JIM CHEE
Hatathali Cantor de las Bendiciones Disponible para otras ceremonias Para consultas, llamar a… (C.C. 112, Shiprock, N.M.)
Puesto que no tenía teléfono en su roulotte, había dejado en blanco el número, apostando a que, para el momento en que Largo tuviera alguna noticia de ello y le pusiera término, él ya se habría ganado una reputación y tendría establecida un clientela. Pero el encargado del despacho se había negado. "Además, Jim -había argüido-, ¿qué pensaría la gente? Llamarían a un cantor para una ceremonia y se los atendería con la frase "Policía Nacional Navaja"."
— Déme algunas más -dijo la muchacha-. Pegaré una en el tablero, también. ¿De acuerdo?
— Por supuesto -respondió Chee-. Y dáselas a la gente, sobre todo si oyes decir que alguien está enfermo.
Ella cogió las tarjetas.
— Pero, ¿qué hace un hatathali buscando a un predicador cristiano?
— Hace un minuto, cuando te pregunté si Nakai había dicho algo acerca de hacia dónde se dirigía, me respondiste que a ti no te había dicho nada. ¿Habló con alguien más?
— Hizo una llamada telefónica -respondió la muchacha-. Preguntó si podía utilizar este teléfono -agregó con una palmadita al aparato que había sobre el escritorio- y llamó a alguien.
La muchacha se detuvo y observó a Chee atentamente y con cierta reserva.
— ¿Y pudiste escuchar algo de lo que dijo?
— No soy una fisgona -dijo.
— Por supuesto que no. Pero el hombre habló aquí, en tu escritorio. ¿Cómo podías evitarlo? ¿Dijo adónde iba?
— No -respondió ella-. No lo dijo.
Chee fue lo suficientemente listo como para advertir que lo estaban engañando. Sonrió a la muchacha y dijo:
— Dentro de un rato me contarás qué dijo. Pero todavía no.
— Simplemente puedo no decirle nada -replicó ella, con un ligero mohín de placer.
— ¿Y si te cuento una historia de miedo? ¿Que en realidad no soy un curandero, sino un policía y estoy buscando a una mujer que ha desaparecido? ¿Y que Nakai no es en realidad un predicador, sino un delincuente, que ya ha matado a dos personas? Yo le estoy siguiendo el rastro, y tú eres mi única oportunidad de cogerlo antes de que mate a alguien más.
— Eso encajaría muy bien con lo que dijo por teléfono. Muy misterioso.
Chee se esforzó por mantener una sonrisa, apenas esbozada.
— Por ejemplo, ¿qué?
— ¡Oh! -dijo ella, ya relajada-. Dijo ¿has visto lo que le sucedió a fulano? Luego escuchó. Después dijo algo así como que eso lo puso nervioso y que había que tener cuidado. Y luego habló de otro fulano o zutano por quien él estaba preocupado y dijo que la única manera de advertirle era ir a su choza y verlo. Dijo que iba a cancelar su reunión de aquí e ir a ese lugar. Y luego escuchó un largo rato y después dijo que no sabía a qué distancia. Que estaba en Utah -se encogió de hombros-. Eso fue todo, más o menos.
— "Más o menos" no basta.
— Bueno, es todo lo que recuerdo.
Al parecer, así era. Ella no recordaba quiénes eran aquel fulano ni aquel otro fulano o zutano. Chee se marchó, pensando que "en Utah" era donde Leaphorn quería investigar, la fuente de la obsesión alfarera de Friedman-Bernal. También pensó que en camino a Four Corners pasaría por Shiprock. Tal vez, si al llegar allí se sentía muy cansado, se tomara la noche libre. Quizá encontrara a Slick Nakai al día siguiente. Pero, ¿por qué había alterado Nakai sus planes y se dirigía a los confines de Utah? ¿Quién lo sabe? Tal vez aquel fulano fuera Etcitty, y aquel otro fulano o zutano fuera otro de los conversos de Nakai que robaban cacharros en aquel sitio. Para Chee, Nakai resultaba cada vez más extraño.
Conducía a través de Bisti Badlands, en dirección norte, hacia Farmington, cuando comenzaron las noticias de las cinco. Una locutora informaba desde la estación de Durango, Colorado, acerca de la concesión de un contrato para incrementar los pastos en la Reserva de Ute Mountain, de una controversia sobre el impacto ambiental de una estación de esquí adicional en Purgatory, y de una de petición que circulaba para desaforar a un consejero en Aztec, Nuevo México. Chee estiró el brazo para cambiar la sintonía. Desde una estación de Farmington tendría más noticias sobre Nuevo México.
"Otras noticias de la región de Four Corners -dijo la mujer-: Un prominente y en otros tiempos controvertido granjero y personaje político del sudeste de Utah, ha sido muerto a tiros en su rancho cerca de Bluff."
Chee detuvo su mano en el dial. La voz continuó:
"Un portavoz del Departamento del Sheriff del Condado de Garfield en Blanding dijo que se ha identificado a la víctima como Harrison Houk, ex senador del estado de Utah y uno de los mayores propietarios granjeros del sudeste de Utah. El cadáver de Houk fue hallado anoche en su establo. La oficina del sheriff dijo que había recibido dos disparos.
"Hace unos veinte años, la familia de Houk fue víctima de una de las peores tragedias de Four Corners. La mujer, un hijo y la hija de Houk fueron muertos a tiros, aparentemente por un hijo menor, mentalmente perturbado, que luego se ahogó en el río San Juan.
"Al otro lado de la frontera, en Arizona, se había iniciado un juicio en el juzgado federal de…".
Chee cerró la radio. Quería pensar. Houk era el hombre a quien Nakai había vendido cacharros. Houk vivía en Bluff, sobre el San Juan. Tal vez el "fulano" de Nakai fuera Etcitty. Pero más probablemente, Houk. ¿Podía haberse enterado Nakai del asesinato de Houk en camino a Tsaya? Es probable que sí, por algún informativo anterior. Esto explicaría su brusco cambio de planes. O tal vez el "otro fulano y zutano", el hombre a quien Nakai quería poner sobre aviso, fuera Houk. Demasiado tarde. De todos modos, parecía claro que Nakai se había dirigido a algún sitio muy cerca de Bluff, donde Houk, su cuente en cacharros, había sido asesinado.
Chee decidió trabajar horas extras. Si podía encontrar esa misma noche al elusivo Nakai, lo haría.
Resultó sorprendentemente fácil. De camino hacia el norte, hacia Bluff, bastante al norte de Mexican Water como para estar seguro de haber cruzado el límite de Arizona y haber entrado en Utah, Chee vio el remolque de la tienda de Nakai. Estaba aparcado tal vez a medio kilómetro de una carretera de un campo petrolero que sale de la Nacional 191 y se dirige al desierto, al sur de la Meseta Caso del Eco.
Chee giró bruscamente a la izquierda, aparcó junto al remolque y lo inspeccionó. Las cuerdas de sujeción estaban en su lugar, los cuatro neumáticos, bien inflados, todo en perfecto orden. Simplemente había sido desenganchado y abandonado.
Chee bajó traqueteando por el antiguo camino, pasó una bomba petrolera silenciosa, la muda roca de Gothic Creek, y luego una tierra llana de artemisas esparcidas y enebros enanos. El camino se abría en dos ramales, que Chee supuso accesos a las únicas dos familias navajas que sobrevivían en esos desiertos. Ya estaba casi oscuro. El horizonte, en el occidente, era de un cobre luminoso. ¿Qué dirección tomar? Por una de ellas, a lo lejos, Chee vio el coche de Nakai.
Condujo con toda cautela y una sensación de incomodidad los quinientos metros que lo separaban de aquel coche. Cuando atribuyó a Nakai el papel de delincuente sólo estaba bromeando con la chica de Tsaya. Pero, ¿ahora? ¿También bromearía? No sabía casi nada. Sólo que Nakai había predicado en la reserva durante años y que estimulaba a sus conversos a recoger cacharros para que él los vendiera para ayudar a financiar la operación. ¿Tenía una pistola? ¿Antecedentes criminales? Leaphorn probablemente sabía tales cosas, pero no había confiado en Chee. Nervioso, disminuyó más aún la velocidad.
Nakai estaba sentado sobre el maletero del enorme y viejo Cadillac, con las piernas colgando, inclinado contra el vidrio de atrás, y observaba a Chee. No parecía haber sufrido absolutamente ningún daño. Chee aparcó detrás de él, se apeó y se estiró.
— Ya te'eh -dijo Nakai, quien luego reconoció a Chee y lo miró sorprendido-. Otra vez nos encontramos, pero muy lejos de Nageezi.
— Ya te -contestó Chee-. Es usted difícil de encontrar. He oído decir que se suponía que estaba -hizo un gesto señalando hacia el sur- primero, en Tsaya, y luego más abajo, del otro lado de Hopi Country, en Lower Greasewood.
— Me quedé sin gasolina -dijo Nakai, pasando por alto la pregunta implícita-. Este maldito quema gasolina como un tanque. ¿Me buscaba usted? -agregó tras bajar del maletero de un salto, con la agilidad de un hombre menudo.
— Más o menos -dijo Chee-. ¿Qué lo trae a Utah, tan lejos de Lower Greasewood?
— Los asuntos del Señor me llevan a muchos lugares -respondió Nakai.
— ¿Piensa usted celebrar una reunión aquí?
— Por supuesto -dijo Nakai-. Cuando pueda arreglarla.
— Pero ha dejado usted la tienda -comentó Chee, quien pensó "Mientes, no hay aquí bastante gente para eso".
— Estaba en cero -dijo Nakai-. Pensé que podía ahorrar suficiente gasolina como para llegar a donde voy. Luego regresar y cogerla -rió-. Esperé demasiado para desengancharla. Quemaba demasiada gasolina.
— ¿Es que se olvida usted de mirar su indicador?
— Ya estaba roto cuando compré esto. -Nakai volvió a reír-. Benditos sean los pobres -dijo-. No hubiera ganado nada con mirarlo. Antes de quedarme sin gasolina, me había quedado sin dinero.
Chee no hizo ningún comentario. Pensó cómo podía enterarse de lo que Nakai estaba haciendo allí, a quién había ido a poner sobre aviso.
— Tengo un hermano que vive allá -explicó Nakai-. Cristiano, de modo que es mi hermano en el Señor. Y es Paiute. Mi clan "de nacimiento". De modo que también es hermano por este lado. Me disponía a caminar cuando lo vi venir a usted.
— ¿Así que acaba usted de llegar?
— Hace cinco minutos, tal vez. Dígame, ¿podría llevarme usted? Quizá unos doce kilómetros, más o menos. Podría ir andando, pero tengo prisa.
Nakai miraba el remolque, hacia el oeste. Chee estudió su rostro. La luz cobriza le confería el aspecto de una escultura. Metálico. Pero Nakai no era de metal. Estaba preocupado. A Chee no se le ocurría una manera inteligente de llevarle a hablar de lo que estaba haciendo allí.
— Se ha enterado usted de que habían matado a Harrison Houk y ha venido aquí -dijo Chee-. ¿Por qué?
Nakai se volvió; ahora tenía el rostro sombrío.
— ¿Quién es Houk? -preguntó.
— El hombre al que usted le vendía cacharros -respondió Chee-. ¿Recuerda? Usted le habló de esto al teniente Leaphorn.
— De acuerdo -dijo Nakai-. Sé algo de él.
— Etcitty tenía tratos comerciales con usted y con Houk, y con estos cacharros, y está muerto. Y ahora Houk. Pero a balazos. Y también Nails, por esta cuestión. ¿Le conoce usted?
— Sólo de vista -respondió Nakai-. Creo que he estado dos veces con él.
— Verá usted -dijo Chee-. Leaphorn me envió a buscarle por algo más. Él quiere localizar a esa mujer, Eleanor Friedman-Bernal, averiguar qué pasó con ella. También habló de ella con usted. Pero ahora necesita más información. Quiere saber qué le dijo acerca de la busca de cacharros justamente aquí, en esta parte de la región. A lo largo del San Juan, allá arriba, cerca de Bluff, por Mexican Hat.
— Exactamente lo que le he dicho a él. Quería aquellos cacharros suavemente policromados; los rosados con dibujos y líneas onduladas y la superficie dentada, o como quiera que se le llame. Cacharros o fragmentos de cacharros. No importaba. Y me dijo que tenía particular interés en cualquier cosa que encontrara en esta zona de la reserva. Eso fue todo -concluyó, encogiéndose de hombros.
Chee se puso las manos en las caderas y se dobló hacia atrás, para eliminar un pequeño dolor de espalda. Ese día se había pasado diez horas en la camioneta. O tal vez más. Era demasiado.
— Si estuviera aquí Joe Leaphorn -dijo-, diría que no, que no fue exactamente así. Que ella dijo algo más. Que usted está tratando de ganar tiempo. No resuma. Cuénteme todo lo que dijo. Ya me ocuparé yo de resumir.
Nakai miró pensativo. Un hombrecillo horrible, decidió Chee, pero listo.
— Usted está pensando que soy un policía, y que estos cacharros provienen de la Reserva Navaja, donde son muy demasiado ilegales. Materia de delito grave. Usted está pensando que ha de tener cuidado con lo que dice -dijo Chee mientras se recostaba indolentemente contra la puerta de la camioneta-. Olvídelo. Vayamos por partes, y la primera es encontrar a esta mujer. No imaginarnos quién disparó sobre Etcitty. No coger a nadie por saquear ruinas en tierra navaja. Sólo una cosa, una simple cosa. Encontrar a Eleanor Friedman. Al parecer, Leaphorn piensa que ella fue a buscar esos cacharros. Al menos creo que eso es lo que piensa. Piensa que ella le contó a usted dónde podían hallarse. En consecuencia, yo tendría un dato valioso, y usted se ganaría mi gratitud y un viaje a donde quiera ir, si me cuenta todo eso, le parezca importante o no.
Nakai esperó un rato, para asegurarse de que la explosión de Chee había acabado.
— Lo que importa no es gran cosa -dijo-. Déjeme uno o dos minutos para recordar.
Detrás de Nakai, el cielo del ocaso se había oscurecido, convirtiendo el cobre pálido y brillante en cobre oscuro. Contra ese recargado telón de fondo se dibujaban dos líneas de nubes, azul oscuro y deshilachadas. A la izquierda, una luna en las tres cuartas partes de su desarrollo colgaba en el cielo como un roca blanca tallada.
— Usted quiere sus palabras textuales -dijo Nakai-. Lo que dijo ella, lo que dijo él, lo que dijo ella. No lo recuerdo bien. Pero sí recuerdo algunas impresiones. Primera. Ella pensaba en unas ruinas muy determinadas. Había estado allí. Sabía qué aspecto tenían. Segunda. Era ilegal. Mejor aún, estaban en la Reserva Navaja. Fue honesta al decirlo. Recuerdo que yo comenté que se trataba de algo ilegal, y ella respondió que quizá no lo fuera. Yo fui navajo y esa fue tierra navaja. -Nakai se detuvo-. ¿Y el viaje que me ha prometido?
— ¿Qué más?
— Es todo lo que sé, de verdad. ¿Le dije que era en un cañón? Estoy seguro de eso. Ella dijo que le habían hablado de ello. No dijo quién se lo había contado. Alguien al que le había comprado un cacharro, supongo. En cualquier caso, por el modo en que describió el lugar, tenía que ser un cañón. Tres ruinas, dijo. Una, en el lecho, una en el escalón superior, y una tercera fuera de la vista, en el farallón, por encima del escalón. Así que tenía que ser forzosamente un cañón. Y eso es todo lo que sé.
— ¿No sabe el nombre del cañón?
— Ella no lo sabía. Dijo que no creía que tuviera nombre. Cañón sin nombre -dijo Nakai, en castellano, y rió-. No me contó gran cosa, en realidad. Tan sólo que tenía mucho, muchísimo interés en cacharros, o en trozos, incluso en pequeños fragmentos, pero únicamente si llevaban ese brillo rosado con las ligeras líneas onduladas y la superficie dentada. Dijo que triplicaría el precio por este tipo de cosas. Quería saber exactamente de dónde provenían. Me pregunté por qué no iba ella personalmente a tratar de encontrar el lugar. Me imagino que no quería correr el riesgo de que la sorprendieran cogiendo algo en ese sitio.
— Leaphorn cree que sí que fue allí. O yo pienso que él lo cree.
— Ahora -dijo Nakai- me he ganado el viaje.
Chee lo llevó a una choza construida en la falda de un aluvión que desaguaba en el Gothic Creek, y empleó tres cuartos de hora para recorrer menos de quince kilómetros de terrible traqueteo. Ya estaba casi oscuro cuando subieron a la resbaladiza superficie rocosa que formaba el patio de la casa, pero la luna brillaba lo suficiente como para dejar ver por qué habían removido aquel yacimiento. Un grupo de chopos, tamariscos y arbustos en el borde del aluvión mostraban por dónde discurría un arroyo. Chee supuso que probablemente era la única agua en cincuenta kilómetros a la redonda, y no lo suficientemente vivificante como para sostener a una familia durante la estación seca. Chee aparcó, hizo rugir el motor de la camioneta para asegurarse de que los ocupantes de la choza habían advertido su llegada, y luego lo apagó. A través de la ventana lateral se veía una luz muy débil, probablemente de una lámpara de keroseno. De un matorral que había detrás de la casa emanaba un fuerte olor a ganado, olor que siempre producía nostalgia en Chee.
— Ahora tiene usted otro pequeño problema -dijo Chee.
— ¿Cuál?
— Ese hermano suyo que vive aquí. Roba cacharros para usted. Usted quiere ponerlo sobre aviso acerca de la suerte de Etcitty, Nails y Houk. Quiere usted decirle que tenga cuidado, que hay alguien que se dedica a disparar contra los cazadores de cacharros. Pero yo soy policía, de modo que no quiere que yo oiga tal cosa.
Nakai no dijo nada.
— No hay ningún coche. Ni ningún camión. Al menos yo no veo ninguno. ¿O es que ve usted algún sitio plano en donde se pueda poner alguno en esta roca que yo no pueda ver? Así que alguien que vive aquí se ha ido con el camión.
Nakai no dijo nada. Inspiró una bocanada de aire y luego lo soltó.
— De modo que si yo lo dejo a usted aquí, como pretende, queda inmovilizado. Sin gasolina y sin modo de llegar a algún sitio donde pueda conseguirla.
— Probablemente uno de sus hijos tiene el camión -dijo Nakai-. Es probable que conserve algo de gasolina en algún sitio por aquí. Al menos una lata de cinco galones.
— En cuyo caso caminará usted estos trece kilómetros hasta el Caddy con ella -dijo Chee-. O también puede ser que no tenga gasolina.
A un costado de la choza ondeó una alfombra colgada. Se vio entonces la silueta de un hombre que los miraba.
— ¿Qué tiene usted en mente? -preguntó Nakai.
— Renuncia usted a seguir el juego. Yo no voy a arrestar a nadie por robar cacharros. Sino que voy a descubrir de dónde provienen. Eso es todo lo que me interesa. Si usted no sabe dónde está ese lugar, este hombre del clan Paiute sí que lo sabe. Permítame hablarle. Basta de juegos.
El hombre del clan Paiute se llamaba Amos Whistler. Un hombre enjuto al que le faltaban cuatro dientes de abajo y de delante. Él sabía de dónde provenían los cacharros.
— Por allí, hacia el oeste. Hacia la Montaña Navaja -dijo, señalando la dirección-. Quizá unos cuarenta y cinco kilómetros a través de Mokaito Bench.
Pero no había caminos, tan sólo un terreno quebrado, arenisca cortada por un aluvión tras otro. Whistler dijo que años atrás había oído hablar de las ruinas a un tío, quien le había dicho que se mantuviera alejado del lugar porque allí había malos espíritus. Pero luego había aprendido acerca de Jesús y dejado de creer en espíritus, de modo que había acudido con dos caballos, pero era muy duro llegar. Un verdadero sufrimiento. Había perdido un caballo, un buen caballo. Chee tenía un excelente mapa de la Gran Reserva de la U.S. Geological Survey, libro en el que cada página mostraba todo lo que había en un cuadrado de treinta y dos millas.
— ¿Cómo se llama el cañón?
— No sé cómo se llama -respondió Amos Whistler-. Por aquí se dice que su nombre es Cañón Donde el Esparcidor de Agua Toca Su Flauta.
Era un nombre largo en navajo, y Whistler parecía confudido al decirlo.
— ¿Querría usted llevarme allí? ¿Alquilar los caballos y guiarme?
— No -respondió Amos Whistler-. No volveré nunca más allí.
— Lo contrataré -dijo Chee-. Le pagaré por usar sus caballos. Le pagaré bien.
— No -repitió Whistler-. Ahora soy cristiano. Conozco a Jesús. No me preocupan los espíritus anasazi como me preocupaban cuando era pagano, antes de emprender el Camino de Jesús. Pero no iré a ese lugar.
— Le pagaré bien -dijo Chee-. No hay problemas con la ley.
— Lo he oído allí -dijo Whistler, y se alejó dos pasos de Chee, en dirección a la puerta de la choza-. He oído al Esparcidor de Agua tocando su flauta. ? Capítulo 14
Al cambiar de avión, en Chicago, Leaphorn escogió un asiento de delante y junto a la ventanilla. No había nada que ver, salvo la capa superior de un una sólida masa de nubes sobre el vasto, llano y fértil corazón de Estados Unidos. Leaphorn contempló esa masa gris allí abajo y pensó en el río de aire húmedo que subía desde el Golfo de México, en la lluvia fría y en los paisajes desiertos y monótonos cercados por un cielo a no más de dos metros sobre la cabeza. Al menos Emma les había ahorrado eso al mantenerlo en la reserva. Se sentía deprimido. Había hecho lo que había ido a hacer y no había obtenido nada de utilidad. Todo lo que sabía ahora de nuevo era que Etcitty había sido demasiado listo como para firmar una documentación que admitiera una violación de la ley federal. Leaphorn estaba completamente seguro de que la descripción física del yacimiento debía ser correcta. No podía ver niguna razón para que Etcitty hubiera inventado una descripción tan complicada. Parecía fluir de su memoria. Un hombre sencillo que seguía las instrucciones del impreso y que describía la realidad con una única mentira, para evitar ser incriminado, era una ayuda excesivamente pobre. La zona limítrofe entre Utah, Arizona y Nuevo México era un laberinto de aluviones, cañadas, arroyos y cañones. Millares de ellos, y en sus cuevas protegidas, de cara al sol, literalmente, decenas y decenas de millares de yacimientos anasazi. Él había visto una estimación de más de cien mil yacimientos de este tipo en la Planicie de Colorado, construidos a lo largo de un período de casi mil años. Lo que Etcitty le ofrecía era semejante a la descripción de una casa en una gran ciudad, sin ninguna idea de la calle y el número. Esa cantidad de información podía limitar el lugar sólo hasta cierto punto. Probablemente estaría en el sur de Utah o el extremo norte de Arizona. Problablemente al norte del Monument Valley. Probablemente al este de la Meseta de Nokaito. Probablemente al oeste de Montezuma Creek. Esto reducía las posibilidades a una área mayor que la de Connecticut, habitada quizá por unas cinco mil almas. Y todo lo que tenía a su disposición era una descripción de un yacimiento que incluso podía ser falsa, como sin duda lo era su localización.
Tal vez Chee había conseguido algo más. Joven extraño este Chee. Listo, aparentemente. Alerta. Pero ligeramente… ligeramente ¿qué? ¿Ambiguo? No era eso exactamente. No se trataba tan sólo de su aspiración de convertirse en un curandero, de consecuencias abiertamente incoherentes con el trabajo de policía. Era un romántico, decidió Leaphorn. Eso era Chee. Un hombre que obedecía a los sueños. Un individuo que se habría unido al shaman Paiute que inventó la danza de los espíritus, la visión del hombre blanco desapareciendo de las llanuras, que volvían a ser ocupadas por los búfalos. Tal vez no fuera justo. Además, Chee parecía pensar en una isla de 180.000 navajos capaces de vivir al estilo antiguo en un océano blanco. Tal vez pudieran hacerlo 20.000, si contaban con suficientes carneros, cactus y piñones. No era factible. Los navajos tenían que competir en el mundo real. El estilo navajo de vida no enseñaba la competencia. Lejos de ello.
Pero Chee, extraño como era, encontraría a Slick Nakai. Otro soñador, ese Nakai. Leaphorn se movió en el estrecho asiento del avión, tratando inútilmente de ponerse cómodo. Chee encontraría a Nakai y obtendría de éste más información de la que él mismo sería capaz de extraer.
Leaphorn se sorprendió pensando en qué le habría dicho de Chee a Emma. Sacudió la cabeza, cogió un ejemplar del New Yorker y se puso a leer. Llegó la cena. Su compañero de asiento la miró con desprecio. Para Leaphorn, que había estado comiendo lo que él mismo se cocinaba, supo a gloria. Ahora cruzaban el brazo de Texas. Debajo, las nubes se hacían más delgadas y dejaban agujeros entre ellas. Delante, la tierra se erguía como una isla rocosa que emergiera del océano de aire húmedo que alfombraba las tierras del Midland. Leaphorn pudo ver las quebradas mesetas del este de Nuevo México. Más allá, sobre el horizonte de poniente, grandes castillos de cúmulos, insólitos en otoño, se elevaban en la estratosfera. Leaphorn sintió algo que no había experimentado desde la muerte de Emma, sintió una suerte de alegría.
Algo de este sentimiento le acompañaba aún cuando se despertó a la mañana siguiente en su cama de Window Rock, un sentimiento de estar vivo, y saludable, e interesado. Todavía estaba cansado. El vuelo desde Albuquerque a Gallup en el pequeño Cessna de la Aspen Airways, y la conducción desde Gallup, habían acabado con las reservas que aún le quedaban. Pero la depresión había desaparecido. Preparó bacon para el desayuno y se lo comió con tostadas y mermelada. Mientras comía, sonó el teléfono.
Jim Chee, pensó. ¿Quién más podía llamarle?
Era el cabo Ellison Billy, quien llevaba los asuntos que requerían su intervención para el mayor Nez, y que era, en cierto modo, el jefe de Leaphorn.
— Hay aquí un policía de Utah que le espera -dijo Billy-. ¿Está usted disponible?
Leaphorn se sorprendió.
— ¿Qué desea? ¿Qué clase policía es?
— De la Policía del Estado de Utah. División de Investigación Criminal. Es todo lo que sé. Probablemente le haya dicho algo más al mayor. ¿Vendrá?
Homicidio, pensó Leaphorn. La depresión volvía a apoderarse de él. Alguien había encontrado el cadáver de Eleanor Friedman-Bernal.
— Dígale que llegaré dentro de diez minutos -dijo, que era el tiempo que le llevaría llegar en coche desde su casa, entre las piÑas del lado elevado de Window Rock, hasta el cuartel de la policía, junto a la Autopista de Fort Defiance.
En el escritorio había dos mensajes para él. Uno, de Jim Chee, era muy breve: "He encontrado a Nakai cerca de Mexican Hat, con un amigo que dice que las ruinas están en lo que los pobladores llaman Cañón del Esparcidor de Aguas, al oeste del lugar donde él vive. Podrá comunicarse conmigo a través del encargado del despacho de Shiprock".
El otro, de la Policía del Estado de Utah, era más breve aún. Decía: "Llamar al detective McGee, asunto: Houk. Urgente".
— ¿Houk? -dijo Leaphorn-. ¿Algún detalle más?
— Eso es -dijo el encargado del despacho-. Sólo que llame a McGee a propósito de Houk. Urgente.
Colocó el mensaje en el bolsillo.
La puerta del despacho del mayor estaba abierta. Ronald Nez estaba sentado detrás de su escritorio. Sentado contra la pared, había un hombre con una cazadora y una gorra de visera grande con la inscripción LIMBER ROPE en la coronilla, que se puso de pie cuando Leaphorn entró. Era un hombre alto, de mediana edad y una cara delgada y huesuda. El acné o alguna otra enfermedad le había dejado las mejillas y la frente marcada con un centenar de pequeñas cicatrices. Nez los presentó. Su nombre era Cari McGee. No había esperado a que le llamaran.
— Iré directamente al grano -dijo McGee-. Estamos ante un caso de homicidio, y el muerto dejó una nota para usted.
Leaphorn evitó que la sorpresa se le trasluciera en el rostro. No era Friedman-Bernal.
McGee aguardó una respuesta.
Leaphorn asintió con la cabeza.
— Harrison Houk -dijo McGee-. Me imagino que usted le conocía.
Leaphorn volvió a asentir con la cabeza mientras su mente procesaba esta novedad. ¿Quién habría matado a Houk? ¿Por qué? Podía imaginar una respuesta a la segunda pregunta. Y en términos generales, a la primera. La misma persona que había matado a Etcitty, y a Nails, y por la misma razón. Pero, ¿cuál era esa razón?
— ¿Cuál era el mensaje?
McGee miró al mayor Nez, quien apartó la mirada con expresión neutral. Luego su mirada volvió a Leaphorn. Esta conversación no se desarrollaba como McGee había pensado. Extrajo una cartera de cuero del bolsillo de la cadera, sacó de ella una tarjeta comercial y se la extendió a Leaphorn.