III

 

A mi padre le pasaba algo muy grave. Lloraba: estaba en su habitación, llorando. Lo oía sollozar a través de las paredes. Lo oía caminar de un lado para otro en el mismo reducido espacio. ¿Por qué lloraba? Nunca antes lo había oído llorar; de hecho, creía que era incapaz de derramar una lágrima. Ahora lo hacía cada noche después del trabajo y cada mañana antes del trabajo. Lo consideré un mal presagio. Intuí que lloraba proféticamente; no por lo que hubiera sucedido, sino por lo que iba a pasar.
Entre sollozos, hablaba consigo mismo:
—Maldito piso. Demasiado pequeño. No puedo respirar. Es una tumba. Tengo que luchar. ¿Quién soy? ¿Cómo puedo definirme? Las opciones son infinitas y, por tanto, limitadas. El perdón aparece mucho en la Biblia, pero en ninguna parte dice que debes perdonarte a ti mismo. Terry jamás se perdonó y todos lo adoran. Yo me perdono cada día y nadie me quiere. Todo este pavor y el insomnio. No puedo enseñar a mi cerebro a dormir. ¡Cómo está tu confusión últimamente? Ha engordado.
—¿Papá?
Entreabrí la puerta y, en la penumbra, su rostro era severo y su cabeza parecía una bombilla desnuda colgando del techo.
—Jasper. Hazme un favor. Hazte el huérfano.
Cerré la puerta, me fui a mi habitación y me hice el huérfano. No estuvo del todo mal.
Entonces los llantos cesaron, tan bruscamente como habían empezado. De pronto, empezó a salir de noche. Eso era nuevo. ¿Adónde iba? Lo seguí. Mi padre se echó a la calle con vitalidad, saludando a los que pasaban. Nadie respondió a su saludo. Se detuvo ante un pub pequeño y abarrotado. Me asomé por la ventana y lo vi acodado en la barra, bebiendo. No estaba enfurruñado en un rincón; charlaba con la gente, reía. Eso era otra novedad. Su tez tenía un color sonrosado y, tras soplarse un par de cervezas, se encaramó en el taburete, apagó el partido de fútbol y dijo algo a la multitud, riendo y agitando el puño como un dictador que cuenta un chiste sobre la ejecución de su disidente favorito. Cuando terminó, hizo una reverencia (aunque nadie aplaudía) y se fue a otro pub, gritando «¡Hola a todos!» al entrar y «¡Veré lo que puedo hacer!» al salir. Luego entró en un bar poco iluminado y dio unas vueltas antes de irse sin consumir nada. ¡Después una discoteca! ¡Joder! ¿A esto lo había llevado Anouk?
Desapareció por la escalera mecánica del Fishbowl, una disco conceptual diseñada como una enorme pecera con una plataforma alrededor de su perímetro. Subí a la plataforma y me asomé a la pecera. Al principio no lo veía; allí sólo había gente guapa y bien esculpid» iluminada brevemente por luces estroboscópicas. Y entonces lo distinguí. ¡Joder!, estaba bailando. Jadeante y empapado en sudor, se movía con torpeza y hacía unos movimientos lentos y extraños con los brazos, como un leñador que talase árboles en el espacio, pero se lo estaba pasando bien. ¿O no? Su sonrisa doblaba el tamaño de las sonrisas normales, y miraba con lujuria escotes de todos los tamaños y religiones. Pero ¿qué era aquello? ¡No bailaba solo! ¡Bailaba con una mujer! ¿O no? Bailaba detrás de ella, giraba a sus espaldas. Como ella no le hacía ni caso, mi padre se le puso delante e intentó arrastrarla a su kilométrica sonrisa. Me pregunté si la invitaría a nuestro piso triste y mugriento. Pero no, ella no picó. Así que papá fue a por otra mujer, una más baja y rechoncha. Se lanzó en picado y la acompañó a la barra. La invitó a una copa y dio el dinero como si estuviera pagando un rescate. Mientras hablaban, él le puso una mano en la espalda y la atrajo hacia sí. Ella se resistió y se largó, y la sonrisa de papá se hizo aún más amplia, lo que le dio un aspecto de chimpancé al que hubieran embadurnado las encías con crema de cacahuete para un anuncio de televisión.
Luego se le acercó un gorila de nariz chata y sin cuello vestido con una camiseta negra ceñida. Su mano de Goliat envolvió la nuca de papá y éste se vio obligado a acompañarlo fuera de la disco. En la calle, papá le dijo que se follara a su propia madre, si no lo había hecho ya antes. Con eso tuve bastante. Ya había visto suficiente. Era hora de irse a casa.
A eso de las cinco de la mañana, mi padre aporreó la puerta. Se había dejado las llaves. Al abrir vi que estaba sudoroso, amarillo y a media frase. Regresé a la cama sin oír el final. Ésa fue la única noche que lo seguí y, cuando se lo conté a Anouk, ella dijo que era o «una buena señal» o «una señal muy mala». No sé qué hizo mi padre el resto de las noches que pasó por ahí, sólo puedo suponer que fueron variaciones del mismo tema infructuoso.
Al cabo de un mes volvía a estar en casa, llorando. Pero lo peor fue que empezó a mirarme mientras dormía. La primera noche que lo hizo, entró en mi cuarto cuando acababa de acostarme y se sentó junto a la ventana.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada. Duérmete.
—¿Cómo me voy a dormir, contigo ahí sentado?
—Voy a leer aquí un rato —dijo, sosteniendo un libro.
Encendió la lámpara y se puso a leer. Lo observé durante un minuto, luego recosté la cabeza y cerré los ojos. Lo oía pasar las páginas. Poco después, abrí un ojo con disimulo y casi retrocedí horrorizado. Me miraba fijamente. Mi cara estaba en penumbra, así que él no podía ver que yo lo miraba. Entonces pasó otra página. Comprendí que fingía estar leyendo, como una excusa para verme dormir. Esto siguió noche tras noche; papá fingía leer en mi habitación mientras yo permanecía despierto con los ojos cerrados, sintiendo su mirada en mí y oyendo pasar páginas en silencio. Os lo aseguro, fueron unas noches en vela muy inquietantes.
Entonces empezó a robar en tiendas. Y empezó bastante bien. Papá llegaba a casa con la bolsa llena de aguacates, manzanas y grandes cabezas de coliflor. Frutas y verduras, nada que objetar. Luego robó peines, pastillas para la tos y tiritas, artículos de farmacia. Útiles. Después, tonterías de tiendas de regalo: un viejo pedazo de madera con las palabras «Mi casa es mi castillo» grabadas en una placa, un matamoscas con forma de chancla y una taza que rezaba «Nunca sabes cuántos amigos tienes hasta que te compras una casa en la playa», lo cual sería divertido en la casa en la playa, en caso de tener una. Pero no era el caso.
Después se metió en la cama, a llorar de nuevo.
Después volvió a mirarme mientras dormía.
Después vino lo de la ventana. No sé exactamente cuándo se apostó ahí, ni por qué, pero se concentró mucho en su nuevo papel. La mitad de su cara miraba por la ventana, la otra mitad permanecía oculta tras las cortinas. Deberíamos haber tenido persianas venecianas, el accesorio perfecto para los brotes repentinos de paranoia aguda; nada tan evocador como esas rendijas con finas barras de sombra cayéndote en la cara.
Pero ¿qué miraba por la ventana? Normalmente, la parte trasera de los pisos de mierda de la gente: cuartos de baño, cocinas y dormitorios. Nada del otro mundo. Hombre de piernas flacas y blancas come una manzana en calzoncillos, mujer se maquilla mientras discute con alguien que no se ve, pareja de ancianos lava los dientes de un reticente pastor alemán, esa clase de cosas. Cuando observaba por la ventana, papá tenía una expresión hosca en la mirada. No eran celos, eso seguro. Para papá, el jardín del vecino nunca estaba más verde. Si acaso, era más marrón.
Todo había tomado un cariz más sombrío. Su estado de ánimo era sombrío. Su rostro era sombrío. Y su vocabulario, sombrío y amenazador.
—¡Zorra de mierda! —dijo un día ante la ventana—. ¡Jodida hija de puta!
—¿Quién? —pregunté.
—La puta que nos mira desde el otro lado de la calle.
—Bueno, tú la miras a ella.
—Sólo para ver si nos está mirando.
—¿Y lo está?
—Ahora no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Aquí está el problema. Antes mi padre era divertido. Bueno, ya sé que me había quejado de él toda la vida, pero echaba de menos al antiguo papá. ¿Qué había pasado con su desenfadada inmoralidad? Eso era divertido. La reclusión es histérica. La rebelión, ¡una juerga! Pero llorar casi nunca es divertido, y la ira antisocial nunca arranca ni una risita entre dientes; al menos, no de mí. Ahora papá mantenía las cortinas corridas todo el día, lo cual no tenía ninguna gracia. La luz no penetraba en nuestro piso. Ya no había mediodías o mañanas o fluctuaciones estacionales de ninguna clase. El único cambio se producía en la oscuridad. Había cosas que crecían en ella. Fueran cuales fueran los hongos que existían en su psique, estaban medrando en ese lugar húmedo y oscuro. No era nada divertido.
Una noche derramé café en mi cama. Juro que lo que empapó las sábanas y penetró en el colchón era café, aunque pareciera orina. Quité las sábanas de la cama y las escondí. Fui al armario en busca de sábanas limpias. No había ninguna.
¿Adonde habían ido a parar todas las sábanas?
Pregunté a papá.
—Están fuera —respondió.
No teníamos un fuera. Vivíamos en un piso. Cavilé un rato sobre aquel misterio antes de llegar a una aterradora conclusión. Fui a comprobarlo. Descorrí las cortinas. No había un mundo exterior. Lo que vi fueron sábanas; las había colgado por fuera, sobre las ventanas, quizá como un ondeante escudo blanco que nos ocultase de las miradas indiscretas. Pero no, tampoco eran un escudo. Eran un cartel. Había algo escrito en rojo al otro lado de las sábanas. Las palabras «¡Puta de mierda!».
Eso era malo. Yo sabía que eso era malo.
Quité las sábanas y las escondí con las otras, con las que estaban manchadas de orina. Mierda, lo he escrito, ¿no? Vale, lo admito: era orina (no es la búsqueda de atención lo que hace que los niños mojen la cama, sino el miedo a sus padres).
Para que lo sepáis, no hay que ser religioso para rezar. El rezo ya no es tanto un artículo de fe como algo heredado culturalmente del cine y la televisión, igual que el besarse bajo la lluvia. Así que recé por la recuperación de mi padre como rezaría un actor infantil: de rodillas, palmas enlazadas, cabeza inclinada y ojos cerrados. Llegué al extremo de encender una vela por él, no en una iglesia —sólo la hipocresía puede llevarse tan lejos— sino en la cocina, una noche en que sus divagaciones nocturnas habían llegado a un extremo de gran exaltación. Esperaba que la vela lo liberase de aquello que tan bien atado parecía tenerlo.
Anouk estaba conmigo en la cocina. La limpiaba de arriba abajo, murmurando que no sólo quería ser pagada sino elogiada y, mientras citaba la caca de ratón y los nidos de cucaracha como evidencia, insinuaba que al limpiar la cocina nos estaba salvando la vida.
Papá estaba echado en el sofá con las manos sobre la cara.
Anouk dejó de limpiar y se quedó en el umbral de la puerta. Papá intuyó que lo miraba fijamente y presionó las palmas sobre los ojos con más fuerza.
—¿Qué coño te pasa, Martin?
—Nada.
—¿Quieres contármelo?
—No, por Dios.
—Te regodeas en la autocompasión, eso es lo que creo. Vale, estás frustrado. No has colmado tus aspiraciones. Crees ser esa persona especial que se merece un trato especial, pero estás empezando a ver que nadie en el ancho mundo piensa lo mismo. Y, para empeorar las cosas, a tu hermano se lo celebra como el dios que tú te crees ser y eso te ha llevado finalmente a este pozo sin fondo de depresión donde todos esos pensamientos sombríos te están corroyendo, alimentándose entre sí. Paranoia, manía persecutoria, probablemente también impotencia, no lo sé. Pero voy a decirte una cosa: tienes que actuar al respecto, antes de que hagas algo de lo que luego te arrepentirás.
Aquello resultaba tan atroz como ver a alguien encender un petardo y quedarse ahí observándolo, creyendo que era de los que no estallan. Sólo que papá sí estalló.
—¡Para de decir pestes de mi alma, cabrona entrometida!
—Escúchame, Martin. Otra cualquiera se largaría de aquí. Pero alguien tiene que hacerte entrar en razón. Y, además, estás asustando al crío.
—Él está bien.
—No, no lo está. ¡Se mea en la cama!
Papá alzó la cabeza por encima del sofá, de manera que todo lo que veía de él era el nacimiento del pelo, en franco retroceso.
—¡Ven aquí, Jasper!
Me acerqué al nacimiento del pelo.
—¿Alguna vez has estado deprimido? —me preguntó papá.
—No lo sé.
—Estás siempre tan tranquilo... Es una fachada, ¿verdad?
—Puede.
—Dime, ¿qué te reconcome, Jasper?
—¡Tú! —grité, y corrí a mi habitación.
Lo que aún no comprendía era que el estado trastornado de papá tenía el potencial de llevarme a mí por el mismo camino.
Aquel día, entrada la tarde, Anouk me llevó a la Feria de Pascua de Sydney para animarme. Después de las atracciones y el algodón dulce y las bolsas de chucherías, fuimos a ver el concurso de ganado. Mientras mirábamos las reses, simulé estar sufriendo un repentino acceso de desequilibrio crónico, un nuevo pasatiempo mío que incluía tropezarme con la gente, tambalearme, caerme contra los escaparates, esa clase de cosas.
—¿Qué te pasa? —chilló Anouk, agarrándome de los hombros.
—No lo sé.
Estrechó mis manos entre las suyas.
—¡Estás temblando!
En efecto, lo estaba. El mundo daba vueltas, las piernas se me doblaban como si fueran de paja. Todo el cuerpo me vibraba, fuera de control. Me había puesto tan histérico que la falsa enfermedad se había apoderado de mí y, por un instante, había olvidado que no me pasaba nada.
—¡Ayúdame! —grité.
Una multitud de espectadores acudió a toda prisa, entre ellos algunos representantes de la feria. Se inclinaron sobre mí, boquiabiertos (en caso de verdadera emergencia, tener mil ojos arrimados a tu cráneo no es de mucha utilidad).
—¡Dejadle respirar! —gritó una voz.
—¡Tiene un ataque! —exclamó otra.
Me sentía asqueado y desconcertado. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Y de pronto recordé que sólo era un juego. El cuerpo se me relajó, y el asco dio paso al temor de que me descubrieran. Los ojos habían retrocedido medio metro, pero la intensidad de sus miradas no amainaba. Anouk me sostenía entre sus brazos. Me sentí ridículo.
—¡Suéltame! —grité, apartándola de un empujón. Volví al ganado. El jurado lo integraban tipos de aspecto curtido con sombreros Akubra. Me apoyé en la cerca. Oí que Anouk susurraba frenéticamente detrás de mí, pero me negué a mirarla. Pasado un minuto, se puso a mi lado.
—¿Ahora estás bien? —me preguntó.
Mi respuesta apenas se oyó. Permanecimos el uno junto al otro, en silencio. Un minuto después, una vaca marrón con una mancha blanca en el lomo ganó el primer premio por ser el bistec de aspecto más jugoso del cercado. Todos aplaudimos, como si no hubiera nada de absurdo en aplaudir a las vacas.
—Menudo par sois tú y tu padre. Cuando quieras, nos vamos —dijo Anouk.
Me sentí fatal. ¿Qué estaba haciendo? ¿Y qué, si la cabeza de mi padre era una concha vacía en la que se oía el tormento del mar? ¿Qué tenía eso que ver con mi bienestar mental? Sus gestos se habían convertido en pájaros alocados que se golpeaban contra las ventanas. ¿Significaba eso que los míos tenían que hacer lo mismo?
Un par de semanas después, papá y yo acompañamos a Anouk al aeropuerto. Se iba unos meses a que la masajearan en una playa de Bali. Justo antes de cruzar la puerta de embarque, me llevó aparte y dijo:
—Me siento un poco culpable por dejarte precisamente ahora. Tu padre está a punto de perder la razón.
Supongo que esperaba que dijese: «No, estaremos bien. Pásatelo en grande.»
—Por favor, no te vayas —dije.
Se fue de todos modos y, al cabo de una semana, mi padre perdió la razón.

 

 

 

Papá pasó por su ciclo mensual de llorar, pasear de un lado a otro del piso, gritar, mirarme mientras dormía y robar en tiendas, aunque de pronto lo hizo en una sola semana. Luego lo comprimió aún más y experimentó todo el ciclo en un mismo día, en que cada etapa le llevó cerca de una hora. Luego completó todo el ciclo en una hora, suspirando y gruñendo y murmurando y robando (del quiosco de la esquina) hecho un mar de lágrimas; corrió a casa, se arrancó la ropa y paseó desnudo de un lado a otro del piso, su cuerpo con el aspecto de unas piezas de repuesto ensambladas a toda prisa.
Eddie vino y aporreó la puerta.
—¿Por qué no ha venido tu padre a trabajar? ¿Está enfermo?
—Algo así.
—¿Puedo verlo?
Eddie entró en el dormitorio y cerró la puerta. Pasada media hora, salió rascándose la nuca como si papá le hubiera contagiado un eccema y dijo:
—Dios. ¿Cuándo empezó esto?
No lo sé. ¿Hace un mes? ¿Un año?
—¿Cómo lo arreglamos? —se preguntó Eddie—. Tenemos que reflexionar. Veamos. Déjame pensar...
Permanecimos en un silencio pantanoso durante unos buenos veinte minutos. Eddie reflexionaba. Me ponía enfermo el modo en que respiraba por la nariz, parcialmente taponada por algo que yo podía ver. Pasados otros diez minutos, Eddie dijo:
—Voy a reflexionar un poco más en casa.
Y se marchó. No supe de él después de eso. Si se le ocurrieron algunas ideas brillantes, sencillamente no aparecieron lo bastante rápido.
Al cabo de una semana, llamaron a la puerta. Me dirigí a la cocina, preparé unas tostadas y empecé a temblar. No sé cómo supe que el universo había vomitado algo especial para mí; simplemente, lo supe. Los golpes en la puerta persistían. No quería abusar de mi imaginación, así que, aun sabiendo que cometía un error, fui a abrir. En la puerta había una mujer de cara flácida y grandes dientes marrones, con una expresión compasiva en el rostro. La acompañaba un policía. Supuse que no era del policía de quien sentía compasión.
—¿Eres Kasper Dean? —preguntó la mujer.
—¿Qué pasa?
—¿Podemos entrar?
—No.
—Siento decirte esto. Tu padre está en el hospital.
—¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?
—No se encuentra bien. Tendrá que quedarse un tiempo. Quiero que vengas con nosotros.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué le ha pasado?
—Te lo contaremos en el coche.
—No sé quiénes sois ni qué queréis de mí, pero id a que os folien.
—Vamos, hijo —dijo el policía, que no parecía estar de humor para seguir mi sugerencia.
—¿Adonde?
—Hay una casa donde podrás quedarte unos días.
—Esta es mi casa.
—No podemos dejarte aquí solo. No hasta que tengas dieciséis años.
—¡Oh, por Dios! Llevo toda la vida cuidando de mí mismo.
—¡Vamos, Kasper! —ordenó el policía.
No les dije que me llamaba Jasper. No les dije que Kasper era un personaje de ficción inventado por mi padre y que Kasper llevaba muerto muchos años. Decidí seguirles la corriente hasta saber cómo estaban las cosas. Algo sabía ya: no tenía dieciséis años, lo cual significaba que no tenía derechos. La gente siempre habla de los derechos del niño, pero nunca son los derechos que necesitas cuando los necesitas.
Los acompañé al coche de policía.
Durante el trayecto, me explicaron que papá había estampado su coche contra la ventana del Fleshpot. Podría haberse considerado un desafortunado accidente, de no haber sido porque, cuando atravesó la luna, bloqueó el volante e hizo dar vueltas al coche por la pista de baile, contra las mesas y las sillas, destrozándolo todo, destruyendo el bar. La policía tuvo que sacarlo del coche a la fuerza. Era evidente que había enloquecido. Y ahora estaba en el manicomio. No me sorprendió. Denunciar a la civilización tiene un precio si continúas existiendo dentro de ella. Eso está bien desde la cima de una montaña, pero papá estaba en el mismísimo centro, y sus desquiciadas contradicciones, de tanto golpearse mutuamente en la cabeza, habían perdido el sentido.
—¿Puedo verlo?
—No hoy —dijo la mujer. Nos detuvimos ante una casa en las afueras—. Te quedarás aquí un par de días, hasta que veamos si alguno de tus parientes puede venir a buscarte.
¿Parientes? No conocía a nadie así.
La casa era de ladrillo, de una sola planta, y parecía una casa familiar normal y corriente. Desde el exterior no se notaba que era donde almacenaban las piezas rotas de familias destrozadas. El policía hizo sonar el claxon cuando aparcamos. Una mujer de abundantes senos salió con una sonrisa que predije que volvería a ver, una y otra vez, en mil pesadillas terribles. La sonrisa decía: «Tu tragedia es mi billete al cielo, así que ven y dame un abrazo.»
—Tú debes de ser Kasper —dijo, y se le unió un hombre calvo que no dejó de asentir con la cabeza, como si él fuese Kasper.
Guardé silencio.
—Soy la señora French —dijo la pechugona, como si ser la señora French fuese en sí una hazaña lograda con gran esfuerzo.
Cuando no respondí, me dieron un paseo por la casa. Me mostraron a un grupo de niños que miraba la tele en la sala. Por pura costumbre, inspeccioné las caras femeninas de la habitación. Lo hago incluso entre los rotos. Lo hago para ver si hay alguna belleza física que pueda soñar o desear; lo hago en autobuses, en hospitales, en los funerales de amigos queridos; lo hago para aliviar un poco la carga; lo haré mientras agonice. Resultó que allí todos eran feos, al menos en apariencia. Todos los críos me miraron con atención, como si yo estuviera en venta. La mitad de ellos parecía resignada a lo que el destino les deparase, la otra mitad gruñó desafiante. Por una vez, no me interesaban sus historias. Estoy convencido de que todos tenían tragedias perfectamente atroces que me harían llorar durante siglos, pero me sentía demasiado ocupado envejeciendo diez años por cada minuto que pasaba en aquel limbo para niños.
La pareja continuó con su visita guiada. Me mostraron la cocina. El patio trasero. Mi habitación, un armario con pretensiones. Quizá fueran gente simpática, agradable y de trato fácil, pero preferí ahorrar tiempo y asumir sencillamente que eran pervertidos esperando a que anocheciera.
Mientras dejaba mi bolsa en la cama individual, la señora French dijo:
—Aquí serás feliz.
—¿En serio? —repliqué. No me gusta que me digan cuándo y dónde voy a ser feliz. Eso ni siquiera es algo que yo pueda decidir—. ¿Y ahora qué? ¿Puedo hacer uso de mi llamada telefónica?
—Esto no es la cárcel, Kasper.
—Ya lo veremos.
Llamé a Eddie para ver si podía quedarme con él. Admitió que había sobrepasado el tiempo de su visado y estaba ilegal, de manera que le era imposible cursar solicitud alguna para convertirse en mi tutor legal. Llamé a casa de Anouk para que su compañero de piso me dijera lo que yo ya sabía: que seguía bronceándose en un centro de meditación budista de Bali y que no esperaba su regreso hasta que se le acabase el dinero. No tenía escapatoria. Colgué el teléfono y me fui a llorar a mi pequeño rincón de oscuridad. Nunca antes había pensado negativamente sobre mi futuro. Creo que ésa es la verdadera pérdida de la inocencia: la primera vez que atisbas las fronteras que limitarán tu propio potencial.
No había cerradura en la puerta, pero conseguí atrancarla colocando la silla bajo el picaporte. Permanecí sentado y despierto toda la noche, a la espera del ruido amenazador. A eso de las tres de la madrugada acabé por dormirme, así que sólo me queda suponer que vinieron a abusar sexualmente de mí cuando me hallaba muy lejos, soñando con océanos y horizontes que nunca alcanzaría.