Abby avanzó penosamente por el agua. Chilló, suplicando a Mariska que dejara en libertad a la hija de Zedd. La mujer le hizo tan poco caso a la joven como le había hecho a Zedd.

—¡La última oportunidad! —gritó Mariska.

—Ya la has oído —rezongó Anargo desde el otro lado del agua—. Ríndete ahora o ella morirá.

—¡Sabes que no puedo anteponer mis sentimientos a la vida de mi gente! —replicó Zedd—. ¡Esto es entre nosotros, Anargo! ¡Déjales ir a todos!

La risa de Anargo resonó por todo el río.

—¡Eres un idiota, Zorander! ¡Tuviste tu elección! —Su semblante adquirió una expresión colérica—. ¡Mátala! —aulló a Mariska.

Con los puños a los costados, Zedd profirió un alarido. El sonido pareció escindir la mañana con su furia.

Mariska alzó por los cabellos a la niña, que no dejaba de chillar aterrorizada. Abby lanzó un grito ahogado de incredulidad mientras la mujer le cercenaba la garganta a la pequeña.

La niña se debatió violentamente. La sangre cayó a chorros sobre los dedos sarmentosos de Mariska mientras ésta pasaba brutalmente la hoja del cuchillo de un lado a otro como si fuera una sierra. La mujer dio un último y potente tirón al cuchillo. El cuerpo empapado en sangre cayó al suelo en un ovillo inerte. Abby sintió unas crecientes ganas de vomitar. La tierra fangosa de la orilla del río se tornó de un rojo aguado.

Mariska sostuvo la cabeza cortada en alto con un aullido victorioso. Hilos de carne y sangre oscilaban bajo ella. La boca permanecía abierta en un flácido grito silencioso.

Abby rodeó las piernas de Zedd con los brazos.

—¡Queridos espíritus, lo siento! ¡Oh, Zedd, perdóname!

Gimió angustiada, incapaz de serenarse tras ser testigo de algo tan espeluznante.

—Y ahora, pequeña —preguntó Zedd con una voz ronca por encima de su cabeza—, ¿qué te gustaría que hiciera? ¿Querrías que les dejara ganar, para salvar a tu hija de lo que le han hecho a la mía? Dime, pequeña, ¿qué debería hacer?

Abby no podía suplicar por la vida de su familia a costa de dejar que gentes como aquéllas recorrieran sin control su país arrasándolo todo. Su corazón, horrorizado, no podía permitirlo. ¿Cómo podía sacrificar las vidas y la paz de todas las demás personas sólo para que sus seres amados vivieran?

No sería mejor que Mariska al matar a niños inocentes.

—¡Mátalos a todos! —chilló a voz en cuello al mago, y alargó el brazo, señalando a Mariska y al odioso mago Anargo—. ¡Mata a esos cabrones! ¡Mátalos a todos!

Como si obedecieran su orden, los brazos de Zedd se alzaron veloces hacia el cielo. El retumbo de otro trueno restalló en la mañana. La masa fundida que el Primer Mago tenía delante se sumergió en el agua y el suelo tembló con una violenta sacudida. Un enorme géiser de agua salió disparado al aire, y el mismo aire se estremeció. El más espantoso de los estampidos removió las aguas convirtiéndolas en espuma.

Abby, acuclillada, con el agua hasta la cintura, se sentía aterida no tan sólo debido al frío, sino porque sabía con certeza que la habían abandonado los buenos espíritus que siempre había pensado que velarían por ella. Zedd giró y le agarró el brazo, tirando de ella hacia arriba para colocarla sobre la roca con él.

Era otro mundo.

Las formas que los rodeaban la llamaban también a ella. Alargaban las manos, salvando la distancia entre la vida y la muerte. Un dolor punzante, un júbilo aterrador, una paz profunda, se extendieron a través de ella ante el contacto de aquellas figuras. Una luz ascendió por su cuerpo, llenándola igual que el aire le llenaba los pulmones, y estalló en cascadas de chispas en su imaginación. El compacto alarido de la magia era ensordecedor.

Una luz verde surcó el agua. En el otro lado del río, Anargo había sido arrojado al suelo. La roca sobre la que había estado de pie estaba hecha añicos, convertida en esquirlas afiladas como cuchillas. Los soldados gritaban de miedo mientras remolinos de humo y chispas de luz danzaban en el aire por todas partes.

—¡Huid! —chilló Mariska a voz en cuello—. ¡Mientras tenéis la posibilidad de hacerlo! ¡Huid para salvar vuestras vidas! —Ella corría ya en dirección a las colinas—. ¡Dejad a los prisioneros para que mueran! ¡Salvaos vosotros! ¡Huid!

El estado de ánimo en el otro lado del río se galvanizó en una única determinación. Los d’haranianos soltaron sus armas. Arrojaron a un lado las cuerdas y cadenas que sujetaban a los prisioneros, dieron media vuelta y huyeron. En un instante, todo un ejército que un momento antes había estado allí, implacablemente decidido a enfrentarse a ellos, salía huyendo como poseído por un único pavor.

Por el rabillo del ojo, Abby vio a la Madre Confesora y a la hechicera pugnando por correr dentro del agua. Aunque el agua apenas les llegaba más arriba de las rodillas, ésta les impedía avanzar en su precipitada carrera tanto como lo haría el lodo.

Abby lo observaba todo como en un sueño. Flotaba en la luz que la envolvía. Dolor y éxtasis eran una sola cosa en su interior. Luz y oscuridad, sonido y silencio, júbilo y pena, todo era uno, todo y nada, juntos en un caldero de magia aullante y colérica.

En el otro lado del río, el ejército d’haraniano se había esfumado en el interior del bosque. Nubes de polvo ascendían por encima de los árboles, señalando la huida de hombres a caballo, en carros y a pie, mientras en el margen del río, la Madre Confesora y la hechicera empujaban a la gente al agua, gritándoles órdenes, aunque Abby no oía las palabras, tan absorta estaba en los extraños gorjeos armoniosos que descomponían sus pensamientos en visiones de colores danzarines que se sobreponían a lo que sus ojos intentaban decirle.

Pensó brevemente que sin duda se moría. Pensó brevemente que no importaba. Y entonces su mente volvió a nadar en el frío color y la luz ardiente, en el tamborileo de la música de la magia y de mundos engranándose. El abrazo del mago le hacía sentir como si volviera a estar en los brazos de su madre. A lo mejor así era.

Abby fue consciente de que la gente alcanzaba la orilla de la Tierra Central y corría por delante de la Madre Confesora y la hechicera. Todos desaparecieron entre los juncos y a continuación Abby los vio a lo lejos, más allá de los altos pastos, corriendo colina arriba, lejos de la sublime magia que escupía el río.

El mundo retumbó a su alrededor. Un violento golpe subterráneo le provocó un dolor agudo en el pecho. Un quejido, como de acero haciéndose trizas, rasgó el aire matutino. Por todas partes el agua danzaba y temblaba.

Nubes de vapor ardiente daban la sensación de que escaldarían las piernas de Abby. El aire se tornó blanco debido al vapor. El ruido le lastimaba los oídos hasta tal punto que cerró los ojos con fuerza, pero veía lo mismo con los ojos cerrados que con los ojos abiertos: figuras imprecisas arremolinándose a través del aire de color verde. Su mente parecía estar enloqueciendo, nada tenía sentido. Una furia verde rasgaba su cuerpo y su alma.

Abby sintió dolor, como si algo en su interior se partiera en dos. Lanzó una exclamación ahogada y abrió los ojos. Una horrenda barrera de fuego verde se apartaba de ellos, yendo hacia el otro lado del río. Chorros de agua salieron disparados hacia lo alto, igual que una tormenta eléctrica invertida, y se entrelazaron relámpagos por encima de la superficie del río.

Cuando la conflagración alcanzó la orilla opuesta, el terreno bajo ella se desgarró. Haces de luz de color violeta surgieron como flechas de los desgarrones abiertos en la tierra, igual que sangre procedente de otro reino.

Lo peor de todo eran los alaridos. Alaridos de los muertos, Abby estaba segura. Parecía como si su propia alma gimiera en solidaridad con el intenso dolor de los gritos que inundaban el aire. Desde la verde barrera de reluciente fuego que retrocedía, las figuras se retorcían y giraban, llamando, suplicando, intentando escapar del mundo de los muertos.

Comprendió entonces que eso era la barrera de fuego verde: la muerte, que había cobrado vida.

El mago había abierto una brecha en el límite entre los mundos.

Abby no tenía ni idea de cuánto tiempo transcurría; en las garras de la extraña luz en la que nadaba no parecía existir tiempo, como tampoco existía nada sólido. No había nada familiar en ninguna de aquellas sensaciones, todas escapaban a su comprensión.

Tuvo la impresión de que la barrera de fuego verde había detenido su avance en los árboles de la ladera distante. Los árboles sobre los que había pasado, y aquellos que podía ver abrazados por la reluciente cortina, estaban ennegrecidos y resecos por el contacto con la misma muerte. Incluso la hierba sobre la que había pasado la tétrica presencia parecía haber sido calcinada por un potente sol de verano hasta quedar negra y crujiente.

Mientras Abby la contemplaba, la barrera fue perdiendo brillo. Conforme la miraba fijamente, ésta pareció fluctuar dentro y fuera de su visión, a veces era una trémula incandescencia verde, igual que cristal fundido, y a veces tan sólo una pálida insinuación, como una niebla que acabara de pasar.

Iba extendiéndose a cada lado, una cortina de muerte que hacía estragos en el mundo de la vida.

Abby se percató de que volvía a oír el río, los agradables y corrientes sonidos de agua que chapotea, que lame la orilla, que borbotea, que había oído toda su vida, pero en los que no había reparado la mayor parte del tiempo.

Zedd descendió de la roca de un salto y le cogió la mano para ayudarla a bajar. Abby aferró su mano para sostenerse en medio de las vertiginosas sensaciones que se deslizaban por su cabeza.

El mago chasqueó los dedos, y la roca sobre la que acababan de estar pegó un salto en el aire, provocando que la joven lanzara una exclamación asustada. En un instante, tan breve que dudó que lo hubiera visto, Zedd atrapó la roca. Se había convertido en una piedra pequeña, más pequeña que un huevo. El mago le guiñó un ojo a la joven mientras deslizaba la piedra al interior de un bolsillo. Abby consideró el guiño como la cosa más rara que podía imaginar, más rara incluso que el peñasco, ahora una piedra en el bolsillo de su compañero.

En la orilla del río, la Madre Confesora y la hechicera aguardaban. Cuando Abby llegó junto a ellas, la cogieron por los brazos, ayudándola a salir del agua primero a ella, y luego a Zedd.

La hechicera mostraba una expresión torva.

—Zedd, ¿por qué no se mueve?

A Abby le sonó más a acusación que a pregunta. En cualquier caso, Zedd hizo caso omiso.

—Zedd —dijo Abby con un trasfondo de dolor en la voz—. Lo siento tanto… Es culpa mía. No debería haberla dejado sola. Debería haberme quedado. Lo siento tanto…

El mago, dando la impresión de que apenas oía sus palabras, contemplaba la barrera de muerte del otro lado del río. Engarfió los dedos y los alzó por delante del pecho, pareciendo invocar alguna clase de resolución en su fuero interno. Con los dientes apretados, su rostro adoptó un semblante sombrío de concentración total.

Con un repentino ruido sordo en el aire, surgió fuego entre sus manos, y él lo alargó al frente, tal y como sostendría una ofrenda. Abby, junto con las otras dos mujeres, alzó un brazo para protegerse el rostro del calor.

Zedd alzó la turbulenta esfera de fuego líquido y ésta creció entre sus manos, brincando y girando, rugiendo y siseando enfurecida.

Las tres mujeres retrocedieron, tambaleantes, para apartarse de la ira incandescente. Abby había oído hablar de aquella clase de fuego. En una ocasión había oído a su madre nombrarlo en voz muy baja: fuego de mago. Incluso entonces, sin verlo ni saber qué aspecto tenía, la imagen que aquellas palabras musitadas habían creado en su mente, mientras su madre lo contaba, había provocado escalofríos a la muchacha. El fuego de mago era el flagelo de la vida, invocado para hostigar a un enemigo. Lo que veía no podía ser otra cosa.

—Por matar a mi amor, a mi Erilyn, la madre de nuestra hija, y a todos los otros seres inocentes a los que amaban personas inocentes —musitó Zedd—, yo te envío, Panis Rahl, la ofrenda de la muerte.

El mago extendió los brazos a los lados. El líquido fuego, azul y amarillo, cumpliendo las órdenes de su amo, rodó al frente, adquiriendo velocidad para alejarse con un rugido en dirección a D’Hara. Al cruzar el río, creció como un estallido de relámpagos enfurecidos, gimiendo con furia iracunda, reflejándose en trémulos puntos de luz del agua en forma de miles de chispas relucientes.

El fuego de mago pasó como una exhalación al otro lado de la creciente barrera verde, rozando apenas el borde superior. Al hacer contacto, estallaron unas llamaradas verdes, algunas de las cuales se desprendieron, atrapadas en la estela del fuego de mago, al que siguieron igual que el humo tras una llama. La letal mezcla salió aullando en dirección a la línea del horizonte. Todo el mundo permaneció como petrificado, observando, hasta que todo rastro de ello hubo desaparecido en la distancia.

Cuando Zedd, pálido y agotado, se volvió hacia ellas, Abby se aferró a su túnica.

—Zedd, lo lamento tanto. No debería…

Él posó los dedos sobre los labios de la joven para acallarla.

—Hay alguien esperándote.

Ladeó la cabeza y ella se dio la vuelta. Allí detrás, junto a los juncos, estaba Philip sujetando la mano de Jana. Abby lanzó un grito ahogado a la vez que se estremecía, presa de un aturdido júbilo. Philip le dedicó su familiar sonrisa de oreja a oreja. A pocos pasos, el padre de Abby sonrió y asintió para indicarle su aprobación.

La joven corrió hacia ellos con los brazos extendidos. Jana arrugó el semblante y retrocedió, pegándose a su padre. Abby cayó de rodillas ante su hija.

—Es mamá —dijo Philip a Jana—. Es sólo que lleva ropa nueva.

Abby pensó que Jana estaba simplemente asustada por la vestimenta roja, pero entonces advirtió qué miraba tan fijamente su hija. Sonrió entre las lágrimas a la vez que soltaba la larga trenza y la arrojaba lejos.

—¡Mamá! —exclamó la niña al ver su sonrisa.

Abby estrechó a su hija entre sus brazos. Rió y oprimió a Jana con tanta fuerza contra sí que la pequeña lanzó un grito de protesta. La joven sintió la mano de Philip sobre su hombro en afectuoso saludo, y entonces se puso en pie y lo rodeó con un brazo, sin poder hablar a causa de las lágrimas. Su padre le colocó una reconfortante mano en la espalda mientras ella apretaba la mano de Jana.

Zedd, Delora y la Madre Confesora los condujeron colina arriba, en dirección a las personas que aguardaban en la cima. Soldados, la mayoría oficiales, algunos de los cuales Abby reconoció, unas cuantas personas procedentes de Aydindril y el mago Thomas esperaban junto a los prisioneros liberados. Entre las personas liberadas estaban los habitantes de Vado del Coney; personas que no sentían aprecio por Abby, la hija de una hechicera. Pero eran su gente, la gente de su hogar, la gente que había querido que se salvara.

Zedd posó una mano sobre el hombro de la joven. Abby se quedó estupefacta al ver que la ondulada cabellera castaña del mago era ahora en parte blanca como la nieve, y supo sin necesidad de un espejo que la suya había sufrido la misma transformación en aquel lugar más allá del mundo de la vida, donde, durante un tiempo, los dos habían estado.

—Ésta es Abigail, nacida de Helsa —informó en voz alta el mago a todos los reunidos—. Es ella quien fue a Aydindril en busca de mi ayuda. Aunque no posee magia, gracias a ella todos vosotros estáis libres. Le importasteis lo suficiente como para suplicar por vuestras vidas.

Abby, con el brazo de Philip rodeándole la cintura y la mano de Jana en la suya, paseó la mirada del mago a la hechicera y luego a la Madre Confesora. Ésta sonrió. Abby pensó que era una muestra de insensibilidad hacer tal cosa en vista de que la hija de Zedd había sido asesinada ante sus ojos no hacía mucho. Así se lo musitó.

La sonrisa de la Madre Confesora se ensanchó.

—¿No lo recuerdas? —inquirió a la vez que se inclinaba hacia ella—. ¿No recuerdas cómo te dije que lo llamábamos?

Abby, confundida por todo lo que había sucedido, era incapaz de imaginar a qué se refería la Madre Confesora. Cuando admitió que no lo recordaba, la Madre Confesora y la hechicera se la llevaron con ellas, más allá de la tumba donde Abby había vuelto a enterrar el cráneo de su madre, y entraron en la casa.

Haciéndose a un lado, para dejarle paso, la Madre Confesora empujó con suavidad la puerta del dormitorio de Abby. La joven abrió los ojos como platos, incrédula. Allí, bien arropada en la cama donde Abby la había depositado, en la cama de la que Mariska la había sacado, estaba la hija de Zedd, que seguía durmiendo plácidamente.

—El Embaucador —explicó la Madre Confesora—. Te dije que ése era el nombre que le dábamos.

—Y no es uno muy lisonjero —refunfuñó Zedd, acercándoseles por detrás.

—Pero… ¿cómo? —Abby se llevó los dedos a las sienes—. No comprendo…

Zedd señaló con una mano y fue entonces cuando Abby vio el cuerpo que yacía justo al otro lado de la puerta que daba a la parte de atrás. Era Mariska.

—Cuando me mostraste la habitación cuando vinimos aquí la primera vez —le dijo Zedd—. Coloqué unas cuantas trampas para aquellos que tuvieran intención de hacer daño. A esa mujer la mataron esas trampas porque vino aquí con la intención de llevarse a mi hija.

—¿Quieres decir que ha sido todo una ilusión? —Abby estaba atónita—. ¿Por qué tendrías que hacer una cosa tan cruel? ¿Cómo pudiste?

—Soy objeto de una venganza —explicó el mago—. No quería que mi hija pagara el precio que su madre ya ha pagado. Puesto que mi hechizo mató a la mujer cuando ésta intentaba hacer daño a mi hija, pude utilizar una visión de ella para llevar a cabo el engaño. El enemigo conocía a la mujer, y sabía que actuaba a las órdenes de Anargo. Utilicé lo que esperaban ver para convencerlos y asustarlos, a fin de que huyeran y abandonaran a los prisioneros.

»Lancé el hechizo de muerte de modo que todo el mundo pensara que habían visto cómo mataban a mi hija. Lo hice para protegerla de lo imprevisto. De este modo, el enemigo cree que mi hija está muerta, y no tendrán ningún motivo para perseguirla o para volver a intentar hacerle daño.

La hechicera lo miró con cara de pocos amigos.

—Si fueras cualquier otro, Zeddicus, y por cualquier motivo salvo el motivo que tú tenías, me ocuparía de que se presentaran cargos contra ti por lanzar una telaraña mágica como la del hechizo de muerte. —Dicho esto, mostró una amplia sonrisa—. Bien hecho, Primer Mago.

En el exterior de la casa, todos los oficiales querían saber qué sucedía.

—¡No habrá batalla hoy! —les gritó Zedd—. ¡Acabo de poner fin a la guerra!

Todos profirieron vítores de genuino júbilo. De no ser porque Zedd era el Primer Mago, Abby sospechó que lo habrían llevado a hombros. Parecía que no había nadie más contento de que hubiera paz que aquéllos cuya tarea era combatir por ella.

El mago Thomas, con un semblante más humilde del que Abby le había visto nunca, carraspeó.

—Zorander, yo… yo… yo sencillamente no puedo creerlo que mis propios ojos han visto. —Su rostro asumió finalmente su familiar expresión ceñuda—. Pero tenemos ya a personas a punto de sublevarse debido a la magia. Cuando se extienda la noticia de lo sucedido aquí, ello no hará más que empeorar las cosas. Las peticiones de quedar libres de la magia aumentan día a día, y tú acabas de alimentar esa rabia. Con esto, es probable que nos encontremos con una revuelta entre las manos.

—Sigo queriendo saber por qué no se mueve —refunfuñó Delora a su espalda—. Quiero saber por qué se limita a permanecer ahí parado, todo verde e inmóvil.

Zedd hizo como si no la oyera y dirigió la atención al anciano mago.

—Thomas, tengo un trabajo para ti.

Hizo una seña a varios oficiales y funcionarios de Aydindril para que se adelantaran, y pasó un dedo por delante de sus rostros, y el suyo propio adquirió un semblante adusto y decidido.

—Tengo un trabajo para todos vosotros. La gente tiene motivos para temer a la magia. Hoy hemos visto magia letal y peligrosa. Puedo comprender por qué la temen.

»Teniendo en cuenta estos temores, les concederé su deseo.

—¡Qué! —se burló Thomas—. No puedes poner fin a la magia, Zorander. Ni siquiera tú puedes llevar a cabo una paradoja semejante.

—No ponerle fin —contestó Zedd—. Pero sí darles un lugar sin ella. Quiero que organicéis una delegación oficial lo bastante numerosa para viajar por toda la Tierra Central con la oferta. Todos aquellos que quieran abandonar un mundo con magia deben trasladarse a los territorios situados al oeste. Allí podrán emprender una nueva vida libre de cualquier magia. Me aseguraré de que la magia no pueda importunar su paz.

Thomas alzó las manos al cielo.

—¿Cómo puedes hacer tal promesa?

El brazo de Zedd se alzó para señalar a lo lejos detrás de él, a la barrera de fuego verde que crecía hacia el cielo.

—Invocaré una segunda barrera de muerte, a través dela cual no pueda pasar nadie. El otro lado será un lugar libre de magia. Allí la gente será libre de vivir sus vidas sin magia.

»Quiero que todos os ocupéis de que la noticia recorra el territorio. La gente tendrá hasta la primavera para emigrar a las tierras del oeste. Thomas, tú garantizarás que nadie con magia efectúe el viaje. Poseemos libros que podemos utilizar para asegurarnos de que purgamos un lugar de cualquiera que tenga un indicio de magia. Podemos asegurar que no habrá magia allí.

»En primavera, cuando todos los que lo deseen hayan ido a su nueva patria, les aislaré herméticamente de la magia. De un solo golpe, satisfaré la gran mayoría de las peticiones. Tendrán sus vidas sin magia. Que los buenos espíritus velen por ellos, y ojalá no acaben lamentando que se les haya concedido su deseo.

Thomas señaló con indignación la formidable cosa que Zedd había traído al mundo.

—Pero ¿qué hay de eso? ¿Y si la gente va a parar allí inadvertidamente en la oscuridad? Tropezarían con su propia muerte.

—Una vez que se haya estabilizado —manifestó Zedd— resultará difícil de distinguir. Tendremos que colocar guardias para que mantengan a la gente alejada. Tendremos que reservamos una franja de terreno cerca del límite y tener hombres que custodien la zona e impidan el paso a la gente.

—¿Hombres? —preguntó Abby—. ¿Te refieres a que tendréis que establecer un cuerpo de custodios del límite?

—Sí —repuso Zedd, enarcando las cejas—, ése es un buen nombre para ellos. Custodios del Límite.

Descendió el silencio sobre los que se inclinaban al frente para oír las palabras del mago. El estado de ánimo había cambiado y ahora era serio, pues había una cuestión desagradable que tratar. Abby era incapaz de imaginar un lugar sin magia, pero sabía cuán vehementemente lo deseaban algunos.

Thomas asintió por fin.

—Zedd, esta vez creo que tienes razón. En algunas ocasiones, debemos servir a la gente no sirviéndola.

Los demás mascullaron su acuerdo, aunque, como Abby, les parecía una solución deprimente.

Zedd se irguió.

—Entonces está decidido.

Giró y anunció a la multitud el final de la guerra, y la división que tendría lugar, mediante la cual aquellos que habían presentado sus peticiones para vivir sin magia desde hacía años verían concedida su súplica. Para aquellos que lo desearan, se crearía un territorio fuera de la Tierra Central que carecería de magia.

Mientras todo el mundo hablaba por los codos sobre una cosa tan misteriosa y exótica como una tierra sin magia, o proferían vítores y celebraban el final de la guerra, Abby susurró a Jana que aguardara junto a su padre un momento. Besó a su hija y luego aprovechó la oportunidad para llevar a Zedd a un lado.

—Zedd, ¿puedo hablar contigo? Tengo una pregunta.

Zedd sonrió y la sujetó por el codo, instando a Abby a entrar en su pequeña casa.

—Me gustaría ver cómo está mi hija. Acompáñame.

Abby dejó de lado la prudencia y cogió la mano de la Madre Confesora en una de las suyas, la de Delora en la otra, y las arrastró con ella. También tenían derecho a oírlo.

—Zedd —preguntó en cuanto estuvieron lejos de la multitud—, ¿podría saber, por favor, qué deuda tenía tu padre con mi madre?

Zedd enarcó una ceja.

—Mi padre no tenía ninguna deuda con tu madre.

Abby frunció el entrecejo, totalmente desconcertada.

—Pero era una deuda de huesos, transmitida de tu padre a ti, y de mi madre a mí.

—Oh, sí, desde luego que era una deuda, pero no se le debía a tu madre, sino que era ella quien tenía la deuda.

—¿Qué? —preguntó Abby en anonadada confusión—. ¿Qué quieres decir?

Zedd sonrió.

—Cuando tu madre te estaba dando a luz, tuvo problemas. Ambas os moríais durante el parto. Mi padre utilizó magia para salvarla a ella. Helsa le suplicó que te salvase también a ti. Para poder mantenerte en el mundo de los vivos y fuera de las garras del Custodio, sin detenerse a pensar en su propia seguridad, él tuvo que esforzarse más allá de la resistencia que cualquiera esperaría de un mago.

»Tu madre era una hechicera y comprendió la magnitud de lo que había implicado salvarte la vida. Reconoció perfectamente el peligro que había corrido la integridad física de mi padre. En agradecimiento a lo que él había hecho, le juró una deuda. Cuando ella murió, la deuda pasó a ti.

Abby, con los ojos como platos, intentó reconciliar todo aquello mentalmente. Su madre nunca le había contado la naturaleza de la deuda.

—Pero…, pero ¿quieres decir que soy yo la que tengo una deuda contigo? ¿Quieres decir que la deuda de huesos la tenía yo?

Zedd abrió la puerta de la habitación donde dormía su hija, sonriendo al mirar al interior.

—La deuda está pagada, Abby. El brazalete que tu madre te dio poseía magia que te ligaba a la deuda. Gracias por la vida de mi hija.

Abby echó una veloz mirada a la Madre Confesora. Embaucador… sin lugar a dudas.

—Pero ¿por qué quisiste ayudarme, si no era en realidad una deuda que tuvieras conmigo? ¿Si en realidad era una deuda que yo tenía contigo?

Zedd se encogió de hombros.

—Obtenemos una recompensa simplemente mediante la ayuda a otros. Nunca sabemos cómo, o si, esa recompensa regresará a nosotros. Ayudar es la recompensa. Ninguna otra es necesaria ni mejor.

Abby contempló a la hermosa niña que dormía allí.

—Estoy agradecida a los buenos espíritus por haber podido ayudar a mantener esa vida en este mundo. Puede que yo no posea el don, pero puedo prever que llegará a ser una persona de gran importancia, no tan sólo para ti, sino para otros.

Zedd sonrió despreocupadamente mientras contemplaba cómo dormía su hija.

—Creo que tal vez poseas el don de la profecía, querida, pues ella ya es una persona que ha contribuido a ponerle fin a una guerra, y al hacerlo, ha salvado las vidas de innumerables personas.

La hechicera señaló con gesto indignado fuera de la ventana.

—Sigo queriendo saber por qué esa cosa no se mueve. Se suponía que pasaría sobre D’Hara y eliminaría de ella toda vida, que los mataría a todos por lo que han hecho. —Su expresión furibunda se intensificó—. ¿Por qué se limita a permanecer allí quieta?

Zedd enlazó las manos.

—Puso fin a la guerra. Eso es suficiente. La barrera es parte del mismo Inframundo, del mundo de los muertos. El ejército d’haraniano no conseguirá cruzarla y hacernos la guerra mientras tal límite permanezca en pie.

—¿Y cuánto tiempo se mantendrá así?

Zedd se encogió de hombros.

—Nada permanece eternamente. Por ahora, habrá paz. La matanza ha finalizado.

La hechicera no parecía sentirse satisfecha.

—¡Pero ellos intentaban matarnos a todos!

—Bueno, pues ahora no pueden. Delora, hay personas en D’Hara que también son inocentes. Sólo porque Panis Rahl deseara conquistarnos y sojuzgarnos, eso no significa que todos los d’haranianos sean malvados. Muchas buenas personas en D’Hara han padecido bajo un régimen cruel. ¿Cómo podía matar a toda la gente que vive allí, incluidas todas las personas que no nos han hecho ningún daño, y que ellas mismas sólo desean vivir sus vidas en paz?

Delora se pasó una mano por el rostro.

—Zeddicus, en ocasiones no te conozco. En ocasiones resultas un Viento de la Muerte asqueroso.

La Madre Confesora estaba de pie ante la ventana mirando con fijeza en dirección a D’Hara. Sus ojos color violeta se volvieron hacia el mago.

—Ahí hay gentes que serán tus enemigos de por vida debido a esto, Zedd. Te has creado unos enemigos implacables. Los has dejado vivos.

—Los enemigos —contestó el mago— son el precio del honor.