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Conrad dejó a un lado la bandera que había envuelto el féretro de su padre y, mientras la limusina salía por la puerta principal del cementerio de Arlington, contempló a Serena Serghetti con una rabia que le sorprendió. Era la única mujer a la que había amado en toda su vida, y ella misma le había dicho bien claro en dos ocasiones distintas, separadas por un lapso de tiempo de cuatro años, que él era el único hombre al que había amado jamás. Conrad siempre había considerado un crimen contra la humanidad el hecho de que Dios creara a una criatura tan exquisita como Serena Serghetti para hacerla monja, separándolos así a ambos para toda la eternidad.

Pero ahí estaba ella otra vez, «Su Santidad», la imagen misma de la elegancia, vestida en tonos tierra con una larga chaqueta con cinturón, pantalones escoceses de lana y botas de cuero hasta la rodilla. Lucía un top de cuello alto y, sobre él, una cruz de oro. Llevaba el pelo recogido en una coleta, resaltando los pómulos prominentes, la nariz respingona y la barbilla afilada. Igual podía venir de un partido de polo que del Vaticano, donde era considerada la mejor lingüista y experta en criptografía.

Como siempre, era asunto suyo lanzar la primera piedra con la esperanza de ver una arruga en aquel rostro liso y en perfecta calma.

—Ah, así que por fin has dejado tus costumbres medievales —comentó él—. Has recuperado el sentido común y has abandonado esa maldita Iglesia.

Ella le dirigió una de sus miradas burlonas típicas, levantando una ceja y sonriendo socarronamente, pero sus ojos castaños, tan dulces como siempre, confesaban que lo habría hecho si hubiera podido. Luego examinó con aprobación el nuevo corte de pelo de él, su chaqueta oscura, su camisa blanca y sus pantalones kaki.

—Te has puesto muy elegante para ser un arqueólogo, Conrad. Quizá incluso algún día descubras las maquinillas de afeitar —comentó ella, alzando una mano para acariciar su barba incipiente—. He venido por tu padre.

Conrad sintió aquellos cálidos dedos permanecer unos segundos sobre su piel.

—¿Para asegurarte de que está realmente muerto?

—Estaba contigo en la Antártida cuando él desapareció de la faz de la tierra, ¿recuerdas? —dijo ella, apartando la mano—. Aunque sigue siendo un misterio para mí cómo es que encontraron su cuerpo.

—Y para mí —aseguró Conrad—. Quizá sea él el que nos sigue.

Conrad miró por la ventanilla del auto, consciente de que Serena dirigiría la vista en la misma dirección. Les seguía un Ford Expedition negro con matrícula del Gobierno. A juzgar por la bienvenida que le habían preparado en el funeral de su padre, era evidente que Packard pensaba que él sabía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Y, obviamente, Packard quería que Conrad lo supiera.

—Tácticas del Departamento de Defensa —comentó Conrad—. Nos vigilan.

—Y nosotros a ellos —dijo Serena, imperturbable—. Y Dios nos vigila a todos. Tranquilo, el auto está protegido contra escuchas. No saben con quién estás hablando. Cuando investiguen la matrícula, solo descubrirán una factura de alquiler a tu nombre.

—Me dejas impresionado: tomarte tantas molestias solo para verme…

—No ha sido por eso —contestó Serena, que dejó de mirar por la ventanilla para dirigir la vista hacia él con una expresión indiferente—. He venido para ayudarte a descifrar la advertencia que figura en la tumba de tu padre.

—¿Advertencia? —repitió él—. ¿Has venido a advertirme acerca de la advertencia de mi padre?

—Exacto.

Conrad sospechó que Serena tenía además otros propósitos pero, a pesar de todo, no pudo ocultar su desilusión y, una vez más, su ira.

—No sé cómo se me ha ocurrido pensar que podías haber venido para presentar tus respetos a mi padre y ofrecerme tu consuelo por mi pérdida.

—Yo no creo en las lamentaciones por aquellos a los que puede que vayamos a seguir de cerca.

Conrad se reclinó en el asiento, se cruzó de brazos y preguntó:

—Entonces, ¿nuestras vidas están en peligro?

—Desde que estuvimos en la Antártida.

—¿Y decides contarme eso ahora?, ¿cuánto hace?, ¿cuatro años?, ¿después de salir corriendo a los seguros confines de la Iglesia?

—Era el único modo de reunir los recursos que necesitaba para protegerte.

—¿Protegerme? ¡Es de ti de quien necesito protegerme! —exclamó Conrad, desviando la vista por la ventanilla. El todoterreno estaba haciendo un trabajo de lo más chapucero, tratando de permanecer invisible tres autos más atrás—. El secretario del Departamento de Defensa de los Estados Unidos me va a agarrar por los huevos como descubra que estoy hablando contigo.

—No, mientras no me des lo que él está buscando.

—¿Y qué es? —preguntó Conrad, suspirando.

Serena se desabrochó la chaqueta y deslizó una mano por dentro del top. Conrad arqueó una ceja mientras ella sacaba una llave, se inclinaba sobre el maletín de fina piel que había en el suelo y lo abría.

—Atento, Conrad —dijo Serena mientras sacaba una carpeta y se la tendía—. ¿Has visto esto?

Conrad encendió la lámpara del techo para ver mejor. Nada más abrir la carpeta, Conrad vio cuatro fotos, una de cada una de las caras del obelisco de su padre.

—Eres rápida Serena, eso tengo que reconocerlo.

En la cara norte había un epitafio, en la este unos símbolos astronómicos, en la oeste cinco series numéricas y, finalmente, en la cara sur, que correspondía a la espalda del obelisco, el número 763, que Conrad ni siquiera había visto.

—¿Cómo has conseguido esto? Yo acabo de ver la tumba por primera vez.

—Max Seavers y dos oficiales más de Seguridad me las enseñaron en Nueva York hace dos días —contestó Serena—. Hay sesión en las Naciones Unidas, así que he venido a los Estados Unidos por un par de semanas. Me arrinconaron al salir de la Asamblea General, me llevaron al despacho del embajador de los Estados Unidos y me informaron.

Conrad reflexionó entonces acerca de su conversación con Packard y Seavers después de la ceremonia, pocos minutos antes. Aparentemente no tenían problemas para hablar con Serena, pero sí con él. ¿Por qué?

—Tú tienes inmunidad diplomática, y los despachos de las Naciones Unidas son territorio neutral —dijo Conrad—. No necesitabas marcharte.

—No podía decirle que no a Max.

—Ah, así que para ti es Max, ¿eh?

—Antes de invertir su fortuna en una empresa que no era sino un callejón sin salida y de sustituir a tu padre en la DARPA, Max Seavers donó millones de dólares en vacunas para ayudarme en mis esfuerzos a favor de África y Asia, además de donar dos mil millones de dólares a las Naciones Unidas.

Conrad miró a Serena y se preguntó si de verdad creían Seavers y Packard que iba a contarle secretos acerca de la seguridad nacional a una monja. ¿O acaso lo que los preocupaba era que ella le contara a él cosas que no querían que Conrad supiera?

—Y entonces, ¿por qué «San Max» te enseñó estas fotos, y qué le dijiste tú?

—Me dijo que el Departamento de Defensa había recuperado el cuerpo de tu padre en la Antártida, lo cual, como puedes imaginarte, fue una gran sorpresa para mí. Y luego me dijo que una vez que arreglaron los preparativos para el entierro en Arlington, los diseños de la lápida que había dejado encargados tu padre en el cementerio habían levantado ciertas sospechas. Y desde luego las mías también.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque tu padre decidió hacerse una lápida idéntica al Cetro de Osiris que encontramos en la Antártida y grabar encima pistas que sabía que solo tú y yo juntos podríamos seguir —explicó Serena—. El único problema es que dejó hecho su encargo en Arlington antes del descubrimiento de la Antártida.

Viajaban por el puente del Memorial Bridge, y Conrad pudo ver el Monumento a Lincoln, el Monumento a Washington y el edificio del Capitolio de los Estados Unidos alineados ante ellos, formando un eje, con la Casa Blanca al norte y el Monumento a Jefferson al sur, formando un segundo eje. Aquello parecía la ciudad ideal bajo el cielo tormentoso, trazada como una gigante cruz de mármol blanco sobre los trozos de césped verde y los reflectantes estanques del National Mall.

Conrad le tendió la carpeta y añadió:

—Buen trabajo. Así que, evidentemente, mi padre sabía qué buscar en la Antártida. Pero, por lo poco que sé yo, probablemente tú también. Bueno, ¿y qué hay de nuevo?

—La lápida de tu padre, Conrad. Él quería que los dos lo descubriéramos juntos.

—¿Juntos?

—¿Por qué, si no, iba a dejar las pistas en un obelisco que solo tú y yo podemos descifrar? Ya has visto esos símbolos astrológicos. Son señales celestiales. Tienen su contrapartida en la tierra, como tú bien sabes. Es un mapa estelar que debe llevarnos a una señal concreta.

—¿Y eso se lo dijiste a Seavers?

—Por supuesto que no, Conrad. Le dije que no tenía ni idea, que solo tú podías descifrarlo.

Conrad sonrió.

—Eso es lo que acabo de decirle yo ahora mismo en Arlington, solo que refiriéndome a ti.

Serena no le devolvió la sonrisa.

—Quería que le contara si habías tratado de ponerte en contacto conmigo —añadió ella—. Y que le contara también lo que tú me dijeras y lo que descubramos juntos.

—Gracias por el aviso Serena —contestó Conrad, que sentía volver de nuevo la ira que había tratado de reprimir—, pero ¿qué se supone que vamos a encontrar juntos al final de esa estela del tesoro?, ¿el tesoro perdido de los caballeros templarios?, ¿un siniestro secreto que podría destruir la República? ¿O es que quizá se te ha olvidado que, aparte de algún documental ocasional para el Discovery Channel, ahora me gano la vida como consejero técnico de Hollywood para el cine fantástico? Y eso gracias a que ya nadie quiere prestar fondos para ninguna excavación real en la intervenga yo. Tú te aseguraste de que así fuera cuando mantuviste la boca cerrada después de lo de la Antártida, destruyendo la poca reputación que me quedaba como arqueólogo. Así que Serena, ¿qué es lo que crees que mi padre quería que encontráramos juntos?

Serena escuchó aquella salida de tono con calma. Había absorbido toda su furia como una palmera plantada firmemente en la arena de una isla cualquiera de sur del Pacífico, inclinándose graciosamente al soplo de los monzones para después erguirse más alto aún.

—No lo sé, pero es evidente que se trata de algo lo suficientemente importante como para que el Pentágono lo investigue. Algo que ni siquiera mis superiores en Roma quieren revelarme.

—¡Oh, me dan escalofríos! —se burló Conrad, aunque en el fondo se había sentido secretamente enganchado nada más ver el obelisco—. Así que el nuevo papa no te tiene tanto cariño como el anterior, ¿eh? Pero si pudieras aunque solo fuera contarle a su santidad el significado de alguna cifra críptica inscrita en la lápida de un general americano muerto, entonces la Iglesia sabría lo que vamos a encontrar al final de esa estela del tesoro celestial, y tú volverías a ser la «Madre Tierra» otra vez, ¿no?

Serena frunció el ceño y permaneció en silencio. Obviamente no le había gustado su ironía.

—Quiero hacer un trato contigo, Conrad. Tú descifras el significado de esos signos astrológicos y esas series numéricas, y yo te ayudo a descifrar el significado del número 763.

—¿O?

—O Max Seavers y el Pentágono se nos adelantarán y descubrirán antes que nosotros el secreto que tu padre dejó atrás —explicó Serena—, y entonces ya no tendrán ninguna razón para necesitarte… ni a ti, ni a la República.

—¿A la República? —repitió Conrad, incrédulo—. ¿Qué te hace pensar que esto tiene algo que ver con nuestra patética excusa de la República?

—Bien —dijo ella—, entonces al menos déjame que te ayude a salvar tu patética excusa para vivir. Parece que eso es lo único que te importa últimamente. —Serena le tendió una tarjeta en blanco por las dos caras excepto por unos dígitos—. Es mi teléfono personal, Conrad.

Conrad se quedó un momento mirando la tarjeta. No sabía qué lo entusiasmaba más, si las cifras secretas en la lápida de su padre o conseguir el número de teléfono personal de Serena Serghetti después de tantos años.

—Llámame si averiguas algo —añadió ella.

Conrad se dio cuenta entonces de que la limusina se había detenido. Tomó la tarjeta que ella le tendía y miró por la ventanilla del auto. Habían parqueado delante de la casa de Brooke, en el 3040 de la calle Norte. Serena sabía dónde vivía.

—Lástima que la señorita Scarborough no pudiera ir al funeral a ofrecerte personalmente sus condolencias —dijo Serena.

Y también sabía lo de Brooke. Así que, probablemente, la muy condenada lo sabía todo.

—Solo porque tú hayas decidido ser monja eso no significa que yo deba vivir como un monje —soltó Conrad que, acto seguido, salió de la limusina a la calle lluviosa, molesto consigo mismo por sentir la necesidad de justificarse ante ella y más molesto aún por el hecho de que la opinión de Serena le importara tanto.

—Lo siento, Conrad —dijo ella bajando la ventanilla del auto, con una única gota de lluvia resbalando por su rostro como si se tratara de una lágrima—. Dios me llamó. Y ahora te ha llamado a ti.

Serena cerró la ventanilla y le hizo una seña al chofer.

Conrad observó la limusina marcharse, consciente todo el tiempo del todoterreno que, lentamente, dio la vuelta a la esquina y estacionó al otro lado de la calle. Sus lunas tintadas eran demasiado oscuras como para permitirle ver quién había dentro.