Aquellos que estaban despiertos, en cualquier caso. Aunque la mayor parte de la gente del campamento dormía, no había escasez de vigilantes. Zedd le había cortado la larga trenza a la mord-sith que lo había atacado, y la había atado a los cabellos de Abby. En la oscuridad, la desigualdad en el color no era evidente. Cuando los guardias miraban a Abby veían una mord-sith, y rápidamente volvían su atención hacia otra parte.
Por la aprensión en los rostros de la gente cuando la veían acercarse, Abby sabía que debía de tener un aspecto temible. Ellos no sabían cómo le martilleaba el corazón, y daba gracias por el manto protector de la noche, porque así los d’haranianos no podían ver el temblor de sus rodillas. Había visto únicamente a dos mord-sith auténticas, las dos dormidas, y se había mantenido bien alejada de ellas, tal y como Zedd le había advertido. A unas mord-sith auténticas no era probable que se las pudiera engañar tan fácilmente.
Zedd le había concedido hasta el amanecer y se le acababa el tiempo. El Primer Mago le había dicho que, si no estaba de vuelta a tiempo, moriría.
Abby daba gracias a que conocía bien el terreno, o haría ya tiempo que se habría perdido en medio de la confusión de tiendas, fogatas, carros, caballos y mulas. Por todas partes había picas y lanzas apiladas en posición vertical formando círculos, con las puntas descansando unas contra otras. Herradores, flecheros, herreros y artesanos de todas clases trabajaban toda la noche.
El aire estaba cargado de humo de madera quemada y resonaba el sonido del metal al ser moldeado y afilado, y de la madera siendo tallada para crear desde arcos hasta carros. Abby se hacía cruces de que la gente pudiera dormir con aquel ruido, pero lo cierto era que dormían.
Dentro de poco el inmenso campamento despertaría a un nuevo día. Un día de batalla, un día en el que los soldados se dedicaban a hacer lo que hacían mejor. Disfrutaban ahora de un sueño reparador para poder estar descansados cuando llegara el momento de exterminar al ejército de la Tierra Central. Por lo que había oído, los soldados d’haranianos eran muy buenos en su trabajo.
Abby había buscado sin tregua, pero no había conseguido encontrar a su padre, ni a su esposo ni a su hija. No tenía intención de darse por vencida, y se había resignado a la idea de que si no los encontraba, moriría con ellos.
Había hallado cautivos atados juntos y sujetos a árboles o a postes clavados en el suelo, para impedir que huyeran. Muchos más estaban encadenados. A algunos los reconoció, pero eran muchos más los que no conocía. A la mayoría los mantenían en grupos y custodiados.
Abby no vio ni una vez a un guardia dormido en su puesto. Cuando miraban en su dirección, ella actuaba como si buscara a alguien y no fuera a andarse con miramientos con esas personas cuando las encontrara. Zedd le había dicho que su seguridad, y la de su familia, dependían de que representara el papel de modo convincente. Abby pensaba en aquellas personas haciéndole daño a su hija, y no le resultaba difícil actuar como si estuviera enojada.
Pero se estaba quedando sin tiempo. No conseguía encontrarlos, y sabía que Zedd no esperaría. Había demasiado en juego; ahora lo comprendía. Empezaba a reconocer que el mago y la Madre Confesora intentaban detener una guerra; que eran personas resueltas a llevar a cabo la espantosa tarea de contraponerlas vidas de unos pocos a las vidas de muchos.
Abby alzó el faldón de otra tienda y vio a unos soldados durmiendo. Se acuclilló y miró los rostros de unos prisioneros atados a carros. Éstos le devolvieron la mirada con expresiones vacuas. Se inclinó al frente para contemplar los rostros de unos niños apretujados entre sí y sumidos en terribles pesadillas. No conseguía encontrar a Jana. El enorme campamento se extendía por la accidentada campiña; había un millar de lugares donde podría estar.
Mientras avanzaba con paso decidido a lo largo de una hilera de tiendas de campaña, empezó a rascarse la muñeca. Únicamente cuando hubo recorrido un trecho reparó en que era el brazalete, al calentarse, lo que provocaba el escozor en la muñeca. El calor aumentó aún más a medida que seguía adelante, pero entonces empezó a desvanecerse. Arrugó la frente y el corazón le latió más deprisa. Temiendo dar rienda suelta a la esperanza de que pudiera ser la ayuda que tan desesperadamente necesitaba, pero a la vez reacia a abandonar esa esperanza, dio la vuelta y regresó en dirección al lugar donde el brazalete había despedido calor.
En un punto en el que una senda entre tiendas cambiaba de rumbo, volvió a notar el calorcillo emitido por el brazalete. Dejó de andar un momento, clavando la mirada en la oscuridad. El cielo empezaba ya a teñirse de luz. Tomó el camino entre las tiendas, siguiéndolo hasta que el brazalete se enfrió, entonces volvió sobre sus pasos hasta un llegar a un lugar donde volvió a calentarse y siguió en una dirección nueva que hizo que éste se calentara aún más.
La madre de Abby le había entregado el brazalete diciéndole que siempre lo llevara puesto, y que algún día le sería de gran valor. Abby se preguntó si el brazalete poseía magia que la ayudaría a encontrar a su hija. Puesto que faltaba poco para que amaneciera, ésta parecía la única posibilidad que le quedaba. Apresuró el paso al frente, encaminándose hacia donde la dirigía el calor del brazalete.
El brazalete la condujo a una zona ocupada por soldados que roncaban. No había prisioneros a la vista. Unos guardias patrullaban la zona de hombres dormidos en sacos de dormir o envueltos en mantas. Había una tienda instalada entre aquellos hombretones; para un oficial, supuso.
No sabiendo qué otra cosa hacer, Abby pasó a grandes zancadas entre los hombres dormidos. Cerca de la tienda, el brazalete hizo ascender un calor hormigueante por su brazo.
Vio que los centinelas rondaban alrededor de la pequeña tienda igual que moscas alrededor de carne. Los laterales de lona brillaban tenuemente, sin duda debido a una vela en el interior. Algo más allá, a un lado, advirtió la presencia de una forma dormida distinta de la de los hombres. Al acercarse más, vio que era una mujer: Mariska.
La anciana respiraba con un silbido chirriante casi imperceptible mientras dormía. Abby se quedó paralizada. Unos guardias le dirigieron una mirada.
Puesto que necesitaba hacer algo antes de que le hicieran preguntas, Abby los miró con expresión airada y caminó con paso firme en dirección a la tienda. Intentó no hacer ningún ruido. Los guardias podrían pensar que era una mord-sith, pero a Mariska no la engañaría mucho tiempo. Una mirada furibunda de Abby hizo que los guardias desviaran la vista hacia la oscura campiña.
Con el corazón latiéndole casi descontroladamente, Abby agarró el faldón de la tienda. Sabía que Jana estaría dentro. Se dijo que no debía lanzar un grito cuando viera a su hija, y se recordó que debía poner una mano sobre la boca de la pequeña antes de que ésta pudiera gritar de alegría, no fueran a cogerles antes de que tuviera una posibilidad de escapar.
El brazalete estaba tan caliente que daba la impresión de que iba a causarle ampollas en la carne. Abby agachó la cabeza para penetrar en la baja tienda.
La luz de una única vela reveló a una temblorosa niña pequeña acurrucada en una andrajosa capa de lana, sentada en medio de unas mantas arrugadas. La pequeña se percató del traje de cuero rojo y luego alzó la mirada con unos ojos enormes que pestañearon aterrados ante lo que podría llegar a continuación. Abby sintió una punzada de angustioso dolor. No era Jana.
Compartieron una mirada extasiada, la niña y Abby, que contenía emociones que iban más allá de las palabras. El rostro de la niña, como debía de estarlo el de Abby, quedaba claramente iluminado por la vela, y en la mirada de aquellos grandes ojos grises que daban la impresión de haber contemplado terrores inimaginables, pareció que la pequeña había tomado una decisión.
Los brazos se alzaron en actitud de súplica.
Instintivamente, en un gesto protector, Abby cayó de rodillas y levantó a la niña, abrazando con fuerza el pequeño cuerpo tembloroso. Los brazos largos y delgados de la criatura salieron de debajo de la capa andrajosa y rodearon el cuello de Abby, aferrándose allí como si le fuera la vida en ello.
—Ayúdame. ¡Por favor! —lloriqueó al oído de Abby.
Antes de cogerla en brazos le había visto el rostro a la luz de la vela. Abby no tenía la menor duda. Era la hija de Zedd.
—He venido a ayudarte —la consoló Abby—. Zedd me ha enviado.
La niña gimió expectante al oír el nombre de su amado padre.
Abby colocó a la pequeña ante sí, sujetándola por los hombros.
—Te llevaré con tu padre, pero no debes dejar que esta gente sepa que te estoy rescatando. ¿Puedes seguirme el juego? ¿Puedes fingir que eres mi prisionera, de modo que pueda sacarte de aquí?
A punto de llorar, la niña asintió. Tenía el mismo cabello ondulado de Zedd, y los mismos ojos, aunque eran de un gris cautivador, no de color avellana.
—Bien —susurró Abby, posando la mano sobre una mejilla helada, casi abstraída en aquellos ojos grises—. Confía en mí, pues, y te sacaré.
—Confío en ti —le respondió ella con una vocecita queda.
Abby cogió una cuerda que había a poca distancia y la pasó alrededor del cuello de la niña.
—Intentaré no hacerte daño, pero debo hacer que piensen que eres mi prisionera.
La hija de Zedd dirigió una mirada de inquietud a la cuerda, como si la conociera bien, y luego asintió para indicar que haría lo que le decían.
Abby se puso en pie, una vez fuera de la tienda, y mediante la cuerda, tiró de la niña para que saliera tras ella. Los guardias miraron en su dirección. La joven empezó a andar.
Uno de los hombres puso cara de pocos amigos y se acercó.
—¿Qué está sucediendo?
Abby se detuvo con gesto airado y alzó la vara de cuero rojo, apuntando con ella a la nariz del guarda.
—La han mandado llamar. ¿Y quién eres tú para hacer preguntas? ¡Aparta de mi camino o haré que te destripen y te preparen para mi desayuno!
El hombre palideció y se hizo a un lado a toda prisa. Antes de que éste tuviera tiempo de reconsiderarlo, Abby se alejó a toda prisa, llevando a la pequeña a remolque al final de la cuerda, que arrastraba los talones para reforzar la impresión de que iba presa y en contra de su voluntad.
Nadie las siguió. Abby quería correr, pero no podía. Quería llevar a la niña en brazos, pero no podía. Tenía que dar la impresión de que una mord-sith se llevaba a una prisionera.
En lugar de tomar el camino más corto para volver con Zedd, Abby siguió las colinas río arriba hasta un lugar donde los árboles ofrecían un buen escondite no muy lejos de la orilla del agua. Zedd le había dicho por dónde cruzar, y advertido que no regresara por un lugar diferente; había dispuesto trampas mágicas para impedir que los d’haranianos atacaran descendiendo por las colinas para detener lo que fuera que él iba a hacer.
Más cerca del río vio, algo más allá corriente abajo, un banco de niebla que flotaba muy pegado al suelo. Zedd le había advertido enfáticamente que no se acercara a ninguna niebla, y ella sospechó que podría ser una nube venenosa de alguna clase que él había conjurado.
El sonido del agua la informó de que estaba cerca del río, y el cielo de color rosáceo le proporcionó luz suficiente para ver el río finalmente cuando salió de los árboles. Podía ver el enorme campamento instalado en las colinas a lo lejos a su espalda, y no vio que nadie las siguiera. Retiró la cuerda del cuello de la niña, y ésta la contempló con sus enormes ojos redondos. Abby la levantó y sujetó con fuerza.
—Agárrate, y no hagas ruido.
Apretando la cabeza de la pequeña contra su hombro, Abby corrió al río.
Había luz, pero no era el amanecer. Habían cruzado las aguas glaciales y llegado al otro lado cuando lo advirtió por primera vez. Ya mientras corría a lo largo de la orilla, antes de que pudiera ver el origen de la luz, Abby supo que se estaba invocando una magia que no se parecía a ninguna magia que hubiese visto nunca. Un sonido, quedo y fino, gemía río arriba hacia ella. Un olor, como si se hubiera quemado el mismo aire, flotaba a lo largo del margen del río.
La niña se aferraba a Abby, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, temerosa de hablar… temiendo, al parecer, confiar en que por fin había sido rescatada, como si hacer una pregunta pudiera de algún modo conseguir que todo se desvaneciera como un sueño al despertar. Abby notaba que las lágrimas corrían por sus propias mejillas.
Al doblar un recodo del río, distinguió al mago. Estaba en el centro del río, sobre una roca que Abby no había visto nunca. La roca afloraba a la superficie del agua unos pocos centímetros, casi dando la impresión de que el mago estaba de pie sobre el agua.
Zedd miraba en dirección a la lejana D’Hara y, en el aire, delante de él, flotaban formas oscuras y oscilantes. Éstas se enroscaban a su alrededor, como si le confiaran algo, conversando, advirtiendo, tentándolo con brazos fluctuantes y dedos alargados que se contorsionaban como humo.
Una luz animada se enredaba alrededor del mago. Colores a la vez oscuros y maravillosos brillaban trémulamente en torno a él, retozando en formas imprecisas a través del aire. Era a la vez la cosa más fascinante y la más aterradora que Abby había visto nunca. Ninguna magia que su madre conjurara había parecido consciente.
Pero lo más aterrador, con mucho, era lo que se mantenía inmóvil en el aire ante el mago. Parecía ser una esfera incandescente, como hecha de chisporroteante escoria líquida. Un brazo de agua procedente del río giró mágicamente hacia el cielo en un surtidor, y cayó a borbotones sobre la plateada masa rotante.
El agua siseaba y expulsaba vapor al alcanzar la esfera, dejando tras ella nubes de vapor blanco que el suave viento del amanecer arrastraba con él. La esfera incandescente se ennegrecía ante el contacto con el agua que caía en cascada sobre ella y, sin embargo, el intenso calor interior volvía a fundir la superficie vítrea a la misma velocidad con que el agua la enfriaba, haciendo que aquella cosa borbotara e hirviera en el aire, convertida en una siniestra amenaza palpitante.
Paralizada, Abby dejó que la pequeña resbalara hasta el suelo cenagoso.
Los brazos de la niña se extendieron al frente.
—Papá.
Él estaba demasiado lejos para oírla, pero la oyó.
Zedd se volvió, imponente en mitad de aquella magia que Abby podía ver pero ni remotamente comprender. Aun así, Zeed, al mismo tiempo se veía pequeño, con toda la fragilidad de la condición humana. Los ojos se le llenaron de lágrimas al contemplar a su hija junto a Abby. Aquel hombre que parecía estar consultando con espíritus daba la impresión de estar viendo por primera vez una auténtica aparición.
El Primer Mago saltó de la piedra y corrió como una exhalación por el agua. Cuando llegó hasta la niña y la alzó a la seguridad de sus brazos, la pequeña empezó a sollozar por fin, dejando salir el terror contenido.
—Vamos, vamos, quería mía —la consoló Zedd—. Papá está aquí ahora.
—Oh, papá —lloró ella con la cabeza pegada a su cuello—, hicieron daño a mamá. Eran malvados. Le hicieron tanto daño…
La calmó con una voz llena de ternura:
—Lo sé, cariño. Lo sé.
En ese momento, Abby reparó en la presencia de la hechicera y la Madre Confesora un poco más allá, observando, con los ojos brillantes por las lágrimas. Aunque la joven se alegraba por el mago y su hija, el espectáculo no hizo más que intensificar el dolor abrasador de su pecho ante lo que había perdido. La sofocante angustia alimentó sus lágrimas.
—¡Vamos, vamos, querida hija mía! —arrullaba Zedd—. Estás a salvo ahora. Papá no dejará que te suceda nada. Estás a salvo ahora.
Zedd se volvió hacia Abby. Tras dedicarle una llorosa sonrisa de agradecimiento, la niña dormía ya.
—Un pequeño hechizo —le explicó cuando Abby frunció el entrecejo por la sorpresa—. Necesita descansar, y yo necesito terminar lo que estoy haciendo.
Depositó a su hija en los brazos de Abby.
—Abby, ¿querrías llevarla hasta tu casa para que pueda dormir hasta que yo haya terminado aquí? Por favor, métela en la cama y tápala para mantenerla caliente. Dormirá.
Pensando en su propia hija en las manos de los animales que había al otro lado del río, Abby sólo pudo asentir antes de ponerse manos a la obra. Se sentía feliz por Zedd, e incluso estaba orgullosa de haber rescatado a su hija, pero, mientras corría hacia la casa, casi se moría de pena por no haber conseguido rescatar a su propia familia.
Tras depositar el peso muerto de la criatura dormida en la cama, corrió la cortina sobre la pequeña ventana del dormitorio e, incapaz de resistirse, acarició su sedoso cabello negro y depositó un beso en la tersa frente antes de dejar a la pequeña disfrutando de su bendito descanso.
Con la criatura a salvo por fin y dormida, Abby bajó la loma a la carrera para regresar al río. Pensaba pedir a Zedd que le diera sólo un poco más de tiempo para que pudiera regresar a buscar a su propia hija. El temor por lo que pudiera sucederle a Jana hacía que el corazón le martilleara violentamente. Él tenía una deuda pendiente con ella, y aún no la había saldado.
Retorciéndose las manos, paró en seco, jadeante, al borde del agua, y contempló al mago subido a la piedra en el río, con luces y sombras discurriendo a su alrededor. Ella había visto magia suficiente para tener el buen sentido de temer acercarse a Zedd. Podía oír las palabras que salmodiaba. Aunque nunca antes las había oído, reconoció la cadencia característica de un hechizo, de las palabras que convocaban fuerzas aterradoras.
Sobre el suelo, junto a ella, estaba la extraña Gracia que le había visto dibujar la otra vez, la que había traspasado los mundos de la vida y de la muerte. La Gracia estaba dibujada con una centelleante arena de un blanco purísimo que destacaba con total nitidez sobre el oscuro lodo. A Abby le produjo escalofríos incluso su simple contemplación, y aún más considerar lo que significaba. Alrededor de la Gracia, dibujadas con sumo cuidado con la misma arena blanca centelleante, había formas geométricas de invocaciones mágicas.
Abby bajó los puños, a punto de llamar al mago, cuando Delora se inclinó hacia ella. Abby se encogió, sobresaltada.
—Ahora no, Abigail —murmuró la hechicera—. No lo molestes en mitad de esta parte.
De mala gana, Abby le hizo caso. La Madre Confesora estaba también allí. Abby se mordió el labio mientras contemplaba al mago alzar los brazos al cielo. Destellos de luces de colores se arremolinaron a lo largo de serpenteantes haces de sombras.
—Pero debo hacerlo. No he conseguido encontrar a mi familia. Debe ayudarme. Debe salvarles. Es una deuda de huesos que debe saldarse.
Las otras dos mujeres intercambiaron una mirada.
—Abby —dijo la Madre Confesora—, te dio una oportunidad, te dio tiempo. Lo intentó. Hizo todo lo que pudo, pero ahora tiene que pensar en todos los demás.
La Madre Confesora cogió la mano de Abby, y la hechicera rodeó los hombros de la joven con un brazo mientras ésta permanecía allí, llorando en la orilla. La desesperación la abrumaba. Aquello no podía acabar de ese modo, no después de todo por lo que había pasado, no después de todo lo que había hecho.
El mago, con los brazos levantados, invocó más luz, más sombras, más magia. El río se encrespó a su alrededor. El objeto que siseaba en el aire creció a medida que caía poco a poco, acercándose más al agua. Haces de luz salieron disparados de la ardiente y rotante inflorescencia de poder.
El sol se alzaba ya sobre las colinas detrás de los d’haranianos. La parte del río en la que estaban no era tan ancha, y Abby podía ver la actividad que tenía lugar en los árboles situados más allá. Había hombres moviéndose, pero la niebla que flotaba en la orilla opuesta hacía que se mostraran recelosos, los mantenía entre los árboles.
También al otro lado del río, en el linde de las colinas cubiertas de árboles, otro mago hizo aparición. Arrojó al suelo una piedra y luego saltó sobre ella. Tras subirse las mangas de la túnica, lanzó los brazos hacia el cielo, arrojando luz centelleante al aire. Abby pensó que el potente sol de la mañana podría eclipsar las luminiscencias conjuradas, pero no fue así.
La joven ya no pudo soportarlo más.
—¡Zedd! —chilló a través del río—. ¡Zedd! ¡Por favor, lo prometiste! ¡Encontré a tu hija! ¿Qué pasa con la mía? ¡Por favor no hagas eso hasta que ella esté a salvo!
Zedd volvió la cabeza y la miró como si lo hiciera desde una gran distancia, como si lo hiciera desde otro mundo. Brazos de figuras oscuras lo acariciaron. Dedos de humo oscuro se arrastraron por su mandíbula, instándolo a que les devolviera la atención, pero él miró a Abby en su lugar.
—Lo siento mucho. —A pesar de la distancia, Abby pudo oír con toda claridad las palabras que le susurraba—. Te concedí tiempo para que intentaras encontrarles. No puedo darte más, o innumerables otras madres llorarán por sus hijos… madres todavía vivas, y madres en el mundo de los espíritus.
Abby profirió un lamento angustiado cuando él regresó al encantamiento. Las dos mujeres intentaron consolarla, pero Abby no quería que la consolaran en su dolor.
Retumbó un trueno en las colinas. Un repiqueteo estruendoso procedente del hechizo que rodeaba a Zedd se elevó para resonar arriba y abajo del valle. Haces de luz intensa salieron disparados hacia las alturas. Fue una visión desorientadora: una luz que ascendía refulgente al interior de la luz solar.
Al otro lado del río, pareció brotar el contraataque a la magia de Zedd. Brazos luminosos se retorcieron igual que humo, descendiendo para enredarse con la luz que ascendía resplandeciente alrededor del Primer Mago. La niebla a lo largo del margen del río se difuminó de improviso.
En respuesta, Zedd extendió los brazos a ambos lados. El refulgente horno girante de luz derretida retumbó. El agua que discurría a raudales sobre él rugió a la vez que hervía y humeaba. El aire aulló como si protestara.
Detrás del mago que había al otro lado del río, soldados d’haranianos surgieron en tropel de entre los árboles, empujando a sus prisioneros por delante de ellos. La gente chillaba aterrada. Los cautivos se encogían atemorizados ante la magia del mago, pero las lanzas y espadas que había tras ellos los empujaban al frente.
Abby vio a varios que se negaban a moverse caer bajo las afiladas hojas. Ante los gritos de muerte, el resto se precipitó al frente, igual que ovejas ante lobos.
Si lo que fuera que hacía Zedd fracasaba, el ejército de la Tierra Central cargaría entonces para enfrentarse a sus enemigos. Los prisioneros quedarían atrapados en medio.
Una figura que se abría paso a lo largo del margen opuesto, arrastrando a una criatura tras ella, atrajo la atención de Abby. Un repentino sudor gélido le heló la carne. Era Mariska. Abby dirigió una veloz ojeada atrás. Era imposible. Entrecerró los ojos para ver mejor lo que había al otro lado del río.
—¡Nooo! —exclamó Zedd.
Era la hija de Zedd la que Mariska sujetaba por los cabellos.
De algún modo, la mujer las había seguido y encontrado a la pequeña durmiendo en casa de Abby. Sin nadie allí para velar por ella mientras dormía, Mariska había vuelto a hacerse con la niña.
La anciana sostuvo a la pequeña delante de ella, para que Zedd la viera.
—¡Detente y ríndete, Zorander, o ella morirá!
Abby se zafó violentamente de los brazos que la sujetaban y penetró en el agua. Pugnó por correr contra la corriente, por llegar hasta el mago. Cuando estaba a mitad de camino, él volvió la cabeza para mirarla fijamente a los ojos.
Abby se quedó paralizada.
—Lo siento. —Su propia voz le sonó igual que una súplica antes de la muerte—. Pensaba que estaba a salvo.
Zedd asintió con resignación. No podía hacer nada. Se volvió de nuevo hacia el enemigo. Sus brazos se alzaron a los costados. Sus dedos se extendieron, como si le ordenara a todo que se detuviera: magia y hombres por igual.
—¡Deja marchar a los prisioneros! —gritó Zedd a través del agua al mago enemigo—. ¡Déjales marchar, Anargo, y os concederé a todos vuestras vidas!
La carcajada de Anargo resonó sobre el agua.
—Ríndete —siseó Mariska— o ella morirá.
La anciana sacó el cuchillo que guardaba en la faja y presionó la hoja contra la garganta de la niña. La pequeña chillaba aterrada, alargando los brazos hacia su padre, arañando el aire con sus diminutos dedos.