AUSTRALIA Y MALASIA

Desembarque en Sydney, preguntándome qué tal sería llegar allí sin nombre ni pasado, sino tan sólo con un puñado de dinero y una nueva vida que empezar desde el principio. Hasta la conquista de la Luna, Australia seguía siendo el lugar más lejano al que podía llegar desde el sitio que yo llamaba mi casa.

Era un continente que sólo conocía como caricatura. Tal vez porque estaba tan lejos, las únicas imágenes que parecían superar la distancia eran absurdamente exageradas. Los australianos eran los antiguos galos del siglo XX, unas personas de buen corazón y tan poco afectadas por los refinamientos de la civilización que, con un movimiento de sus buenas intenciones, podían causar más daños que un elefante en los almacenes Harrods.

Las mujeres australianas, lo sabía, eran corpulentas y descaradas e iban por las calles vestidas y maquilladas como para una representación teatral, en la creencia de que la mejor manera de pescar a un hombre consistía en invitarle a la violación. Las heridas que se producían en el transcurso de este salvaje modo de galanteo se suavizaban nadando doscientos largos de piscina antes del desayuno.

Los hombres australianos eran altos y estaban muy bronceados y vestían calzones cortos y camisetas de los que emergían sus musculosas extremidades como cuatro sartas de salchichas. En el extremo de una de las sartas superiores se podía ver sujeta una raqueta de tenis o bien un botellín de cerveza llamado un «Gordito». Paseaban bajo el ardiente sol, mostrándose repugnantemente sinceros a propósito de sus funciones naturales y aguardando a que les invitaran a violar. En caso de que apareciera por el horizonte una de esas figuras de King Kong, lo mejor que uno podía hacer era poner pies en polvorosa.

Desembarqué, dispuesto a olvidar todos los chistes y caricaturas y ridículos estereotipos y a conocer Australia desde el principio.

No fue fácil. Durante los primeros días en Sydney, mientras me preparaba para subir por la costa este, miré a mi alrededor con los ojos más limpios que me fue posible en medio de aquel polvoriento calor de diciembre. Vi a hombres paseando en camiseta y calzones cortos. Sus músculos se parecían extraordinariamente a unas salchichas. Vi a mujeres que daban la impresión de haber bajado del escenario durante el descanso de una representación matinal de Cabaret. Daba la impresión de que cualquier cosa que no fuera una violación la iban a tomar por indiferencia. Observé que muchos hombres lucían unos calzones confeccionados a la medida con unos graciosos cortes en el dobladillo parecidos a cheongsams destinados a exhibir un poco más de carne del muslo, y se me ocurrió la obscena idea de que tal vez ellos también esperaban ser violados.

Vi a algunos hombres, todavía jóvenes, con los vientres más abultados por la cerveza que se pudiera imaginar, cultivados con gran esmero, y me sentí abrumado por el ruido que metía la gente y por lo mucho que le costaba mostrarse mutuamente afecto.

Después, un día me dispuse a fotografiar las cosas que había observado. No me crucé con ningún repugnante vientre abultado por la cerveza; ninguna muchacha iba vestida con una extravagancia tan vulgar como para que mereciera la pena fotografiarla. Para mi desagrado, vi a unos hombres y mujeres que parecían apreciarse claramente unos a otros. Empecé a darme cuenta de que sólo había observado los casos extremos entre la multitud: lo más llamativo, lo más amenazador, lo más vulgar, de la misma manera que un australiano en Londres no vería más que ciudadanos con trajes de raya fina y bombín.

La inmensa mayoría de los australianos no era así y, sin embargo, mis primeras impresiones también habían sido acertadas y me pregunté cómo era posible que unos pocos ejemplos de comportamiento extremo pudieran dejar su huella y caracterizar a toda una sociedad. Eso se convirtió en una de mis principales preocupaciones.

Para un inglés, sobre todo para uno que pueda recordar cómo eran las cosas con anterioridad a los años cincuenta, Australia resulta turbadoramente familiar. Las calles se diseminan en Sydney tal como lo hacen en Londres y pasan por suburbios homónimos. Se ven unos accesorios callejeros y una arquitectura municipal que en Londres ya se ha sustituido por algo más nuevo; como, por ejemplo, estafetas de correos y bibliotecas de estilo antiguo e Institutos de Mecánica. O eso me pareció a mí ya que la fuerza de la nostalgia puede ser tan intensa que es capaz de colorear toda una calle.

En la campiña de Nueva Gales del Sur se pueden observar también retazos de la antigua Inglaterra. El sistema ferroviario, al parecer con todas sus venas y arterias todavía intactas y sus humeantes trenes de cercanías discurriendo entre estaciones como de maqueta, constituye un poderoso pasatiempo. Subí a las hermosas Montañas Azules, pasando frente a pastizales y huertos y casitas de campo cubiertas de enredaderas. La extraña mezcla de nombres aborígenes parecía acentuar más si cabe la exquisitez de los ingleses, Wentworth y Katoomba; Monte Victoria, Mell y Bilpin; Karrajong, Richmond y Windsor.

Frente a prados, establos y estanques; carnicerías llenas de la mejor y más barata carne del mundo; lánguidos «pubs» con los encantadores herrajes de estilo Victoriano que nosotros fundimos en Inglaterra durante la guerra.

Junto al Wiseman’s Ferry, un gran río de aguas verdes discurría entre unas empinadas riberas cubiertas de hierba y un hotel de campo fundado en 1815 servía en la barra un plato lleno de chuletas de cordero y coles de Bruselas por un dólar sesenta centavos. Hacía calor, pero no demasiado. Había moscas, pero, hasta aquel momento, no demasiadas. El sol provocaba arrugas alrededor de los ojos y parecía ser más rico en rayos ultravioletas que cualquier otro sol que jamás hubiera visto, pero resultaba tolerable y, al fin y al cabo, estábamos en plena canícula. Pasando por entre todo aquello y contemplándolo con ojos de forastero, parecía un idilio rural, lejos de los cuidados del mundo.

Cuando regresé a la autopista de la costa, ya hubo menos cosas que admirar. Toda Australia parecía estar moviéndose por la costa en caravanas y los campings estaban abarrotados. A medida que me iba acercando a la gente, sus prejuicios afloraban a la superficie. Las moscas también habían aumentado y tenía que comerme el bistec agitando un pañuelo en la mano para evitar que oscurecieran totalmente la carne. Pero los grandes ríos verdes seguían fluyendo hacia el mar y las hermosas playas se extendían interminablemente y los bistecs seguían siendo los mejores del mundo.

La carretera al norte de Sydney se llama la Autopista del Pacífico durante mil kilómetros hasta que llega a Brisbane. Entonces se convierte en la Autopista Bruce. A ochocientos kilómetros más al norte se encuentra Rockhamplon, justo en el trópico de Capricornio. Crucé el trópico (por sexta vez en el transcurso de mi viaje) cuatro días antes de Navidad y me dirigí a Mackay. A partir de Brisbane, el árido verano del sur había ido cediendo lentamente el lugar a la lluviosa temporada tropical de Queensland. En la sequía del sur el ganado se moría de sed. En el norte, se ahogaba y era arrastrado por las inundaciones. En Australia imperan los extremos.

Después de Marlborough, la carretera se desvía hacia el interior a lo largo de doscientos cuarenta kilómetros hasta Sarina para evitar las crecidas de los ríos. La gente me había contado horribles historias acerca de aquella zona de la carretera.

—Tiene usted que vigilar —me dijeron—. Hay criminales que han escapado de Sydney.

Hacía apenas unas semanas, un matrimonio había sido asesinado misteriosamente en su automóvil en aquel solitario tramo. Me contaron varias veces la historia con gran deleite. Aquella zona tenía a veces un aire espectral, pero no tenía nada que ver con criminales y ni siquiera con fantasmas. Buena parte de la tierra estaba cubierta de bosque ligero y una buena proporción do los árboles era de acacias de la especie llamada Brigalow. En vastas zonas de la tierra, los brigalows habían muerto y los miles de retorcidos troncos grises parecían vagar por el bosque. Era un auténtico asesinato; todos habían sido cortados por un hacha envenenada para crear pastizales.

Puse gasolina en Marlborough y reanudé mi camino. Era una campiña monótona y vacía, pero en modo alguno siniestra. Al cabo de ciento treinta kilómetros, llegué al Lotus Creek.

No había nada que distinguiera demasiado al Lotus Creek de los otros pequeños ríos que había cruzado. Discurría por un lecho poco profundo, acariciado por cañas y helechos y arracimamientos de alta hierba de Guinea. Varias especies de árboles del caucho, entre ellas el Black Butt, el White y el Stringy Bark, crecían en sus riberas.

La carretera descendía suavemente al puente, construido simplemente con grandes troncos cortados en forma cuadrada de una de las especies más grandes de árboles del caucho, ya que algunos de éstos llegan a alcanzar una altura de más de noventa metros. Los troncos estaban revestidos con unas tablas alquitranadas más pequeñas. El puente no tenía pretil, pero era lo suficientemente ancho para que pudieran pasar los camiones más grandes. Casi todos los puentes más pequeños estaban construidos de esta manera.

Al otro lado del puente, a la derecha, había una posada y una gasolinera. Llené el depósito por principio y entré a tomar un café. Era un pequeño restaurante, más limpio y ordenado de lo que había esperado. Detrás de un bien surtido mostrador, había una puerta abierta que daba a la cocina. El hombre de detrás del mostrador estaba ocupado en algo. Era un corpulento individuo enfundado en una chaqueta azul muy bien planchada y unos calzones cortos a juego. Llevaba unos calcetines de lana que le llegaban a las rodillas y un sombrero de vaquero.

—¿Cuánto cuesta un café?

Siempre preguntaba. Australia era mucho más cara de lo que había imaginado y los precios variaban mucho de un sitio a otro.

—Treinta centavos —contestó el hombre sin levantar los ojos.

Se notaba un matiz en su voz, un asomo de acento centroeuropeo. Imaginé que polaco. Treinta centavos era un precio muy alto.

—¿Treinta centavos? —pregunté, simulando un leve asombro.

Entonces levantó la mirada. Tenía unos truculentos ojos azules.

—¿Treinta centavos le parece demasiado? —dijo—. En tal caso, lo pondré en cincuenta centavos. Yo soy así.

Un asomo de pánico me asaltó. Estaba ocurriendo algo raro y no podía averiguar qué era. Emití algunos ruidos apaciguadores y, al final, él accedió a cobrarme treinta centavos.

—Estoy aquí para ganar dinero y nada más —dijo—. ¿Por qué otra cosa iba alguien a venirse a vivir aquí en esta soledad? Si se queda aquí un par de días, me agradecerá que no se lo suba a un dólar.

—Bueno, eso es muy bonito —dije—, pero…

—Si tiene intención de regresar a Rockhampton, será mejor que lo haga pronto, antes de que el Lotus también empiece a subir —me dijo en un tono levemente burlón y entonces empecé a comprender el mensaje.

—¿También?

Había otras dos personas en el restaurante, un hombre y una muchacha adolescente sentados a un mesa. El hombre se había levantado y se estaba acercando.

—Cuando el Connors sube, el Lotus no le anda muy a la zaga —dijo—. ¿No es cierto, Andy?

—¿Qué es el Connors? —pregunté, aunque ahora ya lo había adivinado.

Quería simplemente que supieran que no lo sabía.

—¿No lo sabía? El Connors es el siguiente arroyo que se encuentra yendo hacia Sarina, quince kilómetros más abajo. Yo acabo de venir de allí. Está a más de dos metros por encima del puente y sigue subiendo. Y, anticipándome a su próxima pregunta, le diré que a veces la crecida dura un día, a veces una semana, nunca se sabe.

Esperé por si había alguna otra pregunta que yo hubiera previsto hacer, pero parecía que no. Se observaban en su rizado cabello rubio algunas hebras de plata y llevaba unas gafas de montura de acero. Se le veía viejo para la chica. Le pregunté amablemente qué estaba haciendo allí.

—Tengo mi centro de operaciones en Mackay —contestó—, pero ando siempre viajando por ahí. Soy el periodista de Australia mejor informado sobre los trópicos.

Pensé que aquellos dos individuos hubieran podido gobernar Australia ellos solitos. Tenían la seguridad que se necesita para este trabajo. Al cabo de un rato, sin embargo, empezaron a resultar más amables e interesantes. Simplemente me había llamado la atención aquel primer destello de agresividad. Como una versión anglosajona de la América Latina. La comparación me gustó. Además, el café, cuando me lo sirvieron, era excelente.

Me acerqué al Connors para echar un vistazo antes de disponerme a esperar una semana. La cola de automóviles y camiones tenía varios cientos de metros de largo. Hacía mucho calor, el sol brillaba por entre los cúmulos y la gente andaba por allí en camiseta y vestidos veraniegos, comiendo Platos Rápidos y arrojando los recipientes de plástico y las botellas vacías por el campo. Cuatro camioneros estaban jugando una emocionante partida de póker en mitad de la carretera. El puente no se veía en ninguna parte, pero aún resultaba visible la parte superior del indicador de «Ceda el Paso». El agua bajaba negra y turbulenta y seguía creciendo.

Regresé al establecimiento de Andy y encontré cuatro grandes camiones refrigeradores aparcados en el exterior, con los motores en marcha para que el sistema de refrigeración siguiera funcionando. Los conductores ya estaban amontonando botellas de cerveza vacías en el restaurante. Había cinco hombres, una deliciosa pelirroja y un niño. Decidí descargar el equipaje y colocarlo en el interior de la tienda antes de que empezara a llover y me dirigí con la moto al camping de tiendas y caravanas que había allí cerca.

Al regresar al restaurante, observé que los conductores se habían trasladado a unas mesas de caballete del exterior, instaladas bajo un toldo impermeable. Me apetecía reunirme con ellos y le pedí a Andy que me vendiera una cerveza. Tenía una habilidad especial para pisarle a Andy los dedos de los pies. O tal vez sus dedos fueran un desastre permanente.

—No vendo cerveza —me dijo con vehemencia—. Nunca he vendido cerveza. He pedido la autorización y nunca encontrará usted bebidas alcohólicas clandestinas en mi establecimiento.

—Bueno, yo creía que… —dije, aspirando los humos de enfado que todavía flotaban por el local y salí al exterior para ir a sentarme con los camioneros.

A los cinco minutos, Andy vino con una botella de cerveza que quería regalarme, el muy estúpido sentimental. Pero, para entonces, ya me había terminado una y me habían ofrecido otra.

Dos de los camioneros eran los que se encargaban de llevar en buena parte la conversación y ambos eran unos cómicos a su manera. Uno de ellos era un sujeto exuberante y gordinflón que contaba chistes convencionales como un cómico de club. Me lo imaginaba con una corbata de pajarita a topos y un micrófono, diciendo: «Digo, digo, digo». Éste era Clive.

El poeta entre ellos era un hombre al que todos llamaban Hurón. Era un hombre de configuración frágil con un alegre sombrerito de paño en la cabeza y una expresión que lograba ser triste y humorística a un tiempo, al estilo celta. Era el jefe reconocido de los camioneros y era célebre en toda Australia por su composición poética titulada Oda al camionero, cuyo tema se centraba en un sujeto que había muerto al volcar un camión lleno de botellas vacías en las afueras de Gladstone, probablemente tras haber vaciado unas cuantas por su cuenta.

Hurón me gustó en seguida. Era cordial y contaba las historias con mucha gracia. El verdadero humor se observaba mientras las contaba, antes incluso de llegar a la culminación ingeniosa, y pensé que eran unas historias muy divertidas y sutiles y en modo alguno sorprendentes. Viajaba con Hurón un apuesto y atlético individuo llamado «P. J.», de aspecto melancólico. Iba a Sarina a ver a su madre por Navidad. No la había visto, dijo con una leve sonrisa, desde hacía dos años y medio, cuando se estaba muriendo en un hospital.

El cuarto camionero era un alegre y menudo tasmanio a quien llamaban McCarthy. Tenía las piernas de goma y un rostro cóncavo y servía de «cabeza de turco» siempre que ello era necesario. Le gustaba este papel e incluso lo favorecía, y en su camiseta se podía ver una mano con dos dedos levantados que podía significar «Paz» o «Lárgate», según quien la mirara.

Nunca supe cómo se llamaba el quinto hombre. Era el marido de la pelirroja y ambos constituían un público bien dispuesto para los demás. Antes incluso de que la cerveza los calentara a todos con su resplandor ámbar oscuro, observé entre ellos una gran afinidad y simpatía, un sentimiento muy tangible. Eran compañeros, claro, lo cual ya constituye un vínculo muy poderoso, pero había algo más. Eran camioneros y eso en Australia equivale a ser un forajido.

Me habían contado historias de temeraria violencia y villanía protagonizadas por camioneros. Los australianos respetables consideraban a los camioneros uno de los principales peligros de la naturaleza, junto con la sequía, la peste y los «criminales evadidos». Su lema era «ningún trato con los camioneros» y encerraban a sus hijas cuando pasaban los grandes monstruos. Ahora, desde dentro, veía que poseían muchas cualidades que me habían pasado inadvertidas mientras subía por la costa y que la más sorprendente de ellas era la sensibilidad. La grosería que había empezado a aceptar como algo inevitable se hallaba ausente y, en su lugar, había una delicadeza de modales que parecía poco menos que asombrosa. Y, sin embargo, pensándolo bien, era lógico. Todos eran conductores de largas distancias, no vaqueros de breves trayectos. Cualquiera que se pase largas horas solo en la carretera tiene que tener algo más en la cabeza que toda una colección de estériles prejuicios.

El hijo de Clive efectuaba regulares visitas al camión en busca de más cerveza.

—¿Transporta cerveza? —le pregunté a Clive.

—No, llevo comestibles en general. Él lleva helados —añadió, señalando al quinto hombre—. McCarthy lleva carne de primera calidad de Victoria y Hurón va de vacío.

Hablamos y contamos historias. Me contaron detalles acerca de las carreteras del interior y lo que me dijeron me llevó al convencimiento de que debería desistir de la idea de cruzar el norte durante la temporada de lluvias. Sólo podría salir de Cairns recorriendo a la inversa el camino por el que había venido. Escuché estremecedores relatos de temeraria circulación por las carreteras del infierno para llegar a tiempo a la taberna; del orgullo de los camioneros y de las terribles caídas que se producían. Después el muchacho nos trajo una mala noticia. La cerveza se había terminado.

Los automóviles seguían cruzando el Lotus y McCarthy se dirigió sin vacilar a su enorme camión, dio la vuelta y cruzó rugiendo el puente. En algún lugar de allí había una taberna y, mientras hubiera una taberna abierta en Australia, habría cerveza aquella noche junto al Lotus. El sol se estaba poniendo y unas negras nubes estaban cubriendo el cielo. Se veían los destellos de los relámpagos hacia el nordeste. Salió el periodista con rostro preocupado y se acercó, adoptando una expresión que pretendía resultar amenazadora, pero que era simplemente un poco estúpida.

—¿Han visto ustedes a mi hija? —preguntó.

Todos miramos la silla vacía de McCarthy y sonreímos mientras se nos ocurría una divertida idea, pese a que ninguno de nosotros la creía. El periodista se sentó en la silla de McCarthy y contempló el cielo.

—Esta noche se va a llenar —dijo—. Está lloviendo en la cuenca colectora. Mañana no podremos salir de aquí.

Hablaba en tono muy autoritario, razón por la cual yo no podía estar seguro de si sabía de qué estaba hablando. Aunque, por otra parte, no me importaba realmente.

Andy encendió las luces y la bombilla que había bajo el toldo creó una agradable atmósfera de intimidad en la cálida noche tropical. Pude oír las ranas croando junto al río. El Lotus estaba empezando a crecer. Llegaron dos autocares de excursión y algunos automóviles. McCarthy fue el último en cruzar el puente con una caja de «Castlemain’s XXXX», la mejor cerveza según la opinión generalizada, y todos empezaron a beber de nuevo con gran alivio.

El local se estaba llenando ahora rápidamente y parecía un campo de refugiados. Los excursionistas dormían en los autocares y armaban mucho alboroto con sus visitas a los lavabos. Los automovilistas habían ocupado todas las habitaciones de que disponía Andy y otros habían acampado fuera, pero toda esta actividad se desarrollaba alrededor de la isla entoldada de luz amarilla en la que los camioneros se hallaban sentados, bebiendo cerveza y murmurando con una moderada energía que parecía inagotable. Horas más tarde les dejé y me fui a dormir bajo un impresionante aguacero.

Me despertó el sonido de un anticuado organillo tocando fuera de mi tienda. La melodía se ajustaba a una clave secreta, pero todas las notas estaban allí, crujiendo y rechinando herrumbrosamente. Me asomé y pude ver una especie de urraca de gran tamaño, contoneándose como un pato y emitiendo aquella alegre y extraordinaria música.

Vi a Hurón acercándose por el campo con un «Gordito» en la mano, casi sin doblar las hojas de hierba con los pies con un rostro tan sonrosado como la aurora.

—¿Qué es este pájaro tan asombroso? —le pregunté.

Con voz firme y serena me dijo que se llamaba Pájaro Carnicero y yo lo añadí inmediatamente a mi lista de criaturas principales.

—Venga a desayunar —dijo—. Estamos preparando bistecs.

El río Connors había crecido durante la noche, igualando todos los anteriores récords, a cuatro metros por encima del puente y McCarthy lo celebraba, abriendo un embalaje de veinticinco kilos de carne para bistec.

Me acerqué y vi un montón de leña ardiendo en la gran barbacoa mientras Clive cortaba la carne en bistecs de tres centímetros de grosor. No había ninguna indicación de que hubieran dormido o de que fueran a dormir. Los refugiados de los autocares habían salido tras pasar una noche encogidos en los asientos y se hallaban reunidos a considerable distancia, mirando con temor y envidia a los terribles camioneros. Me ofrecieron quince centímetros cuadrados del más delicioso bistec que jamás hubiera probado o fuera a probar alguna vez, así como una botella de cerveza para empezar bien el día.

Los camioneros se mostraban tan despectivos con los turistas como suelen mostrarse los militares con los civiles y se enorgullecían de su temible reputación, pero, como hombres, eran demasiado generosos para ignorar la desgracia que les rodeaba. En Australia, comer carne es una religión. P. J. y Hurón les invitaron a acercarse a comer, si les apetecía. Casi todos ellos retrocedieron horrorizados como si les hubieran ofrecido un vaso de cianuro, pero algunos espíritus audaces corrieron el riesgo de acercarse a tomar un bocado como chacales alrededor de un camping.

Andy salió enfurecido de su casa, pisando fuertemente el suelo con sus botas.

—Como le vea cobrar dinero por esta carne —le gritó a Hurón—, habrá jaleo. No voy a tolerar que la gente haga negocio en mi propiedad.

Estaba tan fuera de lugar que resultaba ridículo. Los camioneros se rieron y le insultaron y él regresó como una furia a su abarrotado restaurante.

—Es mejor que el tipo de la carretera —dijo P. J. filosóficamente—. En las últimas inundaciones, vendían agua a veinte centavos el vaso.

—¿Quién va a pagar esta carne? —pregunté.

—No se preocupe —contestó Clive—. En una situación así, ya dan por sentado que echaremos mano de la carga. Se conforman con que el sistema de refrigeración siga funcionando mientras estemos aquí.

»Al caer la noche, podría haber varias toneladas de helado de fresa corriendo por la carretera —añadió, señalando con el pulgar al quinto hombre—. Lleva el camión cargado hasta el tope.

Era cierto. La magnitud de aquel posible desastre me fascinaba y mi mente se unió telepáticamente durante el resto del día a todas aquellas toneladas de helada sustancia empalagosa derritiéndose poco a poco, esperando estar allí cuando los primeros goteos rosados aparecieran por debajo de las portezuelas.

Comimos bistec para almorzar y a la hora del té y después comimos bistec para cenar. Había un matrimonio con un niño pequeño que regresaba a su casa de Townsville y que parecía amable. Me pidieron que me alojara en su casa cuando pasara por allí. Llevábamos muy poco rato conversando cuando quisieron hablarme de los «abos». Hasta entonces, yo sólo había tenido un encuentro con los aborígenes en una pequeña localidad de la costa, al sur de Brisbane. Había visto a una pareja descalza en medio de las aguas poco profundas de una laguna, pescando con un sedal, pero sin caña. Eran unas figuras bajas y rechonchas, él con las perneras de los pantalones remangadas y ella enfundada en un vestido de algodón. Les había sacado una fotografía desde la orilla y él me había visto. Su reacción había sido violenta y amarga.

—Le voy a arrojar aquí dentro, maldita sea —gritó, señalando el agua.

Me parecía una triste historia y abrigué la esperanza de que aquellas personas lo comprendieran.

—No quiera tratos con ellos —me dijo la mujer con firmeza—. No se fíe de ninguno. Nunca. Le van a robar lo que puedan. Igual que los árabes, ya lo creo.

—¿Conoce Palm Island? —preguntó el hombre. Negué con la cabeza—. Es una reserva aborigen frente a la costa de aquí arriba. Bueno, ya conoce usted estas botellas grandes de vino peleón que cuestan un dólar cincuenta, ¿verdad? Lleve una allí y la podrá vender por cuarenta y cinco dólares. Se vuelven locos por la bebida.

—En realidad, no son seres humanos… son otra especie de animal —dijo la mujer—. Viven como animales, ¿no es cierto? Y es un hecho médicamente comprobado que todas las niñas de más de tres años han sido objeto de abusos sexuales.

—Si les golpea en la cabeza —dijo el hombre—, el que se lastimará será usted. Pero la verdad es que son las únicas personas que tienen dinero en Australia.

Me estaba asqueando oírles. Y el caso es que eran personas francamente simpáticas. Varias veces, mientras subía por la costa, había oído aquellas efusiones de suciedad que parecían proceder de algún profundo agravio, como pus de una herida. Me percaté de que, en el transcurso de todas las horas que habíamos permanecido juntos, ningún camionero había pronunciado ni una sola palabra que sonara a prejuicio, motivo por el cual me alegré de regresar junto a ellos en cuanto me fue posible.

Vino la hija del periodista y se quedó un rato conmigo. Gritaba mucho, pero no tenía nada que decir. El corpiño adornado con volantes de su vestido de algodón amarillo sostenía en alto su busto para que yo lo inspeccionara. Después desapareció de nuevo. Pensé que era una calamidad.

Por la tarde, el nivel del Connors empezó a bajar. Hacia el anochecer, su aspecto resultaba prometedor. Me aconsejaron que estuviera preparado para cruzarlo ya que fácilmente podía volver a subir. Coloqué el equipaje en la moto y dormí en la parte de atrás del camión vacío de Hurón. P. J. se pasó la noche en la cabina con la última botella de cerveza. Cuando se la terminó, creo que sus ojos se cerraron brevemente. Al despertar, le encontré estudiando las páginas centrales de una revista llamada Overdrive, contemplando ávidamente una gran fotografía en exquisito color de un nuevo Camión Mack.

Poco después llegó el primer automóvil de Mackay y todos nos dispusimos a marcharnos. Al final, el helado color de rosa se había salvado. Dije adiós y me alejé en dirección al Connors. Quedaban todavía algunos centímetros de agua sobre el puente, pero pude cruzar muy bien. Más adelante, el gran camión de Hurón empezó a tocar el claxon a mi espalda. Aminoré la marcha y él se desvió hábilmente hacia el borde de la carretera frente a mí.

—Nos veremos en el hotel de Sarina, Ted —me dijo.

P. J. sonrió y yo dije que muy bien. No me apetecía correr y, cuando llegué, ya se encontraban todos en el bar. Hurón estaba terminando de contar uno de sus relatos más cortos:

Un tipo estaba diciendo:

—¿A quién dices que viste allí en Sydney, Dave?

—Bueno, estuve en la misma habitación que el obispo Lennox.

—¿Quién es?

—Nada menos que el principal católico de Australia. Es tan santo que lo más probable es que tenga agua bendita en su lavabo.

—¿Qué es un lavabo, Dave?

—¿Cómo quieres que lo sepa? No soy un maldito católico.

Estábamos bebiendo junto a la barra en unos pulcros vasos, en lugar de hacerlo directamente de aquellos panzudos botellines. No estaba bien, pero el vaho de la cerveza en aquel espacio cerrado era más fuerte y Hurón y P. J. parecían gozar de aquella atmósfera como si de oxígeno puro se tratara. «Un día —pensé—, estarán apoyados así contra una barra y se disiparán y disolverán en la atmósfera». Había acabado por apreciarles mucho.

Dije que tenía que irme porque no me atrevía a beber más.

Hurón me miró fijamente con aquella triste sonrisa suya.

—Eres una persona encantadora —dijo—. Me di cuenta en seguida. La mayoría de las personas me deja indiferente. Pueden ser amables conmigo… ¿cómo te diría? Yo puedo ser también amable con ellos. Pero no significa nada.

Comprendía exactamente lo que quería decir.

—Todo irá bien —me dijo alegremente. P. J.

Pensé a menudo en ellos más tarde, pero, cuando algunas semanas después me tropecé por una casualidad entre un millón con Clive en un «pub» de Victoria, no le reconocí al principio.

—¿Sabes lo que le ocurrió a Hurón? —me dijo, sonriendo como suelen hacer los australianos cuando hay alguna mala noticia—. Volcó el camión el otro día en las afueras de Sarina.

—¿Se encuentra bien? —pregunte con inquietud.

—Oh, sí, salió bien librado. La cerveza amortiguó la caída.

Un hombre a quien había conocido en Nairobi dos años antes me había dado cuatro pulseras de pelo de elefante para que se las entregara a su hermana. El pelo procedía de la cola del elefante y se creía que proporcionaba virilidad a los hombres y fertilidad a las mujeres. La hermana vivía en una pequeña localidad de las cercanías de Cairns y esta pequeña y romántica misión confirió a mi viaje al «Queensland del Lejano Norte» un hermoso toque humano, pero, cuando llegué, la hermana hacía tiempo que había abandonado a su marido y se había ido con sus hijos a Inglaterra.

El marido fue muy amable y dijo que, de haberles traído antes las pulseras, es probable que éstas no hubieran servido de gran cosa. Me regaló dos, pero a mí tampoco me sirvieron de gran cosa.

Me enteré de que era posible subir un poco más hacia el norte, con la promesa de poder admirar un singular bosque tropical en Cabo Tribulación, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Los primeros ciento diez kilómetros eran de carretera asfaltada. Después había que cruzar el río Daintree en un transbordador y, a continuación, venía una carretera sin asfaltar. El verdadero problema lo constituía el arroyo de Cooper que atraviesa la carretera sin asfaltar. Si el arroyo bajaba crecido, «no se podía pasar». Si el nivel del agua era bajo, «no había problema». Tratamos de establecer contacto telefónico con Charlie, el encargado del transbordador, pero no hubo respuesta. Y decidí ponerme en camino de todos modos.

Encontré a Charlie apoyado contra la barandilla del embarcadero, a la espera de clientes. Era un joven de nariz respingona y cabello rubio, con barbita y una mirada insolente. Se encontraba apoyado con naturalidad, pero con expresión vigilante y tardé un momento en darme cuenta de que le faltaba una pierna.

Contempló con aire divertido la moto manchada de barro, siguiendo la rula que yo había pintado en una de las cajas.

—¿Cómo está el Cooper? —pregunté.

—Ni idea —contestó con indiferencia—. No ha pasado nadie por este lado. Supongo que bien.

Mientras me alejaba de la otra orilla, me gritó:

—Hasta luego.

Sólo vendía billetes de ida y vuelta y sabía que iba a tener que regresar por aquel camino.

Rodaba sobre rocas rojas y barro, mezclado con riachuelos, a veces muy resbaladizos, pero podía avanzar bien en tercera. Experimenté una vaga punzada de aprensión al pensar en el Cooper y en todos los ríos que ya había cruzado. El peor había sido en Bolivia, en el altiplano situado entre Potosí y La Paz. Había dos ríos allí y me caí en uno de ellos y en el otro me quedé detenido a medio cruzar. Fue muy incómodo y se desbarataron todos mis planes.

Ahora, tras cruzar algunos riachuelos menores, llegué al Cooper. Tenía unos siete metros de anchura con un lecho de guijarros y rocas y desmonté de la moto para echar un buen vistazo. Descarté la posibilidad de cruzar directamente; había por lo menos un metro de agua en su parte central. Algo más abajo, el arroyo se ensanchaba y su profundidad disminuía. Lo mejor que podía hacer era seguir un amplio camino en forma de herradura, descendiendo corriente abajo para volver a subir de nuevo por el otro lado. El último tramo iba a ser el peor, con los tubos de escape sumergidos, tratando de conseguir la potencia suficiente para poder subir a la otra orilla.

Por otra parte, no podía producirse ningún verdadero desastre porque unos excursionistas de Cairns se presentaron con un pequeño camión, dispuestos a echarme una mano en caso de que me armara un lío. Ellos cruzaron primero y yo observé las ruedas para calcular la profundidad. Y allá me lancé, consiguiendo hacerlo todo muy bien hasta el último tramo en que giré con excesiva brusquedad contra la corriente. El motor empezó a fallar y se detuvo, pero yo tenía ambas botas firmemente clavadas en el lecho del río. Los excursionistas ya se habían arrojado al río y juntos pudimos empujar la moto hasta la orilla. Vacié el agua de las botas, desenrosqué los tubos de escape para vaciarlos también y después decidí que me apetecía nadar.

En el arroyo de Noah había un claro junto al río con jardines y alta hierba y una casa cuadrada con tejado de hojalata. Unas extravagantes mariposas azules revoloteaban por entre los árboles. Al anochecer, los insectos cantaban como a través de unos amplificadores ocultos entre los arbustos. Había una lámpara de parafina que sibilaba desde la galería y, de repente, apareció en aquel círculo de luz amarilla una peligrosa y desesperada figura. Su camisa estaba desgarrada desde el cuello hasta la cintura y la manga derecha hecha jirones. Llevaba una densa barba negra de cuatro días en su sudoroso rostro y sus ojos brillaban enloquecidos. Sostenía un machete en la mano derecha.

Era el propietario que regresaba de sus ocupaciones cotidianas. Se había estado abriendo camino dolorosamente en un elevado risco situado en el límite de su propiedad, buscando las huellas de las hogueras que se habían encendido en 1896 para señalar sus límites. El bosque es un denso laberinto de elevados troncos de árbol y helechos de más de seis metros de altura, entrelazados mediante lianas y toda clase de plantas parásitas. Entre los pintorescos obstáculos con que uno se tropieza al avanzar por este bosque bajo se cuentan el «Espera-a-ver», con sus largos zarzillos provistos de espinas en forma de anzuelo a breves intervalos y en grupos de cuatro, y el Arbusto Pinchudo que tiene en la parte inferior de sus anchas hojas un revestimiento de finas agujas que se clavan en la piel y duelen durante un mes.

Aquella noche la lluvia tamborileó sobre el tejado de hojalata con más intensidad de lo que yo jamás hubiera oído.

Por la mañana me ofrecí voluntario para ir a Cabo Tribulación en busca de provisiones. Fue un largo recorrido a través del bosque en cuyo transcurso pude vislumbrar de vez en cuando el verde océano. Alguna incursión entre la maleza me permitió encontrar un fruto azul cobalto en forma de huevo y otro color púrpura con la pulpa roja y tres cuescos. El Cabo era una pequeña y tranquila comunidad con una tienda de artículos diversos muy bien surtida, regentada por un matrimonio de mediana edad y sus hijos que habían «emigrado» de Sydney.

Hablaban de allí como si se tratara de otro país y era cierto que Australia no parecía llegar hasta aquella zona. Tuve la sensación de encontrarme acurrucado en algún lugar de la punta suroricntal del continente. La familia no sólo estaba muy contenta de encontrarse allí, sino que, además, lo demostraba. Se ayudaban unos a otros y se mostraban cordiales y cariñosos. Hasta que lo vi, no me di cuenta de lo distantes y poco efusivas que se habían mostrado otras familias. El padre estaba amasando pasta para el horno del pan. Me dijo que le recordaba a un policía de la Brigada de Narcóticos de Cairns.

—¿Brigada de Narcóticos? —pregunté, sorprendido.

—Oh, sí —dijo él—. Son muy activos. Siempre hay paquetes de heroína flotando por aquí. Yo mismo he encontrado algunos.

Después les ayudé a cargar un pequeño fuera borda en el camión junto al arroyo de Noah y fui a la costa para encontrar, no heroína, sino cangrejos. Flotamos sobre las densas aguas pardas del borde de un manglar y colocamos dos trampas de alambre. A los pocos minutos, apresamos un cangrejo con unas pinzas capaces de arrancar un dedo. La carne del cangrejo de cenagal era más deliciosa que cualquier otra que hubiera saboreado desde mi infancia. Estaba claro que las costas y los ríos australianos ofrecían gran abundancia de buenos alimentos por lo que empecé a pensar que había llegado el momento de comprarme una caña y empezar a pescar.

Después estuvo lloviendo toda la noche y, a la mañana siguiente, comprendí con toda claridad que, si quería pasar una semana al otro lado del Cooper, sería mejor que me marchara en seguida.

Durante el camino de regreso, caí suavemente una vez en un charco de roja arcilla, pero en el Cooper aprendí la lección y conseguí cruzar, llenándome de agua tan sólo las botas.

Charlie se encontraba todavía apoyado contra la barandilla del embarcadero, con la pierna adelantada, tal como le había dejado. Esta vez iniciamos una conversación y yo le pregunté si había cocodrilos.

—Pues claro que sí —contestó—. Me ganaba la vida con ellos.

¿Un cazador de cocodrilos de una sola pierna? ¿Se habría tenido que retirar por culpa de un cocodrilo de más?

—De ninguna manera —dijo él—. Si volvieran a autorizarlo, volvería a lo mismo sin ninguna preocupación. Claro que hicieron bien en prohibirlo. Hay suficientes Dulces para que aumente la población ahora que están protegidos, pero no quedan suficientes Salados para que un hombre se pueda ganar la vida.

«Dulce» y «Salado», me dijo, se referían a las aguas a las que se dirigían.

—Se pueden conseguir 20 dólares por un Dulce y el doble por un Salado. Yo cacé un Salado que medía cinco metros. Me dieron 240 dólares por la piel, pero nunca volvería a cazar otro. Era demasiado grande para colocarlo en la barca. Tuvimos que arrastrarlo hasta aguas menos profundas y despellejarlo allí. La sangre atrajo a una gran cantidad de pequeños tiburones que nos causaron heridas en las piernas. Tres de nosotros solíamos cazar juntos. Los otros dos han muerto. Uno era el hermano de mi mujer. Murió de septicemia. El otro resultó que era un violador que había asesinado a un hombre. Lo averiguamos únicamente cuando asesinó a otro hombre y le mataron de un disparo.

»Ocurrió en Burketown. ¿Ha estado allí? Es mi sitio preferido. Hay una taberna y poco más. Las paredes y el suelo solían ser alcanzados por las tormentas. Cuando se inundaba, los clientes tenían que irse remando a la “caja de los truenos” situada al fondo del patio.

»El propietario era un yanqui. Estaba un poco chiflado. Tenía períodos de cordura, pero después adoptaba un comportamiento violento tipo Lejano Oeste. Solía propinar puñetazos a sus clientes desde el otro lado de la barra y bajaba por la escalera disparando tiros. Al final, lo encerraron. Después la taberna se la llevó un vendaval.

Le pregunté cómo había perdido la pierna.

—Cáncer —dijo—. Pero antes me la había machacado mucho —añadió lacónicamente—. Cazar cocodrilos no es tan peligroso como parece. El disparo es lo más importante. Tienes un blanco de quince centímetros, a muy corta distancia. Si conoces tu oficio, ni siquiera tienes que nadar para ir en busca del animal. Tampoco te haces rico. Te dan un salario y la mitad. Pero haces lo que más te gusta.

Tres semanas más tarde, llegué a Melbourne por la calle Dandenong, giré a la izquierda en St. Kilda y después de nuevo a la izquierda para enfilar la calle Robertson y detenerme frente al número 1. La Dandenong es una ancha y bulliciosa calle, la siguiente era como la calle principal de un barrio y la Robertson era una tranquila calle de casas construidas sobre terreno elevado, motivo por el cual tuve la sensación de arribar a puerto.

La casa la tenían alquilada Graham y Cheryl, un matrimonio australiano al que había conocido en Londres, el cual la compartía con Dave y Laurel y un perrito de incierto temperamento. Me instalé en la sala de meditación.

Todos estaban próximos a los treinta años y eran muy modestos en cuanto a lo que le exigían a la vida. En primer lugar, apenas comían carne y bebían muy pocas bebidas alcohólicas. Todos estaban delgados y no trataban de ocultar sus inquietudes bajo una montaña de músculos, tal como solían hacer los australianos.

Las chicas vestían a veces faldas campesinas que les llegaban hasta los tobillos y blusas sin sujetador. Graham y Cheryl habían viajado por Oriente y la sala de meditación tenía un mandala y un Buda y estaba perfumada con pebetes. La utilizaban de veras para meditar. Su gran ambición era comprar unas tierras de labranza y ya habían ahorrado lo suficiente para empezar a examinar algunas buenas ofertas. Solíamos sentarnos alrededor de la mesa de la cocina con tazas del té, mientras se nos hacía la boca agua pensando en las hectáreas de tierra que se anunciaban aquella semana. Su situación se me antojaba emocionante y envidiable y, gracias a ellos, pude ver Australia bajo una nueva luz más esperanzadora.

Fui a trabajar todas las mañanas durante dos semanas. Tomaba el tranvía de St. Kilda hasta la Flinders Road donde tomaba el tranvía de Coburg hasta la calle Sydney. Me encantaba Melbourne y me encantaban sus verdes tranvías de un solo piso. Por regla general, evitaba las horas punta dado que era dueño de mi tiempo y me sentaba tranquilamente en el tranvía, bajando por el centro de la ancha avenida que pasa por delante del parque y de la gran escuela de chicos y de la galería de arte y que cruza el puente del ferrocarril para dirigirse a la calle Flinders.

La estación de la calle Flinders estaba construida de acuerdo con la imagen prebélica de una estación de Londres, incluso con los espacios enmarcados para anuncios y el vendedor de periódicos, voceando los títulos de los de la tarde en la esquina. A su alrededor bullía el tráfico y el comercio, con multitudes de oficinistas, compradores y viajeros de fuera de la ciudad, abriéndose paso por entre las vías de tranvías que se entrecruzaban bajo las impresionantes fachadas victorianas de cámaras de comercio y oficinas. Era el Londres de una época anterior menos cohibida en la que los negocios dejaban sentir todavía su presencia en la calle y aún no se habían retirado tras las puertas de cristal y el anónimo hormigón de los modernos edificios comerciales europeos.

Lo próspero y lo miserable se rozaban los hombros en las aceras. Se notaba que era posible ganar y perder fortunas y que la búsqueda de beneficios se llevaba a cabo sin el menor recato. Había una rica mezcla de vida ciudadana en la calle y yo me demoraba entre uno y otro tranvía para absorberla. Se respiraba ajetreo, pero nunca frenesí; se trataba más bien de una exuberancia y de una cierta crueldad que conferían a aquella atmósfera un ligero sabor de período dickensiano. La escala de las casas y de las calles permitía todavía que los seres humanos se movieran en un espacio hecho a su medida. Y en todo momento era consciente de la vasta y lánguida extensión de Australia más allá de la ciudad, evocadora tal vez del imperio que en otros tiempos había más allá de la ciudad de Londres.

El tranvía de Coburg subía por la calle Elizabeth y después abandonaba el corazón rectangular de Melbourne para atravesar un parque, bordeando la universidad y enfilando finalmente la estrecha y ruidosa calle Sydney, una larga cinta de pequeños negocios que serpeaba interminablemente en dirección a la cárcel. Una vez fui a ver la cárcel y contemplé con morbosa fascinación sus altos muros y su anticuado aire de Alcatraz. Parecía en cierto modo importante para la vida australiana en la que se advierte un matiz de interés por la delincuencia mucho más acusado que en la vida inglesa. Oía hablar a menudo de los delincuentes. Se les mencionaba como un hecho natural y no ya en tono de consternación o de indignación moral. Estaban ahí. Si te pillaban, estabas perdido. Si les pillaban a ellos, eran ellos los que estaban perdidos.

En las mañanas de los días laborables, yo me apeaba, sin embargo, en la segunda parada de la calle Sydney o, a ser posible, a la altura del semáforo anterior. Allí es donde Frank Musset tiene su comercio de motos. A un lado de la calle está la tienda en la que él preside sus existencias con su doliente y pálido rostro y su mono de color marrón, a menos que pueda escapar a su pequeño taller oculto en la parte de atrás. Al otro lado está el taller de reparaciones en el que mi «Triumph» se encontraba colocada sobre un soporte, despojada de todo. La revisé lentamente a mi aire. El cilindro estaba siendo rectificado. Algunos pistones de tamaño más grande iban a ser enviados desde Inglaterra. Había que acoplar unas nuevas válvulas de escape a la cabeza del cilindro. Estaba mejorando, además, el sistema de sujeción de las cajas del depósito, modificando la rueda posterior, reparando los cierres del aceite en las horquillas y haciendo otras muchas pequeñas cosas que se me habían ocurrido.

Me lo estaba pasando maravillosamente bien en aquel taller. Tal vez no fuera de extrañar que, después de andar moviéndome constantemente, me apeteciera pasar quince días dedicado a una rutina constante e invariable, pero había algo más.

Quizá no fuera un taller bonito, pero era espacioso y fresco y tenía casi todo lo que me hacía falta. Sin embargo, lo que le confería un carácter tan acusado que ya nunca más me sería posible olvidarlo era un transistor sintonizado con una emisora comercial llamada TRES-X-Y. En dos semanas, me convertí en un aficionado sin remedio a aquella emisora de radio, cosa que jamás me había ocurrido antes. El programa difícilmente hubiera podido ser más rudimentario. Constaba de las mismas diez canciones emitidas una y otra vez y entremezcladas con anuncios. Tres años más tarde, he olvidado por completo los anuncios, pero las canciones las recuerdo con toda claridad.

Un tenor gritaba: «Quién es esta señora completamente sola» y terminaba con una nota falsa. Bob Dylan cantaba acerca de su esposa en una guerra portuguesa. David Essex decía: «Abrázame fuerte, no me dejes». The Queen cantaba: «Mamá, he matado a un hombre…». Rod Stewart hacía una cosa surrealista acerca de la calle Mayor. Había una canción horriblemente empalagosa sobre alguien que deseaba ser músico y hacer llorar a las chicas, y cuatro o cinco más.

La compañía era agradable, tenía a un buen mecánico trabajando allí cerca, el cual ponía de manifiesto un tenaz entusiasmo y me ayudaba en las dificultades. Pero lo que me atraía eran las canciones. Eran como una droga. La radio nunca se apagaba y yo era como una vaca a la que se tranquiliza a la hora del ordeño. Una vez entraba en aquel cobertizo por la mañana, mi día era completo; terminaba antes de haber empezado porque sabía que nada podía romper aquel estado de ánimo o cambiarlo, y yo no tenía «preocupaciones», tal como suelen decir ellos. Me imaginaba que ello se debía simplemente a que había pasado demasiado tiempo solo, pensando. Durante dos semanas, tuve el cerebro anestesiado y me recreé en ello.

Al mediodía, salía a la cegadora luz del sol y me dirigía al «pub» para almorzar en la barra. Aprendí a manejar con gran cautela la cerveza del almuerzo en Australia. Se sacaba poquito a poco de un barril y se servía en unos exquisitos vasos de engañosa apariencia a una temperatura que entumecía la garganta y retardaba el efecto.

Pasadas las cuatro de la tarde, introducía las manos en el barreño de agua jabonosa y me preparaba para dejar el gran cañón de la grasa y volver a casa. The Queen me seguía hasta la calle con un último y conmovedor lamento desde el transistor: «… acerqué la pistola a su cabeza, apreté el gatillo y ahora ha muerto, mamá, ahora me voy… tomé mi vida y la malgasté…».

De nuevo en el tranvía, sol caliente, tapicería caliente, observando a las muchachas en la calle, soñando, continuando mentalmente la canción desde donde la radio la había dejado. Una mujer de aire muy estirado se sienta frente a mí. Al cruzar las piernas, mi pie roza accidentalmente su pierna, justo por debajo de la rodilla. Me sorprende ver una enorme y polvorienta huella de pie en su media, como si un hombre hubiera subido por su falda. Murmuro unas palabras de disculpa, pero ella se yergue con desdeñosa dignidad, fingiendo no haberse dado cuenta. No puede verlo y, como es natural, ahora no voy a decírselo.

«La muy estúpida —pensé—. Ahora se va a pasear así todo el día. Muy típico». Todo en Australia parecía típico. Déjà vu. Como un sueño. No podía entenderlo. No se parecía en modo alguno a la Sudáfrica blanca, ni a Rhodesia. No se parecía en nada a los Estados Unidos. Me di por vencido y me acomodé en el sueño.

A menudo en St. Kilda, cuando regresaba a casa, me iba a la sección autorizada de la parte de atrás de una pequeña taberna y compraba dos litros de vino blanco de Angove, el más barato de los mejores, a precio de saldo. Era una mala influencia en el número uno de la calle Robertson. Llevaba a la casa bebidas alcohólicas y carne en cantidades sin precedentes. No podía evitarlo. Me encontraba bajo los efectos de un hechizo y, en la misma casa, la magia era muy intensa.

Hasta tiempos muy recientes, todos los edificios australianos se habían construido, en la medida de lo posible, a imagen de los británicos. El número uno de la calle Robertson era el epítome de aquella tendencia, exactamente igual que cualquier casita semiadosada de los suburbios de Londres, exceptuando el hecho de que, en lugar de dos plantas, tenía sólo una. El tejado tenía la misma inclinación y forma, las proporciones resultaban familiares, los revestimientos de madera y las verjas eran del mismo estilo y estaban pintados con las mismas capas de la misma densa pintura de los mismos colores. El mismo linóleo cubría las mismas tablas de madera y, en la cocina, las puertas de las alacenas empotradas se cerraban con la misma clase de piezas metálicas con pintura incrustada.

Un bajo muro de ladrillo separaba la acera del pequeño jardín frontal en el que varios arbustos luchaban entre sí, aunque algunos de ellos fueran un tanto llamativos para la sensibilidad inglesa. En la parte de atrás se encontraba el porche de la cocina y un cobertizo para el retrete.

Por lo menos, eso es lo que vi en 1976 y, por lo menos una vez al día, solía contemplarlo todo y preguntarme si, en algún momento de mi travesía por el océano Pacífico, no habría pasado sin darme cuenta a través de un espejo.

Como es natural, ya había imaginado que Australia estaría influida por las formas inglesas. Sin embargo, lo que le confería el poder de un hechizo era la sensación de época. Aquello eran los suburbios de Londres de los años treinta, no de los setenta. Aquella misma casa en New Eltham, por ejemplo, hubiera sido modificada de cabo a rabo con alfombras de pared a pared, colores de decorador, muebles de cocina de formica, cuartos de baño modernizados y todos los aditamentos del señor y la señora 1970. En la calle Robertson tuve la profunda sensación de haber regresado al New Eltham de los años treinta y, puesto que yo había transcurrido precisamente los primeros cinco años de mi vida en una casa de New Eltham exactamente igual, el efecto que ello ejercía en mí era de carácter hipnótico.

Y, para que cualquier resistencia resultara imposible, estaba el sol. En contra de toda lógica, recuerdo mi infancia como si ésta hubiera transcurrido exclusivamente bajo los cálidos rayos del sol. En los años treinta, no había inviernos. Con independencia de lo que digan los archivos meteorológicos, el sol brillaba en New Eltham constantemente y, aunque tal vez no fuera un período de lo más feliz, a este respecto era una Edad de Oro. Imagínense, pues, mi asombro, al cabo de varias décadas de desilusión, al encontrarme de nuevo en el mundo imaginado de mi infancia, bañado por el mismo sol eterno, pero con la importante y tentadora diferencia de que esta vez era yo el que mandaba.

Tal como hacía mi padre en los años treinta, yo salía de la casa todas las mañanas a través de la misma puerta, giraba a la izquierda, calle abajo y me iba a trabajar. Sólo que allí donde él tomaba el de las 8.15 para dirigirse al Puente de Londres, yo tomaba en St. Kilda el tranvía que iba a la calle Flinders.

Experimentaba un gran deseo de transcurrir todo el resto de mi vida allí, perdido en aquella fantasía convertida en realidad.

Me fui hundiendo cada vez más en el lujo de una ilusión que era como un bálsamo para antiguas heridas. Todos los dolores del crecimiento y de la adquisición de identidad que perduraban en mí como reumáticas punzadas de antiguas heridas parecieron suavizarse en aquella cálida nostalgia. Al diablo todas las angustias de la conciencia occidental, las búsquedas de conocimiento, los desgarradores esfuerzos por arrancar los prejuicios indignos. Al diablo el holocausto nuclear y el futuro cataclismo ecológico y la solidaridad con las víctimas de la opresión totalitaria.

Me encontraba en Australia, el País Afortunado, y su lema no oficial era el de «Fuera las preocupaciones». Una considerable parte infantil de mi persona se aferraba a esta ocasión llovida del cielo de borrar las cintas de grabación y empezar de nuevo. Lamentaba amargamente cualquier cosa que me recordara que no estaba allí para quedarme y que tenía que forjar planes.

Había en Melbourne el suficiente número de personas sensibles e inteligentes para que la perspectiva de quedarme pudiera resultar aceptable para mi propio yo consciente de individuo adulto. Teníamos unas agradables veladas y unos almuerzos de fin de semana en cuyo transcurso yo alababa hipócritamente los problemas de conciencia, aunque no estuviera obligado a adoptar una postura avanzada a propósito de nada. En la sociedad australiana era perfectamente respetable decir: Abajo los aborígenes, Viva el uranio. Fuera los negros, Viva la cerveza, etcétera. El ingenio era apreciado, pero la máxima vulgaridad surtía el mismo efecto y se catalogaba como «Okker», lo cual constituye la revolucionaria respuesta australiana a la tiranía de los intelectuales. Dado que los australianos eran iguales por definición, uno puede demostrar su aseveración citando a Virgilio o bien meándose en la alfombra. La principal diferencia estriba en la factura de la lavandería.

El enigma que me había preocupado en Sydney estaba empezando a resolverse. Si los australianos toleraban pasar en todo el mundo por una nación de patanes empapados de cerveza y amazonas histéricas, ello debía proceder sin duda de una falta de imaginación. Al igual que casi todas las personas de cualquier lugar, se limitaban simplemente a ir tirando, pero no había ningún sueño o mitología colectiva que les dijera lo que tenían que hacer. A este respecto, se encontraban muy por detrás de los aborígenes a los que habían diezmado y despreciaban.

Y, sin embargo, había muchos signos que indicaban que tal vez no estuviera muy lejos el día en que los australianos se mostraran de acuerdo en buscar una mejor razón para vivir que el simple hecho de comerse una libra de carne diaria. Cuando llegara este día, yo pensaba que aquél iba a ser uno de los mejores lugares del mundo en los que vivir.

Los rostros de los ancianos me decían que en otros tiempos había habido algo que se había perdido y que podía volver a encontrarse.

En una cálida y tranquila acera de Adelaida, vi a un anciano caballero reseco por el sol y enfundado en unas holgadas prendas color tabaco, tan acostumbrado a la claridad que había adquirido el color de su propia sombra, encorvado, arrugado y elástico como un árbol del desierto y, frente a él, un chiquillo muy orgulloso de sus pantalones de hombre mayor, mientras la vieja voz llena de sensación de pérdida y anhelo decía:

—Buenos días, amigo.

El saludo iba dirigido al chiquillo (que no pareció oírlo), pero daba la impresión de abarcar todo el universo y me partió el corazón.

Hay un estúpido sueño sentimental que perdura en Australia, el sueño de seguridad y de almuerzos dominicales de un barrigudo padre de familia que procede, sin embargo, de algo mucho más antiguo, triste y poderoso. A veces, los ancianos parecen saber qué era.

Tomé la carretera de la costa desde Melbourne, pasando por Geelong para dirigirme a Adelaida. En determinado momento, me desvié tierra adentro hacia Hamilton y pasé unos días en una explotación de cría de ovejas, visitando a los padres de un australiano a quien había conocido en el Ecuador. Hice un poco de trabajo y me compré una caña de pescar y, en el río Glenelg, conseguí mis primeros peces: unas bermejuelas y una trucha asalmonada que me llenaron de orgullo.

El capataz me acompañó al cobertizo de trasquilar y me mostró cómo se sacrificaba una oveja, impresionándome con su rapidez y precisión. Todos aquellos cientos de hectáreas eran mantenidos por cuatro personas, el padre, la madre, el hijo y el capataz, pero, en los momentos cruciales, acudían a ayudarles unos equipos de hombres que se encargaban de trasquilar, sumergir y bañar y de una horrible operación llamada «mulesing» que consistía en arrancar la piel de debajo de las colas de los corderos.

En el cobertizo, en el que todos los centímetros de madera aparecían pulidos por el contacto de las manos y las ovejas, era fácil imaginar toda aquella frenética actividad en medio de un río de lana; sin embargo, durante buena parte del año, las grandes extensiones de pastos y sus grandes y frondosos árboles del caucho dormitaban pacíficamente y los únicos ruidos que podían escucharse eran los de los loros, peleándose entre sí en los árboles.

Hacia el oeste, el clima era más seco. En el estado de Victoria, cuatro litros y medio de lluvia por año, en el de Australia Meridional, dos o menos. Las ovejas cedían el lugar a los cereales. Y los grandes árboles del caucho a otros de inferior tamaño. Alrededor de Adelaida, el terreno más elevado y una costa occidental recibían más humedad y había un poco de verdor que resultaba perfecto para las viñas de los valles de Maclaren y de Barossa. Pero, más allá de Adelaida, la aridez lo dominaba todo, secando las ventanas de mi nariz, llenándome la cadena de arena y quemándolo todo hasta dejarlo del color del tabaco.

La costa era espectacular, estaba desierta y resultaba incesantemente atrayente. Pasado Port Augusta, me detuve en Lucky Bay para pescar merluzas y en Port Neill para pescar «Tommy Ruffs», cogí berberechos en una caleta de la Coffin Bay y me encontré con los pelícanos en la Venus Bay. Más adelante, la tierra se secaba, los asentamientos humanos disminuían y, cuando llegué a Ceduna, pude adivinar lo que eran los miles de kilómetros de eriales sin agua que se abrían ante mí: la Llanura de Nullarbor que dividía el Oeste del Este.

La Llanura de Nullarbor era una leyenda imperecedera. La gente llevaba meses tratando de asustarme a este respecto.

—¡Cuidado con el polvo de toro, amigo!

—¿El qué?

—El polvo de toro. Es un polvillo fino que llena los baches. No se pueden ver hasta que caes en ellos.

—Y los «guros». Vienen saltando por la carretera en manadas. No conviene darle un golpe a un canguro, amigo. Ellos son mucho más grandes que nosotros.

Pensé en el joven agresivo vendedor que me había invitado a almorzar en Adelaida, en uno de aquellos grandes clubs herméticamente cerrados a los que suelen acudir los hombres de negocios de allí. Junto a las paredes se alineaban las máquinas automáticas de zumos de fruta y los hombres permanecían de pie de espaldas al local, accionando dos máquinas a la vez para ahorrar tiempo. Mi anfitrión iba enfundado en un elegante traje con varios metros de tejido sobrante en los puños y las solapas y, a pesar del aire acondicionado, brillaba con el sudor de la buena vida. Escuchó mis planes y afirmó con siniestra fatalidad:

—Podría usted perecer en Australia.

A los australianos de la ciudad les encanta estremecerse ante la despiadada hostilidad de su continente. Me pregunté si ello sería una especie de disculpa por traicionar el ideal nacional, una excusa para no salir a cavar la tierra.

A decir verdad, es posible que la Llanura de Nullarbor fuera peligrosa en otros tiempos, pero ahora la carretera se halla cerrada y asfaltada desde Melbourne hasta Perth. Tuve el privilegio de rodar por los últimos trescientos kilómetros de camino sin asfaltar que quedaban antes de que se abriera el nuevo tramo, y debo decir que no fueron más horribles de lo habitual.

Sin embargo, las tierras de Nullarbor son en sí mismas muy bellas y misteriosas. Un enérgico y anciano caballero apellidado Burney me mostró uno de sus secretos. Vivía hacia la mitad del tramo todavía sin asfaltar en una destartalada casita, con una mujer, una bomba de gasolina algunos emús, un oso australiano y otros animales más conocidos. Dijo que era propietario de quinientas hectáreas cuadradas de tierras en Australia Meridional, pero que no le servían de nada porque la única agua potable de toda la propiedad se encontraba en una gruta situada a más de un kilómetro y medio de su casa.

Pero era la gruta lo que yo quería ver y él no solía permitir la entrada a los visitantes… «desde que vinieron aquellos tres tipos con armas. Se sentaron allí abajo y empezaron a disparar con sus rifles contra el lecho. Borrachos perdidos o qué sé yo».

Las tierras de Nullarbor son extremadamente llanas, razón por la cual se accede a la gruta bajando por un cráter. Milagrosamente, en el fondo del cráter, entre rocas y piedras, Burney tenía un huerto, el único lugar en el que los árboles frutales podían sobrevivir al calor. La gruta consiste en toda una serie de grandes cuevas y unas importantes experiencias realizadas indican que toda la llanura debe ser en buena parte hueca. Es más, existe una teoría —o una fantasía— según la cual el océano penetra por medio de pasos subterráneos hasta el interior de Australia. En cualquier caso, la oquedad resultaba allí muy significativa porque se nota que la tierra reverbera cuando uno la pisa, porque los emús se llaman unos a otros inflando las bolsas que tienen bajo las ancas y emitiendo un ruido semejante al eco subterráneo de un tambor de acero y porque la oquedad es una señal de gran antigüedad. De ahí que, por la noche, medio dormido en el suelo, oyendo el redoble de los emús y el rumor de unas distantes esquilas de cabras sin saber lo que eran, creyera estar escuchando los sonidos de alguna gran fiesta tribal atravesando el llano.

Aunque no fue una dura prueba, la Llanura de Nullarbor constituyó la gota que colma el vaso. Brincar por ella fue demasiado para los rayos de la rueda posterior después de todo lo que habían tenido que soportar en dos años y medio. Me habían avisado. En Melbourne y de nuevo en Adelaida había sustituido los rayos rotos y, en cada una de aquellas ocasiones, me había detenido un día para revisarlos.

En Eucla, donde terminaba la carretera sin asfaltar y empezaba la autopista, todavía estaban en buenas condiciones. El suave piso alquitranado me animó a aumentar la velocidad. Al cabo de ochocientos kilómetros, poco antes de llegar a Norseman noté una creciente vibración a través del mecanismo de dirección. Me detuve justo a tiempo. Sólo quedaban cuatro de los veinte rayos de un lado de la rueda y la llanta estaba terriblemente deformada. Unos segundos más y todo se hubiera venido abajo. Me estremecí al pensar en el desastre que se hubiera producido.

Aun así, me pasé una de las horas más desagradables de mi viaje, reconstruyendo la rueda en un anochecer plagado de escuadrones de perversos mosquitos.

A la noche siguiente, cuando ya estaba cerca de Perth, vi cómo todo el cielo occidental se iluminaba como lava fundida mientras unos blancos relámpagos y una oscura lluvia trazaban en él unos fantásticos dibujos. Llegué a la Borrascosa Ciudad de Australia el primer día de las lluvias invernales y, cuatro días más tarde, cuando embarqué rumbo a Singapur, aún seguía lloviendo y tronando como si nunca fuera a acabar.

La ruta más natural para abandonar Australia hubiera sido desde Darwin, cruzando en un breve salto el mar de Timor para subir después por las islas de Indonesia hasta Bali. Mis esperanzas se hicieron añicos en Melboune.

Timor se encontraba en guerra. Darwin estaba todavía en ruinas a causa del ciclón que la había destruido en 1977. No había ningún barco que zarpara de Darwin. Excluí la posibilidad de llegar hasta tan lejos en la esperanza de que hubiera algo.

Incluso desde Perth, la única salida posible era un barco de cruceros que se dirigía a Singapur. Era tremendamente caro y había muchas reservas. Hubiera sido más barato enviar la moto por barco y tomar yo el avión, pero no quería que la moto viajara sola. Por otra parte, la necesidad de reservar pasaje me impedía aplazar la decisión.

Solté palabrotas y me puse furioso. Indonesia me atraía desde hacía mucho tiempo. La idea de pagar tanto dinero para pasar de largo me indignaba. Todo aquello era un disparate. No podía librarme de la sensación de que algo había fallado estrepitosamente, pero, al final, tuve que aceptarlo y pagué mis cuatrocientos dólares estadunidenses. La fecha de salida era el 15 de abril.

Había recorrido buena parte de Australia con mi sueño de California todavía intacto, pensando en Carol y en el rancho, imaginando la vida que iba a empezar cuando terminara el viaje. Al embarcar con destino a Singapur, advertí que el sueño se esfumaba. El tiempo iba pasando. La distancia aumentaba. La presión de las experiencias cotidianas se iba acumulando implacablemente y descubrí que mi concentración en los acontecimientos pasados y futuros me impedía vivir el presente.

Empecé a considerar mi compromiso con California como un obstáculo para el Viaje y comprendí que tendría que librarme de él, tal como había tenido que librarme de mis anteriores compromisos con Europa. El Viaje me estaba imponiendo de nuevo sus voraces exigencias. Tuve la impresión de haber entrado en una especie de sacerdocio.

Estas ideas eran tanto más intensas cuanto más deprimido me sentía y la travesía a Singapur no fue muy beneficiosa a este respecto. Fue un desastre. El barco se llamaba Kota Bali, pero no iba a Bali y la otra mitad del nombre me recordaba el de unas compresas higiénicas. Me encontré en un barco lleno de primitivos australianos, estimulados por un irritable y enojadizo capitán galés y atendidos por una hipócrita tripulación china. Las mujeres se cambiaban de vestido cuatro veces al día y los hombres se gastaban el dinero de las vacaciones en las máquinas de zumos de fruta y en la barra del bar. De no haber sido por los vahos de la cerveza que se condensaban en el aire y que les prestaban cierta ayuda todos ellos se hubieran desplomado al suelo. Disfrutaba de mejor compañía en la cubierta inferior en la que se hallaban encerrados varios centenares de corderos con destino a los mataderos musulmanes.

Para que mi decepción fuera más dramática, conseguí atrapar un virus y llegué a Singapur con fiebre y sudor frío. Conseguí pasar por los trámites del muelle y de la compañía naviera, sintiéndome cada vez peor, por lo que tal vez no sea de extrañar que Singapur me produjera una mala impresión. Se me antojó una abarrotada metrópoli enteramente entregada a los negocios y el dinero y sin el menor asomo de corazón.

Las calles estaban llenas noche y día de un torrente de tráfico y solamente los hoteles más caros podían instalar a sus clientes al amparo del ruido. En la calle Bencoolen en la que yo me alojaba, las aceras eran utilizadas por todos los carpinteros, mecánicos y artesanos varios que se derramaban al exterior desde sus pequeñas tiendas. Los ríos estaban repletos de porquería y los enormes desagües que desembocaban en ellos desde cada lado de la calle estaban llenos de ratas.

Y, sin embargo, en mi febril estado, toda aquella asombrosa variedad y todos aquellos detalles me resultaban muy emocionantes después de la aridez de la vida australiana y sabía que, cuando me repusiera de mi sobresalto cultural, lodo aquello me iba a gustar.

Entretanto, en mi delirio, llegué a la conclusión de que llevaba demasiadas cosas en la moto y decidí enviar un paquete a casa. Entre las cosas que pensaba que no iba a necesitar, se encontraba un estator de recambio para el alternador, una pieza muy pesada. Hice el paquete, lo envolví, lo até y lo sellé como mandaba la ley y lo envié a Inglaterra antes de disponerme a subir por la península Malaca.

Fue en Ringit, en las tierras altas de Cameron, donde le escribí a Carol para decirle que el Viaje se estaba adueñando de mí y no podría mantener todas mis promesas.

Quince kilómetros más allá, la moto se paró. Tardé muy poco en descubrir que los cables del estator se habían quemado. Solté una carcajada histérica, aunque distaba mucho de considerarlo divertido. Parecía un castigo demasiado rápido para ser una broma.

El mapa me decía que me encontraba tan sólo a doscientos ochenta y cinco kilómetros de Penang donde tenía previsto quedarme algún tiempo. Los primeros cuarenta y cinco kilómetros eran un descenso ininterrumpido a la carretera principal de Kuala Lumpur. Se podían recorrer, en caso necesario, sin el motor en marcha. Suponía que, cargando la batería durante una noche, conseguiría llegar a Penang y, puesto que había tenido la suerte de haberme detenido justo a la entrada de una aldea, encontré un pequeño taller de reparaciones con un cargador de baterías.

La noche no fue una pérdida de tiempo. La pasé mezclándome con la multitud que estaba asistiendo a un entierro chino, atraído por el rumor de los tambores y los gongs. Vi un ataúd, construido en preciosas maderas macizas portado en alto hasta el interior de una habitación de tal manera que parecía surcar el aire como la proa de una embarcación. Debajo, unas plañideras profesionales cantaban e interpretaban una extraña música con unos instrumentos todavía más extraños. Las delegaciones filiales efectuaban reverencias rituales. Algunos hombres se tocaban con unos sombreros de arpillera atados con cuerdas de paja. Otros llevaban unas cintas blancas en la cabeza y unas franjas rojas cosidas en las mangas y sostenían unas ramas de bambú adornadas con serpentinas.

El ruido en la galería de la casa era incesante y pude averiguar que se fomentaba deliberadamente para que el muerto supiera que tenía buena compañía. La gente comía y bebía, jugaba a las cartas y al mahjong, gritaba y reía y golpeaba alegremente los tambores colocados allí con esta finalidad. Yo también toqué un poco para ayudarles ya que estaba previsto que la ceremonia durara cuatro días y noches seguidas.

Mi plan para llegar a Penang dio resultado. La compañía Lucas, que tiene sucursales en todo el mundo, se encargó de solicitar el envío de un estator desde Inglaterra por avión y, a pesar de que todavía me ardían los oídos y me sentía un poco vacilante por dentro, decidí sacar de lo perdido lo que pudiera…

Lo que ya había visto de Malasia me atraía. Me gustaban las graciosas casas de madera que se levantaban apartadas de la carretera en medio de unos claros llenos de hierba, con persianas, marcos de ventana, galerías y aleros profusamente adornados. Las escaleras que se ensanchaban en sus peldaños inferiores parecían acoger a los visitantes con un abrazo. Siempre había altos y verdes árboles que proporcionaban sombra.

La variedad de frutas rivalizaba con la de Brasil. Muchas las conocía y muchas no. Tanto el mangostán como el durián me pillaron por sorpresa. El durián, con su picante aroma, constituyó para mí un reto especial. Es altamente apreciado en Malasia, pero también ha sido comparado con «las natillas francesas pasadas por un sumidero». Había frutas para todos los gustos.

En las calles, los tenderetes vendían toda clase de alimentos. Había piñas esculpidas en unas maravillosas formas espirales, tajadas de mango, jengibre, papayas sobre tiras de bambú, relucientes rodillos para extraer el jugo de la caña de azúcar y cocinas portátiles chinas con sólidos y versátiles hornillos de carbón de leña en los que unos brujos de la cocina conjuraban cantidades ilimitadas de platos de arroz, fideos y sopa que fluían como un torrente hasta los compradores arriba y abajo de la calle.

Era una civilización manual, todo con la garantía de haber sido tocado con las manos, pero altamente sofisticada y un poderoso antídoto contra la higiene occidental.

Penang es un lugar políglota aunque sus componentes principales son el malayo, el chino y el indio. En la ciudad, casi todos los malayos que vi pedaleaban el «trickshaw» y eran ellos quienes solían verme primero y me gritaban: «Oye, Johnny, ¿quieres un manotazo?», refiriéndose a la heroína y no ya a un castigo. Los indios pedaleaban también a menudo, pero en unas viejas bicicletas con unos grandes contenedores de cristal detrás del sillín en los que llevaban pan y bollos. A veces pasaban en escuadrón, tocando el timbre o haciendo sonar unas piezas de metal.

Sin embargo, a pesar de todo eso, no cabe duda de que la vida en Penang es china, tal vez incluso más tradicionalmente china que en la propia China.

Yo estaba bien situado para estudiarla. Desde mi habitación del segundo piso del «Choong Thean Hotel», en el Rope Walk podía ver un establecimiento en el que cinco generaciones de la misma familia llevaban dedicadas a la organización de los entierros y los festejos chinos. Casi cada noche, en motos o bicicletas, se iban a alguna zona de la ciudad para montar sus escenarios y biombos, tocar sus instrumentos, escenificar sus espectáculos de devoración de espadas y fuego, cantar y gemir enfundados en sus túnicas negras. De día, se dedicaban a fabricar o alquilar todas las chucherías que vendían.

Al lado del hotel había una tienda en la que se construían unas resplandecientes mansiones palaciegas rebosantes de buena vida, construidas con papel y astillas de bambú. Tenían terrazas, balcones, adornados porches dorados y escarlata, televisión en el salón, un automóvil en el garaje y cualquier otra cosa que el difunto pudiera necesitar para ocupar un adecuado lugar en el más allá, todo destinado a ser consumido por las llamas de tal manera que pudiera acompañar a su espíritu a través de las aguas.

En otras tiendas se fabricaban varas de incienso, algunas de ellas de un metro o más de longitud y tan gruesas como el muslo de un hombre, entrelazadas con dragones. Al otro extremo de aquella corta calle, había un local en el que, en determinadas noches, se enseñaba Kung Fu o se ensayaba la «Danza del León».

Las tiendas por su parte resultaban impenetrables a la vista porque estaban repletas de objetos diversos, abarrotadas de gente y muebles y misteriosamente iluminadas con relicarios y velas. Por la noche, sacaban unas camas a la acera, frente a la tienda y los que no cabían dentro, dormían fuera. A la hora de comer, se despejaba el mostrador o una mesa de trabajo, se colocaba un mantel y la tienda se convertía en un restaurante. Las generaciones vivían, comían, trabajaban y dormían en aquellos confinados espacios, sumergidos en el microscópico detalle de sus mundos. Su energía y entrega se me antojaban extraordinarias y más extrañas que cualquier cosa que hubiera visto hasta entonces. A veces, cuando les veía introducirse el arroz en la boca con aquel insólito y furioso movimiento de los palillos, me parecía captar una especie como de locura. ¿Por qué elegir aquella pausada manera de comer y esmerarse después tanto en preparar la comida con rapidez?

En el Templo de la Clemencia Celestial les vi aparcar las motos en el exterior y correr, todavía con los cascos de escamas metálicas color caramelo en la cabeza, hacia los mostradores del interior del templo en los que se vendían varas de incienso y paquetes de dinero de papel. El templo estaba lleno del acre humo de papel quemado y ellos asistían rápidamente a todas las ceremonias con ojos llorosos, ansiando desesperadamente salir de nuevo al exterior con sus humeantes ofertas y arrojarlas a los grandes incineradores de hierro que aguardaban en la acera. Si alguno de ellos dedicaba un pensamiento a algún difunto, eso permanecía inescrutablemente oculto tras unas expresiones de irritación e impaciencia.

Yo todavía no funcionaba muy bien desde el punto de vista físico. Los días eran calurosos y húmedos. Ingería demasiadas bebidas gaseosas frías y no experimentaba ningún entusiasmo por hacer nada. Revisaba un poco la moto y un día, con la batería cargada, decidí efectuar un recorrido por la península, con la idea de ir a pescar.

Había llovido mucho, el cielo estaba despejado y el aire estaba más seco que de costumbre. Era maravilloso volver a pascar por puro placer, con la moto descargada. Pasé por unas pequeñas montañas llenas de árboles y pobladas por monos y pájaros de vistosos colores. Las aldeas eran tranquilas y estaban intactas y nadie trataba de venderme heroína. Contemplé lo que parecía ser una pantomima china. Sólo el escenario estaba cubierto. El público, integrado por niños y adultos, se encontraba diseminado por una pequeña extensión de hierba y yo podía verlo todo desde el café del otro lado de la carretera. Apareció en el escenario una extraordinaria mujer vestida como una cazadora victoriana, con calzones bombachos y portando un arco. Lanzó una flecha al aire. Ésta recorrió una trayectoria de un metro y cayó sobre el escenario y entonces cayó dando vueltas desde el techo un ganso de trapo. Todo el mundo se mostró encantado, yo incluido.

A última hora de la larde, encontré un lugar tranquilo en la playa, más allá de una aldea de pescadores, donde unos hombres estaban eliminando la pintura de su embarcación con unos manojos de hierbas encendidos a modo de antorchas. No pesqué nada, pero me impacienté por el éxito. Aquella noche en la ciudad, mucho después de haber oscurecido, recordé que la gente solía ir a pescar cerca de la Explanada de noche y allá me fui con mi caña y mi cebo de camarones altamente corrompido.

Había todavía mucha gente en el paseo que daba al parque. Unos tenderetes profusamente iluminados en los que se vendía fruta, sopa, fideos y bebidas formaban una hilera casi ininterrumpida a lo largo del bordillo de la acera y las parejas chinas se sentaban junto al rompeolas, hombro contra hombro, sorbiendo bebidas de unas bolsas de plástico. En Malasia, la tecnología parece reducirse a tres cosas: las bolsas de plástico, los tubos fluorescentes y las motos de dos tiempos. La plataforma marina que rodea Penang ya está revestida de plástico y mis dos primeros trofeos fueron dos bolsas de plástico llenas de agua de mar.

Poco después de medianoche, la multitud empezó a menguar, los tenderetes se retiraron y sólo quedaron a ambos lados míos los pescadores más entusiastas. Yo no era muy experto y no tenía demasiadas esperanzas de pescar nada, pero, cuando noté un tirón en el sedal, pensé que había cogido un pez de gran tamaño. Después vi que era una rama de palmera. Mi sedal era muy fuerte, adquirido en Australia para un propósito muy distinto, y pude arrastrar la rama hasta la franja de playa que había dos metros más abajo del rompeolas. Después se me ocurrió la estúpida idea de que podría izar la rama y desenredar el sedal. Tenía una plomada en el sedal, la única que me quedaba, y quería ahorrarla. Me incliné sobre el rompeolas, esforzándome al máximo, y algo me golpeó con gran intensidad el ojo derecho.

Me cubrí el ojo con la mano y emití unos jadeos entrecortados mientras esperaba que el dolor me envolviera por completo. No ocurrió tal cosa. Primero hubo un sorprendente sobresalto. Después experimenté una oleada de náusea al percatarme de lo que había hecho. Estaba claro que el anzuelo se había desprendido y que la plomada, catapultada por un sedal de quince kilos a punto de romperse me había alcanzado directamente en el globo ocular. Como una bala en un grano de uva, pensé. Mientras me estremecía en medio de aquel horror, me di cuenta de que el pescador que tenía al lado se mostraba imperturbable. Brinqué un poco para acentuar el dramatismo de mi lesión, pero fue inútil. Me atreví a realizar una exploración con un dedo, temiendo lo que pudiera advertir, pero el globo ocular parecía por lo menos que seguía siendo un globo. Abrí experimentalmente el párpado. Me asaltó una oscuridad como la de la pez. Parecía imposible que un ojo hubiera podido sobrevivir a semejante lesión. Pensé en la clase de parche que iba a llevar y en si sería posible conducir felizmente una moto con un solo ojo.

—Me he dado un golpe en el ojo —le dije al pescador.

—¿Quiere que recoja sus cosas? —me preguntó él, sin conmoverse.

Perplejo ante aquellas prioridades, decliné el ofrecimiento, recogí mis cosas con una sola mano (por alguna extraña razón, no podía apartar la otra mano del ojo) y le dejé mi cebo. Después me dirigí a la explanada y se me ocurrió pensar que tendría que hacer algo al respecto. Una vocecita me decía constantemente: «Te has quedado ciego de un ojo», y yo me sentía un poco inseguro.

Dos policías montaban guardia frente al edificio del Ayuntamiento.

—He sufrido un accidente —les dije—. ¿Hay algún hospital por aquí?

No hablaban mucho inglés.

—Vaya a la comisaría grande de policía —me dijo uno, señalando hacia la oscuridad, al otro lado del parque.

—No, no. Hospital dije yo.

Para entonces ya me había dado cuenta de que era eso lo que tenía que hacer.

—No coche —dijo uno—. Pero… ¡ah!… aquí un «trickshaw».

El «trickshaw» se detuvo y yo pregunté:

—¿Cuánto al hospital?

—Tres dólares, bien —dijo el tipo.

—Un dólar y medio, bien —dije yo y allá nos fuimos.

La historia de Penang está muy ligada a la historia naval británica. Permanecí sentado en la pequeña cabina de madera que había entre las dos ruedas delanteras mientras el conductor pedaleaba a mi espalda y, en la proa de nuestra pequeña embarcación, con una mano cubriéndome el ojo, me imaginaba en el papel de Nelson mientras surcábamos la noche. Un policía brillantemente uniformado montado en una reluciente «Motoguzzi», intentó conseguir que dejáramos la vía libre para el primer ministro del estado de Kedah que estaba abandonando una elegante mansión en su automóvil, pero yo señalé autoritariamente hacia delante y grité:

—¡Hospital!

Él retrocedió desmoralizado y nosotros pasamos rápidamente, llenándole de improperios.

En el hospital me vistieron con un curioso pijama blanco, me cubrieron con gasa los dos ojos y me dijeron que esperara que todo fuera para bien y, sobre todo, que no moviera ni un solo músculo.

Pasé una semana sumido en una oscuridad total, siendo manipulado por mi propio bien y aborreciendo la situación, descubriendo tazas de té frío en mi armario horas después de que las hubieran dejado allí y aprendiendo en qué consisten todos los demás problemas que los invidentes tienen con el resto de las personas. Dediqué mucho tiempo a contemplar el camino que me había conducido hasta aquel lecho. No pude evitar la sensación de que estaba allí porque mi situación y mi finalidad se me habían escapado de las manos; de que andaba a la deriva en Penang, tal como había andado desde que había permitido que el carácter del viaje se modificara en California.

Al parecer, la degeneración se producía cuando perdía el control, creyendo en la seductora idea californiana según la cual sólo ocurren cosas buenas cuando todo lo dejas en el aire. Tal vez se pudiera hacer otro viaje de esta manera, pero el mío no era un viaje abierto y sin límite. Tenía que concebirse, llevarse a cabo y terminarse. Las instrucciones tenían que estar inequívocamente claras y tenían que revocarse a cada paso; de otro modo, ¿qué otra cosa podía esperar si no un deslizamiento hacia la ruina y el caos?

La moto era un símbolo de la idea hacia la que yo tendía. Sólo un constante deseo de mejorar su rendimiento, de lograr que los sistemas fueran cada vez más eficaces y se vieran cada vez más libres de problemas, la mantendría en funcionamiento hasta el final. No tenía que haber un estado fijo. En cuanto perdía interés o me cansaba, la moto empezaba a descomponerse. Yo empezaba a perder cosas, una tuerca, unas gafas, un necesario trozo de cuerda. O algo se desenroscaba y se desprendía antes de que yo me diera cuenta y entonces tenía que realizar una reparación improvisada. Y el hecho de comprender que el universo de mi bolsillo se estaba desmoronando y arrugando en sus bordes a causa de mi propia pereza hacía que me resultara más difícil hallar el suplemento de energía y entusiasmo que era necesario para volverlo a recomponer. Un error por pereza socava la confianza y conduce al siguiente error. Yo me encontraba en el hospital en Penang porque había calculado erróneamente mi fuerza en California, o eso por lo menos me parecía entonces.

La cadena de causa y efecto aún no había tocado a su fin. Algunos días más tarde, alguien entró en aquella sala llena de ciegos y me robó el billetero de mi armario. Cuando me enteré de que tal cosa había ocurrido, fue como si hubiera perdido el último apoyo que me quedaba. Los dos pasaportes, los documentos y el mismo billetero me eran muy necesarios. Menos mal que el grueso del dinero lo llevaba en cheques de viajero. Pero las agendas de direcciones… tuve la sensación de que me habían robado todo el viaje y estaba desesperado.

Salí al cabo de nueve días con la visión sólo ligeramente dañada y un insensato enano haciendo oscilar una linterna junto al rabillo de mi ojo derecho. Pasaba mucho rato en el café que había frente a la sala de Kung Fu, devanándome los sesos en un intento de recordar los nombres y direcciones que había perdido. Fueron los momentos más amargos. Todo se lo hubiera podido perdonar al ladrón menos eso.

Una preciosa muchacha vivía y trabajaba allí. Tenía una deliciosa boca china de capullo de rosa. Por la mañana, cuando acudía allí para tomarme un bizcocho caliente, ella bajaba enfundada en un camisón color de rosa con el sueño todavía en sus ojos de almendra. Quería creer que era la hermana del propietario, pero lo más probable es que fuera su mujer. En cualquier caso, no mostraba el menor interés por mí y yo tenía que conformarme con mirarla cuando podía.

Me resigné a pasar allí dos semanas para proseguir el tratamiento ambulatorio antes de poder estar en condiciones de reanudar el viaje y abandoné mis planes de cruzar a Sumatra. Habría tiempo para una breve excursión por Thailandia y nada más.

La Embajada británica en Kuala Lumpur se negó a enviarme un nuevo pasaporte, a pesar de que el cónsul en Penang había comprobado mi caso. Insistieron en que recorriera ochocientos kilómetros para ir y volver de Kuala Lumpur en un costoso y sucio viaje por la autopista principal y, cuando llegué allí, ni siquiera me hicieron caso. Era la clase de trato de que siempre había oído quejarse a los turistas. Puesto que yo no estaba acostumbrado, ello acentuó mi sensación de haber perdido mi identidad social. En todo el mundo les robaban los pasaportes a los turistas. En todos los bancos había turistas solicitando que les devolvieran dinero por haber sufrido el robo de sus cheques de viajero. Eso a mí no me iba a ocurrir nunca; pero ahora no era más que un simple turista. Había perdido mi inmunidad y eso me dolía.

Cuando llegó el estator de Inglaterra junto con una nueva rueda posterior, mi estado de ánimo mejoró un poco. Los cheques fueron sustituidos sin dificultad. Tuve que vacunarme de nuevo contra el cólera y la viruela para obtener el necesario certificado. Compré un trozo de cuero y me cosí yo mismo un nuevo billetero en sustitución del antiguo.

El propietario del hotel «Choong Thean» no hablaba inglés, pero era muy amable y se preocupó mucho por mí y por la seguridad de mis efectos personales durante mi permanencia en el hospital. Cuando regresé, se encargó de asignarme la misma habitación y a menudo me invitaba por medio de gestos a que fuera a comer con él y con sus colaboradores en la parte de atrás.

No era viejo, pero tenía un devastado rostro que impresionaba mucho. Le resultaba difícil expresar con él sus sentimientos. Andaba todo el día con pantalones de pijama, a veces con camiseta y a veces sin, y raras veces abandonaba el hotel. Tenía que vigilar muchas cosas. Varias prostitutas indias trabajaban en un habitación que daba a la calle, casi todas ellas unas reposadas matronas con dientes de oro. No tenían que ofrecer sus favores porque tenían unos clientes hindúes que las visitaban con regularidad a todas horas del día, generalmente con carteras bajo el brazo. Tenían destinada una habitación en la parte de atrás y pagaban un dólar con veinte centavos por cada cliente que visitaba la casa. Después estaban las partidas de mahjong que se jugaban por las noches en la cocina situada bajo la escalera del hotel. Al parecer, tenían alquilada la cocina en exclusiva a un hombre que también comía con nosotros. Éste preparaba la mesa con el grueso bloc de hojas de papel en blanco y se encargaba de arrancar la hoja de encima al finalizar cada una de las partidas. Es un juego muy ruidoso, que se juega con mucha rapidez y con apuestas muy elevadas. El estruendo de las losetas y los gritos de Pong y Kong se prolongaban hasta el amanecer y yo me alegraba de que mi habitación estuviera muy alejada de allí.

Había un anciano que trabajaba por cuenta del propietario y que hablaba inglés, pero tenía auténticas dificultades de lenguaje. Me dijo que hubiera podido ser inspector de policía si le hubieran sometido a una operación quirúrgica «para cortar la cuerda», pero le había dado miedo. Cuando no dormitaba en su silla, me hacía preguntas acerca del viaje y acerca de lo que costaban las cosas en Francia. Aunque era casi un miserable, empezó a convencerse de que su suerte iba a cambiar y de que podría viajar por el mundo y visitarme en Francia.

—Pero no podré viajar como usted. Si voy por la selva y me encuentro con animales peligrosos, no podría echar a correr, por eso me costará cincuenta mil dólares hacer un viaje alrededor del mundo.

No aproximadamente o casi cincuenta mil dólares, sino esta suma exacta y, como es natural, él la colocaría toda en «cheques de viajero».