IV

 

Cuando volví a casa desde el Sizzler, me quedé solo en el laberinto contemplando la luna, que parecía no ser más que una roca quemada, vacía y en ruinas, como si Dios lo hubiese hecho de cara al seguro.
—Estoy preocupado —dijo papá, que venía detrás de mí.
—¿Por qué?
—Por el futuro de mi hijo.
—Pues yo no.
—¿Qué vas a hacer?
—Iré al extranjero.
—No tienes dinero.
—Ya sé que no tengo dinero. Reconozco la sensación de un bolsillo vacío. Ganaré algo.
—¿Cómo?
—Buscaré trabajo.
—¿Qué clase de trabajo? No tienes ninguna cualificación.
—Entonces encontraré un trabajo no cualificado.
—¿Qué clase de trabajo no cualificado? No tienes ninguna experiencia.
—La conseguiré.
—¿Cómo? Necesitas experiencia para encontrar trabajo.
—Encontraré algo.
—¿Quién te va a emplear? A nadie le gusta un rajado que ha dejado los estudios.
—Eso no es verdad.
—Bien, pues dime a quién le gusta un rajado.
—A otros rajados.
Papá me dejó con un suspiro melodramático que lo siguió como un olor. No sé cuánto tiempo me quedé pasando frío, intentando ver a través del velo que cubría mi futuro. ¿Debía ser panadero o stripper? ¿Filántropo o montador de escenarios musicales? ¿Genio criminal o dermatólogo? Aquello no era ninguna broma. Me encontraba en plena tormenta de ideas y éstas peleaban por los primeros puestos. ¡Presentador de televisión! ¡Subastador! ¡Investigador privado! ¡Vendedor de coches! ¡Conductor de tren! Las ideas iban llegando sin invitación, se presentaban y dejaban sitio a las demás. Algunas de las más persistentes intentaban colarse de nuevo. ¡Conductor de tren! ¡Presentador de televisión en un tren! ¡Vendedor de coches! ¡Vendedor de trenes!
Me pasé el día siguiente mirando al vacío. El aire me produce una alegría inmensa y, si la luz del sol se proyecta en las motas flotantes de polvo de forma que se vea el ajetreado baile de átomos, tanto mejor. Por la mañana, papá entró y salió de mi habitación chasqueando la lengua, lo que en nuestra familia significa: «¡Eres idiota!» Por la tarde, regresó con una sonrisa cargada de implicaciones. Se le había ocurrido una idea brillante y estaba impaciente por contármela. De pronto se le había ocurrido echarme de casa, ¿y qué me parecía su luminosa idea? Le dije que me preocupaba que comiese siempre solo, porque el tintineo de la cubertería en una casa vacía es uno de los cinco sonidos más deprimentes de todos los tiempos.
—No te preocupes. Tengo un plan para echarte. Nosotros, tú y yo, vamos a construirte una cabaña. Dentro de la propiedad.
¿Una cabaña?
—¿Cómo diantres vamos a construir una cabaña? ¿Qué sabemos de construcción? ¿O de cabañas?
—Internet —me contestó.
Solté un gemido. ¡Internet! Desde que nació Internet, completos idiotas absolutos han construido cabañas y bombas y motores y han llevado a cabo complicados procedimientos quirúrgicos en sus bañeras.
Nos sentamos en un claro del laberinto junto a un círculo de nervudos árboles de caucho y a escasos metros de un arroyo y, a la mañana siguiente, bajo un cielo naranja cobrizo, empezamos a talar árboles como si fuéramos míticas criaturas germánicas en una de las primeras películas de Leni Riefenstahl.
No podía reprimir la idea de que mi vida había dado un giro decepcionante: acababa de dejar los estudios y ya hacía un duro trabajo manual. Cada vez que la hoja del hacha golpeaba la madera, sentía que la columna vertebral se me movía un par de milímetros a la izquierda, y ese primer día no hice más que elevar mi queja a la categoría de las Bellas Artes. El segundo día fue aún peor; me disloqué el hombro. El tercer día dije que necesitaba buscar trabajo y fui a la ciudad a ver tres películas seguidas, todas malas, y cuando volví me sorprendió ver que la obra había avanzado muchísimo.
Papá estaba inclinado sobre su hacha, enjugándose el sudor de la frente en los pantalones.
—Hoy he trabajado como un cabrón —dijo.
Lo miré fijamente a los ojos y enseguida supe que había acudido a ayuda exterior.
—¿Cómo ha ido la búsqueda de trabajo? —me preguntó.
—Estoy cada vez más cerca.
—¡Bravo! —exclamó, y luego añadió—: ¿Por qué no sigues con la construcción mañana? Yo pasaré el día en la biblioteca.
Entonces metí mano en los ahorros que papá guardaba en un ejemplar hueco de las Confesiones de Rousseau y llamé a un albañil.
—Haz todo lo que puedas —le dije.
Y así fue como se construyó el lugar. Alternamos. Un día fingía construir la cabaña yo solito, el día siguiente él fingía construir la cabaña él solito, y no sé qué significaría eso, aunque demostraba que ambos teníamos personalidades turbias y extrañas. El resultado fue que la casucha iba tomando forma. El terreno estaba despejado. Se había levantado la estructura. Se había construido el suelo. Se habían alzado las vigas del techo. La puerta se cerraba sobre sus bisagras. Había ventanas donde debía haberlas. Con los cristales colocados. Los días se hacían cada vez más largos y cálidos.
Durante esta época solicité trabajo en una agencia de publicidad, aunque había algo condescendiente en el modo en que el anuncio pedía un «júnior». Entré en una estéril chabola de cemento, me desplacé por largos y tristes pasillos donde un numeroso ejército de clones pasaba sonriendo con urgencia. En la entrevista, un tipo llamado Smithy me dijo que tendría cuatro semanas libres al año para hacerme la cirugía estética. El trabajo se llamaba «introducción de datos». Empecé al día siguiente. El anuncio no mentía: lo que hice fui introducir datos. Mis compañeros de trabajo eran un hombre que fumaba cigarrillos misteriosamente manchados de pintalabios y una mujer alcohólica que intentaba convencerme a toda costa de que despertar en la puerta giratoria del hotel Hyatt era algo de lo que enorgullecerse. Yo aborrecía aquel trabajo. Los días buenos pasaban como décadas, los días así-así como medio siglo, pero en general tenía la sensación de estar paralizado en el ojo de un eterno huracán.
La noche que terminamos la cabaña, papá y yo, dos farsantes de cuidado, nos sentamos en el porche y brindamos por la hazaña que no era nuestra. Vimos pasar una estrella que dibujó una larga estela blanca en el negro cielo.
—¿Has visto eso? —preguntó papá.
—Una estrella fugaz.
—He pedido un deseo —dijo él—. ¿Te lo cuento?
—Mejor no.
—Ya, tienes razón. ¿Tú también lo has pedido?
—Lo pediré más tarde.
—No esperes demasiado.
—Mientras no parpadee, el poder de la estrella sigue siendo válido.
Me sujeté los párpados con los dedos mientras sopesaba mis opciones. La elección fue fácil. Quería una mujer. Quería amor. Quería sexo. Concretamente, quería a la Coloso en llamas. Así que amasé todo esto hasta convertirlo en un deseo.
Papá me leyó el pensamiento, o habría pedido un deseo similar, porque dijo:
—Te preguntarás por qué he estado soltero la mayor parte de mi vida.
—Se explica por sí solo.
—¡Recuerdas que una vez te hablé de una chica a la que amé?
—Caroline Potts.
—Todavía pienso en ella.
—¿Dónde está ahora?
—En Europa, seguramente. Fue el amor de mi vida.
—Y Terry fue el amor de la suya.
Nos terminamos las cervezas y escuchamos el borboteo del arroyo.
—Asegúrate de que te enamoras, Jasper. Es uno de los grandes placeres que existen.
—¿Un placer? ¿Cómo un baño caliente en invierno?
—En efecto.
—¿Algo más?
—Hace que te sientas vivo, vivo de verdad.
—Eso suena bien. ¿Y qué más?
—Te confunde de manera que no distingues el culo de las témporas.
Reflexioné sobre eso:
—Papá, hasta ahora has descrito el amor como un placer, un estimulante y una distracción. ¿Hay algo más?
—¿Qué más quieres?
—No sé. ¿Algo más elevado, o profundo?
—¿Más elevado o profundo?
—¿Algo más significativo?
—¿Cómo qué?
—No estoy seguro.
Habíamos llegado a un punto muerto y volvimos de nuevo los ojos al cielo. El cielo nocturno decepciona cuando ya ha pasado una estrella fugaz. «Se acabó el espectáculo —dice el cielo—. Volved a casa.»

 

Esa noche le escribí una bonita nota de chantaje a la Coloso en llamas:

 

Creo que voy a cambiar mi versión y decirle al director que fuiste tú quien orquestó el incidente del sombrero en el tren. Si quieres convencerme de lo contrario, ven a mi casa cuando quieras. Ven sola.

 

¿No creéis que se pueda chantajear a una mujer para que os ame? Bueno, quizá no se pueda, pero era mi última baza y tenía que jugarla. Leí la nota detenidamente. Era como debía ser una nota de chantaje: concisa y exigente. Pero... el bolígrafo se me retorcía en la mano. Quería añadir algo. «Vale —concedí—, pero recuerda que la brevedad es el alma de la extorsión.» Y escribí: Posdata: si no apareces, no creas que estaré esperándote como un tonto. Pero, si vienes, aquí estaré.
Después escribí un poco más; escribí sobre la naturaleza de las expectativas y la desilusión, sobre el deseo y los recuerdos, y sobre las personas que tratan las fechas de caducidad como si fueran mandamientos divinos. Era una buena carta. El elemento de chantaje era breve, sólo tres líneas. La posdata ocupaba veintiocho páginas.
De camino al trabajo la metí en el buzón que había en la estafeta de correos, y cinco minutos más tarde casi me rompí la mano al intentar sacarla. Vaya si saben lo que hacen quienes diseñan esos buzones. Es imposible meter la mano para sacar nada. En serio, ¡esas pequeñas fortalezas son impenetrables!
Dos días después dormía profundamente, atrapado en un sueño desagradable: estaba en una competición de natación y, cuando me llegaba el turno para nadar, vaciaban la piscina. Me había subido al podio de salida y el público me abucheaba porque no llevaba bañador y no les gustaba lo que veían. Entonces, de pronto, me vi en la cama. Mi cama. En mi cabaña. La voz de papá me había devuelto a la conciencia, lejos de miradas desaprobatorias.
—¡Jasper! ¡Tienes visita!
Me tapé con la colcha. No quería ver a nadie. Papá insistió:
—¡Jasper! ¿Estás ahí, hijo?
Me incorporé. Había algo raro en su voz. Al principio no supe qué era, pero luego caí en la cuenta. Mi padre parecía educado. Seguro que pasaba algo. Me cubrí con una toalla y salí.
Entrecerré los ojos bajo la luz del sol. ¿Seguía soñando? Una visión me inundó de refrescante placer. Ella estaba aquí, la Coloso en llamas estaba en mi casa, junto a mi padre. Me quedé paralizado. Me parecía imposible encajar a las dos personas que tenía ante mí, una junto a otra. Todo estaba demasiado fuera de contexto.
—¡Hola, Jasper! —dijo ella, su voz serpenteándome por la espalda.
—¡Hola! —respondí.
Papá seguía ahí. ¿Qué hacía? ¿Por qué no se iba?
—Bueno, aquí está —dijo él.
—Entra —dije yo y, al ver su mirada vacilante, recordé que sólo llevaba una toalla.
—¿Vas a ponerte algo de ropa? —preguntó la Coloso.
—Creo que encontraré unos calcetines.
—Hay un incendio forestal en lo alto de las montañas —dijo papá.
—Nos mantendremos alejados de allí. Gracias por avisar —dije con desdén, dándole la espalda.
Cuando entrábamos en la cabaña, volví la cabeza para asegurarme de que papá no nos seguía. No era así, pero me dirigió un guiño cómplice. Me irritó ese guiño. No me daba otra opción. No se puede no aceptar un guiño. Luego vi que papá le miraba las piernas. Alzó la vista y cayó en la cuenta de que lo había sorprendido mirándole las piernas. Fue un momento extraño que podría haber acabado de formas distintas. A mi pesar, le sonreí. Él también sonrió. Luego la Coloso alzó la vista y nos sorprendió sonriéndonos. Ambos la miramos y la sorprendimos mirándonos sonreír. Otro momento extraño.
—Pasa —dije.
Cuando entró en la cabaña, el roce, el movimiento y el peso de sus pies en los tablones del suelo me habrían llevado a la bebida de haber tenido un bar abierto en la habitación. Fui al baño y me puse unos tejanos y una camiseta. Cuando salí, ella seguía en el umbral de la puerta. Me preguntó si de verdad vivía en aquel sitio.
—¿Por qué no? Yo lo construí.
—¿Ah, sí?
Le mostré dónde me había cortado cuando ayudaba al albañil a colocar una ventana. Me gustó mostrarle mis cicatrices. Eran cicatrices de hombre.
—Tu padre parece majo.
—En realidad, no lo es.
—¿Y ahora qué haces?
—Trabajo.
—¿No volverás al instituto?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Un certificado de estudios parece algo muy práctico.
—Si te gustan los recortes de papel.
Me dirigió una media sonrisa. Fue la otra mitad lo que me preocupó.
—¿Y cómo te sientes, siendo un hombre que trabaja?
—No lo sé. Es como si estamos en un aparcamiento de siete plantas y me preguntas cómo me siento en la cuarta planta cuando antes estaba en la tercera.
—Recibí tu nota.
—Hemos empujado a un hombre al suicidio.
—Eso no lo sabes.
Estaba sólo a centímetros de distancia. Yo no podía respirar. Experimenté una de esas sensacioneshorribleshermosasespantosasasquerosasmaravillosasdemencialesinauditaseuóricassensacionalesturbadorasemocionanteshorrendassublimesrepugnantesexcepcionales que son bastante difíciles de describir, a menos que des con la palabra adecuada.
—¿Quieres dar un paseo por mi laberinto? —le pregunté.
—La verdad es que no tengo mucho tiempo.
—Haremos el recorrido sencillo.
En el exterior, todo resplandecía al sol y no había nubes que estropeasen el azul salvo una con forma de cabeza de cabra, una nube solitaria como si, al barrer el cielo, Dios se hubiera dejado un rincón.
Caminamos hasta el arroyo y miramos los rostros de las piedras medio sumergidas. Le dije que esas piedras se llamaban pasaderas, porque al hombre le gusta pensar que toda la naturaleza está diseñada específicamente para sus pies.
Seguimos el arroyo hasta donde vertía sus aguas al río. El sol daba de pleno, por lo que era imposible contemplar el agua sin entrecerrar los ojos. La Coloso se arrodilló en la orilla y metió la mano en el agua.
—Está caliente —dijo.
Elegí una piedra plana y la arrojé a lo lejos. La habría hecho rebotar en el agua, pero esa escena era demasiado bonita para mí. Todo eso ya estaba superado. Tenía una edad en que los chicos arrojan un cuerpo al río, no una piedra.
Reanudamos el paseo. Me preguntó cómo me orientaba en el laberinto. Le dije que me había perdido muchas veces, pero que ahora era como navegar por el sistema digestivo de un viejo amigo. Le dije que conocía todos los pliegues de todas las rocas existentes. Me moría por decirle los nombres de las plantas y las flores y los árboles, pero aún no me tuteaba con la flora. De todos modos, le señalé mis favoritos. Dije: «Ahí está el arbusto plateado con grandes racimos de flores redondas de un amarillo intenso como brillantes micrófonos peludos, y los arbolillos de bronce de blancos frutos globulares que no me comería ni de coña, y éste tiene hojas satinadas como si las hubieran cubierto con papel de contacto, y mira un arbusto agazapado silvestre y enmarañado que huele como una botella de trementina que bebes a las dos de la mañana cuando todas las licorerías están cerradas.»
Me miró de un modo extraño, allí de pie como mi árbol preferido: recto y alto, de talle fino y elegante.
—Será mejor que me vaya. Basta con que me indiques la dirección —dijo ella, llevándose un cigarrillo a la boca.
—Veo que sigues fumando como un recluso en el corredor de la muerte.
Sus ojos se fijaron en los míos mientras encendía el cigarrillo. Acababa de dar la primera calada cuando algo negro y repugnante bajó flotando a su cara y aterrizó en una mejilla. Se lo sacudió. Ambos miramos al cielo. La ceniza caía suavemente, ceniza oscura que revoloteaba alocadamente en el aire cálido y luminoso.
—Parece de los malos —dijo ella, mirando el resplandor naranja en el horizonte.
—Eso parece.
—¿Crees que está cerca?
—No lo sé.
—Yo creo que sí.
Vale, ¿y qué, si vivimos en una tierra inflamable? Siempre hay un incendio, siempre hay casas destruidas y vidas perdidas. Pero nadie hace las maletas y se traslada a pastos más seguros. Sólo se enjugan las lágrimas y entierran a sus muertos y fabrican más niños y se empecinan en quedarse. ¿Por qué? Tenemos nuestros motivos. ¿Cuáles? A mí no me preguntes. Pregunta a la ceniza que tienes en la nariz.
—¿Por qué me miras así?
—Tienes ceniza en la nariz.
La retiró. Le dejó una mancha negra.
—¿Ya?
Asentí con la cabeza. No le diría lo de la mancha negra. Descendió sobre nuestras cabezas un silencio crudo y hambriento que se tragó minutos enteros.
—Bueno, de verdad, tengo que irme.
«¿Por qué no te quitas los pantalones y te quedas un rato?», quise decirle, pero no lo hice. Es indudable que, en los momentos determinantes que moldean la personalidad, lo mejor es tomar la decisión adecuada. El molde se seca y asienta rápidamente.
Cruzamos un pequeño claro donde la hierba era tan baja que parecía arena verde, y la llevé a una cueva. Entramos, yo primero. El interior era fresco y oscuro.
—¿Qué hacemos aquí? —me preguntó con desconfianza.
—Quiero mostrarte algo. Mira. Esto son pinturas rupestres.
—¿En serio?
—Claro. Yo mismo las hice la semana pasada. —¡Oh!
—¿Por qué pareces decepcionada? No comprendo por qué hay que tener cincuenta mil años para pintar en una caverna.
Entonces fue cuando se inclinó y me besó. Y así empezó.