20
Más tarde, aquella misma noche, Max Seavers estaba de pie, desnudo en el dormitorio de su casa de Georgetown, mirándose al espejo. Había mucho que admirar en él: sus cabellos dorados, sus ojos de color zafiro, su nariz aguileña y su fuerte mandíbula, por no mencionar sus potentes abdominales. El suyo no era el rostro de un monstruo, ni mucho menos. Más aún, era precisamente lo que no podía verse en el espejo, su increíble intelecto, su genialidad, lo más noble.
Y muy pronto todo el mundo lo vería.
Max oyó el grifo de la ducha abrirse. Se acercó a la cama, se metió debajo de las sábanas y esperó. Mientras lo hacía, pensó en la orden del secretario de Defensa de buscar aquella cosa que había enterrado Washington, maravillado ante lo absurdo del asunto.
Porque en otro país y en otro tiempo su tatarabuelo biológico había dirigido una organización muy similar a la DARPA, y también a él le habían pedido que realizara una extraña investigación para su jefe, Adolf Hitler.
Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler mandó a científicos y arqueólogos alemanes por toda la faz de la Tierra en busca de pruebas de la superioridad biológica de la raza aria. Pocos de ellos eran verdaderamente nazis, pero menos aún iban a rechazar las propuestas del Führer y de su brazo derecho, Heinrich Himmler, que, a cambio de mantenerlos lejos de los campos de concentración, les ofreció a esos académicos unos fondos y unos recursos que ninguna universidad podía igualar.
La Ahnenerbe o depósito de cerebros, como lo llamaban, era una agencia de las SS constituida para demostrar de una vez por todas que los arios no solo eran una raza superior y la culminación de la evolución humana, sino también la «raza madre», la cuna de toda civilización. La organización tenía en su cima a más de doscientos estudiantes, científicos y personal de distinto rango. Y sus equipos se esparcieron por todo el globo en busca de pruebas en lugares como el lago Titicaca de Bolivia, las islas Canarias, las islas griegas e incluso el Tíbet. Supuestamente, todos esos lugares habían sido fundados por colonizadores arios, así que los esfuerzos de investigación pronto cristalizaron en un objetivo final: encontrar el lugar desde el cual habían partido todos aquellos colonos.
Ese lugar, concluyeron, había sido la Atlántida, y su localización fue establecida en la Antártida. Y de haber encontrado ruinas bajo el hielo, habrían demostrado de una vez por todas la superioridad de la raza aria y el triunfo inevitable de los Mil Años del Reich de Hitler.
Hacia el final de la guerra Hitler envió submarinos a la Antártida; numerosos equipos de nazis desembarcaron sobre el casquete polar en busca de ruinas. También plantaron banderas nazis que aún siguen en pie, tratando de reclamar el último continente para los nazis de Alemania.
Pero, por supuesto, volvieron con las manos vacías… los que consiguieron volver. Muchos perecieron en aquel extraño mundo helado. Y aquellos que sobrevivieron no volvieron con preciosas reliquias como prueba de sus penalidades. Algunos lo hicieron sin dedos en las manos o en los pies, dedos que habían perdido debido a la congelación.
Nada de esto había sorprendido al tatarabuelo de Seavers, Wolfram Sievers, que consideraba la arqueología como un dominio de chiflados. Mientras la mitad de la Ahnenerbe se concentraba en el pasado, Wolfram se ocupaba del futuro: de la genética y de la evolución humana. Su trabajo estaba muy inspirado en los movimientos genetistas americanos de la primera parte del siglo XX.
Por desgracia, la investigación obligaba a Wolfram a experimentar con sujetos vivos, sujetos que podía encontrar a centenares entre los judíos de los campos de concentración. El resultado fue un inmenso tesoro de datos y la creación de nuevas biotoxinas.
Hitler esperaba poder colocar esas biotoxinas en las cabezas de los cohetes V-2 para lanzarlas contra los aliados. Pero la marcha de la guerra se volvió contra él y los nazis, y el trabajo de Wolfram se interrumpió bruscamente.
Al final, Alemania fue dividida en dos e invadida por las fuerzas aliadas. Los «buenos alemanes», los que habían servido en la Ahnenerbe, quedaron libres para volver a sus respetables puestos en universidades de élite. Algunos, como el científico e ingeniero aeronáutico Wernher von Braun, incluso fueron invitados a los Estados Unidos con el objeto de ayudar a mandar al primer hombre a la Luna. Los «malos alemanes», sin embargo, los que de algún modo se habían relacionado con el Holocausto, como el tatarabuelo de Seavers, fueron ejecutados en Nuremberg por sus «crímenes contra la humanidad».
Seavers se había criado en el sur de California con unos parientes, y siempre había ocultado su verdadero origen con vergüenza. Ya en el instituto Torrey Pines había anunciado su decisión de dedicar su vida a la investigación de vacunas capaces de erradicar las enfermedades pandémicas y de alargar la vida humana, y como docente júnior en Stanford había conseguido el suficiente respaldo económico como para lanzar su propia empresa de biotecnología en San Diego.
Hizo millones, pero los problemas surgieron cuando los fanáticos religiosos americanos protestaron por la investigación con células madre, investigación que requería del análisis de fetos procedentes de abortos. Aquellos cristianos católicos y evangelistas lo habían llamado asesino de niños. Ellos, que no eran sino unos hipócritas que se aprovechaban de los beneficios de su investigación, utilizando sus medicamentos, y que desarrollaban el «trabajo de Dios» en el Tercer Mundo administrando sus vacunas a los pobres y enfermos.
Fue entonces cuando Seavers comenzó a pensar que quizá su tatarabuelo, que jamás había trabajado con embriones vivos, sino con prisioneros cuya vida no valía nada en la Alemania nazi, quizá hubiera sido malinterpretado.
La política, ya fuera la de los nazis o la de la Casa Blanca, no tenía nada que decir a propósito de la ciencia, comprendió Seavers, ni tampoco la religión. Pero las leyes del Gobierno ejercían demasiado peso sobre su empresa de investigación. No tenía a nadie a quien recurrir dentro de la empresa privada, excepto al Complejo Industrial de Seguridad.
Y fue allí, fuera de los muros de Wall Street y del mundo, donde Seavers encontró no solo millones de dólares a su disposición, sino además un refugio al amparo de la «seguridad nacional» para desarrollar el tipo de investigaciones y experimentos, en su mayor parte sobre soldados alistados, que jamás habría podido practicar en el sector privado. En tan solo treinta y seis meses había desarrollado una investigación que, literalmente, le habría llevado décadas y décadas en otras circunstancias. Y el resultado había sido la vacuna SeaGen, su más importante logro.
En ese momento, sin embargo, igual que su tatarabuelo, Seavers se veía reducido a tratar con los estúpidos jefes del Pentágono, que se dedicaban a buscar globos enterrados y batirse en duelo con astro-arqueólogos como Conrad Yeats.
El mundo está loco, se dijo. Y ya es hora de crear uno nuevo.
Seavers oyó abrirse la puerta del baño y vio una nube de vapor salir al entornarse. Luego una larga pierna morena emergió de entre aquella niebla, y una desnuda Brooke Scarborough apareció ante él.
Seavers admiró el cuerpo de Brooke mientras ella se acercaba y se deslizaba debajo de las sábanas junto a él. Hacía semanas que no practicaba el sexo, pero lo ponía enfermo el hecho de tener que compartir a Brooke con Conrad Yeats.
Peor aún, Brooke lo había metido en un gran apuro con la Alineación, que quería verla muerta después de haberle permitido a Yeats encontrar el libro de códigos delante de sus narices y escapar con él. Seavers había intervenido en favor de Brooke, argumentando que la muerte de la hija del senador Scarborough solo iba a servir para hacerlos el blanco de más investigaciones policiales. Más aún, si Conrad tenía alguien a quien recurrir en ese momento, era a Brooke. La Alineación había dado crédito a sus argumentos y Brooke solo se había ganado una reprimenda.
Hasta el momento, sin embargo, Yeats parecía capaz de vivir sin ella. Brooke estaba segura de que Conrad se sentía tan culpable por haber vuelto a contactar con Serena Serghetti, que se escondía de ella tanto como de la Alineación. Y si era así, entonces Yeats era más cobarde de lo que él creía.
—El presidente y Packard me han contado lo del globo —dijo él—. ¿Sabías tú que esas tonterías de la tumba y del libro de códigos eran por lo del globo?
Seavers interpretó el silencio de Brooke como una afirmación. No sabía qué le molestaba más: si el hecho de que la Alineación lo hubiera mantenido apartado del asunto, o que lo hubiera hecho Brooke. Siempre le había molestado que los nuevos miembros de la Alineación se enteraran de todo antes que él, que era su heredero biológico. Sobre todo cuando veía que conocían la identidad real de uno o más de los treinta jefes que dirigían la Alineación, o que conocían todos los nombres y rostros. Pero pronto los conocería él también.
—Quieren que lo encuentre —continuó Seavers.
—¿Tú? —preguntó Brooke, mirándolo con ojos asustados—. ¿Se lo has contado a Osiris?
—Por supuesto, nada ha cambiado. Solo tengo que evitar que el globo llegue a manos del Gobierno o de la Iglesia, solo que es ahora cuando el gobierno federal me ha concedido hombres y material para hacerlo. Mientras tanto, tú tendrás que seguir al tanto de Yeats. Tiene muy poca gente a la que recurrir. Y una de esas personas eres tú. Brooke siguió guardando silencio.
Fue un silencio incómodo, pero a Seavers no le importó cómo se sintiera ella. Al revés, sentía un perverso placer al verla así y al pensar en lo que vendría después.
—Max, sigues tan frío y tan seguro de ti mismo como siempre —dijo ella—, pero solo conoces a Conrad Yeats vagamente, no en persona.
—¿Al contrario que tú, quieres decir? —contestó él con una voz helada.
Brooke estaba aterrada. Seavers lo veía en sus ojos.
—Solo digo que siempre hay que contar cadáveres cada vez que lo persiguen.
Seavers dejó escapar una sonora carcajada. No podía dejar de reír, era realmente divertido.
—Después de esta noche, Brooke, el único cuerpo del que tendrás que preocuparte es del tuyo.