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Edificio del Capitolio de los Estados Unidos

Washington D. C.

Max Seavers estaba sentado ante los líderes congresistas, oficiales de la CIA y personal del Departamento de Salud y Servicios Humanos en una sala secreta del Capitolio. Tres años atrás, como director y gerente de los laboratorios SeaGen, había advertido a ese mismo grupo de personas que una pandemia de gripe aviaria podría algún día llegar a matar a millones de americanos. Aquella mañana, al salir de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa, había vuelto a reunirse con ellos para decirles que ese día había llegado.

—Esta diapositiva fue tomada ayer en un pueblo al nordeste de la provincia china de Liaoning —dijo Max, cerrando su informe confidencial con el sello de «alto secreto» estampado en la parte inferior.

La diapositiva mostraba a los agentes de salud chinos, vestidos con trajes especiales, quemando los cuerpos de hombres, mujeres y niños a las puertas de una granja de gallinas.

—Como pueden comprender, nuestra agencia de inteligencia tiene serias dudas acerca de la información que los chinos están dispuestos a revelar sobre la gripe aviaria a su propia población. No quieren que nada enturbie la celebración de los Juegos Olímpicos del mes que viene. Y ya nos han advertido de que cualquier intento por nuestra parte de hacer públicos nuestros temores será interpretado como un acto político deliberado, dirigido a minar las relaciones internacionales y a boicotear los Juegos. Por desgracia, para entonces será ya demasiado tarde. Más aún, los Juegos mismos, a los que asistirán personas de todo el mundo, serán la plataforma definitiva de lanzamiento de una pandemia global cuando todas esas personas vuelvan a casa.

Seavers pasó a la siguiente diapositiva. Estaba hecha en blanco y negro, y tenía mucho grano.

—La pandemia de gripe española de 1918, que fue una forma de gripe aviaria, mató a quince millones de personas. La nueva mutación H5N1 es hoy en día mucho más peligrosa, porque afecta a los adultos en la flor de la vida y mata a más de la mitad de las personas a las que infecta. Nadie en el mundo es inmune a ella, los seis billones de personas del planeta están en situación de riesgo.

El senador Joseph Scarborough, el director del Comité, se puso colorado de ira. Alzó la vista por encima de sus gafas y dirigió la mirada al hombre que había sentado junto a Seavers, un funcionario del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, preguntando en tono exigente:

—¿Y qué diablos va a hacer el CDC con relación a esto?

—La caótica realidad es que una persona puede pasarse un día entero esparciendo la enfermedad antes de mostrar ningún síntoma —dijo el funcionario sencillamente, poniendo de manifiesto que la respuesta exacta era «nada»—. Así que, aunque cerráramos las fronteras a una supuesta explosión de la enfermedad en los Juegos de Beijing, aun así no estaríamos seguros de que no se está incubando aquí. Si surgiera un brote en el territorio americano, lo mejor que podríamos hacer sería limitar los vuelos internacionales, obligar a guardar cuarentena a los viajeros expuestos al virus y restringir los movimientos por el país. Eso ralentizaría la expansión del virus y nos daría tiempo para distribuir nuestras reservas de vacunas de SeaGen, con lo que disminuiría el caos económico y social.

El senador fijó su mirada entonces en Seavers.

—Creía que la vacuna de SeaGen no estaba diseñada para luchar contra esta nueva cepa.

—Al contrario, nosotros siempre hemos sabido que algún día el virus más extendido sería el del contagio de humano a humano. Sin embargo, los avances preparatorios son siempre poco efectivos, porque una vacuna desarrollada para luchar contra la cepa de hoy puede resultar inútil contra la mutación de mañana. Por eso, la vacuna inteligente de SeaGen soluciona ese problema con su habilidad para «apelar» a unos ciertos genes y no a otros, modulando de ese modo el sistema inmune para combatir el virus, cualquiera que sea la mutación que este asuma.

—¿Y cómo exactamente «apela» su vacuna al sistema inmune de una persona?

—A través de un microbiobot contenido en la vacuna y que recibe instrucciones vía señales wi-fi.

—¿Quiere decir desde fuera del cuerpo?

—Sí, señor.

—¿Y si alguien no tiene el virus, doctor Seavers?, ¿podrían las señales desde el exterior ordenar a ese biobot que no apele a determinados genes?

—Teóricamente sí, supongo, pero las posibilidades de…

—¡Dios mío, Seavers! ¡Otra vez! Cogen el dinero federal y desarrollan una vacuna para salvar vidas, solo que, en lugar de salvarlas, las utiliza como blanco. Y ahora quieres ponérsela a toda América.

—Aún no —dijo Seavers—. El primer paso consiste en vacunar a los primeros que muestren síntomas. En el caso de una pandemia, para mantener funcionando la infraestructura básica de un país se estima que es necesario vacunar a un diez por ciento de la población, incluyendo a todos los médicos, enfermeras, policía y otro personal de emergencia nada más identificar el virus y disponer de la primera tanda de vacunas.

—¿Y eso es todo?

—Bueno, a mí me gustaría también poner la vacuna al personal armado y a todos los cargos políticos electos, ya que una pandemia puede interrumpir el gobierno de una nación e inutilizar la Vigesimosexta Enmienda. En caso necesario, actuaríamos exponencialmente hasta abarcar a la población general una vez que el virus aterrizara en los Estados Unidos.

Max Seavers y Joseph Scarborough se miraron. El silencio pesaba en la sala. Bajo aquella tensión subyacía la complejidad de una relación simbiótica en la que Scarborough manejaba los hilos del dinero destinados al Pentágono mientras que las empresas proveedoras del Pentágono se comprometían a financiar la campaña de reelección de Scarborough y su estilo de vida. A menudo, a Seavers le costaba distinguir cuándo Scarborough se escandalizaba realmente o cuando solo lo fingía para guardar las apariencias.

—Cuando estaba en los Boy Scout, mi lema era «estar siempre preparado» —comenzó a relatar el senador. Seavers intuyó que estaba a punto de conseguir lo que había ido a buscar aquel día al Capitolio—. Como senador, ese lema aún sigue siendo cierto…

La BlackBerry de Seavers, en modo silencio, vibró.

Max bajó la vista hacia la pantalla del teléfono. Se trataba de una alarma oficial de la Policía del Capitolio. El texto decía:

10:45 a.m.: Asunto: se ha producido una emergencia en el edificio del Capitolio - Evacuación del complejo. Importancia: extrema.

Seavers vio teléfonos vibrando por toda la sala, saltando encima de la mesa. Casi simultáneamente, las puertas de la sala se abrieron y los agentes de la Policía del Capitolio entraron a toda prisa, dirigiendo a la gente hacia la salida.

Max miró a Scarborough. El senador, que odiaba que lo interrumpieran, se puso en pie con un gesto de mal humor y abandonó la sala.

Mientras Seavers y los demás asistentes eran guiados a toda prisa por el pasillo detrás de los senadores, Max vio llegar a los equipos del Departamento de Materiales Peligrosos, vestidos con trajes especiales. Entonces desplegó el mensaje completo en la BlackBerry para conocer los detalles:

Este es un mensaje de la Policía del Capitolio. Si está en el edificio del Capitolio, entonces debe evacuarlo inmediatamente. Los sensores químicos han detectado la amenaza de una biotoxina. Los equipos del Departamento de Materiales Peligrosos ya están alertados.

Si tiene equipos portátiles u objetos personales cerca, sáquelos. Cierre las puertas al salir, pero sin llave. Mantenga la calma. Espere nuevas instrucciones fuera. No permanezca en el edificio.

Seavers oyó un fuerte gemido y un golpe, y miró hacia arriba. Estaban cerrando el sistema de ventilación para prevenir que la biotoxina se extendiera.

Entonces se desprendió la chapa multisensora de su solapa. Aquella chapa, desarrollada por un grupo antibioterrorista de la DARPA, podía detectar la presencia de biotoxinas en la atmósfera en tiempo real. Por eso la DARPA era capaz de comprimir docenas de procedimientos fototermales microespectroscópicos en un sencillo microchip, incluyendo la concentración electrocinética de biopartículas. Duradera y ligera, aquella chapa no necesitaba de ninguna fuente de alimentación externa, y se convertía en un verdadero «laboratorio de bolsillo» en cuanto se producía una indicación visual de la presencia de algún agente contaminante.

Solo que, a juzgar por aquel sensor, no había ningún contaminante.

Fuera, en medio de la pradera de césped situada al este del Capitolio, el senador Scarborough lo estaba esperando con el rostro colorado e hinchado de ira.

—Será mejor que esta maldita alarma no sea una broma suya para convencernos de seguir adelante con su programa, Seavers —advirtió Scarborough.

—En absoluto, señor senador —respondió Seavers con vehemencia. Era millonario y por eso detestaba tener que pedir fondos federales o la aprobación de la agencia, sobre todo a los políticos. Eran aún peores que sus inversores privados—. Es más, creo que no hay nada de qué preocuparse.

—¿Y por qué diablos no va a haber nada?

—Eso dice mi sensor —contestó Seavers, tendiéndole al senador el biodetector.

Scarborough giró la chapa en sus manos y miró a Seavers con el más leve gesto de respeto.

—Quizá yo debiera tener uno de estos, ¿no?

—Desde luego, eso creo yo. Todos los senadores deberían tener uno, además de ponerse la vacuna de SeaGen.

Scarborough musitó algo acerca de ondear la bandera blanca y se marchó en dirección a un grupo de sus empleados que lo esperaban junto a la línea policial.

Seavers miró su chapa detectora una vez más. No había nada, absolutamente nada en el aire que pudiera ser mortal, ni siquiera en pequeñas cantidades.

Volvió la vista hacia el edificio. En Washington D. C. eran frecuentes las falsas alarmas. Pero al dirigirse por el césped hacia la entrada este del Capitolio intuyó que algo andaba mal. Tras las líneas policiales, filas de furgonetas nuevas abarrotaban la calle. Podía oír a los periodistas hablar y hablar hasta quedarse sin aliento, aunque no había nada de qué informar de momento. Todo el mundo vagaba por allí, hablando y observando a los equipos del Departamento de Materiales Peligrosos entrar en el edificio mientras la gente salía: senadores, empleados y Serena Serghetti.

Entonces fue cuando sonó la alarma en su cabeza, una alarma que jamás se disparaba falsamente. ¿Qué estaba haciendo ella allí?

La respuesta surgió en su mente de inmediato: Conrad Yeats.