Capítulo 21

Pregunté, y me traía sin cuidado si mi voz sonaba normal o no:

— ¿Dónde está Holly?

Ninguno de los que estaban sentados delante del televisor se dio la vuelta.

Mamá, que estaba en la cocina, gritó:

— Ha arrastrado a su tío Shay al piso de arriba para que la ayude con los deberes de matemáticas. Si subes, Francis, diles que la cena estará lista dentro de media hora y que no vamos a esperarlos… ¡Carmel O'Reilly, ven aquí ahora mismo y escúchame bien! No lo dejarán presentarse a los exámenes si va por ahí vestido como Drácula…

Subí las escaleras como si fuera ingrávido. Duraron un millón de años. Por encima de mi cabeza oía la voz de Holly parloteando sobre algo, dulce, feliz e inocente. No respiré hasta que llegué al descansillo de la planta superior, delante de la puerta del apartamento de Shay.

— ¿Era guapa Rosie? — oí preguntar a Holly.

Me detuve tan secamente que casi me empotro contra la puerta, como en unos dibujos animados.

— Sí que lo era — contestó Shay.

— ¿Más guapa que mi mami?

— No conozco a tu mami, ¿recuerdas? Pero, viéndote a ti, diría que Rosie era casi tan guapa. No tanto, pero casi.

Prácticamente pude ver la sonrisa insinuada de Holly al oír aquellas palabras. Parecía que se llevaban bien, sonaban cómodos, tal como sonarían un tío y su sobrina preferida. Shay, el muy cabrón, tenía la sangre fría de sonar sereno.

— Mi papi iba a casarse con ella — continuó Holly.

— Quizás.

— Iba a hacerlo.

— Pero nunca lo hizo. Ven aquí; intentémoslo de nuevo: si Tara tiene ciento ochenta y cinco pececitos de colores y en cada pecera caben siete, ¿cuántas peceras necesita?

— No se casó con ella porque Rosie murió. Les escribió a su padre y a su madre una nota diciéndoles que se iba a Inglaterra con mi papi, pero alguien la mató.

— De eso hace mucho tiempo. Venga, no cambies de tema. Esos pececillos no se van a colocar solos en las peceras.

Una risita seguida de una larga pausa, mientras Holly se concentraba en su división, con algún murmullo alentador esporádico por parte de Shay. Me apoyé en la pared junto al marco de la puerta, recuperé el aliento e intenté ordenar mi pensamiento.

Los músculos de mi cuerpo me pedían irrumpir a la fuerza en aquel piso y agarrar a mi hija, pero el hecho era que Shay no estaba completamente loco (al menos todavía) y que Holly no corría peligro. Más que eso: intentaba hacerlo hablar de Rosie. Y yo he aprendido a las malas que Holly es más pertinaz que prácticamente nadie en este planeta. Todo lo que le sacara a Shay entraría directamente a formar parte de mi arsenal.

— ¡Veintisiete! — exclamó Holly triunfante— . Y en la última sólo caben tres peces.

— Muy bien. Buen trabajo.

— ¿La persona que mató a Rosie, lo hizo para que no se casara con mi padre?

Un segundo de silencio.

— ¿Es eso lo que piensa él?

Pequeño hijo de puta. Apreté con tal fuerza la mano que tenía aferrada a la barandilla que me dolió. Holly contestó en un tono de indiferencia:

— No se lo he preguntado.

— Nadie sabe por qué mataron a Rosie Daly. Y ahora es ya demasiado tarde para averiguarlo. Lo hecho, hecho está.

— Mi papi lo averiguará — refutó Holly, con esa confianza instantánea y sobrecogedora que todavía tienen los críos de nueve años.

— ¿Ah, sí? — preguntó Shay.

— Sí. Me lo ha dicho.

— Bueno — dijo Shay, y debo decir en su favor que casi logró hablar sin virulencia— . Tu padre es un madero. Su trabajo es pensar así. Y ahora ven aquí, voy a leerte otro problema: si Desmond tiene trescientas cuarenta y dos golosinas y las comparte con ocho amigos, ¿cuántas les tocan a cada uno?

— Cuando en el libro pone «golosinas», la seño nos ha dicho que pongamos «piezas de fruta». Porque las golosinas son malas para la salud. A mí me parece una tontería, porque son imaginarias.

— A mí también me parece una chorrada, pero la división sigue siendo exactamente la misma. ¿Cuántas piezas de fruta tocan a cada uno?

El roce rítmico del lápiz contra el papel (llegados a aquel punto tenía el oído tan aguzado que captaba hasta el sonido más sutil procedente del interior del apartamento; probablemente podría haberlos escuchado parpadear a los dos).

— ¿Y qué pasó con el tío Kevin? — preguntó Holly.

Otra leve pausa antes de que Shay replicara:

— ¿Qué pasó con él?

— ¿Lo mató alguien?

— Kevin — dijo Shay, con una voz entrelazada en un nudo extraordinario de cosas que yo jamás había oído antes— . No. A Kevin no lo mató nadie.

— ¿Seguro?

— ¿Qué dice tu padre?

Otra vez ese encogimiento de hombros.

— Ya te lo he dicho antes. No se lo he preguntado. No le gusta hablar del tío Kevin. Por eso te lo pregunto a ti.

— Kevin. Dios. — Shay rió, una risa áspera y vaga— . No sé si ya eres lo bastante mayor para entenderlo. En caso contrario, tendrás que recordarlo hasta que lo seas. Kevin era un niño. Nunca maduró. A los treinta y seis años seguía pensando que en el mundo todo funcionaba como él creía que debía funcionar; jamás se le ocurrió pensar que el mundo seguía su propia marcha, le gustase a él o no. Así que entró en una casa en ruinas en medio de la oscuridad, porque dio por sentado que podía hacerlo sin problemas, y se cayó por la ventana. Fin de la historia.

Noté la madera del pasamanos crujir y retorcerse bajo mi garra. La determinación en su voz me reveló que eso era lo que él iba a sostener durante el resto de su vida. Es posible que incluso se convenciera de ello, aunque lo dudaba. Quizá, si el tiempo se lo hubiera permitido, habría llegado a creérsela alguna vez.

— ¿Qué significa «en ruinas»?

— Que se cae a pedazos. Que es peligrosa.

Holly reflexionó sobre ello y luego dijo:

— Pues no debería haber muerto.

— No — dijo Shay, pero la calidez había abandonado ya su voz: de repente sonaba exhausto— . No debería haber muerto. Nadie quería que muriera.

— En cambio, alguien sí quería que Rosie muriera, ¿no?

— Tampoco. A veces, las cosas simplemente suceden.

— Si mi padre se hubiera casado con ella, no se habría casado con mami — apuntó Holly en tono de desafío—  y yo nunca habría nacido. Yo me alegro de que muriera.

El botón del temporizador del vestíbulo saltó con un ruido como un disparo (ni siquiera recordaba haberlo pulsado al subir) y me hallé en pie, inmóvil, en medio de una negritud absoluta, con el corazón latiéndome a mil por hora. En aquel preciso instante caí en la cuenta de que no le había explicado a Holly a quién iba dirigida la nota de Rosie. La había leído ella misma.

Un segundo después intuí por qué, tras tocarme la fibra sensible con toda esa patraña de ver a sus primitos, se había llevado sus deberes de matemáticas a casa de la abuela. Necesitaba una excusa para quedarse a solas con Shay.

Holly había planeado cada paso de aquello. Había entrado en casa de Shay, había desplegado todas las artimañas para desvelar secretos que le venían de serie (por vía paterna) y, desplegando unos medios tan astutos como letales, había colocado su mano sobre ellas y las había hecho suyas.

«De tal palo tal astilla», me susurró la voz de mi padre al oído y, luego, con un matiz sarcástico: «¿Te crees mejor padre que yo?». Yo dándome ínfulas de superioridad y recreándome en cómo la habían fastidiado Olivia y Jackie, y nada de lo que ninguna de ellas pudiera haber hecho, ni siquiera en un momento olvidado, nos habría salvado de aquello. Todo aquello era mío. Me habría puesto a aullarle a la luna como un hombre-lobo y me habría mordido las muñecas para sacarme aquello de las venas.

— No digas eso — la reprendió Shay— . Está muerta. Olvídala. Déjala descansar en paz. Venga, acaba los deberes de matemáticas.

El suave susurro del lápiz sobre el papel.

— ¿Cuarenta y dos?

— No. Vuelve a comenzar; no estás concentrada.

— ¿Tío Shay? — dijo Holly.

— ¿Ajá?

— Una pregunta. ¿Te acuerdas cuando yo estaba aquí y sonó el teléfono y tú te encerraste en el dormitorio?

Pude oírla aumentando la tensión. Y Shay también: su voz empezaba a revelar las primeras notas de recelo.

— Sí, ¿qué?

— Pues que se me rompió la punta del lápiz y no encontraba un sacapuntas porque Chloe se lo llevó a clase de Dibujo. Esperé un montón de rato, pero tú no dejabas de hablar por teléfono.

Shay preguntó en un tono cariñoso:

— ¿Qué hiciste?

Un silencio prolongado.

— Busqué otro lápiz. En esa cajonera.

Otro silencio prolongado. Sólo se oía a una mujer hablando como una cotorra en la tele del piso inferior, con la voz amortiguada por aquellas gruesas paredes, las pesadas alfombras y los altos techos.

— Y encontraste algo — dijo Shay.

— Lo siento — se disculpó Holly con un hilillo de voz apenas perceptible.

Estuve a punto de atravesar la puerta casi sin molestarme en abrirla. Dos cosas me frenaron de hacerlo. La primera de ellas es que Holly tenía nueve años, creía en las hadas y no estaba segura de si Papá Noel existía. Unos meses atrás me había explicado que, cuando era pequeña, un caballo alado solía llevársela por la ventana de su dormitorio por las noches a explorar el ancho mundo. Si su prueba podía usarse como un arma sólida, si algún día a mí me interesaba que alguien más la creyera, tenía que ser capaz de respaldar su versión. Necesitaba oírselo decir a Shay.

La segunda es que no tenía sentido, o no ahora, irrumpir allí con toda la caballería para salvar a mi hijita del malo de la película. Me quedé mirando a la grieta de luz que rodeaba la puerta y escuché, como si me hallara a un millón de kilómetros y llegara un millón de años tarde. Sabía exactamente qué opinaría Olivia, qué opinaría cualquier ser humano, pero me quedé allí de pie, inmóvil, y dejé que Holly hiciera el trabajo sucio por mí. He hecho las cosas más chungas durante toda mi vida y nada me ha privado del sueño por la noche, pero aquella ocasión era especial. Si existe el infierno, aquel momento en aquel recibidor en la penumbra me franqueó la entrada directa.

Shay preguntó, como si le costara respirar:

— ¿Se lo has contado a alguien?

— No. Ni siquiera sabía qué era hasta que hace un par de días se me ocurrió.

— Holly, cielo, escúchame bien. ¿Sabes guardar un secreto?

Holly respondió con algo que sonó espantosamente a orgullo:

— La vi hace un montón de tiempo, hace un montón de meses, y no se lo he contado a nadie.

— Es verdad. No lo has hecho. Eres una buena chica.

— ¿Ves?

— Sí, lo veo. ¿Crees que podrás seguir guardando el secreto? ¿Seguir sin contárselo a nadie?

Silencio.

— Holly, si se lo cuentas a alguien, ¿qué crees que pasará? — preguntó Shay.

— Que te meteré en problemas.

— Quizá. Yo no he hecho nada malo, ¿me escuchas?, pero hay muchas personas que no lo creerán. Podrían meterme en la cárcel. ¿Te gustaría que eso pasara?

Con voz menguante, Holly contestó, supongo que mirando al suelo:

— No.

— Eso creía. Y aunque no me encerraran, ¿qué crees que pasaría? ¿Qué diría tu padre?

Un resoplido de incertidumbre, una niñita perdida.

— ¿Que se pondría hecho una furia?

— Montaría en cólera. Contigo y conmigo, con los dos, por no decírselo antes. Nunca más te dejaría regresar aquí; no te permitiría volver a vernos a ninguno de nosotros nunca en la vida. Ni a la abuelita, ni a mí ni a Donna. Y se aseguraría por todos los medios de que tu mami y la tía Jackie no encontraran un modo de engañarlo esta vez. — Y al cabo de unos segundos, después de darle tiempo para asimilarlo, agregó— : ¿Y qué más sucedería?

— Que la abuelita se pondría muy triste.

— La abuelita y tus tías y tus primos. Se quedarían destrozados. Nadie sabría qué pensar. Algunos de ellos ni siquiera te creerían. Se declararía una guerra santa. — Otra pausa para impresionarla— . Holly, cariño, ¿es eso lo que quieres?

— No…

— Claro que no. Tú quieres venir a visitarnos cada domingo y pasar bonitas tardes con todos nosotros, ¿verdad? Quieres que tu abuelita te cocine un bizcocho para tu cumpleaños, como hizo para el de Louise, y que Darren te enseñe a tocar la guitarra cuando tengas las manos un poco más grandes. — Sus palabras se deslizaban sobre ella, cálidas y seductoras, envolviéndola y embaucándola— . Quieres que todos estemos juntos, que vayamos a dar paseos juntos, que preparemos la cena, que nos riamos. ¿Verdad que sí?

— Sí. Como una familia normal.

— Exacto. Y las familias normales se cuidan entre sí. Para eso está la familia.

Holly, como buena Mackey que es, hizo lo que le salió de manera natural. Con tan sólo un titubeo, pero con una nueva certeza nacida de lo más profundo de su ser, prometió:

— No se lo contaré a nadie.

— ¿Ni siquiera a tu papi?

— No. A él tampoco.

— Buena chica — la felicitó Shay en un tono tan cariñoso y dulce que la oscuridad que se abría ante mí se volvió de color rojo sangre— . Buena chica. Eres mi sobrinita preferida, ¿lo sabías?

— Sí.

— Y éste será nuestro secreto especial. ¿Me lo prometes?

Se me ocurrieron varias maneras de asesinar a alguien sin dejar huellas. Pero antes de darle tiempo a Holly de prometer nada, tomé aliento y abrí la puerta de un empujón.

Componían una bonita estampa. El apartamento de Shay estaba limpio y apenas tenía muebles, habría podido pasar por un barracón: suelos de madera gastados, cortinas de color verde oliva descoloridas, piezas de mobiliario anodinas y azarosas, y blancas paredes desnudas. Yo sabía por Jackie que llevaba viviendo allí dieciséis años, desde que la vieja loca de la señora Field falleció y dejó aquel piso vacante, pero seguía luciendo el aspecto de una vivienda provisional. Shay podría haber empaquetado sus cosas y haberse largado en un par de horas sin dejar rastro.

Holly y él estaban sentados a una pequeña mesa de madera. Con los libros de Holly esparcidos frente a ellos, parecían salidos de una pintura antigua: un padre y una hija en su buhardilla, en cualquier siglo pasado, absortos en algún relato misterioso. El foco de luz de una lámpara alta los hacía resplandecer como joyas en aquella estancia insulsa, Holly con su cabeza dorada y vestida con su rebeca de color rojo rubí y Shay con un jersey verde botella y su cabello moreno y brillante con reflejos azulados. Había colocado un escabel bajo la mesa para que a Holly no le colgaran los pies. Parecía la última adquisición de mobiliario.

Pero aquella preciosa estampa sólo duró una fracción de segundo. Ambos ahogaron un gritito como un par de adolescentes sorprendidos in fraganti mientras se fuman un porro; el uno la viva estampa del otro, el mismo destello de pánico en los mismos ojos azules.

— ¡Estamos haciendo los deberes de matemáticas! — espetó Holly— . El tío Shay me está ayudando.

A Holly le ardía la cara por estar mintiendo, lo cual me resultó un alivio: empezaba a pensar que se estaba convirtiendo en una superespía fría como el témpano.

— Sí, ya me lo has dicho antes — contesté— . ¿Cómo va?

— Bien. — Le lanzó una mirada rápida a Shay, pero él me observaba fijamente, con ojos inescrutables.

— Me alegro. — Me coloqué detrás de ellos y eché un vistazo sin prisas a los cuadernos por encima de sus hombros— . Bueno, parece que os están saliendo bien las cuentas. ¿Le has dado las gracias a tu tío?

— Sí. Un montón de veces.

Arqueé una ceja en gesto de interrogación dirigido a Shay, quien contestó:

— Sí que lo ha hecho.

— Me alegra saberlo. Soy de los que creen en los buenos modales.

Holly estaba tan incómoda que podría haber saltado de su silla.

— Papi…

— Holly, hijita — la interrumpí— , baja y acaba tus deberes de matemáticas con la abuelita. Si te pregunta dónde estamos el tío Shay y yo, dile que estamos charlando y que bajaremos dentro de un rato. ¿Entendido?

— Entendido. — Había empezado a guardar sus cosas en la mochila del colegio, despacio— . Entonces, ¿no le digo nada más? ¿Sólo eso?

Podía dirigirse a cualquiera de los dos.

— Sólo eso — contesté— , nada más. Tú y yo hablaremos después. Y ahora vete. Sal de aquí pitando.

Holly acabó de guardar sus cuadernos y nos miró a ambos una última vez: la multitud de expresiones enigmáticas que le cruzaron el rostro, mientras intentaba reordenarse el pensamiento con más diligencia de lo que habría hecho ningún adulto, hizo que me asaltaran unas ganas tremendas de dispararle a Shay a las piernas. Holly se fue. De camino a la puerta, apretó su hombro contra mi pierna un segundo; yo quise estrecharla en un gran abrazo de oso, pero me limité a pasarle una mano por su suave cabecita y a darle un apretoncito rápido en la nuca. La escuchamos descender las escaleras corriendo, ligera como un hada sobre una alfombra gruesa, y luego oímos las voces que la saludaban al entrar en casa de mamá.

Cerré la puerta y dije:

— Y yo que me preguntaba a qué se debía que hubiera mejorado tanto haciendo sus cuentas. Qué divertido, ¿no?

— No es tonta. Solamente necesitaba un poco de ayuda — respondió Shay.

— A mí no tienes que decírmelo. Yo ya lo sé. Pero has sido tú quien ha salido en su ayuda. Y creo que mereces que te comunique cuánto te lo agradezco. — Aparté la silla de Holly del foco de luz y del alcance de Shay y me senté— . Tienes un piso bonito.

— Gracias.

— Lo recordaba empapelado con fotografías del padre Pío y apestando a clavos de especia de cuando la señora Field vivía aquí. Seamos honestos: cualquier cambio habría supuesto una mejora.

Shay se acomodó despacio en su silla, en lo que pareció un gesto normal, pero los músculos de sus hombros estaban tensos como los de un gato a punto de saltar.

— ¡Vaya! ¡Menudos modales los míos! ¿Te apetece un trago? ¿Un whisky?

— ¿Por qué no? Así se me abre el apetito para la cena.

Inclinó su silla para llegar al aparador y sacó una botella y dos vasos anchos.

— ¿Hielo?

— Venga. Hagámoslo como es debido.

El hecho de dejarme solo allí hizo que una chispa de destello refulgiera en sus ojos, pero no le quedaba más alternativa. Se llevó los vasos a la cocina: se oyó la puerta del congelador abriéndose y el sonido de los cubitos de hielo al caer en los vasos. Era whisky del bueno, un Tyrconnell de malta.

— Tienes buen gusto — lo felicité.

— ¿Te sorprende? — Shay regresó removiendo los cubitos de hielo en los vasos para enfriarlos— . Y no se te ocurra pedirme nada para mezclar.

— Me ofendes…

— Bien. Sólo quien no sabe apreciar este whisky lo mezclaría.— Nos sirvió tres dedos a cada uno y empujó un vaso por encima de la mesa hacia mí— . Sláinte — brindó, alzando el otro.

— Por nosotros — repliqué yo.

Chocamos los vasos. El whisky dejaba una estela ardiente y dorada, con notas a cebada y a miel. Se me había evaporado toda la rabia; estaba frío, recompuesto y listo como lo había estado siempre en cualquier misión. No quedaba nadie en todo el mundo salvo nosotros dos, observándonos uno a otro por encima de aquella mesa desvencijada, con la cruda luz de la lámpara proyectando sombras como pinturas de guerra sobre el rostro de Shay y apilando grandes montones de ellas en cada rincón. Era una situación perfectamente familiar, casi relajante, como si lleváramos ensayando para aquel momento toda nuestra vida.

— ¿Y bien? — preguntó Shay— . ¿Qué se siente al regresar a casa?

— Ha sido para desternillarse. No me lo habría perdido por nada del mundo.

— Cuéntame: ¿hablabas en serio cuando dijiste que irías viniendo de vez en cuando? ¿O simplemente le seguías la corriente a Carmel?

Le sonreí.

— ¿Crees que lo haría? No, hablaba en serio. Supongo que estarás extasiado ante la idea.

Hizo una mueca con los labios.

— Carmel y Jackie creen que es porque echabas de menos a tu familia. Les encantan los dramas.

— Me duele que digas eso. ¿Crees acaso que no me importa mi familia? No hablo de ti, sino del resto.

Shay soltó una carcajada sin apartar la vista del vaso.

— Venga ya, conmigo no tienes ningún compromiso.

— Voy a decirte algo que quizá no sepas: todos tenemos compromisos. Pero no le des demasiadas vueltas. Compromiso o no, me dejaré caer por aquí con la frecuencia suficiente para mantener a Carmel y a Jackie felices.

— Bien. Recuérdame que te enseñe cómo llevar a papá al lavabo.

— Ah, es verdad, el año que viene tú no andarás mucho por aquí, por todo lo de la tienda de bicicletas y eso…

En el fondo de los ojos de Shay destelló una chispa.

— Sí, así es.

Alcé mi vaso hacia él.

— Buena jugada. Supongo que estarás contento ante las expectativas.

— Me lo merezco.

— Claro que sí. No obstante, permíteme aclararte algo: yo iré y vendré, pero no me voy a instalar aquí. — Eché una ojeada divertida alrededor del apartamento— . Algunos de nosotros tenemos una vida, ya sabes a qué me refiero.

De nuevo esa chispa, aunque logró que no se le alterara la voz.

— Yo no te he pedido que te mudes a ningún sitio. Me encogí de hombros.

— Bueno, pues alguien tendrá que quedarse por aquí. Quizá no lo sepas, pero papá… La verdad es que no tiene ningunas ganas de que lo metan en una clínica de reposo.

— Tampoco te he pedido tu opinión sobre ese tema.

— Desde luego que no. Pero a buen entendedor pocas palabras bastan: papá me ha contado que tiene planes de contingencia. Si yo fuera tú, contaría las pastillas que ingiere.

La chispa prendió como una bengala.

— Espera un segundo. ¿Intentas decirme cuáles son mis obligaciones para con papá? ¿Tú?

— Por descontado que no. Sólo te estoy transmitiendo la información. No me gustaría nada que vivieras toda la vida sintiéndote culpable si algo saliera mal.

— ¿De qué puñetera culpa hablas? Cuéntale tú las pastillas, si quieres. Llevo toda la vida cuidando de todos vosotros. Mi turno ya ha pasado.

— ¿Quieres que te diga algo? — pregunté— . Antes o después vas a tener que abandonar esa idea de que te has pasado la vida siendo el pequeño caballero con armadura resplandeciente que ha salvado a todo el mundo. No me malinterpretes, es bastante entretenido de ver, pero existe una delgada línea entre la ilusión y la alucinación, y creo que tú la has cruzado.

Shay sacudió la cabeza.

— No tienes ni idea — dijo— , ni puta idea.

— ¿No? — repliqué— . Kevin y yo mantuvimos una conversación el otro día sobre cómo nos cuidabas. ¿Y sabes lo que nos vino a la mente? Se acordó Kevin, no yo… El día que nos encerraste en el sótano de la casa en el número dieciséis. ¿Qué edad debía de tener Kev? ¿Dos, tres años a lo sumo? Y treinta años después seguía sintiendo escalofríos ante la mera idea de entrar allí. Es verdad, esa noche se sintió muy bien cuidado por ti.

Shay se recostó en la silla, inclinándose sobre las dos patas traseras de manera peligrosa, y estalló en carcajadas. La luz de la lámpara transformó sus ojos y su boca en cuencas oscuras e informes.

— Aquella noche — repitió— . Es verdad, no me acordaba. ¿Quieres saber qué sucedió aquella noche?

— Que Kevin se meó encima. Estaba prácticamente catatónico. Y yo me destrocé las manos intentando arrancar las tablas de la ventana para que nos pudieran sacar de allí. Eso es lo que ocurrió.

Shay alegó:

— A papá lo despidieron aquel día.

A papá lo despedían siempre, cuando éramos niños, más o menos hasta que dejaron de contratarlo para evitarse el segundo paso. Esos días clave no eran los favoritos de nadie, sobre todo porque solía acabar con el salario de una semana como preaviso.

— Se hizo tarde y seguía sin llegar a casa — explicó Shay— . De manera que mamá nos metió a todos en la cama; en aquella época era cuando los cuatro dormíamos en los colchones en el cuarto de atrás, antes de que naciera Jackie y trasladaran a las chicas a la otra habitación, y no paraba de rezongar: que si esta vez iba a echar la llave y lo iba a dejar fuera de casa, que durmiese en las alcantarillas, que era adonde pertenecía, que a ver si un coche lo atropellaba ya de una vez por todas, le daban una buena paliza y lo metían en la cárcel todo junto. Kevin andaba lloriqueando porque quería ver a su papi, sólo Dios sabe por qué, y mamá le dijo que, si no cerraba la boca y se dormía, papá no regresaría nunca a casa. Y entonces yo pregunté qué pasaría con nosotros y ella me contestó: «Pues que tú te convertirías en el hombre de la casa y tendrías que cuidar de todos. Y seguro que lo harías mejor que ese capullo». Y si Kev tenía dos años, ¿cuántos tenía yo? ¿Ocho, no?

— No sé por qué sospechaba que acabarías convirtiéndote en el mártir de esta historia — observé.

— Entonces mamá salió del cuarto: «Dulces sueños, hijos». Y no sé a qué hora de la madrugada, papá llegó a casa y derribó la puerta. Carmel y yo salimos corriendo al salón y lo vimos arrojando la porcelana de la boda contra la pared, pieza por pieza. Mamá tenía la cara ensangrentada y le gritaba que parase de una vez mientras lo insultaba de todas las maneras habidas y por haber. Carmel corrió hacia él y lo agarró, y él le arreó tal bofetón que la envió volando al otro lado de la habitación. Entonces empezó a gritarnos que los jodidos niños le habían arruinado la vida, que debería ahogarnos a todos como gatitos, cortarnos el pescuezo y volver a ser un hombre libre. Y créeme: hablaba en serio. — Shay se vertió otros dos dedos de whisky y agitó la botella en mi dirección. Lo rechacé con la cabeza— . Como quieras. Papá se encaminó hacia nuestro dormitorio para masacrarnos a todos allí mismo. Mamá se abalanzó sobre él para detenerlo mientras me gritaba que sacara a los pequeños. Yo era el hombre de la casa, ¿no? De manera que os hice levantar a toda prisa y os dije que teníamos que irnos. Tú no dejabas de quejarte y de dar la murga: que si por qué, que si yo no me quiero ir, que si tú no eres mi jefe… Yo sabía que mamá no podría retener a papá durante mucho tiempo, de manera que te di una colleja, me colgué a Kev del brazo y te saqué a rastras estirándote del cuello de la camiseta. ¿Dónde se suponía que debía llevaros? ¿A la comisaría más cercana?

— Teníamos vecinos. Montones de ellos, para ser sinceros.

Un velo del asco más puro le iluminó toda la cara.

— Claro. ¿Qué mejor que andar por todo el barrio lavando los trapos sucios de la familia, brindarles a los vecinos un suculento escándalo para que se alimenten durante el resto de sus vidas? ¿Es eso lo que habrías hecho tú? — Apuró el whisky de un último trago y echó la cabeza hacia atrás, con gesto de dolor, para tragárselo— . Probablemente sí, ahora que lo pienso. Yo habría vivido con vergüenza el resto de mi vida. A los ocho años tenía demasiado orgullo para eso.

— Yo también cuando tenía ocho años. Pero ahora que soy un adulto me cuesta bastante entender por qué debería sentirse uno orgulloso de encerrar a sus hermanos pequeños en una trampa mortal.

— Fue lo mejor que pude hacer por vosotros, joder. ¿Crees que Kevin y tú pasasteis una mala noche? Lo único que tuvisteis que hacer fue quedaros allí tranquilitos hasta que papá perdió el conocimiento y yo vine a recogeros. Lo habría dado todo por quedarme en aquel sótano reconfortante y seguro con vosotros, pero no: yo tuve que regresar a casa.

— Pues envíame la factura de las sesiones del psicólogo. ¿Es eso lo que quieres?

— No busco compasión. Lo único que te digo es que no esperes que me embarque en un gran viaje de culpabilidad porque tú pasaras unos minutos a oscuras cuando eras un crío.

— Por favor, dime que esa pequeña anécdota no fue tu excusa para asesinar a dos personas — dije.

Se produjo un silencio muy largo. Luego Shay preguntó:

— ¿Cuánto tiempo llevabas escuchando detrás de esa puerta?

— No necesitaba oír ni una sola palabra — contesté.

Al cabo de un momento especuló:

— Holly te ha dicho algo.

No respondí.

— Y la has creído.

— Eh, es mi hija. Llámame blando…

Sacudió la cabeza.

— Yo no he dicho eso. Lo único que digo es que no es más que una niña.

— Pero eso no la convierte en una tonta ni en una mentirosa.

— No. Pero sí la dota de una enorme imaginación.

A mí me han llamado de todo, desde machito hasta hijo de perra, y ni siquiera he pestañeado, pero la mera idea de no creer a Holly sólo porque Shay lo dijera empezaba a hacer que se me disparara de nuevo la tensión arterial. Antes de que pudiera darse cuenta, dije:

— Vamos a dejar algo bien claro: no he necesitado que Holly me dijera nada. Sé exactamente lo que les hiciste a Rosie y a Kevin. Lo he sabido durante más tiempo del que tú crees.

Transcurrido un momento, Shay reclinó su silla de nuevo, abrió el aparador y sacó un paquete de cigarrillos y un cenicero: tampoco fumaba delante de Holly. Se tomó su tiempo para pelar el celofán del paquete, golpeó el cajetín contra la mesa, sacó un cigarrillo y lo encendió. Estaba pensando, reordenando sus pensamientos y poniendo distancia para contemplar la nueva composición. Al final dijo:

— Tienes tres cosas. Lo que sabes. Lo que crees que sabes. Y lo que puedes utilizar.

— ¡Lo que me faltaba! ¿Ahora qué vas, de Sherlock Holmes?

Lo vi decidir, vi sus hombros moverse y tensarse.

— Entérate bien: yo no entré en aquella casa con intención de hacerle daño a tu novia — respondió— . Jamás me había cruzado el pensamiento hasta que ocurrió. Sé que te gustaría convertirme en el malo de la película y sé que eso no encajará con lo que probablemente vienes creyendo toda la vida. Pero no fue eso lo que sucedió. No fue para nada tan sencillo.

— Entonces ilumíname. ¿Para qué diablos entraste en aquella casa?

Shay apoyó los codos en la mesa y sacudió la ceniza de su pitillo, observó refulgir el destello naranja y luego atenuarse.

— Desde la primera semana en que empecé a trabajar en la tienda de bicicletas — empezó a explicar—  ahorré hasta el último penique de mi salario. Lo guardaba en un sobre que tenía pegado por la parte de atrás de aquel poster de Farrah Fawcett, ¿te acuerdas?, para que ni tú ni Kevin me lo robarais, ni papá.

— Yo guardaba el mío en mi mochila, pegado con celo por el interior del forro — revelé yo.

— No era mucho, después de lo que le entregaba a mamá y unas cuantas cervezas, pero era lo único que evitaba que me volviera loco en aquel piso: cada vez que lo contaba me decía que para cuando tuviera suficiente dinero ahorrado para pagar el depósito de una habitación amueblada, tú serías lo bastante mayor para cuidar de los pequeños. Carmel te echaría una mano; es una mujer fuerte, siempre lo ha sido. Los dos os las habríais apañado de maravilla hasta que Kevin y Jackie fueran lo bastante mayores como para cuidar de sí mismos. Yo sólo quería un espacio propio donde poder invitar a mis amigos. Poder traer a mi novia a casa. Dormir tranquilamente toda una noche sin necesidad de tener la oreja puesta por si papá perdía los nervios. Un poco de paz y tranquilidad. — El anhelo antiguo y cansado de su voz podría haberme hecho sentir compasión por él de no contar yo con mi propia información— . Estuve a punto de conseguirlo — continuó— . Me faltó esto. Lo primero que iba a hacer a principios de año era empezar a buscar una habitación… Y entonces Carmel se comprometió. Yo sabía que ella querría casarse lo antes posible, en cuanto consiguieran el dinero de la cooperativa de ahorros y crédito. Y no la culpo por ello: se merecía su oportunidad de poder escapar de aquel infierno, igual que yo. Dios sabe que ambos la merecíamos. Quedabas tú.

Me miró cansado, con ojos funestos, por encima del filo de su vaso. No había ni un resquicio de amor fraternal en su mirada, apenas si había reconocimiento; me miraba como si no fuera más que un enorme bulto que aparecía intermitentemente en medio del camino y le propinaba patadas en las espinillas, en los momentos más inoportunos.

— Pero el problema — continuó—  es que tú no lo veías de la misma manera, ¿no es cierto? Lo siguiente que supe fue que tenías planes de fugarte también, y a Londres, ni más ni menos; yo me habría dado por satisfecho con Ranelagh. ¡Al cuerno la familia! ¿No es así? ¡Al cuerno tu turno de asumir tu responsabilidad y mi oportunidad de salvarme! Lo único que a Francis le importaba era vivir su vida.

— Lo único que yo quería era ser feliz con Rosie — expliqué— . Y todo apuntaba a que teníamos posibilidades de ser las dos personas más felices del planeta. Pero tú no pudiste soportarlo.

Shay estalló en una carcajada que le hizo expulsar el humo del cigarro por la nariz.

— Lo creas o no — prosiguió— , estuve a punto de dejar que os fuerais. Pensaba darte una paliza antes de que te fueras, eso sí, enviarte en ese barco lleno de moretones y con la esperanza de que los ingleses te recibieran con líos en tu destino por tu mal aspecto. Pero iba a dejar que te fueras. Kevin habría cumplido dieciocho al cabo de dos años y en menos de seis meses habría sido capaz de cuidar de mamá y de Jackie. Pensé que podía soportar ese tiempo añadido. Pero entonces… — Desvió la mirada hacia la ventana y la dejó vagar sobre los oscuros tejados y el festival de luces de los Hearne— . Todo fue culpa de papá — se excusó— . La misma noche que descubrí tus planes con Rosie, él montó aquel follón en la calle, frente a la puerta de los Daly, hizo venir a la policía y todo eso… Yo estaba dispuesto a soportar dos años de la misma mierda de siempre. Pero la cosa iba a peor. Tú no estabas para verlo. Pensé que ya tenía bastante. Esa noche fue demasiado.

Regresaba a casa después de suplir a Wiggy en su puesto de trabajo flotando de felicidad. Entonces vi luces encendidas y escuché voces murmurar por todo Faithful Place; vi a Carmel barriendo porcelana hecha añicos y a Shay escondiendo los cuchillos afilados. En aquel preciso instante supe que aquella noche sería decisiva. Durante veintidós años había pensado que había hecho cambiar de opinión a Rosie. Jamás se me había ocurrido que había otras personas mucho más cerca del precipicio que ella.

— ¿Y qué hiciste? ¿Decidiste intimidar a Rosie para que me dejara?

— No pretendía intimidarla. Sólo quería pedirle que se apartara de ti. Y lo hice, sí. Tenía todo el derecho del mundo.

— En lugar de hablar conmigo. ¿Qué clase de hombre intenta resolver sus problemas acosando a una mujer?

Shay sacudió la cabeza.

— Habría hablado contigo si hubiera pensado que serviría de algo. ¿Crees que me gustaba ir por ahí aireando los trapos sucios de la familia con una fulana sólo porque te tenía agarrado por las pelotas? Pero yo te conocía bien. A ti jamás se te habría ocurrido largarte a Londres. Seguías siendo un chaval, un chaval bastante cortito; no tenías la inteligencia ni las agallas suficientes para planear algo tan grande tú sólito. Sabía que lo de Londres había tenido que ser idea de Rosie. Sabía que podía quedarme sin aliento pidiéndote que te quedaras y aun así te marcharías donde ella te dijera. Y sabía que, sin ella, no irías más lejos de la calle Grafton. Así que fui en su busca.

— Y la encontraste.

— No fue difícil. Sabía que era la noche en que teníais previsto escaparos y sabía que ella tendría que pasar en algún momento por el número dieciséis. Permanecí despierto, te observé marcharte, luego salí por la puerta de atrás y salté las tapias. — Dio una calada a su cigarrillo. A través de las volutas de humo entreveía sus ojos entrecerrados y penetrantes mientras recordaba— . Me habría preocupado que ella se me escapara, pero te vi allí, esperando bajo la luz de la farola, con la mochila y toda la parafernalia, fugándote de casa. Una imagen muy tierna…

De nuevo empezaban a invadirme unas ganas tremendas de hacerle tragarse los dientes de un puñetazo. Aquélla era nuestra noche, mía y de Rosie: los secretos que veníamos construyendo desde hacía meses efervescían; era la noche en que habríamos puesto rumbo hacia nuestra felicidad. Y Shay había manoseado cada uno de aquellos recuerdos con sus mugrientos dedos. Tuve la sensación de que incluso me había visto besándola.

— Rosie llegó por donde yo había llegado — explicó— , por los jardines posteriores. Me escondí en un rincón y la perseguí hasta la habitación de la planta superior. Pensé que le daría un susto, pero casi ni se inmutó. Tenía agallas, ya lo sabes, eso sí se lo concedo.

— Sí. Era valiente — convine yo.

— No pretendía intimidarla. Simplemente hablar con ella. Le expliqué que tú tenías una responsabilidad con tu familia, lo supieras o no, y que en un par de años, una vez Kevin fuera lo bastante mayor para reemplazarte, podríais largaros donde quisierais: a Londres, a Australia, donde os diera la realísima gana. Pero que hasta entonces tú debías quedarte. «Regresa a casa», le dije. «Si no quieres esperar unos años, búscate otro novio; y si quieres irte a Inglaterra, pues vete. Pero deja en paz a Francis.»

— No imagino a Rosie acatando tus órdenes alegremente — tercié.

Shay soltó una carcajada y apagó la colilla.

— ¡Bien que lo sabes! Te gustan las bocazas, ¿eh? Al principio se rió en mi cara, me dijo que regresara yo a casa y que me echara a dormir o, de lo contrario, al día siguiente ya no sería tan guapo y dejaría de gustarles a las chicas. Pero cuando se dio cuenta de que hablaba en serio, perdió los estribos. No alzó la voz en ningún momento, gracias al cielo, pero estaba furibunda.

No alzó la voz, en parte, porque sabía que yo estaba a sólo unos metros, esperándola, escuchando, justo al otro lado de la tapia.

Si me hubiera llamado a gritos, habría acudido allí en un abrir y cerrar de ojos, pero, tal como era Rosie, jamás se le habría ocurrido pedir auxilio. Debió de creer que era capaz de solucionar aquel marrón por sí sola.

— Aún puedo verla allí, de pie, hecha una furia y diciéndome que me metiera en mis propios asuntos y que no era vuestro problema si era incapaz de forjarme mi propia vida, y que si mi hermano valía mil veces más que yo, pedazo de imbécil, blablablá… Te hice un favor ahorrándote toda una vida de reproches.

— Cuando llegue a casa te enviaré una postal de agradecimiento. Pero, explícame una cosa, ¿qué fue lo que lo desató todo al final? — quise saber.

Shay no me preguntó: «¿Desatar qué?». No nos andábamos con jueguecitos. Contestó, aún con un vestigio de la rabia y la impotencia que sintió entonces en la voz:

— Intenté hablar con ella. Figúrate si estaba desesperado: intenté explicarle cómo era papá y lo que significaba regresar a casa cada día. Las cosas que nos hacía. Sólo quería que me escuchara durante un minuto. ¿Sabes? Lo único que quería era que me escuchara.

— Y se negó. ¡Por favor, qué impertinente!

— Intentó dejarme allí plantado. Yo le obstaculicé el paso en la puerta, pero me ordenó que me apartara de su camino. Entonces la agarré. Sólo quería que se quedara. Y a partir de ahí… — Sacudió la cabeza, mientras su mirada resbalaba por el techo— . Nunca había pegado a una mujer ni había querido hacerlo. Pero Rosie no paraba de hablar, no paraba de moverse. Se portó como una zorra arpía, créeme; me dejó cubierto de arañazos y cardenales. La muy puta estuvo a punto de darme un rodillazo en las pelotas y todo.

Aquellos golpes y gimoteos rítmicos que me habían hecho sonreírle al cielo pensando en Rosie.

— Lo único que quería es que se quedara a escucharme — prosiguió Shay— . La agarré y la arrojé contra la pared. Empezó a darme patadas en las espinillas y a intentar arrancarme los ojos…

Un silencio.

Luego Shay dijo a las sombras que se apelotonaban en los rincones:

— Jamás pretendí que la cosa acabara así.

— Simplemente ocurrió.

— Sí. Simplemente ocurrió. Cuando me di cuenta… — Otra sacudida estúpida y rápida de la cabeza y otro silencio— . Luego, cuando recobré la cordura supe que no podía dejarla allí.

Y entonces sucedió lo del sótano. Shay era un muchacho fuerte, pero Rosie debía de pesar lo suyo; imaginé los ruidos al descenderla por las escaleras, la carne y los huesos golpeando contra el cemento. La linterna, la palanca y la losa de hormigón. La respiración acelerada de Shay y las ratas arremolinándose con curiosidad en los rincones, con los ojos reflectantes. Los dedos de Rosie arañando muertos la mugre húmeda del suelo.

— ¿Y la nota? ¿Le rebuscaste los bolsillos? — pregunté.

Se recorría con las manos el flácido cuerpo: podría haberle arrancado el pescuezo de un mordisco. Y quizás él lo sabía. Se le curvó hacia arriba el labio, una mueca de asco.

— ¿Por quién diablos me tomas? No la toqué, sólo para moverla. La nota estaba en el suelo de la habitación de arriba, donde ella la había dejado. Eso era lo que estaba haciendo cuando la sorprendí. La leí. Me figuré que podía dejar allí la segunda parte, por si alguien se preguntaba adónde había ido. Me pareció… — Un suspiro sordo, casi una risotada— . Me pareció cosa del destino. Dios. Una señal.

— ¿Por qué conservaste la primera hoja?

Se encogió de hombros.

— ¿Qué otra cosa podía hacer? Me la guardé en el bolsillo para deshacerme de ella. Pero luego pensé que nunca se sabe, que hay cosas que pueden resultar útiles en el momento más inesperado.

— Y así ocurrió. ¡Madre de Dios! ¿Te pareció también eso una señal del destino?

Hizo caso omiso de mi pregunta.

— Tú seguías al final de la calle. Me figuré que la esperarías un par de horas más hasta que te dieras por vencido. De manera que regresé a casa.

La larga estela de susurros atravesando los jardines traseros mientras yo esperaba y el terror empezaba a apoderarse de mí.

Había cosas que habría dado años de mi vida por preguntárselas. ¿Qué había sido lo último que ella había dicho? ¿Rosie fue consciente de lo que estaba ocurriendo? ¿Tuvo miedo? ¿Le dolió? ¿Intentó llamarme al final? Pero aunque hubiera existido la más remota posibilidad de que me respondiera, no habría podido hacerlo. En su lugar, dije:

— Debiste de cabrearte de lo lindo al comprobar que no regresaba a casa. Al final me atreví a rebasar la calle Grafton, como puedes comprobar. No llegué a Londres, pero sí lo bastante lejos. Sorpresa: me subestimaste.

Shay hizo una mueca con los labios.

— Más bien te sobreestimé. Pensé que una vez te sobrepusieras a tu encoñamiento pensarías que tu familia te necesitaba. — Estaba inclinado sobre la mesa, con la barbilla sobresaliente, y había subido el volumen de la voz— . Nos lo debías. Mamá, Carmel y yo te habíamos alimentado, vestido y protegido durante toda tu vida. Habíamos intercedido entre papá y tú. Carmel y yo renunciamos a nuestra educación para que tú pudieras estudiar. Teníamos derecho sobre ti. Ella, Rosie Daly, no tenía derecho a meterse por en medio.

— Y eso te autorizó a asesinarla — sentencié.

Shay se mordió el labio y alargó la mano para coger otro cigarrillo.

— Llámalo como quieras. Yo sé exactamente lo que sucedió — contestó sin más.

— Me alegro por ti. ¿Y qué hay de lo que le ocurrió a Kevin? ¿Cómo lo llamarías a eso? ¿Fue un asesinato o no?

Su rostro se volvió impenetrable, cerrándose con un sonido metálico como una verja de hierro.

— Yo no le hice nada a Kevin. Nada. Jamás haría daño a mi propio hermano.

Solté una carcajada.

— Por supuesto. Y entonces ¿de qué forma se precipitó por esa ventana?

— Se cayó. Estaba oscuro, él estaba borracho y ese lugar no es seguro.

— Cierto, no lo es. Y Kevin lo sabía. Así que ¿qué demonios hacía allí?

Un encogimiento de hombros, una mirada azul indescifrable y un clic del mechero.

— ¿Cómo voy a saberlo yo? He oído que hay quien cree que se sentía culpable. Y mucha otra gente cree que se había citado contigo. Yo, por mi parte, me figuro que quizá descubrió algo que le preocupaba e intentaba buscarle sentido.

Era demasiado listo para mencionar el hecho de que esa nota hubiera aparecido en el bolsillo de Kevin y lo bastante inteligente como para encauzar el tema por los derroteros que más le convenían. Las ganas de partirle los dientes iban en aumento minuto a minuto.

— Esa es tu versión y tus palabras no hacen sino reafirmarla.

Shay contestó con la contundencia de una puerta cerrándose de un portazo:

— Se cayó. Eso fue lo que sucedió.

— Permíteme que yo te cuente mi versión — le solicité. Cogí uno de sus cigarrillos, me serví otro trago de whisky y volví a ocultarme entre las sombras— . Érase una vez, hace mucho tiempo, había tres hermanos, como en un cuento de hadas. Una noche, de madrugada, el más pequeño de ellos se despertó y descubrió que algo había cambiado: estaba solo en la habitación. Sus dos hermanos habían desaparecido. En aquel momento no le dio más importancia, pero sí le pareció un hecho lo bastante insólito como para recordarlo la mañana siguiente, cuando sólo uno de sus hermanos había regresado a casa. El otro se había marchado para siempre… o desapareció durante veintidós años, para ser exactos.

Shay no había mutado de expresión, no había movido un solo músculo.

— Cuando el hermano pródigo — continué yo—  regresó finalmente a casa, lo hizo en busca de una muchacha muerta, y la encontró. Fue entonces cuando el hermano pequeño recordó y cayó en la cuenta de que se acordaba de la noche en que la joven había fallecido. Fue la noche en que los dos hermanos se ausentaron. Uno de ellos se había ido para amarla. El otro había salido a matarla.

— Ya te lo he dicho: jamás pretendí hacerle daño — me interrumpió Shay— . ¿Y crees que Kev era lo bastante listo como para atar tantos cabos? Debes estar de guasa.

El deje amargo de su voz me indicó que yo no era el único que estaba templando los nervios, lo cual era bueno de saber.

— No hace falta ser ningún genio — repliqué yo— . Al pobrecillo debió de destrozarlo imaginar lo ocurrido. Le debía costar creérselo, ¿no es cierto? Simplemente no debía dar crédito al hecho de que su propio hermano hubiera matado a una chica. Apuesto a que debió de pasarse el último día en esta tierra enloqueciendo, intentando encontrar alguna explicación alternativa. Me telefoneó una docena de veces, supongo que con la esperanza de que se la diera yo o al menos de que le quitara aquella patata caliente de las manos.

— ¿De eso va todo esto? ¿Te sientes culpable por no responderle las llamadas a tu hermano pequeño y buscas un modo de culparme a mí?

— Yo he escuchado atentamente tu historia. Te ruego que me dejes ahora concluir la mía. El domingo por la noche, Kev debía de estar hecho trizas y, como bien has apuntado tú, no es que fuera el zorro más astuto de la manada. Lo único que debió de ocurrírsele es afrontarlo todo de cara, ¡pobre iluso!, ir con la verdad por delante: hablar contigo, de hombre a hombre, y ver qué tenías que decir. Y cuando le propusiste reuniros en el número dieciséis, el pobre idiota cayó en la trampa. Respóndeme a algo: ¿crees que era adoptado o simplemente el resultado de alguna mutación?

— Estaba sobreprotegido — respondió Shay— . Eso es lo único que le ocurría. Lo estuvo toda su vida.

— Menos el domingo pasado. El domingo pasado era la persona más vulnerable del mundo y, pese a ello, él creyó estar completamente seguro. Seguramente le echaste todo ese sermón sobre, ¿cómo era?, la responsabilidad familiar y el alquilar una habitación amueblada para ti… El mismo que me has echado a mí. Pero para Kevin eso no significaba nada. Lo único que él conocía eran los hechos, puros y simples: que habías matado a Rosie Daly. Y no supo manejarlo. ¿Qué te dijo que te hizo enfurecer de tal manera? ¿Tenía planeado contármelo cuando consiguiera ponerse en contacto conmigo? ¿O ni siquiera te preocupaste en averiguarlo antes de matarlo también?

Shay se revolvió en su silla, un movimiento salvaje de animalillo atrapado, aislado.

— No tienes ni idea de lo que dices. No tenéis ni idea ninguno ni la habéis tenido nunca.

— Pues adelante, ilumíname. Para empezar, ¿cómo te las apañaste para convencerlo de que asomara la cabeza por esa ventana? Fue una trampa muy astuta; me encantaría saber cómo lo planeaste.

— ¿Quién dice que yo planeara nada?

— Vamos, Shay, cuéntamelo. Me muero de curiosidad. Y después de oír cómo se reventaba la cabeza contra el pavimento, ¿qué hiciste? ¿Te quedaste un rato arriba o saliste disparado por la puerta de atrás para meterle la nota en el bolsillo? ¿Se movía aún cuando llegaste? ¿Gemía? ¿Te reconoció? ¿Te imploró ayuda? ¿Permaneciste en aquel jardín viéndolo agonizar?

Shay estaba encorvado sobre la mesa, con los hombros firmes y la cabeza gacha, como un hombre combatiendo contra un viento fuerte.

En voz baja respondió:

— Después de que tú te largaras tardé veintidós años en tener una nueva oportunidad. Veintidós putos años. ¿Te imaginas cómo han sido esos años? Vosotros cuatro por ahí viviendo vuestra vida, casándoos, procreando, viviendo como la gente normal y corriente, felices como cerdos revolcándose en una pocilga. Mientras tanto, yo seguía aquí, en este puñetero lugar, en el puto lugar de siempre… — Tenía la mandíbula tensa y clavaba el dedo en la mesa con fuerza una y otra vez— . Yo también podía haber tenido todo eso. Podía… — Recuperó ligeramente el control, emitió un ruido áspero al respirar y dio una fuerte calada al cigarrillo. Le temblaban las manos— . Ahora se me ha vuelto a presentar la oportunidad. No es demasiado tarde. Sigo siendo joven; puedo hacer que esa tienda de bicicletas despegue, comprarme una casa, tener mi propia familia; aún sigo atrayendo a las mujeres. Y nadie me va a echar por tierra esa oportunidad. Nadie. Esta vez no. Otra vez no.

— Y Kevin estuvo a punto de hacerlo — observé.

Otra exhalación como un bufido animal.

— Cada maldita vez que me acerco a poder salir de aquí, que estoy tan cerca de hacerlo que casi puedo paladearlo aparece uno de mis hermanos para impedírmelo. Intenté decírselo. Pero no lo entendió. El niñato imbécil y mimado acostumbrado a que se lo dieran todo no tenía ni puñetera idea… — No concluyó la frase, sacudió la cabeza y apagó el pitillo con violencia.

— Y simplemente ocurrió — dije yo— . Otra vez. Al parecer eres un tipo sin suerte.

— La vida es así.

— Quizá. Casi podría tragármelo si no fuera por una cosa: esa nota. No se te ocurrió colocársela en el bolsillo justo después de que Kevin saltara por esa ventana. No pensaste: «Mira, ese pedazo de papel que llevo guardando veintidós años ahora me vendría más que bien». No te arrastraste pesadamente hasta casa para recogerla, asumiendo el riesgo de que alguien te viera salir del número dieciséis o volver a entrar. La llevabas ya contigo. Lo tenías todo planeado.

Shay buscó mis ojos con los suyos, que refulgían con un azul ardiente, iluminados con un odio incandescente que me dejó anonadado en mi silla.

— Te la estás ganando, pedazo de capullo, ¿te enteras? Te la estás ganando por hablarme con ese aire de superioridad. Mira quién fue a hablar. — Lentamente, en los rincones, las sombras cuajaron en gruesos bultos negros— . ¿Crees que iba a olvidarme sólo porque a ti te convenga?

— No sé de qué diablos me hablas — dije.

— Claro que lo sabes. ¡Aparecer por aquí para llamarme asesino…!

— Te voy a dar un consejo: si no te gusta que te llamen asesino, será mejor que no vayas por ahí matando a gente.

— … cuando tanto tú como yo sabemos que los dos somos iguales. Míralo, al hombrecito, que regresa con su placa y su palabrería de poli y sus amiguitos maderos… Puedes engañar a quien quieras, engañarte a ti mismo si te place, pero a mí no me engañas. Tú y yo somos iguales. Exactamente iguales.

— De eso nada. Y la diferencia es muy sencilla: yo nunca he matado a nadie. ¿Ves la diferencia o te resulta demasiado complicado?

— Claro, ahora resultará que tú eres un santo. ¡Vaya montón de mierda! ¡Me pones enfermo! No me vengas con moralidades baratas. El único motivo por el que tú nunca has matado a nadie es porque piensas más con la polla que con el cerebro. Si no hubieras estado tan encoñado, también serías un asesino.

Silencio, sólo las sombras susurrando y suspirando en los rincones, y ese televisor parloteando mecánicamente en el piso de abajo. Shay esbozó una sonrisita terrible, como un espasmo. Por una vez en mi vida no se me ocurría nada que decir.

Yo tenía dieciocho años y él diecinueve. Era viernes por la noche y yo me estaba ventilando el subsidio del paro en el Blackbird, pese a que no era donde me habría gustado estar. A mí me habría encantado haber salido a bailar con Rosie, pero sucedió después de que Matt Daly hubiera dado al traste con la idea de que su hija fuera a ningún sitio con el hijo de Jimmy Mackey.

Así que me encontraba amando a Rosie en secreto y sufriendo cada vez más por tener que mantener nuestro romance oculto semana a semana, golpeándome la cabeza contra las paredes como un animal acorralado intentando dar con un modo de hacer que algo cambiara, lo que fuera. Por las noches, cuando ya no era capaz de resistirlo más, me emborrachaba como una cuba y luego buscaba pelea con tipos más fuertes que yo.

Todo iba según lo planeado. Yo acababa de acercarme a la barra para pedir la sexta o la séptima cerveza y estiré la mano para acercarme un taburete en el que apoyarme mientras esperaba a que me sirvieran (el camarero estaba en el otro extremo de la barra discutiendo acerca de carreras de coches). Alguien apartó el taburete.

— Venga — dijo Shay, colocando una pierna sobre el taburete— . Vete a casa.

— Y una mierda. Ya fui anoche.

— ¿Y? Vuelve a ir. Yo fui dos veces el fin de semana pasado.

— Es tu turno.

— Llegará a casa en cualquier momento. Ve.

— Oblígame.

Sólo conseguiría que nos echaran a los dos. Shay me observó durante un instante para comprobar si hablaba en serio; luego me lanzó una mirada de asco, se bajó del taburete y dio otro trago a su cerveza. Entre dientes, salvajemente, sin dirigirse a nadie en concreto, farfulló:

— Si los dos tuviéramos un par de cojones, no aguantaríamos esta mierda…

— Pues deshagámonos de él — propuse.

Shay se quedó paralizado a medio arrebujarse el cuello del abrigo y me miró de hito en hito.

— ¿Te refieres a echarlo de casa? — preguntó.

— No. Mamá volvería a dejarlo entrar. Lo sagrado del matrimonio y todas esas chorradas.

— Entonces ¿qué?

— Pues lo que he dicho. Deshacernos de él.

Y al cabo de un momento:

— Hablas en serio.

Ni siquiera me había dado cuenta de que lo hacía, no hasta que vi cómo me miró.

— Sí.

A nuestro alrededor, el pub bullía, lleno hasta los topes de ruido y olores cálidos y risas masculinas. Entre nosotros dos se extendía un círculo estático como el hielo. De repente yo estaba completamente sobrio.

— Lo has estado pensando seriamente.

— No me digas que tú no.

Shay se acercó el taburete y volvió a sentarse, sin apartar la vista de mí.

— ¿Cómo?

Ni siquiera pestañeé: un titubeo y Shay descartaría la idea como una fantasía de niños, saldría por la puerta y se llevaría consigo para siempre nuestra oportunidad.

— ¿Cuántas veces a la semana llega borracho a casa? Las escaleras se caen a pedazos, la alfombra está desgarrada… Antes o después tropezará y aterrizará cuatro tramos de escaleras más abajo y se partirá la cabeza. — Se me atragantó el corazón con sólo oírme formular aquella idea en voz alta.

Shay dio un largo trago a su cerveza, mientras reflexionaba, y se enjugó la boca con un nudillo.

— Pero tal vez esa caída no fuera suficiente, tal vez no bastara.

— Puede que sí y puede que no. En cualquier caso serviría para explicar que apareciera con la cabeza abierta.

Shay me contemplaba con una mezcla de recelo y, por primera vez en nuestras vidas, respeto.

— ¿Por qué me lo cuentas?

— Porque se necesitan dos hombres.

— ¿Quieres decir que no podrías hacerlo solo?

— Podría rebotarse, quizás habría que moverlo, alguien podría despertarse, necesitamos una coartada… Con uno solo es más que probable que algo saliera mal. En cambio, si somos dos…

Enroscó un tobillo alrededor de la pata de otro taburete y lo acercó hacia nosotros.

— Siéntate. No pasará nada si llego a casa diez minutos más tarde.

Agarré mi cerveza y me senté, acodado en la barra, y ambos bebimos sin mirarnos. Al cabo de un rato Shay dijo:

— Llevo años buscando una salida.

— Ya lo sé. Yo también.

— A veces — añadió— , a veces creo que, si no la encuentro, me volveré loco.

Eso fue lo más cercano a una conversación fraternal que ambos mantuvimos en nuestra vida. Me desconcertó comprobar lo bien que sentaba.

— Yo ya me estoy volviendo loco. Quizás aún no lo esté, pero presiento que lo estaré.

Asintió, sin sorpresa.

— Sí. A Carmel le ocurre lo mismo.

— Y, además, últimamente Jackie tampoco parece estar bien, después de haberlo visto con una buena curda. Va por ahí como una zombi.

— Kevin está bien.

— Por ahora. Y a juzgar por lo que nosotros sabemos.

— Sería lo mejor que podríamos hacer por ellos — agregó Shay— . No sólo por nosotros.

— A menos que me haya perdido algo, yo creo que es lo único que podemos hacer. No sólo lo mejor, sino lo único.

Nuestros ojos se encontraron al fin. Cada vez había más bullicio en el bar; en algún rincón alguien remató un chiste y todos empezaron a reír de manera escandalosa. Ninguno de los dos pestañeamos.

— Lo había pensado antes — confesó Shay— . Un par de veces.

— Yo llevo pensándolo años. No me parecía difícil… ejecutarlo.

— Sí. Todo sería completamente diferente. Sería… — Shay sacudió la cabeza. Tenía ojeras bajo los ojos y le aleteaba la nariz cada vez que respiraba.

— ¿Crees que seríamos capaces? — pregunté.

— No lo sé. No lo sé.

Otro dilatado silencio, mientras ambos recreábamos mentalmente nuestros momentos favoritos entre padre e hijo.

— Sí — dijimos al unísono.

Shay me alargó la mano. Tenía la cara blanca y roja a parches.

— De acuerdo — dijo, con una respiración rápida— . De acuerdo. Yo me apunto. ¿Tú?

— Yo también — aseguré, y le choqué la mano— . Hagámoslo.

Nos estrechamos la mano con fuerza, como si quisiéramos hacernos daño. Noté aquel momento inflarse, expandirse hacia fuera, ondular en cada rincón. Sentí una sensación de mareo, un mareo dulce, como pincharte una droga a la que sabes que te harás adicto por el resto de tu vida, pero el subidón es tan potente que lo único que puedes pensar es en hincarte la aguja hasta lo más profundo de las venas.

Aquel verano fue la única vez en nuestras vidas en que Shay y yo nos acercamos el uno al otro de manera voluntaria. Cada pocas noches nos citábamos en un agradable rinconcito del Blackbird y hablábamos: repasamos el plan hasta la saciedad para examinarlo desde todos los ángulos, pulir las asperezas, descartar todo lo que no pudiera salir bien y empezar de nuevo. Seguíamos odiándonos profundamente, pero eso había cesado de importarnos.

Shay se pasó noche tras noche charlando con Nuala Mangan, una joven que vivía en Copper Lane. Nuala era fea y tonta, pero su madre tenía la mirada más vítrea del lugar y, al cabo de unas pocas semanas, Nuala invitó a Shay a su casa a tomar el té y él le robó un buen puñado de Valium del botiquín del cuarto de baño, los necesarios para dormir desde a una mujer de noventa kilos hasta a un crío de siete años durante toda una noche y asegurarnos de que no se despertaban con el jaleo, pero también de que sí lo hacían cuando nosotros lo necesitáramos. Shay caminó hasta Ballyfermot, donde nadie lo conocía y la policía jamás se acercaría a interrogar, y allí compró la lejía para limpiar las manchas. Yo tuve un arrebato repentino de colaboración y empecé a echarle a mi madre una mano cada noche con el postre; mi padre no paraba de soltar comentarios desagradables sobre que me estaba volviendo mariquita, pero cada día nos acercábamos más al día clave y resultaba más fácil prestarle oídos sordos. Shay birló una palanca en el trabajo y la escondió bajo el tablón del suelo, junto con nuestros cigarrillos. Éramos buenos. Teníamos un don especial para aquello. Formábamos un gran equipo.

Llámenme retorcido, pero disfruté enormemente aquel mes que pasamos planeando. Tuve algunos problemas para dormir, esporádicos, pero una gran parte de mí estaba gozando de lo lindo. Me sentía como si fuera arquitecto o cineasta: alguien con una visión de largo espectro, alguien con planes. Por primera vez en mi vida, me había convertido en el ingeniero de una obra inmensa y compleja que, si salía bien, habría valido la pena sin ningún género de dudas.

Y entonces alguien le ofreció a papá trabajo durante dos semanas, lo cual significaba que la última noche regresaría a casa a las dos de la madrugada con un nivel de alcohol en sangre que dejaría boquiabierto a cualquier policía, y se nos agotaron las excusas para continuar esperando. Había empezado la cuenta atrás: faltaban dos semanas.

Habíamos repasado la coartada hasta ser capaces de recitarla en sueños. Cena familiar con un riquísimo postre de bizcocho y jerez, cortesía de mi propia veta doméstica (el jerez no sólo era mejor que el agua para disolver el Valium, sino que además camuflaba el sabor, y los pastelillos individuales permitían personalizar las dosis). Luego iríamos a la discoteca en el Grove, en la zona norte de la ciudad, decididos a ligar; haríamos que nos echaran de allí hacia medianoche, de la manera más memorable posible, por groseros, gritones y repelentes, y por entrar allí con nuestras propias latas de cerveza; regresaríamos a casa a pie y haríamos un alto en el camino para acabarnos las cervezas de contrabando a orillas del canal. Llegaríamos a casa alrededor de las tres, cuando el Valium hubiera empezado a hacer efecto y descubriríamos estupefactos a nuestro amado padre tumbado a los pies de la escalera en un charco de su propia sangre. Luego vendría el tardío boca a boca, el repiqueteo frenético en la puerta de las hermanas Harrison, la apresurada llamada telefónica solicitando una ambulancia. Casi todo, salvo la pausa para acabarnos las cervezas, iba a ser verdad.

Probablemente nos habrían pescado. Talento natural o no, éramos principiantes: se nos habían pasado por alto demasiados detalles y otras muchas cosas podrían haber salido mal. Incluso en aquel entonces yo ya lo intuía. Pero no me importaba. Teníamos una oportunidad.

Estábamos preparados. En mi cabeza, yo ya vivía cada día como un tipo que había matado a su propio padre. Y entonces Rosie Daly y yo fuimos al Galligan una noche y ella pronunció aquel «Inglaterra».

No le expliqué a Shay por qué me retiraba del plan. Al principio pensó que se trataba de una broma pesada. Luego, poco a poco, conforme fue asimilando que hablaba en serio, fue desesperándose cada vez más. Probó a intimidarme, amenazarme, suplicarme incluso. Y al ver que ninguna de aquellas estrategias funcionaba, me agarró por el pescuezo, me sacó en volandas del Blackbird y me dio una paliza. Tardé una semana en poder caminar erguido de nuevo. Yo apenas opuse resistencia; en lo más profundo de mí creía que tenía derecho a hacerlo. Cuando finalmente se agotó y se derrumbó junto a mí en el callejón, apenas podía verlo a través de la sangre, pero diría que lloró.

— No estamos aquí para hablar de eso — lo atajé.

No me escuchaba.

— Al principio pensé que te habías rajado: que conforme se aproximaba la fecha no tenías las agallas necesarias. Lo pensé durante meses, hasta el día en que hablé con Imelda Tierney. Entonces descubrí tus planes. Y supe que no tenía nada que ver con el valor. Que lo único que te había importado siempre era lo que tú querías. Habías descubierto un modo más sencillo de salvarte y lo demás te importaba un comino. Tu familia, yo, todo lo que nos debías, todas nuestras promesas no significaban nada para ti — continuó.

— A ver si me queda claro — lo interrumpí— : ¿Estás enfadado por no asesinar a alguien?

Se le torció el labio de puro asco: yo había visto esa mirada en su rostro miles de veces, cuando éramos niños y yo intentaba seguirle el ritmo.

— No te pases de listo. Estoy enfadado porque crees que eso te sitúa por encima de mí. Pues escúchame bien: quizá tus colegas maderos piensen que eres uno de los buenos, quizá tú mismo te hayas convencido de ello, pero yo sé la verdad. Yo sé quién eres.

— Amiguito, tú no tienes ni puñetera idea de quién soy yo, eso te lo aseguro — repliqué.

— ¿Que no? Por lo menos sé algo: que por eso es por lo que te afiliaste a la policía. Porque estuviste a punto de hacerlo, por ese resorte, por lo que te hizo sentir.

— ¿Qué crees? ¿Que sentí una necesidad repentina de enmendar mi pasado vil? Ja, ja, ja, estás muy mono así de ingenuo, pero no. Siento decepcionarte.

Shay soltó una carcajada sonora, una risotada feroz que dejó al descubierto sus dientes y le volvió a conferir ese aspecto de adolescente temerario y travieso.

— ¿Enmendar algo tú? ¡Madre mía! Francis no enmendaría nada ni en un millón de años. No: lo que digo es que te hiciste con una placa para ocultarte tras ella, para poder hacer lo que te venga en gana con total impunidad. Dime una cosa, detective. Me muero por saberlo. ¿De qué te has librado hasta ahora?

— A ver si te metes esto en la puñetera cabeza, imbécil: todos tus «sis» y «peros» no significan absolutamente nada. Yo no hice nada. Podría entrar en cualquier comisaría del país, confesar hasta el último detalle de todo lo que planeamos aquella primavera y lo único que me causaría problemas es hacerle malgastar el tiempo a la policía. Esto no es la iglesia: no se va al infierno sólo por tener malos pensamientos.

— ¿Ah, no? Júrame que aquel mes que pasamos juntos planeándolo todo no te cambió. Júrame que no te sentiste diferente después de aquello, venga.

Papá solía decir, unos segundos antes del primer puñetazo, que Shay nunca sabía cuándo parar. Contesté, y el tono de mi voz debería haberlo incitado a retirarse:

— Espero por tu vida que no intentes culparme por lo que le hiciste a Rosie.

Ese gesto con el labio de nuevo, a medio camino entre un tic y un gruñido.

— Lo único que te digo es que no voy a tolerar que vengas a mi propia casa y me mires con esos aires de superioridad, cuando tú no eres distinto de mí.

— Sí, amigo, sí que lo soy. Quizás en el pasado mantuviéramos algunas conversaciones interesantes, pero, en lo que a los hechos reales se refiere, la realidad es que yo nunca le puse un dedo encima a papá y la realidad también es que tú asesinaste a dos personas. Llámame loco, pero yo veo una diferencia entre ambos.

Volvió a tensar la mandíbula.

— Yo no le hice nada a Kevin. Nada.

En otras palabras, el tiempo de confesiones se había acabado. Al cabo de un momento dije:

— Quizá me estoy chalando, pero tengo la sensación de que esperas que simplemente asienta con la cabeza, sonría y me largue de aquí como si no pasara nada. Hazme un favor, ¿quieres? Dime que me equivoco.

Aquel destello de odio volvía a fulgurar en los ojos de Shay, puro y salvaje como una centella.

— Echa un vistazo a su alrededor, detective. ¿Acaso no te das cuenta? Estás en el mismo punto en el que estabas cuando empezaste. Tu familia vuelve a necesitarte, estás en deuda con nosotros, y esta vez vas a saldarla. La única diferencia es que estás de suerte. Esta vez, si no te apetece quedarte por aquí y cumplir con tu parte, lo único que necesitamos es que te largues por donde has venido.

— Si has creído, aunque sea por un segundo, que voy a dejar que te vayas de rositas en este asunto, estás aún más loco de lo que pensaba — le advertí.

Las sombras en movimiento transformaron su rostro en una máscara de animal salvaje.

— ¿Ah, sí? A ver cómo lo demuestras, capullo. Kevin ya no podrá declarar que yo salí aquella noche. Tu Holly está hecha de mejor pasta que tú y no traicionará a su familia; y aunque le retuerzas un brazo y hable, tú puedes tomar lo que diga esa niña como palabra de Dios, pero es posible que nadie más le confiera la misma relevancia. Lárgate de una vez a tu puto antro de policías y pídeles a tus compañeros que te la chupen hasta que te sientas mejor. No tienes nada.

— No sé de dónde has sacado la idea de que pretendo planear nada — dije.

Empujé la mesa y se la clavé en la barriga. Shay gruñó y cayó de espaldas, con la mesa encima, y los vasos, el cenicero y la botella de whisky golpeando por todos sitios. Aparté mi silla de en medio de un puntapié y me abalancé sobre él. En ese momento fue cuando me di cuenta de que había entrado en aquel piso dispuesto a matarlo.

Y un segundo después, cuando Shay agarró la botella y me la arrojó contra en la cabeza, caí en la cuenta de que él también intentaba matarme a mí. Me agaché a un lado, pero noté cómo me abría la sien del golpe. Sin embargo, pese a la explosión de estrellas en mi cabeza, logré agarrarlo del pelo y golpearle la cabeza contra el suelo hasta que utilizó la mesa como escudo para apartarme de un empujón. Me caí hacia atrás, con violencia, se arrojó encima de mí y dimos vueltas por el comedor, buscando puntos débiles en los que propinar golpes con todo lo que teníamos. Éramos igual de fuertes, estábamos igual de furiosos y ninguno de los dos podía soltar al otro. Nos abrazábamos con la fuerza de los amantes, rodábamos mejilla contra mejilla. La cercanía, el saber que los demás estaban en el piso de abajo y diecinueve años de práctica conseguían que nos peleáramos casi sin hacer ruido: los únicos sonidos eran nuestras respiraciones ahogadas, como resuellos, y los golpes en la carne cuando alguno de los dos atinaba. Shay olía a jabón Palmolive, un olor que me retrotrajo a nuestra infancia, y al sudor cálido de la rabia animal.

Me dio un rodillazo en las pelotas, se apartó apoyándose en los codos e intentó ponerse en pie, pero fui más rápido que él. Lo agarré con una llave de brazo, lo volví a tirar al suelo de espaldas y le endosé un gancho en la mandíbula. Para cuando recobró la vista, le tenía el pecho presionado con una rodilla, había sacado mi pistola y le apuntaba con ella a la frente, justo entre los ojos.

Se quedó completamente inmóvil.

— «Se informó al sospechoso de que estaba arrestado por presunto homicidio y se le leyeron sus derechos. Me respondió enviándome, cito literalmente, "al cuerno". Le expliqué que el procedimiento sería más rápido y llevadero si colaboraba y le solicité que me presentara las muñecas para esposarlo. Entonces el sospechoso se desató en un ataque de ira y me atacó, dándome un puñetazo en la nariz (véase la fotografía adjunta). Intenté retirarme de la situación, pero el sospechoso bloqueó la vía de salida. Saqué mi arma y le advertí que se apartara. El sospechoso se negó.»

— Tu propio hermano — farfulló Shay en voz baja. Se había mordido la lengua; le manaba sangre de los labios al hablar— . Pequeño hijo de puta.

— Mira quién demonios habla. — El arrebato de ira casi me levantó del suelo. Sólo me di cuenta de que había estado a punto de accionar el gatillo al ver aquel destello de terror cruzar por su mirada. Sabía a champán— . «El sospechoso continuó golpeándome y me amenazó varias veces con un, cito textualmente: "Voy a matarte" y con un: "No pienso ir a la cárcel. Antes prefiero la muerte". Intenté tranquilizarlo asegurándole que la situación podía resolverse por medios pacíficos y le solicité de nuevo que me acompañara a comisaría para discutirla en un entorno controlado. Estaba profundamente agitado y no parecía asimilar mis palabras. Llegados a aquel punto había empezado a preocuparme que el sospechoso estuviera bajo la influencia de alguna droga, posiblemente cocaína, o de alguna enfermedad mental, puesto que mostraba un comportamiento irracional y parecía sumamente volátil…»

Apretó la mandíbula.

— Y encima me vas a hacer parecer un loco… Así es como harás que me recuerden…

— Lo que haga falta. «Intenté varias veces convencer al sospechoso de que se sentara para tener la situación bajo control, sin éxito. El sospechoso se mostraba cada vez más nervioso. Llegados a este punto caminaba a zancadas de un lado para el otro de la estancia, farfullando para sí mismo, golpeando las paredes y golpeándose la cabeza con el puño. Finalmente el sospechoso agarró…» Veamos, vamos a concederte algo más serio que una botella, algo que no te haga parecer una nenaza. ¿Qué tienes por aquí? — Eché un vistazo alrededor del salón: una caja de herramientas, por supuesto, perfectamente guardada bajo una cajonera— . Me apuesto lo que sea a que hay una llave inglesa ahí dentro. ¿Estoy en lo cierto? «El sospechoso agarró una larga llave inglesa de metal de una caja de herramientas (véanse las fotografías adjuntas) y volvió a amenazarme con matarme. Le ordené que arrojara el arma al suelo e intenté apartarme de su radio de alcance. Continuó avanzando hacia mí e intentó golpearme en la cabeza. Esquivé el golpe y disparé un tiro de advertencia por encima de su hombro (no te preocupes, no apuntaré al mobiliario fino) y le advertí que, si volvía a atacarme, no me quedaría más remedio que descerrajarle un tiro…»

— No lo harás. ¿Quieres decirle a Holly que has asesinado a su tío Shay?

— No voy a explicarle a Holly absolutamente nada. Lo único que necesita saber es que no volverá a acercarse a esta apestosa familia de chalados nunca en la vida. Cuando crezca y apenas os recuerde, le explicaré que eras un jodido asesino y que recibiste tu merecido. — La sangre que me manaba de la herida en la sien goteaba encima de él, en grandes goterones que su jersey empapaba y le salpicaban la cara. A ninguno de los dos nos importaba— . «El sospechoso intentó golpearme de nuevo con la llave inglesa. Esta vez me alcanzó en la cabeza (véase el informe médico y la fotografía adjuntos)», porque, créeme, amiguito, acabaré con una bonita herida en la cabeza. «El impacto hizo que disparara el gatillo de mi arma en un acto reflejo. Estoy convencido de que, de no haberme encontrado parcialmente aturdido por el golpe, habría conseguido realizar un disparo inutilizador, pero no mortal. Sin embargo, también considero que, habida cuenta de las circunstancias, mi arma era mi única opción, y que, de haberme refrenado de disparar durante unos segundos más, mi vida habría estado seriamente comprometida. Firmado, detective sargento Francis Mackey.» Y, no habiendo nadie por aquí capaz de contradecir mi bonita versión oficial, ¿a quién crees tú que van a creer?

Los ojos de Shay se hallaban a mil kilómetros del sentido común o de la precaución.

— Me das asco — espetó— . Cerdo asqueroso. — Y me escupió sangre en la cara.

Vi mil centellas de luz, como un rayo de sol resplandeciendo a través de un vidrio esmerilado, y me sentí ingrávido y mareado. Supe que había accionado el gatillo. Se hizo un silencio sepulcral que se extendió fuera de aquella estancia hasta cubrir todo el mundo; no se oía ni un solo sonido, salvo mi respiración acelerada y rítmica. Sentí una libertad inmensa, como si volara, como si saltara al vacío a pecho descubierto. Jamás en mi vida había sentido nada parecido.

Luego esa luz empezó a atenuarse y aquel silencio frío titubeó y empezó a llenarse, invadido por un murmullo de formas y ruidos. El rostro de Shay se materializó como una Polaroid salida del negro: maltrecho, con la mirada perdida, cubierto de sangre, pero aún ahí.

Emitió un sonido espantoso que podría haber sido una carcajada.

— Te lo dije — se burló— . Te lo dije.

Cuando empezó a buscar a tientas la botella de nuevo con una mano, le di la vuelta a la pistola y le golpeé en la cabeza con la culata.

Emitió un ruido desagradable, parecido a una arcada, y cayó inconsciente. Le esposé las muñecas por delante, comprobé que respirara y lo apoyé contra el asiento del sofá para que no se ahogara en su propia sangre. Luego guardé mi arma y busqué mi móvil. Me costaba teclear: manché todo el teclado con mis manos ensangrentadas y la pantalla con las gotas de sangre que me chorreaban de la sien. Tuve que limpiar el teléfono varias veces con mi camisa. Agucé el oído para escuchar si había pasos escaleras arriba, pero lo único que oí fue el parloteo débil y demente del televisor: había enmascarado los golpes secos y los gruñidos que podrían haberse filtrado a través del suelo. Tras probarlo un par de veces, logré telefonear a Stephen.

Con un recelo más que comprensible, contestó:

— Detective Mackey.

— Sorpresa, Stephen. Tengo a nuestro hombre. Detenido, esposado y ni pizca de feliz por ello.

Silencio. Yo describía círculos rápidos alrededor de la estancia, con un ojo puesto en Shay y el otro comprobando que no había ningún testigo en ningún rincón; me resultaba imposible permanecer quieto.

— Habida cuenta de las circunstancias, sería fantástico que no fuera yo el oficial que lo arreste — añadí— . Creo que te has ganado tu primera condecoración, si es que aún la quieres.

Capté su atención.

— La quiero.

— Sólo para que lo sepas, chaval, esto no es en absoluto parecido a los bonitos regalos que Papá Noel te deja en los calcetines en navidades. Scorcher Kennedy va a echar chispas a un nivel que soy incapaz siquiera de imaginar. Tus principales testigos somos yo, una cría de nueve años y una imbécil enfadada que negará saber nada por principios. Tus posibilidades de obtener una confesión son prácticamente nulas. Lo inteligente sería darme las gracias amablemente, decirme que llamara a la brigada de Homicidios y retomar lo que sea que suelas hacer las tardes de los domingos. Pero, si jugar a tiro fijo no es tu estilo, puedes venir aquí, efectuar tu primer arresto por homicidio y aceptar tu primera gran oportunidad de cerrar un caso. Porque tengo a nuestro hombre.

Stephen ni siquiera se detuvo a reflexionar.

— ¿Cuál es la dirección? — preguntó.

— El número ocho de Faithful Place. Llama al interfono de arriba y te abriré. Hay que ser extremadamente discretos: nada de refuerzos y nada de ruido. Si vienes en coche, aparca lo bastante lejos como para que nadie te vea. Y date prisa.

— Llego dentro de quince minutos. Gracias, detective. Gracias.

Estaba a la vuelta de la esquina, en la comisaría. Bajo ningún concepto Scorch habría autorizado horas extras en este caso: Stephen le había estado dando un último repaso por cuenta propia.

— Aquí estaremos — contesté— . Y, detective Moran. Buena jugada. — Colgué el auricular antes de darle tiempo a desatar su lengua y lanzarme una respuesta.

Shay había abierto los ojos.

— Tu nueva puta, ¿verdad? — preguntó con dolor.

— Una de las nuevas estrellas del cuerpo. Tú te mereces lo mejor.

Intentó sentarse, hizo un gesto de dolor y se desplomó de nuevo contra el sofá.

— Debería haber sabido que encontrarías a alguien que te salvaría el culo. Ahora que Kevin ya no vive para hacerlo.

— ¿Te hará sentir mejor si nos liamos a discutir como un par de arpías? Porque, si es así, no tengo el menor inconveniente, pero tenía la sensación de que ya habíamos rebasado ese punto lo suficiente como para que no tenga ninguna relevancia.

Shay se enjugó la boca con las manos esposadas y examinó los rastros de sangre que quedaban impresos en ellas con una mezcla de extrañeza e indiferencia, como si pertenecieran a otra persona.

— ¿Así que vas a hacerlo de verdad? — preguntó.

En el piso de abajo se abrió una puerta por la que salieron varias voces solapadas por encima de las cuales mi madre gritó:

— ¡Seamus! ¡Francis! La cena está lista. ¡Bajad aquí ahora mismo y lavaos las manos!

Me asomé al descansillo, controlando a Shay con el rabillo del ojo, y desde una distancia prudente del hueco de la escalera y de la línea de visión de mi madre contesté:

— Bajamos en un minuto, mamá. Estamos charlando.

— ¡Pues charlad aquí abajo! ¿O es que queréis que os esperemos sentaditos hasta que a vosotros os convenga?

Bajé la voz una nota y en un tono de dolor añadí:

— Sólo estamos… Mamá, necesitamos hablar, de verdad. Sobre cosas que nos conciernen a los dos. ¿No podrías concedernos unos minutos? ¿Te parece bien?

Pausa. Y después, a regañadientes:

— Bueno, está bien. Os espero diez minutos más. Pero si dentro de diez minutos no estáis los dos aquí abajo…

— Gracias, mamá. De verdad. Eres fantástica.

— Por supuesto, cuando él quiere algo, soy fantástica, pero el resto del tiempo… — Su voz se perdió en el interior del piso, aún rezongando.

Cerré la puerta, eché el pestillo por si acaso, saqué el teléfono y tomé fotografías de la cara de ambos desde varios ángulos artísticos.

— ¿Estás satisfecho con tu trabajo? — quiso saber Shay.

— Una maravilla. Y tengo que enseñártelo, porque el tuyo tampoco está nada mal. Pero esto no es para mi álbum de recortes. Es por si acaso decides quejarte de brutalidad policial e intentas hundir al agente que te arreste en la mierda en algún momento. Di «Luis».

Me lanzó una mirada que podría haber despellejado vivo a un rinoceronte.

Una vez tuve lo fundamental registrado, me dirigí a la cocina, una cocina pequeña, austera, inmaculada y deprimente, y empapé una bayeta para limpiarnos la sangre a los dos. Shay intentó apartar la cabeza.

— ¡Quita! Deja que tus colegas vean lo que has hecho, si tan orgulloso estás.

— Francamente, querido, mis colegas me importan un bledo — repliqué— . Me han visto hacer cosas mucho peores. Pero dentro de unos minutos van a bajarte por esas escaleras y te van a pasear por todo Faithful Place y he pensado que no hay ninguna necesidad de que el vecindario al completo descubra lo ocurrido. Lo único que intento es dar el mínimo espectáculo posible. Pero, si no es tu estilo, te suplico que me lo comuniques y estaré más que encantado de darte otro par de puñetazos para poner la guinda.

Shay no contestó. Cerró el pico y se quedó quieto hasta que acabé de limpiarle la sangre de la cara. El piso estaba en silencio, sólo se oía un tenue hilo musical cuyo origen no pude determinar y un viento incesante aleteando entre los aleros sobre nuestras cabezas. No recordaba haber mirado a Shay tan de cerca nunca en mi vida, lo bastante cerca como para captar todos los detalles que sólo los padres y los amantes se preocupan en ver: las limpias y duras curvas de los huesos bajo su piel, la primera mota de la barba del día, los intricados dibujos de sus patas de gallo y lo pobladas que tenía las pestañas. La sangre había empezado a hacerle costra en la barbilla y alrededor de la boca. Por un instante me sorprendí siendo extrañamente amable con él.

No pude hacer mucho con los ojos amoratados y la prominencia de su mandíbula, pero, al acabar de limpiarlo, estaba bastante más presentable. Plegué la bayeta y me limpié mi propio rostro.

— ¿Qué tal estoy?

No se dignó a mirarme.

— Maravilloso.

— Si tú lo dices. Tal como he dicho, a mí me importa un comino lo que vea la gente de Faithful Place.

Entonces me miró como Dios manda.

Al cabo de un momento señaló con un dedo, a desgana, hacia la comisura de su boca.

— Tienes sangre aquí.

Volví a frotarme la mejilla y arqueé una ceja en ademán interrogativo. Asintió con la cabeza.

— Bien — dije. La sangre que manchaba la bayeta había recobrado el color rojo carmesí en todos los puntos en los que el agua la había revivido. Chorreaba y empezaba a mancharme las manos de nuevo— . Espera un momento.

— Como si me quedara otra alternativa…

Enjuagué la bayeta un montón de veces bajo el grifo, la tiré en la basura para que la encontrara el equipo del laboratorio después y me froté las manos con brío. Luego regresé al salón. El cenicero se hallaba bajo una silla, en medio de un manchurrón de ceniza. Mi tabaco estaba en un rincón y Shay seguía donde lo había dejado. Me senté en el suelo frente a él, como un par de adolescentes en una fiesta, y coloqué el cenicero entre ambos. Encendí dos pitillos y le puse uno entre los labios.

Shay inhaló con fuerza, cerrando los ojos, y echó la cabeza hacia atrás para apoyarse en el sofá. Yo me recosté en la pared. Al cabo de un rato preguntó:

— ¿Por qué no me has disparado?

— ¿Te quejas acaso?

— No seas cretino. Sólo lo pregunto.

Me despegué de la pared (me costó horrores; los músculos empezaban a agarrotárseme) y eché la ceniza en el cenicero.

— Supongo que tenías razón — respondí— . Supongo que, en el fondo, ahora soy un policía.

Asintió, sin abrir los ojos. Los dos permanecimos allí sentados en silencio, escuchando la respiración rítmica del otro y esa música casi imperceptible y esquiva procedente de algún lugar, moviéndonos tan sólo para inclinarnos hacia delante y sacudir la ceniza. Era el momento más pacífico que habíamos compartido en toda nuestra vida. Cuando sonó el interfono casi pareció una intrusión.

Respondí al instante, antes de que alguien pudiera ver a Stephen esperando fuera. Subió corriendo las escaleras con la misma ligereza con que Holly las había descendido; en casa de mi madre seguía oyéndose el bullicio de voces.

— Shay, te presento al detective Stephen Moran — anuncié— . Detective, le presento a mi hermano, Seamus Mackey.

La expresión del chaval me reveló que ya había llegado a esa conclusión. Shay miró a Stephen con lo que sus abultados ojos revelaron como la más absoluta de las indiferencias, sin curiosidad, sin nada salvo un agotamiento destilado que me dio ganas de desplomarme con sólo mirarlo.

— Tal como puedes apreciar — añadí— , hemos tenido una pequeña discusión. Quizá te interese someterlo a examen para comprobar que no tenga ninguna contusión cerebral. He documentado nuestro estado por si en el futuro necesitas fotografías como referencia.

Stephen repasaba a Shay con la vista con suma atención, de arriba abajo, procurando no perderse ni un centímetro.

— Posiblemente las necesite, sí. Gracias. ¿Quiere que se las devuelva ahora mismo? Puedo ponerle las mías.

Señalaba las esposas.

— No tengo previsto detener a nadie más esta noche — repliqué— . Ya me las devolverás en otra ocasión. Todo tuyo, detective. Aún no le he leído los derechos; eso te lo he dejado para ti. Por cierto, no te descuides de ningún tecnicismo. Es más listo de lo que parece.

Stephen preguntó, intentando formular su pregunta con la máxima delicadeza:

— ¿Qué tenemos…? Me refiero a… ya sabe. Causa razonable para arresto sin orden de registro.

— Supongo que esta historia probablemente tendrá un final más feliz si no desembucho todas nuestras pruebas delante del sospechoso. Pero, confía en mí, detective, no se trata de mera rivalidad fraternal desmadrada. Te telefonearé dentro de una hora y te informaré en detalle. Hasta entonces, supongo que con esto podrás tirar: hace media hora se ha declarado autor confeso de los dos asesinatos y me ha dado una cantidad de motivos y detalles acerca de la forma de la muerte que sólo el asesino podría conocer. Lo negará hasta la saciedad, pero por suerte tengo un montón de golosinas guardadas para ti, y eso sólo para empezar. ¿Crees que te bastará por el momento?

La expresión de Stephen revelaba que albergaba serias dudas con respecto a esa confesión, pero era lo bastante listo como para saber que no podía entrar en eso.

— Claro que sí. Gracias, detective.

Mamá gritó desde el piso de abajo:

— ¡Seamus! ¡Francis! Si se me quema la cena, juro que os voy a castigar como es debido.

— Tengo que largarme — expliqué— . Hacedme un favor: esperad aquí un rato. Mi hija está en el piso de abajo y prefiero que no vea esto. Dadme tiempo para sacarla de aquí antes de iros, ¿de acuerdo?

Me dirigía a ambos. Shay asintió con la cabeza, sin mirarnos a ninguno de los dos. Stephen contestó:

— Ningún problema. Vamos a ponernos cómodos, ¿de acuerdo? — Señaló hacia el sofá con la cabeza y le tendió una mano a Shay para ayudarlo a ponerse en pie.

Shay dejó transcurrir un segundo y luego la tomó.

— Buena suerte — le deseé.

Me cerré la cremallera de la chaqueta para ocultar la camisa manchada de sangre y agarré una gorra con visera negra con el eslogan «Bicicletas M. Conaghy» de un perchero para cubrirme la cabeza. Me esfumé de allí.

Lo último que vi fueron los ojos de Shay por encima de los hombros de Stephen. Nunca nadie me había mirado así, ni Liv ni Rosie: tuve la sensación de que podía verme por dentro, incluso sin intentarlo, sin que yo pudiera dejar ningún rincón oculto ni ninguna pregunta sin respuesta. No pronunció ni una palabra.