Durante otros seis días viajé hacia el sur en dirección a Río. Empecé a estudiar el portugués en serio, leyendo los menús y los anuncios y aprendiéndome de memoria las palabras de las señalizaciones de la carretera. «Não ultrapassar quando a ligna izquierda for continua», repetía una y otra vez. La indicación que no podía entender decía: «Conserva as placas». A menudo estaban acribilladas a balazos. Me enteré más tarde que ello significaba: «No destruya las señalizaciones de la carretera». Recordé otras extrañas indicaciones con las que me había tropezado en África: la que me había dado la bienvenida cuando estaba a punto de cruzar un elevado viaducto sobre la Garganta del Nilo Azul, surgiendo de la ladera de la montaña a cientos de metros por encima de nada.

«Conduzca despacio y con cuidado. —decía— Este viaducto ha empezado a moverse».

O la que había en las carreteras de Sudáfrica, poco antes del semáforo en el carril de la derecha. «Sólo Slegs», advertía.

—¿Qué demonios son los Slegs? —pregunté.

—Es la traducción en afrikaans de «Sólo» —me dijeron.

Los últimos dos días antes de llegar a Río fueron extraordinarios, atravesando el estado de Minas Gerais. Aquella zona de ondulantes terrenos llena de haciendas me atraía irresistiblemente. Pasaba al anochecer frente a los establos del ganado, admirando la solidez y la hechura de las recias vallas negras con sus estacas pintadas de blanco en la parte superior. Unos vaqueros montados a caballo se paseaban mostrando unos rostros cuidadosamente lacónicos. El sol se ponía esplendorosamente, dejando sobre la tierra una atmósfera de gran tranquilidad y yo juré que un día regresaría allí.

Después las montañas vestidas de esmeralda me condujeron a la encumbrada Teresopolis y muy pronto pude permanecer de pie junto al Dedo de Dios, contemplando la bahía de Río de Janeiro y experimentando exactamente la misma feliz premonición que había experimentado al salir del Du Toit’s Kloof y contemplar Ciudad de El Cabo desde arriba. Sabía que Río iba a ser maravilloso y Río no me decepcionó.

Los amigos de mis amigos vivían en medio del lujo en Ipanema. Me recibieron en su apartamento y permanecí de pie con mis botas negras y mi torpe atuendo sobre su blanca alfombra, entre cuadros de valor inestimable y frágiles construcciones de arte moderno, temiendo que cualquier movimiento que hiciera pudiera causar un daño irreparable. «Fantástico —dijeron—. Maravilloso», como si lo que más desearan fuera comprarse un par de motos y acompañarme durante el resto del camino. Yo estaba acostumbrado a ciertas cosas que la riqueza produce en las personas y sus fanfarrona inocencia fue para mí un gran alivio. Eran extraordinariamente generosos, pero lo hacían de tal manera que parecía natural, nada que mereciera elogios, simplemente una cosa entre amigos. Me encontré instalado, durante todo el tiempo que quisiera, en un pequeño apartamento a unos cien metros de la playa, encima de la escuela de ballet que ellos dirigían. Cada día me invitaban a almorzar o a cenar o a visitar a alguien. Al parecer, casi todas las personas que conocían habían sido gobernadores de algún estado o estaban emparentados con algún famoso pionero de la historia de Brasil. Me encontraba metido en el círculo interior de Río y lo que me había ocurrido en Fortaleza hacía que tal cosa no sólo resultara insólitamente agradable, sino también totalmente adecuada. Me estaba recreando en ella.

De ahí que no tardara mucho tiempo en ser uno de los invitados del más conocido y más apreciado político que Brasil había producido en este siglo, es decir, el presidente Juscelino Kubitschek. A la cena asistieron otras personas poderosas y más o menos aborrecibles, todas ellas esforzándose por alcanzar la supremacía en estridente portugués.

Mi desconocimiento del portugués me obligó a permanecer al margen y a conformarme con las traducciones en voz baja de mis amigos y de la hija de Kubitschek, a quien observaba fascinado. Se estaba desarrollando una batalla a su alrededor a propósito de la apurada situación de los portugueses blancos en Mozambique, dominado ahora por el Frelimo. Pensé en mis amigos de allí, en Rajah y Amade y en «Vic» que me habían hospedado. Dada la monstruosa naturaleza de casi todos los políticos de éxito, me sorprendió averiguar que Kubitschek era el único de allí en cuyos intereses creía poder confiar.

Más tarde hablé con él a solas en francés y me pareció muy simpático y nada altanero. Como es lógico, el ejército le había privado de poder, pero él conservaba su dignidad y no mostraba la menor amargura. Aquel hombre autodidacta que se había hecho a sí mismo, con su pálido y atento rostro, demostraba la falsedad de todas las ideas que yo tenía acerca de lo que debía ser un presidente sudamericano.

Me encontraba bajo la protección particular de una encantadora profesora de danza a quien llamábamos «Lulu» y que era la más entusiasta e inteligente compañera que un hombre pudiera soñar. Tenía amigos y conexiones en todos los sectores y todos nos íbamos a las montañas y a las playas en su «Volkswagen», el automóvil universal de Brasil, saboreando todas las frutas y mariscos y bebidas exóticas que Brasil podía ofrecer.

Cuando ella daba clase yo me dedicaba a pasear en moto y un día subí por una estrecha carretera que conducía a un nuevo mirador llamado la Vista Chinesa. Por encima de Río, contemplé la inmensa bahía y Copacabana. Las montañas se elevan altas y esbeltas y redondeadas en la cima como las divisiones de una caja de huevos de cartón y la ciudad se encontraba comprimida entre ellas. En las profundas hendiduras los bloques de rascacielos se elevan cada vez más altos, añadiendo siempre un piso más de valiosa propiedad en todos los solares y las villas se desparraman por las laderas de las montañas, aferrándose precariamente a ellas para siempre. La bahía, inmóvil como un espejo, lo refleja todo. Río debería contemplarse realmente desde el aire.

Mirando por encima de los arbustos frente a la falsa pagoda, me llamó la atención un revoloteo y un zumbido y entonces apareció ante mis ojos un colibrí. Era negro, azul y verde y pensé que era la cosa más minúscula y maravillosa que hubiera visto. Era una pulsante obra de arte que permanecía en suspenso en una confusión de puro movimiento y cuyas alas resultaban tan poco visibles como la neblina del calor. Introdujo su pico en forma de aguja en un capullo. Después desapareció —juro que casi lo hizo— y volvió a aparecer a cosa de treinta centímetros de distancia, nuevamente inmóvil de no ser por el leve temblor del aire que lo envolvía. Mis ojos lo hubieran devorado entero de haber podido. Cuando un poco más tarde volvió a desaparecer de mi vista, tuve la impresión de haber permanecido clavado en aquel lugar durante un siglo. Fue uno de aquellos pocos momentos que, en mi opinión, podían justificar toda una vida. Tomé nota de que «magia era simplemente experimentar algo por primera vez». Se me ocurrió pensar que mi propósito debería ser el de aumentar el número de tales momentos hasta que tal vez un día todo pudiera ser magia.

Era primavera en Brasil y hacía una temperatura ideal para la playa. Lulu tenía una amistad especial con alguien que poseía una casa en Buzios, una playa de lo más apetecible porque, por una curiosa deformación de la costa, daba al oeste en lugar de al este, lo cual hacía que resultara más resguardada y le proporcionaba una puesta de sol espectacular. Aquel fin de semana perduró en mi recuerdo probablemente como el más idílico de toda mi vida y fue como la quintaesencia de lo que Brasil puede ofrecer.

Pasamos de la playa principal a otra más pequeña, perfectamente configurada y totalmente desierta. Nadé un poco en las claras aguas cristalinas, bordeando los acantilados y después me tendí sobre una roca de la playa para leer.

Ella se encontraba de pie sobre la arena húmeda, contemplando dubitativamente las huellas de sus propios pies. A su espalda, las verdes montañas salpicadas de bananos y cactos se elevaban hacia el cielo azul.

—¿Cómo se hace el triple salto? —preguntó.

Permanecía desmañadamente de pie con el gracioso y desgarbado aspecto que adoptan a veces los bailarines cuando no les están diciendo a sus cuerpos lo que tienen que hacer. Estaba frunciendo el ceño como un payaso y deslizando los dedos índice alrededor de sus muslos y por debajo de la braga del bikini que se le había subido. En la región lumbar, allí donde el fuerte músculo mantenía el borde del bikini apartado de su columna vertebral, pude ver una línea de salado vello descolorado por el sol.

—Anda, dímelo, por favor, ¿cómo se hace el triple salto?

Pronunciaba «tripel». Tenía una manera de pedir las cosas en su inglés brasileño que te daba a entender simultáneamente que éstas no tenían importancia y eran cuestión de vida o muerte. Podías negarte y nada cambiaba o bien podías dar y entonces te ganabas una gratitud eterna. Era un gran don que ella había adquirido con muchos esfuerzos, dolores y risas. Era el gracioso residuo de un anhelo que en otros tiempos había sido lo suficientemente corrosivo para dejar una huella en su rostro.

—¿Es el brinco, el salto y el lanzamiento? —pregunté perezosamente desde la roca en la que me encontraba leyendo.

No quería dejar mi libro. Había dejado la pierna izquierda colgando con un pie sobre la arena. Cada treinta segundos aproximadamente, los movimientos del agua enviaban una ola que lamía el costado de la roca, cubriéndome la pierna hasta la rodilla y refrescándomela. De este modo, el calor del sol se me escapaba hacia el mar.

—Pues, francamente, no lo sé —dije—. ¿Por qué? ¿Qué es lo que te fascina?

Recordé que en Río ya me había preguntado una vez acerca del triple salto.

—No lo sé —dijo ella, arrastrando cada una de las palabras con voz ronca—. Voy a probarlo de todos modos.

Frunció los labios y efectuó una juguetona carrerilla sobre la arena, terminando con los pies juntos. Permaneció de pie un rato de espaldas al sol, con el rostro en sombras, contemplando de nuevo las huellas que había dejado.

La contemplé, explorando la forma de su cuerpo. Hubiera sido de esperar que el cuerpo de una bailarina fuera más duro y musculoso. Sus miembros eran redondeados y suaves, sus muslos estaban llenos y coincidían formando un delicado triángulo bajo el bikini, su vientre se curvaba a partir de una sola raya que se iniciaba en el ombligo. El suave, firme y bien proporcionado cuerpo de una muchacha de veinte años. Sólo sabiendo que tenía treinta y seis pude apreciar los efectos de la danza. Era curioso, sin embargo, que sus pantorrillas poseyeran en absoluto aquella misma angulosidad acanalada. Y curioso también que no me hubiera enamorado de ella.

Mezclado con aquel maravilloso y líquido calor que me envolvía en la roca, tangible hasta el punto de parecer otro elemento que complementara la salada pesadez del mar, experimentaba hacia aquella mujer un calor de sentimiento tan cercano al amor como lo está la piel a la carne. Tal vez fuera suficiente, pensé. O, en cierto modo, quizás incluso mejor. Y ella me quería. Lo sé. Sólo que…

Posé Islas a la deriva boca abajo sobre la roca por la página 141. Curioso estar leyendo a Hemingway de nuevo después de tanto tiempo, en esta playa y en esta costa. Por un instante, pude imaginar a sus confusos héroes, pinchándome mutuamente allí mismo, buscando metáforas en aquellas mismas cristalinas aguas azules, ahogándose en una eterna ronda de costosas bebidas alcohólicas, estropeando el lugar con sus viriles actividades. Me fue imposible conservar la imagen. Debía haber muerto con él.

Me acerqué a Lulu, de pie sobre la reluciente y húmeda arena, con sus leves restos de pardo hierro brillando junto con la pirita.

—Mira, voy a saltar otra vez. Ahora tú me observarás y verás lo que hago.

Efectuó una breve carrerilla y saltó. Me pareció que representaba la diferencia entre una bailarina y una atleta. La fuerza residía en otro sitio. Tracé una línea sobre la arena con el dedo gordo del pie para señalar la distancia de su salto. Era de aproximadamente un metro ochenta. Después efectué una carrerilla y también salté. Mi salto fue apenas mejor. Unos cinco centímetros tal vez. Nos reímos juntos.

—¿Qué puedes esperar de un viejo? —dije.

—Tú no eres un viejo —dijo ella— y yo soy una vieja.

Corrimos y saltamos un poco más y logré añadir otros cinco o seis centímetros. Después señalé con mis pasos la distancia que asociaba vagamente con el récord olímpico y ambos contemplamos la lejana señal con reverencia.

—Oh, Techy —dijo ella, tomándome de la mano.

Le dirigí una sonrisa, pero, en lugar de empujarla sobre la arena, eché a correr hacia el mar entre risas, levantando las piernas en un estúpido trote y arrastrándola en pos de mí a regañadientes hasta que ambos caímos en el agua.

Cuando salimos, ella quiso regresar a la otra playa. Me hubiera gustado encararme de nuevo a mi roca y leer un poco más acerca de daiquiris helados y «High Bolitas» e imposibles batallas con legendarios peces espada, pero no me opuse y regresamos dando puntapiés a la azucarada arena en dirección a las otras rocas en el lugar en que se iniciaba la pequeña erosión parda que ascendía a través de los matorrales y hacia el promontorio que conducía a Buzios.

Había una plataforma rocosa que descendía hacia el mar en la que podían verse algunos arracimamientos de pequeños mejillones junto a la superficie del agua con las conchas abiertas como picos de pajarillos en un nido.

—Podríamos cocer algunos mejillones —dije—. ¿Tienes cerillas?

—¿Estará bien? ¿No nos moriremos?

En realidad, no estaba preocupada. Confiaba en mí.

—Pues claro que estará bien —dije aunque nunca había cocido mejillones en una playa—. Tienes que cerciorarte de que estén vivos.

«Qué estupidez —pensé, mirándolos—. ¡No los estás comprando en un tenderete! ¿De qué otra manera podrían estar si no vivos? O vivos o vacíos».

Buscamos unas piedras más grandes y encendimos una hoguera al amparo del viento. Arrancamos algunas ramas secas de los matorrales. Eran tan ligeras como pajas y las hormigas se escapaban de ellas a través de unos pequeños orificios. Ella encontró un trozo de teja redonda de arcilla y la colocó de tal manera que, cuando los mejillones se abrieran, el jugo se deslizara por la leja y no apagara el fuego. Me emocionó mucho la idea de preparar una comida en aquella pequeña zona rocosa y, mientras trabajaba, pensé en la posibilidad de vivir en una playa como aquélla. La vegetación empezaba inmediatamente después de la arena, tan pronto como el terreno empezaba a elevarse. Los plátanos abundaban mucho. Habría también sin duda otras frutas. Y también verduras. El mar era rico en peces, camarones y langostas. A lo largo de la costa había chozas y refugios construidos en madera y cañas de bambú partidas, con techumbres de hojas de banano. Mi corazón cantó de alegría al ver que semejante vida era posible. El mundo cambió para mí. A partir de aquel momento, siempre sabría que había una playa en Brasil, si no esta playa, una playa, a la que podría acudir para volver a ser yo mismo por entero. «En qué se ha convertido mi viaje», pensé.

La hoguera —en realidad, era más bien una cocina con una piedra aplanada encima para que el calor se reflejara hacia los mejillones de abajo— estaba funcionando muy bien. Los primeros mejillones eran anaranjados y carnosos y ella se los comió con mucho agrado, comentando que estaban muy buenos. Después hubo algunos de color blanco cuyo aspecto no le gustó y yo me los comí, cosa que ella hizo también más tarde. Todos eran muy pequeños. Sería difícil vivir de eso, pensé.

—Esto es lo que se dice perfecto —dije.

—Qué cocina tan bonita tenemos —dijo ella—. Es estupendo, Techy. Vamos por más.

Conseguimos unas cuatro docenas. Después ella sacó unos cigarrillos que guardaba en el bolsillo de su gorra confeccionada con trozos de vaquero viejo y parecida a la que lucía Jeanne Moreau en Jules et Jim.

Contemplé un bote que estaba rodeando velozmente la bahía, remolcando a una mujer sobre unos esquíes acuáticos. No se la veía muy segura. «Probablemente, tendría que tensar un poco más las piernas y echar el cuerpo hacia atrás», pensé. Yo sólo había esquiado sobre el agua una vez, lo suficiente para saber que podía hacerlo. Había probado varias cosas nuevas de esta manera. En realidad, no me interesaba hacerlas, sino simplemente saber que podía hacerlas. «Eso no hubiera sido lo suficientemente bueno para Hemingway», pensé. Bueno, Hemingway no había recorrido treinta mil kilómetros a través de África y Brasil. «Y yo tampoco me detengo cada hora para beberme un daiquiri helado», pensé. Después me reí de mí mismo.

—¿De qué te ríes, Techy?

Me volví a reír.

—Estoy contento —dije.

No estaba muy contento. Tomé nota mental de que ojalá pudiera dejar de fumar, pero no podía. Pero esto tampoco empañó mi felicidad.

Desde Río efectué un circuito por el interior para visitar las antiguas ciudades de Ouro Preto y Tiradentes, que databan de la época de la fiebre del oro, y la iglesia etéreamente encantadora de Congonhas, antes de bajar a São Paulo. Allí entregué la espada a mi amigo egipcio, el cual, para mi asombro, había llegado antes que yo. No sé cuál de los dos se quedó más sorprendido. Me dijo que había entregado sumas de dinero a una docena de desconocidos como yo para que las transportaran en su nombre, nunca menos de 2000 dólares, y que todos habían cumplido su promesa.

Los aproximadamente cuatrocientos kilómetros entre São Paulo y Curitiba fueron extremadamente incómodos, sucios y peligrosos. La carretera se estaba desintegrando y discurría a lo largo de las cumbres de una cordillera de colinas a menudo envueltas en nubes. El pesado tráfico diesel llenaba la niebla de gotitas de aceite y cubría de alquitrán la visera del casco. Tanto la válvula de admisión como el cable del embrague resistieron y el suplicio duró ocho horas seguidas. Llegué helado, sucio y mojado, pero el equilibrio natural entre el dolor y el placer se restableció rápidamente. Un entusiasta del motociclismo me sacó de las calles y puso a mi disposición una ducha caliente, comida, una cama y una presentación a la clase de civilización que el sur de Brasil puede ofrecer.

Era un hombre gordo y cordial, parecido a un osito de felpa, con una pierna renqueante y unos poblados bigotes, a quien su simpática y bonita esposa adoraba. Él y sus amigos, los «motoqueros», eran propietarios de costosas «Suzukis» de tres cilindros, los rayos de cuyas ruedas mantenían muy brillantes. Se reunían por las noches en un lugar especial que era como una especie de exposición provisional de motos y allí contemplaban con envidia mi arañado y apaleado caballo de tiro aparcado entre las demás motos. No pude evitar entristecerme por el hecho de que tantas máquinas estupendas estuvieran tan absolutamente infrautilizadas. Era casi un pecado. «Si las máquinas pudieran hablar entre sí —pensé—, me gustaría oír su conversación».

Observé que mi amigo Marcio no era el único que tenía barriga. Desde que había abandonado Río, casi todos los hombres con quienes me había tropezado parecían estar muy bien alimentados y se acariciaban a menudo el estómago a través del jersey. Me llamó la atención que apenas pudiera recordar a un hombre gordo al norte de Río, pero me acordé de la conversación que había mantenido con un joven limpiabotas negro, el cual se había mostrado sorprendido al describirle yo cómo viajaba. Pensaba que me sería imposible conseguir suficiente comida.

—Tiene usted que comer mucho más que nosotros —dijo, dándose unas palmadas al duro y plano estómago.

Comprobé con un sobresalto que creía de veras que yo pertenecía a una especie distinta y necesitaba un régimen alimenticio totalmente distinto. Tenía que reconocer, en efecto, que parecía encontrarme entre una especie de personas distintas y en un país distinto.

En Iguaçu, donde se reunían Brasil, Argentina y Paraguay, elegí Argentina y crucé los antiguos asentamientos jesuitas de Misiones para adentrarme en el musculoso corazón de la Argentina. La melancolía color chocolate del tango me siguió mientras atravesaba la Pampa.

Creo que fue en Argentina donde me convertí en un profesional. Llevaba un año en la carretera; había estado muy eufórico y muy deprimido y había conocido todos los estadios intermedios. El mundo ya no me amenazaba como antaño; tenía la impresión de que ya le había tomado las medidas.

Debió influir en ello el hecho de encontrarme en un país de caballos. Me parecía compartir buena parte de las opiniones del gaucho acerca del mundo y mis nalgas se ajustaban al sillín tan estrechamente como las suyas a la silla. Viajar en moto era tan natural como permanecer sentado en una silla. Apenas me cansaba. Podía colocar y sacar el equipaje de la moto con la misma automática familiaridad con que me afeitaba y no permitía que semejante perspectiva me molestara. Lo mismo ocurría con otros problemas menores de mantenimiento: el pinchazo de una rueda, la limpieza de una cadena, la alineación de las ruedas, cualquier cosa de éstas. Lo hacía sin pensar en la molestia. Estas cosas eran naturales. Empecé a dormir en el suelo más a menudo y mis huesos empezaron a adaptarse. El colchón inflable estaba pinchado y no me preocupaba demasiado. Tenía una hamaca, una maravillosa y vieja hamaca hecha para un matrimonio que me había regalado la abuela de Lulu. La guardaba como un tesoro y la utilizaba con tanta frecuencia como me era posible porque me resultaba muy cómoda.

Me sentía muy experto y curtido y ya no esperaba cometer estúpidos errores o enfrentarme con peligros inesperados. Había adquirido, además, todo un arsenal de instintos muy útiles. Sabía cuándo había ladrones alrededor, cuándo había que proteger la moto y cuándo ésta se encontraba segura. Solía estar seguro con más frecuencia que lo contrario. Sabía cuándo esperar problemas de los desconocidos y cómo sortearlos. Sabía lo que los conductores de automóviles y camiones iban a hacer antes de que ellos mismos lo supieran. A veces me parecía incluso que podía leer el pensamiento de los perros vagabundos, aunque era raro ver a alguno en la carretera que ya no se hubiera convertido en una machacada carroña junto a la cuneta.

En el paraíso natural de los Andes sureños pasé a Chile y al largo tiempo esperado océano Pacífico.

Después volví a cruzar las montañas, esta vez a más de tres mil metros de altitud, para dirigirme a Mendoza. Al norte de Mendoza, los resecos huesos de los Andes se extienden en les desiertos sin agua de San Juan, La Rioja y Catamarca. Fui pasando de un oasis a otro hasta que, al final, llegué a los fértiles valles de Tucumán y Salta donde transcurrí mis segundas Navidades.

Y, en 1975, inicié mi viaje a lo largo del techo de las Américas, en Bolivia, a cuatro mil quinientos metros de altitud.

Antoine solía encargarse de la compra para los tres. Bruno conducía y cuidaba su vieja furgoneta «Renault». Si algún papel desempeñaba yo con la moto era el de explorar el camino que teníamos por delante y buscar buenos sitios para comer y pasar la noche. Y, a veces, al llegar a una pequeña localidad, tenía la impresión de ser el heraldo de un circo ambulante.

Era media tarde cuando nos detuvimos en Abancay para comprar comida y, bueno, para descansar un poco. Las calles se estaban animando después de la siesta. En aquellos valles peruanos, el sol sale a las ocho y se pone a las cuatro, aunque la luz sigue asomando por encima de las cumbres de las montañas el habitual número de horas. Cuando el sol asoma por encima de los picachos, el calor desciende brincando por los tres kilómetros de ladera para condensarse alrededor de las palmeras y los cactos, para asar las grandes piedras del lecho del río y para hacer que cualquier idea de movimiento resulte desagradable. Aunque el valle se encuentre a mil ochocientos o incluso a más de dos mil metros por encima del nivel del mar, al mediodía hace mucho calor. Los perros se tumban panza arriba sobre el polvo. Los asnos se quedan inmóviles como si estuvieran disecados, con las cabezas a la sombra. En las silenciosas casas de paredes de adobe, las sombras parecen tan espesas como la melaza.

Pero el valle no es un desierto. Los ríos bajan por las laderas de los montes. Hay cereales, fruta, verdura y flores en abundancia, tal como los había en tiempos de los incas.

Habíamos aparcado junto a una acera de la calle principal. Bruno estaba examinando enfurecido el motor.

—Estoy hasta la coronilla de este montón de mierda —musitó en francés.

Bruno dispensaba al «Renault» el mismo trato que a los caballos, alternando la admiración con el desprecio. Yo le observaba con expresión divertida, sentado en la moto a pocos metros de distancia, dando un descanso a mis antebrazos y mis rodillas. Los largos descensos a los valles por pedregosos caminos eran peor para mí ya que me provocaban constantes sacudidas desde las muñecas a los hombros y las rodillas se me clavaban en las maletas de cuero que llevaba colocadas sobre el depósito.

Siempre me gustaba observar a Bruno. Lo hacía todo con una seriedad animal que terminaba con una jubilosa satisfacción o bien un estallido de cólera. Le consideraba casi mi hijo. Había perdido recientemente a su padre y tal vez aún le estuviera buscando.

Los hombres de aquella pequeña localidad de Perú no se congregaron a mi alrededor como hubieran hecho en una ciudad. Como siempre, los indios daban la sensación de mostrarse perfectamente indiferentes. Los que tenían más sangre española daban rienda suelta a su curiosidad, pero desde cierta distancia. Un hombre de abultado vientre vestido con camisa y pantalones blancos se presentó ceremoniosamente como si su gordura le autorizara a representar a los demás hombres que eran en buena parte Melgados.

—¿Adónde va con esta poderosa? —preguntó en español con aire condescendiente.

—Voy a Lima —contesté, procurando mantener la misma sonrisa constante.

La experiencia me había enseñado el delicado arte de estos intercambios de palabras. La vehemencia podía ser un estorbo. Mejor mantener la boca cerrada y saborear la tensión.

—¿Y de dónde viene?

—Vengo de Inglaterra.

Una vez, en Bolivia, había dado la misma respuesta, pero el hombre con quien estaba hablando nunca había oído hablar de Inglaterra. Ahora quería ver lo que significaba Inglaterra en Abancay. Pasó una india rápidamente, tirando de un cerdito blanco y negro sujeto con una cuerda. Su mirada apenas parpadeó.

—Ha hecho un largo viaje.

—Sí —dije—. Ya son dieciséis meses.

—¿Y cuándo espera reunirse con su familia?

—Dentro de un año o tal vez dos.

—Buena suerte —me dijo—. Es usted muy valiente.

Hubo un destello de dientes dorados mientras se quitaba el sombrero. Un cuervo soltó un pequeño medallón de excremento blanco y negro sobre su coronilla. Volvió a ponerse el sombrero.

—Gracias —le dije.

Antoine regresó con una sonrisa, pero muy serio por dentro. Llevaba una camisa limpia, el cabello peinado e incluso raya en las perneras de sus pantalones estilo safari. Iba soigné, como si estuviera desempeñando un cargo en el servicio diplomático. De hecho, ambos disponían de pasaporte diplomático porque habían estado adscritos a la legación francesa en Paraguay. Bruno había comprado aquella vieja furgoneta en Asunción y quería dirigirse con ella a México. Antoine iba a compartir el viaje hasta Lima. Ambos hablaban español con un fluido acento francés. Mi acento era mejor, pero mi español era horrible.

Antoine volvió a colocar en el tablero de instrumentos de la furgoneta el pequeño cuenco paraguayo en el que guardábamos nuestros fondos y nos informó acerca de su misión.

Tenía unos tomates y unas berenjenas y una extraña, alubia gigante. Nunca había gran cosa en las tiendas. Todos compartíamos la sensación de que detrás de los oscuros estantes de jabón y rollos de alambre se ocultaban rápidamente las cosas buenas en cuanto nosotros aparecíamos. No había esperanza de encontrar carne a aquella hora del día. No había huevos. El pan no era uno de los alimentos locales. No vimos ningún producto lácteo, aparte los botes de leche condensada, aunque había una marca de indestructible margarina de mil años de antigüedad.

—Tal vez más adelante encontremos huevos y mangos —dijo Antoine.

—Hay una estación de servicio en la carretera —dije, a la salida de la ciudad.

Bruno cerró de golpe la cubierta del motor.

—Esta salope no conseguirá llegar —dijo.

—¿A la estación de servicio o a México? —pregunté.

—En cualquier caso —dijo él—, hoy no vamos a subir otra montaña.

Me encogí de hombros y me puse de nuevo la chaqueta, el casco y los guantes.

—Yo me adelantaré y veré si puedo encontrar algún sitio para pasar la noche —dije.

Desde Abancay, la carretera vuelve a empinarse mucho, ascendiendo por escarpadas laderas durante unos cincuenta o sesenta kilómetros hasta que, al final, discurre libremente con las llamas y las águilas a tres mil quinientos metros de altura. Hubiera sido bonito subir a medio camino y pasar la noche entre los árboles más verdes, los manantiales más dulces y el aire más fresco. Me pregunté qué debía ocurrirle a la furgoneta que perdía tanta potencia. Habíamos probado muchas cosas, todas las que parecían más lógicas. Algunas veces funcionaba bien, pero, en general, era demasiado lenta y se calentaba demasiado.

Me pregunté acerca de la conveniencia de dejarles e irme solo. Era una posibilidad que estaba allí y que tácitamente había sido aceptada por ambas parles. Yo transportaba todas mis cosas en la moto, pese a que hubiera sido más fácil cargar algunas de ellas en la furgoneta.

Recordé cómo nos habíamos conocido en la ciudad fronteriza boliviana de La Quiaca, unidos por las frustraciones de la aduana de allí. Después habíamos comido juntos en la gran cantina de la terminal de autocares, sopa y arroz y alubias y salchichas con una salsa roja picante. Estábamos muy contentos de haber terminado con lodo el papeleo y los pagos de un dólar aquí, dos dólares allá, a cambio de unas hojas de papel que no queríamos y que nunca íbamos a necesitar. Nuestros corazones estaban tan ligeros como el aire de la montaña, emocionados por los viajes que ya habíamos dejado atrás y por los que teníamos por delante.

Era natural que aquel día viajáramos juntos. Rodeamos el borde de un inmenso cuenco de cientos de metros de profundidad. Yo había imaginado con frecuencia los vertiginosos precipicios de los Andes, pero no había esperado encontrarme tan pronto circulando tan cerca del borde de nada. Podía ver la furgoneta al otro lado de aquel inmenso espacio al revés, una mancha blancuzca avanzando dificultosamente, y me imaginaba a veces a Antoine y Bruno en su interior, intercambiándose intrascendentes comentarios. Sabía que allí dentro había polvo y que su visión era limitada y yo me alegraba de estar fuera y solo, libre de huir de mi propia vulgaridad y de toda la sucesión de ideas de otras personas.

Pero, por la noche, resultaba agradable compartir una comida y conversar, oír hablar de las cosas que me había perdido y de las ideas que no había tenido. Y seguimos así, un día y otro día, pero siempre en calidad de decisión momentánea. Y cuando en Potosí Bruno quiso seguir a Sucre y yo quise quedarme a escribir, nos separamos con la mayor facilidad, tal vez para siempre, de la misma manera que volvimos a encontrarnos con la mayor facilidad una semana más tarde en La Paz, como por azar. Respetábamos la libertad del otro como si fuera la nuestra propia.

Sólo que a veces no era tan fácil y había que pagar el precio de la compañía. Al tercer día de haber abandonado La Quiaca, justo después del mediodía y bajo un brillante sol, llegamos a la carretera más alta por la que jamás yo hubiera viajado, tal vez la más alta del mundo, a unos cinco mil metros de altitud o más. Por delante de nosotros, un grupo de indios estaba cruzando la carretera en procesión. Los campesinos bolivianos visten unas prendas hechas en casa con lana teñida a mano, pero ninguna compañía hubiera podido parecemos más próspera y satisfecha que aquellos indios que aparecieron ante nuestros ojos aquel 10 de enero de 1975. Pasamos junto a ellos y después nos detuvimos extasiados. Los hombres sonreían con entusiasmo y nos saludaban mientras se acercaban. Casi todos llevaban vasijas de barro o fardos envueltos en tela.

Bruno le preguntó al jefe que adonde iban.

—A Otaví —contestó él, señalando una pedregosa ladera parcialmente cubierta de cultivos de maíz en la que apenas resultaban visibles unas casas.

—Es la Fiesta de los Reyes. Están ustedes invitados.

Parecían alegrarse de veras de que hubiéramos llegado en aquel momento tan propicio, con una alegría no menos sincera por el hecho de haber sido provocada por la chicha que llevaban en las vasijas.

Fue una maravillosa oportunidad. Los indios cruzaron la colina a pie y nosotros tuvimos que rodearla para llegar hasta allí.

Otaví es una pequeña localidad de calles adoquinadas y casas de adobe que se levantan en la empinada ladera. Subimos por la calle principal todavía animados por la alegría y el esplendor de los indios con quienes nos habíamos tropezado en la carretera. Después empecé a comprender que la aldea se hallaba envuelta en un estado de ánimo totalmente distinto. Había muchas gentes en las aceras, de pie, apoyadas, agachadas. Nadie se movía. Nadie hablaba. Tuve la impresión de estar recorriendo un museo de cultura étnica.

Como es natural, se percibían algunos rumores y movimientos. Las personas respiraban y se rascaban y se acercaban hojas de coca a los labios. Nos seguían con la mirada, pero estaban como hechizados y era como ser observado por las piedrecitas de la playa.

A nuestra izquierda había una casa con un tejado más impresionante. Un rótulo indicaba que era el «Corregimiento», es decir, la oficina del magistrado. Los soñolientos espectadores eran aquí más numerosos. Las puertas estaban abiertas y se podía ver a gente discutiendo y gesticulando, en curioso contraste con las hipnotizadas aceras de la calle.

Permanecimos de pie sin saber qué hacer. Ya me encontraba sumergido en este mundo de piedra, yeso, cal, madera natural y cuero, lana descolorada por el sol y brillantes tintes vegetales combinados de acuerdo con unos vistosos dibujos tradicionales. Entonces un hombre que parecía tan exótico como nosotros, vestido con una chaqueta de pana verde y un sombrero de ala ancha, bajó corriendo por la colina en dirección a nosotros como el Conejo Blanco del País de las Maravillas.

Hablaba con fluidez y elocuencia en español, lo cual era insólito por allí, y quería hablarnos de su pez. Era un pez que se había traído de Argentina, pero yo no acabé de comprender el significado porque el hombre estaba muy borracho.

Entonces se nos acercó otro hombre con una negra cara loca. Estaba demasiado bebido para poder hablar, pero agitaba los brazos en unos amplios movimientos melancólicos y ambos nos rodearon y nos acompañaron en un recorrido por la zona.

—Churchill, Franco, De Gaulle. Los conozco a todos —dijo el Conejo Blanco.

Hablaba con vehemencia acerca del imperialismo económico, las juntas militares y la explotación mientras Cara Loca dirigía el torrente de palabras con sus brazos. Pasamos frente a las hileras de espectadores hechizados y, al final, comprendí que todos los que se encontraban en la ciudad estaban simultáneamente drogados y borrachos de cocaína y alcohol. Al parecer, el corregidor había prohibido la procesión y la fiesta anuales. Grandes negociaciones se estaban llevando a cabo mientras los presuntos jaraneros no podían hacer otra cosa más que beber su chicha, mascar las hojas y emborracharse en silencio.

Pasaron dos mujeres, una al lado de la otra, canturreando y portando unas banderas blancas, seguidas por varios niños y un viejo con un largo y curvado instrumento músico de viento fabricado con caña de bambú, pero la procesión no oficial murió ante nuestros ojos. El viejo trató de tocar algo en nuestro honor, produciendo tres lúgubres bocinazos y una rociada de saliva mientras sus borrachos labios no conseguían sostener la boquilla.

Inspeccionamos la capilla que se levantaba en lo alto de la colina. Buena parte del estuco se había desprendido y unas viejas brujas permanecían sentadas a la sombra junto a la entrada, reclinadas con aire atontado contra las paredes de la capilla.

Y, sin embargo, había algunos espíritus enérgicos que estaban decididos a organizar a nuestro alrededor alguna especie de desfile, rogándonos que nos quedáramos a beber y aguardáramos a que se iniciara el jolgorio. Estábamos inevitablemente nerviosos, preguntándonos qué nos iba a ocurrir en caso de que toda aquella maldita ciudad borracha despertara a la vida en una exuberante fiesta. Teníamos que decidirlo porque formábamos un grupo y, si queríamos ir a Potosí aquel día, tendríamos que marcharnos muy pronto.

De haber ido solo, me hubiera quedado, y hubiera aprendido mucho más acerca de aquellas gentes. La oportunidad no se me volvió a presentar.

Hay un medio de convertir el temor en una energía positiva. Tras haberlo descubierto por mí mismo durante el viaje, solía utilizarlo deliberadamente para proyectar confianza y simpatía. Nunca me había fallado y me proporcionaba una insólita y regocijante sensación de dominio sobre las circunstancias. Pero, al parecer, únicamente me daba resultado cuando estaba solo.

Por consiguiente, una vez abandonado Abancay y mientras ascendía por la carretera sin asfaltar, me pregunté si no habría llegado de nuevo la hora de ir solo, no para viajar más rápido, sino porque temía perder mi fuerza en el grupo. Después aparté a un lado a aquel asunto, contentándome con haberlo analizado mientras pensaba «Lo sabré cuando llegue el momento», y me dispuse a buscar un lugar en el que pudiéramos preparar la comida, cenar y dormir.

Lo mínimo que necesitábamos era un lugar llano en el que estacionar la furgoneta y levantar una tienda. Durante un buen rato, no hubo nada. Unas pequeñas parcelas sobre bancales intensamente cultivados ocupaban todos los espacios de terreno entre las rocas y los matorrales. Después, al llegar al mojón que indicaba los diez kilómetros, vimos un camino que se abría a la derecha y conducía a una suave ladera en la que crecían unos cuantos olivos. Era seca y pedregosa y no muy apetecible, pero sería suficiente.

Era precisamente la hora del día en que mis alucinaciones me ponían a prueba. Eran de lo más insensato que imaginarse pueda. Por regla general, empezaban con algo tan poco original como una botella fría de cerveza. Cuando mi apetito estaba lo bastante inflamado, pensaba en una cena a base de langosta, rosbif y café de verdad, todo ello seguido de un encuentro fortuito con una perfecta y encantadora mujer en una espaciosa y limpia cama. A veces evocaba los escenarios de estos placeres, aunque casi no merecía la pena. Eran casi siempre más o menos parecidos y giraban en torno a manteles limpios, relucientes vajillas de cristal, cuartos de baño con toallas y gran profusión de amistosa hospitalidad y admiración. Cuando las tardes se convertían en anocheceres y yo empezaba a preguntarme dónde iba a cenar y a dormir aquella noche, se encendía este aparato de televisión en mi cabeza, sometiéndome a prueba con los anuncios y azotándome inexorablemente con todos y cada uno de mis conocidos anhelos.

No era mi apetito de cerveza fría o de mujeres perfectas y encantadoras lo que me avergonzaba y consternaba en aquellos momentos, sino el hecho de que yo me dejara oprimir por aquellas imágenes claramente inasequibles y ello fuera causa de que lo que había allí y era real y tenía al alcance de la mano me pareciera poco apetecible. Bajo la influencia de aquellos delirios de langosta y champán, me convertía en un incauto, vulnerable a los más burdos sucedáneos. A falta de cerveza fría, me gastaba el dinero en una «Coca-Cola» caliente, cosa que me fastidiaba. O caía presa del rótulo de cualquier hotel, sabiendo muy bien que, en lugar de gozar de una cama limpia y de mujeres encantadoras, iba a permanecer encerrado en una sucia y maloliente caja con cien mosquitos.

Se dice que, a las tres o a las cuatro de la madrugada, el cuerpo alcanza su nivel más bajo, pero, en mi caso, era a las cinco de la tarde, la hora del cóctel, cuando mi moral se venía abajo y me asaltaban las tentaciones en el desierto. Luché contra ellas lo mejor que pude en el transcurso de los años de mi viaje y, siempre que salía triunfante, recibía una hermosa recompensa. Llevaba todo un bagaje de recuerdos de anocheceres mágicos en la selva, completamente satisfecho de la sencilla comida que me había preparado, escuchando el silencio y brindando a las estrellas con un vaso de té y utilizaba estos recuerdos como venda en los ojos contra las vulgares sirenas que me hacían señas con sus sonrisas de neón. El éxito se construía sobre el éxito y, a veces, era capaz de llevar a cabo una campaña victoriosa a lo largo de varios días o varias semanas seguidas, curtiéndome y sintiéndome cada vez más feliz a cada día de éxito que pasaba. Pero la guerra nunca podía ganarse del todo. Más tarde o más temprano, alguna cordial y generosa persona que me acompañaba me ofrecía, sin que yo lo pidiera, alguno o incluso todos los deleites que había aprendido a ignorar. Después, cuando llegaba la hora de marcharme, se iniciaba de nuevo la lucha. Como un general, sólo valía lo que mi última batalla.

Y, sin embargo, el tormento sólo duraba una hora sobre veinticuatro. De día, mientras recorría el mundo, por dura, fría o mojada que pudiera estar la carretera, jamás deseaba estar a salvo en el «Ritz». Con más frecuencia, la carretera no estaba fría ni mojada y yo me sentía la persona más privilegiada de la tierra por el hecho de poder pasar por lugares en los que otros sólo veían normalidad y por considerarme en el paraíso. Mientras que, de noche, nadaba perezosamente en medio de poderosos sueños llenos de misterio.

Y, sin embargo… en los días anteriores a mi encuentro con Antoine y Bruno en La Quiaca, mi moral había estado baja. Había abandonado Santiago con el corazón entristecido. Quería compañía y sabía que por esta causa no me apetecía dejarles. Ellos me protegían de mis locuras de las cinco en punto y yo me alegraba de saber que me seguían, traqueteando por la carretera, amigos amables y queridos.

Por consiguiente, aquel atardecer, al salir de Abancay, mi canal de televisión cerebral me empezó a mostrar un programa distinto. Tan claramente como si lo tuviera delante, el blanco edificio en la distancia se convirtió en la lujosa hacienda que siempre había esperado encontrar en algún lugar de América del Sur. Vi las ricas molduras de yeso enmarcando las pesadas puertas de madera tachonadas de hierro oscuro; unos relucientes pavimentos de madera, lustrados y batidos por varias generaciones de botas de cuero; retratos ancestrales de guerreros españoles luciendo encajes y petos de armadura; crujientes manteles blancos salpicados con la geometría carmesí de la luz de las velas pasando a través de las copas de vino de cristal tallado; y yo hundido en un sillón de cuero escuchando a mi anfitrión narrar historias de la Conquista mientras contemplaba los blancos rostros de sus perfectas hijas, agitándose tímidamente al otro lado de la barandilla de la galería que discurría por debajo del artesonado techo.

Con un suspiro, detuve la moto y esperé. No transcurrieron muchos minutos antes de que la polvorienta furgoneta blanca hiciera su aparición. Nos adentramos en el campo y elegimos un buen sitio. Antoine sacó el recipiente de plástico en el que transportábamos el agua y todos bebimos un poco de agua tibia. Arrojé al suelo la bolsa roja y la chaqueta y añadí el casco al montón. Bruno levantó la cubierta del motor de la furgoneta y empezó a preguntarse de nuevo qué podría hacerle al motor.

—Hay una casa allí —dije. Ellos no se habían dado cuenta—. Veré quién hay y les diré lo que estamos haciendo. Tal vez podamos conseguir un poco de carne —añadí, pensando en el vino y en las muchachas de la galería.

Recorrí el camino de unos quinientos metros en moto, pasando frente a una zona de pantanosa hierba. La casa y sus patios estaban cercados por un alto muro y, mientras me acercaba, la casa se ocultó a mi vista. Había una furgoneta frente a una rota verja de hierro y tres hombres estaban conversando. Dos de ellos dijeron «adiós», me miraron con curiosidad y después subieron a la furgoneta y se alejaron. El tercer hombre me observó inexpresivamente mientras estacionaba la moto y me acercaba a él. Estaba colocado de tal manera que aún no me era posible ver la casa.

—Buenos días —dije.

—Buenos días —contestó mientras esperaba a que yo organizara mis conocimientos de español.

—Estamos en el campo de allí abajo —dije—. Somos tres. Esperamos pasar la noche allí.

—Como quieran —dijo él, sumiéndose de nuevo en el silencio.

Era medio español e iba vestido con raídas prendas europeas. Llevaba la camisa abrochada completamente hasta el cuello y yo observé que tenía muchas manchas de color rojo en la piel por encima del cuello de la camisa y en sus brazos por debajo de las mangas cortas.

—Quisiéramos comprar un poco de carne, por favor.

—No hay carne —dijo sin subrayarlo ni dar explicaciones.

—A ser posible, quisiéramos comprar un pollo —le sugerí.

—No hay pollo —contestó.

Esta vez me limité a observarle con paciencia hasta que se sintió obligado a facilitarme una explicación.

—Enviamos toda nuestra carne al comprador de carne. Se la puede pedir a él.

—Gracias, señor. Lo intentaré. ¿Dónde está su casa?

—A treinta y tres kilómetros —dijo.

No podía entender su respuesta porque estaba seguro de que el comprador debía estar en la ciudad, razón por la cual señalé en aquella dirección.

—No —dijo él—, en el kilómetro treinta y tres.

Y señaló hacia la montaña.

—¿Tiene una casa? —pregunté.

Era una pregunta estúpida, pero no se me ocurría nada mejor. Estaba empezando a experimentar inquietud.

—Sí, tiene una casa —contestó él.

Otra vez el silencio. Iba envuelto en silencio. O tal vez estuviera escuchando unos rumores que yo no podía oír.

—Bueno. Muchas gracias.

Me volví lentamente hacia la moto en la esperanza de que él añadiera algo, pero el hombre se limitó a permanecer de pie, observándome mientras me alejaba.

Tendría que recorrer diecinueve kilómetros. Les dije a Bruno y Antoine lo que iba a hacer y me lancé a la carretera. La cuesta era cada vez más acusada y el aire más fresco. Los árboles eran más frondosos y un alegre riachuelo discurría paralelo a la carretera. Unas cabras que regresaban a casa se asustaron y saltaron a una roca casi vertical cubierta de arbustos y una chiquilla la mitad de pequeña que ellas gritó y corrió tras los animales a la misma velocidad mientras su falda se agitaba al viento. En el lugar en el que la carretera se curvaba alrededor de un espolón de la montaña vi unas cuantas cabañas construidas con barro y cañas entre bananos en una plataforma del terreno colgada sobre el valle. Una india estaba removiendo con un azadón un campo de maíz. Le pregunté por «el hombre que compra la carne», pero ella sacudió la cabeza con impotencia. Más allá de aquellas chozas no se observaba la menor señal de presencia humana. Pasé el mojón que indicaba el kilómetro 33. La vegetación era más escasa y se observaban vastas zonas desnudas en la ladera de la montaña. Parecía absurdo suponer que un mayorista de carne pudiera tener su almacén en lo alto de una montaña. Mi turbación e indignación se convirtieron en una oleada de cólera. Había permitido que me dominara el deseo de la carne (y del jerez y las hijas) y eso me había vuelto estúpido.

Di media vuelta, guardando mi furia para el hombre que me había enviado a aquella loca empresa, decidido a enfrentarme con él mientras preparaba unas frases que le humillaran y le obligaran a decirme la verdad. No podía concebir que se hubiera inventado la existencia del comprador de carne, pero, al mismo tiempo, imaginaba sus carcajadas mientras yo ascendía rugiendo a la montaña.

Al pasar junto a Bruno y Antoine, apenas pude articular palabra. Sorprendentemente, el hombre se encontraba todavía de pie junto a la verja. Me observó igual que antes mientras me apeaba de la moto y me acercaba a él.

—No hay nadie allí arriba, señor —dije, apretando los labios.

—¿No ha podido encontrarle? —me preguntó.

—Allí no hay nada —dije—. Ni casa, ni gente.

Bueno —dijo él—. Hay un poco de carne. Venga conmigo, por favor.

Su expresión no revelaba la menor reacción ni el menor asomo de burla, pero me pareció que en su rostro se dibujaba cierto interés. Le seguí perplejo, cruzando la verja.

La casa se me reveló ahora en toda su gloria, pero era la gloria de la podredumbre total. Las ventanas sin marco me miraban inexpresivamente desde unas paredes desconchadas y agrietadas. Las persianas rotas colgaban de un gozne como si estuvieran borrachas. Un porche en otros tiempos magnífico estaba lleno de muebles rotos y cascotes y su techo de vigas de madera y yeso aparecía combado como el esternón de una ballena en estado de descomposición. Nos dirigimos hacia él, cruzando un descuidado patio lleno de barro. Una oleada de atléticos cerdos se cruzó en nuestro camino, haciendo escapar a unas asustadas gallinas en todas direcciones. En un oscuro rincón del porche una vieja india vestida de negro se encontraba sentada, devanando hilo y parecía como si toda su vida estuviera concentrada en sus dedos mientras el hilo de lana fluía de su mano derecha al girante carrete que sostenía en la izquierda. Había unos cuantos hombres y mujeres más jóvenes moviéndose o bien de pie, pero no pude saber si tenían algún propósito. La sensación de ruina era general y abrumadora.

El hombre de las manchas me pidió que esperara un momento mientras él entraba en la casa. Hubiera deseado entrar con él, porque no pude ver el interior aunque pude distinguir un plano de gran tamaño pegado a la pared. Era un diagrama con un título que decía «Cooperativa del 24 de Junio» y en él se detallaba la organización de la cooperativa con el presidente y su consejo en la parte de arriba y la cadena descendente de mandos y responsabilidades. Era lo suficientemente compleja para resultar interesante y lo suficientemente sencilla para ser creíble. En la lejana Lima, suponía que aquel trozo de papel debía haber impresionado a mucha gente. «Aquí tenemos nuestra “24 de Junio”. Como ven, nuestras reformas van por buen camino. La gente está empezando a aprovechar la tierra. Además, hay un bonito edificio para reuniones y actividades recreativas. El antiguo terrateniente me lo ha descrito. Es un amigo mío, ¿saben?…, un amigo de la revolución. Vive en Lima, claro, con sus cuatro perfectas hijas…».

Me pregunté si el hombre de las manchas sería el presidente. Entonces éste salió y me rogó que le siguiera. Mis anhelos se habían apaciguado y me sentía mucho más feliz. Mis sentidos se habían excitado como consecuencia de los espectáculos, rumores y olores que me rodeaban. Sorteamos el edificio principal, pasamos frente a unos cobertizos y dependencias exteriores y nos adentramos por un rastrojal cubierto de hierba que ascendía por la ladera. Al final, llegamos a un arracimamiento de chozas parecidas a las que yo había visto desde la carretera. Una india nos salió al encuentro, secándose las manos con su delantal bordado. Poseía un agradable rostro sonriente Tuve la extraña sensación de que éramos esperados, como si le hubieran comunicado por teléfono que íbamos a ir, idea ridícula.

Llevaba el negro sombrero de ala rígida encasquetado muy recto en la cabeza y el largo cabello oscuro peinado en dos trenzas. Ambos hablaron un rato en lengua india. Después el hombre me dijo:

—Ésta es mi mujer. Ella le mostrará la carne.

La mujer me volvió a sonreír y me acompañó a una choza más pequeña. La luz del exterior ya se estaba apagando y dentro estaba muy oscuro. Había un barril de pie con la parte superior abierta. Ella me lo indicó y vi que estaba lleno de carne cruda con costras de sangre seca. Sacó el primer trozo y lo levantó en alto para que lo examinara. Era una masa informe que pesaba muchos kilos. No podía adivinar qué parte del animal era, sólo podía decir que era de vaca.

—Es muy grande —dije.

Me indicó por gestos que buscara yo mismo. Dejé los guantes encima de un cesto c introduje las manos en aquel ensangrentado revoltijo. Al cabo de un rato, encontré un trozo que me gustaba más que los otros. No olía mal y no podía comprender cómo era posible que la carne se mantuviera fresca en medio del calor del día con todas las moscas alrededor y sin sal ni conservante alguno. El problema me fascinaba, pero mis conocimientos de español no eran lo suficientemente buenos para resolverlo.

El trozo de carne que había elegido parecía bastante horrendo y seguía siendo demasiado grande. El hombre lo colocó sobre el tocón de un árbol y lo cortó por la mitad con un hacha de madera. Su mujer trajo una balanza y pesó una de las mitades. Pesaba algo menos de dos kilos y yo pagué el precio que era la mitad del que se pagaba en las carnicerías cuando se podía encontrar alguna.

Me llevé el trozo sosteniéndolo con mis ensangrentadas manos, todavía en el convencimiento de que sería incomible. Tenía la impresión de estar viviendo la segunda parte de una compleja e inescrutable broma, pero ahora yo era un cómplice voluntario.

Antoine y Bruno no palidecieron de asco, tal como yo esperaba, cuando les mostré mi trofeo, motivo por el cual puse manos a la obra con mi cuchillo y la tabla de cortar que ellos tenían y conseguí encontrar en el interior del trozo tres excelentes bistecs. Guarde los fragmentos, libres de las costras, para preparar una sopa. Mientras trabajaba, descubrí una posible razón del porqué mis amigos parecían tan indiferentes. Cuando mantenía la cabeza inmóvil, se formaba frente a mis ojos una temblorosa nube, como una cortina de brillantes puntos demasiado cercanos para poder concentrar en ellos la mirada. Me cubrí el rostro con la mano y vi sangre en ella, mi propia sangre. Las moscas, porque de eso se trataba, eran pequeñas, silenciosas, numerosas y voraces sin medida. Sus cuerpos, cuando se lograba ver alguna, eran de color amarillo flan, pero apenas eran más grandes que las moscas de las frutas. Parecían abrirse paso en la piel de tal manera que la sangre brotaba en forma de gotas.

Nunca he podido hacer las paces con los mosquitos y éstos me han fastidiado en casi todos los lugares del mundo. Algunas personas que conozco han aprendido a permanecer impasibles. Me impresionaba ver al padre Walsh en Fortaleza, hablando tranquilamente o mirando la televisión mientras varios de los enormes mosquitos de lomo arqueado que hay allí se alimentaban muy satisfechos en su frente. En comparación con él, yo me agitaba como un espantapájaros en medio de un vendaval. Él decía que, puesto que no eran anóteles, no había peligro de contraer la malaria y, además, era absurdo matarlos cuando ya habían empezado porque la irritación era debida al anticoagulante que inyectaban primero. Si les dejabas tranquilos, lo más probable, decía él, era que volvieran a aspirar buena parte del veneno. Me parecía una explicación de lo más racional y piadosa y representaba exactamente el estilo de santidad pragmática que todos practicaban en São Raimundo.

Se podría pensar que, viajando constantemente y sabiendo que todas las molestias que surgían por el camino quedarían atrás muy pronto, uno hubiera tenido que aceptar más fácilmente estas menudencias. Pero no era así. Por lo menos, no en mi caso. Se podían soportar, pero no se podían apartar del pensamiento.

En cuanto a la teoría del anticoagulante, ésta tampoco me servía. Fueron los budistas quienes más adelante me hicieron comprender que, cuando esperas que te duela un lugar, éste se esforzará al máximo por dolerte. Cuando le permitía al mosquito que se alimentara de mí, nunca podía olvidar que estaba realizando un experimento y, como consecuencia de ello, siempre me dolía. Por eso utilizaba la mosquitera y agitaba los brazos y llegaba a una especie de equilibrio dinámico con los mosquitos.

Pero no con las moscas de Abancay. Eran para mí el equivalente en insecto de las pirañas y casi podía imaginarme sus mandíbulas provistas de dientes en forma de sierra, desgarrándome la piel. Coloqué la mosquitera cuanto antes y recé para que la malla fuera lo suficientemente fina para impedirles el paso. Tengo la suerte de no compartir el habitual horror por las cosas viscosas y resbaladizas que se arrastran por el suelo. Las serpientes, las arañas, los escarabajos y los gusanos no me inquietan y a menudo suscitan mi interés; en cambio, aquellas silenciosas devoradoras de mi carne me llenaban de repugnancia. Juré no volver a detenerme jamás en ningún lugar en el que hubiera alguno de aquellos diminutos monstruos y recé de paso una oración por los conquistadores.

Bruno dijo que había una mosca negra parecida en Paraguay y se mostraba más resignado al respecto mientras que Antoine no recuerdo que reaccionara visiblemente a este propósito.

Durante el crepúsculo, pasaron dos hombres a caballo en dirección a la casa, luciendo bufandas, sombreros de vaqueros y unos zahones de cuero llamados «pasamontaña». En aquel momento, recordé que había olvidado los guantes en la choza y les llamé, diciéndoles que acudiría por la mañana a recogerlos. En el fondo de mi mente se albergaba la idea de que era menos probable que desaparecieran si se sabía que iba a regresar por ellos. A la mañana siguiente, descubrí mi error.

Cuando llegué a la choza, no pude encontrar a la amable y sonriente mujer. Había una pareja desconocida.

—Sí, Luis tiene sus guantes para dárselos —dijo el hombre—. Ahora se ha ido a las montañas a cazar cochinillas y es imposible localizarle. Pero esta noche o mañana por la mañana, señor, esté tranquilo que se los traerá.

La larga conversación que siguió fue simplemente para expresar mi frustración ya que mis palabras fueron claramente infructuosas desde un principio. Al final, resultaba que la carne me había salido muy cara porque tardaría mucho tiempo en encontrar otro par de guantes apropiado. Me consolé pensando que la experiencia había sido valiosa, pero seguí maldiciéndome a mí mismo y maldiciendo a todos los indios sin discriminación. Después nos dispusimos a subir a la montaña.

La furgoneta no estaba en mejores condiciones que el día anterior. Nunca lograba arrancar en primera. En cuanto apareció el sol, empezó a calentarse demasiado y tuvieron que conducir con el casquete de la válvula abierto. Puesto que Bruno no podía ver por dónde iba yo, Antoine tenía que incorporarse y asomarse por la portezuela abierta, dándole instrucciones a Bruno. De esta improbable manera, ascendían por la montaña hacia el lugar en el que yo me encontraba sentado en alguna bonita roca junto a un río, observando y pensando. Pasé mucho rato entonces y más adelante, pensando en el comprador de carne. Muchos días más tarde averigüé que estaba prohibido por decreto que los productores vendieran particularmente la carne. Además, una semana de cada dos se declaraba «sin carne» para favorecer la exportación. Pensé que eso explicaba parte de la cuestión, pero no toda. Y seguí prestando atención a los rumores que el hombre de las manchas parecía escuchar. Tal vez, pensé, éstos también ofrecían inmunidad contra las moscas chupadoras de sangre.

La cuesta se iba haciendo cada vez más empinada y se podían ver unos vertiginosos precipicios desde la carretera. Los panoramas en aquellos grandes valles no tenían comparación con los de cualquier otro lugar y yo aprovechaba el paso de tortuga de Bruno para permanecer sentado tranquilamente, contemplando las lejanas cumbres y bancales y después todos los pequeños detalles que me rodeaban. A veces, unos pequeños rebaños de cabras me miraban tímidamente desde detrás de los árboles, desapareciendo con una risita y apareciendo de nuevo segundos más tarde en un lugar completamente distinto. Su fuerza y agilidad debía ser extraordinaria.

A medida que íbamos subiendo a una atmósfera más enrarecida, la furgoneta iba perdiendo potencia hasta que, al final, se agotó y no pudo seguir adelante. Y, sin embargo, teníamos la impresión de que debíamos estar cerca de la cumbre. Una vez allí, habría ciento cincuenta kilómetros o más de carretera llana y después una pendiente muy acusada para bajar. Teníamos que procurar llegar a la cumbre.

—Os voy a remolcar —dije—. Bueno, ¿por qué no? Casi tenéis suficiente potencia. La poca que yo os pueda dar suplirá la que falta.

Dio resultado durante un buen rato, pero después la moto empezó a calentarse desagradablemente y yo estaba pensando que tendríamos que buscar algún otro medio cuando vi a un grupo de personas frente a nosotros en la estrecha carretera sin asfaltar. Es una rareza, estoy seguro, ver una moto remolcando un coche montaña arriba, pero ellos eran todavía más raros, pensé yo. Estaban caminando, pero no tal como uno suele caminar para dirigirse a algún sitio o por el placer de hacerlo. Era una procesión que revestía cierto carácter religioso. Había un hombre delante que sostenía en la mano un objeto, pero no podía distinguir lo que era y, en cualquier caso, no lo sostenía con reverencia. Y, sin embargo, se respiraba una cierta atmósfera de fervor y éxtasis.

Detuve la moto y la furgoneta también se detuvo. Al final, el que iba en cabeza de la procesión llegó a nuestra altura y los otros se detuvieron a su alrededor como un grupo de personas satisfechas de su destino. El objeto que yo no había logrado identificar era el volante roto de un autocar. El conductor y los pasajeros habían escapado por los pelos de caer a un precipicio de cientos de metros y se hallaban sumidos en un estado de dicha absoluta.

Cuando explicamos lo que estábamos haciendo, el conductor se acercó a la furgoneta como un curandero y apoyó las manos sobre el distribuidor. Con un mínimo de alboroto, la potencia del motor aumentó en un cincuenta por ciento y pudimos ascender a la cima de la montaña.

Mi mayor preocupación al llegar el siguiente anochecer fue la de mantenerme lejos del alcance del «peligro amarillo». Varias veces, mientras ascendía más allá de Andahuaylas me detuve en algún idílico lugar hasta que, al cabo de unos minutos, aparecía la primera mosca devoradora de carne y yo seguía ascendiendo por la montaña. La altitud era la única defensa. Aquella noche dormimos en un alto valle, húmedo y verde y tan profusamente cultivado que apenas había espacio para nosotros. Bruno quería entrar en un granero vacío, pero el propietario dijo que encerraba allí a sus cerdos cuando llovía. Parecía que iba a llover y decidimos conformarnos con la hierba.

Al día siguiente, yo había planeado llegar a Ayacucho, un recorrido muy largo, y dejé a los demás muy retrasados. Ellos estaban mucho mejor equipados para viajar de noche y podían permitirse el lujo de llegar más tarde. La carretera volvía a bajar a un profundo valle, en un fenomenal descenso hacia el río Pampas donde volví a encontrarme una vez más entre espinos y cactos. La subida al otro lado del río era correspondientemente empinada y me condujo al cabo de varias horas a un altiplano situado a cuatro mil quinientos metros de altitud. Unos rebaños de llamas se dispersaron al llegar yo y constituyeron un serio peligro porque, en lugar de huir del riesgo, algunos animales aislados corrían hacia el rebaño, cruzándose a menudo en mi camino. Vi unas águilas y, por primera vez, el ave más grande del mundo: el cóndor. Estaba planeando a cierta distancia y su tamaño no era perceptible hasta que agitó, tan sólo una vez, sus alas de más de tres metros y medio. Su apariencia mientras se movían hacia arriba y abajo no dejaba lugar a ninguna duda. Era un monstruo volador, un espectáculo impresionante.

La carretera discurría por esta alta meseta de rocas y arbustos hasta mucho más allá de lo que el mapa indicaba. Notaba que estaba bajando la temperatura y temía que no me alcanzara el combustible. El sol ya casi se había puesto y me azotaba los ojos, deslumbrándome tal como me ocurría siempre que estaba preocupado por hacer un buen tiempo y sortear los baches. Entonces encontré un camión, el único vehículo que había visto, y, milagrosamente, al conductor le sobraba gasolina.

Efectué el largo descenso hasta Ayacucho en la oscuridad. Ayacucho es una importante ciudad de la historia peruana. Allí se libró una gran batalla y tiene mucho interés turístico. Había un sencillo pero agradable hotel, con un patio y fuentes y pasillos embaldosados. Me dieron una habitación para mí solo por setenta soles. El precio habitual era de ochenta soles.

—Para esos que llegan en coche, ochenta. Pero ésos en moto son muy hombres —dijo el recepcionista con una sonrisa.

En otras palabras, los automovilistas pagan toda la tarifa, pero a los héroes se les hace un descuento.

Pegado al hotel había un café-restaurante. Se había añadido con posterioridad y, comparado con el hotel, resultaba vulgar y estaba lleno de moscas. Reflejaba la general indiferencia a las normas corrientes en cuanto a la comida y las bebidas, una indiferencia nacida de la escasez. Era absurdo que uno cediera a la tentación de querer un bistec, una cerveza fría o un huevo frito con mantequilla. Era más que probable que uno no pudiera obtener lo que quería.

En América del Sur, el español se llama castellano y las dos palabras más importantes en castellano lo expresan con una brevedad muy superior a la anglosajona.

No hay.

—¿Cerveza? —pregunté.

—No hay cerveza.

—¿Bistec?

—No hay.

—¿Qué tienen ustedes?

—Huevos con arroz.

—Quisiera unos huevos con mantequilla, por favor.

—Mantequilla no hay.

—Bueno, pues, tráigame una «Coca-Cola» y café.

El camarero me trajo una «Pepsi» (que todavía me gustaba menos) y dos jarras. Una jarra contenía agua caliente. La otra, una pequeña vasija de cristal, parecía contener en el fondo aproximadamente unos tres centímetros de salsa de soja.

—¿Dónde está el café?

El camarero me señaló despectivamente la salsa negra.

—¡Aquí está!

Era esencia líquida de café, algo que no había visto desde que Hitler había sometido a bloqueo a las Islas Británicas. Suponía que se extraía de la tierra en tiempos de emergencia nacional.

No había tomado una taza de verdadero café desde que había abandonado Argentina, pero, por lo menos, había podido tomar café en polvo. Por regla general, el bote se traía a la mesa con la vana pretensión de que era auténtico Nescafé. En los lugares más finos, tenían unos cestitos de mimbre hechos especialmente para colocar el Nescafé, como si fuera un vino precioso.

En Chile, Bolivia, Perú, Ecuador e incluso en buena parte de Colombia, no hay verdadero café. En Ayacucho, sin embargo, alcanzamos el nivel más bajo.

Trabé conversación con un agente de la propiedad inmobiliaria norteamericano que había decidido tomarse unas vacaciones en medio de la recesión económica americana. Me pareció bastante bondadoso hasta que le pregunté qué estaba haciendo. Entonces se lanzó a un frenesí de frases acerca de «comunidades de campos de golf y situaciones de alta densidad que proporcionan magníficas posibilidades panorámicas». En las espartanas circunstancias de Ayacucho, la irrealidad de las propiedades inmobiliarias era extrema.

Bruno y Antoine me encontraron allí más tarde, oyendo los comentarios acerca de la posibilidad de situaciones panorámicas a finales de 1975 en la zona de Florida. Me trajeron más noticias de la tierra del No Hay. Nos encontrábamos en una situación de escasez de combustible. Ayacucho se había quedado sin gasolina.

Por la mañana, recorrimos las estaciones de servicio a la espera de un milagro y, poco antes del almuerzo, lo conseguimos. Había llegado un camión cisterna. Y, junto con él, la noticia de que la habitual ruta a Huancayo estaba inundada a causa del desbordamiento del río Mantaro. La otra ruta era larga y tortuosa y nos llevaría por lo menos dos días.

Cuarenta kilómetros más allá de Ayacucho, un clavo me pinchó la llanta posterior. Había dos orificios en la cámara de aire, y me pasé una hora y media reparándolos con gran cuidado porque tenía que habérmelas de nuevo con unos parches muy poco seguros y no tenía cámara de repuesto. Pasó un camión repleto de pasajeros indios. Escuché los habituales gritos de «gringo», acompañados de burlones comentarios en idioma indio. Mientras me incorporaba, una masa de barro mojado se estrelló contra mi camisa y cayó en el billetero abierto que llevaba ajustado al cinturón. En aquellos momentos, no me hizo gracia.

Los indios peruanos, en conjunto, mostraban una apariencia muy apática y agobiada a causa de las fatigas y de su triste pobreza. El color y la vitalidad de sus tejidos siempre me parecía en directa contradicción con sus vidas como si la inspiración que los había creado hubiera muerto siglos antes y los dedos se limitaran simplemente a reproducirlos por alguna curiosa mutación genética. A veces, su apatía cedía el lugar al resentimiento, dirigido principalmente contra los gringos. Aunque habían sido los españoles quienes en otros tiempos habían puesto sus tacones sobre los cuellos de los indios, el yanqui era ahora el enemigo. Y todos los viajeros europeos sufrían las consecuencias.

Bruno y Antoine habían estado guisando mientras yo trabajaba y comí algo con ellos rápidamente. Nos encontrábamos a mucha altitud y esperábamos bajar mucho antes de detenernos. Cuando retiré la moto del soporte, la llanta volvió a aflojarse. Probé a echar mano de mi último recurso, un bote de aerosol para reparaciones de pinchazos que llevaba para casos de emergencia. Me parecía que aquello era una emergencia.

Inflé la espuma de látex y emprendimos la marcha. Quince minutos después el neumático estaba de nuevo desinflado. La vida podía ser así; una maldita cosa tras otra. Volví a inflarlo y rodé por espacio de otros quince minutos. La cosa se prolongó unas dos horas; treinta minutos de marcha, seis minutos dedicados a inflar y yo adelantándome a toda velocidad en la noche en un esfuerzo por mantener un promedio decente.

El aire era perceptiblemente más tibio cuando llegamos a Pilpichaca y nos detuvimos en un pequeño café del borde de la carretera, disfrutando de la compañía de los propietarios y sus hijos, pero nos encontrábamos todavía a cuatro mil trescientos metros de altitud y yo tenía que pasar una gélida noche en la tienda.

Por la mañana, los otros se adelantaron mientras yo introducía una cámara de aire de rueda frontal de cincuenta centímetros en mi neumático posterior de cuarenta y cinco centímetros; la solución más obvia a mi problema. Después me dispuse a darles alcance.

La carretera bordeaba un lago y se observaban cumbres nevadas en la distancia. Los panoramas eran extraordinarios por doquier y hubieran sido inolvidables de no haber habido tantos. Sin embargo, la carretera sin asfaltar era variable y difícil, a veces con el piso desmenuzado y resbaladizo, mojado, pedregoso y acamellonado, con muchas sorpresas repentinas en las curvas. En una de ellas no tuve más remedio que caer en un cenagoso agujero. Tardé mucho rato en sacar la moto, tras haber descargado todo el equipaje diseminado a mi alrededor. Por regla general, me hubiera mostrado más estoico al respecta, pero había un camión estacionado a escasa distancia y el conductor me vio luchar. Le llamé, pero no me hizo caso y comprendí claramente que pensaba que me las arreglara yo solo. Me amargué al reflexionar acerca del comportamiento indio y me pasé buena parte del día sumido en indignos pensamientos de odio hacia ellos.

Al final, sin embargo, los soberbios paisajes de Huncavelica me libraron de mi depresión. Me tendí un rato entre unas rocas de extraños y brillantes colores, esculpidas por el viento que les había conferido la forma de criaturas míticas y noté que penetraba en mi interior la benigna fuerza de las laderas. El recorrido hasta Huancayo fue muy largo y agotador, con un kilómetro tras otro y una hora tías otra de acusadas pendientes. Me dolían los brazos y las rodillas a causa del esfuerzo de mantener el cuerpo sobre el sillín y los frenos y las marchas se esforzaban por mantener la moto a una velocidad razonable sobre las pedregosas superficies, pero yo volvía a sentirme fuerte y en forma y llegué antes del anochecer, feliz y lleno de los esplendores de los Andes.

Era demasiado tarde para encontrar a Bruno y Antoine que tenían una dirección a la que acudir en las afueras de la ciudad. En cambio, yo me fui al «Tourist Hotel», un sitio de bastante categoría, en el convencimiento de que me tenía bien ganado aquel lujo. Era un hotel de montaña destinado a una clientela acaudalada que pretendiera descansar lejos de Lima. El restaurante era espacioso y correcto, con los correspondientes manteles y accesorios y un menú en francés. Entró una pareja inglesa de mediana edad con dos mastines ingleses sujetos con correas. Sus prendas de tweed y sus modales anunciaban su nacionalidad antes incluso de que hubieran hablado y yo aguardé expectante una confirmación de mis suposiciones. El hombre miró a su alrededor, miró inquisitivamente a su consorte y pronunció unas palabras surgidas directamente de las trincheras de la primera guerra mundial.

—¿El mismo agujero? —preguntó.

Hubiera sido difícil imaginar una frase más elocuente, siempre y cuando uno conociera la clave.

Bruno, Antoine y yo nos reunimos de nuevo para efectuar juntos el último tramo del descenso a Lima. Éste se inclinó en la última cumbre, y allí, en Morococha, bajo una lluvia de sucia aguanieve, vi lo que debía ser el mayor desastre ecológico del mundo. La peor ciudad minera de Gales no hubiera podido competir en su peor época. Lastimosas hileras de míseras casitas, escuálidos apartaderos ferroviarios, fábricas vomitando acre humo, enormes montones de escorias arrojando terribles y venenosos desechos a los charcos de agua estancada en los que unos niños andrajosos chapoteaban descalzos, todo ello en medio de unos ventisqueros no derretidos de amarillenta nieve y un frío muy intenso. La traicionera carretera estaba destrozada y la imagen de aquel lugar perduró en mi recuerdo como el símbolo supremo de la forma en que las vidas de los hombres pueden degradarse en medio de una belleza natural tan impresionante. Crear tanta suciedad a más de cuatro mil metros de altitud constituye toda una hazaña diabólica.

Los de la Lucas me recibieron muy bien en Lima y me ofrecieron una cómoda hospitalidad mientras Bruno se alojaba en casa de unos funcionarios de la Embajada francesa. Yo saqué el mono y me dediqué a efectuar algunas reparaciones menores, tras lo cual empecé a pasear sin rumbo por la ciudad.

Por una vez, mis presentaciones particulares me fallaron. Una amiga de unos amigos me dijo por teléfono que, por desgracia, no podía hablar conmigo porque estaba almorzando. Otros utilizaron su hospitalidad como arma defensiva, como diciendo: «Te hemos permitido sentarle en nuestra espléndida casa, te hemos ofrecido todo lo que puedes comer y beber, por consiguiente, no puedes exigirnos más. Adiós». No era una actitud deliberada, pero aquellos exponentes de la alta sociedad de Lima daban muestras de un celoso orgullo tan acentuado que no quedaba lugar para los sentimientos naturales. No era de extrañar que se me antojaran estrechos de miras y presuntuosos y que, al final, acabara sintiendo simpatía por los indios que tenían que soportar todo el peso de su arrogancia.

Bruno perdió a su pasajero Antoine en Lima y siguió el viaje solo con su «4L». Acordamos seguir juntos. Durante las cuatro semanas que habíamos transcurrido en la montaña parecíamos haber llegado a un entendimiento casi perfecto. Yo ya no experimentaba aquel temor de perder el contacto con la gente que nos rodeaba. Dadas las diferencias entre nuestros vehículos, nos pasábamos buena parte del rato viajando solos y ya habíamos demostrado varias veces que ninguno de nosotros estaba dispuesto a protestar por lo que hiciera el otro. Estábamos dispuestos a correr peligros, cada uno a su manera, y nos reuníamos para comer o acampar juntos, comprar comida o a veces compartir el precio de una habitación de hotel y, naturalmente, para hablar. No era lo mismo que viajar solo, pero tengo que reconocer que la áspera indiferencia de las personas con las que me había tropezado hasta entonces hacía que me alegrara de la compañía. Resultaba cansado meditar acerca de la gente. Viajar con Bruno era como una fiesta.

E íbamos a viajar bordeando la costa del Pacífico.

Habría pescado, más pescado del que jamás hubiéramos visto. Todo el mundo nos lo decía. Bastaba con sujetar un imperdible a un trozo de cuerda para pescar un pez. ¡Y cangrejos! Abundancia de grandes y carnosos cangrejos. ¡Langostas! Deliciosas, frescas, baratas. ¡Y ostras! Las ostras, decían, eran tan grandes como platos. Eran extraordinarias, jugosas, llenas de sabor y cada una de ellas tan alimenticia como un bistec.

Habría cientos de kilómetros de playas desiertas donde nunca llovía y nosotros íbamos a circular tranquilamente por la costa, durmiendo al aire libre, alimentándonos con los productos del mar, ahorrando dinero y pasándolo estupendamente bien.

Tardamos demasiado en abandonar Lima y en adentrarnos por la autopista Panamericana. Habíamos considerado que era mejor alejarnos lodo lo que pudiéramos de la capital el primer día, antes de buscar una playa, pero, al anochecer, sólo habíamos recorrido unos ciento cincuenta kilómetros y lo peor era que nos encontrábamos en una parte de la carretera que se apartaba de la costa. Había caminos sin asfaltar que conducían al mar y tomamos uno de ellos en la esperanza de poder encontrar una playa a tiempo, pero, al parecer, estábamos atravesando un páramo artificial o un campo de adiestramiento del ejército. Habían unos caminos que se entrecruzaban y unas señalizaciones con unos nombres y unos números que no nos decían nada y, al anochecer, vimos unos faros delanteros iluminando grandes distancias y oímos rumor de motores. Llegamos todo lo lejos que pudimos, pero no encontramos ninguna playa. Vimos dos postes de señalización muy cerca el uno del otro, colocamos nuestras hamacas entre la baca del «4L» y los postes, cenamos y nos fuimos a dormir. Durante la noche, pasaron lentamente varios grandes y ruidosos camiones y por la mañana vimos que nos encontrábamos en una vasta extensión de depósitos naturales de sal. En realidad, nos hallábamos detenidos a pocos cientos de metros del mar y bajamos al agua, descolgándonos por un farallón. No había playa, sino tan sólo muchas rocas amontonadas al borde del océano y algunas pequeñas extensiones de arena. Vimos muchos cangrejos en todas las rocas, grandes cangrejos rojos y negros, pero ¿cómo íbamos a cogerlos? No teníamos red ni cebo. Aún no habíamos comprado siquiera una caña de pescar. Nos parecía, sin embargo, que, si hubiéramos logrado acercarnos subrepticiamente a una roca, tal vez habríamos podido coger uno con un arma adecuada antes de que se diera cuenta del peligro.

Bruno tenía algo parecido a una lanza y nos pasamos un rato encaramándonos a las rocas, lanzándonos contra los cangrejos y fallando por un pelo, pero fallando siempre. Observé que Bruno estaba furioso. Le fastidiaba ser derrotado por un cangrejo. Para entonces ya nos habíamos dado cuenta de que no se trataba de los grandes, jugosos y comestibles cangrejos que nos habían prometido, pero ahora nuestro esfuerzo se había convertido en un deporte desesperado. Bruno corrió a la furgoneta y regresó con una cara terrible y un diminuto revólver niquelado en la mano. Había llegado el momento de apartarme del camino.

Con cara de cangrejo, se encaramó a las rocas y efectuó varios disparos, pero sin éxito. Al final, consiguió acorralar a un enorme cangrejo en una grieta. Ambos miramos y vimos a aquel insolente monstruo inmóvil allí, apuntándonos con sus ojos y mascando lentamente y sin cesar. Se le podía disparar a quemarropa. Bruno disparó una y otra vez y el cangrejo siguió mascando hasta que el cargador se quedó vacío. Entonces el cangrejo dio media vuelta con aire despectivo y desapareció. No es que no le hubiéramos atrapado, es que él no se había inmutado.

Aquel día recorrimos más de trescientos kilómetros, casi hasta Chimbóte, pero no pasamos por ninguna localidad lo suficientemente importante para encontrar equipos de pesca. Pero encontramos una playa. Se extendía hasta el horizonte, en baja marca, y había una densa manta de algas marinas que definía el límite de la alta marea. El olor que se percibía era increíblemente fortificante y yo siempre pensé que era una cualidad especial que poseía el Pacífico. Una pequeña choza de paja con chimenea se levantaba sola y desierta en la playa, pero, por lo demás, no se observaba ninguna otra señal de que aquella playa fuera conocida por el hombre. Encontramos unas maderas arrojadas a la playa por el mar y encendimos una hoguera, pero, a falta de pescado, cenamos huevos, arroz y cebollas, muy sabroso, pero prosaico.

Por la mañana comprobamos que la furgoneta se había quedado atascada en la arena. Mientras estábamos esforzándonos por eliminar el obstáculo mediante una pala, unas cuerdas y unas ramas, apareció inesperadamente una muchacha desde detrás de una baja formación de arenisca. Se la veía bastante polvorienta y su vestido negro sin mangas no se ajustaba exactamente a su sujetador. Nos pidió que la lleváramos a Chimbote, diciendo que un hombre la había abandonado allí al negarse ella a hacerlo.

Bruno la acomodó en la furgoneta y ella nos indicó dónde comprar cañas de pescar, anzuelos y plomadas. Unos muchachos nos vendieron un puñado de enormes gusanos que estaban desenterrando en la arena y nos dispusimos a encontrar peces.

Nuestros primeros esfuerzos no fueron afortunados. En Puerto Mori tuvimos que pagar peaje para pasar a la playa y no pescamos nada. Al día siguiente, más allá de Trujillo, volvimos a fracasar. No había más que playas de guijarros. A ambos se nos enredaban constantemente los sedales y yo acabé perdiendo el mío. Esta vez, sin embargo, habíamos adoptado medidas contra el fracaso y habíamos comprado un enorme pescado en el mercado. Pesaba un kilo y medio y era una especie de mújol. A la parrilla estaba delicioso y nos atiborramos hasta quedar atontados. Yo, por lo menos, me estaba acostumbrando a la idea de que una cosa era pescar y otra muy distinta comer pescado, pero el sabor nos sirvió de estímulo.

A la noche siguiente encontramos una playa cerca de una aldea de pescadores y vimos que estaban llevando unos cestos de pescado a la orilla. No tuvimos la menor dificultad en comprar uno, pero seguíamos sin pescar nada. Absolutamente decidido a conseguir algún botín gratuito del mar, clavé mis voraces ojos en unos pequeños cangrejos que estaban correteando por la playa.

—Si consiguiéramos unos cuantos —dije—, tal vez pudiéramos preparar una sopa.

Observé que en los ojos de Bruno se encendía el mismo destello.

Allons-y! —gritó éste.

En la oscuridad, con la ayuda de una linterna, rodeamos varias docenas de aquellas miserables y deslumbradas criaturas. El resultado de toda aquella matanza fue bastante incomible. Llenos de vergüenza, recogimos los patéticos miembros diseminados a nuestro alrededor y los enterramos. No obstante, el inconsciente colectivo del mundo de los cangrejos no tardó en vengarse. Al día siguiente, me adentré en el agua y percibí en el pie un dolor intenso provocado por unas pinzas. Me pasé una hora sufriendo un agudo dolor y pensé que probablemente me iba a morir.

Llegamos a la conclusión de que ya era hora de que probáramos algunas de las restantes delicias del Pacífico.

—En Chiclayo —dijo Bruno— está el «Tourist Hotel» en el que podremos comer ostras y langostas. Será maravilloso. Me han hablado de ello. Ostras y langostas con vino blanco frío. Prepárate.

Tuve que reconocer que el hotel florecía un aspecto prometedor. La entrada era impresionante y los camareros lucían blancas chaquetas almidonadas. Había manteles y, maravilla de maravillas, bollos de pan blanco.

—Camarero —le dije a uno que se estaba acercando con un menú—, queremos ostras, ostras tan grandes como este plato.

—No hay —contestó.

—En este caso —dijo Bruno con aire de gran señor—, tomaremos langosta.

—No hay —replicó el camarero, ofreciéndonos camarones rebozados.

Examinamos el menú. Sabíamos que no valía nada, pero no podíamos soportar la idea de tener que reconocer que el festín había quedado anulado. Los camarones eran muy caros. Eran congelados casi con toda certeza, pero los pedimos.

—Y una botella de vino blanco —dijo Bruno.

—No hay vino —dijo el camarero despectivamente.

Sea como fuere, los camarones no valían nada. Los habían frito en una especie de buñuelos de harina y el cocinero se había olvidado de echar los camarones.

Nos fuimos más pobres, pero más sabios. Al llegar al siguiente semáforo, un adormilado conductor peruano me embistió por detrás, rasgándome una de las bolsas, abollándome el depósito y arrojándome al suelo. Fue un mal día. Armé un tremendo alboroto y, al final, la gente se puso de mi parte. El automovilista soltó a regañadientes un billete de cien soles, me lo dio y se alejó a toda prisa. Amarré la bolsa desgarrada y me fui con los cien soles a una licorería donde le compré a un hombre una botella de vino. Por consiguiente, el día también nos había traído algo bueno, aunque en modo alguno hubiera terminado todavía.

Nos dirigimos a Paita que me sorprendió agradablemente por ser una ciudad francamente hermosa con antiguos y elegantes edificios de estructura de madera. Por desgracia, el hotel era el más feo de todos los edificios y, además, era demasiado caro, por lo que cenamos pollo y decidimos dormir al aire libre. Recordé los postes de telégrafos que había visto al entrar en la ciudad y nos dirigimos allí para tender nuestras hamacas entre un poste adecuado y los extremos opuestos de la furgoneta.

Mientras me estaba durmiendo, un crujiente rumor me molestó, pero antes de que me diera tiempo siquiera a identificarlo, el poste se vino abajo. Yo tenía la cabeza junto al poste mientras que Bruno estaba durmiendo con la cabeza en el extremo de la furgoneta. Bajo la luz de la luna, vi cómo el poste caía directamente sobre Bruno y el aislamiento de porcelana le golpeaba la cabeza. Me horroricé tanto imaginándome el peso del poste bajo el reluciente revestimiento superior que ni siquiera me percaté de que había caído al suelo.

Durante uno o dos segundos, Bruno se quedó mortalmente inmóvil mientras yo trataba de levantarme entre toda la maraña de la hamaca. Después despertó. Dijo que no había notado nada. Asombrado, pero tranquilizado, empecé a reflexionar acerca de lo que iba a pensar la policía de Paita en caso de que se descubriera que habíamos cortado las comunicaciones y decidimos abandonar rápidamente aquel lugar. Deteniéndonos únicamente para ponernos los pantalones y colocar nuestras cosas en la furgoneta, nos alejamos rápidamente a ocho kilómetros de distancia. Entonces se rompió un fusible y la moto se detuvo sin previa advertencia por primera vez en todo el viaje.

En la esperanza de habernos alejado del alcance de la sospecha, nos detuvimos para dormir. A la mañana siguiente, regresé al escenario de nuestro «crimen» para recoger una cuerda que a Bruno le faltaba. El incidente me había dejado perplejo y me preguntaba por qué habría caído el poste y por qué no le habría partido la cabeza a Bruno. La cuerda estaba allí. El poste estaba tal como nosotros lo habíamos dejado y toqué uno de sus extremos. Era tan ligero como el corcho porque las termitas lo habían devorado enteramente por dentro, dejando sólo una fina cáscara.

Aquel día recorrimos un largo camino en dirección al norte y ya nos estábamos acercando al Ecuador sin que hubiéramos encontrado todavía la idílica playa. Llegamos entonces a un paisaje surrealista de formaciones de piedra arenisca azotadas por el viento en el que unos pozos de petróleo brillaban y se inclinaban misteriosamente en la soledad como una colonia de seres extraterrestres. Cuando la carretera giró de nuevo hacia el océano después de Talara, miré hacia abajo y vi una amplia bahía suavemente curvada y cercada por unos promontorios, una preciosa playa que se elevaba hasta un farallón, dos pequeñas barcas de pesca de brillantes colores varadas en la playa, otras dos ancladas en la bahía y ninguna otra señal de seres humanos o de casas.

Bajé hacia la playa y me disolví en su belleza. La arena era suave y estaba intacta bajo el farallón, lavada por el océano y sin ninguna línea divisoria de algas, capaz de atraer a irritantes insectos. A lo largo de una parte de la playa, unas piedras negras se elevaban en la arena. La marea las había pulido y vaciado en unas elegantes formas geométricas tan encantadoras en sí mismas, pero también tan deliberadas y precisas que casi podía imaginarme a la Naturaleza diciendo en tono burlón: «Asígnales una función, por favor».

Otras rocas más grandes se levantaban en el océano y ofrecían unas buenas plataformas para pescar. Unas grandes bandadas de pelícanos grises volaban tranquilamente a algunos metros de la orilla, zambulléndose de vez en cuando como bombas emplumadas para demostrarnos que había peces. Los rabihorcados permanecían como en suspenso en el cielo, clavando sus hermosas siluetas negras en el puro azul. El Pacífico se extendía sereno y hermoso bajo el sol de la tarde y los farallones brillaban con unos tibios reflejos rosados.

Bruno me siguió y estacionó la «Renault» en una dura plataforma situada junto a la cara del farallón, resistiendo por una vez la tentación de correr y hundir irrevocablemente la furgoneta en la azucarada arena. Descargué el equipaje de la moto y me construí un nido en la arena. Era totalmente innecesario, hubiera podido hacerlo más tarde o no hacerlo en absoluto, pero necesitaba hacer algo para marcar mi llegada y hacer valer mi derecho.

Después nos dedicamos a pescar, yo desde las rocas y Bruno nadando hasta uno de los botes que se encontraban anclados. No pesqué nada, pero me sentí lleno de paz y placer. Una hora más tarde, levanté los ojos y vi un automóvil de la policía detenido detrás de la «Renault» con la luz roja dando todavía vueltas en la capota. Dos policías se encontraban de pie junto a la furgoneta con aire bastante tranquilo y Bruno se estaba acercando a nado a la orilla. Decidí quedarme donde estaba. Era un fastidio. No pude evitar relacionarlo con lo del poste del telégrafo que habíamos derribado, pero prefería no hablar con los agentes.

De vez en cuando, miraba de soslayo. Bruno parecía estar hablando con ellos amistosamente. Dos pescadores pasaron junto a mí, llevando varios peces de gran tamaño, y se detuvieron un rato para participar en la discusión. Después los pescadores siguieron adelante. Los policías subieron de nuevo a su vehículo y se alejaron. Bruno se acercó de nuevo a la orilla y alcanzó a nado los botes.

Más tarde, Bruno me mostró su pez. Era una cosa enorme con unos discos dorados que brillaban en su metálica piel, llamada sierra. Pero no lo había pescado él. La policía les había requisado dos a los pescadores y nos había cedido uno a nosotros.

—¿Qué quería la policía? —pregunté.

—Cualquiera sabe —contestó él, encogiéndose de hombros—. Es posible que vengan cada día por pescado fresco. Me han advertido de que no me aleje demasiado. *** Nada

Era un extraño acontecimiento sin sentido. No tuvo ninguna repercusión, pero yo tampoco lo olvidé jamás. La sierra era uno de los pescados más apreciados de aquella costa y nos debimos comer como unas dos libras, perfectamente asadas a la parrilla. Me recliné para disfrutar del té y de los cigarrillos, sintiéndome exquisitamente en paz con el mundo.

Hasta Bruno se mostraba insólitamente tranquilo. Era un buen viajero, resistente e inquisitivo y (hay que decirlo) insólitamente dúctil para ser francés. Pero tenía veinticuatro años y mucha vida por delante y un poco más de prisa que yo. Aquella noche parecía dispuesto a dejar que el tiempo permaneciera inmóvil.

—¿A quién le apetece estar en París en una cochina caja? —dijo—. Ojalá no tuviera que regresar.

—¿Por qué vas entonces? —pregunté.

—No lo sé. Es algo que se espera. Es el sistema… y hay que dividir la granja familiar ahora que mi padre ha muerto.

—Pero no quiero fastidiarme en aquella maldita máquina, encerrado en una caja para el resto de mis días —dijo enfurecido.

Los franceses llaman «caja» a cualquier negocio, lo cual es una de sus mejores ideas.

—Había un hombre en Paraguay, en el Chaco, un francés. Yo le admiraba mucho. Era autodidacta y se había hecho a sí mismo, vivía en su propio mundo, rodeado de libros y en su granja. Pero su mente era extraordinaria. Se lo inventaba todo y sus ideas eran originales y maravillosas. Ésta es la vida que envidio, pero yo nunca podría hacerlo solo. Supongo que no tendré más remedio que conseguir un trabajo durante algún tiempo… no es fácil actualmente.

Tendido sobre la tibia arena de la playa bajo las estrellas, parecía una locura pensarlo siquiera.

Nos quedamos otro día y otra noche. Yo me pasaba algunos ratos sentado, estudiando a los cangrejos. Eran pequeños y vivían en unos agujeros separados entre sí unos treinta centímetros. Alrededor de los agujeros se observaban unas curiosas señales que parecían las huellas de las patas de muchos pájaros y que ya al principio me habían llamado la atención. Esperé a ver qué eran. Al cabo de un rato… los cangrejos empezaban a emerger, asomando sus ojos de periscopio brillantemente coloreados antes de atreverse a salir del todo. Casi invariablemente, cada cangrejo llevaba una bolita de arena bajo un brazo, cosa que me recordaba a un jugador de fútbol americano a punto de efectuar una carrera. Algunos cangrejos daban un puntapié a la bola, otros caminaban un poco y después la desintegraban. En cualquiera de los dos casos, después aplastaban la arena suelta con sus pinzas, dejando aquellas señales que yo había observado.

Frente a mí había tres agujeros que formaban un triángulo. Un cangrejo se encontraba detenido tranquilamente en la boca de su agujero, vigilando los otros dos. Cuando aparecía otro cangrejo, el primero se acercaba a toda prisa, pero nunca conseguía llegar allí antes de que el otro se hubiera ocultado de nuevo en su agujero. Al cabo de muchos intentos infructuosos, el agresor decidía adoptar una solución final. Llenaba ambos agujeros de arena y después los pisoteaba hasta hacerlos desaparecer. Esperé un buen rato para ver si alguno de los cangrejos enterrados aparecía de nuevo, pero no volví a verlos.

No tenía idea de lo que era aquel juego, pero, a pesar de su carácter extraño, el episodio me resultó desagradablemente familiar.

Desde la playa, la carretera conducía casi directamente al Ecuador. Justo hasta la frontera, el pasaje seguía siendo yermo y sin lluvias. Inmediatamente al otro lado, nos vimos envueltos por una lujuriante y húmeda vegetación, hierba que llegaba hasta la cintura, tierra pantanosa, carreteras llenas de fango y kilómetros y más kilómetros de plantaciones de bananos.

En Quito nos alojamos en casa de dos franceses que estaban cumpliendo el servicio militar en calidad de profesores adscritos a la Embajada. De entre todos los lujos que nos ofrecieron, lo que más agradecimos fue la alta fidelidad. Nos pasamos toda una tarde reclinados en el salón con el aparato a todo volumen, poniendo una y otra vez la misma grabación de la obertura de Tannhӓuser de Wagner hasta que nos emborrachamos y nos quedamos saturados.

Los profesores, por su parte, a pesar de su hospitalidad, resultaban mucho menos satisfactorios. Uno de ellos era especialmente grosero. Todos bromeábamos a veces acerca de la ineptitud de los suramericanos, pero él no tenía sentido del humor.

Il faut les supprimer —decía una y otra vez.

«Hay que eliminarlos». Cuando comprendí que estaba hablando en serio de exterminarlos como si fueran sabandijas, me puse bastante nervioso y me alegré de marcharme.

En Quito, en una encrucijada, conocí a dos estadounidenses que conducían una «Norton Commando». Todos nos detuvimos, cediendo a un capricho, y nos pasamos un rato charlando en un café. El encuentro nos llevó a pasar diez días con ellos en una hacienda que compartían con otras personas en las cercanías de Otavalo. Fue una experiencia encantadora, entre otras cosas porque estuvimos allí el tiempo suficiente para conocer y hablar con algunas de las muchachas indias que venían a ayudar en los trabajos de la casa y el jardín. Hasta Bruno supo contener muy bien su impaciencia. Los estadounidenses, Bob y Annie, me causaron una profunda impresión. Estaban considerando en aquellos momentos la posibilidad de casarse. Incluso intentaron de veras cumplir su propósito en la cercana ciudad, pero fueron derrotados por los requisitos que se exigían para la residencia. Por consiguiente, eran felices, desde luego, pero su felicidad poseía unas insólitas características de claridad y profundidad, como un sereno estanque que invitara a otros a zambullirse y a compartir el placer.

Algunos días más tarde, me hablaron de un rancho situado al norte de San Francisco y de unas personas a las que pensaban que me agradaría conocer. Comprendí que se trataba de algo significativo para ellos, pero se mostraban deliberadamente vagos y no les quise hacer preguntas. Tenía la dirección de unos amigos en la que podríamos volver a encontrarnos en California y la guardé para aquel momento. Siempre me pareció extraña más adelante la manera aparentemente fortuita en que nos habíamos conocido. Fue uno de aquellos encuentros que, aunque ahora lo considere retrospectivamente, debió de ser una pura casualidad que cambió mi vida.

Los Andes se negaban decididamente a dejar de ser interesantes. Al norte del Ecuador, resultaban más hermosos que nunca y se extendían hacia Colombia. Desde Ipiales a Pasto y a Popayán, hubiera estado dispuesto a jurar que nunca vería nada más bello que aquellas enormes laderas recubiertas de verdor y de llores de brillantes colores. Las casas eran más evolucionadas y su estructura era de lo más agradable, construidas alrededor de patios y con tejados de tejas rojas que se extendían sobre porches. A diferencia de Perú, Colombia era un país suave y habitable, con ríos y cascadas y buena tierra aparentemente por todas partes.

Tenía fama también de ser el más peligroso de aquellos países. Por toda la América del Sur, había estado acumulando relatos acerca de lo que les ocurría a los viajeros en Colombia. Robos a mano armada de noche, turistas muertos a tiros en sus habitaciones de hotel, dedos cortados para robar los anillos, relojes arrancados de las muñecas, toda clase de audaces hurtos tras los cuales los ladrones se daban a la fuga y un récord de asesinatos y violencia por motivos particulares sin comparación en la historia moderna.

Desde el principio del viaje, algunos amigos me habían aconsejado que llevara algún tipo de arma. Algunos tenían ideas, sacadas de las novelas de misterio de lema político, a propósito de armas que se desmontaban en piezas que parecían piezas de recambio de una moto o bien estacas de tienda de campaña. Por lo menos una pequeña pistola como la de Bruno, pensaban, podía ocultarse en algún sitio. Las armas nunca habían tenido sentido para mí. Cuando me imaginaba repeliendo la agresión de unos bandidos con armas de fuego, comprendía que la idea era ridícula.

Ante todo, en caso de que me atacaran, ello ocurría casi con toda certeza en la carretera. A menos que llevara unos lanzacohetes colocados bajo los manillares, me sería imposible defenderme mientras circulara. Para cuando, detuviera la moto y sacara el arma, ya todo habría terminado.

Sin embargo, mi aversión a las armas de fuego iba mucho más lejos. Estaba convencido desde un principio de que el solo hecho de llevar un arma invita al ataque. Cuando hay algún temor de hostilidad, mi mente se debate entre dos clases de reacción: cascarlos o unirme a ellos. Con un arma en el bolsillo, pensaría más en cascarlos y he llegado al firme convencimiento de que lo que ocurre en mi mente se refleja en miles de pequeños detalles a través de mi comportamiento con los demás. Soy muy capaz de creer que el hecho de llevar un arma en el bolsillo sería suficiente para que me pegaran un tiro. En cualquier caso, las armas se identificaban con una clase de virilidad que yo no podía comprender. Me parecía que las armas sólo hablaban de temor. Hubiera preferido correr el riesgo de acercarme con las manos vacías a cualquier bandido, en lugar de intentar dispararle primero, y todos los relatos que más tarde me contaron parecían confirmar mi opinión.

Aun así, resultaba imposible no experimentar los efectos de los relatos de los robos en las carreteras de Colombia, por lo que decidí, por lo menos, hacerle la vida un poco más difícil al ladrón. Compré tres candados y una cadena para proteger mis maletas de cuero.

El único robo de que fui víctima en Colombia tuvo lugar poco después de nuestra llegada allí, cuando nos encontrábamos en Popayán. Estaba en un comercio de comestibles con todo el contenido de mi bolsillo sobre el mostrador, buscando cambio, cuando alguien me hurtó hábilmente las llaves. Fue un robo totalmente absurdo. Las llaves debieron serle inútiles al ladrón y yo había perdido los duplicados, motivo por el cual, antes de abandonar Popayán, tuve que hacerme cortar los candados con una sierra para metales.

«Ya basta de paranoia», pensé, y traté de no preocuparme más.

Bruno y yo habíamos recorrido para entonces un largo camino juntos. Nos encontrábamos a más de tres mil kilómetros al norte de Lima y era nuestro tercer mes. Él seguía abrigando la esperanza de llegar a México con su furgoneta. Ésta seguía esforzándose valientemente y parecía que iba a lograr llegar allí contra todas las probabilidades cuando abandonamos Popayán para dirigirnos a La Plata. La carretera sin asfaltar era tortuosa y montañosa como todas, pero más estrecha que la mayoría y, por primera vez, tuve dificultades con los camiones.

Por regla general, los camiones y yo coexistíamos. Éstos avanzaban sin tener para nada en cuenta el tráfico restante, indiferentes a los accidentes, ruidosos, sucios, pintados y vueltos a pintar con maravillosos colores de feria y audaces lemas, derramando música transistorizada y comentarios futbolísticos desde la cabina. Nunca se metían conmigo y yo nunca me batía en duelo con ellos. No formaba parte de mi orgullo combatir batallas con los camioneros de Colombia. Si había sitio, pasaba. Si no lo había, me apartaba.

En la carretera que conducía a La Plata, resultaba mucho más difícil apartarme aunque, en realidad, fuera sólo cuestión de ir más despacio y de estar preparado para la aparición de un camión al rodear una curva. Casi todas las curvas estaban escondidas y yo tenía que prever muchas cosas, pero no importaba. En eso consistía también mi viaje: en una especie de meditación Zen acerca de la realidad. Circulé más despacio y fue mucho más agradable.

El caso de Bruno, sin embargo, era distinto. Por mucha previsión que tuviera, no podía adelantar a un camión cuando no había sitio. Llevaba mucho rato esperándole en un café al aire libre que había al lado de un burdel en una aldea de montaña cuando vino un conductor de autocar y dijo que mi amigo se encontraba en dificultades. Le encontré con una rueda en una zanja, contra un depósito de agua de hormigón. Se le había roto la junta del eje. Comprobamos después que el vehículo podía seguir funcionando y regresamos dolorosamente despacio a Popayán. Yo no lamentaba volver. Había descubierto que Popayán era una de las ciudades más bonitas y que más satisfacción producían, junto con el Cuzco y Ouro Preto. Creo que debe haber algunas felices circunstancias en que el tamaño de una comunidad, la valoración de las gentes y la forma y disposición de sus viviendas se conjugan en la forma más agradable para el espíritu humano. Estas tres ciudades parecen haber pasado por este momento y el recuerdo sigue perdurando.

Nos fuimos a uno de los más hermosos hoteles de América del Sur, El Monasterio, y compartimos una habitación de ocho dólares que nos parecieron mucho dinero porque habíamos perdido contacto con el mundo occidental. Bruno se comportó como un consumado actor ante el representante de la «Renault» y consiguió que le sustituyeran el medio eje a cambio de unos céntimos. Nos extasiamos con las vistas, los sonidos, los olores y los sabores de Popayán y Bruno salió temprano al día siguiente, decidido esta vez a conducir todo lo despacio que fuera humanamente posible mientras yo buscaba a alguien que me ayudara con los candados.

Me marché a la hora del almuerzo con un tiempo espléndido, en la esperanza de escapar a la habitual tormenta de la tarde. Después se me volvió a quemar un fusible y me pasé demasiado rato tratando de localizar el fallo, con el depósito fuera y todo el equipaje descargado. Apenas había tenido tiempo de instalar una conexión provisional entre las bobinas y la batería y de colocar el equipaje cuando descargó una tormenta que me dejó empapado, aunque terminó muy pronto. Salió el sol y me secó por completo. Había tanta belleza natural en aquella carretera que perdí el control y derrapé a lo largo de unos nueve metros sobre tierra desmenuzada al otro lado de una curva.

Pero éste era un día de cálculos para Bruno, no para mí. Increíblemente, volvió a encontrarse con otro camión y esta vez no pudo ocultarse tan siquiera en una zanja. Ambos frenaron magistralmente. El impacto no fue lo bastante fuerte para lesionar a los conductores, pero la furgoneta «Renault» se convirtió de un rectángulo que era en un rombo. No estuve presente en aquel triste espectáculo. Bruno me habló de ello más tarde con mucha emoción, si bien, como un verdadero gaucho de la carretera, no permitió que el dolor le desequilibrara. Muchos camioneros colombianos se congregaron en el lugar de los hechos, dijo, y lograron, gracias a su superioridad numérica, convencerle de que el accidente se había producido por culpa suya y de que debía seiscientos pesos por la reparación de un guardabarros y por la pintura de varios corazones y flores. Conduciendo con la rueda derecha adelantada varios centímetros en relación con la izquierda, Bruno pudo avanzar penosamente por la carretera de La Plata y más tarde yo alcancé a la patética pareja. La geometría del vehículo era ciertamente curiosa y los neumáticos frontales se habían quedado casi pelados al cabo de apenas cuarenta y cinco kilómetros.

Decidimos acampar y seguir viaje a La Plata a la mañana siguiente y encontré un verde campo que bajaba hacia un río. Nos adentramos en él y, a medio camino, nos hundimos en una ciénaga. Bruno se pasó media hora o más para llevar su tullido vehículo hasta la entrada. Podía acelerar por el campo, pero el breve tramo en que tenía que subir la cuesta siempre era demasiado y la furgoneta resbalaba hacia atrás hasta detenerse. Al final, presa de la desesperación y utilizando todos los trucos que habíamos aprendido por el camino, conseguimos sacar el vehículo. El campo constituía un espectáculo horrible, con los pastos destrozados, lleno de surcos y todo desgarrado. Nos pareció más oportuno largarnos antes de que apareciera el propietario y nos pegara un tiro. Por consiguiente, nos dirigimos finalmente a La Plata y encontramos una habitación en las Residencias Berlín. Allí pudimos conocer a Jesús y a Domitila Clavijo, a sus diez hijos y al loro Roberto.

Domitila, la madre, era una mujer de gran energía y buen humor. Andaba trajinando constantemente en la cocina, el comedor y los numerosos dormitorios que rodeaban el patio, transmitiendo órdenes a su pequeño ejército. Sus hijos, muchachos y muchachas con edades comprendidas entre los dieciocho y los cero años, parecían excepcionalmente listos y bien educados. Jugamos al ajedrez con los chicos, hablamos con todos ellos y admiramos la manera en que ayudaban a su madre. Parecían animados, generosos y sensibles a las emociones en un grado muy superior a lo que yo consideraría normal en un hogar europeo o norteamericano. Algo de eso ya me había llamado la atención en Colombia en general, como si los mismos peligros y crueldades de la vida no tuvieran más remedio que dar lugar a las cualidades contrarias.

El padre, Jesús, también me causó una profunda impresión, pero de otra clase completamente distinta. Por regla general permanecía sentado en una silla del comedor, un hombre de mediana edad y figura corpulenta, con un sombrero de tejido ligero encasquetado sobre un rostro impasible y la mano izquierda en el bolsillo. La mano estaba tan firmemente metida en el bolsillo que parecía que la manga estuviera cosida a los pantalones. Hablaba en tono suave y sibilante, pero ejercía una gran autoridad sobre su familia. Estaba claro que le temían y respetaban en la misma medida en que amaban a su madre. No hacía nada en el hotel, si bien supervisaba unas tierras de su propiedad en las afueras de La Plata. Los sábados se iba al salón de billar y bebía con sus amigos. El sábado en que yo estuve allí regresó bebido, acusó a una de sus hijas de practicar la prostitución en la ciudad, hizo llorar a varios de sus hijos y después se fue a dormir.

Uno de los hijos nos lo explicó.

Había habido una época no muy lejana en que la familia y los amigos de Jesús eran los reyes de La Plata. Ellos gobernaban la ciudad en todos los aspectos. Decidían lo que había que construir, lo que había que derribar, quién podía vivir allí y quién no, quién tenía que pagar qué a quién, quién era culpable o inocente. No había policía. Los representantes del gobierno eran alejados a balazos. La Plata, como casi todas las pequeñas localidades del interior, era una ley en sí misma y Jesús y sus amigos eran la ley.

Un día, en el salón de billar en el que se celebraban cada semana las reuniones del consejo, se produjo un desacuerdo. Era una cuestión trivial, algo relacionado con la conveniencia de que el autocar tuviera su parada frente a la tienda de Manuel o frente a la barbería de José. Pero la animadversión entre los partidarios de Jesús y los otros ya era muy fuerte. Jesús tenía apoyada la mano en el borde de madera de la mesa del billar cuando un rival sacó un machete y se la cortó. No satisfecho con ello, partió también por la mitad la mano del hermano de Jesús.

Cuando los hermanos regresaron con los muñones cosidos, asesinaron a su asaltante y a un tío suyo y poco faltó para que mataran a su mujer. ¡Aquéllos sí eran tiempos! Ahora, sin embargo, ya habían terminado. Al final, el gobierno había logrado enviar el suficiente número de soldados para imponer su propia ley en La Plata y ahora Jesús ejercía su autoridad de manera menos directa. Más tarde descubrí en el transcurso de aquella misma conversación que el campo que habíamos desgarrado y destrozado pertenecía casi con toda certeza a Jesús. Dada las circunstancias, decidí no revelar el asunto.

Para Bruno fue una suerte que la policía hubiera regresado a La Plata. Estaba claro que la furgoneta no estaba en condiciones de circular. En cuarenta y cinco kilómetros se había cargado dos neumáticos. Estábamos a pocos días de viaje de la costa del Caribe, donde el vehículo hubiera tenido que transportarse a Panamá por barco con un elevado coste. Era absurdo y, tras haber tragado saliva varias veces, Bruno decidió prescindir de la furgoneta.

Los colombianos se pirran por comprar cosas del extranjero. Están convencidos de que todo lo extranjero es una ganga y no hubiera habido la menor dificultad en vender la furgoneta, a pesar de lo destrozada que estaba, de no haber sido porque ello era absolutamente ilegal y el comprador hubiera tropezado con dificultades para matricularla. Un policía resolvió el problema comprándola para su propio uso.

Una subasta de cierre se celebró en el patio de las Residencias Berlín. Vinieron compradores de toda la zona. Se subastaban objetos de plástico, utensilios de cocina e incluso un cuadro al óleo y yo añadí a la exposición mi anticuado colchón hinchable. Las ofertas se sucedieron con gran animación a lo largo de todo el día. Domitila y yo luchamos hasta bien entrada la noche por el colchón y, al final, caímos satisfechos y agotados en nuestras camas. Al día siguiente, Bruno tomó sus dos maletas de cuero y subió a su autocar y allí terminó mi vida con Bruno. Ambos convinimos en que ésta había sido maravillosa e inolvidable y no tuvimos ningún problema en seguir nuestros caminos por separado. Volveríamos a encontrarnos. Sin la menor duda.