo de personas que se cruzan en una sala oscura
y te hacen pagar por el privilegio de sentir vergüenza ajena
durante dos horas. Esta obra pertenecía a la última categoría, y
cada segundo dolía.
Anouk era responsable de un único foco de
luz, que mecía por el escenario como en busca de un preso huido que
hubiese saltado una tapia. Pasados cuarenta minutos, ya había
agotado todas mis fantasías de una Apocalipsis súbita, así que me
volví para mirar las caras del público. Las caras que vi parecían
disfrutar de la obra. Mi perplejidad fue indescriptible. Luego
pensé de verdad que los ojos me jugaban una mala pasada: sentado en
la última fila, totalmente en vilo y con aspecto de estar
disfrutando de la obra, estaba Oscar Hobbs.
La risa sonora y artificial de uno de los
actores me llamó la atención. Era la peor risa fingida que había
oído en la vida, y tuve que comprobar quién era el responsable.
Durante los veinte minutos siguientes me quedé cautivado por este
personaje secundario (su sonrisa falsa, algún gesto con las cejas
del todo hilarante y luego una escena completa de sollozos sin
lágrimas). Cuando la obra terminó, encendieron las luces y el
público aplaudió (¡quizá con sinceridad!); eché un vistazo a la
sala, a tiempo de ver que Oscar Hobbs se escurría por la puerta
trasera.
Sorprendentemente, al día siguiente encontré
en los periódicos una crítica de la obra. Eso también asombró a
todos los involucrados en la producción: una obra menor y chapucera
en un teatro sórdido e inmundo atraía tanto a los críticos
profesionales como a los sin techo que buscaban un plato de sopa, y
los organizadores, dada la poca fe que tenían en su
profesionalidad, N se habían molestado en alertar a los medios de
comunicación. Lo más extraño y sospechoso no era la crítica en sí,
sino su contenido: sólo trataba de la iluminación de la obra.
«Profundamente envolvente», «temperamental y fascinante» y «audaz y
sombría». Todos cuantos lo leyeron coincidieron en que era lo más
tonto que habían visto. No se mencionaba a los actores, al director
o al autor. A Anouk le sorprendió tanto la crítica como la reacción
infantil y desagradable de sus colegas, que se volvieron contra
ella ferozmente, acusándola de haber amañado el reportaje,
sobornado al periodista y de «querer lucirse con el foco».
Anouk estaba confusa, yo no. Había visto a
Oscar Hobbs en la sala y no era difícil adivinar su papel en todo
aquello. ¿Qué me parecía? Tan sólo divertido. Los dioses pueden
bajar y salivar por los mortales como el resto de nosotros, ¿no?
Anouk tenía uno de esos cuerpos que te exigían, como hombre, una
atención extasiada, y Oscar Hobbs era un hombre, a fin de cuentas.
Como he dicho, era divertido, nada más, y pese a que disfrutaba
viendo la perplejidad de mi familia, amigos y colegas, no puedo
guardar un secreto durante mucho tiempo. Así que esa noche, después
de que Anouk colgara el teléfono al final de una larga discusión
con el productor de la obra, se lo conté.
—¿Por qué no me lo has dicho? —gritó.
—Acabo de hacerlo.
Arrugó el rostro hasta que sus ojos, nariz y
boca no fueron mayores que los de un mandarín.
—¿Qué diablos quiere? —dijo con
tranquilidad.
Señalé su cuerpo y contesté:
—Adivina.
—¡Pero si puede conseguir a quien
quiera!
—Quizá por algo que dijiste en el casino.
¿Qué le dijiste?
—Nada.
—Vamos.
—De acuerdo. Le dije que su alma tiene una
de esas manchas que lo emborronan todo cuando intentas
limpiarla.
Dos días después, estaba ante el edificio
donde trabajaba fumando un cigarrillo con mi jefe, Smithy. Pensaba
que pronto dejaría el trabajo y que nunca me perdonaría no hacer
públicos los defectos de mis colegas antes de mi marcha. Imaginaba
el mal rollo de la fiesta de despedida cuando un Porsche Spidcr
llegó a una zona de prohibido aparcar y aparcó. Era el coche en que
murió James Dean. Un bonito coche. No me importaría morir ahí, si
pudiera permitírmelo.
—Recréate la vista en eso —dijo
Smithy.
—Ya lo hago.
Oscar salió del coche y se acercó.
—Jasper.
—¡Eres Oscar Hobbs! —dijo Smithy,
conmocionado.
—Así es —replicó Oscar.
—Ese es el problema de ser famoso —dije yo—.
Todo el mundo te dice tu nombre.
—Jasper. ¿Puedo hablar un momento
contigo?
—Claro —respondí y, volviéndome hacia
Smithy, me excusé.
Smithy asintió con entusiasmo, todavía con
cara de traumatizado, como si acabase de encontrarse una vagina
entre sus propios genitales.
Oscar y yo nos dirigimos a una pequeña zona
iluminada. Parecía nervioso.
—Me siento algo raro por venir a
verte.
—¿Por qué? —pregunté, intuyendo la
respuesta.
—Anouk vino a mi despacho y me puso de
vuelta y media por esa crítica.
—¿Eso hizo?
—También me aseguré de que los medios
hablasen de una manifestación ecologista a la que fue. Pero estaba
furiosa. No lo comprendo. Me odia de verdad, ¿no?
—No es nada personal. Odia a los
ricos.
—¿Qué puedo hacer para gustarle?
—Si pudieras demostrar que estás oprimido,
eso ayudaría.
Asintió con rítmicos movimientos de cabeza,
como si fuera un compás.
—De todas formas, ¿qué quieres de Anouk? Me
parece a mí que haces muchos esfuerzos. He visto las mujeres que te
van. Anouk está bien, y es guapa a su manera, pero esto no tiene
sentido. Puedes agenciarte cualquier super-mujer siempre que
quieras. ¿Qué te pasa?
—El mundo está lleno de personas corrientes,
Jasper. Unas son hermosas, otras no. Lo que escasea son las
personas extraordinarias, interesantes, originales y creativas, con
ideas propias. Ahora bien, mientras espero a esa mujer
extraordinaria, si tengo que pasar el rato con una mujer corriente,
¿crees que lo haré con una mujer corriente y hermosa o con una
mujer corriente y poco atractiva?
No había necesidad de responder, así que no
lo hice.
—Las mujeres como Anouk abundan mucho menos
de lo que crees, Jasper.
Cuando se hubo marchado, Smithy dijo, con
afectado descuido:
—¿De qué conoces a Oscar Hobbs?
yo le respondí:
—Ya sabes, de por ahí.
Y como soy tan lamentable como el que más, y
tengo un descomunal ego, durante el resto del día me sentí alguien
importante.
Ahora bien, seguía confuso. ¡Este hombre no
sólo corría tras Anouk como un dragón tremebundo, sino que además
estaba realmente loco por ella y Anouk lo rechazaba! Quizás el
poder sea un afrodisíaco, pero los prejuicios personales son una
ducha de agua fría y, evidentemente, más poderosos que el poder
mismo. Recuerdo que en cierta ocasión Anouk me llevó a un mitin
donde el orador decía que los barones de los medios de comunicación
tenían al gobierno en el bolsillo, y un mes más tarde me llevó a
otro mitin donde este orador dijo que el gobierno tenía en el
bolsillo a los barones de los medios de comunicación (Anouk estuvo
de acuerdo con ambos). Recuerdo que intenté explicarle que sólo
parece que lo están porque, por pura coincidencia, el gobierno y
los periódicos tienen exactamente el mismo objetivo: hacer que la
gente se cague de miedo y viva en un estado de terror permanente. A
Anouk no le importó. Declaró su odio eterno hacia ambos grupos y
nada pudo convencerla de lo contrario. Empecé a considerar la cara
rica y hermosa de Oscar como un entretenido banco de pruebas para
la fortaleza y la vitalidad de los prejuicios de Anouk.
Llegué a casa cuando se ponía el sol y
caminé como en sueños por las sombras cada vez más alargadas del
laberinto. Era uno de mis momentos preferidos del bosque: el filo
de la noche. Al acercarme a la cabaña, vi a la Coloso en llamas
esperándome en la veranda. Nos apresuramos dentro e hicimos el amor
y yo examiné su rostro con atención, para asegurarme de que no
pensaba en nadie que no fuera yo. Francamente, no logré
saberlo.
Al cabo de media hora, se oyó una voz en la
puerta.
—¡Toe, toe! —exclamó la voz.
Hice una mueca. Esta vez era mi padre. Salí
de la cama y abrí la puerta. Mi padre vestía un albornoz que había
comprado meses atrás y la etiqueta con el precio aún le colgaba de
la manga.
—Oye, dime algo de esa novia tuya.
—¡Chist, ahora duerme! —Salí a la veranda y
cerré la puerta—. ¿Qué pasa con ella?
—¿Toma la píldora?
—¿Y eso a ti qué te importa?
—¿La toma?
—Pues resulta que no. Le da alergia.
—¡Magnífico!
Respiré hondo, decidido a soportarlo con
tanta paciencia como hubiera acumulado en las profundidades de mi
ser. Su sonrisa secó el depósito.
—De acuerdo, tú ganas. Tengo curiosidad.
¿Por qué te parece magnífico que mi novia no tome la píldora? Y más
te vale que la respuesta sea buena.
—Porque eso implica que usáis
condones.
—Papa. ¿Y qué más da, joder?
—Esto... ¿puedes dejarme unos cuantos?
—¿Condones? ¿Para qué?
—Para ponérmelos en la...
—¡Ya sé para qué son! Sólo que... creía que
las prostitutas se traían sus condones.
—¿No crees que puedo acostarme con alguien
que no sea una prostituta?
—No, no lo creo.
—¿No crees que pueda atraer a una ciudadana
normal?
—Te he dicho que no.
—¡Menudo hijo!
—Papá —empecé, pero no se me ocurrió un
final para la frase.
—Bueno, ¿qué? ¿Tienes?
Fui a mi dormitorio, saqué un par de
condones de la mesita de noche y se los llevé.
—¿Sólo dos?
—Vale, llévate todo el paquete. Móntate una
fiesta. No soy una farmacia, ¿sabes?
—Gracias.
—Espera... esta mujer. Es una mujer,
¿no?
—Claro que es una mujer.
—¿Ahora está en tu casa? —Sí.
—¿Quién es? ¿Dónde la has conocido?
—Considero que ése no es asunto de tu
incumbencia —dijo, bajando la escalera con una leve cadencia en el
paso.
Sucedían cosas muy extrañas. A Anouk la
perseguía un hombre que había sido nombrado el soltero más cotizado
de Australia por la revista Guess Who y
papá se acostaba con una persona o personas desconocidas no
profesionales. Nuevos dramas se agitaban en el laberinto.
Los pájaros matinales, esos pequeños
despertadores con plumas, me despertaron alrededor de las cinco. La
Coloso en llamas no estaba a mi lado. La oí llorar en la veranda.
Me quedé acostado, escuchando sus sollozos profundos y sincopados.
Tenían cierto ritmo. De pronto, supe lo que estaba haciendo. Salté
de la cama y corrí fuera. ¡No me equivocaba! Tenía el tarrito de
mostaza apoyado en la mejilla y depositaba en su interior una nueva
hornada de lágrimas. Estaba casi lleno.
—Esto no está bien —le dije.
Parpadeó con inocencia. Eso me hizo perder
los estribos. Avancé y le arranqué el tarro de las manos.
—¡Dámelo!
—Nunca conseguirás que se las beba. ¿Qué le
dirás que es? ¿Limonada?
—¡Devuélvemelo, Jasper!
Desenrosqué la tapa, le dirigí una mirada
desafiante y vertí el contenido en mi garganta.
Ella gritó.
Yo tragué.
Tenía un sabor repugnante. Os lo aseguro,
ésas sí que eran unas lágrimas amargas.
Me miró con un odio tan intenso que
comprendí que había hecho algo imperdonable. Pensé que aquello me
traería una maldición de por vida, como molestar a una momia en su
tumba. Había bebido unas lágrimas que ella no había vertido por mí.
¿Qué me sucedería ahora?
Sentados en nuestros respectivos rincones,
contemplamos la salida del sol y el romper del día. El bosque
empezó a cobrar vida. Se levantó algo de viento y los árboles
murmuraron entre sí. Oí a la Coloso pensar. La oí parpadear. Oí los
latidos de su corazón. Oí las cuerdas y poleas que alzaban el sol
en el cielo. A las nueve se levantó y se vistió sin hablar. Me besó
en la frente como si fuera un hijo al que estaba obligada a
perdonar y se marchó sin mediar palabra.
No habían pasado ni diez minutos cuando noté
algo, cierto alboroto. Agucé el oído y oí voces distantes. Me eché
un albornoz encima, salí de la cabaña y avancé zigzagueando hasta
allí.
Entonces los vi juntos.
Papá se había enzarzado en una conversación
con la Coloso. Papá, un laberinto dentro de un laberinto, le
hablaba como si estuviera practicando una actividad vigorosa, como
un concurso de tala de árboles. ¿Qué debía hacer yo?
¿Interrumpirle? ¿Asustarlo? ¿Cómo?
Espero que no le esté preguntando por su
alergia a la píldora o si prefiere los condones estriados a los de
sabores, pensé. No, no se atrevería. Pero, dijera lo que dijera,
estaba seguro de que me hacía más mal que bien. Los observé con
ansiedad durante unos minutos, luego la Coloso se alejó y dejó a mi
padre con la palabra en la boca. ¡Bien por ella!
Esa noche fuimos a un pub. Era una noche
concurrida, y cuando fui a por las bebidas recibí muchos codazos.
Todos en la barra intentaban captar la atención del camarero.
Algunos clientes avasalladores agitaban su dinero en el aire, como
diciendo: «¡Mira! ¡Tengo dinero del bueno! ¡Sírveme a mí primero!
¡El resto quiere pagarte con huevos!»
Cuando volví con la Coloso, ella me
dijo:
—Tenemos que hablar.
—Creía que ya estábamos hablando.
No respondió a eso. Ni siquiera confirmó o
negó que hubiéramos estado hablando.
—De todos modos —añadí—, ¿por qué dices que
tenemos que hablar como prefacio a tener que hablar? ¿Quieres
hablar? ¡Pues habla!
Estaba poniéndome frenético porque sabía más
o menos lo que vendría a continuación. Ella iba a romper conmigo.
De pronto, el invierno me había entrado en el cuerpo.
—Vamos, te escucho —dije.
—No vas a ponérmelo fácil, ¿verdad?
—Claro que no. ¿Qué soy, un santo? ¿Me
consideras una persona especialmente generosa? ¿Acaso amo a mis
enemigos? ¿Soy voluntario en comedores de beneficencia?
—Cállate, Jasper, y déjame pensar.
—Primero quieres hablar. Ahora quieres
pensar. ¿No has meditado esto? ¿No has imaginado al menos un
discurso antes de salir esta noche? ¡No me digas que estás
improvisando! ¡No me digas que te lo inventas sobre la
marcha!
—¡Joder! ¡Cállate un minuto!
Cuando intuyo que alguien está a punto de
herirme emocionalmente, me resulta muy difícil evitar la tentación
de portarme como un niño. En aquel preciso instante, sin ir más
lejos, tuve que esforzarme para no contar atrás los sesenta
segundos en voz alta.
—Creo que necesitamos un descanso.
—¿Un descanso significa una pausa prolongada
o una pausa definitiva?
—Será mejor que dejemos de vernos.
—¿Tiene esto algo que ver con mi
padre?
—¿Tu padre?
—Os he visto hablando esta mañana, después
de que te fueras. ¿Qué te ha dicho?
—Nada.
—No ha podido no decir nada. Ese hombre ha
sido incapaz de no decir nada en toda su vida. Además, has hablado
con él durante, digamos, diez minutos. ¿Ha dicho algo en mi
contra?
—No... nada. En serio.
—Entonces, ¿de qué va todo esto? ¿Es porque
me bebí tus lágrimas?
—Jasper... sigo enamorada de Brian.
No dije nada. No hacía falta ser un físico
cuántico para entenderlo. O un genio de las matemáticas. O un
Einstein. Luego pensé: «No creo que los físicos cuánticos, los
genios de las matemáticas o Einstein sean tan brillantes a la hora
de cartografiar el mapa de las relaciones humanas. ¿Y por qué
siempre se pone como ejemplo a los físicos cuánticos, a los genios
de las matemáticas y a Einstein? ¿Por qué no a arquitectos, o
abogados criminalistas? ¿Y por qué no, en lugar de Einstein, a
Darwin, o a Heinrich Bóll?»
—¿No piensas decir nada?
—Estás enamorada de tu ex novio. No hay que
ser Heinrich Bóll para entenderlo.
—¡Quién?
Meneé la cabeza, me levanté y salí del pub.
Oí que me llamaba, pero no me volví.
Una vez fuera, rompí a llorar. ¡Menudo
fastidio! Ahora tendría que convertirme en alguien rico y
triunfador para que ella se arrepintiera de haberme dejado. Otra
cosa que hacer en esta vida corta y ajetreada. ¡Dios! Se me estaban
acumulando.
No podía creer que la relación hubiera
terminado. ¡Y el sexo! ¡Esa fortuita conjunción de nuestros
cuerpos, acabada! Supuse que era mejor así. En realidad, nunca he
querido que nadie me gritara: ¡te he dado los mejores años de mi
vida! Así, los mejores años de su vida aún estaban por
llegar.
¿Y por qué? Quizá la hubiera cabreado que me
hubiese bebido las lágrimas y quizá siguiera enamorada de su ex
novio, pero sabía que papá había dicho algo que había colmado el
vaso. ¿Qué le habría dicho? ¿Qué cojones le habría dicho? ¡Basta!
No me importa lo que haga; puede escribir un manual del crimen,
insudar un buzón de sugerencias, incendiar un pueblo, destrozar un
club nocturno, estar internado en un psiquiátrico, construir un
laberinto, pero no consiento que le toque un solo pelo de la cabeza
a mi vida amorosa.
Mi padre era una forma concentrada y
apestosa de caos y no permitiría que continuara arruinando mi vida.
Si la Coloso podía romper conmigo, yo podía romper con mi padre. No
me importa lo que digan, es posible romper con la familia.
De camino a su casa, ¡reuní cuantas
partículas de energía pude para echárselas a la puta cara!
Las luces estaban apagadas. Abrí la puerta y
entré a hurtadillas. Oí extraños sonidos procedentes de su
habitación. Estaría llorando de nuevo. Pero no parecía un simple
llanto. Parecía como un sollozo. Bueno, ¿y qué? Me insensibilicé
frente al reclamo de la compasión. Seguí adelante, abrí la puerta y
lo que vi me resultó tan chocante que no tuve la decencia de cerrar
la puerta. Papá estaba en la cama con Anouk.
—¡Lárgate! —gritó él.
Fui incapaz de moverme:
—¿Desde cuándo...? —pregunté.
—Joder, Jasper, ¡vete de aquí! —gritó papá
de nuevo.
Sé que debería haberme ido, pero mis pies
parecían tan anonadados como mi cabeza.
—¡Vaya chiste!
—¿Por qué es un chiste? —preguntó
papá.
—¿Qué gana ella?
—¡Déjanos en paz, Jasper! —gritó
Anouk.
Retrocedí hasta salir de la habitación y
cerré la puerta. Era realmente insultante. Anouk no había querido
acostarse conmigo y, sin embargo, había saltado a la cama de mi
padre. Y, ¡ehhh...!, con mis condones. Pero ¿qué hacía ella con
papá cuando Oscar Hobbs quería llevársela al huerto? ¿Acaso era
aquello un lamentable culebrón? Papá era un hombre que había pasado
la mayor parte de su vida ausente de las relaciones humanas y al
final se había embarcado en una con su única confidente,
simplemente para acabar en el punto más gris de un triángulo
amoroso donde, si prevalecía la lógica, iba a perderla.
Pero eso ya no era asunto mío.
A la mañana siguiente me levanté temprano.
Decidí que lo más práctico sería encontrar una habitación en una
casa compartida con yonquis, algo barato y asequible para no
gastarme mis magros ahorros en una simple estantería. Respondí a un
montón de anuncios en el periódico. No había muchos que no
especificasen, en letras mayúsculas, que buscaban una MUJER.
Parecía del dominio público que los hombres no habían conseguido
llevar a cabo el salto evolutivo adecuado, el que les permitía
limpiar a su paso. Los pisos y casas que sí permitían la existencia
de hombres no eran tan malos, aunque en todos vivía gente. Claro
que lo sabía de antemano, pero sólo cuando me encontré cara a cara
con otros humanos comprendí que necesitaba estar solo. Se esperaba
que fuésemos corteses los unos con los otros, tanto de vez en
cuando como TODOS LOS DÍAS. ¿Y si quería pasarme seis horas mirando
por la ventana de la cocina en ropa interior? No, la soledad de
vivir en una cabaña en el centro de un laberinto me había
inutilizado para la convivencia.
Al final me decidí por un estudio y me quedé
con el primero que vi. Una habitación y un baño y una mampara entre
la zona principal y la pequeña cocina, empotrada a lo largo de una
pared. No era para hacerse ilusiones. No había nada especial sobre
lo que decir: «¡Pero mira esto! ¡Tiene un...!» No tenía nada, lira
sólo una habitación. Firmé el contrato, pagué el alquiler y el
depósito y me dieron las llaves. Entré, me senté en el suelo de la
estancia vacía y fumé un cigarrillo tras otro. Alquilé una
furgoneta, la llevé a la cabaña y metí dentro todas las posesiones
que quería conservar.
Luego me dirigí a la casa. Papá estaba en la
cocina, vestido con el albornoz que aún tenía la etiqueta colgando.
Silbaba atonalmente mientras cocinaba pasta.
—¿Dónde está Anouk? —pregunté.
—No estoy seguro.
Quizá con Oscar Hobbs.
La salsa de la pasta borbotaba y, en otro
cazo, había unas verduras que parecían llevar mucho tiempo
hirviendo, como si quisiera sangrarles hasta el último rastro de
sabor. Me miró de un modo extraño y dijo:
—Comprendo que te haya sorprendido.
Tendríamos que habértelo dicho. Pero bueno, ahora ya lo sabes. Oye,
igual algún día podemos salir los cuatro.
—¿Qué cuatro?
—Anouk y yo, y tú y tu chica.
—Papá, me marcho.
—No me refería a esta noche.
—No. Me marcho del todo.
—¿Te marchas del todo? ¿Quieres decir que...
te marchas?
—He encontrado un apartamento en la ciudad.
Un estudio.
—¿Ya has encontrado un sitio?
—Sí... he dejado un depósito y dos semanas
de alquiler.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, un
escalofrío que pude ver.
—¿Y cuándo te trasladas?
—Ahora.
—¿Ahora mismo?
—He venido a despedirme.
—¿Y qué pasa con tus cosas?
—He alquilado una furgoneta. He metido en
ella todo cuanto necesito.
Papá estiró los brazos de un modo extraño y
dijo con voz apática y artificial:
—No me dejas mucho que decir.
—Supongo que no.
—¿Y qué pasa con tu cabaña?
—No me la llevo.
—No, quería decir...
No acabó la frase. No sabía lo que quería
decir. Papá empezó a respirar pesadamente por la nariz. Intentaba
no parecer abatido. Yo intentaba no parecer culpable, pero sabía
que, al perderme a mí, perdía a la única persona que lo comprendía.
También me sentía culpable por otras razones. Me preguntaba qué le
pasaría a su cabeza. ¿Y cómo iba a dejarlo con aquella cara?
¿Aquella cara triste y solitaria y aterrorizada?
—¿Necesitas ayuda para el traslado?
—No, todo está listo.
Era como si hubiésemos estado jugando toda
la vida y el juego terminase y estuviéramos a punto de quitarnos
las máscaras y los uniformes y estrecharnos la mano, diciendo:
«Gran juego.»
Pero no lo hicimos.
De pronto, todo el odio y el resentimiento
que sentía hacia mi padre se evaporaron. Me dio muchísima lástima.
Lo vi como una araña que despertó creyéndose mosca, sin comprender
que estaba atrapada en su propia telaraña.
—Bueno, será mejor que me vaya —le
dije.
—¿Tienes teléfono?
—Todavía no. Te llamaré cuando me lo
instalen.
—De acuerdo. Bien, ¡adiós!
—¡Nos vemos!
Al volverme para salir, papá emitió un
gruñido sordo, como de intestinos revueltos.