Tony Hillerman

LADRON DE TIEMPO -- JOE LEAPHORN JIM CHEE, 2

Con un agradecimiento especial a Dan Murphy, del Servicio de Parques de Estados Unidos, por haberme mostrado las ruinas a lo largo del Río San Juan; a Charley y Susan DeLorme y otros amantes del río de Wild River Expeditions, a Kenneth Tsosie, del White Horse Lake; a Ernie Bulow y a la familia de Tom y Jan Vaughan, del Parque Histórico Nacional de la Cultura Chaco. Todos los personajes de este libro son imaginarios. Es verdad que Drayton y Noi Vaughan realizan cada mañana el viaje de ciento treinta kilómetros en autobús hasta la escuela, pero son, en la vida real, más finos y delicados que sus contrapartidas ficticias de esta novela.

Esta narración está dedicada a Steven Lovato, primer hijo de Larry y Mary Lovato. ¡Ojalá viva siempre rodeado de belleza!

NOTA DEL AUTOR: Aunque la mayoría de los lugares a los que se alude en este volumen son reales, se ha cambiado el nombre a muchas ruinas del Cañón y se ha desfigurado su localización, a fin de protegerlas de la expoliación.

? Capítulo 1

La luna acababa de asomar sobre el farallón, a su espalda. Abajo, en la arena amontonada de los derrubios, la sombra del caminante dibujaba una extraña figura alargada. A veces sugería una garza, a veces los monigotes de una pictografía anasazi. Una pictografía animada, cuyos brazos se movían rítmicamente mientras la sombra de la luna se desplazaba en la arena. A veces, cuando el sendero de cabras torcía y proyectaba el perfil del caminante contra la luna, la sombra se convertía en el propio Kokopelli. La mochila formaba la grotesca giba del espíritu; el cayado, la flauta curva de Kokopelli. Vista desde arriba, la sombra habría hecho creer a un navajo que los grandes clanes yei del norte, llamados Esparcidores de Agua, habían tomado forma visible. Si un anasazi se hubiera levantado de su tumba milenaria del montón de basura bajo las ruinas del farallón, habría visto al Flautista Giboso, el pendenciero dios de la fertilidad de su pueblo perdido. Pero la forma de aquella sombra no era sino la de la doctora Eleanor Friedman-Bernal, que interceptaba la luz de una luna de octubre.

La doctora Friedman-Bernal descansaba ahora, sentada en una roca adecuada, mientras se frotaba los hombros y dejaba que el aire frío y alto del desierto evaporara el sudor que le había empapado la camisa, al tiempo que hacía el balance de un largo día.

Nadie podía haberla visto. Naturalmente, la habían visto alejarse de Chaco en su vehículo. Los niños se levantaban al alba gris para coger su autobús escolar. Y los niños hablarían de ello a sus padres. En aquella pequeña y aislada sociedad del Servicio del Parque, formada por una docena de adultos y dos niños, todo el mundo sabía todo de todos. La privacidad era allí absolutamente imposible. Pero ella había hecho todo lo que había que hacer. Había visitado todas las viviendas permanentes y controlado a todos los miembros del equipo de excavación. Había dicho que iba a Farmington. Había recogido la correspondencia para despachar en la oficina de correos de Blanco. Había confeccionado la lista de provisiones que necesitaba la gente. Había dicho a Maxie que tenía la fiebre del Chaco y que necesitaba alejarse, ver una película, cenar en un restaurante, aspirar los gases de los tubos de escape, oír voces diferentes, hacer llamadas telefónicas a la civilización desde un teléfono que funcionara realmente; que pasaría una noche donde pudiera oír los sonidos de la civilización, algo diferente del interminable silencio del Chaco. Maxie se había mostrado comprensiva. Si Maxie sospechara algo, sería que la doctora Eleanor Friedman-Bernal iba a encontrarse con Lehman. Eso hubiera sido digno de Eleanor Friedman-Bernal.

El mango de la pala plegable que había atado a la mochila le presionaba la espalda. Se detuvo, cambió la distribución del peso y acomodó las bandas de la mochila. En algún sitio, en la oscuridad del cañón, podía oír el chillido de un búho, a la caza de roedores nocturnos. Miró el reloj. Mientras lo hacía, éste pasaba de las 10.11 a las 10.12. Había tiempo suficiente.

Nadie la había visto en Bluff. De eso estaba segura. Había llamado desde Shiprock, sólo para asegurarse por partida doble de que no hubiera nadie en la vieja casa de Bo Arnold, en la carretera. No había habido respuesta. Cuando llegó, la casa estaba oscura, y así la dejó; encontró la llave bajo el tiesto de flores donde Bo la dejaba siempre. Tomó con todo cuidado lo que iba a buscar, sin alterar nada. Cuando lo devolviera a su sitio, Bo no sospecharía siquiera que había desaparecido por un tiempo. No es que importara. Bo era un biólogo que se ganaba apenas la vida en un trabajo de media jornada en la Oficina de Administración Territorial mientras terminaba su trabajo sobre líquenes del desierto o lo que fuera que estuviese estudiando. No se preocupaba absolutamente por ninguna otra cosa cuando le conoció en Madison, y tampoco ahora.

Bostezó, se estiró, llevó la mano a la mochila y decidió descansar un rato más. Hacía diecinueve horas que estaba en pie y tal vez necesitaría otras dos hasta llegar al yacimiento. Luego desplegaría el saco de dormir y no saldría de él hasta que se sintiera descansada. Ahora no había prisa. Pensó en Lehman. Grande. Feo. Elegante. Cabello gris. Sexualmente atractivo. Lehman vendría. Lo agasajaría con gran hospitalidad y le mostraría lo que tenía. Él no podría dejar de impresionarse. Tendría que reconocer que ella había probado su tesis. El visto bueno de Lehman no era necesario para la publicación, pero, por alguna razón, sí lo era para ella. Y esta irracionalidad le hizo pensar en Maxie. Maxie y Elliot.

Sonrió y se frotó la cara. Estaba tranquila allí, tan sólo se oían los zumbidos nocturnos de unos cuantos insectos. No había viento. El aire frío se colaba por el cañón. Se tambaleó, cogió la mochila y luchó para ponérsela a la espalda. En algún sitio lejano, allá atrás, en Comb Wash, un coyote lanzaba sus ladridos. A través del aluvión pudo oír a otro, muy lejano, que aullaba como celebrando la luz lunar. Caminó rápidamente por la arena amontonada, levantando mucho las piernas para estirarlas y sin pensar en lo que iba a hacer esa noche. Ya había reflexionado bastante sobre ello. Tal vez demasiado. En lugar de eso, pensaba en Maxie y Elliot. Ambos muy capaces, pero chiflados. El Aristócrata y la Muchacha Pobre. El Hombre Capaz de Hacer Cualquier Cosa, obsesionado por la mujer para quien nada de lo que él hacía era importante. ¡Pobre Elliot! Nunca podría ganar.

Vio el destello de un relámpago en el horizonte oriental, demasiado distante como para oír el trueno y que, dada su dirección, no constituía amenaza alguna de lluvia. Un último suspiro del verano, pensó. La luna estaba ya más alta y su luz trasmutaba los colores del cañón en distintos matices de gris. La camiseta térmica y la caminata le mantenían caliente el cuerpo, pero tenía las manos heladas. Las observó. No eran las manos de una dama. Las uñas muy cortas y quebradas. La piel áspera, con cicatrices, callosas. Piel de gente que se pasa permanentemente trabajando al sol con materias sucias. Eso siempre le había preocupado a su madre, como todo lo que a ella concernía. Que se hiciera antropóloga en lugar de médico, y luego que no se casara con un médico. Que se casara con un arqueólogo portorriqueño que ni siquiera era judío. Y que lo perdiera por otra mujer. "Usa guantes -le decía su madre-. Por amor de Dios, Ellie, tienes las manos de un campesino sucio."

Y también la cara de un campesino sucio, pensó.

El cañón estaba allí donde ella lo recordaba del verano en que había ayudado al trazado de mapas y la confección de catálogos de sus yacimientos. Un gran centro de pictografías. Enfrente, detrás de los chopos de la escarpada pared de arenisca donde el fondo del cañón torcía, precisamente allí, se hallaba la galería de las pictografías. La habían bautizado como galería de béisbol debido a la gran figura de shaman que a alguien le había parecido una versión de dibujos animados de un arbitro.

La luna sólo iluminaba una parte de la pared, y la luz oblicua dificultaba su visibilidad, pero Eleanor se detuvo para inspeccionarla. Con esa luz, la figura trapezoidal y de enormes espaldas del místico shaman anasazi perdía su color y se convertía en una mera forma oscura. Por encima de él danzaba un racimo de formas, monigotes, abstracciones: el inevitable Kokopelli, su gibosa silueta encorvada, su flauta que llegaba casi hasta el suelo, una garza en vuelo, una garza en reposo, la banda zigzagueante de pigmento que representaba una serpiente. Luego vio el caballo.

Estaba bien a la izquierda del gran shaman de béisbol, casi enteramente fuera de la luz lunar. Un añadido navajo, sin ninguna duda, puesto que los anasazi habían desaparecido tres siglos antes de que los españoles llegaran en sus corceles. Era un caballo estilizado, con un barril por cuerpo y patas rectas, pero sin la típica tendencia navaja a dar belleza a todo lo que intentaban. El jinete parecía un Kokopelli (Esparcidor de Agua, como le llamaban los navajos). El jinete parecía al menos soplar una flauta. ¿Estaba ya este agregado? No recordaba. Los añadidos navajos no eran raros. Pero éste la desconcertaba.

Entonces, en cada uno de los tres pies del animal, vio una pequeña figura postrada. Tres. Cada una con un circulito que representaba la cabeza separada del cuerpo. Cada una con una pierna cortada.

Terrible. Y eso sí que no estaba allí cuatro años antes. Lo recordaría.

Por primera vez, Eleanor Friedman-Bernal tomó conciencia de la oscuridad, el silencio, su total aislamiento. Había dejado la mochila en el suelo mientras descansaba. Ahora la recogía y pasaba un brazo por la correa, al tiempo que pensaba en otra cosa. Abrió la cremallera de un bolsillo lateral y extrajo la pistola. Era un arma automática de calibre 25. El vendedor le había mostrado cómo cargarla, cómo funcionaba el seguro y cómo empuñarla. Le había dicho que era precisa, fácil de usar y que era de fabricación belga. Lo que no le había dicho era que llevaba una munición poco frecuente y muy difícil de conseguir. Nunca la había probado en Madison. Nunca parecía haber allí un sitio disponible para disparar con seguridad. Pero cuando vino a Nuevo México, el primer día en que hubo bastante viento como para ahogar el sonido, fue con el coche a un sitio desierto de la carretera a Crownpoint y practicó. Disparó a las rocas, a las ramas secas de los árboles y a las sombras en la arena hasta que se sintió cómoda y natural y entonces comenzó a acertar a las cosas o a errar el blanco por muy poco. Una vez que hubo utilizado la mayor parte de la caja de cartuchos, se encontró con que la tienda de artículos de deporte de Farmington no tenía ese tipo de munición. Y tampoco lo había en el gran mercado de Alburquerque, hasta que terminó por encargarla de acuerdo con un catálogo. En ese momento le quedaban diecisiete balas en la caja nueva. Había llevado seis consigo. Todo un almacén. Sentía en su mano la pistola, fría, dura y tranquilizadora.

Metió el arma en el bolsillo de su chaqueta. Mientras ganaba el fondo arenoso y caminaba por el mismo, tomó conciencia del peso de la pistola contra su cadera. Los coyotes estaban más cerca, dos de ellos sobre su cabeza, en la meseta, más allá del borde del farallón. A veces la brisa nocturna era bastante fuerte como para hacerse oír en el matorral del fondo, castañetear en las hojas de los olivos rusos y silbar en las copas de los tamariscos. Normalmente había silencio. Los torrentes producidos por los monzones del verano habían llenado las depresiones del fondo rocoso. La mayoría de ellas estaban secas en ese momento, pero Eleanor podía oír ranas, grillos e insectos que era incapaz de identificar. Algo hacía unos chasquidos en la oscuridad, donde se habían amontonado ramas secas contra el farallón, y desde algún sitio delante de ella le llegaba un silbido. ¿Un pájaro nocturno?

El cañón serpenteaba bajo el farallón y fuera de la luz de la luna. Eleanor encendió la linterna. No había peligro de que nadie la viera. Y eso le hizo pensar en lo lejos que se hallaba el ser humano más próximo. No tan lejos como el pájaro podía volar, no tanto como los veinte o veinticinco kilómetros que volaba el cuervo. Pero de difícil acceso. No había carreteras que atravesaran el paisaje de roca casi sólida ni había ninguna razón para construirlas. No había ninguna razón para que los anasazi fueran allí, salvo para escapar de algo que los persiguiera. Nada en lo que pudieran pensar los antropólogos, ni siquiera los antropólogos culturales con su notorio talento para elaborar teorías sin pruebas. Pero ir, habían ido. Y con ellos, su artista, dejando atrás el Cañón del Chaco, para seguir creando cacharros y para morir.

Desde donde la doctora Friedman-Bernal caminaba, podía ver una de sus ruinas en la parte baja de la pared que tenía a la derecha. De haber habido luz de día, recordaba, habría podido ver otras dos en el inmenso nicho en forma de anfiteatro que había en la pared de la izquierda. Pero en ese momento el nicho estaba negro a causa de la sombra y presentaba, hasta cierto punto, el aspecto de una gran boca abierta.

Oyó un chillido. Murciélagos. Ya había visto algunos pocos antes del ocaso. Aquí pululaban, aleteando sobre los sitios donde los torrentes habían llenado las pozas y las pozas habían creado insectos. Pasaban como relámpagos ante su rostro y rozándole el cabello. Por mirarlos, Ellie Friedman-Bernal no vio por dónde caminaba. Su pie tropezó con una roca y perdió el equilibrio.

La mochila le impidió caer con su gracia habitual y lo hizo torpe y duramente. Cayó sobre la mano derecha, la cadera y el codo, y se encontró tendida en el fondo del cañón, lastimada, sorprendida y sacudida.

Lo que más le dolía era el codo. Se había rasguñado en la arenisca, se había rasgado la camisa y le había quedado una raspadura que, al tocarla, le tiño el dedo de sangre. Luego prestó atención a la cadera golpeada, pero en ese momento estaba entumecida y sólo más tarde le haría sufrir. Únicamente cuando se irguió sobre sus pies se dio cuenta de que tenía cortes en la palma de la mano. Se la examinó a la luz de la linterna, que hizo un simpático click, y luego se sentó para ocuparse de ello.

Quitó un trozo de grava que se le había incrustado en la palma de la mano, junto a la muñeca, limpió el corte con el agua de la cantimplora y la vendó con un pañuelo, utilizando la mano izquierda y los dientes para hacer el nudo. Luego continuó subiendo por el derrubio, ahora con más cuidado. Dejó atrás los murciélagos y siguió una curva a plena luz de la luna y luego otra que volvía a internarse en la sombra. Trepó a un saliente aluvial, bajó junto al lecho seco y dejó allí la mochila. Era un sitio familiar. Ella y Eduardo Bernal habían levantado una tienda en ese sitio hacía cinco veranos, cuando eran estudiantes de posgrado, amantes e integraban el equipo de mapeo del yacimiento. Eddie Bernal. El pequeño y fornido Ed. Divertido mientras duró. Pero no por mucho tiempo. Pronto, seguramente antes de Navidad, ella eliminaría el guión del apellido. Ed apenas se daría cuenta. Un suspiro de alivio, quizás. Fin de aquel breve período en que él había pensado que una mujer sería suficiente.

Movió una piedra, algunos palos, alisó el suelo con el borde de la bota, cavó y suavizó una superficie donde pondría sus caderas, para extender luego el saco de dormir. Eligió el sitio donde se había acostado con Eddie. ¿Por qué? En parte, por desafío; en parte por sentimiento, y, en parte, simplemente porque era el lugar más cómodo. Al día siguiente tendría un trabajo duro y los cortes de la palma convertirían el cavar en algo difícil y probablemente doloroso. Pero todavía no estaba en condiciones de dormirse. Demasiada tensión. Demasiada incomodidad.

Allí, junto al saco de dormir, fuera de la luz de la luna, se veían más estrellas. Comprobó las constelaciones del otoño, encontró la estrella polar y halló totalmente exactas sus orientaciones. Luego miró fijo a la oscuridad, que ocultaba lo que Eddie y ella habían llamado Chicken Condo. En el estrecho nicho de piedra, las familias anasazi habían construido una vivienda de dos plantas probablemente del tamaño suficiente para treinta personas. Por encima de ella, en otro nicho tan oculto que no se habrían percatado de su existencia si Eddie no se hubiera preguntado de dónde provenía el vuelo de un murciélago, los anasazi habían construido un pequeño fuerte de piedra al que sólo se podía acceder por un precario conjunto de apoyos para los pies y las manos. Era en las proximidades de la vivienda inferior donde Eleanor Friedman-Bernal había encontrado aquellos cacharros tan peculiares. Si su memoria no le fallaba. Era allí donde, con buena luz, tendría que cavar al día siguiente. En violación de la ley navaja, de la ley federal y de la ética profesional. Si su memoria no le fallaba. Y ahora tenía más pruebas que su simple memoria.

No podía esperar la luz del día; no, estando tan cerca. La luz de la linterna sería suficiente para comprobar lo que buscaba.

La memoria no le había fallado. La llevó sin rodeos y sin un paso en falso por un talud de fácil trepada y a lo largo del sendero natural hasta el borde. Allí se detuvo y apuntó con la linterna hacia el farallón. Los petroglifos eran exactamente como los había conservado en su memoria: la espiral que quizá representara el sipapu del cual habían emergido los seres humanos del vientre de la Madre Tierra, la línea de puntos que tal vez representara las migraciones del clan, las formas de anchas espaldas que, según creían los etnógrafos, representaban los espíritus kachina. También allí, cavada en el oscuro barniz desértico en la cara del farallón, se hallaba aquella forma que Eddie había bautizado como Gran Jefe, mirando desde detrás de un escudo pintado de rojo y una figura que parecía tener el cuerpo de un hombre, pero pies y cabeza de garza. Era una de las dos favoritas de Eleanor, porque parecían completamente inexplicables incluso para los antropólogos culturales, que podían explicar cualquier cosa. La otra era una nueva versión de Kokopelli.

Dondequiera que se lo encontrara -y siempre se lo encontraba allí donde este pueblo desaparecido talló y pintó sus espíritus en los farallones del sudoeste-, Kokopelli presentaba más o menos el mismo aspecto. Su figura gibosa se apoyaba sobre dos piernas como palos. Los palos de los brazos sostenían una línea recta que iba hasta la pequeña cabeza redonda, lo que hacía parecer que tocaba un clarinete. La flauta podía apuntar hacia abajo o hacia el frente. Por lo demás, había poca variación en el modo en que aparecía representado. Excepto aquí. Aquí Kokopelli yacía sobre la espalda y la flauta apuntaba al cielo. "Por fin -había dicho Eddie-. Has encontrado la morada de Kokopelli. Éste es el lugar donde duerme."

Pero difícilmente Eleanor Friedman-Bernal prestaría atención a Kokopelli. El Chicken Condo estaba a la vuelta de la esquina, y eso era lo que la atraía.

Cuando el rayo de luz de la linterna iluminó la total oscuridad del nicho, lo primero que captaron sus ojos fueron manchas blancas allí donde nada debía ser blanco. Hizo correr la luz sobre las paredes quebradas para iluminar la negra superficie de la charca que, alimentada por filtraciones, había a sus pies. Después movió el haz de luz hacia aquel reflejo incoherente. Era exactamente lo que había temido.

Huesos. Huesos esparcidos por doquier.

— ¡Oh, mierda! -dijo Eleanor Friedman-Bernal, que casi nunca utilizaba este tipo de expresiones-. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Alguien había estado excavando. Alguien había estado saqueando. Un cazador de cacharros. Un Ladrón del Tiempo. Alguien había llegado antes.

Enfocó la mancha blanca más cercana. Un omóplato humano. De un niño. Allí estaba, sobre un montón de tierra floja, precisamente frente a un sitio donde la pared había caído. La excavación estaba hecha en el montículo que había sido el basurero de esta comunidad. Era el sitio común de los enterramientos, y el primero donde excavaban los cazadores experimentados de cacharros. Pero aquí el agujero era pequeño. Eleanor se sintió mejor. Tal vez el daño no había sido grande. La excavación parecía reciente. Quizá lo que ella buscaba aún estuviera allí. Exploró con la linterna en busca de otras señales de excavación. No encontró ninguna.

Tampoco había ninguna señal de saqueo en otro sitio. Iluminó dentro del único agujero practicado en el montón que formaba el basural. La luz mostró piedras, cacharros esparcidos mezclados con tierra y lo que parecía ser más huesos humanos: parte de un pie -pensó- y una vértebra. Junto al montón, en una placa de arenisca, se habían colocado cuatro mandíbulas inferiores claramente en fila (tres eran de adulto y la cuarta de un individuo que apenas superaba la infancia). Eleanor frunció el entrecejo ante tal disposición de las cosas y levantó las cejas. Pensó. Volvió a mirar a su alrededor. No había llovido -al menos la lluvia no había entrado en ese rincón protegido- desde que se había realizado la excavación. Pero, entonces, ¿cuándo había llovido? En el Chaco, hacía semanas. Pero el Chaco estaba a más de doscientos kilómetros al este y al sur.

La noche era tranquila. Eleanor oyó detrás de ella el extraño croar de pequeñas ranas que parecían medrar en este cañón toda vez que se juntaba agua. Ranas leopardo, las había llamado Eddie. Y ella oyó otra vez el silbido. El pájaro nocturno. Esta vez, más cerca. Una media docena de notas. Eleanor frunció el entrecejo. ¿Un pájaro? ¿Qué otra cosa podía ser? Había visto por lo menos tres clases de lagartos en su camino desde el río: uno con cola como látigo, otro, de gran tamaño, de collar, y un tercero que no había podido identificar. Eran animales nocturnos. ¿Emitían estos lagartos algún silbido que se asemejara a aquél?

En la charca, la luz de la linterna reflejaba pequeños puntos de luz: los ojos de las ranas. Eleanor se mantuvo de pie observándolas y éstas saltaron, asustadas por su gigantesca presencia, hacia la seguridad del agua negra. Luego volvió a fruncir el entrecejo. Había algo extraño.

A menos de dos metros de donde ella estaba, una de las ranas cayó hacia atrás a mitad de salto. Luego vio otra, una media docena de ranas. Se puso en cuclillas junto a la rana y la inspeccionó. Y luego otra, y otra, y otra.

Estaba atadas. Una cuerda blancuzca -tal vez fibra de yuca- había sido atada a una pata de atrás de cada una de estas pequeñas ranas verdinegras y luego a una varilla clavada en la tierra húmeda.

Eleanor Friedman-Bernal se incorporó de un salto e iluminó abiertamente alrededor de la charca. Ahora pudo ver multitudes de ranas asustadas dando esos extraños saltos que terminaban cuando una ligadura las lanzaba a tierra. Por unos segundos, Eleanor trató de procesar mentalmente toda aquella información tan loca, antinatural e irracional. ¿Quién habría…? Tenía que ser un acto humano.

Y la intención no podía ser sana. ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo podían vivir estas ranas sin la posibilidad de alcanzar el agua salvadora? Era demencial.

En ese preciso momento volvió a oír el silbido. Justo detrás de ella. No era un pájaro nocturno. Ningún tipo de reptil. Era una melodía que los Beatles habían hecho popular y que empezaba con las palabras "Hey Jude". Pero Eleanor no la reconoció. Estaba demasiado aterrorizada por la gibosa figura que, a la luz de la luna, se acercaba a aquella charca de oscuridad. ? Capítulo 2

"Eleanor Friedman guión Bernal." Thatcher separó bien las palabras con una entonación sin variaciones. Luego agregó:

— Me molestan la mujeres que ponen guión entre sus apellidos.

El teniente Joe Leaphorn no respondió. ¿Nunca se había encontrado con una mujer con un apellido con guión? No, que él recordara. Pero la costumbre no dejaba de caerle bien ni le resultaba tan extraño como a Thatcher. La madre de Leaphorn, las tías de Leaphorn, todas las mujeres en las que podía pensar de su clan materno, el Frente Roja, se habrían resistido a la idea de sumergir su apellido o identidad familiar en la de un marido. Leaphorn pensó mencionar el hecho, pero no se sentía con ánimo. Ya estaba agotado cuando Thatcher lo había recogido en el cuartel de la Policía Tribal Navaja, y a ese cansancio le había agregado casi doscientos kilómetros de conducción, de Window Rock, a través de Yah-Ta-Hey, a Crownpoint, y por fin esos últimos treinta sucios y traqueteantes kilómetros hasta el Parque Histórico Nacional de Cultura Chaco. Leaphorn se había sentido tentado a declinar la invitación. Pero Thatcher se lo había pedido como un favor.

— Es el primer trabajo como policía desde que me entrenaron -había dicho Thatcher-. Puedo necesitar algún consejo.

No era eso, por supuesto. Thatcher era un hombre de confianza y Leaphorn comprendía por qué Thatcher lo había llamado. Era un gesto de bondad de un viejo amigo que quería ayudarle. Y lo único que le quedaba por hacer, si no iba, era sentarse en la cama de la habitación silenciosa y terminar ordenando lo que quedaba de las cosas de Emma y decidir qué hacer con ellas.

— Por cierto -había dicho Leaphorn-. Será un bonito viaje.

Ahora se hallaban en el centro de visitas del Chaco, sentados en sillas duras, a la espera de la persona adecuada con quien hablar. Desde el tablero de informaciones, un rostro los miraba a través de unas gafas oscuras. Sobre el mismo se leía una leyenda que rezaba: UN LADRÓN DE TIEMPO. CAZADORES DE CACHARROS DESTRUYEN EL PASADO DE ESTADOS UNIDOS.

— Muy acertado -dijo Thatcher mientras asentía con la cabeza mirando el cartel-, pero debiera representar una escena multitudinaria. Cowboys, comisionados del condado, maestros de escuela, obreros de oleoductos y todo aquel lo suficientemente grande como para empuñar una pala.

Miró a Leaphorn, buscando una respuesta, y suspiró.

— Esa carretera -dijo-. Hace treinta años que conduzco por ella y nunca la he encontrado mejor.

Y volvió a mirar a Leaphorn.

— Así es -contestó Leaphorn.

Thatcher los había bautizado como baches de cerámica y había dicho que "nunca se humedecen lo suficiente para ablandarse", que "llueve y sólo te golpeas un poco menos". No era del todo cierto. Leaphorn recordaba una noche, hacía muchísimo tiempo, cuando él era joven y trabajaba en una patrulla de la subagencia de Crownpoint. La nieve, al fundirse, humedeció los baches del Chaco lo suficiente como para ablandar la cerámica. Su coche patrulla se había hundido en el absorbente barro caliche sin fondo. Él había enviado un mensaje por radio a Crownpoint, pero el expedidor no tenía auxilio para enviarle. De modo que había caminado dos horas hasta el cuartel de R. D. Ranch. Entonces era un recién casado, preocupado por que Emma se preocupara por él. En el rancho, una mano había puesto cadenas a una camioneta de tracción en las cuatro ruedas y lo había arrastrado. Nada había cambiado desde entonces. Salvo que las carreteras eran muchísimo más viejas. Salvo que Emma estaba muerta.

Thatcher había dicho algo más. Lo había estado mirando, a la espera de alguna respuesta, cuando debía haber estado vigilando los pozos.

Leaphorn había asentido con la cabeza.

— No estabas escuchando. Te preguntaba por qué decidiste renunciar.

Leaphorn guardó silencio durante un momento.

— Simple cansancio.

Thatcher había sacudido la cabeza.

— Lo echarás en falta.

— No, te haces más viejo. O más sabio. Te das cuenta de que no hay realmente ninguna diferencia.

— Emma era un mujer maravillosa -le había dicho Thatcher-. Eso no la hará volver.

— No, no la traerá.

— Si estuviera viva, diría: "Joe, no renuncies". Diría: "No puedes renunciar a vivir". La he oído decir cosas como éstas.

— Es probable -había dicho Leaphorn-. Pero sencillamente yo no quiero seguir haciendo esto.

— Vale. -Thatcher condujo durante un rato-. Cambiemos de tema. Creo que las mujeres que tienen apellidos con guión como ése, tienen que ser ricas. Tener antiguas fortunas. Difícil de entender. Una generalización estereotipada, pero es así como funciona mi cabeza.

La violencia inusual del golpe producido por un bache le había ahorrado a Leaphorn el tener que pensar en algo para responder. Ahora volvía a ahorrarse el esfuerzo de pensar en ello. Efectivamente, un hombre de mediana edad que vestía un ajustado uniforme del Servicio de Parques de los Estados Unidos surgió de la puerta señalada con el cartel ÚNICAMENTE PARA EL PERSONAL. El hombre penetró en el campo iluminado por el oblicuo sol otoñal que se filtraba a través de las ventanas del centro de visitas. Los miró con curiosidad.

— Soy Bob Luna -dijo-. ¿Es por el asunto de Ellie?

Thatcher extrajo de su chaqueta una cartera de cuero y mostró a Luna una insignia oficial de la Oficina de Administración Territorial.

— L. D. Thatcher -dijo-. Y éste es el teniente Leaphorn. Policía Tribal Navaja. Necesitamos hablar con la señora Friedman-Bernal. Tenemos aquí una orden de inspección para echar un vistazo a sus dependencias -agregó, sacando un sobre del bolsillo de la chaqueta.

La expresión de Luna era de asombro. A Leaphorn le pareció a primera vista sorprendentemente joven para ser superintendente de un parque tan importante: su rostro redondo y jovial tendría para siempre ese aspecto juvenil. Ahora, a la luz del sol, se veían redecillas de arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios. El sol y la aridez de la planicie de Colorado actúan rápidamente sobre la piel de los blancos, pero se toma tiempo para profundizar los surcos. Luna era mayor de lo que parecía.

— ¿Hablar con ella? -preguntó Luna-. ¿Quieren decir ustedes que ella está aquí? ¿Que ha vuelto?

Esta vez el sorprendido fue Thatcher.

— ¿Acaso no trabaja aquí?

— Pero ha desaparecido -respondió Luna-. ¿No es por eso por lo que están aquí? Informamos de ello hace una semana. Más bien, dos semanas.

— ¿Desaparecido? -dijo Thatcher-. ¿Whadaya quiere decir desaparecido?

Luna se sonrojó ligeramente. Abrió la boca. La cerró. Inspiró. Por joven que pareciera, Luna era el superintendente de este parque, lo que significaba que contaba con una gran experiencia de paciencia con la gente.

— El miércoles pasado hizo una semana… Hará ahora unos doce días, llamamos e informamos de la desaparición de Ellie. Se suponía que tenía que estar de vuelta el lunes anterior. No se presentó. No llamó. Se había ido a Farmington a pasar el fin de semana. Tenía una cita el lunes por la noche, y tampoco se presentó. El miércoles tenía otra cita, tampoco estaba. Completamente fuera de su estilo. Algo tuvo que haberle pasado y esto es lo que informamos.

— ¿No está aquí? -preguntó Thatcher, mientras tamborileaba en el sobre con la orden de inspección, que tenía contra la palma de la mano.

— ¿A quién llamaron ustedes? -interrogó Leaphorn, sorprendido de sí mismo aun cuando oía su propia voz formulando la pregunta.

Ése no era asunto suyo, nada por lo que tuviera que preocuparse. Él sólo estaba allí porque Thatcher se lo había pedido. A tal punto había insistido, que, si de todos modos daba igual, resultaba más fácil venir que no venir. No había tenido intención de entrometerse. Pero este forcejeo era irritante.

— Al sheriff -respondió Luna.

— ¿A cuál? -preguntó Leaphorn, pues una parte del parque estaba en McKinley County, y la otra en San Juan.

— Al de San Juan County -respondió Luna-. En Farmington. De todos modos, no vino nadie. Así que volvimos a llamar el viernes pasado. Cuando ustedes se presentaron, pensé que habían venido para ocuparse del asunto.

— Supongo que para eso estamos -dijo Leaphorn-. Más o menos.

— Tenemos una queja contra ella -agregó Thatcher-. O más bien una alegación. Pero muy detallada, muy específica. Sobre violaciones de la Ley de Protección a la Preservación de Antigüedades.

— ¿La doctora Friedman? -dijo Luna-. ¿La doctora Friedman cazadora de cacharros?

Hizo una mueca irónica. La mueca se convirtió casi en risa, pero Luna la reprimió. Agregó:

— Me parece que lo mejor es ir a ver a Maxie Davis.

Mientras los conducía a lo largo de la carretera que recorría el aluvión del Chaco, Luna conversaba. Thatcher estaba sentado junto a él y aparentemente escuchaba. Leaphorn miraba por la ventanilla la última luz del atardecer en la quebrada superficie de arenisca de los farallones del Chaco, los penachos de césped de color gris plata en el talud y la larga sombra del Fajada Butte que se extendía a través del valle. ¿Qué haré esta noche, cuando esté de regreso en Window Rock? ¿Qué haré mañana? ¿Qué haré cuando llegue el invierno? ¿Y cuando se haya ido? ¿Qué es lo que haré en el futuro?

— Maxie es vecina de Eleanor Friedman, -explicaba Luna-. Vive en el apartamento de al lado, en las unidades de vivienda para el personal temporario. Y ambas integraron el equipo arqueológico contratado. Su colaboración decidió cuáles eran los más significativos de los más de mil yacimientos anasazi que había en la jurisdicción de Luna, los dató aproximadamente, realizó un inventario y dictaminó cuáles debían preservarse para explorar en un futuro lejano, cuando los científicos dispongan de nuevos métodos para escudriñar en el tiempo.

"Y son amigas -dijo Luna-. Han estado siempre juntas. Fueron juntas a la escuela. Ahora trabajan juntas. Todo eso. Fue Maxie quien llamó al sheriff.

Ese día, Maxie Davis trabajaba en BC129, que era el número de catálogo que se había asignado a un yacimiento anasazi sin excavar. Desgraciadamente, dijo Luna, el BC129 estaba del peor lado de la meseta del Chaco, del otro lado del Aluvión de Escavada, al final de una carretera de roca pura.

— ¿BC129? -interrogó Thatcher.

— BC129 -repitió Luna-. Tan sólo una etiqueta para tener una referencia del mismo. Aquí hay demasiados lugares como para soñar en poner nombre a todos.

El BC129 estaba cerca del borde de la meseta, un montículo bajo que dominaba el valle del Chaco. Una mujer, con el cabello negro corto y recogido bajo una gorra, se hallaba hundida hasta la cintura en un foso de observación. Luna aparcó su camión junto a una vieja camioneta verde. Incluso a esa distancia, Leaphorn pudo ver que la mujer era hermosa. No se trataba de la belleza de la juventud y la salud, sino de algo único e impresionante. Leaphorn había visto una belleza semejante en Emma, entonces de diecinueve años, que caminaba por el campus de la Universidad del Estado de Arizona. Era algo poco común y de gran valor. Un joven navajo, con la cara sombreada por el ala ancha de un sombrero negro de fieltro, estaba sentado en los restos de una pared detrás del foso, con una pala que le cruzaba el regazo. Thatcher y Luna saltaron del asiento de delante.

— Esperaré -dijo Leaphorn.

Éste era su nuevo problema. Falta de interés. Éste había sido su problema desde que su mente había procesado con repugnancia la información del médico de Emma.

"No hay una buena manera de decirlo, señor Leaphorn -había dicho la voz-. La hemos perdido. Ahora mismo. Un coágulo de sangre. Demasiada infección. Demasiada tensión. Pero, si esto es algún consuelo, ha sido casi instantáneo."

Podía ver la cara del hombre: piel de color blanco rosado, cejas rubias algo rojizas, ojos azules que reflejaban la fría luz de la sala de espera de cirugía en las gafas con montura de asta, boca pequeña y delgada que le hablaba. Todavía podía oír las palabras, sonoras, por encima del rumor del acondicionador de aire del hospital. Era como el recuerdo de una pesadilla. Vivido. Pero no podía recordarse a sí mismo entrando en su coche en el solar del parking, ni conduciendo por el Gallup hacia Shiprock, ni nada del resto de aquel día. Sólo podía recordar cómo había revivido sus pensamientos de los días previos a la operación. Había que extraer el tumor de Emma. Su alegría de que no fuera destruida, como él había temido durante tanto tiempo, por la terrible, incurable e inevitable enfermedad de Alzheimer. No era nada más que un tumor. Y probablemente no un tumor maligno. Fácilmente curable. Pronto Emma volvería a ser la misma, con la memoria recobrada. Feliz. Sana. Hermosa.

"¿Las probabilidades? -había dicho el cirujano-. Muy buenas. Más del noventa por ciento de recuperación total. A menos que algo falle, un pronóstico excelente."

Pero algo había fallado. El tumor y su emplazamiento eran peores de lo esperado. La operación se había prolongado más de lo previsto. Luego, la infección y el coágulo fatal.

A partir de entonces, nada le había interesado. Algún día volvería a estar vivo. Quizá. Hasta el momento, no. Estaba sentado de lado, con las piernas estiradas, respaldado contra la portezuela, observando. Thatcher y Luna hablaban a la mujer blanca del foso. Nombre insólito para una mujer: Maxie. Probablemente una abreviatura de algo que Leaphorn no podía adivinar. El navajo se ponía una chaqueta de dril, con aparente interés en todo lo que se decía y una expresión sardónica en su rostro de larga quijada. Maxie gesticulaba, el rostro animado. Saltó fuera del foso. Caminó hacia la camioneta con el navajo detrás, quien llevaba la pala sobre el hombro en una suerte de parodia militar. En la profunda sombra que proyectaba el ala, Leaphorn vio unos dientes blancos. El hombre esbozaba una sonrisa burlesca. Detrás de él, la luz oblicua de la tarde de otoño dibujaba los contornos de la Meseta del Chaco con trazos oscuros. La sombra del Fajada Butte se prolongaba a lo largo del Aluvión del Chaco. Fuera de la sombra, el amarillo de los chopos brillaba al sol a lo largo del lecho seco. Eran los únicos árboles en un universo de hierba de un tostado color gris plata. (¿Dónde, se preguntó Leaphorn, habían encontrado madera para el fuego aquellos millares de individuos desaparecidos que construyeron esos gigantescos apartamentos de piedra? Los antropólogos pensaban que debían de haber acarreado los troncos del techo desde los bosques de Mount Taylor y de Chuskas, una hazaña increíble. Pero, ¿cómo cocinaban su maíz, cómo asaban su carne de venado, cómo curaban su alfarería y se calentaban en invierno? Leaphorn recordó el duro trabajo que le tocaba a cada uno, su padre y él mismo llevando su carro hasta las colinas al pie de la montaña, cortando los pinos piñoneros y los enebros y haciendo el largo recorrido hasta su choza. Pero los anasazi no tenían caballos, ni ruedas.)

Thatcher y Luna estaban ya de regreso en el camión. El primero cerró de un golpe la portezuela atrapando su chaqueta, dijo algo en voz muy baja, la abrió otra vez y la cerró de nuevo. Cuando Luna puso el motor en marcha, la alarma del cinturón de seguridad comenzó a zumbar.

— ¡El cinturón! -dijo Thatcher.

— Odio estas cosas -dijo Luna mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.

La camioneta verde se les adelantó, levantando polvo.

— Bajaremos para ver el material a su nombre -dijo Thatcher, levantando la voz para que lo oyera Leaphorn-. Esta señora Davis no cree que una mujer con guión en el apellido pueda ser una cazadora de cacharros. Dijo que coleccionaba alfarería, pero que era para su trabajo. Científico. Legítimo. Dijo que la señora… Bernal odiaba a los cazadores de cacharros.

— Humm -dijo Leaphorn.

A través del vidrio trasero de la camioneta que los precedía podía ver el enorme sombrero de la reserva que llevaba el joven. Era extraño ver a un navajo excavando en las ruinas, excitando a los fantasmas anasazi. Probablemente era uno de los del Camino de Jesús, o de la Iglesia Peyote. Seguramente un hombre fiel a la tradición no se arriesgaría a la enfermedad de los espíritus -o, mucho menos aún, a la reputación de brujo- excavando entre los huesos. De creer en las tradiciones de los skinwalker1, los huesos de los muertos formaban pequeños proyectiles que los brujos lanzaban contra sus víctimas. Leaphorn no era creyente. Los que lo eran, constituían la ruina de su trabajo de policía.

— Ella piensa que algo tuvo que sucederle a la señora Bernal -dijo Thatcher, mientras miraba a Leaphorn por el espejo retrovisor-. Debes mantener ajustado el cinturón.

— Sí -dijo Leaphorn.

Manipuló con torpeza el cinturón a su alrededor, pensando que probablemente a la mujer no le había ocurrido nada. Pensó en la llamada anónima que había sido motivo de su viaje. Tenía que haber alguna relación, en alguna parte tenía que haberla. Algo debía haber que conectara la partida del Chaco de la doctora No-Sé-Cuántos con el motivo de la llamada. La partida había conducido a la llamada, o algo había sucedido que provocara una y otra.

"¿Qué piensas tú? -habría preguntado a Emma-. Una mujer se va a Farmington y abandona el mundo. Dos días después, un asqueroso va y la delata a la policía por robo de alfarería. Podría ser que ella hubiese hecho algo capaz de sacarle de quicio, o supiese que él iba a descubrirla y a delatarla, y que, entonces, se hubiese largado. O bien que fuera a Farmington, hiciera allí algo que lo irritara, y luego se largara. ¿Qué piensas tú?"

Y Emma le hubiese hecho unas cuantas preguntas y hubiera descubierto cuan poco sabía él de las mujeres, o de cualquier cosa que tuviera que ver con esto, para luego sonreírle y utilizar uno de aquellos vagos aforismos de su Clan del Agua Amarga: "Sólo los coyotes cachorros piensan que hay una sola manera de coger un conejo". Y luego hubiera agregado: "Alrededor del próximo jueves, la mujer llamará y dirá a sus amigos que se escapó y se casó, y eso no tendrá nada que ver con el robo de cacharros". Podría ser que Emma tuviera razón o no. Eso no importaba en realidad. Era un juego que habían jugado durante años. La astuta mente de Emma trabajaba contra la inteligencia de Joe, afinaba su inteligencia, ponía a prueba su lógica contra el sentido común de ella. Eso le ayudaba. Era divertido.

Había sido divertido.

Leaphorn lo notó de inmediato: era el aire frío y enrarecido de los sitios abandonados. Él estaba de pie junto a Thatcher cuando éste quitó la llave a la puerta del apartamento de la doctora Friedman-Bernal y la abrió. El aire encerrado inundó la nariz sensible de Leaphorn. Olió a polvo y toda esa mezcla de olores que los seres humanos dejan detrás de sí cuando se van.

El Servicio del Parque llama VPT a estos apartamentos (Viviendas para el Personal Temporario). En Chaco se construyeron seis de este tipo con una estructura en forma de L, y formaban parte de un complejo mayor que incluía los edificios de mantenimiento y almacén, el parque automotor y las Viviendas para el Personal Permanente, que formaban una línea de ocho bungalows de madera contra el farallón de la Meseta del Chaco.

— Bien -dijo Thatcher.

Entró en el apartamento con la doctora Maxie Davis pisándole los talones. Leaphorn se recostó contra la puerta. Thatcher se detuvo.

— Señora Davis -dijo-, tengo que pedirle que espere un rato afuera. Según esta orden de inspección… bien, esto lo hace todo diferente. Podría tomar juramento sobre qué había aquí en el momento en que abrí la puerta. Así son las cosas -terminó, sonriendo a Maxie.

— Aguardaré dijo -Maxie Davis.

Pasó junto a Leaphorn, a quien sonrió nerviosamente, y se sentó sobre la baranda del porche, a la luz oblicua del sol. Tenía el rostro sombrío. Una vez más, Leaphorn observó su asombrosa belleza. Era una mujer joven y pequeña. Ahora, sin la gorra, su cabello negro estaba despeinado. La cara ovalada, tostada por el sol, era casi tan oscura como la de Leaphorn. Maxie tenía la mirada fija en el patio de mantenimiento, donde un hombre con mono trabajaba en la parte delantera de un camión de remolque plano. Los dedos de Maxie tamborileaban en la baranda, dedos pequeños y trabajados en una mano pequeña con cicatrices. La camisa azul de trabajo se le pegaba a la espalda y dejaba ver la tensión en cada línea del cuerpo. Detrás de Maxie, el patio cubierto de maleza, el cobertizo de mantenimiento, los peñascos a lo largo del farallón, todo parecía casi luminoso a la brillante luz del sol de la última hora de la tarde. Y esa misma luz tornaba aún más sombrío el interior del apartamento de la doctora Friedman-Bernal, detrás de Leaphorn.

Thatcher caminó por el salón, descorrió las cortinas y dejó a la vista las puertas correderas de vidrio, que enmarcaban el Fajada Butte y la extensión del Valle del Chaco. Salvo un rimero de libros sobre la mesa de café que se hallaba ante el sombrío e institucional sofá marrón, la habitación parecía sin usar. Thatcher cogió el libro que estaba encima, lo examinó, lo dejó y se dirigió al dormitorio. Estaba ya dentro cuando sacudió la cabeza y dijo:

— Sería una ayuda saber qué buscamos.

En la habitación había un escritorio, dos sillas y dos camas dobles. Una parecía para dormir, pues tenía las mantas descuidadamente estiradas tras haber sido usadas por última vez. La otra, en cambio, era un espacio de trabajo, cubierto por tres cajas de cartón y un fárrago de cuadernos de notas, papel de computación impreso y otros papeles. Más allá de esta cama, había otras cajas que cubrían el suelo a lo largo de la pared. Parecían contener en su mayoría fragmentos de cacharros rotos.

— No hay manera de saber de dónde sacó todas estas cosas -dijo Thatcher-. Que yo sepa. Podría ser todo perfectamente legal.

— A menos que sus notas de campo nos digan algo -intervino Leaphorn-. Tal vez. En realidad, si recogió estas cosas como parte de uno u otro proyecto, las notas han de decir exactamente dónde ha sido recogido cada fragmento del material. Y eso es legal, mientras no venda los objetos.

— Y, naturalmente, si lo hace para un proyecto, es legal -dijo Thatcher-. Salvo que no tenga permiso en regla. Y si está vendiendo el material, es seguro que no encontraré escrito nada que la delate.

— No -dijo Leaphorn.

En la puerta del apartamento apareció un hombre.

— ¿Han encontrado algo? -preguntó.

Luego pasó junto a Leaphorn sin mirarlo y entró en el dormitorio. Prosiguió:

— Me alegro de que haya gente que se ocupe de esto. Ya hace casi tres semanas que desapareció Ellie.

Thatcher dejó cuidadosamente un fragmento en su caja correspondiente.

— ¿Quién es usted?-preguntó.

— Me llamo Elliot. Trabajo con Ellie en la excavación de Keet Katl. O trabajé con ella. ¿Qué es lo que ha dicho Luna? ¿Piensan ustedes que ella robaba objetos?

Leaphorn se sorprendió interesado, preguntándose cómo se las arreglaría Thatcher. Era una situación no prevista ni cubierta en el entrenamiento que Thatcher había recibido. No había ningún capítulo que se ocupara de la intrusión de civiles en el escenario de una investigación.

— Señor Elliot -dijo Thatcher-, le pido que aguarde afuera, en el porche, hasta que terminemos con esto. Luego me gustaría hablar con usted.

Elliot rió.

— ¡Por el amor de Dios! -dijo en un tono que eliminaba cualquier malentendido que la risa hubiera podido provocar-. Una mujer desaparece durante casi un mes y nadie consigue haceros mover el culo. Pero alguien hace una llamada anónima…

— En un minuto estoy con usted -dijo Thatcher-. Apenas termine de hacer esto.

— ¿De hacer qué? -inquirió Elliot-. ¿De hurgar en la alfarería? Si la desordena, a ella se le confundirá todo.

— Váyase -dijo Thatcher con la voz todavía suave.

Elliot le miró fijamente.

Tal vez se hallara en la treintena o algo más, pensó Leaphorn. Más de un metro ochenta de estatura, delgado, atlético. El sol había aclarado más aún su cabello castaño, naturalmente muy claro. Los tejanos estaban gastados, lo mismo que la chaqueta de la misma tela y las botas. Pero hacían juego. Habían sido muy caras. Y la cara hacía juego con el conjunto: una cara algo golpeada por el clima, pero lo que Emma hubiera llamado "una cara de clase alta". Grandes ojos azules algo almendrados, ninguna arruga, ninguna cicatriz. No era la cara que se hubiera visto mirando hacia afuera desde un camión de obreros migratorios, o entre el personal de una niveladora, o en la cabina de una excavadora.

— Por supuesto que este sitio está lleno de cacharros -dijo enfadada la voz de Elliot-. El estudio de los cacharros es el trabajo de Ellie…

Thatcher cogió a Elliot por el codo.

— Hablaremos más tarde -dijo suavemente y, pasando junto a Leaphorn, le llevó afuera y cerró la puerta detrás de él.

— El problema -dijo Thatcher- es que todo lo que dice es verdad. El trabajo de ella son los cacharros. Así que podemos encontrar una multitud de ellos. Pero entonces, ¿qué diablos estamos buscando?

Leaphorn se encogió de hombros.

— Pienso que simplemente miramos. Encontramos lo que encontramos. Luego pensaremos en ello.

Encontraron más cajas de piezas de alfarería en el lavabo, cada una con una etiqueta que parecía identificar el lugar donde había sido hallada. Encontraron un álbum de fotografías, muchas de las cuales eran instantáneas de personas que parecían ser antropólogos trabajando en excavaciones. Había tres cuadernos de notas, dos llenos y uno casi hasta la mitad en los que pequeños dibujos a lápiz de modelos abstractos y piezas de alfarería se intercalaban con calcos de carbón de lo que ambos acordaron que debían de ser modelos de la superficie de las piezas. Las notas que rodeaban estos dibujos y calcos estaban escritas en esa taquigrafía especial que desarrollan los científicos para ahorrar tiempo.

— Tú has estudiado esto en el estado de Arizona -dijo Thatcher-. ¿Puedes descifrarlo?

— Yo estudié antropología -concedió Leaphorn-. Pero particularmente antropología cultural. Esto otro es una especialidad y no he entrado en ello. Fuimos a unas cuantas excavaciones en un curso de Antropología del Sudoeste, pero la cultura anasazi no era cosa mía. Ni siquiera había cerámica.

Entre los papeles que se hallaban sobre la cama había dos catálogos de Nelson's, ambos de subastas de arte indio americano, arte africano y arte oceánico. Ambos boca abajo, ambos abiertos en páginas que mostraban ilustraciones de cerámica mimbre, hohokam y anasazi. Leaphorn los estudió. Los precios estimados iban desde 2.950 a 41.500 dólares para una urna de mimbre. En uno de los catálogos se habían marcado con un círculo rojo dos de las cerámicas anasazi, y una en el otro catálogo. Los precios eran de 4.200, 3.700 y 4.500 dólares.

— Toda mi vida he oído hablar de Nelson's -dijo Thatcher-. Pensaba que era sólo una firma de Londres, que sólo subastaban arte, obras maestras, la Mona Lisa, cosas de éstas.

— Esto es arte -dijo Leaphorn.

— Arte es una pintura -replicó Thatcher-. ¿Qué clase de loco paga catorce mil dólares por un cacharro? -tras lo cual arrojó el catálogo sobre la cama.

Leaphorn lo levantó.

La ilustración de la tapa era una recreación estilizada de una pictografía: monigotes que representaban indios con lanzas montados sobre caballos con patas en forma de tubo en una superficie de piel de ciervo.

En la parte superior se leía lo siguiente: