Capítulo 8

Dormí la mona unas cuantas horas en mi coche (estaba demasiado contaminado para que ningún taxista me aceptase, pero no lo suficiente como para pensar que llamar a la puerta de mi madre fuera una buena idea). Me desperté con la boca como una alpargata en medio de una de esas mañanas gélidas y densas donde la humedad se te cala en los huesos. Tardé unos veinte minutos en que se me pasara el tortícolis.

Las calles estaban resplandecientes y vacías; las campanas repicaban convocando a la misa matutina, pero nadie prestaba demasiada atención. Localicé una cafetería deprimente llena de europeos del este deprimidos y pedí un desayuno nutritivo: madalenas mustias, un puñado de ibuprofenos y un cubo de café. Cuando sospeché que estaba a punto de alcanzar el límite, conduje hasta casa, arrojé la ropa que llevaba puesta desde el viernes por la mañana en la lavadora, me lancé a mí mismo a una ducha de agua hirviendo y sopesé cuál sería mi siguiente movimiento.

Por lo que a mí concernía, aquel caso estaba cerrado con una C mayúscula como una casa. Scorcher podía quedárselo todo para él sólito. Por muy imbécil que fuera, por una vez en la vida su obsesión por ganar jugaba a mi favor: antes o después haría justicia a Rosie, si es que se le podía hacer. Incluso me mantendría al corriente de los grandes avances, no necesariamente por razones altruistas, pero eso me importaba un bledo. En menos de un día y medio había tenido más que suficiente de mi familia para otros veintidós años. Aquella mañana en la ducha habría jurado por mi alma que nada en el mundo podría arrastrarme de nuevo a Faithful Place.

Me quedaban unos cuantos cabos sueltos por atar antes de poder arrojar de nuevo todo aquel embrollo al círculo infernal del que había salido. Considero que el término «demarcación del problema» es una sandez que ha inventado la clase media para pagarle el Jaguar a su psiquiatra, pero tanto da: yo necesitaba demarcar aquel problema, necesitaba saber a ciencia cierta que era a Rosie a quien habían encontrado en aquel sótano, necesitaba saber cómo había muerto y necesitaba saber si Scorcher y sus muchachos habían obtenido alguna pista de adónde se dirigía aquella noche antes de que alguien se interpusiera en su camino. Me había pasado toda mi vida adulta madurando alrededor de una cicatriz con la forma de la ausencia de Rosie Daly. Imaginar que ese bulto de tejido cicatrizado se desvaneciera me había dejado tan desconcertado y mareado que había acabado haciendo gilipolleces como pelearme con mis hermanos, una idea que dos días antes me habría hecho huir despavorido a las montañas. Me pareció acertado recuperar mis modales antes de hacer algo lo bastante estúpido como para acabar en una amputación.

Encontré ropa limpia, salí al balcón, encendí un cigarrillo y telefoneé a Scorcher.

— Frank — me saludó, con un grado de educación perfectamente calibrado para hacerme saber que no le hacía ninguna gracia tener noticias mías— . ¿Qué puedo hacer por ti?

Modulé mi voz con un tono avergonzado.

— Sé que eres un hombre ocupado, Scorcher, pero quería pedirte un favor.

— Me encantaría atenderte, viejo amigo, pero estoy un poco…

¿Viejo amigo?

— Iré al grano — lo interrumpí— . ¿Conoces a mi adorable compañero de brigada? ¿Yeates?

— Sí, nos han presentado.

— Divertido, ¿no es cierto? Anoche nos tomamos unas copas y le expliqué la historia que tenemos entre manos y me insinuó que mi novia de la adolescencia pudiera haberme abandonado. Para abreviar, y dejando de lado cuán profundamente herido estoy porque mi propio colega pusiera en duda mi magnetismo sexual, he apostado cien libras a que Rosie no pretendía dejarme. Si tienes algo que respalde mi teoría, podemos repartirnos las ganancias.

Yeates parece desayunar gatitos en lugar de cereales y no es el típico que se anda con camaraderías: Scorch no corroboraría mi versión. Al final dijo en un tonillo estirado:

— Toda la información relacionada con la investigación es confidencial.

— Tenía previsto vendérsela al Daily Star… La última vez que lo comprobé, Yeates seguía siendo policía, al igual que tú y que yo, aunque más corpulento y más feo.

— Un policía que no pertenece a mi equipo. Como tú.

— Venga ya, Scorch. Al menos dime si era Rosie quien estaba en ese sótano. Si es un cadáver de la era victoriana, le pago a Yeates su dinero y caso resuelto.

— Frank, Frank, Frank — repitió Scorcher, cubriéndome con su compasión— . Sé que esto no está siendo fácil para ti, amigo. Pero ¿recuerdas la conversación que mantuvimos?

— Con todo lujo de detalle… Lo que inferí de ella es que me querías fuera de tu vista. Por eso te ofrezco un trato que no podrás rechazar, Scorchie. Si no lo aceptas ahora, no habrá más oportunidad. Responde a mi pequeña pregunta y la próxima vez que tengas noticias mías será cuando te invite a tomar unas cuantas cervezas para felicitarte por haber resuelto el caso.

Scorch dejó en barbecho mi oferta por unos instantes.

— Frank — dijo, cuando calculó que yo habría caído en la cuenta de cuánto desaprobaba mi propuesta— , esto no es un mercado de trueque. Yo no voy a hacer ningún trato ni ninguna apuesta contigo. Estamos hablando de un caso de asesinato, y mi equipo y yo necesitamos trabajar sin interferencias. Pensaba que eso te habría bastado para apartarte de mi camino. Francamente, me has decepcionado.

Me vino a la memoria una imagen de una noche, cuando ambos estudiábamos en Templemore, en la que a Scorch le habían partido la cara y me desafió a comprobar quién de los dos era capaz de mear más alto en una tapia de regreso a casa. Me preguntaba cuándo se había convertido en un gilipollas pomposo de mediana edad, o si acaso siempre lo había sido en el fondo y la testosterona adolescente simplemente lo había enmascarado durante un tiempo.

— Tienes razón — acepté con penitencia— . No es de buena persona hacer que ese bravucón de Yeates piense que me tiene cogido por las pelotas…

— Hummm — murmuró Scorcher— . ¿Me permites que te diga algo, Frank? El afán de ganar es fantástico… hasta que dejas que te convierta en un perdedor.

Sabía perfectamente que sus palabras carecían de sentido, pero el tono con que las pronunció me sonó a una profundidad desbordante.

— Creo que eso que acabas de decir es demasiado intelectual para mí, amigo — repliqué— , pero quédate tranquilo, reflexionaré sobre ello. Nos vemos. — Y colgué.

Me fumé otro pitillo mientras contemplaba a la brigada de las compras dominicales avanzando a empellones por los muelles. Me encanta la inmigración; la gama de mujeres a la vista en estos días incluye varios continentes más que hace veinte años y, mientras que las irlandesas se preocupan por convertirse en aterradores pirulís pelirrojos, las maravillosas mujeres del resto del mundo se encargan de compensarlo. Vi a una o dos a las que habría pedido en matrimonio allí mismo y con las que le habría dado a Holly una docena de hermanos a quien mi madre llamaría «mestizos».

El técnico de la policía científica no me servía de nada: después de haber echado por tierra su maravillosa tarde de ciber-porno, no iba a dignarse a darme ni los buenos días. A Cooper, por otro lado, le caigo bien y trabaja los fines de semana, así que, a menos que tuviera trabajo atrasado, para entonces ya habría realizado la autopsia. Y cabía la generosa posibilidad de que esos huesos le hubieran aportado al menos parte de la información que yo necesitaba saber.

Por otra hora más, Holly y Olivia no iban a enfadarse menos de lo que ya lo estaban. Arrojé el cigarrillo por el balcón y me puse en movimiento.

Cooper odia a la mayoría de las personas, y casi todas ellas piensan que las odia por capricho. Jamás se les ha ocurrido pensar que lo que Cooper detesta es aburrirse, y que su umbral del aburrimiento es muy bajo. Si lo aburres una vez (y era evidente que Scorch había logrado hacerlo en algún momento), te descarta para siempre. En cambio, si eres capaz de despertar su interés, es todo tuyo. Y a mí me han llamado muchas cosas, pero nunca aburrido.

La morgue municipal está a corta distancia a pie desde mi apartamento, en un bonito edificio de ladrillo rojo de más de cien años de antigüedad. Pocas veces se me presenta la ocasión de entrar en él, pero normalmente la idea de ir a ese lugar me alegra, del mismo modo que me alegra que la Brigada de Homicidios esté instalada en el castillo de Dublín: lo que nosotros hacemos fluye por el corazón de esta ciudad como el río y nos merecemos las partes buenas de su historia y su arquitectura. Aquel día, no obstante, no todo eran sonrisas. En algún lugar allí dentro, mientras Cooper pesaba, medía y examinaba hasta el último centímetro de ella, había una muchacha que podría ser Rosie.

Cooper acudió a la recepción cuando pregunté por él, pero, como la mayoría de las personas aquel fin de semana, no brincó de alegría al verme.

— El detective Kennedy — me indicó, pronunciando el nombre con escrupulosidad, como si tuviera mal sabor—  me ha informado específicamente de que usted no forma parte de su equipo de investigación y no tiene necesidad de conocer ningún detalle sobre este caso.

Y eso que le había pagado la cerveza… De desagradecidos está el mundo lleno.

— El detective Kennedy necesita urgentemente que se le bajen los humos — repliqué— . No tengo por qué pertenecer a su equipillo para estar interesado en el caso. Es un caso interesante. Y…, bueno, preferiría evitar cotilleos, pero, si la víctima es quien pensamos que es, me crié con ella.

Eso encendió una chispa en los redondos ojillos de Cooper, tal como había previsto.

— ¿Es eso cierto?

Bajé la vista y me hice el renuente para despertar su curiosidad.

— En realidad — añadí, mientras me examinaba la uña del dedo gordo— , durante un tiempo, de adolescentes, fue mi novia.

Se tragó el anzuelo: las cejas se le engancharon al nacimiento del pelo y aquella chispa resplandeció aún más. De no haber sido porque él mismo se había encontrado el trabajo perfecto, me habría inquietado seriamente saber a qué dedicaba aquel sujeto el tiempo libre.

— Así que — continué— , como entenderá, me interesa mucho saber qué le ocurrió, a menos que esté usted demasiado ocupado para explicármelo. Y con respecto a Kennedy: ojos que no ven, corazón que no siente.

Arrugó las comisuras de los labios, que es lo más cercano a una sonrisa en Cooper.

— Sígame, por favor — me invitó.

Largos pasillos, elegantes escalinatas, acuarelas antiguas de una calidad pasable colgadas en las paredes…; alguien había drapeado guirnaldas de agujas de pino falsas entre ellas y había conseguido un discreto equilibrio entre lo festivo y lo sombrío. Incluso el propio depósito de cadáveres, una larga sala con molduras en los techos y ventanas altas, sería bonito si no fuera por los detalles superfluos: el aire gélido y denso, el olor, las inhóspitas baldosas del suelo y las filas de cajones de acero que forran una de las paredes. Una placa en medio de aquellos cajones rezaba, en claras letras grabadas: «PRIMERO LOS PIES. ETIQUETA CON NOMBRE EN LA CABEZA».

Cooper frunció los labios pensativo mientras contemplaba los cajones y recorrió con un dedo toda la línea, con los ojos entrecerrados.

— Nuestra nueva Sin Nombre — anunció— . Aquí, sí.

Dio un paso adelante y abrió un cajón con una larga floritura.

Hay un clic que uno aprende a activar muy al principio de empezar a trabajar en la Policía Secreta. Con el tiempo resulta muy fácil, demasiado quizás: un clic en algún recoveco de la mente y toda la escena se despliega a distancia, como en una pequeña pantalla, a todo color, mientras uno observa y planea su estrategia y da algún golpecito ocasional a los personajes, alerta, absorto y, en general, seguro. Quienes no encuentran ese interruptor rápidamente terminan en otras brigadas, o bajo tierra. Accioné el interruptor y observé.

Los huesos estaban perfectamente dispuestos sobre la camilla de metal, de un modo casi artístico, como si fueran el rompecabezas definitivo. Cooper y su equipo los habían limpiado por encima, pero aún conservaban un colorcillo marrón y un aspecto grasiento, salvo por las dos claras filas de dientes, como una sonrisa Colgate perfecta. Aquella cosa parecía un millón de veces demasiado pequeña y frágil para ser Rosie. Por un instante, una parte de mí albergó cierta esperanza.

En la calle, una pandilla de muchachas reían a carcajada limpia, pero su risa nos llegaba atenuada por el grueso vidrio de las ventanas. La estancia parecía demasiado luminosa; Gooper estaba un pelo demasiado cerca de mí, observándome con atención reconcentrada.

— Los restos pertenecen a una hembra blanca adulta joven, de entre 1,54 y 1,57 metros de estatura y constitución entre media y recia. La evolución de las muelas del juicio y la fusión incompleta de las epífisis sitúa su edad entre los dieciocho y los veintidós años.

Hizo una pausa. Esperó hasta obligarme a preguntarle:

— ¿Puede confirmar si es Rose Daly?

— No disponemos de radiografías dentales, pero los informes muestran que Rose Daly tenía un empaste, en una muela inferior posterior derecha. La difunta posee un empaste de tales características en esa misma muela.

Tomó el hueso de la mandíbula entre sus dedos pulgar e índice, lo inclinó hacia atrás y señaló algo en el interior de la boca.

— Mucha gente tendrá un empaste así…

Cooper se encogió de hombros.

— Todos sabemos que las coincidencias improbables ocurren. Por fortuna, no dependemos exclusivamente del empaste para su identificación. — Hojeó un montoncito ordenado de expedientes que descansaba sobre una larga mesa y extrajo dos transparencias que colocó en una caja de luz vertical, superpuestas— . Observe esto — me indicó, y encendió la luz.

Y allí estaba Rosie, iluminada y riendo, recortada contra una pared de ladrillos rojos y un cielo gris, con la barbilla en alto y el pelo revoloteando al viento. Por un segundo, ella fue todo lo que vi. Luego vi las diminutas equis en blanco que salpicaban su rostro, y luego vi la calavera vacía contemplándome desde detrás.

— Como puede comprobar por los puntos que he señalado — explicó Cooper— , las marcas anatómicas del cráneo encontrado: el tamaño, los ángulos y el espacio entre las cavidades oculares, la nariz, los dientes, la mandíbula, etc., se corresponden a la perfección con los rasgos de Rose Daly. Y si bien ello no constituye una identificación concluyente, es indudable que sí nos aporta un grado razonable de certidumbre, en especial si le añadimos el empaste y las circunstancias. He informado al detective Kennedy que puede notificárselo a la familia: yo no tendría reparos en justificar bajo juramento que creo que éste es el esqueleto de Rose Daly.

— ¿Cómo murió? — quise saber.

— Lo que está usted viendo, detective Mackey — preguntó Cooper, señalando los huesos con un amplio movimiento de brazo— , es lo único que tengo. Rara vez puede determinarse con certeza la causa de la muerte cuando lo único de que se dispone son los restos de un esqueleto. Es evidente que la golpearon, pero no tengo manera de descartar, por ejemplo, la posibilidad de que padeciera un infarto letal durante la paliza.

— El detective Kennedy mencionó algo sobre fracturas en el cráneo — apunté.

Cooper me dedicó una mirada de superioridad de primera categoría.

— A menos que yo esté profundamente confundido — dijo— , el detective Kennedy no es forense cualificado.

Forcé una sonrisa.

— Bueno, tampoco es ningún pelmazo cualificado, pero se desenvuelve bastante bien.

La comisura del labio de Cooper se movió.

— Y que lo diga — corroboró— . Aunque sea por mera casualidad, el detective Kennedy tiene razón en cuanto a las fracturas craneales. — Alargó un dedo y giró la calavera de Rosie hacia un lado— . Observe esto — señaló.

El fino guante blanco confería a su mano un aspecto mortecino y mojado, como si estuviera en plena muda. La parte posterior del cráneo de Rosie parecía un parabrisas reventado con varios golpes con un palo de golf: estaba cubierto de multitud de telarañas de grietas que radiaban en todas direcciones, entrecruzándose. La mayoría del cabello se le había desprendido; lo habían depositado junto a ella, formando un montoncito mullido, pero aún colgaban unos cuantos cabellos rizados del hueso destrozado.

— Si mira de cerca — indicó Cooper acariciando las grietas delicadamente con la yema de un dedo— , observará que los bordes de las fracturas están astillados; no son rupturas limpias. Esto revela que, en el momento de producirse estas lesiones, el hueso era flexible y estaba húmedo, no seco y quebradizo. Es decir, que las fracturas no se produjeron después de la muerte; se infligieron o bien en el instante de la muerte o poco antes o después. Responden a varios impactos con fuerza (he calculado al menos tres), propinados con un objeto plano, de unos diez centímetros de ancho, sin bordes afilados ni esquinas.

Tuve que contenerme para no tragar saliva; me habría visto hacerlo.

— Bueno — intervine— , yo tampoco soy forense, pero me da la sensación que con tres golpes de ese calibre podría matarse a alguien.

— Ah — exclamó Cooper con una sonrisa de suficiencia— . Se podría, pero en este caso no podemos asegurar con certeza que así fuera. Observe este punto.

Toqueteó a tientas la garganta de Rosie y pescó dos frágiles fragmentos de hueso.

— Esto — informó, colocándolos con delicadeza en una herradura—  es el hueso hioide. Se encuentra en la parte superior de la garganta, justo debajo de la mandíbula, y su función es aguantar la lengua y proteger la vía respiratoria. Como puede comprobar, uno de los cuernos más grandes está completamente cortado. Un hueso hioide fracturado se relaciona prácticamente siempre con los accidentes de vehículos motorizados o un estrangulamiento manual.

— De modo que, a menos que la atropellara un coche invisible que de alguna manera hubiera conseguido entrar en aquel sótano, alguien la estranguló hasta matarla — apunté.

— Éste — me informó Cooper, agitando el hueso hioide de Rosie en mi dirección—  es en muchos sentidos el aspecto más fascinante de este caso. Tal como hemos visto anteriormente, parece ser que nuestra víctima tenía unos diecinueve años de edad. En adolescentes es raro encontrar el hueso hioide roto, porque aún es flexible y, sin embargo, esta fractura, como las otras, es claramente perimortem. La única explicación plausible es que un agresor con una gran fuerza física la estrangulara brutalmente.

— Un hombre — sentencié yo.

— El candidato más probable es un hombre, efectivamente, pero no conviene descartar tampoco a una mujer fuerte en un estado emocional alterado. La teoría más coherente con toda la constelación de lesiones es la siguiente: el atacante la agarró por el cuello y le golpeó la cabeza repetidamente contra una pared. Las dos fuerzas opuestas, el impacto de la pared y el ímpetu del atacante, se combinaron para fracturar el hioide y comprimir la vía respiratoria.

— Y se ahogó.

— Asfixió — me corrigió Cooper con una mirada— . Eso creo, sí. El detective Kennedy está en lo cierto al afirmar que las lesiones de la cabeza habrían ocasionado la muerte en cualquier caso, debido a la hemorragia intracraneal y a los daños cerebrales, pero el proceso podría haber llevado unas cuantas horas. Antes de que eso ocurriera es probable que hubiera muerto por la hipoxia causada o bien por el estrangulamiento manual en sí, por la inhibición vagal provocada por el estrangulamiento manual o por la obstrucción de la vía respiratoria debido a la fractura del hueso hioide.

Yo no dejaba de apretar el interruptor mental con todas mis fuerzas. Por un segundo vi la línea del cuello de Rosie cuando se reía.

Cooper me explicó, con el único fin de asegurarse de contaminarme el pensamiento más allá de lo humanamente posible:

— El esqueleto no muestra indicios de otras lesiones perimortem, pero el nivel de descomposición impide poder determinar si hubo heridas en los tejidos blandos. Por ejemplo, no sabemos si la víctima sufrió abusos sexuales.

— Pensaba que el detective Kennedy había dado a entender que estaba vestida. Si es que eso sirve de algo.

Cooper frunció los labios.

— Apenas quedan restos de tela. De hecho, el laboratorio de la policía científica ha descubierto algunos fragmentos de ropa en o cerca del esqueleto: una cremallera, botones de metal, corchetes de sostén y cosas por el estilo, lo cual implica que la enterraron casi con toda la ropa. Sin embargo, no nos revela que llevara esa ropa puesta. Tanto el curso natural de la descomposición como la considerable actividad de los roedores han alterado lo bastante estos artículos como para que nadie pueda afirmar si la enterraron con la ropa puesta o simplemente con la ropa.

— ¿La cremallera estaba abierta o cerrada? — pregunté.

— Cerrada. Así como los corchetes del sujetador. No es más que una hipótesis (podría haberse vestido ella misma después de que abusaran de ella), pero supongo que apunta en una dirección.

— ¿Y qué hay de las uñas? — inquirí— . ¿Estaban rotas?

Rosie se habría defendido con uñas y dientes.

Cooper suspiró. Estaba empezando a aburrirse conmigo y todas estas preguntas de manual que Scorcher ya le había formulado; o se me ocurría algo estimulante o estaba perdido.

— Las uñas — repitió él, señalando con un leve asentimiento desdeñoso hacia unas astillas marrones que había junto a los huesos de las manos de Rosie—  se descomponen. En este caso, como el cabello, se han conservado parcialmente gracias a la alcalinidad del entorno, pero están gravemente deterioradas. Y como por el momento no soy mago, soy incapaz de adivinar su condición previa a tal deterioro.

— Sólo un par de cosas más, si tiene tiempo, y lo dejaré en paz — aclaré— . ¿Sabe si los del laboratorio encontraron algo más con ella, aparte de los restos de tela? ¿Unas llaves o algo por el estilo?

— Lo más probable — contestó Cooper con austeridad—  es que los técnicos del laboratorio tengan más información al respecto que yo.

Tenía la mano en el cajón, listo para cerrarlo. De haber llevado Rosie llaves encima, o bien su padre se las habría devuelto o ella las había robado para tener la opción de salir por la puerta principal aquella noche, y no la habría aprovechado. Sólo se me ocurría una razón para ello: quería esquivarme por todos los medios.

— Por supuesto — confirmé— . Ya sé que no es de su competencia, doctor, pero la mitad de ellos son poco más que monos adiestrados; no confiaría en que supieran siquiera de qué caso les hablo, por no mencionar ya que me facilitaran la información correcta. Por eso no quería arriesgarme a jugar a la lotería en este caso.

Cooper alzó las cejas con ironía, como si fuera consciente de mi maniobra y no le importara.

— Su informe preliminar lista dos anillos de plata y tres pendientes de plata, todos ellos identificados provisionalmente por los Daly como coherentes con las joyas propiedad de su hija, y una llavecita, típica de un candado industrial de baja calidad, que según parece encaja con las cerraduras de la maleta que encontraron en la escena del crimen. El informe no lista ninguna otra llave, accesorios ni otras pertenencias.

Y ahí estaba yo, de regreso al mismo punto en el que me encontraba la primera vez que puse los ojos en aquella maleta: sin pistas, catapultado a un agujero negro con gravedad cero sin una sola pista sólida a la que agarrarme. Por primera vez se me ocurrió que quizá nunca llegara a descubrir nada, que era una posibilidad real.

— ¿Alguna pregunta más? — quiso saber Cooper.

En el depósito de cadáveres reinaba el silencio, apenas interrumpido por el zumbido del regulador de la temperatura en algún lugar. Yo no suelo lamentarme más de lo que me emborracho, pero aquel fin de semana era especial. Observé los huesos marrones esparcidos desnudos bajo los fluorescentes de Cooper y deseé con todas mis fuerzas poder retroceder en el tiempo y dejar las cosas como estaban. Y no por mí, sino por Rosie. Ahora les pertenecía a todos: a Cooper, a Scorcher, al vecindario; cada cual podía señalarla y usarla a su antojo. En Faithful Place ya habría dado comienzo el pausado y agradable proceso de digerirla y convertirla en otra historia local truculenta más, algo a medio camino entre un relato fantasmal y una obra costumbrista, entre la leyenda urbana y la inevitabilidad de la realidad. Y esa historia acabaría por devorar todos los recuerdos que teníamos de ella, tal como la tierra había devorado su cuerpo. Habría sido mejor que hubiera permanecido en aquel sótano. Al menos las únicas personas que acariciarían su memoria serían sus seres queridos.

— No — contesté— . No tengo más preguntas.

Cooper cerró el cajón deslizándolo, un largo siseo de acero contra acero, y los huesos desaparecieron en el interior de aquel laberinto de muertos señalados con un interrogante.

Lo último que vi antes de salir de la morgue fue la cara de Rosie aún resplandeciente en la caja de luz, luminosa y transparente, con aquellos ojos chispeantes y aquella sonrisa incomparable en un fino papel superpuesto a su calavera en descomposición.

Cooper me acompañó hasta la puerta. Le di las gracias más lameculos que fui capaz de formular y prometí enviarle una botella de su vino favorito para navidades. Me despidió con un apretón de manos en la puerta y regresó a enfrascarse en las truculentas tareas que Cooper realiza cuando se queda solo en el depósito de cadáveres. Doblé la esquina y le asesté un puñetazo a la pared. Los nudillos se me quedaron como una hamburguesa, pero el dolor fue tan resplandeciente que durante unos breves segundos, mientras me doblaba para acariciarme la mano, me dejó el pensamiento en blanco y tranquilo.