X

 

No había visto ni oído nada de la Coloso desde hacía casi una semana. Jugué a esperar con el teléfono y perdí. En mi imaginación, el teléfono se había convertido en un extraño sustituto de su persona, una representación plástica. El teléfono guardaba silencio porque ella guardaba silencio. Empecé a odiar el teléfono, como si ella me lo hubiese enviado como su delegado, por considerarse demasiado importante para venir en persona.
Caminaba arrastrando los pies por el laberinto cuando decidí molestar a Anouk. Poco después de que nos mudáramos, papá le había cedido una habitación para que la utilizase como estudio. Además de ser sexy e irritante, Anouk era una especie de artista, una escultora. Se tomaba muy en serio lo de plasmar el sometimiento de la mujer, la emasculación del hombre y la subsiguiente ascensión de la mujer a un plano más elevado de la conciencia. Es decir, la habitación estaba llena de vaginas y penes diseccionados. Era un turbador popurrí de genitales; había penes flacos y flácidos vestidos con harapos, penes ensangrentados y sin vida como soldados muertos en un lóbrego campo de batalla, penes con sogas alrededor del tronco, dibujos a carbón de penes aterrorizados, penes melancólicos, penes llorando en los funerales de penes muertos... ¡pero no eran nada, comparados con las vaginas victoriosas! Vaginas con alas, grandes vaginas ascendentes, vaginas moteadas de luz dorada, vaginas en tallos verdes, con pétalos amarillos en lugar de vello púbico, vaginas con amplias bocas sonrientes; había danzantes vaginas de barro, vaginas exultantes de escayola, jubilosas vaginas en forma de vela, con mechas como un cordel de tampón. Las palabras más temidas que se oían en casa las pronunciaba Anouk cuando llegaba un cumpleaños.
—Te voy a esculpir algo —decía, y ninguna sonrisa era lo bastante amplia para ocultar los océanos de terror que bullían debajo.
Anouk estaba echada en su diván; dibujaba carteles de SALVAD EL BOSQUE cuando entré. No me molesté en preguntar qué bosque.
—Oye, ¿estás libre esta noche? —preguntó.
—Hoy no es el día para pedirme que salve nada —repliqué—. En mi estado actual, la destrucción sistemática está más en mi línea.
—No es para eso. Me encargo de la iluminación de una obra de teatro.
Por supuesto. Anouk era la persona más ocupada que conocía. Por la mañana confeccionaba largas listas de lo que tenía que hacer y, al final día, las había hecho todas. Llenaba cada segundo de su vida con reuniones, protestas, yoga, esculturas, terapias de renacimiento, reiki, clases de danza; se unía a organizaciones y las abandonaba hecha una furia; repartía panfletos, y hasta conseguía hacer un hueco para desastrosas relaciones. Nunca he conocido a nadie con una vida tan arraigada en la actividad.
—No sé, Anouk. ¿Es una obra profesional?
—¿A qué te refieres?
¿Que a qué me refería? Me refería a que respeto el derecho de cualquiera a subirse a un escenario y hablar con voz ensordecedora, pero eso no lo convierte en una salida nocturna tolerable. Por experiencias previas, podía afirmar sin prejuicio alguno que los amigos de Anouk llevaban el teatro amateur a unos mínimos nuevos e incomprensibles.
—¿Papá te habla? —le pregunté.
—¡Pues claro!
—Pensé que, después de lo de la otra noche, quizá se le hubiera ocurrido asesinarte.
—Para nada. Tu padre está bien.
—¡Está bien? Creía que estaba deprimido y suicida.
—¿Vienes a ver la obra o no? La verdad es que no doy otra opción. Tú te vienes, y no se hable más.
Existe el teatro, existe el teatro amateur y luego existe un grupo de personas que se cruzan en una sala oscura y te hacen pagar por el privilegio de sentir vergüenza ajena durante dos horas. Esta obra pertenecía a la última categoría, y cada segundo dolía.
Anouk era responsable de un único foco de luz, que mecía por el escenario como en busca de un preso huido que hubiese saltado una tapia. Pasados cuarenta minutos, ya había agotado todas mis fantasías de una Apocalipsis súbita, así que me volví para mirar las caras del público. Las caras que vi parecían disfrutar de la obra. Mi perplejidad fue indescriptible. Luego pensé de verdad que los ojos me jugaban una mala pasada: sentado en la última fila, totalmente en vilo y con aspecto de estar disfrutando de la obra, estaba Oscar Hobbs.
La risa sonora y artificial de uno de los actores me llamó la atención. Era la peor risa fingida que había oído en la vida, y tuve que comprobar quién era el responsable. Durante los veinte minutos siguientes me quedé cautivado por este personaje secundario (su sonrisa falsa, algún gesto con las cejas del todo hilarante y luego una escena completa de sollozos sin lágrimas). Cuando la obra terminó, encendieron las luces y el público aplaudió (¡quizá con sinceridad!); eché un vistazo a la sala, a tiempo de ver que Oscar Hobbs se escurría por la puerta trasera.
Sorprendentemente, al día siguiente encontré en los periódicos una crítica de la obra. Eso también asombró a todos los involucrados en la producción: una obra menor y chapucera en un teatro sórdido e inmundo atraía tanto a los críticos profesionales como a los sin techo que buscaban un plato de sopa, y los organizadores, dada la poca fe que tenían en su profesionalidad, N se habían molestado en alertar a los medios de comunicación. Lo más extraño y sospechoso no era la crítica en sí, sino su contenido: sólo trataba de la iluminación de la obra. «Profundamente envolvente», «temperamental y fascinante» y «audaz y sombría». Todos cuantos lo leyeron coincidieron en que era lo más tonto que habían visto. No se mencionaba a los actores, al director o al autor. A Anouk le sorprendió tanto la crítica como la reacción infantil y desagradable de sus colegas, que se volvieron contra ella ferozmente, acusándola de haber amañado el reportaje, sobornado al periodista y de «querer lucirse con el foco».
Anouk estaba confusa, yo no. Había visto a Oscar Hobbs en la sala y no era difícil adivinar su papel en todo aquello. ¿Qué me parecía? Tan sólo divertido. Los dioses pueden bajar y salivar por los mortales como el resto de nosotros, ¿no? Anouk tenía uno de esos cuerpos que te exigían, como hombre, una atención extasiada, y Oscar Hobbs era un hombre, a fin de cuentas. Como he dicho, era divertido, nada más, y pese a que disfrutaba viendo la perplejidad de mi familia, amigos y colegas, no puedo guardar un secreto durante mucho tiempo. Así que esa noche, después de que Anouk colgara el teléfono al final de una larga discusión con el productor de la obra, se lo conté.
—¿Por qué no me lo has dicho? —gritó.
—Acabo de hacerlo.
Arrugó el rostro hasta que sus ojos, nariz y boca no fueron mayores que los de un mandarín.
—¿Qué diablos quiere? —dijo con tranquilidad.
Señalé su cuerpo y contesté:
—Adivina.
—¡Pero si puede conseguir a quien quiera!
—Quizá por algo que dijiste en el casino. ¿Qué le dijiste?
—Nada.
—Vamos.
—De acuerdo. Le dije que su alma tiene una de esas manchas que lo emborronan todo cuando intentas limpiarla.

 

 

 

Dos días después, estaba ante el edificio donde trabajaba fumando un cigarrillo con mi jefe, Smithy. Pensaba que pronto dejaría el trabajo y que nunca me perdonaría no hacer públicos los defectos de mis colegas antes de mi marcha. Imaginaba el mal rollo de la fiesta de despedida cuando un Porsche Spidcr llegó a una zona de prohibido aparcar y aparcó. Era el coche en que murió James Dean. Un bonito coche. No me importaría morir ahí, si pudiera permitírmelo.
—Recréate la vista en eso —dijo Smithy.
—Ya lo hago.
Oscar salió del coche y se acercó.
—Jasper.
—¡Eres Oscar Hobbs! —dijo Smithy, conmocionado.
—Así es —replicó Oscar.
—Ese es el problema de ser famoso —dije yo—. Todo el mundo te dice tu nombre.
—Jasper. ¿Puedo hablar un momento contigo?
—Claro —respondí y, volviéndome hacia Smithy, me excusé.
Smithy asintió con entusiasmo, todavía con cara de traumatizado, como si acabase de encontrarse una vagina entre sus propios genitales.
Oscar y yo nos dirigimos a una pequeña zona iluminada. Parecía nervioso.
—Me siento algo raro por venir a verte.
—¿Por qué? —pregunté, intuyendo la respuesta.
—Anouk vino a mi despacho y me puso de vuelta y media por esa crítica.
—¿Eso hizo?
—También me aseguré de que los medios hablasen de una manifestación ecologista a la que fue. Pero estaba furiosa. No lo comprendo. Me odia de verdad, ¿no?
—No es nada personal. Odia a los ricos.
—¿Qué puedo hacer para gustarle?
—Si pudieras demostrar que estás oprimido, eso ayudaría.
Asintió con rítmicos movimientos de cabeza, como si fuera un compás.
—De todas formas, ¿qué quieres de Anouk? Me parece a mí que haces muchos esfuerzos. He visto las mujeres que te van. Anouk está bien, y es guapa a su manera, pero esto no tiene sentido. Puedes agenciarte cualquier super-mujer siempre que quieras. ¿Qué te pasa?
—El mundo está lleno de personas corrientes, Jasper. Unas son hermosas, otras no. Lo que escasea son las personas extraordinarias, interesantes, originales y creativas, con ideas propias. Ahora bien, mientras espero a esa mujer extraordinaria, si tengo que pasar el rato con una mujer corriente, ¿crees que lo haré con una mujer corriente y hermosa o con una mujer corriente y poco atractiva?
No había necesidad de responder, así que no lo hice.
—Las mujeres como Anouk abundan mucho menos de lo que crees, Jasper.
Cuando se hubo marchado, Smithy dijo, con afectado descuido:
—¿De qué conoces a Oscar Hobbs?
yo le respondí:
—Ya sabes, de por ahí.
Y como soy tan lamentable como el que más, y tengo un descomunal ego, durante el resto del día me sentí alguien importante.
Ahora bien, seguía confuso. ¡Este hombre no sólo corría tras Anouk como un dragón tremebundo, sino que además estaba realmente loco por ella y Anouk lo rechazaba! Quizás el poder sea un afrodisíaco, pero los prejuicios personales son una ducha de agua fría y, evidentemente, más poderosos que el poder mismo. Recuerdo que en cierta ocasión Anouk me llevó a un mitin donde el orador decía que los barones de los medios de comunicación tenían al gobierno en el bolsillo, y un mes más tarde me llevó a otro mitin donde este orador dijo que el gobierno tenía en el bolsillo a los barones de los medios de comunicación (Anouk estuvo de acuerdo con ambos). Recuerdo que intenté explicarle que sólo parece que lo están porque, por pura coincidencia, el gobierno y los periódicos tienen exactamente el mismo objetivo: hacer que la gente se cague de miedo y viva en un estado de terror permanente. A Anouk no le importó. Declaró su odio eterno hacia ambos grupos y nada pudo convencerla de lo contrario. Empecé a considerar la cara rica y hermosa de Oscar como un entretenido banco de pruebas para la fortaleza y la vitalidad de los prejuicios de Anouk.

 

 

 

Llegué a casa cuando se ponía el sol y caminé como en sueños por las sombras cada vez más alargadas del laberinto. Era uno de mis momentos preferidos del bosque: el filo de la noche. Al acercarme a la cabaña, vi a la Coloso en llamas esperándome en la veranda. Nos apresuramos dentro e hicimos el amor y yo examiné su rostro con atención, para asegurarme de que no pensaba en nadie que no fuera yo. Francamente, no logré saberlo.
Al cabo de media hora, se oyó una voz en la puerta.
—¡Toe, toe! —exclamó la voz.
Hice una mueca. Esta vez era mi padre. Salí de la cama y abrí la puerta. Mi padre vestía un albornoz que había comprado meses atrás y la etiqueta con el precio aún le colgaba de la manga.
—Oye, dime algo de esa novia tuya.
—¡Chist, ahora duerme! —Salí a la veranda y cerré la puerta—. ¿Qué pasa con ella?
—¿Toma la píldora?
—¿Y eso a ti qué te importa?
—¿La toma?
—Pues resulta que no. Le da alergia.
—¡Magnífico!
Respiré hondo, decidido a soportarlo con tanta paciencia como hubiera acumulado en las profundidades de mi ser. Su sonrisa secó el depósito.
—De acuerdo, tú ganas. Tengo curiosidad. ¿Por qué te parece magnífico que mi novia no tome la píldora? Y más te vale que la respuesta sea buena.
—Porque eso implica que usáis condones.
—Papa. ¿Y qué más da, joder?
—Esto... ¿puedes dejarme unos cuantos?
—¿Condones? ¿Para qué?
—Para ponérmelos en la...
—¡Ya sé para qué son! Sólo que... creía que las prostitutas se traían sus condones.
—¿No crees que puedo acostarme con alguien que no sea una prostituta?
—No, no lo creo.
—¿No crees que pueda atraer a una ciudadana normal?
—Te he dicho que no.
—¡Menudo hijo!
—Papá —empecé, pero no se me ocurrió un final para la frase.
—Bueno, ¿qué? ¿Tienes?
Fui a mi dormitorio, saqué un par de condones de la mesita de noche y se los llevé.
—¿Sólo dos?
—Vale, llévate todo el paquete. Móntate una fiesta. No soy una farmacia, ¿sabes?
—Gracias.
—Espera... esta mujer. Es una mujer, ¿no?
—Claro que es una mujer.
—¿Ahora está en tu casa? —Sí.
—¿Quién es? ¿Dónde la has conocido?
—Considero que ése no es asunto de tu incumbencia —dijo, bajando la escalera con una leve cadencia en el paso.
Sucedían cosas muy extrañas. A Anouk la perseguía un hombre que había sido nombrado el soltero más cotizado de Australia por la revista Guess Who y papá se acostaba con una persona o personas desconocidas no profesionales. Nuevos dramas se agitaban en el laberinto.

 

 

 

Los pájaros matinales, esos pequeños despertadores con plumas, me despertaron alrededor de las cinco. La Coloso en llamas no estaba a mi lado. La oí llorar en la veranda. Me quedé acostado, escuchando sus sollozos profundos y sincopados. Tenían cierto ritmo. De pronto, supe lo que estaba haciendo. Salté de la cama y corrí fuera. ¡No me equivocaba! Tenía el tarrito de mostaza apoyado en la mejilla y depositaba en su interior una nueva hornada de lágrimas. Estaba casi lleno.
—Esto no está bien —le dije.
Parpadeó con inocencia. Eso me hizo perder los estribos. Avancé y le arranqué el tarro de las manos.
—¡Dámelo!
—Nunca conseguirás que se las beba. ¿Qué le dirás que es? ¿Limonada?
—¡Devuélvemelo, Jasper!
Desenrosqué la tapa, le dirigí una mirada desafiante y vertí el contenido en mi garganta.
Ella gritó.
Yo tragué.
Tenía un sabor repugnante. Os lo aseguro, ésas sí que eran unas lágrimas amargas.
Me miró con un odio tan intenso que comprendí que había hecho algo imperdonable. Pensé que aquello me traería una maldición de por vida, como molestar a una momia en su tumba. Había bebido unas lágrimas que ella no había vertido por mí. ¿Qué me sucedería ahora?
Sentados en nuestros respectivos rincones, contemplamos la salida del sol y el romper del día. El bosque empezó a cobrar vida. Se levantó algo de viento y los árboles murmuraron entre sí. Oí a la Coloso pensar. La oí parpadear. Oí los latidos de su corazón. Oí las cuerdas y poleas que alzaban el sol en el cielo. A las nueve se levantó y se vistió sin hablar. Me besó en la frente como si fuera un hijo al que estaba obligada a perdonar y se marchó sin mediar palabra.
No habían pasado ni diez minutos cuando noté algo, cierto alboroto. Agucé el oído y oí voces distantes. Me eché un albornoz encima, salí de la cabaña y avancé zigzagueando hasta allí.
Entonces los vi juntos.
Papá se había enzarzado en una conversación con la Coloso. Papá, un laberinto dentro de un laberinto, le hablaba como si estuviera practicando una actividad vigorosa, como un concurso de tala de árboles. ¿Qué debía hacer yo? ¿Interrumpirle? ¿Asustarlo? ¿Cómo?
Espero que no le esté preguntando por su alergia a la píldora o si prefiere los condones estriados a los de sabores, pensé. No, no se atrevería. Pero, dijera lo que dijera, estaba seguro de que me hacía más mal que bien. Los observé con ansiedad durante unos minutos, luego la Coloso se alejó y dejó a mi padre con la palabra en la boca. ¡Bien por ella!

 

 

 

Esa noche fuimos a un pub. Era una noche concurrida, y cuando fui a por las bebidas recibí muchos codazos. Todos en la barra intentaban captar la atención del camarero. Algunos clientes avasalladores agitaban su dinero en el aire, como diciendo: «¡Mira! ¡Tengo dinero del bueno! ¡Sírveme a mí primero! ¡El resto quiere pagarte con huevos!»
Cuando volví con la Coloso, ella me dijo:
—Tenemos que hablar.
—Creía que ya estábamos hablando.
No respondió a eso. Ni siquiera confirmó o negó que hubiéramos estado hablando.
—De todos modos —añadí—, ¿por qué dices que tenemos que hablar como prefacio a tener que hablar? ¿Quieres hablar? ¡Pues habla!
Estaba poniéndome frenético porque sabía más o menos lo que vendría a continuación. Ella iba a romper conmigo. De pronto, el invierno me había entrado en el cuerpo.
—Vamos, te escucho —dije.
—No vas a ponérmelo fácil, ¿verdad?
—Claro que no. ¿Qué soy, un santo? ¿Me consideras una persona especialmente generosa? ¿Acaso amo a mis enemigos? ¿Soy voluntario en comedores de beneficencia?
—Cállate, Jasper, y déjame pensar.
—Primero quieres hablar. Ahora quieres pensar. ¿No has meditado esto? ¿No has imaginado al menos un discurso antes de salir esta noche? ¡No me digas que estás improvisando! ¡No me digas que te lo inventas sobre la marcha!
—¡Joder! ¡Cállate un minuto!
Cuando intuyo que alguien está a punto de herirme emocionalmente, me resulta muy difícil evitar la tentación de portarme como un niño. En aquel preciso instante, sin ir más lejos, tuve que esforzarme para no contar atrás los sesenta segundos en voz alta.
—Creo que necesitamos un descanso.
—¿Un descanso significa una pausa prolongada o una pausa definitiva?
—Será mejor que dejemos de vernos.
—¿Tiene esto algo que ver con mi padre?
—¿Tu padre?
—Os he visto hablando esta mañana, después de que te fueras. ¿Qué te ha dicho?
—Nada.
—No ha podido no decir nada. Ese hombre ha sido incapaz de no decir nada en toda su vida. Además, has hablado con él durante, digamos, diez minutos. ¿Ha dicho algo en mi contra?
—No... nada. En serio.
—Entonces, ¿de qué va todo esto? ¿Es porque me bebí tus lágrimas?
—Jasper... sigo enamorada de Brian.
No dije nada. No hacía falta ser un físico cuántico para entenderlo. O un genio de las matemáticas. O un Einstein. Luego pensé: «No creo que los físicos cuánticos, los genios de las matemáticas o Einstein sean tan brillantes a la hora de cartografiar el mapa de las relaciones humanas. ¿Y por qué siempre se pone como ejemplo a los físicos cuánticos, a los genios de las matemáticas y a Einstein? ¿Por qué no a arquitectos, o abogados criminalistas? ¿Y por qué no, en lugar de Einstein, a Darwin, o a Heinrich Bóll?»
—¿No piensas decir nada?
—Estás enamorada de tu ex novio. No hay que ser Heinrich Bóll para entenderlo.
—¡Quién?
Meneé la cabeza, me levanté y salí del pub. Oí que me llamaba, pero no me volví.
Una vez fuera, rompí a llorar. ¡Menudo fastidio! Ahora tendría que convertirme en alguien rico y triunfador para que ella se arrepintiera de haberme dejado. Otra cosa que hacer en esta vida corta y ajetreada. ¡Dios! Se me estaban acumulando.
No podía creer que la relación hubiera terminado. ¡Y el sexo! ¡Esa fortuita conjunción de nuestros cuerpos, acabada! Supuse que era mejor así. En realidad, nunca he querido que nadie me gritara: ¡te he dado los mejores años de mi vida! Así, los mejores años de su vida aún estaban por llegar.
¿Y por qué? Quizá la hubiera cabreado que me hubiese bebido las lágrimas y quizá siguiera enamorada de su ex novio, pero sabía que papá había dicho algo que había colmado el vaso. ¿Qué le habría dicho? ¿Qué cojones le habría dicho? ¡Basta! No me importa lo que haga; puede escribir un manual del crimen, insudar un buzón de sugerencias, incendiar un pueblo, destrozar un club nocturno, estar internado en un psiquiátrico, construir un laberinto, pero no consiento que le toque un solo pelo de la cabeza a mi vida amorosa.
Mi padre era una forma concentrada y apestosa de caos y no permitiría que continuara arruinando mi vida. Si la Coloso podía romper conmigo, yo podía romper con mi padre. No me importa lo que digan, es posible romper con la familia.
De camino a su casa, ¡reuní cuantas partículas de energía pude para echárselas a la puta cara!
Las luces estaban apagadas. Abrí la puerta y entré a hurtadillas. Oí extraños sonidos procedentes de su habitación. Estaría llorando de nuevo. Pero no parecía un simple llanto. Parecía como un sollozo. Bueno, ¿y qué? Me insensibilicé frente al reclamo de la compasión. Seguí adelante, abrí la puerta y lo que vi me resultó tan chocante que no tuve la decencia de cerrar la puerta. Papá estaba en la cama con Anouk.
—¡Lárgate! —gritó él.
Fui incapaz de moverme:
—¿Desde cuándo...? —pregunté.
—Joder, Jasper, ¡vete de aquí! —gritó papá de nuevo.
Sé que debería haberme ido, pero mis pies parecían tan anonadados como mi cabeza.
—¡Vaya chiste!
—¿Por qué es un chiste? —preguntó papá.
—¿Qué gana ella?
—¡Déjanos en paz, Jasper! —gritó Anouk.
Retrocedí hasta salir de la habitación y cerré la puerta. Era realmente insultante. Anouk no había querido acostarse conmigo y, sin embargo, había saltado a la cama de mi padre. Y, ¡ehhh...!, con mis condones. Pero ¿qué hacía ella con papá cuando Oscar Hobbs quería llevársela al huerto? ¿Acaso era aquello un lamentable culebrón? Papá era un hombre que había pasado la mayor parte de su vida ausente de las relaciones humanas y al final se había embarcado en una con su única confidente, simplemente para acabar en el punto más gris de un triángulo amoroso donde, si prevalecía la lógica, iba a perderla.
Pero eso ya no era asunto mío.
A la mañana siguiente me levanté temprano. Decidí que lo más práctico sería encontrar una habitación en una casa compartida con yonquis, algo barato y asequible para no gastarme mis magros ahorros en una simple estantería. Respondí a un montón de anuncios en el periódico. No había muchos que no especificasen, en letras mayúsculas, que buscaban una MUJER. Parecía del dominio público que los hombres no habían conseguido llevar a cabo el salto evolutivo adecuado, el que les permitía limpiar a su paso. Los pisos y casas que sí permitían la existencia de hombres no eran tan malos, aunque en todos vivía gente. Claro que lo sabía de antemano, pero sólo cuando me encontré cara a cara con otros humanos comprendí que necesitaba estar solo. Se esperaba que fuésemos corteses los unos con los otros, tanto de vez en cuando como TODOS LOS DÍAS. ¿Y si quería pasarme seis horas mirando por la ventana de la cocina en ropa interior? No, la soledad de vivir en una cabaña en el centro de un laberinto me había inutilizado para la convivencia.
Al final me decidí por un estudio y me quedé con el primero que vi. Una habitación y un baño y una mampara entre la zona principal y la pequeña cocina, empotrada a lo largo de una pared. No era para hacerse ilusiones. No había nada especial sobre lo que decir: «¡Pero mira esto! ¡Tiene un...!» No tenía nada, lira sólo una habitación. Firmé el contrato, pagué el alquiler y el depósito y me dieron las llaves. Entré, me senté en el suelo de la estancia vacía y fumé un cigarrillo tras otro. Alquilé una furgoneta, la llevé a la cabaña y metí dentro todas las posesiones que quería conservar.
Luego me dirigí a la casa. Papá estaba en la cocina, vestido con el albornoz que aún tenía la etiqueta colgando. Silbaba atonalmente mientras cocinaba pasta.
—¿Dónde está Anouk? —pregunté.
—No estoy seguro.
Quizá con Oscar Hobbs.
La salsa de la pasta borbotaba y, en otro cazo, había unas verduras que parecían llevar mucho tiempo hirviendo, como si quisiera sangrarles hasta el último rastro de sabor. Me miró de un modo extraño y dijo:
—Comprendo que te haya sorprendido. Tendríamos que habértelo dicho. Pero bueno, ahora ya lo sabes. Oye, igual algún día podemos salir los cuatro.
—¿Qué cuatro?
—Anouk y yo, y tú y tu chica.
—Papá, me marcho.
—No me refería a esta noche.
—No. Me marcho del todo.
—¿Te marchas del todo? ¿Quieres decir que... te marchas?
—He encontrado un apartamento en la ciudad. Un estudio.
—¿Ya has encontrado un sitio?
—Sí... he dejado un depósito y dos semanas de alquiler.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, un escalofrío que pude ver.
—¿Y cuándo te trasladas?
—Ahora.
—¿Ahora mismo?
—He venido a despedirme.
—¿Y qué pasa con tus cosas?
—He alquilado una furgoneta. He metido en ella todo cuanto necesito.
Papá estiró los brazos de un modo extraño y dijo con voz apática y artificial:
—No me dejas mucho que decir.
—Supongo que no.
—¿Y qué pasa con tu cabaña?
—No me la llevo.
—No, quería decir...
No acabó la frase. No sabía lo que quería decir. Papá empezó a respirar pesadamente por la nariz. Intentaba no parecer abatido. Yo intentaba no parecer culpable, pero sabía que, al perderme a mí, perdía a la única persona que lo comprendía. También me sentía culpable por otras razones. Me preguntaba qué le pasaría a su cabeza. ¿Y cómo iba a dejarlo con aquella cara? ¿Aquella cara triste y solitaria y aterrorizada?
—¿Necesitas ayuda para el traslado?
—No, todo está listo.
Era como si hubiésemos estado jugando toda la vida y el juego terminase y estuviéramos a punto de quitarnos las máscaras y los uniformes y estrecharnos la mano, diciendo: «Gran juego.»
Pero no lo hicimos.
De pronto, todo el odio y el resentimiento que sentía hacia mi padre se evaporaron. Me dio muchísima lástima. Lo vi como una araña que despertó creyéndose mosca, sin comprender que estaba atrapada en su propia telaraña.
—Bueno, será mejor que me vaya —le dije.
—¿Tienes teléfono?
—Todavía no. Te llamaré cuando me lo instalen.
—De acuerdo. Bien, ¡adiós!
—¡Nos vemos!
Al volverme para salir, papá emitió un gruñido sordo, como de intestinos revueltos.