DIFICULTADES CON MARTE
Oficialmente, el viaje se inició a las seis de la tarde del sábado 6 de octubre de 1973. El anuncio se publicaría a la mañana siguiente en el Sunday Times. Acababa de salir de la redacción del periódico con un último brazado de película y otras chucherías y había visto las pruebas del reportaje.
SE INICIA EL MARATÓN MOTORIZADO
Ted Simon abandonó Inglaterra ayer para cubrir la primera etapa de un viaje de ochenta mil kilómetros en motocicleta alrededor del mundo. Etc, etc.
Tenía que irme.
No era un día en modo alguno propicio. Sin que yo lo supiera, se estaba celebrando la fiesta judía del Yom Kippur. Y lo más importante era que se trataba del día elegido por el alto mando egipcio para lanzar su devastador ataque contra Israel. Poco después del mediodía, la radio empezó a facilitar información acerca de los impresionantes ataques contra las posiciones israelíes en el Sinaí. Hacia finales de la tarde, el Cercano Oriente se encontraba de nuevo en guerra. La Guerra del «Yom Kippur».
La guerra se estaba desarrollando justamente en el itinerario que yo había estado organizando y preparando durante seis meses. Pensé que lo habrían hecho adrede. Tal vez sepan ustedes lo que ocurre cuando han decidido hacer algo realmente enorme con su vida, algo que pone a prueba sus recursos hasta el límite. Se puede experimentar la sensación de que uno está librando un combate de resistencia con el universo. Las huelgas de estibadores, los asesinatos, las revoluciones, las sequías, la caída del mundo occidental, todas estas cosas que suelen parecer vana palabrería en los periódicos empiezan a dar la impresión de haber sido planeadas como parte del propio destino personal. Bastantes dificultades me estaban planteando ya los etíopes con sus guerrillas musulmanas, las huelgas de la factoría «Triumph» y la santa cruzada que habían iniciado los libios en su departamento de visados. Una guerra de tanques en gran escala, pensé, era exagerar un poco.
El itinerario de mis primeros doce mil kilómetros hasta Nairobi me era tan familiar que se me encendía en la cabeza pulsando un botón como aquellos mapas del metro de París con sus hileras de bombillitas de colores. Sabía que estaba absolutamente obligado a seguir aquel itinerario a causa de mil consideraciones climáticas, económicas, geográficas y emocionales. Con guerra o sin ella, tenía que seguir adelante, si bien reconozco que me sentía dominado por la inquietud. El único consuelo que pude hallar fue el de pensar que el destino me iba a deparar con toda certeza algo especial. Si los presagios eran siniestros, por lo menos eran vigorosos. Era extraño. Me sentía bendito y maldito a un tiempo. Con mala estrella.
Permanecí de pie solo junto a la cuneta con mi «Triumph» cargada en la negra y lluviosa noche, manipulando los paquetes y preguntándome dónde colocarlos. Llevaba puesta mucha ropa para la que todavía no había encontrado sitio en la moto, particularmente una chaqueta de vuelo de la RAF y, encima de ella, un anorak impermeable. El anorak era demasiado ajustado. Para ponérmelo, tenía primero que introducir la chaqueta en su interior y pasarme después toda aquella rígida armadura por la cabeza. Ello me llevaba habitualmente varios minutos y constituía un divertido espectáculo al borde de la carretera, pero yo estaba sentimentalmente encariñado con la chaqueta y no quería gastar dinero en otro impermeable. Una vez dentro, el efecto era excelente para permanecer sentado inmóvil bajo la fría lluvia, pero me obligaba a realizar unos torpes movimientos de robot y daba mucho calor.
Las gotas de sudor se me deslizaban hacia los ojos y me esforzaba en hacer malabarismos con los paquetes, sin poder dejarlos en ningún sitio porque todas las superficies chorreaban de agua y sin poder encontrar espacio en ninguna parte porque todos los últimos huecos parecían haber sido llenados con algo.
Una postal de buena suerte que me había enviado un amigo y me había conmovido profundamente cayó al suelo y contemplé impotente cómo el texto se disolvía bajo la lluvia, y el agua mezclada con tinta me mojaba las botas. Ésta, pensé, no era la heroica partida que había imaginado.
Contemplé la Triumph absurdamente supercargada a mi lado en la cuneta y tuve el primer vislumbre de la cruel realidad a la que me estaba lanzando. Mi visión había quedado ofuscada por el impresionante drama de la guerra y el bandidaje. Ahora comprendí, con horrible claridad, que una buena parte de mi vida estaría dedicada en adelante a la enojosa tarea cotidiana de cargar y descargar a aquella pobre y estúpida bestia.
—Es imposible —musité.
Durante varias semanas, el hecho de preguntarme qué cosas me iba a llevar y dónde las iba a colocar había constituido un emocionante juego, una meditación y, a veces, una obsesión. Los principales apartados habían sido Comida, Ropa, Cama, Primeros Auxilios, Documentos, Cámaras y Carburante. La Cocina estaba bastante bien instalada en uno de los compartimientos laterales. Tenía un excelente hornillo de gasolina Optimus con su propia cacerola de aluminio; una sartén antiadherente con un mango plegable; un par de jarras apilables de acero inoxidable; algunos recipientes para sal, pimienta, azúcar, té, café y demás; cubiertos; un abrelatas con un sacacorchos, cerillas y una botella de agua.
Los problemas eran aquí los mismos que en otros apartados. Había que llenar el espacio por completo para impedir que las cosas se movieran rompieran o desenroscaran, derramando su contenido y rozando unas con otras. La tentación era la de llenar los espacios entre los objetos duros con cosas tales como vendas, guantes de repuesto, papel higiénico y calcetines. Los resultados eran impresionantes desde el punto de vista del aislamiento, pero, dado que los objetos blandos se hallaban desperdigados por entre los objetos duros, era imposible recordar dónde estaba cada cosa, dar con ella o percatarse de si faltaba.
Las sutilezas de introducir una casa y un garaje en un espacio equivalente al de cuatro maletas sólo pueden aprenderse a través de la experiencia. Por aquel entonces, yo me encontraba todavía en la fase de la carretilla cargada y eso se veía y se notaba en la moto.
El Guardarropa se encontraba en el Dormitorio y éste se hallaba ubicado en una mochila de nilón rojo colocada al través detrás del sillín. La teoría era la de que, en caso de que sufriera alguna avería en una selva, tendría una mochila con la que podría marcharme. Ésta contenía un jersey, unos pantalones vaqueros de repuesto, unos calzoncillos largos de lana, varias camisas, calcetines y calzones y una impecable chaqueta de hilo blanco reservada para recepciones al aire libre sobre los céspedes de los jardines de embajadas tropicales. El Dormitorio consistía en una ligera tienda individual, una mosquitera de la misma forma que podía ajustarse a los mismos palos, un saco de dormir de pluma con forro de algodón y un pequeño colchón inflable.
Atados debajo de la mochila había dos bidones cerrados de cuatro litros y medio de gasolina destinados a su utilización en último extremo como depósitos adicionales de carburante. La mochila era lo suficientemente alta para servirme de respaldo y estaba sujeta por una larga cuerda elástica.
Detrás de la mochila había una caja de fibra de vidrio destinada al apartado de Accidentes y Fotografía. Tenía la suerte de contar con un arsenal médico de gran potencia y flexibilidad, organizado por unos amigos muy meticulosos. Aparte distintos antibióticos y otros medicamentos y pomadas, tenía vendas de todas clases, vendajes adecuados para amputaciones y quemaduras de tercer grado, pinzas para extraer balas y bisturíes desechables para poder practicarme yo mismo apendicetomías. En unas botellas de tapón de rosca me dieron una horrenda sustancia blanca contra los piojos del cuerpo y una extraña mezcla de aceite de hígado de bacalao y glucosa que, según decían ellos, era un antiguo remedio naval contra las llagas tropicales. Junto con todo ello, había dos equipos de cámara Pentax, tres lentes y tres docenas de estuches de aluminio de rollos de películas y debajo, para amortiguar el ruido, un par de pantalones blancos cuidadosamente planchados y doblados en una bolsa de plástico para llevar con la chaqueta de hilo en las recepciones consulares.
El Taller se hallaba repartido a ambos lados del depósito de gasolina en dos bolsas de lona y el Despacho se hallaba colocado encima del depósito en una bolsa de cierre de cremallera con un soporte para mapas. Al lado del Despacho estaba el Cuarto de Baño integrado por una bolsa bastante lujosa de gomaespuma y un rollo de papel.
El compartimiento lateral restante tenía que acoger el apartado más voluminoso, es decir, el de Objetos Varios. Aquí había dos cámaras, un émbolo, zapatos, unos guantes impermeables, una linterna, una visera y cientos de cosas que había reunido y que no podía colocar en ninguna otra parte.
Sabía que llevaba demasiado equipo, pero no había un modo lógico de reducirlo. Parte del problema era desde luego de carácter puramente sentimental. ¿Cómo podía desprenderme de algo tan singular e insólito como una mezcla de aceite de hígado de bacalao y glucosa? Merecía la pena llevarla por todo el mundo e incluso sufrir una llaga para ver si daba resultado. Pero, en general, la alternativa que se me planteaba era la del tenedor o la cuchara; si lleva uno un tenedor, ¿por qué no una cuchara?; si sal, también pimienta, por descontado; si uno va a recorrer ochenta mil kilómetros en motocicleta, lo menos que puede pretender es dormir cómodamente por la noche. No había nada que no hubiera elegido con cuidado y siempre daba la impresión de que las cosas menos importantes eran también las más pequeñas y ligeras y las que menos merecían ser desechadas.
¿Cómo puede uno prever lo desconocido? Prepararse para el viaje era como vivir una paradoja, como zamparse el pastel antes de tenerlo. Más de una vez me había percatado del carácter absurdo de lo que estaba haciendo. La gracia y la belleza del viaje consistían precisamente en no saber lo que iba a ocurrir a continuación; sin embargo, no podía evitar tratar de organizarlo todo de antemano. Mi mente se convirtió en un caleidoscopio de escenarios extraídos de mi imaginario futuro en los que me veía Cruzando los Andes; En una Selva; En un Monzón; Vadeando un Torrente; Atravesando un Desierto.
El misterio se intensificaba cuanto más trataba de penetrar en él. Compraba e introducía en las bolsas diversos objetos para unas emergencias que, contempladas bajo otra luz, parecían fantasías absolutas. Un equipo contra mordeduras de serpiente parecido a un dedal de goma, una brújula de campaña, cerillas de seguridad, una manta especial para evitar la muerte en un helero, todo me llamaba la atención desde los estantes de los comercios de artículos deportivos y, si su tamaño era lo suficientemente reducido, me lo compraba. Sin embargo, no acertaba a imaginarme trazando un rumbo con la brújula en un desierto, aislado en un glaciar o queriendo hervir agua en medio de un ciclón.
¿Quién puede andar por las aceras de la ciudad de Londres y considerar seriamente la posibilidad de ser mordido por una cobra?
Suspendí mi juicio y seguí añadiendo cosas al universo de mi bolsillo como un agnóstico que se santiguara antes de una batalla.
En el interior de un cinturón de hilo pegado a mi piel llevaba 500 libras en cheques de viaje. En un billetero negro guardado en uno de los compartimientos había pequeñas cantidades de dinero en efectivo en distintas monedas que oscilaban entre los cruceiros y los kwachas. En el banco, o bien prometidas, tenía más de 2000 libras. Pensé que con todo eso tendría dinero suficiente para dar la vuelta al mundo, comprar lo que hiciera falta y dedicar a ello dos años.
Los gastos de combustible los había calculado en 300 libras y los de transporte marítimo en unas 500. Corría el año 1973. El petróleo en Europa costaba alrededor de un dólar el galón y la libra correspondía al cambio a dos dólares cuarenta centavos. La guerra, que se conocería más adelante como la guerra del Petróleo, acababa de empezar. Una inflación de un cinco por ciento se consideraba perjudicial. Podía gastar un promedio de dos libras diarias para comida y alojamiento ocasional, tirando largo. 730 días a 2 libras equivalían a unas 1500 libras. Total: 2300 libras, dejando 200 para dificultades imprevistas y convidadas. Unos cálculos insensatos, pero eran lo mejor que podía hacer. ¿Cómo iba yo a saber que el mundo estaba a punto de cambiar, no habiendo estado allí todavía?
La idea de dar la vuelta al mundo se me había ocurrido inesperadamente un día de marzo de aquel año. Se me había ocurrido no en calidad de un confuso pensamiento o deseo, sino de una convicción plenamente formada. En cuanto se me ocurrió, supe que lo haría y cómo lo haría. No puedo decir por qué pensé inmediatamente en una moto. No tenía moto y ni siquiera tenía permiso para conducirla y, sin embargo, resultó evidente desde un principio que éste sería el medio de efectuar el viaje y que podría resolver los problemas que surgieran al respecto.
Los peores problemas eran los más tontos como, por ejemplo, encontrar una moto con la que poder realizar el examen de conducir. Recurrí vergonzosamente a la súplica y al engaño para que me prestaran la pequeña moto que necesitaba. Hubo una ocasión especialmente emocionante en la que me presenté en la factoría «Yamaha» de las afueras de Londres para tomar una pequeña moto de 125 cc y efectuar «una prueba». Guardaba en el bolsillo la placa «L» de aprendizaje, pero primero tenía que cruzar la verja de la factoría poniendo cara de saber cómo funcionaban las marchas. Fueron los primeros y unos de los más difíciles metros que jamás he recorrido en moto; ahora puedo contarlo.
Fallé el primer examen de conducir y pensé que, con la misma facilidad, podría fallar el segundo. Puesto que ello no me sería de ninguna utilidad, conseguí un permiso falso y estaba muy dispuesto a marcharme con él, pero afortunadamente eso no fue necesario y mi vida de delito terminó allí.
Tuve la suerte de conseguir el respaldo del Sunday Times y, especialmente, de su director Harold Evans y, en parle como agradecimiento, decidí utilizar una «Triumph» en lugar de una «BMW». La industria motociclística británica había alcanzado su punto más bajo y me pareció que un viaje iniciado en Inglaterra y patrocinado por un gran periódico británico tenía que efectuarse con una moto británica. La decisión me provocó más tarde algunas angustias, pero ningún auténtico arrepentimiento. Siempre me pareció que había sido lo más adecuado, cosa que, en definitiva, era lo que más importaba.
La moto era esencialmente la misma «Triumph» que circulaba por las carreteras desde hacía muchas décadas; una sencilla y sólida pieza de ingeniería, difícil de romper y fácil de reparar. Era una dos cilindros vertical con émbolos que se movían hacia arriba y hacia abajo al unísono y tenía fama de arrancarle al piloto la médula de los huesos, pero yo tenía unos émbolos de compresión bajos que me permitían utilizar carburante de bajo octanaje y que amortiguaban también la vibración. En realidad, era una moto muy cómoda de conducir. Era la «Tiger Hundred» de 500 cc que había utilizado la policía. Su carburador único era más fácil de ajustar y más económico que los carburadores dobles de la «Daytona». Un galón de buena gasolina me permitía recorrer ciento diez kilómetros por lo que un bidón estándar de tres galones de capacidad me ofrecía una autonomía de casi trescientos cincuenta kilómetros. Tenía unos anchos y altos manillares que me permitían mantenerme erguido y prestar atención y un buen espacio muerto que facilitaba el avance por terreno difícil. Y era ligera y sólida a un tiempo. De entre todas las máquinas de mayor potencia era la más ligera con una diferencia de quince kilos o más, es decir, el equivalente de unos tres galones de gasolina.
Habíamos previsto toda una serie de interesantes modificaciones en la fábrica, una lista que ocupaba todo un folio, pero, cuando llegó el momento de recogerla, tuve suerte de conseguir por lo menos una máquina. Los trabajadores acababan de decidir el cierre de la fábrica, era el final del camino para la antigua compañía «Triumph» y creo que mi moto fue la última que salió de la fábrica durante mucho tiempo. Estaba totalmente sin modificar y tan apresuradamente preparada que se derramó medio litro de aceite de la caja de cadenas mientras abandonaba Coventry por la M-1.
Sé que las «Triumph» suelen perder aceite, pero eso es ridículo.
Sin embargo, no tenía importancia, un tapón de papel que había resbalado durante el montaje y que tenía fácil arreglo. Se podía impedir el derrame del aceite si uno se tomaba la molestia de hacerlo. Eso es lo que les gustaba a las motos británicas, un poco de jaleo. Ansiaban llamar la atención, igual que algunas personas, y le pagaban a uno con creces. No era una mala relación.
Nos llevamos muy bien desde un principio. Me imaginé que constituíamos algo así como una cápsula espacial que podía viajar a voluntad, por lo menos en dos dimensiones, sin el impedimento de la necesidad de hoteles, tiendas, restaurantes, buenas carreteras, agua embotellada y rebanadas de pan. Aspiraba a la autosuficiencia porque quería viajar tal como lo habían hecho Livingstone o Colón; como si pudiera ocurrir cualquier cosa y todo fuera desconocido. Iba a ser el viaje de toda una vida, un viaje con el que sueñan millones de personas sin llegar a realizarlo jamás, y yo quería estar a la altura de todos estos sueños.
A pesar de las guerras, del turismo y de las fotografías vía satélite, el mundo sigue teniendo el mismo tamaño de siempre. Resulta pavoroso pensar la parte tan enorme del mismo que no veré jamás. No constituye actualmente ninguna hazaña dar la vuelta al mundo, se puede pagar mucho dinero y rodearlo en avión sin escalas en menos de cuarenta y ocho horas; sin embargo, para conocerlo, para olerlo y sentirlo con las puntas de los pies, hay que arrastrarse. No hay ningún otro medio. Ni volar, ni flotar. Hay que arrastrarse por el suelo y tragar microbios a medida que uno avanza. Entonces el mundo es inmenso. Lo mejor que se puede hacer es trazar una larga línea infinitamente delgada a través del polvo y extrapolar. Yo tracé la línea más larga posible de tal manera que pudiera seguir dando la impresión de que me atenía a un rumbo determinado.
Generalmente, los grandes viajes por tierra siguen el continente asiático hacia el este hasta que el viajero se ve obligado al final a embarcar en Singapur. Yo elegí un camino distinto porque me atraía extraordinariamente el desafío de África, el cual me inspiraba, además, un gran respeto. En caso de que pudiera conquistar África, pensaba que estaría en condiciones de afrontar el resto del mundo con más confianza.
Elegí por tanto África y la lógica me dictó el resto. Ciudad de El Cabo conducía naturalmente a Río de Janeiro. Un barco de cruceros efectuaba aquella ruta tres veces al año con precios muy razonables y, en un acto de fe, reservé pasaje para el 24 de febrero de 1974. Desde Río, una gran vuelta de veintiocho mil kilómetros alrededor de América del Sur me llevaría, subiendo por la costa del Pacífico, hasta California. Al otro lado del Pacífico, la situación era más confusa. China sólo mostraba interés por los viajes colectivos y en el sudeste asiático hervía la guerra de Vietnam, pero quedaban Japón, Australia, Indonesia, Malasia y Tailandia. Regresar a casa a través de la India me parecía absolutamente adecuado. Era un reto que estaría mejor dispuesto a afrontar tras haber andado suelto por el mundo algún tiempo.
Recogí la pertinente información acerca de las tarifas y las líneas de navegación, acerca de las condiciones de las carreteras en los Andes, de los servicios de transbordadores en Indonesia, del tiempo en el norte de Australia, pero todo era una estupidez y yo lo sabía en mi fuero interno. Cuando extendí los mapas Michelin de África sobre el suelo del salón (debían ser los mapas de carreteras más bonitos que jamás se hubieran hecho), cuando contemplé la enormidad de aquel continente, su variedad física y su complejidad política, y cuando pensé en mi completa ignorancia acerca de lodo ello, Ciudad de El Cabo se me antojó tan lejana como la luna.
¿De qué servía preocuparse por las estrellas? Era suficiente saber que estaban allí y que yo me estaba dirigiendo hacia ellas. Pensé que era el hombre más afortunado que podía haber, puesto que tenía todo el mundo casi literalmente al alcance de la mano. No me hubiera cambiado por nadie.
O eso creía yo… hasta aquella negra noche en la acera de la Gray’s Inn Road en que permanecí de pie empapado por el agua de la lluvia, el sudor y la desesperación, abrumado por la incomodidad de aquel monstruo que yo había creado y la enormidad de la perspectiva que me había inventado.
A sólo tres metros de distancia, al otro lado de las gruesas puertas de cristal del vestíbulo del Sunday Times, estaba el radiante y sosegado mundo que satisfacía a la mayor parte de la gente. Pude ver al portero, pulcramente uniformado detrás de su mostrador, esperando ansiosamente que llegara la hora de tomarse una caña de cerveza y regresar a casa para disfrutar de una velada frente al televisor. Personas enfundadas juiciosamente en trajes ligeros, con profesiones interesantes y hogares a los que regresar, me arrojaban a la cara su seguridad y advertí que las entrañas me gritaban que me despojara de aquel ridículo atuendo y volviera a aquella luz y a la conocida interdependencia. Se me ocurrió pensar con toda claridad que, en caso de que siguiera adelante con aquella locura, sería para siempre jamás el hombre que contemplaría lo de dentro desde la calle. Por un instante, me sentí perdido sin esperanza y totalmente derrotado.
Después aparté el rostro de todo aquello, conseguí en cierto modo colocar los bultos, monté en la moto y me puse en marcha, siguiendo la dirección aproximada del canal de la Mancha. Al cabo de unos minutos, el gran vacío de mi interior fue ocupado por una oleada de júbilo y, en mi solitaria locura, empecé a cantar.
Estaba diciendo adiós por el camino.
Adiós a mis padres y a los amigos, adiós a Londres. Adiós a Snodland en la carretera de Canterbury donde siempre podía uno divertirse. Adiós a los corderos y a los secaderos y huertos de Kent. Adiós a las borracheras del viernes por la noche y al fútbol del sábado y a los asados del domingo.
En Dover compré una sombrilla de golf blanca y azul por cuatro libras. ¿Cómo puedo explicar semejante insensatez? La podía ajustar cómodamente a un costado de la moto.
Adiós a las Rocas Blancas, a Boulogne y a la remolacha de Picardía, a Grandvilliers («Son Parking, Sa Zone Industrielle»), al saucisson de Beauvais y al Périphérique de París, cosas todas ellas con las que estaba íntimamente familiarizado desde hacía una década o más.
En Orleans, dormí en un hotel y tuve el orgullo de ser objeto de la admiración del propietario de un garaje.
—He tenido muchas motos inglesas, «AJS», «Norton», «Matchless», «Sunbeam». Me hubiera gustado hacer un viaje como el suyo, pero… —se encogió de hombros—. Todas estas porquerías japonesas que hacen hoy en día.
No era cierto, pero le agradecí la opinión; por consiguiente, adiós también a él y a la bruma que se cernía sobre los paseos arbolados y los pasos elevados y la ciudadela encantada de St. Flour, todo muy conocido para mí, pero visto con una nueva curiosidad a causa de la conciencia del lugar al que me dirijo y de la posibilidad de que, en cierto modo, no consiga regresar.
Y la bajada en picado a Millau donde me salvo por un pelo de que me maten. Con los pulmones llenos de adrenalina, le grito: «¡Loco! ¡Asesino!», al insensato automovilista que me dio alcance con su «Simca» color hígado en el que se desplaza diariamente, empujándome fuera de la carretera contra un muro de piedra. ¿Cómo puedo prever semejante locura? Y, sin embargo, tengo en cierto modo que sobrevivir. Sobreviviré. Pues entonces recuerda que, fuera de las ciudades, al anochecer, cuando la luz se apaga, la gente está regresando a casa a toda prisa, cansada y aburrida del trabajo. Y tú irás en dirección contraria, también cansado. Por consiguiente, al finalizar el día, cuando estés deseando correr, AMINORA LA VELOCIDAD.
Lodéve. Una Última Noche en mi casa. ¿Cómo puedo soportar dejar algo tan hermoso? La contradicción es demasiado dolorosa y el dolor me impulsa a marcharme.
Hay otros adioses demasiado delicados y demasiado cargados de emoción como para que pueda escribir acerca de ellos de pasada porque he vivido lo mío. Mientras voy bajando por Europa, aprendo el valor del afecto que estoy abandonando. A veces, experimento una sensación de desdicha y desamparo que no había vuelto a conocer desde la adolescencia. No sé si tendré la capacidad de volver a experimentar semejante dolor. Se me ocurre pensar que ésta sea tal vez la condición para la perpetua juventud.
Adiós a mi sueño no cumplido, a los dorados viñedos del Hérault, a Montpellier, a Nimes y a Aix-en-Provence.
En Niza tengo un amigo que dirige el «Grand Hotel» del Boulevard des Anglais, llamado «el Westminster», ligeramente marchito desde su apogeo de la época eduardina en la que los caballeros solían emprender expediciones como la mía. Se me antoja un lugar adecuado desde el que decir un Ultimo Adiós, y el «explorador que se va» posa para una fotografía junto a la palmera en maceta que hay en el exterior de la puerta giratoria. Abrigábamos la esperanza de alinear junto a la entrada a todo el personal del hotel, pero el sindicato no lo permite. Por consiguiente, en marcha hacia Mónaco y la frontera italiana, Adiós a Francia y… ¡Mierda!, me he dejado el pasaporte en el hotel. El explorador que se va regresa con el rostro arrebolado para irse de nuevo. Parece ser que las despedidas dramáticas no están hechas para mí.
Ya basta de jaleos, me digo. Es hora de tomarse el viaje en serio. Ante todo, se han acabado los hoteles. Esta noche dormirás fuera y ahorrarás dinero.
Mónaco, Génova, La Spezia y, cuando cae la noche, Florencia. Descubro la indicación de un camping y la sigo hasta Fiesole donde me tiende una emboscada un matrimonio inglés en un pequeño restaurante, diciéndome que me ponga en contacto con unos familiares suyos en Sierra Leona. Lo malo es que no voy allí.
Es tarde. La indicación del camping lleva hacia una estrecha y empinada ladera con una verja en lo alto que está cerrada; el camping está vacío. La cuesta es demasiado pronunciada y la moto es excesivamente pesada. No puedo girar. La moto vuelca y no tengo fuerza para moverla. Enfurecido conmigo mismo, saco todos los bultos, la levanto, la hago girar y vuelvo a colocar el equipaje. Empieza a llover. No iré a un hotel. Al pie de la colina hay un pequeño aparcamiento. Coloco la moto en el centro, abro la sombrilla y me pongo a dormir en el sillín, inclinado hacia delante sobre el depósito. Me asombra lo fácil que es, lo poco que me importa lo que los demás puedan pensar y el poco sueño que necesito.
Hacia Roma por la autostrada, pero los peajes son demasiado caros y me aparto de la misma para dirigirme al sur a través de Latina y Terracina. Poco antes de llegar a Nápoles, en la oscuridad, encuentro un camping abierto. Durante las últimas horas transcurridas sobre la moto, mi estado de ánimo se ha hundido en la desesperación, pero la tarca de deshacer los fardos y de guisar mantiene a raya la tristeza y una botella de vino la elimina.
A Nápoles y Salerno y ahora la autostrada es gratis. Ésta allana las desigualdades de la columna vertebral de Italia y es un prodigio de ingeniería, siempre discurriendo por galerías o bien por viaductos que se elevan por encima de grandes precipicios. El tiempo es también maravilloso, cálido sol y tonificante aire puro. En la autopista desierta empiezo a experimentar el ritmo de un largo viaje ininterrumpido. En casi toda Europa eso es imposible, la vida es demasiado densa e intrincada, un millón de distritos reunidos sin orden ni concierto y todos los caminos perfectamente conocidos por alguien desde cientos y a veces miles de años. Experimento la sensación de que ya estoy abandonando Europa. Noto la presencia de África, tan enorme que ya me encuentro en su atmósfera.
El movimiento posee un ritmo complejo, con muchos pulsos latiendo simultáneamente. Lo principal es el motor con su sutil mezcla de sonidos, ochenta explosiones por segundo, levas sobre varas de compresión, varas de compresión sobre impulsores, osciladores sobre vástagos de válvula, válvulas sobre asientos, cojinetes de bolas girando y corriendo, dientes engranándose y agitándose en el aceite, bombas de aceite pulsando, gases sibilando, cadenas golpeando los dientes de engranaje, todo este frenesí metálico en movimiento, produciendo asombro que pueda durar siquiera un minuto y, sin embargo, tendrá que funcionar durante miles de horas para llevarme por el mundo y devolverme de nuevo a casa. A través de toda esta mezcla y confusión de latidos, creo percibir una lenta pulsación regular, moviéndose hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo, con tres semitonos de intervalo, un segundo arriba, un segundo abajo; mientras presto atención, lo percibo con inequívoca claridad. ¿Está ahí o me lo estoy inventando? ¿Es acaso el pulso de mi propio cuerpo que intercepta el sonido, modificándolo con mi corriente sanguínea? Por mucho que lo intente, no puedo escuchar otro pulso, otro tono. Y, sin embargo, en la orquesta hay otros instrumentos. La solapa de mi chaqueta de vuelo se agita contra mi hombro como un timbal, el barboquejo excesivamente largo produce un rumor más complicado en el casco y es innegable que se percibe una vibración, un leve zumbido que se extiende desde los pedales, los manillares y el sillín, soportable a ochenta y cinco, claramente molesto a ciento diez y desapareciendo después de nuevo a ciento veinte. Con dos mil quinientos kilómetros recorridos, considero que la máquina ya ha efectuado su rodaje y circulo a ciento veinte y más. En la autostrada la carga no parece tener ninguna repercusión, hasta que supero los ciento treinta en una curva y percibo los comienzos de un desagradable bamboleo. Aminoro de nuevo a ciento veinte y me inclino hacia delante para ofrecer menos resistencia al aire. Un depósito lleno me permite viajar tres horas sin detenerme, tres horas de reflexión y conjeturas, reflexión acerca de los pasados errores y conjeturas acerca de los futuros peligros. ¿Por qué se demora tanto mi mente en el lado negativo de la vida siendo el presente tan estimulante y satisfactorio? Me sorprendo imaginando de antemano horribles accidentes, situaciones desesperadas, desafíos macabros y totalmente irreales como, por ejemplo, cruzar con la moto un puente de cuerdas tendido sobre un desfiladero peruano mientras las sogas se van desenrollando y rompiendo lentamente, un ramal a la vez… (reminiscencia de San Luis Rey) y mi corazón empieza a latir con más rapidez cuando me percato de lo que está ocurriendo. Es el síndrome de la película «B». En mi infancia, siempre solían proyectar dos películas, una «A» y otra «B», aunque a menudo ambas pertenecieran a la categoría «B». En las películas de este tipo todo equivalía a un desastre. Los limpia parabrisas de noche significaban una espantosa colisión. Una puerta que chirriaba, una pisada, una sonrisa demasiado cariñosa, un desconocido «amable», todo presagiaba calamidades. Cualquier cosa que tuviera algo que ver con los aviones y, como es lógico, con los puentes de cuerdas te obligaba a agarrarte a tu asiento (o a tu amiga) a la espera de las estremecedoras consecuencias que se iban a producir. ¿Se debía ello a que yo estaba condicionado a esperar lo peor? ¿O acaso los productores de películas de horror se limitaban simplemente a explotar un instinto humano arquetípico? ¿Será posible, me pregunto con indignación, que durante todos estos años hayas estado palpitando por culpa de algún vulgar truco de Hollywood…?
Algo me roza el pie y, al bajar la mirada, veo toda clase de objetos diseminados sobre la superficie de la carretera. Una de las bolsas de lona se ha inclinado hacia el tubo de escape de la derecha y está empezando a arder. La mitad de mis herramientas y piezas de recambio se encuentra esparcida por la autostrada. No han sufrido daños, vuelvo a sujetar fácilmente la bolsa con la cuerda y sigo adelante.
Ahí tienes. Si te lo hubieras imaginado, te hubieras clavado el destornillador en el pie…
A las cuatro en punto, cuando todavía me queda una hora de luz diurna, me aparto de la autostrada para buscar un sitio en el que acampar. La pequeña carretera me conduce a través de una tierra cálida y polvorienta, paraje todavía de caballos y carros, la Calabria del empeine de la bota de Italia donde el color preferido de las prendas de vestir es todavía el negro. Ascendiendo hacia las montañas, llego a Roggiano, una pequeña localidad calcinada en la ladera de una colina, encallecida por el tiempo, de aspecto atrasado y temerosa de los visitantes. Me detengo en la plaza principal, sin saber qué hacer pero sin preocuparme. No he visto ningún lugar en el que poder levantar una tienda, pero la noche pasada bajo el paraguas me ha proporcionado una extraña confianza. Ya no me importa lo que pueda ocurrirme. Apago el motor, me quito el casco y, todavía sentado a horcajadas en la moto, enciendo un cigarrillo y dejo que la paz se enseñoree a mi alrededor. Algo más allá, en la acera, observo un pequeño grupo de hombres, todos ellos luciendo unos trajes cuidadosamente planchados. Algunos niños me ven y se aproximan gritando. Al final, decido acercarme a pie a los hombres, que se muestran comedidos pero curiosos, y, tras intercambiar pausadamente con ellos algunos comentarios amables, uno de los hombres me dice finalmente que, si subo a lo alto de la colina, encontraré un «centro internacional». Allí me ofrecerán una cama. Un enjambre de chiquillos nos acompañan a mí y a la moto colina arriba como si fuéramos una carroza de carnaval.
El «centro» es un complejo de bajos edificios construidos entre los árboles y los arbustos en flor. Está dedicado en parte a la campaña nacional de alfabetización, pero hay algo más.
Un apuesto joven con barba me saluda sin vacilar como si las llegadas como la mía fueran cosa corriente. En cuestión de momentos, me encuentro de pie en una sala comunitaria, bebiendo café cargado. Nos lo sirve una joven vestida de negro que permanece severamente de pie a nuestro lado mientras bebemos. La había visto hacía un minuto con un enorme fardo de la colada casi tan alto como ella en equilibrio sobre su cabeza. Había cruzado con soltura el umbral sin que sobrara un centímetro en ninguna parte. Qué aplomo tan impresionante. Tendría que ser un deporte olímpico.
El joven me explica que los edificios fueron levantados por la gente de los catorce pueblos del valle de Esore en su tiempo libre. Hay dormitorios para los que vienen de lejos. Tiene un equipo permanente de colaboradores integrado por cuatro personas, su padre, él, otro profesor y un secretario.
El padre y fundador, Giuseppe Zanfini, me recibe en su despacho. Me acoge con tan concentrada benevolencia que experimento el deseo inmediato de votarle para el cargo, para el cargo que sea. Después, sin más preámbulo, se lanza directa y asombrosamente a contarme su historia.
—Cuando tenía dieciocho años, era un fascista de la cabeza a los pies —sus manos describen las amplias porciones de su persona que ello incluye—. Me incorporé voluntariamente al ejército para ir a la guerra. Estuve en una academia de oficiales, posteriormente en Sicilia y, cuatro años más tarde, tuvo lugar mi primera auténtica batalla. Oí el toque de corneta… —remeda el toque acercándose el puño a la boca— que significa «Preparen armas». Me encontraba en la tienda para recoger mi arma y limpiarla y pensé: «Esta vez no serán figuras recortadas en papel. Esta vez vas a tener que matar a hombres de verdad», y supe entonces que no podría hacerlo. No podría matar a hombres con madres como la mía, con hijos… hombres venidos de hogares como el mío que iban a quedar sumidos en la desgracia.
Con voz queda, habla de amor y fraternidad y su rostro fluctúa entre la solemnidad y el éxtasis. A medida que prosigue la batalla, muestra gráficamente cómo otros perdieron una mano, un ojo o una pierna y se limpia del rostro una sangre imaginaria, sangre de otros hombres. Las lágrimas se estremecen bajo sus párpados mientras rememora su momento de conversión delante de mí, sentado junto al escritorio de su despacho.
—Después el coronel quería concederme una condecoración por haber permanecido en pie durante toda la batalla. La rechacé. Le dije que nunca podría matar a otro hombre. Me dijo que lo comprendía y me pidió tan sólo que me guardara mis sentimientos para mí. Tres meses más tarde, hubo el armisticio y pude ir a la universidad. En la nueva Italia democrática, estudié para profesor y vine a mi ciudad natal de Roggiano para enseñarle a los demás que debemos tener paz y no guerra.
»Vi entonces que nuestros hombres estaban regresando de los campos de prisioneros a sus casas y hablando de la guerra. Y los niños empezaron muy pronto a jugar en la plaza al “bang, bang” y al “pum, pum”. Vi que, aunque ya habíamos perdido una guerra, corríamos el riesgo de perder otra todavía más grande alrededor del hogar.
Zanfini está a punto de ver realizado su último y más vasto proyecto. Tras siete años de tira y afloja y de persuasión, ha logrado que los alcaldes de los catorce municipios de Esore —siete democristianos, cuatro comunistas, tres socialistas— se avengan a construir una escuela para toda la zona. Una escuela para niños y también para adultos.
Zanfini se levanta como el César y desdobla el anteproyecto que tiene mágicamente a mano.
—Todo eso —dice, y hay muchas cosas, algo así como treinta edificios o más, un pabellón deportivo, un teatro y demás—, todo eso costará tan sólo una octava parte de lo que habría que gastar si cada municipio construyera su propia escuela.
»Calabria ha dicho que sí. Ahora sólo esperamos la decisión de Roma y la ley —añade, hundiéndose de nuevo majestuosamente en su sillón.
—¿Otra marcha sobre Roma? —le sugiero jocosamente.
—Nunca —dice—. Nunca tiene que haber otra marcha en ninguna parte —la misma inefable dulzura de antes vuelve a inundarle el rostro—. Paz y amor. Amor y paz.
Estoy absolutamente convencido de su sinceridad. Sus gestos dramáticos contribuyen a reforzar esta impresión. Si crees realmente en algo, ¿por qué no entregarle todo lo que tienes? Me siento rebosante de emoción por haber tropezado con algo tan insólito y apasionado. Sé que, en cierto modo, mi manera de llegar me ha permitido captar muchas más cosas de aquel hombre y aquella situación, me siento vivo a todos los matices, colores, aromas y texturas, incluso a la mancha de sopa que se observa en la chaqueta de Zanfini.
La verdad es que no esperaba que el viaje empezara tan pronto.
Por la mañana, me paso una hora volviendo a colocar el equipaje en la moto. Cada mañana es lo mismo, pero los progresos siempre se notan. Consigo colocar el peso donde quiero, la moto se encuentra más a gusto y, con las cosas bien colocadas en su sitio, hay más espacio. Hoy quiero llegar a Palermo. Sé que hay una distancia de unos doscientos cuarenta kilómetros hasta Reggio donde se toma el transbordador que enlaza con Sicilia, pero después no tengo ni idea. No se me ocurrió llevar un mapa de Italia porque entre mis preocupaciones apenas se incluía algo de Europa.
El recorrido hasta Reggio es soberbio, con fugaces visiones del Mediterráneo contemplado como desde un pequeño avión y después la caída en picado hasta el mar. El transbordador navega traqueteando hacia Messina y una nueva autostrada muy prometedora apunta hacia Palermo. Después, bruscamente, al cabo de diez kilómetros, la carretera se estrecha, se retuerce, se llena de obras y de camiones a los que no es posible adelantar y que me arrojan al rostro su diesel sin digerir. Faltan otros doscientos cuarenta kilómetros para Palermo, una distancia mucho mayor que la que yo creía posible. Efectúo buena parte del recorrido en medio de la oscuridad. Llego a Palermo a las ocho, y me pierdo en un laberinto de misérrimas calles.
Me detengo, es necesario detenerme en alguna parte, en la Via Torremuzzo, y trato de serenarme. Tras un recorrido auténticamente largo y duro, noto que la sangre se halla en efervescencia en mis venas como si de repente se hubiera «descomprimido». Permanezco sentado en la moto porque no me atrevo a dejarla, rodeado por todo un grupo de pilluelos, frente a un ruidoso bar. En este extraño período en el que el movimiento ha cesado, pero el ruido y la vibración todavía resuenan en mi cuerpo, me parece haber llegado a un desfiladero encantado, poblado por monstruos de circo y por los más extraños personajes de ficción, desde Rabelais a Damon Runyon. Enanos, gigantes, hombres gordos, hombres de goma, barrenderos, espías de los entrenamientos de los caballos de carreras, alcahuetes, palurdos, prostitutas y mujeres barbudas se amontonan bajo los focos y unas cavernosas sombras se mueven tras las cortinas de cuentas y hacen teatrales apariciones en imposibles balcones entre extravagantes prendas de ropa interior. Al cabo de unos momentos, mi visión se tranquiliza. Buena parte del efecto se debe al alumbrado casi medieval de la calle y a un calor del aire nocturno que permite a la gente dejar al descubierto mucha piel, pero, aun así, la Torremuzzo es una calle muy llamativa.
Estoy molido. Demasiado agolado para pensar en inglés y no digamos en italiano. ¿Dónde estoy? Ni idea. ¿Adónde tengo que ir? Ni la menor noción. La vida callejera se arremolina a mi alrededor. Noto cien ojos agudos y hambrientos clavados en mi moto como en un árbol de Navidad lleno de regalos listos para ser arrancados. Avergonzado de mi debilidad, sólo puedo pensar en el número de teléfono que me dieron de los amigos de unos amigos. El Gordo, jugando a las cartas en la acera, me dice que sí, que hay un teléfono en el bar. Llevo conmigo los objetos más sueltos del equipaje. Los amigos de los amigos están en casa. Vendrán a recogerme en coche. Me siento en un sitio desde el que pueda vigilar la moto y espero. ¿Qué haré cuando no haya amigos de amigos? Decido resolver la cuestión más adelante.
Un israelí se me acerca. ¿Creo yo, me pregunta, que si regresa ahora a Israel le meterán en la cárcel por desertor?
¿Qué haría usted, le pregunto, si llegara de noche a una extraña y exótica ciudad y no tuviera amigos a los que recurrir?
El israelí se aleja irritado. Es lo que yo siempre había supuesto. Hay dos clases de personas en este mundo: las que hacen preguntas y las que las contestan.