Mariska colocó la punta del cuchillo tan cerca de un ojo de la joven que le rozó las pestañas. Abby tuvo miedo de pestañear.

—Llega tarde, y clavaré mi cuchillo en el ojo de la pequeña Jana. Se lo atravesaré. Le dejaré el otro para que pueda contemplar cómo le arranco el corazón a su padre, de modo que sepa lo mucho que dolerá cuando se lo haga a ella. ¿Entendido, querida?

Abby sólo pudo gemir que lo entendía, mientras las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas.

—Buena chica —susurró Mariska desde tan cerca que Abby se vio obligada a respirar el especiado hedor de la cena a base de salchichas de la mujer—. Si sospechamos siquiera de la existencia de cualquier truco, todos ellos morirán.

—No habrá trucos. Me daré prisa. Os lo llevaré.

Mariska le besó la frente.

—Eres una buena madre. —Soltó los cabellos de Abby—. Jana te quiere. Te llama a gritos día y noche.

Después de que Mariska cerrara la puerta, Abby se enroscó en un tembloroso ovillo sobre la cama y lloró con los nudillos apretados contra los ojos.

Delora se inclinó hacia ella mientras avanzaban por el amplio terraplén.

—¿Estás segura de que te encuentras bien, Abigail?

El viento le lanzaba los cabellos contra el rostro. Apartándoselos de los ojos, Abby contempló cómo la extensa ciudad situaba abajo empezaba a tomar forma surgiendo de la penumbra. La joven había estado rezando una silenciosa plegaria al espíritu de su madre.

—Sí. Simplemente he pasado una mala noche. No he podido dormir.

La Madre Confesora presionó un hombro contra Abby.

—Lo comprendemos. Al menos ha accedido a verte. Que eso te dé ánimos. Es un buen hombre, realmente lo es.

—Gracias —murmuró Abby, avergonzada—. Gracias a las dos por ayudarme.

Las personas que aguardaban a lo largo del terraplén —magos, hechiceras, oficiales y otros— callaron por un momento e hicieron una reverencia a la Madre Confesora al pasar las tres mujeres. Entre varias personas que reconoció del día anterior, Abby vio al mago Thomas, rezongando para sí y pareciendo tremendamente impaciente e irritado mientras hojeaba desmañadamente un puñado de papeles cubiertos de lo que la joven reconoció como símbolos mágicos.

Al final del terraplén llegaron ante la fachada de una torre de piedra. La cornisa de un empinado tejado de tejas de pizarra sobresalía por encima de una puerta baja con la parte superior redondeada. La hechicera golpeó brevemente con los nudillos, luego alzó la manilla y abrió la pesada puerta de roble sin molestarse en esperar una respuesta. Abby frunció la frente y ella lo advirtió.

—Rara vez oye los golpes en la puerta —explicó en un murmullo.

La apartada habitación contenía estantes atiborrados con tarros, jarras y recipientes de cristal de color que contenían lo que Abby imaginó debían de ser sustancias extrañas. Una diversidad de cajas pequeñas ornamentadas colocadas en esquinas y muy arriba ocultaba a la vista lo que tenían que ser secretos. Pesados libros apilados por todas partes aludían a conocimientos abstrusos. Los lomos de los libros estaban recubiertos de soberbios dibujos y también de palabras en lenguas exóticas, todos en tinta dorada. Algunos de los tomos estaban guardados en vitrinas, junto con unos cuantos objetos de formas curiosas adornados con dibujos extraños.

La piedra primorosamente encajada de las paredes y las gruesas vigas de roble conferían a la habitación un aire acogedor. Una ventana redonda a la derecha de Abby daba a la ciudad situada abajo y otra en la pared opuesta miraba a los elevadísimos muros del Alcázar. Las paredes más altas resplandecían con un tono rosado bajo los primeros rayos tenues del amanecer. Un ornamentado candelabro de hierro sujetaba un montón de velas que proporcionaba un resplandor cálido a la estancia.

El mago Zorander, con los rebeldes cabellos ondulados de color castaño cayéndole alrededor del rostro, estaba absorto en el estudio de un libro que tenía abierto ante él. El pulido tablero del magnífico escritorio brillaba como un espejo y lucía un elaborado reborde labrado. Un labrado más pronunciado en una pesada silla de roble de respaldo recto detrás del mago relucía a la luz de las velas. Sobre un arcón, a un lado, descansaba una taza alta de peltre y un plato con los restos de una comida finalizada hacía mucho.

—Mago Zorander —anunció la hechicera—, traemos a Abigail, nacida de Helsa.

—¡Diantre, mujer! —refunfuñó el mago sin alzar la vista—. He oído tu llamada, como hago siempre.

—A mí no me digas palabrotas, Zeddicus Zu’l Zorander —rezongó Delora.

Él hizo caso omiso de la hechicera, frotándose la lampiña barbilla mientras examinaba el libro que tenía delante.

—Bienvenida, Abigail.

Los dedos de Abby manipularon el saco. Pero entonces recordó sus buenos modales y efectuó una reverencia.

—Gracias por recibirme, mago Zorander. Es de vital importancia que obtenga vuestra ayuda. Como ya os conté, las vidas de criaturas inocentes están en juego.

El mago Zorander finalmente alzó la mirada. Tras evaluarla durante un buen rato se puso en pie.

—¿Dónde está situada la línea?

Abby dirigió una veloz mirada a la hechicera, situada a un lado, y luego a la Madre Confesora, que estaba en el otro. Ninguna le devolvió la mirada.

—Perdonadme, mago Zorander… ¿La línea?

La frente del mago se arrugó.

—Otorgas un mayor valor a una vida debido a su corta edad… La línea, querida criatura, que cuando se cruza convierte el valor de una vida en nimio. ¿Dónde está esa línea?

—Pero un niño…

Él alzó un dedo admonitorio.

—Ni se te ocurra jugar con mis emociones atosigándome con el valor de la vida de un niño, como si pudiera ponerse un valor mayor a la vida debido a la edad. ¿Cuándo vale menos una vida? ¿Dónde está la línea? ¿A qué edad? ¿Quién lo decide?

»Toda vida tiene valor. El que está muerto está muerto, no importa la edad. No pienses que darás lugar a una suspensión de mi razón con una tergiversación insensible y calculada de las emociones, como un ladino político agitando las pasiones de una turba insensata.

Abby se quedó sin habla ante tal amonestación.

El mago dirigió la atención a la Madre Confesora.

—Hablando de políticos, ¿qué dijo el consejo?

La Madre Confesora enlazó las manos y suspiró.

—Les transmití tus palabras. Sencillamente, no les importó. Quieren que se haga.

Él gruñó su descontento.

—¿Eso es lo que quieren? —Sus ojos color avellana se giraron hacia Abby—. Parece que al consejo no le importan ni siquiera las vidas de niños, cuando los niños son d’haranianos. —Se pasó una mano por los cansados ojos—. No puedo decir que no comprendo su razonamiento, o que no estoy de acuerdo con ellos, pero queridos espíritus, no son ellos quienes tienen que hacerlo. No será por su mano. Será por la mía.

—Lo comprendo, Zedd —murmuró la Madre Confesora.

De nuevo, el mago pareció advertir la presencia de Abby delante de él. La observó con atención como si cavilara, y aquello provocó cierta inquietud en la joven. Él alargó la mano.

—Veámoslo.

Abby se aproximó más a la mesa a la vez que introducía la mano en su saco.

—Si no se os puede persuadir para que ayudéis a gente inocente, entonces a lo mejor esto significa algo más para vos.

Sacó el cráneo de su madre del saco y lo depositó en la palma del mago.

—Es una deuda de huesos. Declaro vencida la deuda.

El mago enarcó una ceja.

—Lo habitual es traer solo un fragmento de hueso, pequeña.

Abby sintió que enrojecía.

—No lo sabía —tartamudeó—. Quería estar segura de que había suficiente para… quería estar segura de que me creeríais.

Él pasó una mano con suavidad por la parte superior del cráneo.

—Un pedazo más pequeño que un grano de arena es suficiente. —Observó con atención los ojos de Abby—. ¿No te lo dijo tu madre?

Ella negó con la cabeza.

—Dijo solamente que era una deuda pasada a vos por vuestro padre. Dijo que la deuda debía pagarse si se declaraba vencido el plazo.

—Ya lo creo que debe pagarse… —musitó él.

Zedd se sentó ante el escritorio para examinar el aterrador tesoro de Abby. Ella observó con el alma en vilo cómo su mano se deslizaba de un lado a otro por el cráneo de su madre. El hueso era de color mate y estaba manchado por la tierra de la que Abby lo había extraído, no era en absoluto del blanco prístino que la joven había imaginado que sería. La había horrorizado tener que desenterrar los huesos de su madre, pero la alternativa la horrorizaba aún más.

Bajo los dedos del mago, el hueso del cráneo empezó a resplandecer con una tenue luz ambarina. Abby casi se quedó sin respiración cuando el aire zumbó como si los espíritus mismos susurraran al mago. La hechicera empezó a toquetear las cuentas de su cuello. La Madre Confesora se mordisqueó el labio. Abby rezó.

El mago Zorander depositó el cráneo sobre el escritorio y se puso en pie, dándoles la espalda. El resplandor ambarino desapareció.

Al ver que él no decía nada, Abby habló en medio del sofocante silencio.

—¿Bien? ¿Estáis satisfecho? ¿Ha demostrado vuestro examen que es una deuda auténtica?

—Oh, sí —contestó él en voz baja, sin volverse—. Es una deuda de huesos auténtica, que vincula hasta que sea pagada la deuda.

Los dedos de Abby empezaron a dar tirones al borde deshilachado del saco.

—Os lo dije. Mi madre no me habría mentido. Me dijo que si no se pagaba mientras estaba viva, se convertía en una deuda de huesos a su muerte.

El mago se dio la vuelta despacio para encararse con ella.

—¿Y te contó cómo se generó la deuda?

—No. —Abby lanzó una furtiva mirada a Delora antes de seguir diciendo—: La hechiceras guardan bien sus secretos, y revelan sólo lo que sirve a sus propósitos.

Con una leve sonrisa, él gruñó su acuerdo.

—Ella dijo solamente que eran vuestro padre y ella quienes estaban ligados por ella, y que hasta que se pagara seguiría transmitiéndose a los descendientes de cada uno.

—Tu madre dijo la verdad. Pero eso no significa que deba pagarse ahora.

—Es una deuda de huesos solemne. —La frustración y el miedo de Abby brotaron cargados de veneno—. ¡Yo declaro vencida la deuda! ¡Os someteréis a esa obligación!

Tanto la hechicera como la Madre Confesora desviaron la mirada a las paredes, incómodas ante el hecho de que una simple mujer, una mujer sin el don, alzara la voz al Primer Mago. Abby se preguntó si no acabaría siendo fulminada allí mismo por tal insolencia. Pero si él no la ayudaba, eso no importaría.

La Madre Confesora desvió los posibles resultados del arrebato de Abby con una pregunta:

—Zedd, ¿te informó tu lectura de cómo se originó la deuda?

—Pues claro —respondió él—. También mi padre me habló de una deuda. Mi examen me ha demostrado que ésta es la deuda de la que me habló, y que la mujer que tengo delante lleva con ella la otra mitad del vínculo.

—Así pues, ¿cómo se originó? —preguntó la hechicera.

—Parece que se me ha ido de la cabeza. —Giró las palmas hacia arriba a la vez que dedicaba a la hechicera una breve mueca—. Lo siento. Últimamente me he vuelto más olvidadizo que de costumbre.

—¿Y tú osas llamar «reservadas» a las hechiceras? —replicó Delora.

El mago Zorander la observó distraídamente un momento antes de volverse hacia la Madre Confesora mostrando un semblante decidido.

—El consejo quiere que se haga, ¿verdad? —Mostró una sonrisa sombría y astuta—. Entonces se hará.

La Madre Confesora ladeó la cabeza.

—Zedd…, ¿estás seguro respecto a esto?

—¿Respecto a qué? —preguntó Abby—. ¿Vais a satisfacer la deuda o no?

El mago encogió los hombros.

—Has declarado vencida la deuda. —Cogió un libro pequeño de la mesa y lo introdujo en un bolsillo de su túnica—. ¿Quién soy yo para discutirlo?

—Queridos espíritus… —musitó la Madre Confesora para sí—. Zedd, sólo porque el consejo…

—No soy más que un mago —repuso él, interrumpiéndola— que sirve a las necesidades y deseos del pueblo.

—Pero si viajas a ese lugar te estarás exponiendo a un peligro innecesario.

—Debo estar cerca de la frontera…, o el hechizo reclamará partes de la Tierra Central. El Vado del Coney es un lugar tan bueno como cualquier otro para prender la conflagración.

Fuera de sí por el alivio que sentía, Abby apenas oía nada más de lo que el mago decía.

—Gracias, mago Zorander. Gracias.

Zedd rodeó la mesa con pasos firmes y le agarró el hombro con sus dedos finos que, sin embargo, tenían una fuerza sorprendente.

—Estamos ligados, tú y yo, por una deuda de huesos. Las sendas de nuestras vidas se han cruzado.

Su sonrisa resultaba a la vez triste y sincera. Los fuertes dedos se cerraron alrededor de su muñeca, alrededor del brazalete, y depositó en las manos de la joven el cráneo de su madre.

—Por favor, Abby, llámame Zedd.

A punto de llorar, ella asintió.

—Gracias, Zedd.

En el exterior, bajo las primeras luces del día, fueron abordados por la muchedumbre que aguardaba. El mago Thomas, agitando sus papeles, se abrió paso a empujones.

—¡Zorander! He estado estudiando estos elementos. Tengo que hablar contigo.

—Habla, pues —respondió el Primer Mago mientras seguía andando con paso decidido.

La multitud fue tras él.

—Esto es una locura.

—Jamás dije que no lo fuera.

El anciano mago blandió los papeles como si éstos pudieran dar fe de ello.

—¡No puedes hacerlo, Zorander!

—El consejo ha decidido que tiene que hacerse. Hay que poner fin a la guerra mientras llevamos ventaja y antes de que Panis Rahl idee algo que no seamos capaces de contrarrestar.

—No, a lo que me refiero es a que he estudiado esta cosa, y no podrás hacerlo. No comprendemos el poder que manejaban esos magos. He revisado los elementos que me has mostrado. Incluso intentar invocar tal cosa creará un calor extremadamente intenso.

Zedd se detuvo y acercó el rostro a Thomas. Enarcó las cejas en fingida sorpresa.

—¿De verdad, Thomas? ¿Eso crees? ¿Poner en marcha un hechizo de luz que desgarrará el tejido del mundo de la vida podría causar una inestabilidad en los elementos del campo de la telaraña mágica?

Thomas correteó tras Zedd cuando éste se marchó echando humo.

—¡Zorander! ¡No podrás controlarlo! Si fueses capaz de invocarlo… y no estoy diciendo que crea que puedes… abrirías una brecha en la Gracia. La invocación utiliza calor. La brecha lo alimenta. No serás capaz de controlar la cascada… ¡Nadie puede hacer algo así!

—Yo puedo hacerlo —rezongó el Primer Mago.

Thomas agitó enfurecido los papeles que sujetaba en ambos puños.

—¡Zorander, tu arrogancia acabará con todos nosotros! Una vez abierto, el velo quedará desgarrado y toda vida será consumida. Exijo ver el libro en el que hallaste ese hechizo. Exijo verlo por mí mismo. ¡Todo ello, no tan sólo partes!

El Primer Mago hizo un alto y alzó un dedo.

—Thomas, si tú tuvieras que ver el libro, entonces tú serías el Primer Mago y tendrías acceso al enclave privado del Primer Mago. Pero no lo eres y no lo tienes.

El rostro de Thomas enrojeció violentamente por encima de su barba blanca.

—¡Esto es un insensato acto de desesperación!

El mago Zorander efectuó un veloz movimiento con el dedo. Los papeles volaron de la mano del anciano mago y ascendieron por los aires, formando un remolino que empezó a arder y estalló, convirtiéndose en cenizas que el viento arrastró con él.

—En ocasiones, Thomas, todo lo que le queda a uno es un acto de desesperación. Soy el Primer Mago, y haré lo que debo. No hay más que hablar. No escucharé nada más. —Dio media vuelta y agarró la manga de un oficial—. Alerta a los lanceros. Reúne a toda la caballería disponible. Cabalgamos hacia la Cuenca del Pendisan de inmediato.

El hombre se golpeó el pecho en un veloz saludo antes de alejarse a toda prisa. Otro oficial, de más edad y que parecía tener un rango mucho más elevado, carraspeó.

—Mago Zorander, ¿puedo conocer vuestros planes?

—Se trata de Anargo —manifestó el Primer Mago—, es la mano derecha de Panis Rahl, en combinación con él conjura la muerte para que nos acose. Expresado con toda sencillez, tengo intención de enviar la muerte de vuelta contra ellos.

—¿Conduciendo a los lanceros a la Cuenca del Pendisan?

—Sí. Anargo se ha hecho fuerte en el Vado del Coney. Tenemos al general Brainard dirigiéndose al norte en dirección a la Cuenca del Pendisan, al general Sanderson girando rápidamente al sur para unirse a él, y a Mardale cargando desde el sudoeste. Nosotros entraremos allí con los lanceros y todos los demás hombres que puedan acompañarnos.

—Anargo no es estúpido. No sabemos cuántos otros magos y personas con el don lo acompañan, pero sabemos de qué son capaces. Nos han hecho derramar sangre una y otra vez. Finalmente, les hemos asestado un golpe. —El oficial escogió sus palabras con cuidado—. ¿Por qué creéis que aguardan? ¿Por qué sencillamente no han vuelto a D’Hara?

Zedd posó una mano en la pared almenada y contempló el amanecer, y la ciudad situada abajo.

—Anargo disfruta con el juego. Lo lleva a cabo con gran dramatismo y teatralidad; quiere que pensemos que están maltrechos. La Cuenca del Pendisan es el único terreno en todas esas montañas que puede atravesar un ejército con cierta rapidez. El Vado del Coney proporciona un campo amplio para una batalla, pero no lo bastante amplio para permitirnos maniobrar con facilidad, o flanquearles. Intenta atraernos allí.

El oficial no pareció sorprendido.

—Pero ¿por qué?

Zedd se volvió hacia su interlocutor.

—Evidentemente, cree que en un terreno así puede derrotarnos. Yo creo lo contrario. Él sabe que no podemos permitir que la amenaza permanezca allí, y conoce nuestros planes. Su idea es arrastrarme hasta allí, matarme y eliminar la amenaza que sólo yo mantengo sobre ellos.

—Así pues… —razonó el oficial en voz alta—, estáis diciendo que, para Anargo, vale la pena correr ese riesgo.

Zedd clavó una vez más la mirada en la ciudad situada bajo el Alcázar del Hechicero.

—Si Anargo tiene razón, podría ganarlo todo en el Vado del Coney. Cuando haya acabado conmigo, soltará a su gente dotada con el don sobre nosotros, masacrará al grueso de nuestras fuerzas en un único lugar, y luego, virtualmente sin oposición, extirpará el corazón a la Tierra Central: Aydindril.

»Lo que Anargo tiene planeado es que, antes de que lleguen las nieves, me habrá matado a mí, habrá aniquilado el conjunto de nuestras fuerzas, tendrá encadenada a la población de la Tierra Central, y podrá entregar el látigo a Panis Rahl.

El oficial se lo quedó mirando, anonadado.

—¿Y planeáis hacer lo que Anargo espera y enfrentaros a él allí?

Zedd se encogió de hombros.

—¿Qué elección tengo?

—¿Y sabéis al menos cómo planea mataros Anargo, de modo que podamos tomar precauciones? ¿Tomar medidas preventivas?

—Me temo que no. —Irritado, agitó una mano para dar por finalizada la cuestión y se dirigió hacia Abby—. Los lanceros tienen caballos veloces. Cabalgaremos duro. Estaremos en tu hogar pronto… llegaremos allí a tiempo… y entonces nos ocuparemos de nuestro asunto.

Abby se limitó a asentir. No podía expresar en palabras el alivio que experimentaba por habérsele concedido su petición, ni podía explicar la vergüenza que sentía por haber obtenido respuesta a su plegaria.

Pero principalmente, no podía articular una palabra por el horror que le producía lo que estaba haciendo, pues conocía el plan de los d’haranianos.

Las moscas pululaban alrededor de los restos resecos de vísceras, que era todo lo que quedaba de los preciados cerdos de Abby. Al parecer, incluso el ganado para cría que a Abby le habían dado sus padres como regalo de boda, había sido sacrificado y requisado.

Los padres de Abby también le habían escogido esposo. Abby no lo había visto nunca antes: procedía de la ciudad de Lynford, donde su madre y su padre compraban los cerdos. Abby había estado fuera de sí, por la ansiedad respecto a quién elegirían sus padres para ser su esposo. Había esperado que fuera un hombre animoso, un hombre que llevara una sonrisa a las dificultades de la vida.

La primera vez que vio a Philip, pensó que debía de ser el hombre más serio del mundo. Le pareció como si su joven rostro no hubiera sonreído ni una vez en toda su vida. Aquella primera noche, tras conocerlo, lloró hasta quedar dormida, entre especulaciones de lo que sería tener que compartir su vida con un hombre tan solemne. Pensó que su vida había quedado atrapada en los dientes afilados de un lúgubre destino.

Sin embargo, Abby acabó descubriendo que Philip era un hombre trabajador que contemplaba la vida a través de una gran sonrisa. Aquel primer día, más adelante lo averiguó, él había estado mostrando su semblante más formal para que su nueva familia no lo considerara un vago indigno de su hija. En muy poco tiempo, Abby había averiguado que Philip era un hombre con quien podía contar, y para cuando nació Jana, había llegado a amarle.

Ahora Philip, y tantísimas otras personas, contaban con ella.

La joven se restregó las manos entre sí para limpiarlas tras volver a enterrar los huesos de su madre. Al regresar dando la vuelta a la casa descubrió que las cercas que Jana había contemplado a Philip reparar tan a menudo estaban todas derribadas, además de que faltaban las puertas del granero. Y cualquier cosa que un animal o un humano pudiera comer había desaparecido. La joven no podía recordar haber visto jamás su hogar con un aspecto tan yermo.

No importaba, se dijo. No importaba si al menos Jana le era devuelta. Las cercas podían repararse. Los cerdos podían reemplazarse, de algún modo, algún día. Jana no podría ser reemplazada jamás.

—Abby —dijo Zedd mientras paseaba con detenimiento la mirada por las ruinas del hogar de la joven—, ¿cómo es que no te cogieron, cuando a tu esposo e hija y a todos los demás sí?

Abby cruzó el destrozado umbral, pensando que su casa nunca había parecido tan pequeña. Antes de que fuera a Aydindril, al Alcázar del Hechicero, su hogar le había parecido tan grande como cualquier cosa que pudiera imaginar. Allí, Philip había reído y llenado la sencilla habitación con su buen ánimo y su conversación, y con carbón vegetal había dibujado animales en el hogar de piedra para Jana.

Abby señaló con la mano.

—Bajo esa puerta está la bodega de los vegetales. Es donde estaba yo cuando oí las cosas que te conté.

Zedd pasó la punta de la bota por encima del hueco que servía como punto de agarre para poder abrir la trampilla.

—¿Se llevaban a tu esposo, y a tu hija, y te quedaste ahí abajo? ¿Mientras tu hija te llamaba a gritos, no subiste corriendo para ayudarla?

Abby tuvo que obligarse a hablar:

—Sabía que si subía me cogerían también a mí. Sabía que la única posibilidad que tenía mi familia era si yo esperaba y luego iba en busca de ayuda. Mi madre siempre me dijo que incluso una hechicera no era más que una idiota si actuaba como tal. Siempre me dijo que meditara las cosas primero.

—Un consejo sensato.

Zedd depositó en el suelo un cazo que había sido abollado y agujereado. Posó una mano con ternura en el hombro de la joven.

—Debió de ser duro dejar a tu hija llamándote entre lágrimas, y hacer lo sensato.

Abby sólo consiguió emitir un susurro:

—Los espíritus saben que así es. —Señaló fuera de la ventana—. En esa dirección… cruzando el río Coney… está la ciudad. Se llevaron a Jana y a Philip con ellos mientras seguían adelante para coger a toda la gente de la ciudad. Tenían a otros, también, que habían capturado ya. El ejército acampó en las colinas más allá del río.

Zedd permaneció durante un rato contemplando en silencio las distantes colinas. Cuando por fin habló, dio la impresión de que hablaba más para sí que para ella:

—Pronto, espero, esta guerra finalizará. Queridos espíritus, permitid que finalice.

Recordando la advertencia de la Madre Confesora de que no repitiera la historia que le contó, Abby en ningún momento le preguntó por su hija ni por su esposa asesinada. Cuando durante el veloz viaje de vuelta al Vado del Coney ella mencionó su amor por Jana, al mago debió de partírsele el alma al pensar en su propia hija en las brutales manos del mismo enemigo, sabiendo que había dejado que se enfrentara a la muerte para que no murieran muchos más.

Zedd empujó una puerta.

—¿Y qué hay aquí atrás? —preguntó a la vez que introducía la cabeza en la habitación.

Abby abandonó sus pensamientos.

—El dormitorio. Tiene una puerta que da al huerto y al granero.

Aunque él ni una sola vez mencionó a su esposa muerta ni a su hija desaparecida, el conocimiento que Abby tenía de su existencia corroía a ésta igual que un río crecido en primavera desgastaba los restos del hielo del invierno.

Zedd volvió a entrar en la habitación principal en el mismo instante en que Delora llegaba sin hacer ruido por la entrada principal.

—Tal como dijo Abigail, la ciudad situada al otro lado del río ha sido saqueada —informó la hechicera—. Por lo que parece, se llevaron a todo el mundo.

Zedd se echó atrás la ondulada cabellera.

—¿A qué distancia está el río?

Abby señaló con un ademán al otro lado de la ventana. Anochecía.

—Justo ahí. Una caminata de sólo unos pocos minutos.

En el valle, poco antes de unirse al Kern, el río Coney aminoraba la marcha y se ensanchaba, pero en general era lo bastante poco profundo como para cruzarlo con facilidad. Aunque el río tenía casi medio kilómetro de anchura en la mayor parte del valle, su profundidad no rebasaba en ningún lugar la altura de la rodilla. Únicamente durante el deshielo primaveral de vez en cuando cruzarlo resultaba traicionero. Por ello no había puente, la calzada simplemente conducía hasta la orilla del río y volvía a iniciarse en el otro lado. La ciudad de Vado del Coney se hallaba a unos tres kilómetros más allá, en el terreno elevado donde estaban las colinas, a salvo de inundaciones primaverales, como también lo estaba el montículo en el que se alzaba la granja de Abby.

Zedd tomó a Delora por el codo.

—Cabalga de vuelta y di a todo el mundo que mantengan la posición. Si algo sale mal… bueno, si algo sale mal, deben atacar. La legión de Anargo debe ser detenida, incluso aunque tengan que penetrar en D’Hara tras ellos.

Delora no pareció complacida.

—Antes de que partiéramos, la Madre Confesora me hizo prometer que me asegurara de que no te quedaras solo. Me dijo que me encargara de que siempre hubiera cerca personas con el don por si las necesitabas.

También Abby había oído a la Madre Confesora dar esas órdenes, y al volver la mirada hacia el Alcázar mientras cruzaban el puente de piedra, la había visto sobre una fortificación elevada, observando su partida. Aquella mujer la había ayudado cuando Abby había temido que todo estaba perdido. Se preguntó qué sería de ella.

Entonces recordó que no tenía que preguntárselo. Lo sabía.

El mago hizo caso omiso de lo que la hechicera había dicho.

—En cuanto ayude a Abby, la enviaré de vuelta también a ella. No quiero a nadie cerca cuando desencadene el hechizo.

Delora lo agarró por el cuello de la túnica y lo acercó a ella. Parecía como si estuviera a punto de darle una buena regañina, pero en su lugar le envolvió en un fuerte abrazo.

—Por favor, Zedd —musitó—, no nos dejes, te queremos a ti como Primer Mago.

Zedd le echó hacia atrás la oscura cabellera.

—¿Y abandonaros a todos en manos de Thomas? —Mostró una sonrisita de suficiencia—. Jamás.

El polvo levantado por el caballo de Delora se dispersó en la creciente oscuridad mientras Zedd y Abby descendían por la ladera en dirección al río. Abby lo condujo por el sendero que atravesaba los altos pastos y juncos, explicando que la senda los ocultaría mejor que la calzada. La joven dio gracias de que él no insistiera en usarla.

Los ojos de Abby se movían con rapidez de las sombras de un lado a las del otro mientras los engullía la maleza. Tenía el pulso acelerado y daba un respingo cada vez que una ramita se partía bajo la presión de un pie.

Sucedió tal y como temía, como sabía que sucedería.

Una figura envuelta en una capa larga con capucha salió disparada de la nada, derribando a Abby.

Ésta vio el destello de un arma al arrojar Zedd al atacante a la maleza. El mago se acuclilló, colocando una mano sobre el hombro de Abby mientras ésta yacía en la hierba, jadeando.

—Mantente agachada —le susurró él en tono apremiante.

Empezó a acumularse luz en sus dedos. Conjuraba magia, y eso era lo que ellos querían que hiciera.

Las lágrimas afloraron, escociéndole en los ojos a Abby. La joven le agarró la manga.

—Zedd, no uses magia. —Apenas podía hablar debido al dolor cada vez más intenso que sentía en el pecho—. No…

La figura surgió de nuevo de la penumbra de los arbustos. Zedd alzó una mano a toda prisa, y la noche se iluminó con un fogonazo de luz abrasadora que golpeó a la figura embozada.

En lugar de caer derribado el asaltante, fue Zedd quien lanzó un grito y cayó hecho un ovillo al suelo. Lo que fuera que había pensado hacer al atacante, había sido vuelto contra él, y ahora lo atenazaba el más terrible de los tormentos, impidiéndole levantarse o hablar. Ése era el motivo de que hubieran querido que conjurase magia: para poder capturarle.

La figura parada junto al mago dirigió una mirada furibunda a Abby.

—Tu parte ha terminado. Vete.

Abby se escabulló al interior de la maleza. La mujer se echó la capucha atrás, y se despojó de la capa. En la casi total oscuridad, Abby pudo ver la larga trenza y el uniforme de cuero rojo de la mujer. Era una de las mujeres sobre las que habían hablado a Abby, las mujeres utilizadas para capturar a los que poseían magia: las mord-sith.

La mord-sith observó con satisfacción mientras el mago a sus pies se retorcía, casi incapaz de respirar a causa del dolor.

—Bueno, bueno. Parece que el Primer Mago acaba de cometer un tremendo error.

Los cintos y correas del uniforme de cuero rojo de la mujer crujieron cuando ésta se inclinó en dirección a él, sonriendo burlona ante su padecimiento.

—Se me ha dado toda la noche para hacer que lamentes haber alzado un dedo para oponernos resistencia. Por la mañana debo permitirte contemplar cómo nuestras fuerzas aniquilan a tu gente. Después, debo llevarte ante lord Rahl en persona, el hombre que ordenó la muerte de tu esposa, de modo que puedas suplicarle que me ordene matarte. —Le asestó una patada—. Pero antes verás morir a tu hija con tus propios ojos.

Zedd sólo pudo chillar de horror y dolor.

Gateando, Abby retrocedió más al interior de la maleza y los juncos. Se secó los ojos intentando ver. Le horrorizaba contemplar lo que le estaban haciendo al hombre que había aceptado ayudarla por el simple motivo de que tenía una deuda con su madre. En cambio, esas otras personas la habían coaccionado para que trabajara para ellos, tomando como rehén la vida de su hija.

Mientras retrocedía, Abby vio el cuchillo que la mord-sith había dejado caer cuando Zedd la había arrojado a la maleza. El cuchillo era un pretexto para empujarlo a actuar; la auténtica arma era la magia. La mord-sith había usado la propia magia de Zedd contra él; la había usado para incapacitarlo y capturarlo, y ahora la usaba para hacerle daño.

Era el precio exigido. Abby había cumplido. No tenía elección.

Pero ¿qué tributo obligaba a pagar a otros?

¿Cómo podía salvarle la vida a su hija a expensas de tantas otras? ¿Crecería Jana para ser una esclava de personas capaces de hacer eso? ¿Porque su madre había sido capaz de permitirlo…? Jana crecería para aprender a inclinarse ante Panis Rahl y sus secuaces, para someterse al mal, o peor aún, crecería para convertirse en una cómplice voluntaria de aquel flagelo, sin saborear la libertad ni conocer el valor del honor.

Con una irrevocabilidad espantosa, todo pareció derrumbarse en la mente de la joven.

Cogió a toda prisa el cuchillo. Zedd gemía de dolor mientras la mord-sith se inclinaba, haciéndole algo repugnante. Antes de que tuviera tiempo de perder su determinación, Abby avanzaba ya en dirección a la espalda de la mujer.

Ella había sacrificado animales, y se dijo que eso no era distinto. No eran personas, sino animales. Alzó el cuchillo.

Una mano se cerró sobre su boca. Otra le agarró la muñeca.

Abby profirió un quejido de protesta contra aquella mano, contra su incapacidad para detener esa locura cuando había tenido la oportunidad. Una boca pegada a su oreja la instó a callar.

Forcejeando con la figura envuelta en una capa con capucha que la sujetaba, Abby giró la cabeza todo lo que pudo, y a las últimas luces del día vio que unos ojos de color violeta le devolvían la mirada. Por un momento fue incapaz de explicarse cómo aquella mujer podía estar allí cuando ella la había visto quedarse atrás. Pero realmente era ella.

Se quedó quieta. La Madre Confesora la soltó y la instó a retroceder. Abby no puso objeciones. Corrió a toda prisa de vuelta al interior de la maleza mientras la Madre Confesora avanzaba sigilosa entre las espectrales sombras, acercándose a la mujer vestida de cuero rojo. La mord-sith estaba doblada al frente, concentrada en su espeluznante tarea con el aullante mago.

A lo lejos, los insectos chirriaron y emitieron chasquidos. La Madre Confesora alargó el brazo hacia la figura de rojo. Las ranas croaron insistentes, ajenas al angustioso dolor de Zedd. No muy lejos el río chapoteó y borbotó como hacía siempre; un sonido familiar y reconfortante que esa noche no proporcionaba el menor consuelo.

Los delicados dedos que en una ocasión habían serenado la frente de Abby hallaron por fin a la mujer vestida de cuero rojo. Por un instante, Abby temió que la perversa mujer pudiera zafarse del contacto y darse la vuelta para desatar su violencia sobre la Madre Confesora.

Y entonces tuvo lugar una violenta y repentina sacudida en el aire. Un trueno sin sonido, que dejó a Abby sin resuello. El tremendo golpe casi la dejó inconsciente, haciendo que todas las articulaciones de su cuerpo ardieran presas de un dolor agudo.

No hubo ningún fogonazo; tan sólo aquel simple e impecable temblor en el aire. El mundo pareció detenerse en el terrible esplendor de aquella energía.

La hierba se aplastó como bajo un viento que irradiara en un círculo desde la mord-sith y la Madre Confesora. Abby fue recuperando la consciencia a medida que el dolor en sus articulaciones se disipaba.

Ella no lo había visto hacer nunca, y había esperado verlo en el transcurso de su vida, pero supo sin un atisbo de duda que acababa de presenciar cómo una Confesora liberaba su poder. Por lo que le había contado su madre, se trataba de la destrucción tan completa de la mente de una persona que no dejaba en ella más que una devoción insensata por la Madre Confesora. Ella no tenía más que preguntar y ellos confesarían cualquier verdad, sin importar el delito que previamente hubieran intentado ocultar o negar.

—Señora… —gimió la mord-sith en un lastimero lamento.

Abby, en un principio anonadada por la conmoción del sordo trueno del poder de la Madre Confesora, y ahora estupefacta ante la abyecta angustia de la mujer hecha un ovillo sobre el suelo, se sobresaltó cuando una mano le agarró el brazo. Se relajó, aliviada, al ver que era el mago.

Con el dorso de la otra mano Zedd se limpió sangre de la boca y se esforzó por recuperar el aliento.

—Déjala hacer.

—Zedd… lo… lo siento tanto. He intentado decirte que no usaras magia, pero no lo he dicho lo bastante alto como para que lo oyeras.

Él consiguió sonreír a pesar del evidente dolor que experimentaba.

—Te he oído.

—Pero ¿entonces por qué has utilizado tu don?

—He pensado que, al final, no serías la clase de persona capaz de hacer una cosa tan terrible, y que mostrarías tu auténtico corazón. —La apartó de los gritos—. Te hemos utilizado. Queríamos que creyeran que habían tenido éxito.

—¿Sabías lo que iba a hacer? ¿Sabías que iba a conducirte a ellos para que pudieran capturarte?

—Tenía una idea bastante clara. Desde el principio parecía haber más en ti de lo que aparentabas. No se te da demasiado bien eso de ser una espía y una traidora. Desde que llegamos aquí has estado vigilando las sombras y pegando saltos ante el chirrido de cualquier insecto.

La Madre Confesora llegó corriendo.

—Zedd, ¿estás bien?

Él le puso una mano en el hombro.

—Estaré perfectamente; —Sus ojos mostraban aún el brillo vidrioso del terror—. Gracias por no llegar tarde. Por un momento, he temido que…

—Lo sé. —La mujer le dedicó una sonrisa—. Esperemos que tu artimaña valga la pena. Tienes hasta el amanecer. Ha dicho que contaban con que te torturaría toda la noche antes de conducirte ante ellos por la mañana. Sus exploradores alertaron a Anargo de la llegada de nuestras tropas.

Atrás la mord-sith chillaba como si la estuvieran desollando viva.

Abby sintió que le corrían escalofríos por los hombros.

—La oirán y sabrán lo que ha sucedido.

—Aun cuando pudieran oírla a esta distancia, pensaran que es Zedd, que está siendo torturado por ella. —La Madre Confesora tomó el cuchillo de la mano de Abby—. Me alegro de que al final hayas recompensado mi fe en ti y hayas elegido no unirte a ellos.

Abby se limpió las palmas en las faldas, avergonzada por todo lo que había hecho, por lo que había tenido intención de hacer. Empezaba a temblar.

—¿Vais a matarla?

La Madre Confesora, a pesar de parecer agotada tras haber tocado a la mord-sith, mostraba todavía una determinación férrea en la mirada.

—Una mord-sith es diferente de cualquier otra persona. No se recupera del contacto de una Confesora. Padecerá un dolor atroz hasta que muera, en algún momento antes de que salga el sol. —Echó una ojeada atrás, en dirección a los gritos—. Nos ha contado todo lo que necesitamos saber, y Zedd debe recuperar su poder. Es lo más piadoso.

—También me concede tiempo para hacer lo que debo hacer. —Los dedos de Zedd giraron el rostro de Abby hacia él, lejos de los alaridos—. Y tiempo para recuperar a Jana. Tendrás hasta la mañana.

—¿Tendré hasta la mañana? ¿Qué quieres decir?

—Te lo explicaré. Pero debemos darnos prisa si quieres tener suficiente tiempo. Ahora quítate la ropa.

Abby se estaba quedando sin tiempo.

Recorría el campamento d’haraniano, manteniéndose muy tiesa y erguida, intentando no parecer desesperada, aunque era así como se sentía. Toda la noche había estado haciendo lo que el mago le había dicho que hiciera: actuar con altanería. A cualquiera que advirtiera su presencia, le dirigía desdén. A cualquiera que mirara en su dirección, con la intención de hablarle, le gruñía.

No eran tantos, sin embargo, los que se atrevían a atraer la atención de lo que parecía ser una mord-sith vestida de cuero rojo. Zedd también le había dicho que mantuviera el arma de la mord-sith en la mano. No parecía otra cosa que una pequeña vara de cuero rojo, y Abby no tenía ni idea de cómo funcionaba —el mago había dicho solamente que involucraba magia, y que ella no podría invocarla en su ayuda—, pero sí tenía un efecto sobre aquellos que la veían en su mano: hacía que volvieran a desvanecerse en la oscuridad, lejos de la luz de las fogatas, lejos de Abby.