BLANDING PUMPS
Perforación de pozos, Remoción de tuberías Mantenimiento de sistemas hidráulicos en general (También reparamos sus tanques sépticos)
La tarjeta estaba doblada, sucia. Leaphorn supuso que se había humedecido. La cogió.
El mensaje, garabateado con bolígrafo, rezaba así: Digan a Leaphorn que ella está viva aún
Leaphorn se lo pasó a Nez, sin comentario.
— Ya lo he visto -dijo Nez y se lo extendió nuevamente a McGee, quien volvió a ponerlo en la cartera y luego devolvió ésta a su bolsillo.
— ¿Qué piensa? -preguntó-. ¿Tiene usted alguna idea de quién es "ella"?
— Vaya si la tengo -respondió Leaphorn-. Pero hábleme de Houk. Precisamente, le vi hace unos días.
— El miércoles -dijo McGee-. Para ser exactos. Es lo que nos contó la mujer que trabaja para él, la navaja llamada Irene Musket -agregó mirando a Leaphorn con expresión burlona.
— El miércoles, correcto -dijo Leaphorn-. ¿Quién mató a Houk?
McGee adoptó un gesto irónico y dijo:
— La mujer a la que él se refiere, quizá. En todo caso, parece como si Houk hubiera renunciado a buscar un lugar donde esconderse para hablarle de ella. Es como si ambos hubieran pensado que estaba muerta. De pronto él la ve viva, trata de decírselo a usted y ella lo mata.
Leaphorn pensó que todavía disponía de cinco días de su permiso final. En realidad, sólo cuatro y dos tercios, aproximadamente. Hacía por lo menos tres meses que no estaba de humor para insinuaciones como ésta. Desde que Emma se puso mala. Tampoco ese día estaba de humor. En realidad, nunca había tolerado insinuaciones. Y no toleraría esto por ser educado con este belagana, empeñado en tratar a Leaphorn como si fuese un sospechoso. No obstante, hizo un esfuerzo más por ser educado.
— Estuve fuera -dijo-, en el este. Regresé anoche. Tendrá usted que rebobinar y contármelo todo.
McGee contó. Irene Musket había ido a trabajar el viernes por la mañana y había encontrado una nota en la puerta de tela metálica en la que se le decía que Houk estaba en el establo. Ella dijo que encontró su cuerpo en el establo y llamó al despacho del sheriff del condado de Garfield, quien notificó del caso a la Policía del Estado. Ambas partes realizaron la investigación. Houk había recibido dos disparos de un arma de calibre pequeño, uno en el centro del pecho y otro en la parte posterior y baja del cráneo. Había señales de que Houk había estado rehaciendo los fardos de heno, aparentemente para esconderse. Cerca del cadáver se encontraron dos cartuchos vacíos del calibre 25. El perito médico dijo que cualquiera de los disparos pudo haberlo matado. No hubo testigos. Tampoco se encontró en el establo ninguna prueba física, con excepción de los casquillos. La casera dijo que había encontrado violentada la cerradura de la puerta de tela metálica de atrás y totalmente desordenado el despacho de Houk. Por lo que ella dijo, no habían robado nada.
— Pero entonces, ¿quién puede saberlo? -agregó McGee-. Bien pudo desaparecer algo del despacho sin que ella lo notara.
McGee se detuvo, mirando a Leaphorn.
— ¿Dónde estaba la nota? -preguntó éste.
— En los calzoncillos de Houk -respondió McGee-. No la encontramos nosotros. El perito médico fue quien la halló cuando lo desvistieron.
Leaphorn descubrió que su sentimiento con respecto a McGee era un poco mejor. No era la actitud de McGee, sino la suya.
— Fui a verle el miércoles a propósito de una mujer llamada Eleanor Friedman-Bernal -dijo Leaphorn, y explicó la situación, quién era la mujer, su relación con Houk, lo que Houk le había dicho-. De modo que supongo que quería decirme que ella aún estaba viva.
— ¿Pensaba usted que estaba muerta? -preguntó McGee.
— Había desaparecido hacía dos, tres semanas. Dejó su ropa. Dejó en la nevera una gran cena lista para cocinar. Faltó a citas importantes. No sé si está muerta o no.
— Es una buena apuesta -dijo Nez-. O era.
— ¿Eran amigos, usted y Houk?
— No -respondió Leaphorn-. Lo he visto dos veces. El último miércoles y hace unos veinte años. Uno de sus hijos se despachó a casi toda la familia. Trabajé algo en ese asunto.
— Lo recuerdo. Es difícil de olvidar -comentó McGee, mirándole fijamente.
— Estoy casi tan sorprendido como usted -prosiguió Leaphorn-, por la nota que me ha dejado. ¿Sabe usted -preguntó tras una pausa para reflexionar- por qué dejó la nota en la puerta de tela metálica? ¿Ésa en la que decía que estaba en el establo?
— Musket dijo que ella había salido y había dejado algo, calabaza, que llevaría luego a su casa. Él había puesto eso en la nevera y había dejado una nota, que decía: "La calabaza en la nevera, yo estoy en el establo". Irene imaginó que Houk pensó que ella volvería.
Leaphorn, mientras, rememoraba el escenario: el largo camino particular de acceso, cubierto de hierbas, el porche, el establo, netamente en la pendiente, detrás de la casa, una pluma de grúa a un lado del mismo y pesebres de caballos al otro. Probablemente, desde el establo Houk oyó que se acercaba un coche. Quizá lo hubiera visto, quizá hasta había observado a su conductor cuando abría el portón. Debió de haber reconocido a la muerte que iba en su busca. McGee dijo que Houk había comenzado a preparar un sitio para ocultarse, a formar fardos con un hueco detrás, probablemente para que sirviera de escondite. Y luego habría abandonado esta tarea para escribir la nota inacabada. Y se la puso en los calzoncillos. Leaphorn se imaginó todo esto. A Houk, desesperado, ya sin tiempo, ocultando la tarjeta en su bajo vientre. La única posible razón de esa conducta era la de evitar que su asesino la encontrara. Y eso quería decir que el asesino no la habría dejado allí. ¿Y eso qué significaba? ¿Que el asesino era Eleanor Friedman-Bernal, que no querría que la gente supiera que estaba viva? ¿O, más precisamente, que se supiera que Houk lo sabía?
— ¿Tiene usted alguna teoría? -preguntó a McGee.
— Una o dos -dijo.
— ¿Que involucran a la caza de cacharros?
— Bueno, algo sabemos de Etcitty y Nails. Eran cazadores de cacharros. Houk ha comerciado durante años con ellos sin importarle de dónde provenía lo que compraba -dijo McGee-. De modo que es posible que alguien a quien él haya timado tuviera la sangre en el ojo. Houk expolió a demasiada gente. Era famoso por eso. O tal vez fuera esa mujer a la que le vendía. -McGee se levantó, tieso, y se acomodó el sombrero-. ¿Por qué otra razón habría dejado la nota? Él la vio llegar. Del mundo de los muertos, por así decirlo. Supo que lo perseguía. Se imaginó que ya había liquidado a Nails y a Etcitty. Comenzó a escribir la nota para usted. Se la puso donde ella no pudiera encontrarla y así se marchó al otro mundo. Me gustaría que me dijera qué piensa usted acerca de la mujer.
— Muy bien -dijo Leaphorn-. Tengo un par de cosas que hacer y luego estoy con usted.
No había regresado a su despacho desde la muerte de Emma y ahora olía al polvo que, en un clima desértico, se filtra por doquier. Se sentó en su silla, cogió el teléfono y llamó a Shiprock. Chee estaba allí.
— Ese Cañón del Esparcidor de Agua -preguntó-, ¿a qué lado del río se encuentra?
— Al sur -respondió Chee-. Del lado de la Reserva.
— ¿No hay duda de eso?
— Ninguna -dijo Chee-. Siempre que Amos Whistler (El Silbador) supiera lo que decía. O adónde señalaba.
— En mi mapa no figura ningún Cañón del Esparcidor de Agua. ¿Dónde cree usted que está?
— Probablemente en Many Ruins -respondió Chee.
Era exactamente donde Leaphorn hubiera dicho que estaba. Y llegar por su extremo norte era prácticamente imposible. Los últimos sesenta kilómetros discurrían sobre un rocoso y confuso desierto sin caminos.
— ¿Sabía que mataron a Harrison Houk?
— Sí, señor.
— ¿Quiere seguir trabajando en esto?
— Sí, señor -respondió Chee tras un momento de vacilación.
— Pues entonces vaya al teléfono. Llame a la policía de Madison, Wisconsin. Averigüe si allí se han dado licencias de armas. Es probable que sí. En tal caso, averigüe a quién y qué tipo de pistola se ha autorizado a Eleanor Friedman-Bernal. Debería ser… -entornó los ojos, tratando de recordar lo que le había dicho Maxie Davis acerca de Eleanor- probablemente, de 1985 o 1986.
— De acuerdo.
— Si no ha obtenido la autorización para su pistola en Madison, tendrá que hacer una investigación.
Indicó a Chee otros sitios en los que él sabía que la mujer había estudiado o enseñado, confiando en su recuerdo de la conversación con Davis y conjeturando las fechas. Luego agregó:
— Puede que tenga que pasarse el día entero en el teléfono. Dígales que hay de por medio tres homicidios. Y luego manténgase cerca del teléfono para que yo pueda localizarle.
— Correcto.
Hecho esto, se sentó y reflexionó. Iría a Bluff y echaría un vistazo al establo donde Harrison Houk había hecho aquello tan notable de escribirle una nota mientras esperaba a su asesino. Quería ver el lugar. Esa acción le irritaba. ¿Por qué se preocuparía tanto Houk por una mujer que no era más que una cliente? "Está viva aún", decía la nota. ¿Aún hoy? ¿Para qué? ¿Dónde? ¿En el Cañón del Esparcidor de Agua? Se había llevado su saco de dormir. El chico la había visto cargar una montura. Pero, volviendo a Houk. Estaba comenzando la nota. En ese momento, casi con seguridad, Houk fue interrumpido por el asesino. Ya no tenía tiempo. Supuso que el asesino destruiría la nota. No quería que la policía se enterara de que "ella" estaba viva. Pero, ¿era "ella", Eleanor, la del guión? ¿Quién más podía interesarse por la nota? Y entonces le costó a Leaphorn hacer entrar en el cuadro a la mujer que tan amorosamente había escabechado la carne y preparado la cena. No podía imaginarse a esa mujer en aquel establo, disparando su pequeña pistola contra el cráneo de un anciano que yacía boca abajo sobre el heno. Sacudió la cabeza. Pero eso era puro sentimiento, no lógica.
El mayor Nez estaba de pie en la puerta, observándolo.
— Interesante, el caso -dijo Nez.
— Sí. Difícil de imaginar.
Leaphorn le hizo señas de que entrara.
Nez simplemente se reclinó contra la pared, con un papel plegado en la mano. Estaba engordando, observó Leaphorn. Nez siempre había sido un barril, pero ahora el estómago le colgaba sobre el ancho cinturón del uniforme.
— No parece algo que pueda resolver usted en menos de una semana -dijo, mientras golpeaba el papel con el dorso de la mano, y a Leaphorn se le ocurrió que se trataría de su carta de dimisión.
— Probablemente, no.
Nez le ofreció la carta.
— ¿Quiere que se la devuelva? ¿Por ahora? Siempre puede usted enviarla de nuevo.
— Estoy cansado, Ron. Ha sido mucho tiempo, supongo. Ahora mismo no lo sé.
— Cansado de la vida -dijo Nez, asintiendo con la cabeza-. Yo me siento así de vez en cuando. Pero es difícil renunciar.
— De todos modos, gracias -dijo Leaphorn-. ¿Sabe adónde ha idoMcGee?
Leaphorn encontró al detective McGee comiendo un desayuno tardío en la Fonda de la Nación Navaja y le contó todo lo que sabía acerca de Eleanor Friedman-Bernal, lo que le pareció de interés, aunque fuera remotamente. Luego condujo hasta su casa, buscó el cinturón con la cartuchera en el último cajón de su cómoda, cogió el arma y se la colocó en en bolsillo de la chaqueta. Una vez hecho esto, condujo hasta Window Rock, en dirección norte. ? Capítulo 15
Hubo un pequeño problema con la joven que atendió la llamada de Chee al Departamento de Policía de Madison para que hiciera caso de la Policía Tribal Navaja. Pero una vez establecido este punto, todo funcionó de maravilla.
Sí, se habían concedido autorizaciones para portar armas. No, no sería difícil inspeccionar el registro. Sólo un momento. No mucho más.
Le siguió una voz masculina.
¿Eleanor Friedman-Bernal? Sí, había obtenido un permiso para llevar un arma corta. Había registrado una pistola automática calibre 25.
Chee anotó los detalles. La pistola era de una marca que él jamás había oído nombrar. Ni tampoco el empleado de Madison.
— Portuguesa, creo -dijo este último-, o tal vez turca, o brasileña.
El segundo paso fue casi tan rápido como el anterior. Llamó al despacho del sheriff del condado de San Juan y pidió hablar con el subsheriff Robert Bates, que normalmente se ocupaba de los homicidios. Bates estaba casado con una mujer navaja, que, por casualidad, había nacido en Kin yaa annii -la Gente de la Casa Grande-, la cual, de una manera que Chee jamás había entendido, estaba emparentada con el To' aheedlinii -el Clan de las Aguas que Confluyen- de su abuelo. Eso hacía que Chee y Bates resultaran vagamente parientes. Y tan importante como eso era que habían trabajado juntos una o dos veces y se querían. Bates estaba allí.
— Si vuelves a ver el informe, necesito saber algo acerca de las balas que mataron a Etcitty y a Nails -dijo Chee.
— ¿Para qué? -preguntó Bates-. Tengo entendido que el FBI decidió que el asesinato no tuvo lugar en territorio de la reserva.
— Fue en Checkerboard; el FBI siempre decide lo mismo -respondió Chee-. Nos interesa mucho.
— ¿Porqué?
— ¡Oh, cielos! ¡Robert! -dijo Chee-. No sé por qué. A Leaphorn le interesa, y Largo me ha puesto a trabajar con él.
— ¿Qué pasa con Leaphorn? Hemos oído decir que ha tenido una depresión nerviosa. Que se retira.
— Así es -respondió Chee-. Pero todavía no.
— Pues bien, fue una pistola del calibre 25, automática, a juzgar por las marcas de eyección en los cartuchos vacíos. Todos de la misma arma.
— Vosotros tenéis un informe sobre una persona desaparecida que posee una pistola automática del calibre 25 -dijo Chee-. Es la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Trabajaba en el Cañón del Chaco. Antropóloga. Donde trabajaba Etcitty -y le contó a Bates más cosas que sabía acerca de la mujer.
— Tengo su legajo aquí, en mi escritorio -replicó Bates-. Hacía un minuto había recibido una llamada de un policía del Estado de Utah. Quería que hiciéramos una investigación sobre ella en el Chaco. Parece que tienen un individuo muerto a tiros en Bluff y que dejó una nota a Leaphorn en la que le dice que esta mujer está viva aún. ¿Sabes algo de eso?
— He oído hablar del asesinato, pero de la nota, nada.
Chee pensó que, unos años atrás, esta fantástica comunicación indirecta le habría sorprendido. Ahora la esperaba. Recordó que Leaphorn le reprendía por no trasmitir todos los detalles. Pues bien, no había ninguna razón para que Leaphorn no le hubiera contado esto. Salvo que lo considerara un mero mandadero. Chee se sentía ofendido.
— Cuéntame -le dijo a Bates-. Y no omitas nada.
Bates relató lo que a él le habían informado. No le llevó mucho tiempo.
— De modo que la Policía del Estado de Utah piensa que la doctora Friedman apareció y mató a Houk -concluyó Chee-. ¿Alguna teoría sobre los motivos?
— Una gran conspiración de cazadores de cacharros. Esto es lo que parece que sospechan. El año pasado hubo una gran redada de ladrones de cacharros allí. Montones de detenidos. El gran jurado con sede en Salt Lake formuló las acusaciones. De modo que piensan en los cacharros -dijo Bates-. ¿Y por qué no? A como están ahora los precios, hay mucho dinero de por medio. ¡Dios santo! Cuando éramos niños y acostumbrábamos ir a desenterrarlos por ahí, te ponías contento si conseguías cinco dólares. Oye -agregó- ¿qué tal te va con tu idea de hacerte curandero?
— No hay clientes.
Éste no era un tema que Chee tuviera interés en discutir. Era el mes de noviembre, ya adentrada la "Estación en que el Trueno Duerme", la estación para los ceremoniales de cura, y no había tenido ni un solo contacto. Preguntó a Bates:
— ¿Irás al Chaco ahora?
— Apenas cuelgue.
Chee pasó rápidamente revista a las personas con las que debía hablar: Maxie Davis, los Luna, Randall Elliot.
— Están preocupados por la mujer desaparecida. Son amigos de ella. Puedes estar tranquilo y hablarles acerca de la nota.
— ¿Por qué, tranquilo? -inquirió Bates, algo picado de que Chee hubiera mencionado tal cosa.
No tenía allí otra cosa que hacer que quedarse pegado al teléfono y esperar que Leaphorn llamara desde Bluff. Se sumergió en su papeleo ordinario. Poco antes del mediodía, sonó el teléfono. Chee pensó que era Leaphorn.
Pero era Janet Pete. Su voz sonaba extraña. ¿Estaba preparando Chee algo para comer?
— No -contestó Chee-. ¿Llama usted desde Shiprock?
— Estoy aquí mismo. En realidad, he salido para pasear un rato, y he terminado aquí -dijo con voz muy decaída.
— Entonces, ¿comemos juntos? -dijo Chee-. ¿Podemos encontrarnos en el Café Thunderbird?
Ella podía, y se encontraron.
Ocuparon un reservado junto a la ventana. Y hablaron del tiempo. Afuera, un viento borrascoso sacudía el cristal y arrojaba a la autopista polvo y hojas, y ahora una sección del Navajo Times.
— Es el fin del otoño, supongo -dijo Chee-. ¿Ha visto el Canal Siete? Howard Morgan dice que está a punto de producirse la primera ventolera de invierno.
— Odio el invierno -comentó Janet Pete, tras lo cual se rodeó con los brazos y se estremeció-. ¡Ese invierno tan deprimente!
— La consejera jurídica está triste -dijo Chee-. ¿Puedo hacer algo para levantarle el ánimo? Llamaré a Morgan para ver si puede postergarlo.
— O eliminarlo del todo.
— De acuerdo.
— También está Italia.
— Que es cálida, creo -dijo Chee, para comprobar luego que ella no bromeaba-. ¿Qué sabe de su Triunfal Abogado?
— Fue a Chicago, a Albuquerque, a Gallup. Lo encontré en Gallup.
Sin saber qué decir, Chee comentó:
— No lo ha encontrado precisamente a mitad de camino.
Eso sonaba frívolo, y Chee no se sentía frivolo, de modo que, tras aclararse la voz, agregó:
— ¿Ha cambiado? El tiempo cambia a las personas. Eso es lo que me han dicho.
— Sí -respondió Janet, pero sacudió la cabeza-. Pero no, en realidad, no. Mi madre me dijo hace mucho tiempo: "Nunca esperes que un hombre cambie. Lo que ves es aquello con lo que tendrás que convivir".
— Supongo que sí -dijo Chee.
Ella parecía cansada y colmada de tristeza. Él se acercó y le cogió la mano. La tenía fría.
— El problema está, me parece, en que usted le quiere, de cualquier modo.
— No lo sé -dijo Janet Pete-. Yo sólo…
Pero el sentimiento de simpatía fue demasiado para ella. Se le quebró la voz. Miró hacia abajo, hurgando en su bolso.
Chee le alcanzó su servilleta. Ella se la llevó a la cara.
— Dura, la vida -dijo Chee-. Se supone que el amor nos hace felices, y a veces nos hace miserables.
A través de la servilleta, Chee oyó que Janet sollozaba.
— Puede que esto suene a frase hecha, o lo que sea, pero yo sé cómo se siente. De veras -dijo Chee, mientras le palmeaba la mano.
— Lo sé.
— Pero sabe, lo he decidido. Me estoy cansando. No se puede continuar así eternamente.
Cuando se oyó pronunciar estas palabras, se asombró. ¿Cuándo lo había decidido? No se había dado cuenta. Sintió un repentino alivio. Y una pérdida. ¿Por qué los hombres no pueden llorar?, se preguntó. ¿Por qué no les está permitido?
— Quiere que vaya con él a Italia. Se va a Roma. A encargarse de sus asuntos legales en Europa. Y en África. Y en Oriente Medio.
— ¿Habla italiano?
Mientras lo decía, Chee advirtió que era una pregunta increíblemente estúpida, completamente fuera de lugar.
— Francés -respondió ella-. Y algo de italiano. Lo está perfeccionando con un profesor.
— ¿Y usted? -preguntó Chee.
¿Por qué no podía pensar en algo menos trivial? ¿Es que iría a preguntarle también por su pasaporte, y por el equipaje, y los vuelos? No era de eso de lo que ella quería hablar. Ella quería hablar de amor.
— No -dijo ella.
— ¿Y él qué dice? ¿Comprende ahora que usted quiere ser abogada? ¿Que quiere ejercer su profesión?
Ahora la servilleta estaba en la falda de Janet. Los ojos estaban secos, pero delataban que había estado llorando. Y la cara tenía una expresión tensa.
— Dijo que podía ejercer en Italia. No con su compañía. En ella impera el nepotismo. Pero dijo que podía conseguirme algo una vez que yo tuviera en regla la ucencia italiana.
— Él podría conseguir algo para usted.
Ella suspiró.
— Sí. Así es como lo plantea. Y creo que sí podría. A un cierto nivel, en el mundo del derecho, las grandes firmas se apoyan unas a otras. Ha de haber firmas italianas que funcionen de esta manera. La voz llegaría a la red de nuestro buen amigo. Toma y daca. Supongo que, una vez que aprendiera italiano, me ofrecerían un empleo.
— Supongo que sí -dijo Chee, asintiendo con la cabeza.
Llegó la comida. Para Chee, guiso de cordero y pan frito. Para Janet, un bol de sopa. Se sentaron mirando la comida.
— Debería comer algo -dijo Chee, que había perdido por completo el apetito, y, cogiendo una cucharada de guiso y un bocado de pan frito, ordenó-: ¡Coma!
Janet Pete tomó una cucharada de sopa.
— ¿Ya ha tomado alguna decisión?
— No lo sé -dijo, sacudiendo la cabeza.
— Usted se conoce mejor que nadie -dijo él-. ¿Qué es lo que la haría feliz?
Ella volvió a sacudir la cabeza.
— Me parece que soy feliz cuando estoy con él. Como en la cena de anoche. Pero no lo sé.
Chee pensaba en la cena y en cómo habría acabado, y en qué habría pasado después. ¿Se habría ido con él a su habitación? ¿Habría pasado la noche allí? Probablemente. La idea le dolió. Le dolió mucho. Eso le sorprendió.
— Yo no debería dejar que estas cosas se prolonguen así -dijo ella-. Debería tomar una decisión.
— Nosotros también dejamos que nuestras cosas se prolonguen. Mary y yo. Pero supongo que ella ha decidido.
Chee le había soltado la mano cuando llegó la comida. Ahora ella se acercó y puso las suyas en las de él.
— Tengo su servilleta -dijo ella-. Un poco húmeda, pero -la miró, un cuadrado ajado de papel azul pálido- todavía se puede utilizar en caso de emergencia.
Él comprendió instantáneamente que era una invitación a cambiar de tema. Cogió la servilleta y la dejó caer en su regazo.
— ¿Se ha dado cuenta de la suerte que ha tenido de venir a parar al único café de Shiprock que tiene servilletas?
— Me he dado cuenta y lo he apreciado -respondió ella, con una sonrisa casi natural-. Y a usted, ¿qué tal le van las cosas?
— Le he hablado del Ladrón de la Excavadora. ¿Y de Etcitty?
Ella asintió con la cabeza.
— Ha de haber sido horrible. ¿Han encontrado a la mujer?
— ¿Qué le he contado de este asunto?
Ella se lo recordó.
Chee le contó acerca de Houk, de la nota que había dejado para Leaphom, de la pistola de Eleanor Friedman-Bernal y de cómo era del mismo calibre que la utilizada en los asesinatos, del obsesivo interés de Leaphom por encontrar el yacimiento de Utah donde parecía haberse trasladado la alfarera de Friedman, desaparecido hacía tanto tiempo.
— Usted sabe que para excavar en este tipo de yacimientos en la reserva hay que tener un permiso especial. Nosotros tenemos en Window Rock una oficina que se ocupa de esto -dijo Janet Pete-. ¿Lo ha controlado ya?
— Lo ha de haber hecho Leaphom -respondió Chee-. Pero, al parecer, ella estaba tratando de encontrar de dónde provenía el material. Hay que saber esto antes de poder presentar la solicitud.
— Supongo que sí. Pero creo que están todos numerados. Tal vez ella lo haya intuido.
Chee hizo una mueca y sacudió la cabeza.
— Hace tiempo, cuando yo era estudiante de antropología, recuerdo que el profesor Campbell, o algún otro, nos decía que había más de cuarenta mil yacimientos con números del Laboratorio de Antropología de Nuevo México. Y eso solamente en Nuevo México. Y otros cien mil, o algo así, en otros registros.
— No quiero decir que haya cogido un número al azar -dijo ella, ligeramente irritada-. Pudo haber descrito la localización general.
De pronto, Chee se interesó.
— Tal vez Leaphorn ya lo haya mirado -dijo, recordando que probablemente tendría pronto noticias de Leaphorn, pues había dejado dicho en el conmutador que le pasaran el mensaje-. Pero, ¿llevaría mucho tiempo comprobarlo?
— Yo podría llamar -dijo Janet, con aspecto pensativo-. Conozco al individuo que se cuida de eso. Le he ayudado con los reglamentos. Me parece que, para excavar en la reserva, hay que solicitar permiso al Servicio de Parques y al Departamento de Preservación Cultural Navaja, a ambos. Pienso que hay que dar el nombre de un depositario de cualquier cosa que se encuentre, y tener aprobado el sistema de archivo. Y tal vez…
Chee pensó qué formidable sería que, cuando Leaphorn llamara, pudiera darle las coordenadas geográficas del yacimiento que buscaba. Seguramente su impaciencia se le reflejaba en el rostro.
Janet se interrumpió en la mitad de la oración.
— ¿Qué? -dijo.
— Volvamos a la oficina y llamemos -dijo Chee.
Cuando entraban, la llamada de Leaphorn estaba esperando. Chee le trasmitió lo que había sabido por la Policía de Madison y por Bates, en el Despacho del Sheriff del Condado de San Juan.
— Están esperando un informe de la Policía del Estado de Utah -agregó Chee-. Bates me dijo que llamaría cuando lo tuviera.
— Ya lo tengo -dijo Leaphorn-. También era del calibre 25.
— ¿Sabe si Friedman solicitó permiso para excavar en ese yacimiento que usted busca?
Largo silencio.
— Debí haber pensado en eso -dijo Leaphorn por fin-. Dudo que lo haya hecho. Los trámites burocráticos llevan años. Se trata de un papeleo doble. La autorización del Servicio de Parques, más la tribal, y eso implica toda clase de comprobaciones y complicaciones. Pero debí comprobarlo.
— Yo me ocuparé de eso -dijo Chee.
Janet Pete dijo que el individuo al que había que llamar era T. J. Pedwell. Chee lo alcanzó justo cuando volvía de comer. ¿Había alguna solicitud de la doctora Eleanor Friedman-Bernal para excavar el yacimiento anasazi de la reserva?
— En efecto -respondió Pedwell-. Dos o tres. En territorio de Checkerboard, en los alrededores del Cañón del Chaco. Es la especialista en cerámica que trabaja allí.
— ¿Y del lado norte de la reserva, en Utah?
— No creo -respondió Pedwell-. Puedo mirarlo. ¿No sabrá usted el número del yacimiento?
— Me temo que no -dijo Chee-. Pero podría estar cerca del límite norte del Cañón de Many Ruins.
— Conozco ese lugar -dijo Pedwell-. He colaborado en la inspección del Departamento de Antigüedades en toda esa zona del país.
— ¿Conoce usted el cañón que la gente del lugar llama del Esparcidor de Agua?
— Eso es realmente Many Ruins -respondió Pedwell-. Está lleno de pictografías y petroglifos de Kokopelli. Es lo que los navajos llaman el yei del Esparcidor de Agua.
— Tengo una descripción del lugar, y parece inusual -dijo Chee, y contó a Pedwell lo que Amos Whistler le había dicho.
— Sí -replicó Pedwell-. Me suena conocido. Déjeme mirar mis archivos. Tengo fotos de casi todos.
Chee oyó que el teléfono chocaba con algo. Aguardó y aguardó. Suspiró. Se reclinó contra el escritorio.
— ¿Algún problema?-preguntó Janet Pete.
Pero antes de poder responder, Chee tenía nuevamente la voz de Pedwell en el oído.
— ¡Lo encontré! -dijo Pedwell-. Es el NR 723. Anasazi. Circa 12801310. Y hay otros dos yacimientos muy cerca de éste. Probablemente, relacionados.
— ¡Formidable! -exclamó Chee-. ¿Cómo se llega allí?
— Pues, no va a resultar fácil. Lo recuerdo. A algunos hemos ido a caballo. A otros hemos llegado por el río y luego hemos subido el cañón a pie. A este último creo que hemos ido por el río. Veamos. Las notas dicen que está a cinco punto siete millas arriba de la boca del cañón.
— ¿La doctora Friedman solicitó autorización para cavar en ese yacimiento?
— Ella, no -dijo Pedwell-. Otra de las personas del Chaco. El doctor Randall Elliot. ¿Trabajan juntos?
— No lo creo -respondió Chee-. ¿Dice la solicitud si recogía cacharros polícromos de San Juan?
— Déjeme ver -se oyó un crujido de papeles-. No parece que se trate de cacharros. Dice que estudia las migraciones anasazi. -Ahora se oyó el murmullo de la lectura de Pedwell para sí mismo-. Dice que lo que le interesa es rastrear patrones genéticos -más murmullos-, estudiar los huesos, el espesor de los cráneos, los individuos con seis dedos, la conformación aberrante de la mandíbula -más murmullos-, no creo que esto tenga nada que ver con la alfarería -concluyó Pedwell-. Estudia los esqueletos, o los estudiará si la famosa burocracia navaja, de la cual formo parte, termina alguna vez con este proceso. Individuos de seis dedos. Hay muchos entre los anásazi, pero son muy difíciles de estudiar, porque las manos no se mantienen idénticas después de mil años. Pero parece que ha encontrado ciertos patrones familiares. Demasiados dedos. Un diente extra del lado derecho del maxilar inferior. Un segundo agujero donde esos nervios y vasos sanguíneos atraviesan la pared posterior del maxilar y no sé qué del peroné. La antropología física no es mi fuerte.
— Pero todavía no tiene la autorización.
— Espere un momento. Me parece que en este caso no hemos sido tan lentos. Aquí hay una copia en papel carbón de una carta del Servicio de Parques a Elliot -crujido de papeles-. Denegado. Se necesita más documentación del trabajo anterior en este campo. ¿Está bien?
— Muchas gracias -dijo Chee.
Janet Pete le observaba.
— Parece como si se hubiera anotado un tanto -dijo.
— La pondré al corriente -replicó Chee.
— Mientras volvemos al coche -dijo Janet, que parecía confusa-. Normalmente soy la abogada corriente, estúpida, tonta. Esta mañana me he puesto histérica y lo he dejado todo sin hacer. La gente que viene a verme. La gente que espera que yo termine las cosas. Me siento fatal.
Chee caminó con ella hasta el coche, abrió la puerta y dijo:
— Estoy muy contento de que me hayas llamado, ha sido un honor para mí.
— ¡Oh, Jim! -dijo ella, y le abrazó el pecho con tal fuerza que Chee contuvo la respiración.
Se mantuvo así, asida a él, apretada contra él. Chee sintió que Janet estaba a punto de volver a llorar y no quería que eso sucediera.
Le puso la mano en el cabello y se lo acarició.
— No sé qué decidirá acerca de su Abogado Triunfal -dijo Chee-. Pero si decide contra él, tal vez usted y yo podríamos ver si pudiéramos enamorarnos. Ya sabe, ambos navajos, y todo lo demás.
Era lo que no había que decir. Janet lloraba mientras se marchaba en su coche.
Chee se quedó allí de pie, observando cómo el sedán del parque automotor de Janet se alejaba a toda velocidad hacia la confluencia de la Nacional 666 y la carretera a Window Rock.
No quería pensar en ello. Era confuso y doloroso. En cambio, pensó en una pregunta que debía haber hecho a Pedwell, la de si Randall Elliot también había solicitado autorización para excavar en el ahora expoliado yacimiento donde mataron a Etcitty y Nails.
Volvió andando a la oficina, recordando aquellos maxilares tan cuidadosamente apartados de entre el caos. ? Capítulo 16
La montura le había parecido una prometedora posibilidad a Leaphorn. Ella la había tomado prestada de un biólogo llamado Arnold, quien vivía en Bluff. Había otras pistas que llevaban a Bluff. El yacimiento de los cacharros polícromos parecía estar un poco al oeste de la ciudad, en una zona sin caminos, donde hacía falta un caballo. Ella habría ido a ver a Arnold. Si éste podía prestarle una montura, es probable que pudiera prestarle un caballo. Por Arnold se enteraría de adónde se había dirigido Eleanor Friedman-Bernal. El primer paso era encontrar a Arnold, lo que no resultaría difícil.
Y no lo fue. El Hostal de Recuperación había sido el centro de la hospitalidad de Bluff durante todo el tiempo que a Leaphorn le era dado recordar. El hombre que estaba en la recepción le prestó el teléfono para que llamara a Chee. Chee confirmó lo que Leaphorn había temido. Fuera o no la doctora Friedman quien matara a los cazadores de cacharros, no había duda de que sí se había disparado con su pistola. El hombre de la recepción también conocía a Arnold.
— Bo Arnold -dijo-. Los científicos que vienen aquí son en su mayoría antropólogos o geólogos, pero el doctor Arnold es hombre de líquenes. Un botánico. Suba hasta donde la autopista gira a la izquierda y coja a la derecha, hacia Montezuma Creek. Es la pequeña casa de ladrillo rojo con matas de lila a ambos lados del portón. Salvo que, como pienso, Bo haya dejado morir las lilas. Conduce un jeep. Si está en su casa, verá usted el vehículo.
Las lilas, en efecto, estaban casi muertas, y en la maleza, junto a la casita, se hallaba aparcado un polvoriento jeep de los primeros modelos. Leaphorn aparcó junto a éste, salió de la camioneta y caminó en medio de una ráfaga de viento helado y polvoriento. La puerta de enfrente se abrió apenas Leaphorn comenzó a subir los escalones del porche. Apareció un hombre delgado, en vaqueros y camisa roja desteñida.
— Buenos días, señor -dijo, mientras su amplia sonrisa dejaba ver una doble fila de dientes blancos en un rostro de piel marrón curtida a la intemperie.
— Buenos días -respondió Leaphorn-. Busco al doctor Arnold.
— Sí, señor, yo mismo -dijo el hombre y tendió la mano a Leaphorn, quien se la estrechó y mostró a Arnold su identificación.
— Busco a la doctora Eleanor Friedman-Bernal -dijo Leaphorn.
— Yo también -respondió Arnold, entusiasta-. Esa vieja bribona me ha cogido el kayac y no me lo ha devuelto.
— ¡Oh! -exclamó Leaphorn-. ¿Cuándo?
— Cuando yo no estaba -explicó Arnold, todavía sonriente-. Me pescó fuera de casa, y se lo llevó.
— Me gustaría que me contara todo al respecto -dijo Leaphorn.
Arnold sostuvo la puerta abierta, dio la bienvenida a Leaphorn y le invitó a pasar con un amplio movimieno de la mano. En el interior, la habitación estaba llena de mesas, cada una a su vez cubierta de rocas de todos los tamaños y formas, con un único elemento en común: líquenes. Todas estaban cubiertas de esas extrañas plantas, de todos los matices entre el blanco y el negro. Arnold condujo a Leaphorn a través de las mesas, hasta un pequeño salón.
— Allí no hay sitio para sentarse -dijo-. Es mi lugar de trabajo. Aquí es donde vivo.
El lugar donde Arnold vivía era un pequeño dormitorio. Toda superficie plana, incluso la única y estrecha cama, estaba cubierta con tablas sobre las cuales se alineaban platos planos de vidrio. Los platos tenían algo que, supuso Leaphorn, debían de ser líquenes.
— Permítame hacerle un sitio -dijo Arnold, y despejó sendas sillas para ambos-. ¿Por qué busca usted a Ellie? -preguntó-. ¿Ha estado saqueando ruinas?-agregó riendo.
— ¿Es que hace esas cosas?
— Es una antropóloga -respondió Arnold con la sonrisa reducida aun leve mohín-. Traduzca usted la palabra del lenguaje académico al inglés y significa eso: saqueadora de ruinas, alguien que roba tumbas, preferentemente antiguas. Una persona bien educada que roba objetos de una manera digna -rió, rendido ante la agudeza que acababa de decir-. Si lo hace algún otro, le llaman vándalo. Ésta es la palabra para la competencia. Si alguien llega primero y coge el material antes que los arqueólogos puedan desenterrarlo, les llaman Ladrones de Tiempo.
Su visión de semejante hipocresía lo puso de muy buen humor, así como su pensamiento del kayac desaparecido.
— Cuénteme -dijo Leaphorn-. ¿Cómo sabe que se lo llevó ella?
— Dejó toda una confesión, firmada -explicó Arnold, mientras buscaba en una caja de la que salían trozos de papel. Extrajo una hoja pequeña de papel amarillento y se la extendió a Leaphorn.
Aquí está tu montura, con un año más, pero no en peor estado. (He vendido aquel maldito caballo.) Para mantener tu preocupación por mí, ahora me llevo prestado tu kayac. Si no vuelves antes que yo, ignora la última parte de esta nota, porque dejaré el kayac en el garaje, en el mismo lugar de donde lo saqué, y jamás sabrás que había faltado de allí un tiempo.
¡No dejes que te crezcan los liqúenes en el cuerpo!
Con cariño,
Ellie
Leaphorn le devolvió el papel.
— ¿Cuándo dejó esto?
— Sólo sé cuándo lo encontré. Yo había estado en Lime Ridge recogiendo ejemplares durante una semana, más o menos, y cuando volví, la montura estaba en el suelo, en el cuarto de trabajo, y faltaba el kayac.
— ¿Cuándo? -repitió Leaphorn.
— ¡Oh! -dijo Arnold-. Veamos. Hace casi un mes.
Leaphorn informó a Arnold de la fecha en que Eleanor Friedman-Bernal había partido del Cañón del Chaco al amanecer.
— ¿Fue así como sucedió?
— Creo que regresé un lunes o martes. Tres o cuatro días después de eso.
— ¿De modo que la montura pudo haber estado allí tres o cuatro días?
— Podría ser -volvió a reír Arnold-. No tengo una mujer de la limpieza que venga aquí. Supongo que se ha dado cuenta.
— ¿Cómo entró ella?
— La llave está debajo del tiesto de flores -respondió Arnold-. Ella sabía dónde. Había estado aquí antes. Volvamos a la Universidad de Wisconsin.
Abruptamente, el talante divertido de Arnold se evaporó y su rostro huesudo y curtido por el sol se tornó sombrío.
— ¿Ha desaparecido realmente? ¿Están preocupados por ella? ¿No se habrá ido simplemente unos días en busca de la humanidad?
— Me parece que es algo serio -respondió Leaphorn-. Hace casi un mes. Y dejó muchas cosas detrás. ¿Dónde iría en su kayac?
Arnold sacudió la cabeza.
— Sólo hay un sitio adonde ir. A favor de la corriente. Yo lo uso para divertirme, como un juguete. Pero ella ha de haber ido río abajo. Hasta entrar en el hondo cañón, donde no hay de qué vivir, las márgenes del río están llenas de yacimientos. Y sobre las paredes del cañón hay cientos de ruinas.
En el rostro de Arnold no quedaba ni un asomo de humor. Representaba por lo menos su edad, que Leaphorn calculó en unos cuarenta años. Tenía aspecto desgastado y preocupado.
— Cerámica. Esto es lo que Ellie estaría buscando. Fragmentos de cacharros. Supongo -siguió tras hacer una pausa y mirar fijamente a Leaphorn- que usted sabe que hace unos días mataron allí a un hombre. Un hombre de apellido Houk. El hijo de puta era un conocido traficante de cacharros. Alguien le disparó. ¿Alguna relación?
— ¿Quién sabe? -respondió Leaphorn-. Tal vez. ¿Tiene usted alguna idea más específica de adónde pudo haber ido con su kayac?
— Nada más que lo que le he dicho. Ya había tomado prestado antes el kayac para irse a los cañones. Simplemente a merodear por las ruinas, a buscar fragmentos. Supongo que ha vuelto a hacer lo mismo.
— ¿Tiene idea de la distancia?
— Me había pedido que la recogiera la noche siguiente en el desembarcadero de aguas arriba del puente de Mexican Hat. Es el único sitio por donde se puede salir del río en muchos kilómetros. Así que ha de haber sido entre Sand Island y Hat.
Leaphorn estaba seguro de que también el coche de Eleanor podía encontrarse entre Sand Island y Mexican Hat. Habría tenido que transportar el kayac hasta una distancia del río que le permitiera llevarlo a rastras. Pero no había ninguna razón para buscar el coche.
— Esto simplifica un poco las cosas -dijo Leaphorn, pensando que los viajes de Ellie tenían lugar en la misma área que Etcitty había descrito en su documentación falsificada, el área que Amos Whistler había señalado en su conversación con Chee.
Encontraría un bote e iría a buscar el kayac de Arnold. Tal vez, cuando lo encontrara, encontraría también a Eleanor Friedman, y entendería lo que Harrison Houk había querido decir en aquella nota inacabada "… ella está viva aún". Pero antes quería echar un vistazo al establo.
Irene Musket estaba en la puerta de la vieja casa de Harrison Houk. Le reconoció enseguida y le dejó entrar. Era una mujer guapa, tal como Leaphorn la recordaba, pero ese día parecía varios años mayor, y más cansada. Le contó acerca del hallazgo de la nota, del hallazgo del cadáver. Confirmó que no había echado en falta absolutamente nada en la casa. No le contó nada que él no supiese. Luego subió con él por la pendiente hasta el establo.
— Fue exactamente aquí donde ocurrió -dijo-. Exactamente en ese pesebre de caballo. El tercero.
Leaphorn miró hacia atrás. Desde el establo se podía ver el camino de acceso y el viejo portón con su campana. Únicamente el porche de enfrente estaba sin luz. Houk pudo haber visto muy bien que su asesino iba en su busca.
Irene Musket se quedó en la puerta del establo, tal vez retenida por su miedo al chindi que Harrison Houk hubiera dejado detrás y a la enfermedad de los espíritus que pudiera provocar en ella. O tal vez por la pena que le daría la contemplación del lugar donde Houk había muerto.
La carrera de Leaphorn lo había vuelto inmune a los chindi de los muertos, inmune gracias a la indiferencia a todos ellos, excepto a uno. Salió al viento y a la oscuridad.
El suelo del tercer pesebre había sido limpiado de la alfalfa vieja y la paja de heno que cubrían el resto del lugar. En ese momento, los desechos formaban una pila en un rincón, donde el personal del laboratorio criminal de Utah los había amontonado después de trabajar con ellos. Leaphorn estaba de pie, sobre la suciedad acumulada por cien años de pisadas y se preguntó qué esperaba encontrar. Caminó por el suelo del establo e inspeccionó las pilas de balas de alfalfa. En realidad, parecía como si Houk hubiese estado reordenándolas para formar un hueco donde esconderse. Esto le pareció extraño, pero no le decía nada. Nada salvo que Houk, el hombre duro, el bribón, hubiera desdeñado una oportunidad de esconderse para darse tiempo de dejarle un mensaje. "Digan a Leaphorn que ella está viva aún." ¿En el cañón? Parecía probable. ¿En qué cañón? Pero, ¿por qué habría aumentado Houk el riesgo de su propia vida para ayudar a una mujer que no debía de ser más que uno más de sus clientes? Esto no parecía casar con su carácter. No con el Houk que él conocía. Con ese Houk cuya única debilidad parecía haber sido un hijo esquizofrénico, muerto hacía mucho tiempo.
Fuera del establo, el viento cambió ligeramente de dirección y aulló a través de las grietas, levantando un pequeño remolino de paja y polvo del suelo y trayendo olores de otoño que competían con la orina antigua. Estaba perdiendo el tiempo. Volvió hacia donde se hallaba Irene Musket y, mientras pasaba, controlaba los pesebres. En el último, había un kayac de nylon negro apoyado contra la pared.
El kayac de Bo Arnold. Leaphorn lo miró atentamente. ¿Cómo podía haber llegado hasta allí? ¿Y por qué?
Estaba inflado, de pie sobre uno de sus extremos, en el rincón del pesebre. Entró para mirar más de cerca. Naturalmente, no era el kayac de Arnold. Éste había descrito el suyo como de color castaño, con lo que él llamaba "rayas blancas de carrera".
Leaphorn se arrodilló para inspeccionarlo. Parecía notablemente limpio para aquel polvoriento establo. Se metió dentro, entre el nylon forrado de goma del fondo y los tubos inflados que constituían sus paredes, con la esperanza de encontrar algún indicio detrás. Tocó papel con los dedos. Tiró de él. Era el arrugado forro de "Goodbar", con manchas de agua. Desplazó los dedos hasta la proa. Agua.
Leaphorn sacó la mano y observó sus dedos húmedos. Si había quedado algo de agua en el kayac, ésta se había filtrado por esa rajadura. ¿Cuánto tiempo haría que estaba allí? ¿Cuánto tiempo duraría la evaporación en aquel clima seco? Caminó hasta la puerta.
— Ese kayac inflado. ¿Sabe usted cuándo ha sido utilizado?
— Creo que hace cuatro días -respondió Irene Musket.
— ¿El señor Houk?
Ella asintió con la cabeza.
— ¿No le molestaba la artritis?
— La artritis le mortificaba en todo momento -respondió ella-. Pero eso no le impedía utilizar la canoa.
La voz de Irene sonaba como si sus palabras enunciaran un argumento perdido, un antiguo dolor.
— ¿Dónde fue? ¿Lo sabe usted?
— Por el río -respondió ella con un gesto vago.
— ¿Sabe si iba lejos?
— No muy lejos. Me había pedido que le recogiera abajo, cerca de Mexican Hat.
— ¿Lo hacía muchas veces?
— Con cada luna llena.
— ¿Iba por la noche? ¿Tarde?
— A veces esperaba las noticias de las diez y luego se iba a Sand Island. Debíamos asegurarnos de que no hubiera nadie allí. Luego lo poníamos en el río.
El viento arremolinaba el polvo alrededor de los tobillos de la señora Musket y le hacía volar la larga falda. La señora prosiguió:
— Lo poníamos en el río. Y a la mañana siguiente yo tenía que conducir la camioneta aguas abajo, hasta el desembarcadero que queda un poco más arriba de Mexican Hat y esperarlo. Y luego…
Hizo una pausa, tragó. Se mantuvo quieta durante un momento, en silencio. Leaphorn advirtió que ella tenía los ojos húmedos, y apartó la mirada. Por duro que fuera, Harrison Houk había dejado a alguien que sufría por él.
— Luego volvíamos a casa -concluyó.
Leaphom aguardó un momento. Una vez que le hubo dado el tiempo suficiente, le preguntó:
— ¿Le decía a usted qué hacía cuando iba río abajo?
El silencio fue tan largo que Leaphorn se preguntó si su pregunta no se habría perdido en el viento. La miró.
— No me lo decía -respondió.
Leaphorn pensó en esa respuesta.
— Pero usted lo sabe -dijo.
— Creo que sí. Una vez me dijo que no hiciera suposiciones. Y dijo: "Si de cualquier modo llegas a suponer algo, no se lo digas a nadie".
— ¿Sabe quién le mató?
— No lo sé. Hubiera preferido que me mataran a mí en su lugar.
— Creo que encontraremos a quien lo hizo -dijo Leaphorn-. Lo creo de verdad.
— Era un buen hombre. La gente habla de lo miserable que era. Era bueno con la gente buena y miserable sólo con los miserables. Yo supongo que le mataron por eso.
Leaphom le tocó el brazo.
— ¿Me ayudaría a llevar el kayac al río? ¿E iría usted mañana a buscarme con mi camión a Mexican Hat y recogerme?
— De acuerdo -respondió Irene Musket.
— Antes tengo que hacer una llamada telefónica. ¿Puedo usar su teléfono?
Llamó a Jim Chee desde la casa de Houk. Eran más de las seis. Chee se había ido a su casa. Por supuesto, no tenía teléfono. Típico de Chee. Dejó el número de Houk para que Chee le llamara.
Introdujeron el kayac en la parte de atrás de su camión, con su remo de doble pala y el gastado chaleco salvavidas naranja de Houk, lo ataron y se marcharon hacia el sur, al paraje de lanzamiento de Sand Island. Las señales de la Oficina de Administración Territorial advertían allí que el río ya estaba cerrado esa temporada, que se requería permiso, que el barbo del San Juan estaba incluido en una lista de especies en extinción y estaba prohibido pescarlo.
Con el kayac en el agua, Leaphom se mantuvo de pie junto a él, los pies metidos en el agua fría, repasando en el último minuto las posibilidades. Escribió el nombre de Jim Chee y el número de la comisaría de Shiprock en una de las tarjetas y se la dio a la señora Musket.
— Si no he llegado mañana a mediodía a Mexican Hat, llame por favor a este hombre de parte mía. Dígale a él lo que me ha contado a mí acerca del señor Houk y de este kayac. Y que yo me he ido río abajo.
Ella cogió la tarjeta.
Él se subió al kayac.
— ¿Sabe cómo manejar eso?
— Lo hice hace años. Creo que lo recordaré.
— Bien, póngase el chaleco y abrócheselo. Se vuelca con facilidad.
— De acuerdo -dijo Leaphom; y así lo hizo-. Bueno, gracias -dijo Leaphorn, emocionado.
— Tenga cuidado.
— Sé nadar.
— No me refiero al río -aclaró la señora Musket. ? Capítulo 17
En la Planicie de Colorado, las noches de ese período de tránsito de una estación a otra, las roulottes son lugares poco propicios para dormir. Durante toda la noche, la estrecha cama de Jim Chee vibraba cuando las ráfagas sacudían las delgadas paredes de su hogar. Pasó mala noche, inquieto por el problema de la solicitud de Elliot mientras estuvo despierto y, una vez dormido, soñando con los maxilares. Se levantó pronto, hizo café y solo encontró cuatro galletas en la lata de pan para acompañar el desayuno. Era su día libre, y la hora de la compra de comestibles, de ir a la lavandería y devolver en la biblioteca de Farmington tres libros con el plazo vencido. Había llenado el depósito del agua, pero la provisión de butano era escasa. Y tenía que recoger una cubierta que había llevado a reparar y, recordó, pasar por el banco y averiguar acerca de la diferencia de 18,50 dólares entre el saldo de la institución y sus registros personales.
En cambio, miró su agenda y encontró el número del Laboratorio de Antropología de Santa Fe, que le había dado el doctor Pedwell. "Tendría que ser un número MLA", le había dicho Pedwell cuando le había preguntado si Elliot también había solicitado excavar en el yacimiento donde Etcitty y Nails habían sido asesinados. "Es en Nuevo México, y evidentemente en tierras de dominio público. Si se trata de una sección navaja, lo registramos. En caso contrario, el que lleva la cuestión es el Laboratorio de Antropología."
— Parece confuso -había dicho Chee.
— Oh, sí que lo es -había convenido Pedwell-. Es más complicado aún.
Y comenzó a explicar otras facetas del sistema de numeración, los números del Chaco, de Meseta Verde, hasta que Chee cambió de tema, pues entonces se dio cuenta de que debía haber preguntado por algún nombre en Santa Fe.
Llamó desde el cuartel, con lo que provocó una mirada de sorpresa del empleado, quien sabía que Chee estaba en su día libre. Tuvo que pasar por tres transferencias hasta conectar con la mujer que tenía acceso a la información que necesitaba. Era una voz dulce, claramente distintiva de una mujer de edad mediana.
— Sería más fácil si supiera usted el número MLA -dijo la voz-. De lo contrario, tendré que revisar los archivos de solicitudes.
De modo que Chee esperó.
— El doctor Elliot tiene once solicitudes en el archivo. ¿Las quiere todas?
— Supongo que sí -respondió Chee, sin saber exactamente a qué atenerse.
— MLA 14, MLA 19.311, MLA…
— Un momento. ¿Tienen localizaciones? ¿A qué región corresponden? ¿A qué condado? ¿Los puede localizar?
— En nuestro mapa, sí.
— El que me interesa debiera estar en el Condado de San Juan, Nuevo México.
— Un minuto -dijo ella-. Hay dos -agregó, pasado el minuto-. MLA 19.311 y MLA 19.327.
— ¿Podría precisar más la localización?
— Puedo darle la descripción legal. Distrito, municipio y sección.
Los leyó.
— ¿Se le concedió autorización?
— Denegada. Reservan esos yacimientos para ser excavados en el futuro, cuando se disponga de mejor tecnología. Es difícil conseguir permiso para excavar en ellos, por ahora.
— Muchas gracias -dijo Chee-. Es exactamente lo que necesitaba.
Y realmente lo era. Cuando cotejó la descripción legal con el mapa de la Inspección Geológica de los Estados Unidos, en la oficina de Largo, el MLA 19.327 tenía en común distrito, municipio y sección con la bomba de petróleo junto a la cual había encontrado el camión de U-Haul.
Menos suerte había tenido al intentar llamar al Cañón del Chaco. El teléfono tenía algún problema de interferencia en el satélite, lo cual producía eco y pérdida de voz. Randall Elliot estaba en las ruinas del cañón, Maxie Davis se había ido a algún sitio, y Luna estaba haciendo algo, que Chee no pudo entender qué era, en Pueblo Bonito.
Chee miró su reloj. Calculó la distancia al Chaco. Unos ochenta kilómetros. Recordó las condiciones en que se hallaban los últimos cuarenta kilómetros. Carraspeó. ¿Por qué hacía todo eso en su día libre? Por mucho que Leaphorn le irritara, quería obligarle a reconocer su mérito. A que dijera, "Buen trabajo, muchacho". Tal vez lo admitiera. Tal vez admitiera también otro hecho. Estaba excitado. Aquella grotesca fila de maxilares inferiores parecía significar algo. Tal vez algo importante.
El mal tiempo le demoró un poco, al sacudir su camión cuando abandonó el pavimento de la N.M. 44 para circular a través de los bancos de artemisas de la Planicie Blanco. Es el fin del otoño, pensó. Es el invierno que llega desde el oeste. Detrás de él, sobre la cadena La Plata de Colorado, el cielo estaba oscuro, y cuando dejó el pavimento en la Oficina de Correos de Blanco, el viento venía directamente de costado, y tuvo que luchar con él para mantener la dirección al tiempo que bregaba con los baches y los surcos del camino. En el centro para visitantes del Chaco, las plantas rodadoras y una arena que golpeaba lo perseguían a través del patio de aparcamiento.
La mujer con la que había hablado se hallaba en el escritorio, apuesta en su uniforme de guardia del parque y contenta de que Chee rompiera la monotonía de un día, y una temporada, que llevaba muy pocos visitantes. Le mostró en el mapa del Chaco cómo llegar a Kin Kleetso, el yacimiento donde Randall Elliot estaría trabajando ese día, "si es que puede trabajar con este viento". Dónde se hallaba Maxie Davis parecía un misterio, "pero tal vez esté trabajando con Randall". Luna se había ido a Gallup y no regresaría hasta la noche.
Chee volvió a su camión, inclinándose para contrarrestar el viento, entrecerrando los ojos para protegerse del polvo. En Kin Kleetso encontró aparcado un camión del Servicio de Parques y a un empleado sentado tras la protección de una de las paredes.
— Busco al doctor Randall Elliot -dijo Chee-. ¿Voy bien encaminado?
— En absoluto -respondió el hombre-. Hoy no se ha dejado ver por aquí.
— ¿Sabe usted dónde…?
El hombre hizo un gesto disuasorio.
— No tengo ni idea -dijo-. Es tan independiente como un cerdo en el hielo.
Quizá estuviera en su casa. Chee se dirigió a las viviendas temporarias. En la zona de parking, nada. Golpeó la puerta marcada con su apellido. Volvió a golpear. Rodeó el edificio por la parte de atrás. Randall Elliot no había corrido las cortinas de la puerta de vidrio corredero del patio. Chee espió en lo que debía de ser el salón, que Elliot había convertido en zona de trabajo. Unos caballetes sostenían unas planchas sobre las cuales se alineaban cajas de cartón. Las que Chee podía ver parecían contener huesos. Cráneos, costillas, maxilares. Chee apretó la frente contra el vidrio frío e hizo pantalla con ambas manos en un esfuerzo para ver. Contra la pared, había cajas alineadas. Contra el tabique de la cocina, libros en estantes. Ninguna señal de Elliot.
Chee miró la cerradura que sostenía la puerta. Bastante sencilla. Miró en torno. Sacó su cortaplumas, abrió la hoja adecuada y corrió el pestillo.
Una vez dentro, corrió las cortinas y dio la luz. Hizo una apresurada inspección en el dormitorio, la cocina y el baño, sin tocar casi nada y utilizando su pañuelo para no dejar huellas digitales. Eso lo puso nervioso. Peor aún, se sintió sucio y avergonzado.
Pero de regreso al salón se detuvo ante las cajas de huesos. Parecían estar ordenadas en grupos, clasificadas por yacimientos. Chee controló las etiquetas para ver si alguna correspondía al NR723 o al MLA 19.137. Sobre la mesa provisional que había contra la puerta de la cocina encontró el número NR.
La etiqueta estaba atada a la cavidad del ojo de un cráneo, con el número de un lado y notas del otro. Parecía una suerte de taquigrafía personal, con números en milímetros. El espesor de los huesos, supuso Chee, pero el resto no le decía nada.
La caja del NR723 contenía cuatro maxilares inferiores: uno, evidentemente, de un niño; otro, roto. Los examinó. Todos tenían un molar extra, o una huella de un molar de más, del lado derecho. Todos tenían dos de los pequeños agujeros en la parte interior de los huesos a través de los cuales, según aseguraba la solicitud de Elliot, pasaban nervios y vasos sanguíneos.
Chee volvió a colocar los cráneos en la caja exactamente como los había encontrado, se frotó los dedos contra los pantalones y se sentó a reflexionar acerca del significado de todo aquello. Parecía bastante claro. El seguimiento genético de Leaphorn le había llevado al mismo yacimiento al que la persecución de la alfarería había conducido a Eleanor Friedman-Bernal. No. No estaba bien formulado. En sus mutuas expediciones de pesquisa, ambos se habían sorprendido hurgando en la basura en las mismas ruinas. Tal vez, pensó Chee, uno de los maxilares perteneciera a la alfarera.
Pensó en el yacimiento MLA 19.327, en los maxilares alineados, el saco de plástico que faltaba de la bolsa de treinta. Pensando en todo esto, hizo una nueva inspección del apartamento.
En el fondo de un cesto de desperdicios de la cocina encontró una bolsa negra de plástico. Cuidadosamente, apartó las sobras de comida y los bollos de papel que la cubrían, y la puso sobre la mesa, junto al fregadero. Tenía un nudo en la parte superior. Chee lo desató y examinó el plástico. Alrededor del borde superior llevaba la inscripción SUPERTUFF. Era la bolsa que faltaba.
Dentro, había siete mandíbulas humanas, dos de ellas, del tamaño de la de un niño. Dos, rotas. Chee contó los dientes. Cada una tenía diecisiete, uno más que lo normal y en todas el molar supernumerario era el segundo desde atrás y estaba fuera de línea.
Volvió a colocar la bolsa en el cesto, la recubrió con basura y cogió el teléfono.
"No -dijo la mujer del centro de visitantes-, Elliot no se ha presentado. Tampoco Luna, ni Maxie Davis."
— ¿Puede ponerme usted con la señora Luna?
— Eso sí que es fácil -dijo.
La señora Luna contestó al tercer timbrazo y se acordó inmediatamente de Chee. ¿Cómo estaba? ¿Cómo estaba el señor Leaphorn?
— Pero no me llama para esto.
— No -dijo Chee-. Salí para hablar con Randall Elliot, pero está fuera. Me acordé de que usted dijo que el mes pasado había ido a Washington. Dijo usted que había llamado su agente de viajes y que usted había cogido el mensaje. ¿Recuerda el nombre de la agencia?
— Bollack's -contestó la señora Luna-. Me parece que aquí todo el mundo utiliza Bollack's.
Chee llamó a Viajes Bollack's de Fármington.
— Policía Tribal Navaja -dijo al hombre que atendió-. Necesitamos confirmar las fechas de un billete de avión. No sabemos la línea, pero los billetes fueron emitidos por su agencia a nombre de Randall Elliot, con domicilio en el Cañón del Chaco.
— ¿Sabe aproximadamente cuándo? ¿Este año? ¿Este mes? ¿Ayer?
— Probablemente el mes pasado -respondió Chee.
— Randall Elliot -dijo el hombre-, Randall Elliot. Déjeme ver.
Chee oyó el ruidito del teclado de un ordenador. Silencio. Más ruiditos. Más silencio.
— Es gracioso -dijo el hombre-. Nosotros los hemos emitido, pero no los ha recogido. La partida era para el once de octubre, con regreso el dieciséis de ese mes. En Mesa de Farmington a Albuquerque y en American de Albuquerque a Nueva York. ¿Sólo necesita las fechas?
— ¿Está seguro de que nadie recogió los billetes?
— Completamente seguro. Un montón de trabajo para nada.
Chee llamó nuevamente a la señora Luna. Mientras escuchaba la señal de comunicación, tuvo una sensación de apremio. Randall Elliot no estaba en Washington la mañana que Eleanor Friedman-Bernal se hundió en el olvido. No había ido. Pero simuló ir. Lo arregló todo de tal modo que todos, en este lugar de cotilleo, pensaran que estaba en Washington. ¿Por qué? Para que no les picara la curiosidad por saber adónde había ido realmente. Pero, ¿adónde había ido realmente? Chee creyó saberlo. Tuvo la esperanza de equivocarse.
— Diga -dijo la señora Luna.
— Otra vez Chee. Otra pregunta. ¿Vino ayer algún delegado del sheriff a hablar con la gente?
— Efectivamente. Con un retraso de más o menos un mes, diría yo.
— ¿Le habló de la nota para el teniente Leaphorn? La que hacía suponer que la doctora Friedman está viva aún.
— Está viva -dijo la señora Luna-. El hombre dijo que la nota decía: "Digan a Leaphorn que ella está viva aún".
— ¿Está todo el mundo enterado de eso? ¿Lo sabe Elliot?
— Por supuesto. Porque todo el mundo había comenzado a tener sus dudas. Usted sabe, es demasiado tiempo para desaparecer sin más, salvo que haya sucedido algo malo.
— ¿Está usted segura de que Elliot lo sabe?
— Él estaba precisamente aquí cuando nos lo dijo a Bob y a mí.
— Bien, muchas gracias.
El viento se había calmado casi, lo que, para Chee, era una suerte. Volvió a la Oficina de Correos de Blanco mucho más rápido que lo que el malo y polvoriento camino aconsejaba, y luego, mucho más rápido que lo que la ley permitía en la 44 de Nuevo México, a Farmington. Estaba preocupado. Había pedido al subsheriff Bates que hablara a la gente del Chaco acerca de la nota de Houk. Pero no lo había hecho. Sin embargo, tal vez esas sospechas fuesen infundadas. Pensó en la manera en que podría comprobarlo: una llamada que debía haber hecho antes de dejar el Chaco.
Se precipitó en la tienda de comestibles de Bloomfield y corrió al teléfono público, luego volvió corriendo al camión en busca de monedas que guardaba en la guantera. Llamó al aeropuerto de Farmington, se identificó y preguntó a la mujer que lo atendía quién alquilaba helicópteros. Anotó los dos nombres que le dio la mujer y sus números respectivos. En Aero Services, la línea estaba ocupada. Marcó el número de Flight Contractors. Le atendió un hombre que se identificó como Sánchez. Sí, esa mañana habían alquilado un helicóptero.
— Bonito tiempo para volar, incluso en helicóptero -dijo Sánchez-. Pero él tiene credenciales y experiencia. Ha volado para la Marina en Vietnam.
— ¿Dijo adónde iba?
— Es un antropólogo -dijo Sánchez-. Ya hace dos o tres años que le alquilamos. Dijo que iba a la zona de White Horse Lake a cazar en una de sus ruinas indias. Si se tiene que volar con este tiempo, ése es un buen lugar para hacerlo. Allí sólo hay hierbas y serpentarias.
Y también era casi exactamente la dirección opuesta a aquella en la que Elliot estaba volando en realidad, pensó Chee. Hacia el sudeste, no hacia el noroeste.
— ¿Cuándo se ha ido?
— Yo diría que hará unas tres horas. Quizá un poco más.
— ¿Tiene algún otro aparato para alquilar? Con piloto.
— Tengo uno -respondió Sánchez-. Habrá que hablar con el piloto. ¿Para cuándo sería?
— Para dentro de unos treinta minutos -respondió Chee, tras un instante de cálculo.
— Dudo que pueda ser posible -dijo Sánchez-. Lo intentaré.
Chee tardó un poco menos de media hora, con considerable riesgo de que le aplicaran una multa por exceso de velocidad. Sánchez había encontrado un piloto, pero el piloto no había llegado.
— Es el piloto suplente del servicio de ambulancia -explicó Sánchez-. Se llama Ed King. No le hacía ninguna gracia el tiempo, pero luego el viento ha comenzado a amainar.
Efectivamente, el viento había moderado su fuerza hasta convertirse en una brisa suave. Parecía que terminaría por disiparse del todo cuando el frente de tormenta que lo había traído se desplazara al sudeste. Pero todavía, hacia el norte y hacia el oeste, el cielo era una oscura y sólida masa de nubes.
Mientras esperaban a King, Chee vería si podía comunicarse con Leaphorn. Si no podía, le dejaría un mensaje. Que había encontrado la bolsa de basura que faltaba, escondida en la cocina de Elliot, con huesos dentro, y que las solicitudes de Elliot para excavar en aquellos yacimientos habían sido denegadas. Le diría a Leaphorn que Elliot no había cogido el vuelo a Washington el fin de semana que desapareció Friedman-Bernal. Eso le inspiró otra idea.
— Señor Sánchez, ¿podría comprobar si el doctor Elliot se llevó un helicóptero, veamos, el trece de octubre?
Sánchez parecía tan desconcertado como cuando Chee le había dicho que el alquiler del helicóptero debía cobrarse a la Policía Tribal Navaja. Había endurecido la mirada y Chee había terminado por presentar su Master-Card y aguardar a que Sánchez controlara su saldo acreedor. Parecía haber cubierto la garantía mínima. ("Ahora -dijo Sánchez nuevamente eufórico-, si los auditores tribales dan el visto bueno, podrá usted recuperar su dinero.")
— No veo por qué supone que voy a contarle esas cosas -dijo Sánchez-. Randall es un asiduo cliente nuestro. Podría enterarse.
— Ésa es responsabilidad de la policía -dijo Chee-. Es parte de una investigación criminal.
— ¿Sobre qué? -Sánchez parecía obstinado.
— Aquellos dos hombres muertos a tiros en Checkerboard. Nails y Etcitty.
— ¡Oh! -exclamó Sánchez -. Si es así, lo miraré.
— Mientras usted va a hacer eso, yo llamaré a mi oficina.
Benally estaba a cargo de la centralita. No, Benally no tenía idea de cómo ponerse en contacto con Leaphorn.
— En realidad, han dejado un mensaje de Leaphorn para usted. Una mujer, llamada Irene Musket, llamó desde Mexican Hat. Dijo que Leaphorn se había largado aguas abajo por el río San Juan… Sabe usted -prosiguió Benally tras una pausa para ahogar una risita-, esto parece tan loco como la aventura en la que se ha metido usted, Jim. En cualquier caso, la mujer dijo que Leaphorn se había largado río abajo por el San Juan ayer por la noche en un bote, en busca de otro bote que había cogido esa antropóloga que usted está buscando. Se suponía que tenía que recogerlo esta mañana en Mexican Hat y llamarle a usted si Leaphorn no aparecía. Y bien, no ha aparecido.
En ese preciso momento, la puerta se abrió detrás de Chee y dejó entrar una brisa fría.
— ¿Hay alguien que quiera dar un paseo en helicóptero?
Un hombre corpulento y calvo, con un gran bigote amarillo estaba de pie con la puerta abierta y miraba a Chee.
— ¿Es usted el temerario que quiere volar con este tiempo? Yo soy el temerario que le llevará. ? Capítulo 18
A Leaphorn le parecía bastante simple encontrar el kayac que Eleanor Friedman-Bernal había tomado prestado. Sólo podía haber ido río abajo. Los farallones que flanqueaban cual murallas el San Juan entre Bluff y Mexican Hat reducían los puntos de partida a unos pocos bancos de arena y las bocas de tal vez una veintena de aluviones y cañones. Como el razonamiento y los instintos indicaban a Leaphorn que la ruina que constituía el objeto de interés de Eleanor se hallaba en la margen del lado de la reserva, el terreno donde llevar a cabo su persecución se estrechaba más aún. Y la descripción que le habían dado de la mujer sugería que no era lo suficientemente fuerte como para empujar el pesado kayac de goma muy lejos del agua. Por tanto, sería fácil descubrirlo, aun en la creciente oscuridad, a la luz de una linterna. Lo más difícil sería encontrar a la mujer.
Los cálculos de Leaphorn no habían tenido en cuenta el viento. Éste convertía a la pequeña nave de Houk en un velero, al que empujaba por ambos lados, obligando a Leaphorn a hacer un gran esfuerzo para mantenerlo en la corriente. Unos seis kilómetros aguas abajo del puente de Bluff, dejó que el kayac encallara en la arena del ripio, tanto para estirar los músculos acalambrados y tomarse un descanso, como movido por la esperanza de encontrar algo. Sobre los murallones encontró un conjunto de petroglifos grabados en la arenisca a través del negro barniz del desierto. Estudió una fila de figuras de espaldas cuadradas con cornamentas como de cabra y pequeños arcos qué sugerían ondas sonoras que les salían de la boca. Si no hubieran sido anteriores a la época en que su propio pueblo había invadido este desierto de piedra, habría pensado que representaban el yei navajo llamado Dios Que Habla. Precisamente sobre ellos se veía la figura de un pájaro -una inequívoca representación del airón de la nieve-. Por encima de él, Kokopelli tocaba su flauta, tan inclinado hacia adelante que apuntaba a tierra. El suelo estaba aquí cubierto de trozos de cacharros, pero Leaphorn no halló signo alguno del kayac. Eso no se lo había esperado.
Prosiguiendo la marcha, volvió a poner el kayac en la corriente. Ya era el crepúsculo, y se sintió relajado. Aguien había dicho que "el torrente del río apacigua la mente". Y así parecía, en contraste con el sonido del viento, que siempre lo ponía tenso. Pero el viento estaba amainando. Oyó la llamada del pájaro a sus espaldas y un coyote en algún sitio, del lado de Utah, así como la voz distante de los rápidos, que le llegaba desde la oscuridad que tenía enfrente.
Comprobó dos puntos posibles de desembarco del lado de la reserva, y pasó más tiempo que el programado buscando en las bocas del Aluvión Butler y Comb Creek, del lado de Utah. Cuando volvió a desatracar, lo hizo a la luz de la luna que salía en ese momento, todavía casi llena. Un repentino y confuso sonido llegó a sus oídos. Un airón de la nieve había remontado el vuelo desde su lugar de descanso. Volaba, alejándose de Leaphorn, a la luz de la luna. La graciosa figura blanca se movía, solitaria sobre el fondo negro del farallón, y desapareció en la oscuridad allí donde el río torcía.
Los airones, pensó, eran como los gansos de la nieve y los lobos y algunas otras criaturas -como el propio Leaphorn-, que se unían en pareja sólo una vez y para toda la vida. Eso explicaría su presencia aquí. Vivía su soledad en aquel paraje desierto. El kayac salió de la oscuridad de debajo del farallón y entró en un remolino iluminado por la luna. La sombra de Leaphorn se elevaba desde la del kayac y formaba una figura alargada. Eso le recordó el pájaro, y levantó el remo para magnificar el efecto. Cuando dejó los brazos relajados, se convirtió en el monigote del yei Dios Negro, tal como los shamanes navajos lo representaban en la pintura seca del Canto Nocturno. Inclinado sobre el remo, apoyando su peso sobre el agua, era Kokopelli, con su espalda gibosa llena de penas. En esto pensaba cuando la corriente volvió a sumergirle en la oscuridad del farallón. Allí, en la absoluta tiniebla, salvo las estrellas directamente sobre la cabeza, el clamor del río lo ahogaba todo.
Cuando el San Juan se lanza a su cita con el poderoso Colorado, sus rápidos son relativamente suaves. Es ésa la meta de quienes recorren los ríos para gozar metiendo sus peqeños y sólidos kayacs en las gargantas de estas cataratas por la emoción de verse hundido bajo el agua blanca. La de Leaphorn era bordear aquel ruido y aquella confusión y mantenerse seco. Aun así, salió empapado de la cintura hacia abajo y bien salpicado por todas partes. Allí el río había cortado a través del anticlinal de Comb Ridge, que era lo que millones de años de erosión habían dejado dé Monument Upward. Aquí, hace miles de miles de años, la corteza terrestre se había levantado formando una inmensa burbuja de curvadas capas rocosas. Leaphorn pasó ante oblicuas capas de roca que, incluso en aquella débil luz, producían la espectral impresión de deslizarse hacia el centro de la tierra.
Más allá del anticlinal, utilizó la linterna para controlar otro banco de arena y la boca de dos aluviones. Luego, junto a otro banco y a través de otros rápidos, condujo el kayac hasta el remolino donde el Aluvión de Many Ruins drenaba en el San Juan una enorme extensión de la Reserva Navaja. Si al salir de Sand Island tenía algún destino específico, era éste.
Hacía ya un buen rato que Leaphorn había renunciado a tratar de mantenerse seco. Chapoteó en el remolino con el agua hasta las rodillas, empujó el kayac hasta la costa y se sentó en la arena junto al mismo, recobrando el aliento. Estaba cansado. Estaba húmedo. Tenía frío. De pronto, sintió mucho, mucho frío. Se sorprendió temblando e incapaz de controlarse. Le temblaban las manos. Le temblaban las piernas. Le castañeteaban los dientes. Hipotermia. Ya le había sucedido antes. Entonces había tenido miedo, y ahora también.
Se puso de pie, se tambaleó en la arena, el haz de luz de la linterna se movía al azar delante de él. Encontró un sitio donde alguna inundación había dejado una maraña de ramas. Buscó en su chaqueta el tubo de bálsamo labial donde guardaba fósforos de cocina, consiguió abrirlo con sus dedos temblorosos, reunir hierba seca debajo de una pila de ramas y encender fuego con el tercer fósforo. Agregó madera llevada por la corriente, avivó el fuego con el sombrero y se mantuvo junto a él, jadeando y temblando.
En medio de tanto terror, había hecho el fuego en un sitio inadecuado. Ahora, con sus vaqueros despidiendo vapor y un poco de calor nuevamente en la sangre, miró a su alrededor en busca de un lugar más adecuado. Hizo su nueva fogata en un sitio donde dos paredes de piedra formaban un bolsillo con suelo de arena, y recogió suficiente madera grande como para conservarla encendida hasta la mañana. Luego se secó la ropa por completo.
Allí era donde había creído que encontraría el kayac. En ese cañon, en algún sitio, esperaba encontrar el yacimiento que había atraído a Eleanor Friedman-Bernal. Cuando el río lo retuvo, había decidido aguardar la luz del día para buscar el kayac. Pero ahora ya no podía esperar. Cansado como estaba, levantó la linterna y retrocedió hasta el agua.
Ella lo había escondido con todo cuidado, arrastrándolo, con más fuerza de la que él le suponía, hasta bien arriba, bajo las ramas enredadas de los tamariscos. Inspeccionó, sin esperar encontrar nada, y sólo halló un pequeño paquete de nylon apretado bajo el tubo central. Era un poncho rojo de nylon. Leaphorn se lo guardó. Nuevamente junto a la lumbre, hizo con el pie un lugar despejado en la arena, extendió el poncho a modo de mantel y se echó para dormir, con las botas lo suficientemente cerca del fuego como para que las llamas terminaran el proceso de secado.
Las llamas atrajeron insectos voladores. Los insectos atrajeron murciélagos. Leaphorn los observó revoloteando en el borde de la oscuridad, lanzándose para matar y desapareciendo luego a toda velocidad. A Emma no le gustaban los murciélagos. Emma admiraba los lagartos, había perseguido cucarachas incansablemente y había dado nombres a las diversas arañas que vivían alrededor de su casa y -demasiado a menudo- en ella. A Emma le habría agradado este viaje. Él siempre había pensado llevarla, pero no había habido oportunidad, hasta ese momento, en que el tiempo ya no importaba. Emma se habría interesado intensamente en el asunto de Eleanor Friedman-Bernal, se habría sentido relacionada con ella. Le habría preguntado a él, en caso de haberse olvidado de informarle al respecto, qué progresos se hacían. Le habría aconsejado. Bueno, al día siguiente, encontraría a aquella mujer. Una especie de regalo, eso sería.
Se movió en la arena. Cayó un trozo de rama, lo que produjo una lluvia de chispas que subieron hacia las estrellas. Leaphorn se quedó dormido.
Le despertó el frío. El fuego había quemado la madera hasta reducirla a unas ascuas mortecinas, la luna estaba baja y el cielo era un increíble deslumbrar de estrellas que los humanos únicamente pueden ver cuando se combinan la gran altitud, el aire claro y seco y la ausencia de luces en la tierra. Desde el fondo de aquellos farallones negros de trescientos metros, era como mirar el espacio desde el fondo de un pozo. Leaphorn rehizo el fuego y volvió a aventar, mientras escuchaba los sonidos de la noche. Dos coyotes se hallaban en plena cacería nocturna en algún sitio, sobre el cañón, y también se podía oír a otra pareja, muy distante, del otro lado del río. Oyó un búho muy arriba, en las rocas, un grito tan estridente como el ruido que produce la frotación de un metal contra otro metal. Justo en el momento de quedarse dormido, oyó una flauta. O tal vez era parte de un sueño.
Cuando volvió a despertar, tiritaba de frío. Era ya el amanecer avanzado, y en aquella hendidura de aquel cañón se había depositado el aire más frío de la noche. Se levantó, luchando contra la rigidez, reavivó el fuego, bebió de su cantimplora y miró por primera vez en la bolsa de comida que Irene Musket le había dado: un gran trozo de pan frito y una espiral de salchicha. Tenía hambre, pero aguardaría. Podría necesitar eso mucho más tarde.
A pesar del tiempo que llevaban allí, encontró un precioso conjunto de huellas de Eleanor Friedman-Bernal presas en la arena dura, bajo los tamariscos, donde la vegetación colgante las había protegido del aire en movimiento. Luego exploró metódicamente el resto de esta confluencia de cañones. Deseaba confirmar que era éste el lugar al que había ido Houk, y lo confirmó. En efecto, Houk parecía haber llegado hasta allí con bastante frecuencia. Problablemente se tratara del destino de sus viajes mensuales. Alguien, y era de suponer que Houk, había arrastrado una y otra vez un kayac por la arena en pendiente hasta el extremo superior del banco y lo había dejado debajo de un chopo arrancado. De allí, una estrecha senda seguía un curso insólito a lo largo de unos quinientos metros a través de los arbustos, de las pequeñas dunas de arena movediza, hasta el fondo de Many Ruins. Se detenía en un pequeño callejón sin salida de canto rodado de gran tamaño.
Leaphorn estuvo una media hora en aquel sitio tan frecuentado, en parte porque no pudo encontrar ninguna señal de que Houk hubiera ido más allá. Ese lugar protegido parecía ser el término de los viajes de Houk a la luz de la luna. Una vez más, buscaba confirmación de lo que por entonces ya estaba seguro que era la verdad. Este lugar húmedo y protegido conservaba bien las huellas de pisadas, y las de Houk se hallaban por doquier. Muchas eran frescas, lo que constituía una prueba de la última visita antes de su asesinato. Leaphorn centró su atención en ellas, hasta terminar por fijarse en dos huellas. Ambas habían sido hechas por algo pesado y estaban parcialmente borradas. Una presión suave y sin aristas. Pero no un mocasín. Había algo raro en aquello. Por fin, tras mirar ambas huellas desde todos los ángulos posibles, Leaphorn se dio cuenta de la causa de aquellas extrañas líneas. Piel. Pero no eran huellas de animal. Cuando Leaphorn las comparó mentalmente, se dio cuenta de que tenían la forma de un zapato de hombre.
Sin ningún otro dato que recoger, Leaphorn comenzó a subir el cañón. Mientras caminaba reflexionó en que ya estaba casi seguro de cuáles habían sido los hechos. Brigham Houk probablemente no estaba ahogado. De alguna manera se las había arreglado para cruzar el río. Brigham Houk, el muchacho que había matado a la madre, al hermano y a la hermana, estaba en algún lugar, en el cañón. Hacía casi veinte años que estaba allí, apartado de la gente, como había anhelado vivir. Houk había encontrado al muchacho después de que el alboroto del asesinato hubiera pasado, y le había provisto secretamente todos esos años de lo que este cazador nato necesitaba para sobrevivir. Ninguna otra cosa podía explicar la nota de Houk. Leaphorn no podía imaginarse ninguna otra razón para que el hombre pusiera fin a un esfuerzo evidentemente inútil de hacerse un sitio donde esconderse y escribir una nota. Houk no quería que su hijo loco quedara allí abandonado. Quería que lo encontrara el mismo policía que una vez había dado muestras de ser consciente de la condición humana del muchacho. Quería que ese hombre se hiciera cargo del muchacho, y había aprovechado hasta la mínima oportunidad que le quedaba de vida para escribir su nota. La escritura era pequeña, recordó Leaphorn, y comenzaba en un extremo de la tarjeta. ¿Qué habría dicho Houk si el tiempo se lo hubiera permitido? ¿Se hubiera explicado acerca de Brigham? Nunca lo sabría.
A unos dos kilómetros más arriba del zigzagueante cañón, Leaphorn encontró el único signo de ocupación humana reciente. En el ancho estante, sobre el suelo del cañón, se hallaban los postes naturales de un antiguo baño de sudor. Las cenizas debajo de ellos sugerían que había sido utilizado durante años. Si el cañón había tenido pastos alguna vez, debía de haber sido hacía mucho tiempo. No halló huellas de caballos, ovejas ni cabras. Las únicas huellas que encontró eran de cariacú, y el lugar parecía estar lleno de conejos, puerscoespines y pequeños roedores. Observó tres huellas de animales de caza que conducían a un hoyo profundo de alimentación primaveral en el fondo del cañón. Cuatro kilómetros más arriba se detuvo en un paraje sombrío y comió un pequeño trozo del pan y unos cinco centímetros de la salchicha. Entonces, al noroeste, una pesada capa de nubes cubría el cielo. Hacía más frío y el viento del día anterior volvió con renovada energía. Atravesaba el cañón y creaba fuertes remolinos de aire que giraban aquí en un sentido y allá en otro. Producía esos extraños sonidos que el viento produce cuando sopla a través de las grietas en la roca. Levantaba torbellinos de hojas secas que se arremolinaban alrededor de las piernas de Leaphorn. Ahogaba cualquier otro sonido.
El viento dificultaba la marcha, y la irregular y errática naturaleza del fondo del cañón hacía que la estimación de la distancia fuese apenas algo más que una mera adivinación, incluso teniendo en cuenta la experiencia de Leaphorn al respecto. Doble adivinación, pensó. Tenía que adivinar cuánto de esa ascensión por enormes rocas redondeadas y rodeos alrededor de la maleza debía agregar a los nueve kilómetros que había calculado Etcitty. No sería tanto, de eso estaba seguro, y había estado buscando las marcas territoriales que Etcitty había mencionado a partir del quinto kilómetro. Justo enfrente, donde el fondo del cañón giraba bruscamente, vio una grieta en la pared, cerrada por piedras: un almacén anasazi. Debajo, a medias oscurecidos por una maleza alta, vio pictogrifos. Trepó la tierra suave hasta el suelo del banco y se abrió paso a través de la densa red de ortigas para ver de más cerca.
La forma dominante era una de aquellas figuras de hombros anchos y cabeza de alfiler que, según decían los antropólogos, representaban los shamanes anasazi. Semejaba, tal como Etcitty lo había descrito, "un gran arbitro de béisbol que sostenía un protector pectoral rosado". Leaphorn volvió a cruzar el fondo del cañón y trepó al estante del otro lado. Vio lo que había ido a buscar.
En sus comienzos en las Montañas Chuska, el Cañón de Many Ruins es hondo y estrecho, cortado en la formación de arenisca Chinle de aquella planicie. De allí asciende abrupto, casi vertical, unos trescientos metros sobre un fondo angosto y arenoso. Es mucho menos hondo cuando emerge en el Valle de Chinle, para convertirse, al serpentear hacia Utah a través de Greasewood Flats, en un mero aluvión de drenaje. Pero el corte vuelve a ahondarse a su paso por Nokaito Bench, hacia el San Juan. Aquí, la enloquecida mezcla geológica de la corteza terrestre había dado a Many Ruins una configuración distinta. Se trepaba a ella por una serie de escalones. Primero los peñascos bajos y a veces de tierra que cubrían el lecho angosto, luego un estante de arenisca quebrada de varios centenares de metros de ancho, después más peñascos, que se elevaban hasta otro estante, y aun más peñascos hasta el plano borde superior de la Meseta de Nokaito.
En primavera, cuando, a casi tres centenares de kilómetros, en las Montañas Chuska, se funde la nieve, Many Ruins tiene agua permanente. En la temporada de tormentas de finales del verano, su caudal varía entre un hilo de agua y caudalosas e impetuosas corrientes, arrojando enormes cantos rodados que se desploman como mármoles hasta el fondo. A finales de otoño, se seca. La vida que lo habitaba sólo encuentra agua en los hoyos de alimentación primaveral. Desde donde Leaphorn se hallaba, en el estante de arenisca sobre aquel hoyo, podía ver la segunda de las ruinas que Etcitty había descrito. Dos ruinas, en efecto.
En una cueva del segundo nivel de rocas, por encima de él, se veía parte de la pared de una de esas ruinas. Otra, reducida a apenas algo más que una giba cubierta de arbustos, había sido construida a lo largo de la base del farallón a no más de doscientos metros de la cueva.
Todo ese día había luchado con su sensación de excitación y apremio. Tenía un largo camino que recorrer y marchó a paso prudencial, pero ahora trotaba a través del banco de arena.
Se detuvo cuando la cueva quedó completamente a la vista. Lo mismo que aquellos yacimientos que los anasazi perforaban invariablemente como edificios para vivir, daba al sol bajo del invierno y tenía un voladizo suficiente como para asegurarse sombra en verano. Bajo el mismo crecía una densa vegetación de arbustos, lo que le daba a entender que se trataba también de un terreno de filtraciones. Caminó hacia él, más lentamente. No consideraba especialmente peligroso a Brigham Houk. Houk lo había calificado de esquizofrénico, impredecible, pero muy difícilmente constituiría una amenaza para un extraño. Sin embargo, en una ocasión, en un ataque de locura, había matado.
Miles de miles de años de agua corriendo por la cara interior de la cueva habían producido una depresión de unos dos metros en la arenisca, por debajo de la misma. Las manchas de agua indicaban que, en las estaciones más lluviosas, esa depresión era un depósito de unos 120 centímetros de profundidad. Ahora sólo quedaban unos cincuenta centímetros, aumentados aún por un hilito desde una grieta cubierta de musgo en el farallón, y ahora verde de algas. Era también el hogar de una gran cantidad de ranas-leopardo, que se alejaban a saltos de los pies de Leaphorn.
Sólo algunas de ellas saltaban.
Leaphorn se acuclilló y gruñó de curiosidad. Estudió los pequeños cuerpos de rana esparcidos, algunos ya realmente secos, algunos recién muertos, cada uno con una pata atada por una cuerda de yute a una pequeña estaca extraída de una rama. Se incorporó, tratando de entender aquello. Las estaquillas seguían una serie de círculos concéntricos imaginarios trazados alrededor del pozo, el más alejado de los cuales se hallara tal vez a unos 120 centímetros del agua. Era algún tipo de juego, supuso Leaphorn, quien trató de comprender qué clase de mentalidad podía divertirse con tal cosa. Fracasó. Brigham Houk era un demente, y probablemente peligroso.
Reflexionó. Era casi seguro que Brigham Houk sabía que él estaba allí.
Leaphorn se ahuecó las manos a ambos lados de boca y gritó:
— ¡Eleanor! ¡Ellie! ¡Ellie!
Luego Escuchó.
Nada. Fuera de la cueva, el viento semejaba un lamento.
Probó nuevamente. Y otra vez. Nada.
Los anasazi habían construido su estructura en un estante de piedra por encima de la charca. Alguna vez habría allí una docena de habitaciones, calculó Leaphorn, parte de ellas en dos niveles. Bordeó la charca, trepó a las paredes semiderruidas, miró dentro de las habitaciones todavía intactas. Nada. Volvió a la charca, lleno de estupor. ¿Dónde habría que mirar ahora?
En el borde de la cueva, cavado en la arenisca, había un gastado conjunto de escalones que, sin duda, constituían una subida al estante superior de la cueva. Tal vez llevara a algún otro yacimiento. Salió de la alcoba y caminó a su alrededor, en torno a la roca, hasta la giba cubierta de maleza. Inmediatamente advirtió que había sido saqueada. A lo largo de la pared exterior habían cavado un foso. Había huesos esparcidos por doquier. La excavación era reciente, y muy probablemente no había llovido desde que se removiera la tierra. Leaphorn inspeccionó. ¿Era por esto por lo que Eleanor Friedman-Bernal se había ido tan silenciosamente del Chaco, por lo que había bajado por el río San Juan? ¿Para inspeccionar este yacimiento en busca de alfarería polícroma? Era lo que parecía. ¿Qué había pasado luego? ¿Qué había interrumpido su tarea? Examinó la tierra removida en busca de fragmentos de cacharros y recogió un puñado. Quizá fueran del tipo que a ella le interesaba. No podía estar seguro de ello. Miró al fondo del foso. De la tierra asomaba una vasija. Y otra. En el fondo había una docena de fragmentos, dos de ellos, grandes. ¿Por qué los habría dejado allí? Luego notó algo muy extraño. Entre los huesos que cubrían el foso, no vio cráneos. Pero fuera, en el suelo de tierra, había esparcidos más de una docena. Ninguno tenía maxilares. Natural, tal vez. La mandíbula sólo estaría unida por músculos o cartílagos, que, naturalmente, no podrían sobrevivir tras un enterramiento realizado ochocientos años atrás. Pero entonces, ¿dónde estaban las mandíbulas que faltaban? Vio cinco juntas al lado del foso, como si hubieran sido descartadas. Eso le recordó los maxilares tan claramente alineados del yacimiento donde habían muerto Etcitty y Nails.
Pero, ¿dónde estaba la mujer que había excavado el foso? Volvió a la charca e inspeccionó los escalones. Luego comenzó a subir, pensando, mientras lo hacía, que ya estaba demasiado viejo para eso. Cuando estuvo a unos quince metros de altura en la roca, se apercibió de dos hechos. Esos escalones anasazi eran utilizados en forma regular en el presente, y había sido un loco en tratar de trepar. Se aferró a la piedra, tanteando a ciegas el próximo sostén para las manos mientras se preguntaba cuántos quedarían todavía. Finalmente, la pediente se suavizó. Miró hacia arriba. Lo había conseguido. La cabeza tocaba casi el borde superior. Se levantó, el tórax sobre el filo.
Allí, de pie, observándolo, había un hombre. Llevaba una barba cortada transversalmente en línea recta, una chaqueta de nylon tan nueva que aún tenía marcados los pliegues, un par de vaqueros andrajosos y mocasines que parecían de piel de ciervo cosida.
— Señor Leaphorn -dijo el hombre-. Papá me dijo que vendría usted. ? Capítulo 19
Tal como lo aseguraba el mensaje de Houk, la doctora Eleanor Friedman-Bernal estaba viva aún. Allí estaba, dormitando sobre una manta de lana gris y un cobertor de pieles de conejo. Parecía muy, muy enferma.
— ¿Ella, puede hablar? -le preguntó a Brigham.
— Un poco. A veces.
A Leaphorn se le ocurrió que Brigham Houk podía estar hablando de sí mismo. Él mismo hablaba muy poco y, a veces, absolutamente nada. ¿Qué se podría esperar, pensó, tras veinte años de no hablar más que una vez cada luna llena?
— ¿Son muy graves? Sus heridas, quiero decir.
— Tiene lastimada una rodilla -respondió-. Un brazo roto. Una mancha en el costado. Una mancha en la cadera.
Y, pensó Leaphorn, probablemente esté toda infectada. Por delgada que estuviera de cara, no tenía mal color.
— ¿La encontró usted y la trajo aquí?
Brigham asintió con la cabeza. Lo mismo que su padre, era un hombre pequeño, de complexión robusta, con brazos y piernas cortos y torso fuerte.
— ¿Sabe qué le ha sucedido?
— Vino el diablo y la lastimó -respondió Brigham con voz extraña, plana-. Él la golpeó. Ella se escapó. Él la persiguió. Ella cayó. Él la empujó. Ella cayó en el cañón. Se quebró por todas partes.
Brigham había hecho una cama para ella cavando un pozo en forma de ataúd en la arena, que había llevado a una habitación de la ruina protegida. Lo había cubierto con dos o tres capas de hojas. Así, abierto al aire como estaba, tenía el olor a orina y descomposición propio de la habitación de un enfermo.
— Cuénteme -dijo Leaphorn.
Brigham estaba de pie en lo que había sido la puerta de entrada a la pequeña habitación y que en ese momento era una estrecha abertura en un espacio sin techo. A su espalda, el cielo estaba oscuro. El viento, que había cesado durante la tarde, volvía a soplar. Soplaba continuamente desde el noroeste. El invierno, pensó Leaphorn. Mantuvo fija la mirada en los ojos de Brigham, del mismo color gris azulado que los de su padre. Y la misma intensidad. Leaphorn los miró, en busca de la insania. Y al buscarla, la encontró.
— Vino el diablo -dijo Brigham, que hablaba muy lentamente-. Desenterraba los huesos y se sentaba en el suelo mirándolos. Los miraba uno tras otro. Los medía con un instrumento que tenía. Buscaba las almas de la gente por las que nunca se había orado. Sacaba las almas de los cráneos y luego las expulsaba. O a algunas se las llevaba en su saco. Y luego, un día, la última vez que hubo luna llena -hizo una pausa y el rostro sombrío se le iluminó con una expresión de placer-, cuando hay luna llena es cuando viene papá y me habla, y me trae lo que necesito.
La sonrisa desapareció.
— Un poco después de eso -prosiguió- vino esta mujer -y señaló a Friedman-Bernal con la cabeza-. Yo no la vi venir y pensé que tal vez el ángel Moroni la había traído, porque no la vi venir y yo veo todo en este lugar. Moroni la dejó para que luchara con el diablo. Había venido a la vieja casa de roca allá abajo, donde guardo mis ranas. Yo no sabía que ella estaba allí. Yo tocaba mi flauta y le di miedo y ella se escapó. Pero al día siguiente, volvió a donde el diablo estuvo desenterrando los huesos. Les vi hablando.
El cambiante rostro de Brigham se tornó feroz. Sus ojos parecían brillar de cólera.
— La tiró al suelo de un golpe y se puso encima de ella, y luchó con ella. Él se levantó y estuvo buscando en su mochila, y ella saltó y corrió hasta el filo donde las rocas caen al lecho y entonces cayó al suelo. El diablo fue hacia ella y la empujó con el pie.
Brigham se detuvo. Las lágrimas le humedecían el rostro.
— ¿Y la dejó allí, donde ella cayó?
Brigham asintió con la cabeza.
— Usted le salvó la vida -dijo Leaphorn-. Pero ahora me parece que se está muriendo. Tenemos que llevárnosla de aquí. A un hospital donde los médicos puedan atenderla.
Brigham lo miró fijamente.
— Papá dijo que podía confiar en usted -el acento de la sentencia era de reproche.
— Si no la sacamos de aquí, se muere -dijo Leaphorn.
— Papá la atenderá. La próxima vez que haya luna llena vendrá con las medicinas.
— Lleva demasiado tiempo así -dijo Leaphorn-. Mírela.
Brigham la miró.
— Está dormida -dijo, suavemente.
— Tiene fiebre. Tóquele la cara. Vea qué caliente está. Tiene infecciones. Necesita ayuda.
Brigham tocó la mejilla de Eleanor Friedman-Bernal con las yemas de los dedos. Las apartó, con mirada atemorizada. Leaphorn pensó en los cuerpos marchitos de las ranas y trató de compaginar esa imagen con aquella ternura. ¿Cómo se mide la locura?
— Tenemos que hacer algo para llevarla -dijo Leaphorn-. Si puede usted encontrar dos varas suficientemente largas, podemos atar la manta entre ellas y llevárnosla.
— No -dijo Brigham Houk-. Cuando trato de moverla, de limpiarla después de que se mea y se caga, chilla. Le duele mucho.
— No hay opción -dijo Leaphorn-. Tenemos que hacerlo.
— Es terrible -dijo Brigham-. Chilla, no puedo soportarla, así que tengo que dejarla sucia.
Miró a Leaphorn en busca de comprensión. Era evidente que, en la última visita, Houk le había cortado el pelo y arreglado la barba. El anciano no era barbero. Simplemente le había dejado el pelo de unos dos centímetros y medio de largo en todas partes y le había podado brutalmente la barba a más o menos un centímetro debajo de la barbilla.
— Era mejor dejarla sucia -dijo Leaphorn-. Ha hecho usted bien. Ahora, ¿puede traerme dos varas?
Brigham asintió con la cabeza.
— Un minuto. Yo tengo varas. Están muy cerca.
Desapareció sin hacer ningún ruido.
Leaphorn pensó que así debía haber sido cuando el hombre vivía como predador. Desarrollaba las habilidades animales y se moría de hambre con su prole cuando la habilidad le fallaba. ¿Cómo habría cazado Brigham? Probablemente con trampas y un arco para matar animales más grandes. Tal vez su padre le había traído un revólver, pero, en ese caso, alguien hubiera podido oír disparos. Leaphorn escuchó el sonido de la respiración superficial de Eleanor Friedman y, por encima, los sonidos del viento. Repentinamente oyó un ruido sordo. Primero, suave; luego, más alto. Se puso en pie de un salto. Un helicóptero. Pero antes de que pudiera salir a un lugar abierto, sólo quedaba el viento. Miró fijamente en la penumbra, frustrado. La había encontrado. Debía sacarla de allí viva. El riesgo consistía en transportar una carga tan frágil por un terreno tan irregular. Sería difícil. Quizá imposible. Un helicóptero la salvaría. ¿Por qué no había hecho Houk algo más para sacarla? No tuvo tiempo, conjeturó Leaphorn. El hijo le había hablado de esa mujer herida, pero tal vez no de lo cerca que se hallaba de la muerte. Houk habría deseado una manera de salvar a la mujer sin condenar a su hijo a vivir (o quizá a morir) en una prisión para criminales dementes. Hasta Houk necesitaba tiempo para resolver semejante quebradero de cabeza. Ya estaba demasiado achacoso como para llevarla por sí mismo. Y si lo hacía, ella hablaría del hombre que la había curado, y encontrarían a Brigham, que, para la ley, era un insano triplemente asesino. La única solución era la de encontrar otro escondite para Brigham. Pero eso llevaría tiempo, y el asesino no le había dejado tiempo en absoluto.
La mujer se movió y gimió. Él y Brigham tendrían que llevarla al fondo del cañón y, luego, nueve kilómetros hasta el río. Podrían atar ambos kayacs, poner la parihuela en uno de ellos y llevarla por el agua hasta Mexican Hat. Por lo menos cinco o seis horas, y después iría a buscarla una ambulancia. O bien, si el tiempo lo permitía, iría un helicóptero de Farmington. Y el tiempo no era demasiado malo, pues algo acababa de pasar volando por allí.
Salió bajo el cielo oscuro. Olió a ozono. La nieve estaba cerca. Luego vio a Randall Elliot caminando hacia él.
Elliot levantó la mano.
— Le he visto a usted desde arriba -dijo, señalando más allá de Leaphorn, al borde de la meseta-. Bajé para ver si necesitaba ayuda.
— Por supuesto -replicó Leaphorn-. Muchísima ayuda.
Elliot se detuvo a unos pasos de distancia.
— ¿La ha encontrado?
Leaphorn asintió con un gesto de la cabeza que señalaba la ruina, recordando que Elliot era piloto de helicóptero.
— ¿Cómo está?
— Nada bien -dijo Leaphorn.
— Pero, ¿está viva, por lo menos?
— En coma -dijo Leaphorn-. No habla. -Quería que Elliot lo supiera en seguida-. Dudo que viva.
— ¡Dios mío! -exclamó Elliot-. ¿Qué le ha sucedido?
— Creo que cayó -respondió Leaphorn-. Desde muy alto. Es lo que parece.
Elliot frunció el entrecejo.
— ¿Está allí? -preguntó-. ¿Cómo llegó hasta aquí?
— Aquí vive un hombre. Un ermitaño. Él la encontró y está tratando de mantenerla viva.
— ¡Quién lo hubiera dicho! ¿Aquí? -dijo Elliot y caminó, pasando junto a Leaphorn.
Leaphorn lo siguió. Se detuvieron. Elliot miró fijamente a Friedman-Bernal, y Leaphorn observó a Elliot. Leaphorn quería manejar correctamente aquel asunto. Elliot era el único que podía pilotar un helicóptero.
— ¿La encontró un ermitaño? -preguntó suavemente, como si dirigiera la pregunta a sí mismo, y sacudió la cabeza-. ¿Dónde está él?
— Fue a buscar un par de varas. Improvisaremos una parihuela. Para llevarla hasta el río San Juan. Allí está su kayac, y el mío. Pretendemos llevarla por el río hasta Mexican Hat y buscar ayuda.
Elliot la miraba nuevamente, estudiándola.
— Yo tengo un helicóptero en la meseta. Podemos llevarla en él. Mucho más rápido.
— ¡Formidable! -dijo Leaphorn-. ¡Es una suerte que nos haya encontrado!
— Realmente, fue una estupidez -dijo Elliot-. Debía haberme acordado de este sitio. Una vez me contó que había encontrado en los fragmentos hallados en este lugar el modelo polícromo que estaba buscando, cuando colaboraba en la confección del inventario de estos yacimientos. Yo sabía que ella tenía el propósito de volver aquí.
Se apartó de la mujer, y sostuvo la mirada de Leaphorn.
— En realidad, dijo ciertas cosas que me hicieron pensar que ya había estado aquí antes. No lo dijo exactamente, pero me parece que ha realizado alguna excavación ilegal en este yacimiento. Que ha excavado cantidad de tumbas.
— Y la pescaron desprevenida -agregó Elliot, mirándola.
Leaphorn asintió con la cabeza. ¿Dónde estaba Brigham? Había dicho que sólo tardaría un minuto. Leaphorn salió de la ruina y miró a lo largo de la empinada falda, bajo el farallón. Dos varas estaban apoyadas contra la pared a no más de tres metros. Brigham había regresado, había visto al diablo y se había marchado. Aparentemente, las varas eran de abeto, y estaban bien secas. Leaphorn supuso que se trataba de madera que la corriente había arrastrado hasta Many Ruins desde las montañas en uno de sus torrentes. Sobre el suelo, junto a ellos, había un dogal de cuero sin curtir. Volvió precipitadamente con todo eso a la habitación.
— Un hombre muy voluble -dijo Leaphorn-. Dejó las varas y volvió a desaparecer.
— ¡Oh! -dijo Elliot, con aspecto escéptico.
Doblaron la manta, le practicaron agujeros para sujetarla y la ataron firmemente a las varas.
— Con mucho cuidado -dijo Leaphorn-. Es posible que tenga rota la rodilla. También un brazo roto y toda clase de heridas internas.
— Estoy acostumbrado a recoger heridos -dijo Elliot, sin levantar la vista-. En esto soy bueno.
Y Elliot parecía cuidadoso. Aun así, Eleanor Friedman-Bernal pronunció un ahogado gemido. Luego cayó otra vez en la inconsciencia.
— Me parece que está desmayada -dijo Elliot-. ¿Piensa de veras que se está muriendo?
— Sí -respondió Leaphorn, y levantó el extremo de las varas junto a la cabeza de la mujer-. Usted conoce el camino de regreso a su helicóptero, de modo que será quien guíe.
Bajaron cuidadosamente a Eleanor Friedman-Bernal por la falda y luego hacia una larga pendiente de roca que caía desde el borde. Más allá de la pendiente, probablemente a causa de ella, había un profundo corte producido por la erosión, que llevaba el agua desde la parte superior.
Elliot giró hacia el corte.
— Un minuto -dijo Leaphorn-. Pongámosla en esta losa.
Ahora estaba completamente seguro de lo que Elliot había planeado. En algún sitio, entre el lugar donde se encontraban y el helicóptero, fuera cual fuese ese sitio, a Eleanor Friedman-Bernal tenía que sucederle algo fatal. Si Elliot era listo, esperaría a que treparan los treinta metros, más o menos, del corte. Entonces empujaría la parihuela hacia atrás, haciendo caer a Friedman-Bernal y a Leaphorn por aquella confusión de piedras. Luego él volvería a bajar y haría el resto, si es que todavía hacía falta, para acabar con ellos. Una explosión de la cabeza contra la roca era un buen método de conseguirlo sin dar absolutamente nada a sospechar al médico forense. Imaginarse tal cosa había sido bastante fácil. Muy distinto era saber qué hacer al respecto. No se le ocurrió nada. Matar de un tiro a Elliot era matar al piloto del helicóptero. Apuntarle con un revólver para obligarle a que los llevara en el aparato, no era práctico. Elliot sabía que Leaphorn no le dispararía una vez que se hallaran a bordo. Él podría hacer que el helicóptero realizara unas cabriolas que Leaphorn no pudiera dominar. Y probablemente tenía la pequeña pistola. E incluso, una vez que comenzaran esta escarpada subida, Elliot no tenía más que dejar caer el extremo de la parihuela y Leaphorn se encontraría completamente perdido.
— ¿Ésta es la única subida? -preguntó Leaphorn.
— No veo ninguna otra -contestó Elliot-. No es tan mala como parece. Podemos subir despacio.
— Yo aguardaré aquí con la dama -dijo Leaphorn-. Usted traiga el helicópero hasta aquí, aterrice en algún sitio para que no tengamos que hacer esta subida.
Leaphorn pensó que, si Elliot quisiera, podría aterrizar en aquel estante. Para eso había que ser buen piloto, pero alguien que había estado haciendo evacuaciones en Vietnam tenía que ser muy bueno.
Elliot pareció reflexionar.
— Es una idea -dijo.
Buscó en su chaqueta, extrajo una pequeña pistola automática azul y apuntó a la garganta de Leaphorn.
— Desabróchese el cinturón -dijo.
Leaphorn se lo quitó. La pistolera cayó al suelo.
— Ahora alcánceme la pistola de un puntapié.
Leaphorn lo hizo.
— Lo pone usted difícil.
— No lo bastante difícil.
Elliot soltó una carcajada.
— Preferiría usted no dejar ningún agujero de bala en mi cuerpo -dijo Leaphorn-, ni en el de ella.
— Así es -dijo Elliot-. Pero ahora ya no tengo opción. Parece que se lo imaginaba.
— Lo que yo me imaginé es que nos llevaría por las rocas lo suficientemente arriba como para tener una excusa y luego despeñarnos.
Elliot asintió con la cabeza.
— No veo claro el motivo qué tendría para todo esto. Para matar a tanta gente.
— Maxie se lo dijo aquel día -replicó Elliot, en quien el buen humor se había disipado por completo y había dado paso a una cólera amarga-. ¿Qué diablos puede hacer un hombre rico para impresionar a alguien?
— Para impresionar a Maxie -dijo Leaphorn-. Una muchacha verdaderamente hermosa.
Y entonces pensó que tal vez él también fuera como Elliot. No quisiera que todo se echara a perder ahora, se dijo, a causa de Emma. Emma daba poco valor a encontrar gente para castigarla. Pero esto seguramente la habría impresionado. Amas a una mujer, quieres impresionarla. El instinto masculino. El héroe encuentra a la mujer perdida y además, viva. No quería que todo se echara a perder ahora. Pero ya no había nada que hacer. Dentro de un rato, muy corto por cierto, en el momento y el lugar más oportuno, Randall Elliot mataría a Eleanor Friedman-Bernal y a Joe Leaphorn. No se le ocurría nada para impedirlo. Salvo, tal vez, Brigham Houk.
Brigham tenía que estar en algún sitio, por allí cerca. Sólo le había tomado unos minutos coger las varas y regresar. Había visto su diablo, lo había reconocido y había huido. Brigham Houk era un cazador. Brigham Houk también era un demente, y tenía miedo al diablo. ¿Qué haría? Leaphorn creyó saberlo.
— La dejaremos aquí por ahora y subiremos allá -dijo Elliot, señalando con la pistola hacia el filo del estante.
Era exactamente la dirección en que Leaphorn quería ir. Era el único camino que conducía a un refugio adecuado. Debía ser el camino que había cogido Brigham.
— Parecerá gracioso que se caiga demasiada gente -dijo Leaphorn-. Y dos personas, son demasiadas.
— Ya lo sé -dijo Elliot-. ¿Tiene alguna idea mejor?
— Tal vez -comentó Leaphorn-. Cuénteme la razón de todo esto.
— Me parece que ya la ha adivinado -dijo Elliot.
— Yo supongo que es Maxie -explicó Leaphorn-. Usted la quiere. Pero ella es una mujer que se hecho a sí misma, con conciencia de clase, con un montón de malos recuerdos de humillaciones infligidas por la clase alta. Pero, sobre todo, es una mujer ruda, algo cruel. Ella está resentida con usted, y con toda la gente como usted, porque todo les está dado. De modo que pienso que usted quiere hacer algo que no tenga nada que ver con su origen aristocrático, con su pertenencia por nacimiento a una clase muy, muy alta. Algo que ni Maxie, ni ninguna otra persona pudieran ignorar. Por lo que usted me ha contado en el Chaco, tiene algo que ver con el seguimiento de lo que sucedió con estos anasazi a través del estudio de las taras genéticas.
— ¿Que me dice usted? -exclamó, sorprendido, Elliot-. No es tan tonto como trata de parecer.
— Ha encontrado en estos huesos la tara que perseguía usted, aquí y allí, en Checkerboard, también, supongo. Usted cavaba aquí ilegalmente, nuestra amiga vino y lo cogió in fraganti.
Elliot levantó la mano desocupada.
— De modo que traté de matarla y acabar con todo aquello.
— Hay algo que me intriga -dijo Leaphorn-. ¿Fue usted quien presentó una denuncia contra Eleanor por saqueo de alfarería?
— Naturalmente -contestó Elliot-. ¿No se imagina por qué?
— Realmente, no -contestó Leaphorn.
¿Dónde diablos estaba Brigham Houk? Tal vez se había marchado. Pero Leaphorn no lo creía así. Su padre no habría huido. Pero su padre no era esquizofrénico.
— No puedes obtener permiso para excavar -dijo Elliot-. Ni en toda tu vida. Esos imbéciles burócratas lo siguen reservando para el futuro. Ahora bien, si un yacimiento es saqueado, eso lo coloca en otra categoría. Entonces, una vez que todo ha sido puesto patas arriba, no es tan difícil. Luego iba a sugerir en qué lugares se podían hallar las excavaciones en las que Eleanor había estado robando. Habrían encontrado allí su cuerpo, de modo que habrían tenido ya su Ladrón del Tiempo. No hubieran necesitado buscar otro ni hubieran sospechado de mí. Y entonces habría obtenido mi permiso de excavación -y rió-. Un camino indirecto, pero lo he visto funcionar otras veces.
— Usted conseguía sus huesos por todos los medios -dijo Leaphorn-. Comprando algunos, desenterrando usted mismo otros.
— Se equivoca, amigo -dijo Elliot-. Aquellos son huesos no oficiales. No "en yacimiento". Fui encontrándolos extraoficialmente, de modo que, una vez obtenido el permiso, ya sabría donde buscarlos oficialmente. ¿Comprende?
Elliot le miró, con una mueca irónica. Gozaba con la situación.
— Cuando tenga mi permiso para excavar -prosiguió-, vuelvo y los huesos que encuentro se registran in situ. Se sacan fotografías. Se los documenta. Los mismos huesos -terminó, con una nueva sonrisa-, quizá, pero esta vez son oficiales.
— ¿Qué pasó con Etcitty? -preguntó Leaphorn-. ¿Y con Nails?
Por encima de los hombros de Elliot, Leaphorn había visto a Brigham Houk. Vio a Houk porque éste quería que Leaphorn lo viera. Se hallaba detrás de una losa caída de arenisca, oculto por la maleza. Tenía en la mano algo que podía haber sido un palo curvo y pidió a Leaphorn que se le acercara.
— Fue un error -dijo Elliot.
— ¿Matarlos?
Elliot rió.
— Eso fue corregir el error. Nails era demasiado descuidado. Y demasiado codicioso. Cuando esos imbéciles bastardos robaron la excavadora, no hubo ya duda de que los cogerían -y miró a Leaphorn-. Y es seguro que Nails les contaba a ustedes todo lo que sabía.
— Y eso hubiera sido perjudicial para su reputación -dijo Leaphorn.
— Desastroso -dijo Elliot, agitando la pistola-. Pero démonos prisa. Deseo salir de aquí.
— Si está usted trabajando en lo que me imagino -dijo Leaphorn-, hay algo que me gustaría enseñarle. Algo que ha encontrado Friedman-Bernal. A usted le interesan las deformidades del maxilar inferior. Algo así, ¿no?
— Bueno, más o menos -dijo Elliot-. ¿Comprende usted cómo funcionan los cromosomas humanos? El feto hereda veintitrés de su madre y veintitrés de su padre. Las características genéticas se transmiten en los genes. Una vez cada tanto tiene lugar una poliploidia en los puntos de entrecruzamiento genético. Algunas implican múltiples cromosomas, y se tiene un cambio genético. Heredable. Pero hace falta más de uno para dejar una huella con algún significado real. En el Chaco, en algunos de los primeros enterramientos del Chaco, he encontrado tres que habían pasado de generación en generación. Un molar supernumerario del lado izquierdo de la mandíbula. Y eso se dio junto con un espesamiento del hueso frontal sobre la fosa ocular izquierda, más… -se detuvo-. ¿Lo entiende?
— La genética no era mi asignatura favorita. Demasiadas matemáticas -respondió Leaphorn.
¿Qué diablos hacía Brigham Houk allí? ¿Estaba todavía detrás de la losa de enfrente?
— Exactamente -dijo Elliot, complacido-. Un uno por ciento es excavar, y un noventa y nueve por ciento trabajar con modelos estadísticos en el ordenador. En cualquier caso, lo tercero, que comprueba casi matemáticamente la transmisión de genes, es ese agujero en la mandíbula, a través del cual pasan la sangre y el tejido nervioso. En el Chaco, desde aproximadamente el año 650 d.C. hasta que se marchó, esta familia tuvo dos agujeros en el lado izquierdo de la mandíbula y el habitual en el lado derecho. Además de aquellas otras características. Y ahora estoy encontrando lo mismo entre estos desterrados. ¿Se da cuenta de por qué es tan importante?
— Y fascinante -comentó Leaphorn-. La doctora Friedman debía de saber qué buscaba usted. Ha guardado una cantidad de maxilares. Se los mostraré.
Leaphorn se hallaba casi en el borde de la losa de arenisca.
— Dudo de que haya encontrado algo que a mí se me haya pasado por alto -dijo Elliot, quien siguió a Leaphorn, siempre manteniendo el nivel de la pistola-. Pero, sea como sea, éste era nuestro camino.
En ese momento pasaban ante la arenisca. Leaphorn se sintió tenso. Si allí no sucedía nada, tendría que probar alguna otra cosa. No funcionaría, pero no se quedaría quieto para dejarse disparar.
— Por aquí -dijo Leaphorn.
— Me parece que está usted…
La oración terminó con un gruñido, una gran exhalación de aire. Leaphorn se volvió. Elliot estaba ligeramente inclinado hacia adelante, la pistola colgando a un costado. Aproximadamente quince centímetros de una flecha y el extremo de pluma salían de su chaqueta.
Cuando Leaphorn extendía el brazo hacia él, oyó el silbido y el golpe sordo de una segunda flecha. Ésta atravesó a Elliot en el cuello. La pistola golpeó sobre la piedra. Elliot se desplomó.
Leaphorn recuperó la pistola. Se puso en cuclillas junto al hombre y lo giró boca arriba. Tenía los ojos abiertos, pero parecía como atacado de parálisis. De la comisura de los labios le manaba sangre.
En ese momento había nieve en el viento. Pequeños copos secos que se deslizaban por la superficie como polvo blanco. Leaphorn probó la flecha. Era del tipo de las que los cazadores compran en las tiendas de deporte y estaba sólidamente clavada en el cuello de Elliot. Extraerla sólo empeoraría las cosas. Si es que podían empeorar. Elliot se moría. Leaphorn se incorporó en busca de Brigham Houk. Houk estaba de pie junto a la losa, con un grande y horrible arco de metal, madera y plástico en la mano mirando hacia arriba. Leaphorn oyó el ruido de un helicóptero. Brigham Houk lo había oído antes. Estaba de pie, muy cerca del escondrijo, listo para desaparecer.
El helicóptero surgió sobre el borde de la meseta, casi sobre sus cabezas. Leaphorn saludó con la mano y vio un saludo similar como respuesta. El aparato describió un círculo y volvió a desaparecer sobre la meseta.
Leaphorn controló el pulso de Elliot. No parecía tenerlo ya. Buscó a Brigham Houk, quien había desaparecido por completo. Pasó por encima de la parihuela donde yacía la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Ésta abrió los ojos, lo miró, inconsciente, y volvió a cerrarlos. Le colocó la capa de piel de conejo a su alrededor, con cuidado de no ejercer presión. La nevada era más intensa, aunque todavía golpeaba cual polvo. Volvió a Elliot. Ya no había pulso. Le abrió la chaqueta y la camisa y le auscultó el corazón. Nada. El hombre ya no respiraba. Randall Elliot, graduado de Exeter, Princeton, Harvard, ganador de la Cruz de la Armada, muerto de un flechazo. Leaphorn lo cogió por las axilas y lo llevó hasta el escondrijo de la losa donde Brigham Houk se había ocultado. Elliot era pesado y Leaphorn estaba exhausto. Tirando con fuerza y girando al mismo tiempo, extrajo las flechas. Limpió de sangre la chaqueta de Elliot lo mejor que pudo. Luego cogió una piedra, golpeó con ella las flechas hasta hacerlas pedazos, y guardó los fragmentos en el bolsillo. Una vez hecho esto, recogió maleza seca, la rompió y se esforzó inútilmente por cubrir el cadáver. Pero no importaba. De cualquier manera, los coyotes no encontrarían a Randall Elliot.
Luego oyó el ruido de alguien que bajaba gateando por el corte. Resultó ser el agente Chee, desgreñado y con aspecto desolado. A Leaphorn le costó un cierto esfuerzo no mostrarse impresionado. Señaló la parihuela.
— Necesitamos llevar a la doctora Friedman al hospital a toda prisa -dijo-. ¿Puede traer ese aparato hasta aquí abajo para cargarla?
— Por supuesto -respondió Chee, y se volvió a la carrera hacia el corte.
— Un segundo -dijo Leaphorn.
Chee se detuvo.
— ¿Qué es lo que ha visto?
Chee levantó las cejas.
— Lo he visto a usted junto a un hombre desplomado en el suelo. Supongo que era Elliot. Y he visto la parihuela. Y creo haber visto a otro hombre. Alguien que saltaba para ocultarse aquí atrás, justo cuando estábamos sobre la meseta.
— ¿Por qué piensa que era Elliot?
Chee miró sorprendido.
— El helicóptero que él ha alquilado está aparcado allá. Me imaginé que cuando oyó decir que ella estaba viva se apresuró a venir a matarla antes de que usted llegara.
Leaphorn estaba nuevamente impresionado. Esta vez, su esfuerzo por ocultarlo fue menor.
— ¿Sabe cómo se enteró de que ella estaba viva?
Chee torció el gesto.
— Yo mismo se lo dije, más o menos.
— ¿Y luego estableció la relación?
— Luego me enteré de que había solicitado autorización para excavar en este yacimiento, y en el yacimiento donde mató a Etcitty. En ambos casos la solicitud le fue denegada. Yo fui a hablar con él y encontré, ¿recuerda usted la caja de bolsas de plástico en el yacimiento de Checkerboard?, ¿recuerda que faltaba una? Pues bien, estaba escondida en la cocina de Elliot. Contenía maxilares.
Leaphorn no preguntó cómo había llegado Chee a la cocina de Elliot.
— Vaya, pues, y traiga el helicóptero. Y no diga nada.
Chee lo miró.
— Quiero decir que no diga absolutamente nada. Ya se lo contaré todo cuando tengamos una oportunidad.
Chee corrió hacia el corte.
— Gracias -dijo Leaphorn, pero no estaba seguro de que Chee le hubiera oído.
En el momento en que, ya cargada la parihuela en el helicóptero, éste remontaba vuelo desde el estante, la nevada era muy intensa. Leaphorn estaba recostado contra el costado. Miró hacia abajo, al paisaje de piedra cortado en bloques verticales por el tiempo y ahora cubierto por la nieve. Apartó rápidamente la vista. Sólo podía volar en los grandes jets. En su oído interno, algo volvía menos estables todas las cosas, salvo su náusea. Cerró los ojos, tragó. Era la primera nevada. Cuando despejara, volverían para recuperar el helicóptero y buscar a Elliot. Pero no buscarían mucho, pues sería a todas luces inútil. La nieve lo habría cubierto todo. Después del deshielo, volverán. Entonces encontrarán los huesos, esparcidos como los esqueletos anasazi que ha saqueado. Para entonces no habrá ya ninguna señal de las heridas producidas por las flechas. Causa de la muerte, desconocida, escribirá el coronel. La víctima, comida por los predadores.
Miró hacia atrás. Chee estaba recostado en el compartimento junto a la parihuela, con la mano apoyada en el brazo de la doctora Eleanor Friedman-Bernal. Ella parecía despertar. Le preguntaré qué ceremonia curativa recomendaría, pensó Leaphorn, y entonces supo que la fatiga lo estaba atontando. En cambio, no dijo nada. Pensó en las circunstancias, en cuan orgullosa de él se habría sentido Emma esa noche si hubiese podido estar en su casa para oír la historia de esta mujer, llevada con vida al hospital. Pensó en Brigham Houk. Alrededor de veinticuatro días más tarde, volvería a haber luna llena. Brigham esperará en la boca del Cañón de Many Ruins, pero Papá no acudirá.
Iré yo, pensó Leaphorn. Alguien tiene que hablarle. Y esto quería decir que tendría que postergar su proyecto de dejar la reserva, probablemente una larga postergación. Resolver el problema de qué hacer con Brigham Houk le tomaría más de un viaje río abajo. Y si tenía que esperar, podría retirar aquella carta. Como había dicho el capitán Nez, siempre podía volver a escribirla.
Jim Chee se percató de que Leaphorn lo observaba.
— ¿Se siente bien? -preguntó Chee.
— Estoy mejor -respondió Leaphorn.
Entonces tuvo otra idea. Lo pensó. ¿Por qué no?
— He oído decir que es usted curandero. He oído decir que es cantor de Bendiciones. ¿Es cierto?
Chee lo miró, ligeramente hosco.
— Sí, señor.
— Me gustaría pedirle que cantara unas para mí -dijo Leaphorn.
?