VII
Después de este incidente, adquirí la mala
costumbre de tratarla con cortesía y respeto. La cortesía y el
respeto son recomendables si nos dirigimos a un juez antes de que
nos sentencie, pero en una relación indican incomodidad. Y yo
estaba incómodo porque ella aún no había superado lo de Brian. No
se trataba de una paranoia sin fundamento. La Coloso había empezado
a compararme con él de manera poco favorable. Decía, por ejemplo,
que no era tan romántico como Brian, sólo porque una vez, en un
momento íntimo, le había dicho: «Te quiero con todo mi cerebro.»
¿Es culpa mía que no entendiera que el corazón le ha robado méritos
a la cabeza, que los sentimientos salvajes y apasionados en
realidad provienen del antiguo sistema límbico cerebral y que
simplemente no quería referirme al corazón como el auténtico
almacén de mis sentimientos, porque no es más que un sistema de
bombeo y filtrado de sangre? ¿Es culpa mía que la gente no pueda
disfrutar de un símbolo sin convertirlo en un hecho literal? Lo
cual, por cierto, es el motivo de que nunca deba malgastarse tiempo
ofreciendo a la raza humana un relato alegórico: en menos de una
generación lo convertirán en datos históricos, con testigos
oculares incluidos.
¡Ah!, y luego pasó lo del tarro.
Estaba en su casa, en su cama. Acabábamos de
tener relaciones muy silenciosamente porque su madre se encontraba
en la otra habitación. Me gusta hacerlo en silencio porque, cuando
puedes hacer todo el ruido que quieres, vas más rápido. El sexo
silencioso hace que vayas más despacio.
Después, mientras recogía del suelo las
monedas que se me habían caído de los bolsillos de los tejanos, vi
el tarro debajo de su cama; tenía el tamaño de un bote de mostaza y
dentro flotaba un líquido empañado, como el agua turbia de un grifo
mexicano. Retiré la tapa y olfateé tímidamente, con la esperanza
irracional de que oliese a leche agria. No olí nada en absoluto. Me
volví para mirar su cuerpo delgado, que se acomodaba en la
cama.
—No lo derrames —dijo, antes de dirigirme
otra de una larga dinastía de sonrisas perfectas.
Metí un dedo en el tarro, lo saqué y lo
lamí.
Salado.
Creí saber qué significaba. Pero ¿podía
realmente significar lo que yo creía que significaba? ¿Sostenía de
verdad, en realidad, un tarro de lágrimas? ¿Sus lágrimas?
—Lágrimas, ¿eh? —dije, como si todos mis
conocidos recogieran sus lágrimas, como si el mundo entero no
hiciera más que forjar monumentos a su propia tristeza.
La imaginé presionando el tarrito contra su
mejilla, cuando la lágrima inaugural pareció la primera gota de
lluvia que resbala por el cristal de una ventana.
—¿Para qué es? —pregunté.
—Para nada.
—¿Qué quieres decir, para nada?
—Recojo mis lágrimas, eso es todo.
—Vamos. Hay algo más.
—No lo hay. ¿No me crees?
—Para nada.
Se me quedó mirando un momento.
—Vale, te lo diré, pero no te lo tomes a
mal.
—De acuerdo.
—¿Me prometes que no te lo tomarás a
mal?
—Eso es algo difícil de prometer. ¿Cómo
sabré si me lo tomo a mal?
—Te lo diré.
—Vale.
—Verás. Recojo mis lágrimas porque... voy a
hacer que Brian se las beba.
Rechiné los dientes y miré por la ventana.
Fuera, las lacias hojas otoñales parecían hombros marrones
encogiéndose de indiferencia.
—¡Sigues enamorada de él! —grité.
—¡Jasper! ¡Te lo estás tomando a mal!
Unas dos semanas después añadió otro insulto
al montón. Estábamos en mi cabaña haciendo el amor, con muchísimo
ruido esta vez, y como si quisiera confirmar mis peores sospechas,
en plena faena gritó su nombre.
—¡Brian! —gimió sin aliento.
—¿Dónde? —pregunté sorprendido, y empecé a
buscarlo por toda la habitación.
—¿Qué haces?
Me detuve cuando comprendí mi estúpido
error. Me dirigió una mirada que combinaba hábilmente la ternura
con el asco. Hasta el día de hoy, el recuerdo de esa mirada sigue
visitándome como un Testigo de Jehová, no invitado e
infatigable.
Salió desnuda de la cama y se preparó una
taza de té con expresión de culpabilidad.
—Lo siento —dijo, su voz temblorosa.
—No creo que debas volver a cerrar los ojos
mientras follas.
—¡Hum!
—Quiero que me mires todo el tiempo, ¿de
acuerdo?
—No hay leche —dijo ella, en cuclillas ante
la nevera.
—Sí que hay.
—Tiene grumos.
—Pero sigue siendo leche.
Ella no había acabado el suspiro cuando salí
de la cabaña y me dirigí en la oscuridad a casa de mi padre.
Siempre entrábamos a escondidas en casa del otro para robarnos la
leche. Hay que reconocerlo: yo era mejor ladrón. Papá solía entrar
cuando yo dormía, pero como estaba paranoico con las fechas de
caducidad, siempre me despertaban sus atronadores olfateos.
Era una de esas noches en que el negro es
tan omnipresente que invalida conceptos como norte, sur, este y
oeste. Después de tropezar con los tocones de los árboles y de que
unas ramas espinosas me abofetearan la cara, las luces de la casa
de papá me dieron la bienvenida y a la vez me deprimieron;
indicaban que estaba despierto y que me entretendría hablando con
él, es decir, escuchándole. Gemí. Era consciente de nuestro
creciente distanciamiento. Todo empezó cuando dejé los estudios, y
luego había ido empeorando de forma gradual. Desconozco el motivo,
pero mi padre había recurrido inesperadamente a la normalidad
paternal, sobre todo en el uso del chantaje emocional. En una
ocasión, hasta llegó a pronunciar la frase «Después de todo lo que
he hecho por ti». Acto seguido, enumeró todo lo que había hecho por
mí. Parecía mucho, pero en su mayoría sólo eran pequeños
sacrificios como «compré mantequilla, aunque a mí me gusta más la
margarina».
La verdad era que ya no lo soportaba: su
implacable negatividad, su negligencia hacia las vidas de ambos, su
reverencia inhumana por los libros en detrimento de las personas,
su amor fanático por odiar a la sociedad, su falso amor por mí, su
enfermiza obsesión por hacer que mi vida fuera tan desagradable
como la suya. Se me ocurrió que no me había amargado la existencia
como daño colateral, sino que había ido desmantelándome
laboriosamente, como si le pagaran muy bien por el trabajo. Mi
padre tenía una torre de alta tensión por almohada y yo ya no
aguantaba más. Me parece a mí que tienes que poder mirar a las
personas de tu entorno y decir: «Te debo la supervivencia» y «Me
debes la supervivencia» y, si no puedes decir eso, entonces ¿qué
diantres haces con ellas? Así como estaban las cosas, sólo podía
mirar a mi padre y pensar: «Bien, he sobrevivido pese a tus tretas,
hijo de puta.»
La luz de la sala estaba encendida. Miré por
la ventana. Papá leía el periódico y lloraba.
—¿Qué pasa? —pregunté, abriendo las puertas
correderas.
—¿Qué haces tú aquí?
—Robar leche.
—¡Pues róbate tu propia leche!
Entré y le arranqué el periódico de las
manos. Era un diario sensacionalista. Papá se levantó y se fue a
otra habitación. Estaba leyendo un artículo sobre Frankie Hollow,
la estrella de rock asesinada recientemente por un fan enloquecido
que lo había apuñalado dos veces en el pecho, una en la cabeza y
otra por una cuestión de «buena suerte». Desde entonces, la
historia aparecía en las portadas a diario, pese a la ausencia de
nuevos datos. Algunos días los periódicos incluían entrevistas a
personas que no sabían nada y que a lo largo de la investigación
tampoco revelaron nada. Luego estrujaron hasta la última gota de
sangre de la historia revolviendo en el pasado de la estrella
fallecida y, cuando ya no les quedaba indudable y absolutamente
nada que publicar, publicaron algo más. Pensé: «¿Quién publica esta
roña? ¿Y por qué llora papá por la muerte de este famoso?» Me quedé
ahí con mil frases desdeñosas dándome vueltas en la cabeza,
decidiendo si debía ensañarme con él. Decidí que no; la muerte es
la muerte, el duelo es el duelo, y aunque haya personas que deciden
derramar lágrimas por la muerte de un desconocido popular, está mal
burlarse de un corazón triste.
Cerré el periódico, más desconcertado que
antes. El televisor atronaba en la habitación de al lado, como si
papá probase hasta dónde podía llegar el volumen. Entré. Miraba una
serie nocturna de porno blando sobre una detective que resolvía
crímenes enseñando sus piernas bien depiladas. Sin embargo, papá no
miraba la pantalla; contemplaba la diminuta boca oval de una lata
de cerveza. Me senté a su lado y estuvimos un rato sin hablar. A
veces no hablar es fácil, otras veces es más agotador que levantar
pianos.
—¿Por qué no te acuestas? —le
pregunté.
—Gracias, papá —respondió papá.
Permanecí sentado, intentando replicar algo
sarcástico, pero cuando se ponen dos comentarios sarcásticos uno
junto al otro, suena fatal. Volví al laberinto y a la Coloso de mi
cama.
—¿Dónde está la leche? —preguntó ella.
—Tenía grumos —respondí, pensando en papá y
en sus grumos internos.
Anouk y Eddie tenían razón: volvía a estar
deprimido. ¿Y ahora por qué? ¿Por qué lloraba por una estrella de
rock de la que nunca había oído hablar? ¿Iba a empezar a llorar
todas las muertes del planeta Tierra? ¿Podía haber un hobby que exigiese más tiempo?
Por la mañana, cuando desperté, la Coloso no
estaba. Eso era nuevo. Sin duda, habíamos alcanzado un nuevo
mínimo: en los viejos tiempos, tendríamos que haber salido de un
coma diabético para anunciar que nos íbamos. Pero ahora se había
marchado a hurtadillas, seguramente para evitar la pregunta «¿Qué
haces después?». Mi cabaña nunca había parecido tan vacía. Enterré
la cabeza en la almohada y grité:
—¡Se está desenamorando de mí!
Para distraerme de esta amarga realidad, me
puse a hojear el periódico con profunda repugnancia. Siempre he
odiado nuestros periódicos, sobre todo por su insultante geografía.
Por ejemplo, en la página 18 leemos la historia de un terrible
terremoto en un lugar como Perú con un insulto oculto entre líneas;
veinte mil seres humanos sepultados bajo los escombros y luego
sepultados de nuevo, esta vez bajo diecisiete páginas de
habladurías locales. Pensé: «Pero ¿quién publica esta
bazofia?»
Entonces oí una voz:
—¡Toe, toe! —dijo la voz.
Eso me puso histérico al instante.
Grité:
—¡No te quedes en la puerta y digas «toe,
toe»! Si tuviera timbre, ¿te quedarías ahí diciendo
«riiiiing»?
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Anouk mientras
entraba.
—Nada.
—Puedes contármelo.
¿Debía fiarme? Sabía que Anouk tenía
problemas con su propia vida amorosa. Estaba en plena ruptura
problemática. De hecho, siempre estaba en plena ruptura
problemática. En realidad, siempre rompía con gente con la que yo
ni sabía que había estado saliendo. Si alguien tenía ojo para el
principio del fin, ésa era Anouk. Pero decidí no pedirle consejo.
Algunas personas intuyen cuándo te hundes y, al avanzar un paso
para ver mejor, te pisan la cabeza sin querer.
—Estoy bien —dije.
—Quiero hablar contigo sobre la depresión de
tu padre.
—Ahora no estoy de humor.
—Sé cómo llenar su vacío. ¡Los
cuadernos!
—¡Ya he fisgoneado en sus cuadernos para el
resto de mi vida! ¡Sus escritos son manchurrones que han dejado los
jugos de la carne enmarañada de su cabeza! ¡No lo haré!
—No tienes que hacerlo. Ya lo he hecho
yo.
—¿Lo has hecho?
Anouk se sacó del bolsillo uno de los
pequeños cuadernos negros de papá y lo agitó en el aire como un
boleto ganador de lotería. La visión del cuaderno me produjo el
mismo efecto que la visión de la cara de mi padre: un hastío
abrumador.
—Bien, escucha esto —dijo Anouk—. ¿Estás
sentado?
—¡Si lo estás viendo, Anouk!
—¡Bueno, bueno! ¡Dios!, sí que estás de mal
humor.
Se aclaró la voz y leyó: «En la vida, todo
el mundo hace exactamente lo que se supone que tiene que hacer. Por
ejemplo, fijaos cuando conocéis a un contable: ¡parece exactamente
un contable! Nunca ha existido un contable con aspecto de bombero,
un empleado de grandes almacenes con aspecto de juez, o un
veterinario cuyo lugar parezca estar detrás del mostrador de un
McDonald's. Una vez, en una fiesta, conocí a un tipo y le pregunté:
"¿Y cómo te ganas la vida?", a lo que él respondió en voz alta:
"Soy cirujano de árboles", así, sin más, y di un paso atrás y le
eché un vistazo, ¡y que me aspen si no encajaba perfectamente con
la imagen!: sí que parecía un cirujano de árboles, aunque fuese el
primero que veía. Es lo que digo, absolutamente todo el mundo es
como debería ser, y ahí está también el problema. Nunca
encontraréis a un magnate de los medios de comunicación con alma de
artista o a un multimillonario con la arrebatadora y ardiente
compasión de un trabajador social. Pero ¿y si pudieras susurrar al
oído de un millonario y alcanzar la compasión arrebatadora, latente
y sin usar, que guarda con la empatía? ¿Y si pudieras susurrarle al
oído y avivar esa empatía hasta que prendiera, para luego rociarla
de ideas hasta transformarla en acción? Es decir, entusiasmarlo.
Entusiasmarlo de verdad. Con eso he soñado. Con ser el que
entusiasma con sus ideas a hombres ricos y poderosos. Eso es lo que
quiero: ser el hombre que susurra ideas emocionantes a una enorme
oreja dorada.»
Anouk cerró el cuaderno y me miró como
esperando que me levantase para aplaudir. ¿Era esto lo que la tenía
entusiasmada? La megalomanía de mi padre no era ninguna novedad. Ya
la había conocido cuando lo ayudé a salir del manicomio. Claro que
entonces sólo fue un golpe de suerte: interpretar literalmente el
contenido de esos cuadernos demenciales y utilizarlos con su dueño
fue una empresa muy arriesgada... como estábamos a punto de
descubrir.
—¿Y qué? —dije yo.
—¿Y qué?
—No lo pillo.
—¿No lo pillas?
—Deja de repetir todo lo que digo.
—Es la respuesta, Jasper.
—¿Lo es? He olvidado la pregunta.
—Cómo llenar el vacío de tu padre. Es
sencillo. Saldremos a buscar una.
—¿A buscar el qué?
—Una oreja dorada —dijo sonriendo.