JÚPITER

Cuando se me agotó también el depósito de reserva y el motor se atascó y se detuvo, adiviné que debía estar a unos quince o veinte kilómetros de Gaya. La idea se me antojaba desagradable. Tal vez significara que tendría que pasar la noche allí y en algún lugar había leído que Gaya era la ciudad más sucia de la India.

Dejé que la moto se apartara rodando del asfalto de la carretera y se deslizara hacia la hierba que crecía a la sombra de un árbol. El tronco del árbol era vigoroso y retorcido, las raíces recias y prominentes y su corteza gris y rugosa. Unos colgantes arracimamientos de menudas hojas secas proporcionaban una moderada sombra. Era un árbol muy común en la India, pese a que todavía no lograba recordar su nombre.

Introduje los guantes en el casco y permanecí de pie junto a la moto, mirando a uno y otro lado de la carretera rural y contemplando un verde campo de trigo mientras me preguntaba quién me iba a ayudar esta vez y a qué conduciría todo ello. No dudaba de que la ayuda iba a llegar y de que, junto con ella, se iba a producir con toda probabilidad algún inesperado cambio en mi suerte. Había tardado años en alcanzar aquel grado de confianza y serenidad y, mientras aguardaba, me permití el lujo de gozar del placer de saberlo.

Mis pensamientos recorrieron los años y kilómetros del viaje, siguiendo las huellas del temor creciente y menguante a lo largo del camino, tratando de abarcarlo en su totalidad y de tranquilizarme con la idea de que había habido efectivamente un principio. Sin un principio, ¿cómo podía haber un final? A veces, y ahora con mayor frecuencia, notaba que el cansancio invadía mis huesos, descolorándome la retina y levantando una bruma en el horizonte de mi mente. Muy pronto tendría que terminar. Pasaban muchos hombres por la carretera. Casi todos iban enfundados en holgadas prendas de algodón originariamente blancas, pero completamente manchadas ahora por la tierra pardo rojiza de Biliar. Éstas recibían la suave luz del sol mientras la gente avanzaba bajo los árboles como pálidas sombras que no ocuparan espacio. Se veían muy pocos vehículos motorizados por la carretera. Algunos hombres iban montados en bicicletas y unos cuantos llevaban carros de bueyes o bien se desplazaban en coches tirados por un caballo. Había también algunos ruidosos rickshaws motorizados que son como una especie de scooters de tres ruedas con espacio para pasajeros.

No era probable que les sobrara gasolina. En el estado de Bihar se podían pagar tres o cuatro comidas con el importe de un litro de gasolina.

Se acercó un taxi lleno de personas inclinadas hacia delante. El conductor aparecía encorvado sobre el volante con el oscuro rostro, vacío de toda expresión, comprimido contra el parabrisas. Las ruedas brincaban arriba y abajo sobre las desigualdades del piso de la carretera y el taxi se deslizaba y se estremecía sobre las ondulaciones de alquitrán como tratando de escapar, impulsado hacia su destino gracias tan sólo a las oraciones concertadas de las personas que iban en su interior.

Para entonces, varios hombres se habían detenido con el propósito de observarme, reanudando luego a regañadientes su camino, pero ahora vino uno que hablaba un poco de inglés. El color de su tez y sus rasgos indicaban que era un brahmán, aunque su cuerda anudada, caso de que la tuviera, se hallaba oculta por el chal y la saya. Me dijo inmediatamente que era muy pobre. Yo le contesté diciendo que no tenía gasolina.

—La aldea está allí —dijo—. No lejos.

Hizo detener a un hombre que se estaba acercando lentamente en bicicleta, con una bolsa de la compra colgada de los manillares, y le habló en hindi.

—Dice que tendrán gasolina. Son tres kilómetros. No lejos.

Le di las gracias y esperé. Estaba seguro de que no habría gasolina en la siguiente aldea, pero no podía decirlo. Hubo más palabras pronunciadas en hindi.

—Este hombre irá con su bicicleta. ¿Cuánta gasolina quiere?

No me parecía que el hombre se hubiera ofrecido voluntariamente, si bien daba la impresión de acatar sin reservas la autoridad del brahmán.

—Estupendo —dije—. Necesitaré un litro —añadí, mientras empezaba a buscar el dinero en los bolsillos.

—No, no, buen señor. Podrá pagar después. Ahora él se irá.

La profecía del brahmán se cumplió instantáneamente. El hombre dio la vuelta en su bicicleta y se fue. El brahmán volvió a mencionar con carácter de interés puramente académico, que era pobre, añadiendo esta vez que yo era rico. Me pareció que estaba tratando de entablar una especie de diálogo, el cual se traduciría, sin que él tuviera siquiera que desearlo, en la entrega por mi parte de mi fortuna y en la prosecución de mi camino a pie. Es muy posible que así hubiera ocurrido en la antigua leyenda india, pero yo no era el Guerrero por el que él me había tomado y él no era lo suficientemente Sabio para mí, aunque poseyera cierto aire de sagacidad.

Por lo tanto, me retiré cortésmente de la conversación y me senté bajo el árbol para escribir y disfrutar de la tarde. Era febrero. La atmósfera era todavía fresca y dorada y reinaba también la paz, una especie de distanciamiento que sólo muy raras veces había observado en los lugares públicos de la India. Me parecía un momento perfecto para anotar por escrito todo lo que se había estado acumulando en mi mente desde el día en que, cuatro días antes, había cometido mi gran error.

En los tres años que llevaba de viaje, nunca había cometido un error como aquél. Había proyectado desplazarme a Calcuta desde Darjeeling, un recorrido muy largo para efectuarlo en un solo día por las carreteras indias, pero la autopista de allí es mejor que la mayoría. Discurre paralela a la frontera con Bangla Desh y, durante un trecho, sigue el curso del Ganges. Lo que yo había hecho al encontrar el Ganges había sido tomar la autopista que se dirige corriente arriba hacia Patna y Benarés. Pero ¿lo había hecho efectivamente? No recordaba haber hecho ninguna elección. Me había limitado a seguir el curso del río sagrado, en la certeza de que éste discurría a mi derecha, sin darme cuenta de que lo había cruzado en una confusión de arroyos y puentes y de que me encontraba en el lado oeste y no ya en el este. Cuando me percaté de mi error, ya había recorrido doscientos cuarenta kilómetros en dirección contraria a Calcuta, una distancia suficiente como para cambiar mi vida.

¿Por qué no me había dado cuenta de la posición en la que se encontraba el sol? ¿O de la dirección en la que discurría el río? ¿O de que había pasado de Bengala Occidental a Bihar? Me enorgullecía de que tales observaciones se hubieran convertido para mí en una segunda naturaleza. ¿Por qué me habían fallado allí?

Este enorme desvío de mi camino me había llevado directamente hacia el corazón mismo de la India, hacia el lugar de nacimiento del budismo y hacia los más sagrados hindúes. Examinándolas con más detenimiento, mis razones para dirigirme a toda prisa a Calcuta me habían parecido triviales e insustanciales, pese a que, en mi estado de agotamiento y confusión, aún se me antojaran deseables. Después, tristemente al principio, las había abandonado y había aceptado en su lugar esta extraña ocurrencia de mi destino. Ello me había conducido a extraordinarias experiencias, la última de las cuales me había sorprendido en un planeador sobre Patna, girando en torbellino en una corriente térmica en compañía de una bandada de grandes y feroces aves de presa de color pardo.

Hacía falta cierto tiempo para anotar todo eso y yo seguía conservando la agradable sensación de haber sido empujado hacia algún acontecimiento fatídico. Mi brahmán se había alejado, harto de explicarle mi situación a todos los que pasaban. El emisario que había enviado a la aldea no había regresado. Yo me levanté y, por hacer algo, le hice señas a un automóvil que se acercaba. Era un reluciente vehículo conducido por un chófer. Dos mujeres gruesas, reclinadas en los asientos traseros, me observaron con aire divertido mientras el chófer intensificaba la furia de su mirada clavada en la carretera y aceleraba, pasando frente a mí. Al mismo tiempo, un camión se estaba acercando en dirección contraria, procedente de Gaya. El camión siguió avanzando por la carretera y, chirriando horriblemente, el automóvil se vio obligado a deslizarse hacia una zanja poco profunda. El conductor del camión me sonrió y levantó el pulgar y yo le dirigí una sonrisa de agradecimiento.

Unos minutos más tarde, dos hombres, en una moto «Enfield» se detuvieron algo más allá, desmontaron y retrocedieron a pie. El conductor hubiera seguido adelante, pero el pasajero insistió en detenerse y resultó que era el propietario de la moto. Era un joven rechoncho y muy bajo, pese a los elegantes zapatos de tacón alto que calzaba. Lucía unos ajustados pantalones acampanados, un chaleco amarillo bordado y un turbante rojo púrpura de los que utilizan los miembros de la casta rajput o kshatrya. Su rostro barbudo mostraba una expresión de casi insoportable solemnidad, como un muchacho que tratara de aparentar respeto en un funeral. Al principio, pensé que le embargaba una profunda tristeza, pero la expresión no varió en ningún momento y lo cierto es que se estaba dirigiendo a la ceremonia de boda de su hermano, lo cual era una ocasión de gran alegría.

Al final, entre todos, resolvimos mi problema. Fue necesaria la participación de muchas personas, entre ellas la de un vicecanciller retirado de la Universidad de Magadh de cuyo carburador extrajimos el litro que necesitaba, y todo resultó muy satisfactorio para cuantos habían intervenido. El tímido ciclista regresó también de la aldea, sin gasolina, y sonrió muy contento al vernos a todos metidos en faena. No quiso aceptar nada como no fuera un cordial apretón de manos por la molestia. El vicecanciller prosiguió su camino hacia Gaya, tras haberme invitado a dejarme caer por su casa para tomar el té. Tras lo cual, yo también me puse en marcha, con escolta, para asistir a una boda rajput.

Y sacaron a las danzarinas.

Había dos muchachas, pero sólo danzaba una de ellas a la vez, mientras la otra permanecía sentada entre el tañedor de tabla y el violinista.

Éramos varios cientos de hombres sentados sobre unas sábanas de recio algodón blanco extendida sobre una superficie aproximada de unos seis por doce metros. El día había muerto y el cielo había sido sustituido por un gran toldo multicolor, iluminado con tubos fluorescentes. Casi todos los hombres iban enfundados en traje de calle, si bien únicamente los más viejos conservaban puestas las chaquetas. Como es natural, todos nos habíamos quitado los zapatos y éstos se hallaban alineados alrededor de la tienda. Mi amigo, cuyo nombre era Raj, me había advertido tristemente de que vigilara mis cosas. Ya habían desaparecido, me dijo, cuatro pares de zapatos y dos maletas.

El aire registraba aquella temperatura perfecta en la que la piel se regodea, y se aspiraba el perfume de las varas de incienso que ardían frente al novio. Éste aparecía recostado en un trono de travesaños y colchas, con su abuelo paterno a un lado y el pandit al otro, ambos muy despiertos y erguidos y tocados con unos turbantes de color amarillo encendido. El novio mostraba una expresión distante, casi sin abrir los ojos.

—Lleva ayunando dos días —murmuró Raj—. No comerá hasta mañana, después de la boda.

Dos rifles apuntando por encima de nuestras cabezas descansaban sobre unos cojines frente al novio. En momentos significativos, se efectuaban disparos para alejar a las tribus hostiles, ya que los rajput son una casta guerrera.

La danzarina principal actuaba casi sin cesar. Era también mi preferida, pese a que su figura distaba mucho de ser mi ideal. Sus brazos y hombros eran impecables y se movían con sinuosa gracia, su rostro mofletudo y agraciado. El resto de su persona aparecía apretadamente envuelto en el corpiño y el sari, pero conservaba orgullosamente una enorme y ágil panza que parecía en cierto modo mucho más vieja que ella. Empecé a contemplarla con gran asiduidad, asombrándome de las libertades que se tomaba, pero, por muy distraído que estuviera con su vientre, no podía ignorar su rostro. Con una extraordinaria habilidad, había logrado crear una expresión de tan supremo desprecio hacia los hombres que, de haberme encontrado a solas con ella en una habitación, me hubiera encogido sin duda a causa de aquel desdén. Y, con la misma certeza, en caso de que éste se hubiera suavizado en cierto modo con respecto a mí, me hubiera sumido en un estado de profundísima felicidad.

Todo ello debía de estar basado en una amarga experiencia personal.

—Son prostitutas, ¿sabe? —me susurró Raj en un tono cargado de intenso significado, y yo comprendí que eso debía ser lo más importante en relación con ella.

La danza, por su parte, era una cosa extraña y fragmentaria y, al principio, me pareció bastante inútil y poco merecedora de los billetes de diez rupias que ella había conseguido arrancarle al público y entregar al tañedor de tabla. Permanecía erguida, moviendo un pie teñido de alheña, agitando los cascabeles de los tobillos y oscilando al compás, y su cuerpo adoptaba una de las distintas posiciones, empujando tal vez hacia delante una cadera y un hombro con las piernas ligeramente dobladas y la cabeza inclinada a un lado. Después, coincidiendo con una determinada frase de los músicos, se desplazaba hacia delante sobre el lienzo, moviendo lo que hubiera que mover (el vientre se movía en perfecta armonía) apenas unos seis pasos antes de erguirse de nuevo, dejando caer los brazos a los lados al tiempo que nos acoquinaba con unos prodigiosos pucheros cuyo inequívoco significado era: «Ahí queda eso, hijos de puta».

Con aquellos seis pasos decía todo lo que había que decir acerca de los hombres y las mujeres. Se limitaba casi todo el rato a oscilar y a cantar, gesticulando mecánicamente con sus encantadores y suaves brazos sin hacer el menor esfuerzo por infundir significado o sentimiento a la canción. Los hombres la insultaban a gritos, los viejos la reprendían por ser tan codiciosa o bien le ordenaban que moderara su comportamiento. Ella hacía siempre lo que le decían, pero su desprecio salía siempre triunfante. Y yo me sorprendía a mí mismo deseando volver a contemplar otra vez aquellos seis pasos burlones.

Cuando se detenía para descansar y llegaba el relevo y cuando yo no era sometido a un implacable interrogatorio por parte de los demás invitados a propósito de todos los más íntimos detalles de mi vida, mis ojos buscaban al padre del novio, tocado también con un turbante amarillo encendido, pero sentado entre la gente. Con el rostro afeitado y un aire menos solemne que el de Raj, aquel hombre se mostraba, sin embargo, imperturbable, y su sonrisa era controlada y distante. Le observaba porque había empezado a preguntarme si él habría sido el motivo de que yo me hubiera adentrado por tan inesperados caminos en los días anteriores. Una de las primeras cosas que Raj me había contado acerca de su familia, cuando nos habíamos detenido a tomar una cerveza mientras nos dirigíamos a la boda, era que su padre poseía grandes poderes. Era un clarividente, un adivino, y podía leer el alma y el destino de un hombre.

—Tomará su mano y le dirá cosas acerca de usted. Se lo ha hecho a muchas personas. Es demasiado importante. Se lo hará a usted.

La idea estaba empezando a emocionar con acrimonia a Raj.

—Quiromancia —dije yo.

—No. No. Quiromancia no. Ya verá.

Y, tras haberme presentado a su padre, me había preguntado varias veces:

—¿Se lo ha dicho ya mi padre?

Pero no, éste había querido esperar el momento oportuno, un momento más tranquilo, y, puesto que yo me había convertido en un invitado importante, por haberles regalado por así decirlo mi destino, y él tenía que justificar su fama, me imaginaba que él también me debía de estar mirando de vez en cuando en los momentos en que yo no le miraba a él.

Bien pasada la medianoche, cuando ya había cesado la corriente de billetes de diez rupias y las danzarinas se habían retirado, todos nos tendimos en el suelo y nos pusimos a dormir con los billeteros colocados bajo nuestras cabezas. En casa de la novia, una granja situada a unos trescientos metros en la que se estaban celebrando otros festejos, los altavoces se cerraron y la última canción pop hindi se desvaneció bajo la luna, cruzando los vastos y luminosos llanos del norte de la India. Las luces de la tienda se apagaron, pero las luces de colores que cubrían toda una fachada de la casa de la novia desde el tejado hasta el suelo siguieron encendidas, por lo menos hasta que nos dormimos.

A la mañana siguiente, tras habernos diseminado convenientemente todos nosotros por los campos, habernos lavado junto a la bomba del pozo y haber desayunado, la novia y el novio se reunieron al final. Ambos fueron conducidos a un pequeño y recóndito patio que constituía el centro de la casa de la familia de la novia. Allí se sentaron sobre unos cojines con el pandit de la novia entre ellos y el pandit del novio al otro lado de la muchacha y todos los invitados que pudimos apiñándonos en el espacio restante. Para mi asombro e ilustración, la danzarina principal se encontraba también allí con sus músicos. La novia aparecía cubierta por velos, flores y un resplandeciente sari de boda. El novio lucía un sombrero de papel del que surgía y colgaba todo un extraordinario surtido de objetos de oropel. A mi ojo occidental se le antojaba algo intermedio entre un árbol de Navidad y un marciano anticuado cuyo rostro resultaba también invisible tras los objetos que pendían del sombrero.

El pandit de la novia tenía unas hojas de papel arrancadas de un cuaderno de ejercicios y cubiertas de sagrados textos que leía en una áspera jerigonza, deteniéndose a menudo para descifrar alguna palabra ilegible o pedir el consejo del otro pandit. Entretanto, la danzarina y los músicos seguían cantando y tocando las mismas sensuales canciones de la noche anterior y la gente hablaba entre sí en voz alta en un intento de hacerse entender. El novio tuvo también que realizar diversas acciones en determinados momentos de la ceremonia tales como sacar leche de un cacharro mediante una hoja doblada y verterla sobre una porción de humeante excremento de vaca. En determinado momento, tuvo que hacerlo con el rostro oculto por un lienzo que le sostenían delante, aunque no es probable que pudiera ver mucho de todos modos. El suplicio me pareció horrible. Medio muerto de hambre, asfixiado por el exceso de prendas de vestir, con la vista ofuscada, rodeado por un estruendo ensordecedor y obligado a realizar toda aquella serie de complejos actos simbólicos, me pregunté si quedaría alguna parte de su persona lo suficientemente serena para comprender el significado de todo ello. Se me antojaba una ceremonia urdida por las mujeres para vengarse de toda la arrogante autoridad y ostentación de que es capaz un marido indio.

Al cabo de media hora, me pareció que el final estaba todavía lejos y salí a pasear un rato. Pude observar con toda claridad cómo todas las estructuras creadas por el hombre, las casas y los cobertizos para las vacas construidos en tapia, los graneros, los aljibes, las acequias de riego y los almiares estaban en consonancia con la tierra y los árboles. Una armonía mísera y atrasada, dirían algunos, que se aprecia mejor desde cierta distancia, pero tiene que haber sin duda un término medio…

Mi cita con el destino se acercaba. El padre de Raj se estaba disponiendo a regresar a su despacho de Patna.

—Venga —me dijo—. Nos sentaremos en el coche.

Nos sentamos el uno de cara al otro y él dijo:

—Deme la mano.

Yo la extendí y él la tomó como si me diera un apretón de manos, reteniéndola unos momentos. Después la soltó y me empujó rápidamente el pulgar hacia atrás al tiempo que murmuraba:

—¡Achcha! Tiene usted un alma muy decidida. Eso se refleja también en su mente. Usted es Júpiter…

«¿Por qué no? —pensé—. Me gusta como suena».