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Cuartel general

Newburgh

Vestido con botas, pantalones de montar y un chaquetón gordo azul de estilo militar, Yeats rodeó el obelisco de setenta y seis metros de alto. Estaba hecho de piedra natural, como el Monumento a Washington, y construido hacía más de cien años por los masones de Newburgh, Nueva York, para conmemorar la más grande y sin embargo, más desconocida victoria militar de Washington.

Porque fue en Newburgh, y no en Yorktown, donde tuvo lugar la última batalla de la Revolución americana. En aquel preciso lugar, los oficiales del ejército le ofrecieron a Washington la oportunidad de convertirse en el primer rey de América. Pero Washington rechazó la corona, a la que consideraba un anatema para la causa de la libertad a la que habían dedicado toda su vida sus hombres y él. Entonces sus oficiales llevaron a cabo el primer y único golpe de Estado de los Estados Unidos.

Washington aplastó el golpe a última hora, apelando a los mejores instintos de sus hombres, con un discurso que luego se conoció con el nombre de «Discurso de Newburgh». Los oficiales, que llegaron incluso a las lágrimas, reafirmaron su apoyo a su comandante en jefe.

Fue el peor momento de la guerra y la más grande victoria de Washington.

O, al menos, eso decían los libros de historia.

El último campamento temporal del Ejército Continental, conocido como el Acantonamiento de New Windsor, se había convertido en un parque estatal que quedaba justo a la salida de la autopista de Nueva York. Allí, actores vestidos con el traje de la época representaban ejercicios militares y mostraban cómo era el día a día para los acampados: una tropa de siete mil hombres, quinientas mujeres y sus niños. Nadie de entre el personal de aquel centro turístico de interés histórico se fijó en el hombre que vagaba solitario por los mil seiscientos acres de terreno y daba vueltas al obelisco conmemorativo.

Excepto, quizá, una persona. Un hombre rubicundo, de mediana edad y vestido de casaca roja, le había dirigido una mirada divertida cuando estaban en el Edmonston House al preguntar Conrad si había listas de las personas que habían visitado a Washington en aquel campamento. No había ninguna lista oficial, pero podía consultar unas cuantas revistas especializadas de la época que habían guardado algunos miembros del ejército. Le llevó horas, pero finalmente Conrad encontró una nota, fechada el 15 de marzo de 1783, en la que se mencionaba que Washington había tenido una visita en su casa de la base, la de Robert Yates, poco antes de dirigirse a las tropas amotinadas.

Sin embargo, no se hablaba de la naturaleza de aquella visita.

Entonces, Conrad había salido y se había inclinado sobre la inscripción del obelisco, preguntándose sobre qué asunto habrían estado tratando su ancestro y George Washington en tan extraordinarias circunstancias.

Conrad encontró lo que buscaba en la inscripción de la placa de granito de la cara sur del obelisco:

Sobre esta tierra fue erigido el «Templo»

o nuevo edificio público por el ejército de la

Revolución 1782-1783. El lugar de nacimiento de la

República.

«El lugar de nacimiento de la República», se repetía Conrad en silencio cuando oyó una voz, desde detrás, decir:

—¡Eh, qué bien te sientan los pantalones de montar!

Conrad se dio la vuelta y vio a Serena vestida con un sombrero blanco, una falda de vuelo blanca y una escotada camisa azul que era incapaz de contener sus encantos naturales.

—No te atrevas a decir una palabra —añadió ella en tono de advertencia—, o te pasarás el resto de tu vida viviendo como un eunuco. Bien, ¿qué hacemos aquí?

Conrad la llevó a una larga cabaña rectangular con una fila de pequeñas ventanas cuadradas muy semejante a una iglesia, pero sin campanario. Serena reconoció el edificio por la guía turística. Se trataba de una réplica exacta, a escala real, del «Templo de la Virtud», un edificio levantado en el acantonamiento original por orden de Washington para servir como capilla para el ejército y como pabellón para la fraternidad de los oficiales francmasones. Un poco más abajo, en el terreno donde se representaban los desfiles, estaba teniendo lugar una demostración de mosquetes y artillería. De vez en cuando se oía el bum de un cañón.

—Imagínate la escena —dijo él—. Los británicos han sido derrotados en Yorktown. Fin de la guerra, final feliz. Pero, al mismo tiempo, las cosas no pintan demasiado bien a principios de 1783. Las negociaciones de paz en París se prolongan cada vez más. El Congreso se planta sobre la cuestión de la paga al ejército, las pensiones y las recompensas en forma de tierras. Los oficiales de alto rango, llevados por el general mayor Horatio Gates, el segundo de a bordo y comandante de este acantonamiento, amenazan con arruinar la causa de la independencia con su amotinamiento.

—Bien, así que Washington se enfrenta a ellos en el Templo de la Virtud con su famoso discurso de Newburgh —continuó Serena, deseando tener los conocimientos enciclopédicos de Conrad y el cardenal Tucci sobre historia americana.

—Solo que su discurso no surte efecto y sus palabras caen en oídos sordos —continuó Conrad—. Así que suspira, y se saca del bolsillo una carta de un miembro del Congreso que quiere leerles. Pero no puede leerla, de modo que rebusca por otro bolsillo y saca un par de gafas nuevas que no se ha puesto nunca en público. Y entonces dice: «Caballeros, me permitirán ustedes que me ponga las gafas porque no solo mi pelo se ha vuelto gris, sino que me he quedado casi ciego en el servicio a mi país».

Hasta ahí Serena conocía la historia por la guía turística.

—Sí, así que, conmovidos hasta las lágrimas por el drama que afecta a su venerado comandante, que, sin embargo, no se queja, deciden votar a favor de reafirmar su lealtad a Washington y al Congreso. La conspiración de Newburgh fracasa. Un mes más tarde se firma el Tratado de París y, tras ocho años, termina la Guerra de la Independencia. Washington renuncia a su cargo y se retira a Mount Vernon. El ejército se disuelve. Todos vuelven a casa. Fin de la historia. ¿Algo más, amigo? Porque esta blusa me pica.

—¿Y si la triste escena de las gafas no hubiera funcionado? —preguntó Conrad—. Si lo piensas bien, resulta difícil de creer. ¿Y si no hubiera sido este el lugar preciso del nacimiento de la República?, ¿y si hubiera sido el lugar de nacimiento del imperio, y a este grupo lo hubieran llamado la Alineación?

—No sé adónde pretendes llegar, Conrad —contestó Serena—. Ni siquiera me has dicho aún cómo se te ocurrió venir a Newburgh.

—Por el número 763 de la lápida de mi padre, ¿recuerdas? El código que tú ibas a descifrar.

Serena captó perfectamente la indirecta.

—Creía que en el código de Tallmadge que utilizaste para descifrar la carta al Observador de Estrellas el número 763 significaba «cuartel general». Washington tuvo muchos cuarteles generales a lo largo de la revolución.

—Pero Tallmadge se inventó el código en 1783, cuando Washington estaba acampado en Newburgh —dijo él, mirando a su alrededor. Serena estaba convencida de que iba a poner el dedo en la llaga—. Es aquí donde se cruzan los caminos de mi familia y Washington, y por eso Robert Yates abandonó la Convención Constitucional de Filadelfia seis años después, y escribió un libro llamado Procedimientos y debates secretos sobre la formación de la Constitución de los Estados Unidos. Aquí ocurrió algo.

Es evidente que allí había ocurrido algo, pensó Serena. De otro modo, jamás habría existido aquel parque estatal y ellos dos no estarían allí, vestidos de tontos.

—Piénsalo, Serena —insistió él—. Washington entregó a los conspiradores de Newburgh todo lo que demandaban. Los soldados consiguieron su paga. Los militares más antiguos procedían de familias de herencia militar pertenecientes a la Sociedad de los Cincinnati. Luego se ratificó la Constitución de los Estados Unidos, que estableció un gobierno fuerte, nacional y militar.

Todo eso era cierto, comprendió Serena.

Por lo que ella había leído, Washington fue el primer presidente general de la Sociedad de los Cincinnati desde 1783 hasta su muerte, en 1799. La Sociedad tomó su nombre del granjero y general romano Cincinnatus que, igual que Washington siglos después, dejó sus tierras para guiar a la República a la guerra. Su noble lema era: «Lo dejó todo para servir a la República». Por lo que sabía Serena, la Sociedad de los Cincinnati se había convertido en una organización de caridad destacada. Ella misma había trabajado con ellos alguna vez. Pero se preguntaba si originalmente había sido algo más. Quizá la Alineación había obligado a Washington a crear una nueva sociedad en la que cobijarse para poder así abandonar a los masones, exactamente igual que en el relato de la Biblia Jesús expulsa al demonio del cuerpo de un hombre y lo lanza a poseer a una piara de cerdos. Para cuando murió Washington en 1799, la Alineación bien podía haber abandonado ya a la Sociedad de los Cincinnati si, tal y como Washington se temía, habían tenido éxito en la penetración a todos los niveles del gobierno federal. Y de ahí la advertencia a los futuros americanos.

—¿Crees que Washington pudo llegar a algún tipo de acuerdo con los militares, acuerdo que ahora se estaría volviendo contra él?

—En cuatro días —dijo Conrad, mirándola con sus intensos y cálidos ojos de color avellana—. Pero no lo sabremos seguro hasta que encontremos lo que sea que enterró bajo el Mall en la capital federal.

Serena se quedó boquiabierta. Él lo sabía.

—¿De qué estás hablando?

—Estamos buscando un globo celeste —dijo él—. Exactamente igual que el del retrato colectivo de Savage. Washington lo enterró para su último espía en la sombra, el Observador de Estrellas, para que lo recobrara al final de los tiempos. Pero por una broma cósmica, parece que yo soy el Observador de Estrellas. Y solo cuando encuentre el globo celeste podré cumplir mi misión.

De pronto, Serena lo comprendió. Conrad no solo sabía qué estaban buscando, sino que además sabía dónde estaba. ¿Cómo era posible?

—¿Sabes dónde está enterrado el globo? —preguntó Serena, estupefacta.

—Tú misma has tenido la respuesta en tus manos durante todo este tiempo. ¿Tienes mi carta de Washington? Creo que he visto algo por ahí —afirmó Conrad en tono de broma.

Se refería al enorme escote de la blusa de Serena. Violenta, ella le dio la espalda, se sacó la carta de la blusa y se la tendió.

—El padre Neal le dijo al obispo Carroll que había visto al esclavo Hércules abandonar el dormitorio de Washington justo antes de su muerte, la noche del 14 de diciembre de 1799 —dijo Conrad, mientras abría el documento y miraba a su alrededor para asegurarse de que nadie los observaba—. Pero la carta está fechada el 18 de septiembre de 1793, ¿lo ves? Ese fue el día en que enterró el globo.

Serena asintió con ansiedad, reprochándose a sí misma el hecho de no haber prestado atención a esa discrepancia de fechas, y preguntó:

—Tiene un significado astrológico, ¿verdad?

—Tanto que Washington lo eligió para poner la piedra angular del Capitolio de los Estados Unidos… sobre la colina que le vendió el hermano del obispo John Carroll, Daniel.

Con ese último dato, todo encajaba a la perfección. Terriblemente.

—El globo está en la piedra angular del Capitolio de los Estados Unidos —dedujo Serena.

—Y yo voy a robarlo —añadió Conrad, asintiendo.

Una hora más tarde, Conrad y Serena se dirigían al sur, alejándose de la zona metropolitana de Nueva York en autos separados. Conrad conducía el Mercedes negro de McConnell y, al mismo tiempo, confeccionaba una lista de las cosas que necesitaría para la operación. Serena iba en su limusina con Benito, quien llamó para asegurarse de que la nueva casa refugio estuviera lista para cuando llegaran.

Mientras ellos se dirigían hacia su rendez-vous en Washington D. C, el hombre vestido de casaca roja estaba sentado en el viejo cuartel general de Horatio Gates en Edmonston House, llamando por teléfono a un número de Virginia mientras observaba la foto de Conrad Yeats que había llegado por fax el día anterior.

—Aquí Vailsgate —dijo—. Tengo que hacerle llegar un mensaje a Osiris.