Los tres hombres bien vestidos se levantaron. El de más edad, el que al parecer mandaba, dedicó a la hechicera una mirada que rayaba en el desdén. Sus largos cabellos canosos cayeron al frente sobre sus vestiduras de terciopelo cuando bajó los ojos para echar una ojeada a la hilera de personas sentadas, dando la impresión de que las desafiaba a levantarse.
Cuando ninguna lo hizo, devolvió su atención a la hechicera.
—Yo veré primero al mago Zorander.
La mujer evaluó a los que estaban de pie y luego contempló la hilera de suplicantes del banco.
—El Primer Mago se ha ganado un nombre: Viento de la Muerte. Muchos de nosotros lo tememos tanto como nuestros enemigos. ¿A alguien más le gustaría provocar al destino?
Ninguno de los que estaban en el banco tuvo valor para mirar a los feroces ojos de la hechicera. Del primero al último negaron con la cabeza en silencio.
—Por favor, aguardad —indicó entonces la hechicera a los que estaban sentados—. Alguien saldrá enseguida para llevaros ante un mago. —Volvió a mirar una vez más a las cinco personas que estaban de pie—. ¿Estáis todos muy, muy seguros de que queréis ver al mago Zorander?
Abby asintió. La anciana asintió. El noble le lanzó una mirada iracunda.
—Muy bien, pues. Venid conmigo.
El noble y sus dos hombres se colocaron delante de Abby. La anciana pareció contentarse con ponerse a la cola. Los condujeron más al interior del Alcázar, a través de vestíbulos estrechos y corredores amplios, algunos oscuros y austeros, y otros de una grandiosidad pasmosa. Por todas partes había soldados de la Guardia Doméstica, con los petos o las cotas de malla cubiertos con túnicas rojas ribeteadas de negro. Todos iban armados con espadas o hachas de guerra, todos tenían cuchillos y muchos llevaban además picas rematadas con puntas de acero barbadas y con aletas.
En lo alto de una amplia escalera de mármol blanco las barandillas de piedra describían una espiral para dar a una habitación revestida de cálidos paneles de roble. Varios de los paneles sostenían lámparas con bruñidos reflectores de plata y, encima de una mesa de tres patas, descansaba una lámpara de cristal tallado con doble tulipa, cuyas llamas aumentaban la luz procedente de las lámparas reflectoras. Una alfombra gruesa de elaborados motivos azules cubría casi todo el suelo de madera.
A cada lado de una puerta doble estaba apostado un guardia doméstico. Ambos hombres eran igual de corpulentos, y parecían ser sobradamente capaces de manejar cualquier problema que pudiera ascender por la escalera.
La hechicera indicó con la cabeza la docena de sillas de cuero, bien almohadilladas, dispuestas en cuatro grupos. Abby aguardó hasta que los demás hubieron tomado asiento en dos de las agrupaciones de sillas y a continuación se sentó ella sola en otra. Colocó el saco sobre el regazo y apoyó las manos sobre él.
La hechicera irguió la espalda.
—Comunicaré al Primer Mago que unos suplicantes desean verle.
Un guardia le abrió una de las puertas dobles. Mientras la mujer desaparecía en la enorme habitación que había al otro lado, Abby consiguió echar un vistazo al interior. Pudo ver que estaba bien iluminada por claraboyas de cristal, y que había otras puertas en las paredes de piedra gris. Antes de que la puerta se cerrara, también pudo ver a varias personas, hombres y mujeres, que corrían de acá para allá.
Abby permaneció sentada dando la espalda a la anciana y a los tres hombres, mientras con una mano acariciaba distraídamente el saco que tenía en su regazo. No temía en absoluto que los hombres fueran a dirigirle la palabra, pero no quería hablar con la mujer. Era una distracción. Dedicó el tiempo a repasar mentalmente lo que pensaba decirle al mago Zorander.
Al menos intentó hacerlo, aunque la mayor parte del tiempo en todo lo que podía pensar era en lo que la hechicera había dicho, que al Primer Mago le llamaban el Viento de la Muerte, no sólo los d’haranianos, sino también su propia gente de la Tierra Central. Abby sabía que no era ningún cuento para ahuyentar a suplicantes y evitar que molestasen a un hombre ocupado. La misma Abby había oído a la gente susurrar «Viento de la Muerte» al referirse a su gran mago, y aquellas palabras eran pronunciadas con pavor.
Las tierras de D’Hara tenían un buen motivo para temer a aquel hombre; el mago había acabado con innumerables efectivos de su ejército, por lo que Abby había oído. Por supuesto, si ellos no hubiesen invadido la Tierra Central, empeñados en conquistarla, no habrían sentido en su persona ese abrasador viento de la muerte.
Si ellos no los hubiesen invadido, Abby no estaría sentada en el Alcázar del Hechicero; estaría en casa, y todos los que amaba estarían a salvo.
Advirtió de nuevo el curioso cosquilleo del brazalete. Pasó los dedos por encima, comprobando el inusual calor que despedía. Puesto que estaba tan cerca de una persona de tanto poder no le sorprendió que el brazalete se calentara. Su madre le había dicho que lo llevara siempre, y que algún día le resultaría de gran valor. Abby no sabía cómo, y su madre había muerto sin explicárselo nunca.
Las hechiceras eran famosas por el modo en que guardaban los secretos, ocultándolos incluso a sus propias hijas. Tal vez si Abby hubiera nacido con el don…
Echó una mirada a hurtadillas a los demás. La anciana estaba recostada en su silla, con la vista fija en las puertas. Los asistentes del noble permanecían sentados con las manos enlazadas mientras pasaban revista a la habitación con indiferencia.
El noble hacía una cosa rarísima. Tenía un mechón de pelo rubio rojizo enrollado en un dedo y pasaba el pulgar por el mechón mientras contemplaba las puertas con ferocidad.
Abby quería que el mago se diera prisa y la recibiera, pero el tiempo se obstinaba en alargarse de modo interminable. En cierto modo, deseaba que él rehusara verla. No, se dijo, eso era inadmisible. Independientemente de su miedo, independientemente de su repugnancia, debía hacerlo. De repente, la puerta se abrió. La hechicera avanzó con paso decidido en dirección a Abby.
El noble se puso en pie de golpe.
—Yo lo veré primero. —Su voz era una fría amenaza—. No es una petición.
—Es nuestro derecho verle primero —dijo Abby sin pensárselo, y cuando la hechicera enlazó las manos, Abby decidió que era mejor que siguiera explicándose—. Llevo esperando desde el amanecer. Esta mujer era la única que esperaba delante de mí. Estos hombres llegaron los últimos.
Abby dio un respingo cuando los dedos sarmentosos de la anciana le agarraron el antebrazo.
—¿Por qué no dejamos que estos hombres vayan primero, querida? No importa quién llegó primero, sino quién tiene el asunto más importante.
Abby quiso gritar que su asunto era importante, pero comprendió que la anciana podría estar evitando que tuviera serios problemas para lograr llevar a buen puerto lo que la llevaba allí. De mala gana, indicó su consentimiento a la hechicera con un movimiento de cabeza. Mientras ésta conducía a los tres hombres al interior de la otra habitación, Abby notó los ojos de la anciana clavados en su espalda. Abrazó el saco para contrarrestar la abrasadora ansiedad que sentía en el estómago y se dijo que no tendría que esperar mucho, y que entonces lo vería.
Mientras aguardaban, la anciana permaneció en silencio, y Abby lo agradeció. De vez en cuando, lanzaba una mirada a la puerta, implorando a los buenos espíritus que la ayudaran. Pero comprendía que era en vano. Los buenos espíritus no estarían dispuestos a ayudarla.
Un súbito rugido estridente surgió de la otra habitación. El espantoso sonido, parecido al del metal desgarrado, lastimó los oídos de la joven. Finalizó con un resonante estallido, acompañado de un fogonazo cegador que centelleó al exterior a través de los resquicios de las puertas. Éstas se estremecieron en sus goznes. Las lámparas vibraron.
Un silencio repentino zumbó en los oídos de Abby, que se agarró a los brazos del asiento.
Las dos puertas se abrieron. Los dos asistentes del noble salieron con paso decidido, seguidos de la hechicera. Los tres se detuvieron en la sala de espera.
Abby inspiró hondo.
Uno de los dos hombres sostenía la cabeza del noble en un brazo. Sus pálidas facciones estaban congeladas en un mudo alarido y gruesos hilillos de sangre goteaban sobre la alfombra.
—Acompáñalos afuera —siseó la hechicera a uno de los dos guardias, rechinando los dientes.
El guardia bajó la pica en dirección a la escalera, ordenándoles que iniciaran la marcha, y luego siguió a los dos hombres. Gotas carmesí salpicaron el mármol blanco de los peldaños mientras descendían. Abby permaneció sentada, muy tiesa, y con los ojos desorbitados por la impresión.
La hechicera volvió a girar sobre sus talones en dirección a Abby y a la anciana.
Ésta se puso en pie.
—Creo que prefiero no molestar al Primer Mago hoy. Regresaré otro día, si es necesario.
Se encorvó aún más en dirección a Abby.
—Me llamo Mariska. —Frunció la frente—. Que los buenos espíritus permitan que tengas éxito.
Fue hasta la escalera arrastrando los pies, posó una mano sobre la barandilla de mármol e inició el descenso. La hechicera chasqueó los dedos e hizo una seña. El guardia que quedaba se apresuró a acompañar a la mujer, en tanto que la hechicera se dirigía otra vez hacia Abby.
—El Primer Mago te verá ahora.
Abby respiró hondo, intentando recuperar el aliento mientras se ponía en pie.
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué ha hecho eso el Primer Mago?
—El hombre venía en nombre de otro para hacer una pregunta al Primer Mago. El Primer Mago ha dado su respuesta.
Abby aferró el saco contra sí como si le fuera la vida en ello a la vez que contemplaba boquiabierta la sangre del suelo.
—¿Podría ser ésa la respuesta a mi pregunta?
—No sé cuál es la pregunta que quieres hacer. —Por vez primera, el semblante de la hechicera se dulcificó un tanto—. ¿Te gustaría que te acompañara hasta la salida? Podrías ver a otro mago o, tal vez, después de que hayas pensado con más detenimiento en tu petición, regresar otro día, si todavía lo deseas.
Abby reprimió unas lágrimas de desesperación.
No había elección. Negó con la cabeza.
—Debo verle.
La hechicera exhaló un profundo suspiro.
—Muy bien. —Colocó una mano bajo el brazo de Abby como para sostenerla en pie—. El Primer Mago te verá ahora.
Abby abrazó el contenido de su saco mientras la conducían a la estancia en la que aguardaba el Primer Mago. Las antorchas en apliques de hierro no llameaban todavía, pues la luz de la tarde procedente de las cristaleras del techo aún poseía intensidad suficiente para iluminar la habitación. Olía a brea, aceite de lámpara, carne asada, piedra húmeda y sudor rancio.
En el interior, reinaban el desorden y la agitación. Había gente por todas partes, y todo el mundo parecía estar hablando a la vez. Sólidas mesas dispuestas por toda la habitación sin seguir una pauta discernible estaban cubiertas de libros, pergaminos, mapas, tizas, quinqués, velas encendidas, comidas consumidas en parte, lacre, plumas de escribir y un revoltijo de objetos curiosos, desde ovillos de cordel hasta sacos de los que se había derramado arena. Había personas de pie junto a las mesas, que conversaban o discutían, mientras otras golpeaban con el dedo pasajes de libros, estudiaban minuciosamente pergaminos o desplazaban pequeños pesos pintados por encima de mapas. Otros de los presentes enrollaban filetes de carne asada extraídas de fuentes y las mordisqueaban mientras observaban u ofrecían opiniones entre bocados.
La hechicera, cogiendo aún a Abby por el brazo, se inclinó hacia ella mientras avanzaban.
—Dispondrás de la atención dividida del Primer Mago. Habrá otras personas hablándole al mismo tiempo. Que eso no te trastorne. Él te estará escuchando a la vez que también escucha o habla a otros. Limítate a hacer caso omiso de los que estén hablando y pide lo que has venido a pedir. Él te oirá.
Abby estaba atónita.
—¿Mientras habla con otras personas?
—Sí. —Abby notó que la mano le apretaba ligeramente el brazo—. Intenta mantener la calma, y no emitir juicios basados en lo que ha sucedido antes de que entraras.
El asesinato. Era a eso a lo que la mujer se refería. A que un hombre había acudido a hablar con el Primer Mago, y lo habían matado por ello. ¿Simplemente tenía que apartarlo de sus pensamientos? Al echar una ojeada al suelo, vio que caminaba por un reguero de sangre. No vio el cuerpo decapitado por ninguna parte.
El brazalete le produjo tal hormigueo que bajó los ojos hacia él. La mano colocada bajo su brazo la detuvo. Cuando Abby alzó la vista, vio un confuso puñado de personas ante ella. Unas llegaban corriendo en tanto que otras se alejaban a toda prisa. Algunas agitaban los brazos con gran convicción. Había tanta gente hablando que la joven apenas podía comprender algo de lo que decían. Al mismo tiempo, otras personas se inclinaban al frente, casi susurrando. Sintió como si se enfrentara a una colmena humana.
Una figura de blanco captó de improviso la atención de Abby. En cuanto vio aquella larga melena y aquellos ojos de color violeta mirándola directamente, la joven se quedó paralizada. Un gritito escapó de su garganta al mismo tiempo que caía de rodillas y doblaba el cuerpo al frente, hasta que la espalda protestó. Tembló y se estremeció, temiendo lo peor.
Justo antes de caer de rodillas, había visto que el elegante vestido satinado de color blanco tenía un escote cuadrado, igual que los vestidos negros. La larga cabellera era inconfundible. Abby no había visto nunca a la mujer, pero sabía sin la menor duda quién era. La mujer era inconfundible. Únicamente una de ellas iba vestida de blanco.
Era la Madre Confesora en persona.
Oyó bisbiseos por encima de ella, pero temió escuchar, por si invocaban a la muerte.
—Levanta, hija mía —dijo una voz nítida.
Abby reconoció la frase como la respuesta formal de la Madre Confesora a uno de sus súbditos, y tardó un momento en darse cuenta de que no representaba ninguna amenaza, sino que era un simple saludo. Clavó los ojos en una mancha de sangre del suelo mientras deliberaba sobre qué hacer a continuación. Su madre le había enseñado cómo actuar en el caso de encontrarse con la Madre Confesora. Que ella supiera, nadie del Vado del Coney había visto jamás a la Madre Confesora, y mucho menos la había conocido. Por otra parte, tampoco ninguno de ellos había visto jamás a un mago.
Por encima de su cabeza, la hechicera dijo en un susurro:
—Levántate.
Abby se levantó a toda velocidad, pero mantuvo los ojos fijos en el suelo, aun cuando la mancha de sangre le provocaba náuseas. Podía olerla, olía igual que si acabaran de sacrificar a uno de sus animales. Por el largo reguero, daba la impresión de que habían arrastrado el cuerpo hasta una de las puertas del fondo de la habitación.
La hechicera habló con calma en medio del caos:
—Mago Zorander, ésta es Abigail, nacida de Helsa. Desea hablar contigo. Abigail, éste es el Primer Mago Zeddicus Zu’l Zorander.
Abby se atrevió a alzar la vista con cautela. Unos ojos color avellana le devolvieron la mirada.
A cada lado ante ella había corrillos de gente: oficiales fornidos y de aspecto adusto, algunos de los cuales daban la impresión de ser generales; varios ancianos vestidos con túnicas, unas sencillas y otras recargadas; varios hombres de mediana edad, con túnicas o de librea; tres mujeres: hechiceras todas; una diversidad de otros hombres y mujeres, y la Madre Confesora.
El hombre situado en el centro de aquella confusión, el hombre de los ojos color avellana, no era como Abby esperaba. Había imaginado a un anciano de pelo canoso y aspecto huraño. Este hombre era joven; puede que tan joven como ella. Enjuto pero vigoroso, vestía la más sencilla de las túnicas, apenas mejor confeccionada que el saco de arpillera de Abby: el distintivo de su alto cargo.
Abby no había esperado encontrarse la un hombre así en un cargo como el de Primer Mago. Recordó lo que su madre le había contado: no confiar en lo que te digan los ojos en lo referente a magos.
El hombre estaba rodeado de personas que le hablaban, que discutían con él, unos pocos incluso gritaban, pero él permanecía en silencio mientras la miraba a los ojos. Su rostro resultaba bastante agradable, mostrando un semblante benévolo, si bien el ondulado cabello castaño parecía ingobernable, pero los ojos… Abby no había visto nunca unos ojos como aquéllos. Parecían verlo todo, saberlo todo, comprenderlo todo, y al mismo tiempo estaban inyectados en sangre y tenían un aspecto cansado, como si el sueño les fuera esquivo. También mostraban un ligerísimo barniz de angustia. Aun así, aparecía calmado en el centro de la tormenta. Desde el momento en que su atención estuvo puesta en ella, fue como si no hubiera nadie más en la estancia.
El mechón de pelo que Abby había visto alrededor del dedo del noble estaba ahora enrollado en el dedo del Primer Mago. Éste se lo acercó a los labios antes de bajar el brazo.
—Me han dicho que eres la hija de una hechicera. —Su voz era como agua plácida fluyendo entre el barullo que rugía por todas partes—. ¿Posees el don, pequeña?
—No, señor…
Al tiempo que ella respondía, él se volvió hacia otra persona que acababa de hablar.
—Te lo dije, si lo haces, corremos el riesgo de perderles. Comunícale que quiero que vaya al sur.
El alto oficial a quien hablaba el mago alzó las manos en un gesto de frustración.
—Pero dijo que tienen información fidedigna de las patrullas de reconocimiento que indica que los d’haranianos se dirigieron al este.
—Ésa no es la cuestión —replicó el mago—. Quiero ese paso del sur sellado. Ahí es adonde fue su ejército principal. Tienen a personas con el don entre ellos. Es a ellos a los que debemos matar.
El alto oficial saludaba ya, llevándose un puño al corazón mientras el mago se volvía hacia una hechicera anciana.
—Sí, así es, tres invocaciones antes de intentar la transposición. Encontré la referencia anoche.
La anciana hechicera se marchó y fue reemplazada por un hombre que parloteaba en una lengua extranjera mientras abría un rollo de pergamino y lo sostenía en alto para que el mago lo viera. Éste le echó una ojeada, leyéndolo un momento antes de despedir al hombre con un ademán, a la vez que daba órdenes en el mismo idioma extranjero.
El mago miró a Abby.
—¿Eres un salto?
Abby sintió que el rostro le ardía y que las orejas se le enrojecían.
—Sí, mago Zorander.
—No es nada de lo que avergonzarse, pequeña —repuso él mientras la Madre Confesora le susurraba algo al oído.
Pero sí que era algo de lo que avergonzarse. El don de su madre no había pasado a ella… la había pasado por alto.
Los habitantes del Vado del Coney habían dependido de la madre de Abby. Ayudaba a los que estaban enfermos o heridos. Aconsejaba a la gente sobre cuestiones de la comunidad y sobre las familiares. Concertaba matrimonios para algunos. A otros les administraba castigos. En algunos casos otorgaba favores que sólo podían obtenerse mediante la magia. Era una hechicera: protegía a los habitantes del Vado del Coney.
Era venerada abiertamente, y era temida y aborrecida en privado por parte de algunos.
Era venerada por el bien que hacía a la gente del Vado del Coney. Algunos la habían temido y detestado porque poseía el don: porque manejaba magia. Otros no querían otra cosa que vivir su vida sin nada de magia a su alrededor.
Abby no poseía magia y no podía ayudar con las enfermedades, las heridas o los temores sin forma. Deseaba profundamente poder hacerlo, pero no podía. Cuando Abby había preguntado a su madre por qué soportaba todo aquel resentimiento desagradecido, su madre le dijo que en la ayuda estaba la propia recompensa y que no se debía esperar gratitud por ella. Y que si uno iba por la vida esperando gratitud por la ayuda que proporcionaba, uno podría acabar llevando una vida muy triste.
Cuando su madre estaba viva, a la muchacha la habían rehuido de modos sutiles. Una vez muerta su madre, el rechazo se tornó más manifiesto. Las gentes del pueblo habían esperado que les serviría como lo había hecho su madre. No comprendían lo que era el don, ni que a menudo no se transmitía a un vástago. Y pensaron que Abby era una egoísta.
El mago estaba explicando algo a una hechicera sobre un hechizo. Cuando terminó, su mirada pasó rauda por delante de Abby de camino a alguna otra persona. La joven necesitaba su ayuda. Ya.
—¿Qué querías pedirme, Abigail?
Los dedos de Abby se cerraron con más fuerza sobre el saco.
—Es sobre mi hogar en el Vado del Coney. —Hizo una pausa mientras el mago señalaba en un libro que sostenían ante él, pero éste le indicó con un movimiento de la mano que prosiguiera, a la vez que un hombre explicaba una complejidad relacionada con un hechizo doble—. La situación es espantosa allí —dijo Abby—. Las tropas d’haranianas penetraron en el Vado…
El Primer Mago volvió la mirada hacia un hombre de más edad con una larga barba blanca. Por la sencilla túnica que llevaba, Abby adivinó que también era un mago.
—Te lo digo en serio, Thomas, puede hacerse —insistió el mago Zorander—. No digo que esté de acuerdo con el consejo, me limito a contarte lo que encontré y su decisión unánime de que se haga. No afirmo comprender los detalles de cómo funciona, pero lo he estudiado. Puede hacerse. Tal y como conté al consejo, puedo activarlo. Todavía tengo que decidir si estoy de acuerdo con ellos en cuanto a hacerlo.
El hombre, Thomas, se pasó una mano por la cara.
—¿Quieres decir que lo que oí es cierto, entonces? ¿Qué realmente piensas que es posible? ¿Has perdido el juicio, Zorander?
—Lo encontré en un libro en el enclave privado del Primer Mago. Un libro de antes de la guerra con el Viejo Mundo. Lo he visto con mis propios ojos. He lanzado toda una serie de redes de verificación para comprobarlo. —Dirigió la atención a Abby—. Sí, ésa sería la legión de Anargo. El Vado del Coney está en la Cuenca del Pendisan.
—Así es —repuso Abby—. Y entonces ese ejército d’haraniano entró allí arrasándolo todo y…
—La Cuenca del Pendisan rehusó unirse al resto de la Tierra Central bajo un mando central para resistir a la invasión de D’Hara. Al querer mantener su soberanía, eligieron combatir al enemigo a su modo. Tienen que vivir con las consecuencias de sus acciones.
El anciano que había hablado antes con él se mesaba la barba.
—Con todo, ¿sabes si es real? ¿Si está todo ello demostrado? Me refiero a que ese libro debería tener una antigüedad de miles de años… Podría haber sido una conjetura… Las redes de verificación no siempre confirman la estructura completa de una cosa así.
—Sé eso tan bien como tú, Thomas, pero te lo digo en serio, es real —replicó el mago Zorander, y su voz descendió hasta ser un susurro—. Que los espíritus nos protejan, es genuino.
A Abby el corazón le latía con violencia. Quería contarle su historia, pero no parecía ser capaz de meter baza. Él tenía que ayudarla. Era el único modo.
Un oficial del ejército entró corriendo desde una de las puertas del fondo y se abrió paso entre el corrillo de gente que rodeaba al Primer Mago.
—¡Mago Zorander! ¡Me acaban de informar! ¡Cuando soltamos sobre ellos las trompas que enviasteis, funcionaron! ¡Las fuerzas de Urdland pusieron pies en polvorosa!
Varias voces callaron. Otras no.
—Como mínimo una antigüedad de tres mil años —dijo el Primer Mago al hombre de la barba. Posó una mano sobre el hombro del oficial recién llegado y se inclinó hacia él—. Di al general Brainard que mantenga la posición en el río Kern. Que no queme los puentes, sino que los defienda. Dile que divida a sus hombres. Que deje a la mitad para impedir que las fuerzas de Urdland cambien de idea. Con un poco de suerte no conseguirán reemplazar a su mago de campaña. Que Brainard lleve al resto de sus hombres al norte para ayudar a cortar la vía de escape de Anargo. Ahí radica nuestra preocupación, pero puede que aún necesitemos los puentes para ir tras Urdland.
Uno de los otros oficiales, un hombre de más edad que daba la impresión de que podría ser un general, enrojeció violentamente.
—¿Detenerse en el río? ¿Ahora que las trompas han cumplido con su tarea y los tenemos huyendo? Pero ¿por qué? ¡Podemos abatirles antes de que tengan la oportunidad de reagruparse y unirse a otras fuerzas para revolverse contra nosotros!
Los ojos color avellana giraron hacia el hombre.
—¿Y sabes tú qué nos aguarda al otro lado de la frontera? ¿Cuántos hombres morirán si Panis Rahl tiene algo esperándonos que no podamos rechazar? ¿Cuántas vidas inocentes nos ha costado ya? ¿Cuántos de nuestros hombres morirán para que podamos derramar la sangre del enemigo en su propio país… un país que no conocemos como lo conocen ellos?
—¿Y cuántos de los nuestros morirán si no eliminamos su capacidad para volver a atacarnos otro día? Debemos perseguirles. Panis Rahl jamás descansará. Se pondrá a trabajar para invocar alguna otra cosa que nos haga picadillo mientras dormimos. ¡Debemos darles caza y matar hasta el último hombre!
—Estoy trabajando en eso —repuso el Primer Mago enigmáticamente.
El anciano se mesó la barba e hizo una mueca sarcástica.
—Sí, cree que puede soltar al mismo Inframundo sobre ellos.
Varios oficiales, dos de las hechiceras y un par de hombres con túnicas se detuvieron para quedárselo mirando con manifiesta incredulidad.
La hechicera que había conducido a Abby a la audiencia se inclinó hacia ella.
—Querías hablar con el Primer Mago. Habla. Si has perdido el valor, entonces te acompañará afuera.
Abby se humedeció los labios. No sabía cómo podía hablar en medio de una conversación tan tortuosa, pero sabía que debía hacerlo, así que se limitó a volver a tomar la palabra.
—Señor, no sé nada de lo que mi tierra natal, la Cuenca del Pendisan, ha hecho. Apenas sé nada del rey. No sé nada sobre el consejo, la guerra, ni de nada de ello. Procedo de un lugar pequeño, y sólo sé que las gentes de allí tienen serios problemas. Nuestros defensores fueron aplastados por el enemigo. Hay un ejército de hombres de la Tierra Central que van hacia los d’haranianos.
Se sentía como una estúpida hablando a un hombre que mantenía media docena de conversaciones a la vez. Principalmente, sin embargo, sentía ira y frustración. Aquellas personas iban a morir si no podía convencerle de que la ayudara.
—¿Cuántos d’haranianos son? —preguntó el mago.
Abby abrió la boca, pero un oficial habló en su lugar:
—No sabemos cuántos quedan en la legión de Anargo. Puede que estén heridos, pero son un toro herido enfurecido. Ahora tienen a su país a la vista. Lo único que pueden hacer es dar la vuelta y atacarnos, o huir de nosotros. Tenemos a Sanderson descendiendo desde el norte y a Mardale cortándoles el paso desde el sudoeste. Anargo cometió un error al entrar en el Vado. Ahí tiene que combatirnos o huir en dirección a casa. Tenemos que liquidarles. Ésta puede ser nuestra única oportunidad.
El Primer Mago se pasó el índice y el pulgar por la tersa barbilla.
—Con todo, no estamos seguros de su número. Los exploradores eran fiables, pero jamás regresaron. Sólo podemos suponer que están muertos. ¿Y por qué haría Anargo algo así?
—Bueno —respondió el oficial—, es la vía de escape más corta para regresar a D’Hara.
El Primer Mago volvió la cabeza hacia una hechicera para responder a una pregunta que ésta acababa de finalizar.
—No veo cómo podemos permitírnoslo. Diles que dije que no. No lanzaré esa clase de telaraña mágica para ellos y no les proporcionaré los medios para hacerlo si sólo me ofrecen un «tal vez».
La hechicera asintió antes de partir a toda prisa.
Abby sabía que una telaraña mágica era el hechizo que lanzaba una hechicera. Al parecer un hechizo lanzado por un mago recibía el mismo nombre.
—Bueno, si algo así es posible —decía en aquellos momentos el hombre de la barba—, en ese caso me gustaría ver tu exégesis del texto. Un libro de tres mil años de antigüedad es un gran riesgo. Ignoramos por completo cómo podían hacer los magos de aquella época la mayor parte de lo que hacían.
Por vez primera, el Primer Mago lanzó una mirada iracunda al hombre.
—Thomas, ¿quieres ver exactamente de qué estoy hablando? ¿La configuración del hechizo?
Algunos de los presentes habían callado ante el tono de su voz. El Primer Mago extendió los brazos a los lados, instando a todos a retroceder y dejarle paso. La Madre Confesora permaneció pegada a su hombro izquierdo. La hechicera que Abby tenía al lado tiró de la joven, haciéndole dar un paso atrás.
El Primer Mago hizo una seña, y un hombre agarró un saco que había sobre una mesa y se lo entregó. Abby advirtió que parte de la arena que había sobre las mesas no había sido simplemente derramada, sino que la habían utilizado para dibujar símbolos. Su madre había trazado hechizos con arena alguna que otra vez, pero la mayoría de las veces usaba otras cosas, desde hueso triturado hasta hierbas secas. La madre de Abby había usado arena para practicar; los hechizos, los hechizos auténticos, tenían que dibujarse en el orden adecuado y sin errores.
El Primer Mago se acuclilló y tomó un puñado de arena del saco, luego dibujó sobre el suelo, dejando que la arena cayera poco a poco por un lado de su puño.
La mano del mago Zorander se movió con experta precisión. Su brazo giró veloz, dibujando un círculo. Regresó a buscar un puñado de arena y trazó un círculo interior. Parecía como si dibujara una Gracia.
La madre de Abby siempre había dibujado el cuadrado en segundo lugar; todo en orden hacia adentro y luego los rayos de vuelta afuera. El mago Zorander dibujó la estrella de ocho puntas dentro del círculo más pequeño, luego dibujó las líneas extendiéndose hacia el exterior, a través de ambos círculos, pero se dejó una.
Todavía tenía que trazar el cuadrado que representaba el límite entre mundos. Puesto que él era el Primer Mago, Abby conjeturó que no era incorrecto por su parte hacerlo en un orden distinto del que utilizaba una hechicera de un lugar pequeño como el Vado del Coney. Pero varios de los magos, y las dos hechicera situadas tras él, estaban intercambiando miradas solemnes.
El mago Zorander trazó las líneas de arena correspondientes a dos lados del cuadrado. Sacó con la mano más arena del saco y empezó a hacer los dos últimos lados.
En lugar de una línea recta, el mago dibujó un arco que se introducía en el borde del círculo interior: el que representaba el mundo de la vida. El arco, en lugar de finalizar en el círculo exterior, lo cruzaba. Dibujó entonces el último lado, asimismo en forma de arco, de modo que también cruzaba el círculo interior. Llevó la línea a reunirse con la otra en el lugar donde faltaba el rayo procedente de la Luz. A diferencia de los otros tres puntos del cuadrado, este último punto finalizaba fuera del círculo de mayor tamaño: lo hacía dentro del mundo de los muertos.
Los presentes lanzaron un grito ahogado. La estancia quedó en silencio durante un momento antes de que cuchicheos preocupados se extendieran por entre aquellos que poseían el don.
El mago Zorander se puso en pie.
—¿Satisfecho, Thomas?
El rostro del aludido se había tornado tan blanco como su barba.
—¡Que el Creador nos ampare! —Dirigió los ojos al mago Zorander—. El consejo no comprende realmente esto. Sería una locura desencadenarlo.
El mago Zorander hizo caso omiso de él y se volvió en dirección a Abby.
—¿Cuántos d’haranianos viste?
—Hace tres años, vinieron los enjambres de langostas. Las colinas del Vado quedaron marrones de tantas como había. Creo que vi un número mayor de d’haranianos que el que vi de langostas.
El mago Zorander gruñó su descontento y bajó la mirada hacia la Gracia que había dibujado.
—Panis Rahl no se dará por vencido. ¿Cuánto tiempo pasará, Thomas, antes de que encuentre algo nuevo que conjurar y vuelva a enviarnos a Anargo? —Paseó la mirada por las personas que lo rodeaban—. ¿Cuántos años hemos pensado que seríamos aniquilados por la horda invasora procedente de D’Hara? ¿Cuánta de nuestra gente ha sido asesinada por la magia de Rahl? ¿Cuántos miles han muerto por las fiebres que envió? ¿Cuántos miles se han cubierto de ampollas y desangrado hasta morir al ser tocados por los seres sombra que él conjuró? ¿Cuántas aldeas, pueblos y ciudades ha borrado del mapa?
Cuando nadie habló, siguió diciendo:
—Hemos necesitado años para regresar del borde del abismo. La guerra ha dado por fin un giro en nuestro favor: el enemigo huye. Ahora tenemos tres opciones. La primera opción es dejarle huir a casa y esperar que regrese para volver a infligirnos su brutalidad, pero creo que será sólo cuestión de tiempo que vuelva a intentarlo. Eso deja dos opciones realistas. O bien podemos perseguirle hasta su guarida y matarle de una vez por todas a expensas de las vidas de miles de nuestros hombres… o yo puedo poner fin a esto.
Los que poseían el don de entre toda aquella gente echaron miradas inquietas a la Gracia dibujada en el suelo.
—Todavía tenemos otra magia —declaró otro mago—. Podemos usarla para obtener el mismo efecto sin desencadenar un cataclismo así.
—El mago Zorander tiene razón —repuso otro—, y lo mismo sucede con el consejo. El enemigo se ha ganado su destino. Debemos lanzarlo sobre ellos.
La habitación volvió a llenarse de discusiones.
Mientras eso sucedía, el mago Zorander miró a Abby a los ojos. Era una clara orden de que finalizara su súplica.
—A mi gente… a la gente del Vado del Coney… la han cogido los d’haranianos. Tienen a otros, también, que han capturado… Tienen a una hechicera que retiene a los cautivos con un hechizo. Por favor, mago Zorander, debéis ayudarme.
»Cuando me ocultaba, oí a la hechicera hablando con sus oficiales. Los d’haranianos planean utilizar a los cautivos para frenar la magia letal que enviáis contra ellos, o las lanzas y flechas que el ejército de la Tierra Central envíe contra ellos. Si deciden dar la vuelta y atacar, planean conducir a los cautivos por delante de ellos. Lo llamaron “embotar las armas del enemigo con sus propias mujeres e hijos”.
Nadie la miró. Todos volvían a estar ocupados en conversaciones y discusiones en masa. Era como si las vidas de aquellas personas fueran indignas de su consideración.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Abby.
—En cualquier caso todos esos inocentes morirán. Por favor, mago Zorander, debemos tener vuestra ayuda. De lo contrario, todos morirán.
Él le dirigió una breve mirada.
—No hay nada que podamos hacer por ellos.
Abby jadeó, intentando contener las lágrimas.
—A mi padre lo capturaron, junto con otros parientes míos. Mi esposo está entre los cautivos. Mi hija está entre ellos. Aún no ha cumplido los cinco años. Si enviáis vuestra magia, morirán. Si atacáis, morirán. Debéis rescatarlos o detener el ataque.
Él se mostró genuinamente entristecido.
—Lo siento. No puedo ayudarles. Que los buenos espíritus velen por ellos y lleven sus almas a la Luz. —Empezó a darse la vuelta.
—¡No! —chilló Abby.
Algunos de los presentes callaron. Otros se limitaron a echarle una ojeada mientras seguían con lo suyo.
—¡Mi niña! ¡No podéis! —Introdujo una mano en el saco—. Tengo un hueso…
—¿No lo tiene todo el mundo? —replicó él, interrumpiéndola—. No puedo ayudarte.
—Pero debéis hacerlo.
—Tendríamos que abandonar nuestra causa. Debemos acabar con el ejército de D’Hara… de un modo u otro. Aunque esas personas son inocentes, están en medio. No puedo permitir que los d’haranianos tengan éxito con una estratagema como ésa o ello fomentaría su uso, y entonces más inocentes morirían. Hay que demostrarle al enemigo que no nos disuadirá de seguir con nuestra línea de actuación.
—¡NO! —gimió Abby—. ¡No es más que una niña! ¡Estáis condenando a mi pequeña a morir! ¡Hay otros niños! ¿Qué clase de monstruo sois?
Nadie salvo el mago la escuchaba mientras todos seguían con sus conversaciones.
La voz del Primer Mago atravesó el barullo y cayó en sus oídos con la misma claridad que un toque de difuntos.
—Soy un hombre que debe efectuar elecciones como ésta. Debo negarte tu petición.
Abby chilló embargada por la terrible angustia del fracaso. Ni siquiera se le permitía mostrarle su hueso…
—¡Pero es una deuda! ¡Una deuda solemne!
—Y no puede pagarse ahora.
Abby se puso a chillar histéricamente, y la hechicera empezó a arrastrarla afuera. La joven se desasió de la mujer y salió corriendo de la habitación. Descendió los peldaños de piedra tambaleándose, incapaz de ver a través de las lágrimas.
Al pie de la escalera se dobló sobre el suelo sollozando desvalidamente. Él no la ayudaría. No ayudaría a una criatura indefensa. Su hija iba a morir.
Abby, convulsionada por los sollozos, sintió una mano sobre el hombro. Unos brazos bondadosos la atrajeron hacia sí y unos dedos llenos de ternura le apartaron hacia atrás los cabellos mientras lloraba en el regazo de una mujer. La mano de otra persona le tocó la espalda y sintió el cálido consuelo de la magia filtrándose en su interior.
—Está matando a mi hija… —lloró—. Lo odio.
—Tranquila, Abigail —dijo la voz sobre su cabeza—. Es normal llorar por un dolor como ése.
Abby se secó los ojos, pero no podía detener las lágrimas. La hechicera estaba allí, junto a ella, al pie de los escalones.
Abby alzó los ojos hacia la mujer en cuyos brazos consoladores descansaba. Era la mismísima Madre Confesora. Pero cualquier sensación de asombro fue anulada por un océano de desesperanza, y toda cautela resultó absurda de repente. La mujer podía hacerle lo que quisiera, a Abby tanto le daba. ¿Qué importaba, qué importaba nada, ahora?
—Es un monstruo —sollozó—. El nombre le hace justicia. Es el aciago Viento de la Muerte. Esta vez es a mi pequeña a la que mata, no al enemigo.
—Comprendo por qué te sientes así, Abigail —dijo la Madre Confesora—, pero no es cierto.
—¿Cómo podéis decir eso? ¡Mi hija todavía no ha tenido una oportunidad de vivir, y él la matará! Mi esposo morirá. Mi padre, también, pero ellos han tenido una oportunidad de vivir una vida. ¡Mi pequeña no!
Volvió a gemir histéricamente, y la Madre Confesora de nuevo la rodeó con sus brazos para consolarla. Consuelo no era lo que Abby quería.
—¿Sólo tienes una criatura? —preguntó la hechicera.
Abby asintió a la vez que tomaba aire.
—Tuve otra, un niño, pero murió al nacer. La comadrona dijo que no tendré más. Mi pequeña Jana es todo lo que tendré. —La idea le produjo un dolor desgarrador—. Y él la matará. Igual que mató al hombre que entró antes que yo. El mago Zorander es un monstruo. ¡Ojalá los buenos espíritus lo fulminen!
Con una expresión conmovida, la hechicera le apartó los cabellos de la frente.
—No lo comprendes. Sólo ves una parte de ello. No hablas en serio.
Pero ella sí lo hacía.
—Si tuvieras…
—Delora lo comprende —dijo la Madre Confesora, indicando con un ademán a la hechicera—. Tenía una hija de diez años, y también un hijo.
Abby alzó la vista para mirar con atención a la hechicera. Ésta le dedicó una sonrisa comprensiva y asintió con la cabeza para confirmar la veracidad de lo dicho.
—También yo tengo una hija —siguió diciendo la Madre Confesora—. Tiene doce años. Tanto Delora como yo comprendemos tu dolor. También lo comprende el Primer Mago.
Abby apretó aún más los puños.
—No podría. Apenas es más que un muchacho, y quiere matar a mi pequeña. Es el Viento de la Muerte y eso es todo lo que le importa… ¡matar gente!
La Madre Confesora dio unas palmaditas sobre el peldaño de piedra junto a ella.
—Abigail, siéntate aquí a mi lado. Deja que te hable del hombre de ahí dentro.
Llorando todavía, Abby se incorporó penosamente y se dejó caer sobre el escalón. La Madre Confesora tendría unos doce o catorce años más que ella, y un rostro agradable. La larga y abundante cabellera le llegaba hasta la cintura, y su sonrisa era afectuosa. A Abby jamás se le había pasado por la cabeza pensar en una Confesora como una mujer, pero eso era lo que veía en estos momentos. No temía a esa mujer como la había temido antes. Nada de lo que hiciera podría ser peor que lo que ya se había hecho.
—Cuidé de Zeddicus en algunas ocasiones cuando él no era más que un pequeño que apenas caminaba y yo todavía me hallaba en los inicios de la pubertad. —La Madre Confesora miró al vacío con una sonrisa nostálgica—. Le di azotes en el trasero cuando se portaba mal, y más tarde le retorcí la oreja en más de una ocasión para obligarle a permanecer sentado durante una clase. Era un diablillo, impulsado no por la malicia sino por la curiosidad. Al crecer se convirtió en un hombre brillante.
»Durante mucho tiempo, al inicio de la guerra con D’Hara, el mago Zorander no quiso ayudarnos.
No quería combatir, lastimar a gente. Pero al final, cuando Panis Rahl, el caudillo de D’Hara, empezó a utilizar magia para masacrar a nuestra gente, Zedd supo que la única esperanza de salvar más vidas a la larga radicaba en pelear.