III
A mi padre le pasaba algo muy grave.
Lloraba: estaba en su habitación, llorando. Lo oía sollozar a
través de las paredes. Lo oía caminar de un lado para otro en el
mismo reducido espacio. ¿Por qué lloraba? Nunca antes lo había oído
llorar; de hecho, creía que era incapaz de derramar una lágrima.
Ahora lo hacía cada noche después del trabajo y cada mañana antes
del trabajo. Lo consideré un mal presagio. Intuí que lloraba
proféticamente; no por lo que hubiera sucedido, sino por lo que iba
a pasar.
Entre sollozos, hablaba consigo mismo:
—Maldito piso. Demasiado pequeño. No puedo
respirar. Es una tumba. Tengo que luchar. ¿Quién soy? ¿Cómo puedo
definirme? Las opciones son infinitas y, por tanto, limitadas. El
perdón aparece mucho en la Biblia, pero en ninguna parte dice que
debes perdonarte a ti mismo. Terry jamás se perdonó y todos lo
adoran. Yo me perdono cada día y nadie me quiere. Todo este pavor y
el insomnio. No puedo enseñar a mi cerebro a dormir. ¡Cómo está tu
confusión últimamente? Ha engordado.
—¿Papá?
Entreabrí la puerta y, en la penumbra, su
rostro era severo y su cabeza parecía una bombilla desnuda colgando
del techo.
—Jasper. Hazme un favor. Hazte el
huérfano.
Cerré la puerta, me fui a mi habitación y me
hice el huérfano. No estuvo del todo mal.
Entonces los llantos cesaron, tan
bruscamente como habían empezado. De pronto, empezó a salir de
noche. Eso era nuevo. ¿Adónde iba? Lo seguí. Mi padre se echó a la
calle con vitalidad, saludando a los que pasaban. Nadie respondió a
su saludo. Se detuvo ante un pub pequeño y abarrotado. Me asomé por
la ventana y lo vi acodado en la barra, bebiendo. No estaba
enfurruñado en un rincón; charlaba con la gente, reía. Eso era otra
novedad. Su tez tenía un color sonrosado y, tras soplarse un par de
cervezas, se encaramó en el taburete, apagó el partido de fútbol y
dijo algo a la multitud, riendo y agitando el puño como un dictador
que cuenta un chiste sobre la ejecución de su disidente favorito.
Cuando terminó, hizo una reverencia (aunque nadie aplaudía) y se
fue a otro pub, gritando «¡Hola a todos!» al entrar y «¡Veré lo que
puedo hacer!» al salir. Luego entró en un bar poco iluminado y dio
unas vueltas antes de irse sin consumir nada. ¡Después una
discoteca! ¡Joder! ¿A esto lo había llevado Anouk?
Desapareció por la escalera mecánica del
Fishbowl, una disco conceptual diseñada como una enorme pecera con
una plataforma alrededor de su perímetro. Subí a la plataforma y me
asomé a la pecera. Al principio no lo veía; allí sólo había gente
guapa y bien esculpid» iluminada brevemente por luces
estroboscópicas. Y entonces lo distinguí. ¡Joder!, estaba bailando.
Jadeante y empapado en sudor, se movía con torpeza y hacía unos
movimientos lentos y extraños con los brazos, como un leñador que
talase árboles en el espacio, pero se lo estaba pasando bien. ¿O
no? Su sonrisa doblaba el tamaño de las sonrisas normales, y miraba
con lujuria escotes de todos los tamaños y religiones. Pero ¿qué
era aquello? ¡No bailaba solo! ¡Bailaba con una mujer! ¿O no?
Bailaba detrás de ella, giraba a sus espaldas. Como ella no le
hacía ni caso, mi padre se le puso delante e intentó arrastrarla a
su kilométrica sonrisa. Me pregunté si la invitaría a nuestro piso
triste y mugriento. Pero no, ella no picó. Así que papá fue a por
otra mujer, una más baja y rechoncha. Se lanzó en picado y la
acompañó a la barra. La invitó a una copa y dio el dinero como si
estuviera pagando un rescate. Mientras hablaban, él le puso una
mano en la espalda y la atrajo hacia sí. Ella se resistió y se
largó, y la sonrisa de papá se hizo aún más amplia, lo que le dio
un aspecto de chimpancé al que hubieran embadurnado las encías con
crema de cacahuete para un anuncio de televisión.
Luego se le acercó un gorila de nariz chata
y sin cuello vestido con una camiseta negra ceñida. Su mano de
Goliat envolvió la nuca de papá y éste se vio obligado a
acompañarlo fuera de la disco. En la calle, papá le dijo que se
follara a su propia madre, si no lo había hecho ya antes. Con eso
tuve bastante. Ya había visto suficiente. Era hora de irse a
casa.
A eso de las cinco de la mañana, mi padre
aporreó la puerta. Se había dejado las llaves. Al abrir vi que
estaba sudoroso, amarillo y a media frase. Regresé a la cama sin
oír el final. Ésa fue la única noche que lo seguí y, cuando se lo
conté a Anouk, ella dijo que era o «una buena señal» o «una señal
muy mala». No sé qué hizo mi padre el resto de las noches que pasó
por ahí, sólo puedo suponer que fueron variaciones del mismo tema
infructuoso.
Al cabo de un mes volvía a estar en casa,
llorando. Pero lo peor fue que empezó a mirarme mientras dormía. La
primera noche que lo hizo, entró en mi cuarto cuando acababa de
acostarme y se sentó junto a la ventana.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada. Duérmete.
—¿Cómo me voy a dormir, contigo ahí
sentado?
—Voy a leer aquí un rato —dijo, sosteniendo
un libro.
Encendió la lámpara y se puso a leer. Lo
observé durante un minuto, luego recosté la cabeza y cerré los
ojos. Lo oía pasar las páginas. Poco después, abrí un ojo con
disimulo y casi retrocedí horrorizado. Me miraba fijamente. Mi cara
estaba en penumbra, así que él no podía ver que yo lo miraba.
Entonces pasó otra página. Comprendí que fingía estar leyendo, como
una excusa para verme dormir. Esto siguió noche tras noche; papá
fingía leer en mi habitación mientras yo permanecía despierto con
los ojos cerrados, sintiendo su mirada en mí y oyendo pasar páginas
en silencio. Os lo aseguro, fueron unas noches en vela muy
inquietantes.
Entonces empezó a robar en tiendas. Y empezó
bastante bien. Papá llegaba a casa con la bolsa llena de aguacates,
manzanas y grandes cabezas de coliflor. Frutas y verduras, nada que
objetar. Luego robó peines, pastillas para la tos y tiritas,
artículos de farmacia. Útiles. Después, tonterías de tiendas de
regalo: un viejo pedazo de madera con las palabras «Mi casa es mi
castillo» grabadas en una placa, un matamoscas con forma de chancla
y una taza que rezaba «Nunca sabes cuántos amigos tienes hasta que
te compras una casa en la playa», lo cual sería divertido en la
casa en la playa, en caso de tener una. Pero no era el caso.
Después se metió en la cama, a llorar de
nuevo.
Después volvió a mirarme mientras
dormía.
Después vino lo de la ventana. No sé
exactamente cuándo se apostó ahí, ni por qué, pero se concentró
mucho en su nuevo papel. La mitad de su cara miraba por la ventana,
la otra mitad permanecía oculta tras las cortinas. Deberíamos haber
tenido persianas venecianas, el accesorio perfecto para los brotes
repentinos de paranoia aguda; nada tan evocador como esas rendijas
con finas barras de sombra cayéndote en la cara.
Pero ¿qué miraba por la ventana?
Normalmente, la parte trasera de los pisos de mierda de la gente:
cuartos de baño, cocinas y dormitorios. Nada del otro mundo. Hombre
de piernas flacas y blancas come una manzana en calzoncillos, mujer
se maquilla mientras discute con alguien que no se ve, pareja de
ancianos lava los dientes de un reticente pastor alemán, esa clase
de cosas. Cuando observaba por la ventana, papá tenía una expresión
hosca en la mirada. No eran celos, eso seguro. Para papá, el jardín
del vecino nunca estaba más verde. Si acaso, era más marrón.
Todo había tomado un cariz más sombrío. Su
estado de ánimo era sombrío. Su rostro era sombrío. Y su
vocabulario, sombrío y amenazador.
—¡Zorra de mierda! —dijo un día ante la
ventana—. ¡Jodida hija de puta!
—¿Quién? —pregunté.
—La puta que nos mira desde el otro lado de
la calle.
—Bueno, tú la miras a ella.
—Sólo para ver si nos está mirando.
—¿Y lo está?
—Ahora no.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
Aquí está el problema. Antes mi padre era
divertido. Bueno, ya sé que me había quejado de él toda la vida,
pero echaba de menos al antiguo papá. ¿Qué había pasado con su
desenfadada inmoralidad? Eso era divertido. La reclusión es
histérica. La rebelión, ¡una juerga! Pero llorar casi nunca es
divertido, y la ira antisocial nunca arranca ni una risita entre
dientes; al menos, no de mí. Ahora papá mantenía las cortinas
corridas todo el día, lo cual no tenía ninguna gracia. La luz no
penetraba en nuestro piso. Ya no había mediodías o mañanas o
fluctuaciones estacionales de ninguna clase. El único cambio se
producía en la oscuridad. Había cosas que crecían en ella. Fueran
cuales fueran los hongos que existían en su psique, estaban
medrando en ese lugar húmedo y oscuro. No era nada divertido.
Una noche derramé café en mi cama. Juro que
lo que empapó las sábanas y penetró en el colchón era café, aunque
pareciera orina. Quité las sábanas de la cama y las escondí. Fui al
armario en busca de sábanas limpias. No había ninguna.
¿Adonde habían ido a parar todas las
sábanas?
Pregunté a papá.
—Están fuera —respondió.
No teníamos un fuera. Vivíamos en un piso.
Cavilé un rato sobre aquel misterio antes de llegar a una
aterradora conclusión. Fui a comprobarlo. Descorrí las cortinas. No
había un mundo exterior. Lo que vi fueron sábanas; las había
colgado por fuera, sobre las ventanas, quizá como un ondeante
escudo blanco que nos ocultase de las miradas indiscretas. Pero no,
tampoco eran un escudo. Eran un cartel. Había algo escrito en rojo
al otro lado de las sábanas. Las palabras «¡Puta de mierda!».
Eso era malo. Yo sabía que eso era
malo.
Quité las sábanas y las escondí con las
otras, con las que estaban manchadas de orina. Mierda, lo he
escrito, ¿no? Vale, lo admito: era orina (no es la búsqueda de
atención lo que hace que los niños mojen la cama, sino el miedo a
sus padres).
Para que lo sepáis, no hay que ser religioso
para rezar. El rezo ya no es tanto un artículo de fe como algo
heredado culturalmente del cine y la televisión, igual que el
besarse bajo la lluvia. Así que recé por la recuperación de mi
padre como rezaría un actor infantil: de rodillas, palmas
enlazadas, cabeza inclinada y ojos cerrados. Llegué al extremo de
encender una vela por él, no en una iglesia —sólo la hipocresía
puede llevarse tan lejos— sino en la cocina, una noche en que sus
divagaciones nocturnas habían llegado a un extremo de gran
exaltación. Esperaba que la vela lo liberase de aquello que tan
bien atado parecía tenerlo.
Anouk estaba conmigo en la cocina. La
limpiaba de arriba abajo, murmurando que no sólo quería ser pagada
sino elogiada y, mientras citaba la caca de ratón y los nidos de
cucaracha como evidencia, insinuaba que al limpiar la cocina nos
estaba salvando la vida.
Papá estaba echado en el sofá con las manos
sobre la cara.
Anouk dejó de limpiar y se quedó en el
umbral de la puerta. Papá intuyó que lo miraba fijamente y presionó
las palmas sobre los ojos con más fuerza.
—¿Qué coño te pasa, Martin?
—Nada.
—¿Quieres contármelo?
—No, por Dios.
—Te regodeas en la autocompasión, eso es lo
que creo. Vale, estás frustrado. No has colmado tus aspiraciones.
Crees ser esa persona especial que se merece un trato especial,
pero estás empezando a ver que nadie en el ancho mundo piensa lo
mismo. Y, para empeorar las cosas, a tu hermano se lo celebra como
el dios que tú te crees ser y eso te ha llevado finalmente a este
pozo sin fondo de depresión donde todos esos pensamientos sombríos
te están corroyendo, alimentándose entre sí. Paranoia, manía
persecutoria, probablemente también impotencia, no lo sé. Pero voy
a decirte una cosa: tienes que actuar al respecto, antes de que
hagas algo de lo que luego te arrepentirás.
Aquello resultaba tan atroz como ver a
alguien encender un petardo y quedarse ahí observándolo, creyendo
que era de los que no estallan. Sólo que papá sí estalló.
—¡Para de decir pestes de mi alma, cabrona
entrometida!
—Escúchame, Martin. Otra cualquiera se
largaría de aquí. Pero alguien tiene que hacerte entrar en razón.
Y, además, estás asustando al crío.
—Él está bien.
—No, no lo está. ¡Se mea en la cama!
Papá alzó la cabeza por encima del sofá, de
manera que todo lo que veía de él era el nacimiento del pelo, en
franco retroceso.
—¡Ven aquí, Jasper!
Me acerqué al nacimiento del pelo.
—¿Alguna vez has estado deprimido? —me
preguntó papá.
—No lo sé.
—Estás siempre tan tranquilo... Es una
fachada, ¿verdad?
—Puede.
—Dime, ¿qué te reconcome, Jasper?
—¡Tú! —grité, y corrí a mi habitación.
Lo que aún no comprendía era que el estado
trastornado de papá tenía el potencial de llevarme a mí por el
mismo camino.
Aquel día, entrada la tarde, Anouk me llevó
a la Feria de Pascua de Sydney para animarme. Después de las
atracciones y el algodón dulce y las bolsas de chucherías, fuimos a
ver el concurso de ganado. Mientras mirábamos las reses, simulé
estar sufriendo un repentino acceso de desequilibrio crónico, un
nuevo pasatiempo mío que incluía tropezarme con la gente,
tambalearme, caerme contra los escaparates, esa clase de
cosas.
—¿Qué te pasa? —chilló Anouk, agarrándome de
los hombros.
—No lo sé.
Estrechó mis manos entre las suyas.
—¡Estás temblando!
En efecto, lo estaba. El mundo daba vueltas,
las piernas se me doblaban como si fueran de paja. Todo el cuerpo
me vibraba, fuera de control. Me había puesto tan histérico que la
falsa enfermedad se había apoderado de mí y, por un instante, había
olvidado que no me pasaba nada.
—¡Ayúdame! —grité.
Una multitud de espectadores acudió a toda
prisa, entre ellos algunos representantes de la feria. Se
inclinaron sobre mí, boquiabiertos (en caso de verdadera
emergencia, tener mil ojos arrimados a tu cráneo no es de mucha
utilidad).
—¡Dejadle respirar! —gritó una voz.
—¡Tiene un ataque! —exclamó otra.
Me sentía asqueado y desconcertado. Las
lágrimas me resbalaban por las mejillas. Y de pronto recordé que
sólo era un juego. El cuerpo se me relajó, y el asco dio paso al
temor de que me descubrieran. Los ojos habían retrocedido medio
metro, pero la intensidad de sus miradas no amainaba. Anouk me
sostenía entre sus brazos. Me sentí ridículo.
—¡Suéltame! —grité, apartándola de un
empujón. Volví al ganado. El jurado lo integraban tipos de aspecto
curtido con sombreros Akubra. Me apoyé en la cerca. Oí que Anouk
susurraba frenéticamente detrás de mí, pero me negué a mirarla.
Pasado un minuto, se puso a mi lado.
—¿Ahora estás bien? —me preguntó.
Mi respuesta apenas se oyó. Permanecimos el
uno junto al otro, en silencio. Un minuto después, una vaca marrón
con una mancha blanca en el lomo ganó el primer premio por ser el
bistec de aspecto más jugoso del cercado. Todos aplaudimos, como si
no hubiera nada de absurdo en aplaudir a las vacas.
—Menudo par sois tú y tu padre. Cuando
quieras, nos vamos —dijo Anouk.
Me sentí fatal. ¿Qué estaba haciendo? ¿Y
qué, si la cabeza de mi padre era una concha vacía en la que se oía
el tormento del mar? ¿Qué tenía eso que ver con mi bienestar
mental? Sus gestos se habían convertido en pájaros alocados que se
golpeaban contra las ventanas. ¿Significaba eso que los míos tenían
que hacer lo mismo?
Un par de semanas después, papá y yo
acompañamos a Anouk al aeropuerto. Se iba unos meses a que la
masajearan en una playa de Bali. Justo antes de cruzar la puerta de
embarque, me llevó aparte y dijo:
—Me siento un poco culpable por dejarte
precisamente ahora. Tu padre está a punto de perder la razón.
Supongo que esperaba que dijese: «No,
estaremos bien. Pásatelo en grande.»
—Por favor, no te vayas —dije.
Se fue de todos modos y, al cabo de una
semana, mi padre perdió la razón.
Papá pasó por su ciclo mensual de llorar,
pasear de un lado a otro del piso, gritar, mirarme mientras dormía
y robar en tiendas, aunque de pronto lo hizo en una sola semana.
Luego lo comprimió aún más y experimentó todo el ciclo en un mismo
día, en que cada etapa le llevó cerca de una hora. Luego completó
todo el ciclo en una hora, suspirando y gruñendo y murmurando y
robando (del quiosco de la esquina) hecho un mar de lágrimas;
corrió a casa, se arrancó la ropa y paseó desnudo de un lado a otro
del piso, su cuerpo con el aspecto de unas piezas de repuesto
ensambladas a toda prisa.
Eddie vino y aporreó la puerta.
—¿Por qué no ha venido tu padre a trabajar?
¿Está enfermo?
—Algo así.
—¿Puedo verlo?
Eddie entró en el dormitorio y cerró la
puerta. Pasada media hora, salió rascándose la nuca como si papá le
hubiera contagiado un eccema y dijo:
—Dios. ¿Cuándo empezó esto?
No lo sé. ¿Hace un mes? ¿Un año?
—¿Cómo lo arreglamos? —se preguntó Eddie—.
Tenemos que reflexionar. Veamos. Déjame pensar...
Permanecimos en un silencio pantanoso
durante unos buenos veinte minutos. Eddie reflexionaba. Me ponía
enfermo el modo en que respiraba por la nariz, parcialmente
taponada por algo que yo podía ver. Pasados otros diez minutos,
Eddie dijo:
—Voy a reflexionar un poco más en
casa.
Y se marchó. No supe de él después de eso.
Si se le ocurrieron algunas ideas brillantes, sencillamente no
aparecieron lo bastante rápido.
Al cabo de una semana, llamaron a la puerta.
Me dirigí a la cocina, preparé unas tostadas y empecé a temblar. No
sé cómo supe que el universo había vomitado algo especial para mí;
simplemente, lo supe. Los golpes en la puerta persistían. No quería
abusar de mi imaginación, así que, aun sabiendo que cometía un
error, fui a abrir. En la puerta había una mujer de cara flácida y
grandes dientes marrones, con una expresión compasiva en el rostro.
La acompañaba un policía. Supuse que no era del policía de quien
sentía compasión.
—¿Eres Kasper Dean? —preguntó la
mujer.
—¿Qué pasa?
—¿Podemos entrar?
—No.
—Siento decirte esto. Tu padre está en el
hospital.
—¿Se encuentra bien? ¿Qué ha pasado?
—No se encuentra bien. Tendrá que quedarse
un tiempo. Quiero que vengas con nosotros.
—Pero ¿qué dice? ¿Qué le ha pasado?
—Te lo contaremos en el coche.
—No sé quiénes sois ni qué queréis de mí,
pero id a que os folien.
—Vamos, hijo —dijo el policía, que no
parecía estar de humor para seguir mi sugerencia.
—¿Adonde?
—Hay una casa donde podrás quedarte unos
días.
—Esta es mi casa.
—No podemos dejarte aquí solo. No hasta que
tengas dieciséis años.
—¡Oh, por Dios! Llevo toda la vida cuidando
de mí mismo.
—¡Vamos, Kasper! —ordenó el policía.
No les dije que me llamaba Jasper. No les
dije que Kasper era un personaje de ficción inventado por mi padre
y que Kasper llevaba muerto muchos años. Decidí seguirles la
corriente hasta saber cómo estaban las cosas. Algo sabía ya: no
tenía dieciséis años, lo cual significaba que no tenía derechos. La
gente siempre habla de los derechos del niño, pero nunca son los
derechos que necesitas cuando los necesitas.
Los acompañé al coche de policía.
Durante el trayecto, me explicaron que papá
había estampado su coche contra la ventana del Fleshpot. Podría
haberse considerado un desafortunado accidente, de no haber sido
porque, cuando atravesó la luna, bloqueó el volante e hizo dar
vueltas al coche por la pista de baile, contra las mesas y las
sillas, destrozándolo todo, destruyendo el bar. La policía tuvo que
sacarlo del coche a la fuerza. Era evidente que había enloquecido.
Y ahora estaba en el manicomio. No me sorprendió. Denunciar a la
civilización tiene un precio si continúas existiendo dentro de
ella. Eso está bien desde la cima de una montaña, pero papá estaba
en el mismísimo centro, y sus desquiciadas contradicciones, de
tanto golpearse mutuamente en la cabeza, habían perdido el
sentido.
—¿Puedo verlo?
—No hoy —dijo la mujer. Nos detuvimos ante
una casa en las afueras—. Te quedarás aquí un par de días, hasta
que veamos si alguno de tus parientes puede venir a buscarte.
¿Parientes? No conocía a nadie así.
La casa era de ladrillo, de una sola planta,
y parecía una casa familiar normal y corriente. Desde el exterior
no se notaba que era donde almacenaban las piezas rotas de familias
destrozadas. El policía hizo sonar el claxon cuando aparcamos. Una
mujer de abundantes senos salió con una sonrisa que predije que
volvería a ver, una y otra vez, en mil pesadillas terribles. La
sonrisa decía: «Tu tragedia es mi billete al cielo, así que ven y
dame un abrazo.»
—Tú debes de ser Kasper —dijo, y se le unió
un hombre calvo que no dejó de asentir con la cabeza, como si él
fuese Kasper.
Guardé silencio.
—Soy la señora French —dijo la pechugona,
como si ser la señora French fuese en sí una hazaña lograda con
gran esfuerzo.
Cuando no respondí, me dieron un paseo por
la casa. Me mostraron a un grupo de niños que miraba la tele en la
sala. Por pura costumbre, inspeccioné las caras femeninas de la
habitación. Lo hago incluso entre los rotos. Lo hago para ver si
hay alguna belleza física que pueda soñar o desear; lo hago en
autobuses, en hospitales, en los funerales de amigos queridos; lo
hago para aliviar un poco la carga; lo haré mientras agonice.
Resultó que allí todos eran feos, al menos en apariencia. Todos los
críos me miraron con atención, como si yo estuviera en venta. La
mitad de ellos parecía resignada a lo que el destino les deparase,
la otra mitad gruñó desafiante. Por una vez, no me interesaban sus
historias. Estoy convencido de que todos tenían tragedias
perfectamente atroces que me harían llorar durante siglos, pero me
sentía demasiado ocupado envejeciendo diez años por cada minuto que
pasaba en aquel limbo para niños.
La pareja continuó con su visita guiada. Me
mostraron la cocina. El patio trasero. Mi habitación, un armario
con pretensiones. Quizá fueran gente simpática, agradable y de
trato fácil, pero preferí ahorrar tiempo y asumir sencillamente que
eran pervertidos esperando a que anocheciera.
Mientras dejaba mi bolsa en la cama
individual, la señora French dijo:
—Aquí serás feliz.
—¿En serio? —repliqué. No me gusta que me
digan cuándo y dónde voy a ser feliz. Eso
ni siquiera es algo que yo pueda decidir—. ¿Y ahora qué? ¿Puedo
hacer uso de mi llamada telefónica?
—Esto no es la cárcel, Kasper.
—Ya lo veremos.
Llamé a Eddie para ver si podía quedarme con
él. Admitió que había sobrepasado el tiempo de su visado y estaba
ilegal, de manera que le era imposible cursar solicitud alguna para
convertirse en mi tutor legal. Llamé a casa de Anouk para que su
compañero de piso me dijera lo que yo ya sabía: que seguía
bronceándose en un centro de meditación budista de Bali y que no
esperaba su regreso hasta que se le acabase el dinero. No tenía
escapatoria. Colgué el teléfono y me fui a llorar a mi pequeño
rincón de oscuridad. Nunca antes había pensado negativamente sobre
mi futuro. Creo que ésa es la verdadera pérdida de la inocencia: la
primera vez que atisbas las fronteras que limitarán tu propio
potencial.
No había cerradura en la puerta, pero
conseguí atrancarla colocando la silla bajo el picaporte. Permanecí
sentado y despierto toda la noche, a la espera del ruido
amenazador. A eso de las tres de la madrugada acabé por dormirme,
así que sólo me queda suponer que vinieron a abusar sexualmente de
mí cuando me hallaba muy lejos, soñando con océanos y horizontes
que nunca alcanzaría.