Capítulo 9
Recogí mi coche, que despedía un agradable tufillo a borracho sudoroso que ha dormido vestido, y puse rumbo a Dalkey. Cuando llamé al timbre de Olivia escuché voces apagadas, una silla arrastrándose por el suelo y pasos subiendo ruidosamente las escaleras (cuando Holly se enfada pesa unos cien kilos) y luego un portazo como una explosión nuclear.
Olivia abrió la puerta con cara de pocos amigos.
— Espero sinceramente que tengas una buena explicación. Está triste, está enfadada y está decepcionada, y creo que tiene todo el derecho del mundo a estar las tres cosas. Yo, personalmente, tampoco estoy particularmente encantada con que me hayas arruinado el fin de semana, lo digo por si te importa.
Hay días en los que incluso yo tengo el sentido común suficiente como para no entrar en casa de Olivia bailando un vals y vaciarle la nevera. Permanecí donde estaba, dejando que las últimas gotas de lluvia resbalaran por el alero del tejado y aterrizaran en mi cabello.
— Lo siento — me disculpé— . Lo lamento de verdad, Liv. No he tenido más alternativa, créeme. Era una emergencia.
Arqueó las cejas levemente, en gesto de cinismo y añadió:
— ¿De verdad? Y dime, ¿quién ha muerto?
— Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. Antes de fugarme de casa de mis padres.
No se lo esperaba, pero sólo tardó una fracción de segundo en recuperarse.
— En otras palabras, alguien con quien no te habías preocupado de ponerte en contacto durante veintitantos años y de repente era más importante que tu hija. ¿Qué se supone que debo hacer yo: organizo otra cita con Dermot o existe aún la posibilidad de que le ocurra algo a alguien que conociste una vez en algún lugar?
— No es nada de eso. Esa chica y yo éramos íntimos. La asesinaron el día que huí de casa. Han hallado su cadáver este fin de semana.
Capté toda la atención de Olivia.
— «Esa chica» — repitió, tras lanzarme una larga mirada penetrante— . Por «íntimos» supongo que quieres decir «novios», ¿me equivoco? Un primer amor.
— Sí. Algo parecido.
Liv lo asimiló; su rostro no cambió, pero la vi retirarse a algún punto detrás de sus ojos para reflexionar sobre aquello.
— Lo siento — dijo al fin— . Creo que deberías explicárselo a Holly, lo esencial al menos. Está en su dormitorio.
Cuando llamé a la puerta de Holly, me gritó:
— ¡Déjame en paz!
El dormitorio de Holly es el único lugar de la casa en el que aún quedan vestigios de mi existencia: entre tanto volante y tanto color rosa aún descansan los peluches que le he comprado, algunas láminas pésimas que le he dibujado, postales divertidas que le he enviado en días cualquiera… Estaba tumbada bocabajo en la cama, con la cabeza enterrada bajo la almohada.
— Hola, cariño — la saludé.
Un estremecimiento furioso y se apretó aún más la almohada sobre las orejas, pero eso fue todo.
— Te debo una disculpa — continué.
Transcurrido un momento, una voz ahogada contestó:
— Tres disculpas.
— ¿Y eso por qué?
— Me trajiste a casa de mamá y me dijiste que vendrías a buscarme más tarde y no lo hiciste. Y luego dijiste que vendrías a recogerme ayer y tampoco viniste.
Directa a la yugular.
— Tienes razón, como siempre — concedí— . Y si vienes hasta donde estoy, me disculparé tres veces mirándote a la cara. Pero no pienso pedirle perdón a una almohada.
La noté calcular si debía seguir castigándome, pero Holly no es de las que guardan rencor; los enfados le duran un máximo de cinco minutos.
— Y también te debo una explicación — añadí, por si acaso.
La curiosidad le pudo; al cabo de un segundo, la almohada se deslizó unos centímetros y bajo ella asomó un pequeño rostro receloso.
— Perdón. Perdón doble. Y perdón triple. Desde lo más profundo de mi corazón y con una guinda encima.
Holly suspiró, se sentó y se apartó unos mechones de pelo de la cara. Seguía sin mirarme.
— ¿Qué ha ocurrido?
— ¿Recuerdas que te expliqué que la tía Jackie tenía un problema?
— Sí.
— Pues ha muerto una persona, cielo, una persona a quien yo conocí hace mucho tiempo.
— ¿Quién?
— Una muchacha llamada Rosie.
— ¿Por qué ha muerto?
— No lo sabemos. Murió mucho tiempo antes de que tú nacieras, pero lo descubrimos el pasado viernes por la noche. Todo el mundo estaba muy triste. Por eso tuve que ir a ver a la tía Jackie, ¿me entiendes?
Un leve encogimiento con un hombro.
— Supongo que sí.
— ¿Significa eso que podemos ir a divertirnos lo que nos queda del fin de semana?
— Bueno, como tú no estabas, iba a ir a casa de Sarah — me informó.
— ¡Vaya! — exclamé— . ¿Puedo pedirte un favor? Significaría mucho para mí que pudiéramos empezar este fin de semana de cero, como si nada hubiera sucedido. Volver al punto en el que nos quedamos, el viernes por la noche, y empaquetar todo cuanto podamos antes de llevarte a casa esta noche. Fingir que lo de en medio no ha sucedido nunca. — La vi pestañear mientras me miraba de soslayo, pero no dijo nada— . Sé que es pedir mucho y sé que quizá no lo merezco, pero de vez en cuando hay que ser un poco benevolente con los demás. Es la única manera que tenemos de seguir adelante. ¿Harías eso por mí?
Meditó mi propuesta.
— ¿Tendrás que regresar si ocurre algo más?
— No, cariño. Hay un par de detectives trabajando en el caso en estos momentos. Al margen de lo que ocurra, ellos son las personas a quienes llamarán para que se ocupen. Ya no es problema mío. ¿Entendido?
Al cabo de un instante, Holly restregó su cabeza rápidamente contra mi brazo, como un gatito.
— Papá — dijo— . Siento mucho que tu amiga muriera.
Le acaricié el cabello.
— Gracias, cariño. No voy a mentirte: ha sido un fin de semana muy triste. Pero ya empiezo a estar mejor.
Sonó el timbre de la puerta principal.
— ¿Esperabais visita? — pregunté.
Holly se encogió de hombros y yo recompuse mi rostro, listo para darle un susto a Dermo, pero sonó la voz de una mujer. Era Jackie.
— Vaya, ¿cómo estás, Olivia? Hace un frío terrible afuera, ¿verdad?
Una breve y ajetreada interrupción de Liv; una pausa y después la puerta de la cocina cerrándose silenciosamente, y luego un torbellino de susurros mientras ambas se ponían al día.
— ¡Es la tía Jackie! ¿Puede venir con nosotros?
— Claro — contesté.
Me disponía a levantar en brazos a Holly de la cama, pero ella se agachó y pasó por debajo de mi codo y se dirigió a su armario ropero, donde empezó a revolver entre capas y capas de colores pastel a la caza de la rebeca concreta que quería ponerse.
Jackie y Holly se llevan a las mil maravillas. Para mi sorpresa e inquietud, lo mismo ocurre con Jackie y Liv. A ningún hombre le gusta que las mujeres de su vida sean íntimas, por si empiezan a intercambiar opiniones. Tardé mucho tiempo después de conocer a Liv en presentarlas; no estoy seguro de cuál de las dos me avergonzaba o me daba miedo, pero se me ocurrió que me sentiría mucho más seguro si Jackie les cogía manía a mis nuevos conocidos de clase media y volvía a salir de estampida de mi vida. Jackie es una de las personas a las que más quiero, pero siempre he tenido un don para detectar el talón de Aquiles de las personas, y eso incluye el mío propio.
Durante ocho años después de irme de casa de mis padres me mantuve alejado de la zona radiactiva, pensaba en mi familia quizás una vez al año, cuando una viejecita en la calle me recordaba a mi madre lo bastante para incitarme a buscar cobijo, y, no sé cómo, logré sobrevivir más o menos bien. En una ciudad de estas dimensiones, era imposible que ese bienestar durara. Debo mi reencuentro con Jackie a un exhibicionista poco cualificado que escogió a la muchacha equivocada para compartir un momento de esplendor. Cuando Pichacorta salió de su callejón, se abrió la gabardina y empezó a presumir de miembro, Jackie le desinfló el ego estallando en carcajadas y propinándole una patada en los huevos. Tenía diecisiete años y acababa de independizarse de casa; yo andaba medrando rumbo a la Policía Secreta, previo paso por Delitos Sexuales, y puesto que había habido un par de violaciones en la zona, mi superior decidió que alguien tomara declaración a Jackie.
No tenía que ser yo. De hecho, no debería haberlo sido; hay que mantenerse al margen de los casos en los que la familia está implicada, y yo supe quién era la denunciante en cuanto vi el nombre «Jacinta Mackey» en el formulario de denuncia. Medio Dublín se llama uno u otro, pero dudo que nadie salvo mis padres tuviera la mala sombra de combinar ambos nombres y llamar a una niña Jackie Mackey. Podría haber informado a mi superior y dejar que otra persona anotara su descripción del complejo de inferioridad de Pichacorta y haber continuado el resto de mi vida sin tener que volver a pensar nunca en mi familia ni en Faithful Place ni en el «Misterioso caso de la misteriosa maleta». Pero me picaba la curiosidad. Jackie tenía nueve años cuando yo me marché de casa, y mi fuga no había tenido nada que ver con ella. Además, era muy buena niña. Quería averiguar en qué se había convertido. Simplemente pensé que no podía hacerme daño volver a establecer contacto. Craso error.
— Toma — le dije a Holly, tras dar con su otro zapato y calzárselo— . Vamos a sacar a tu tía Jackie de paseo y luego podemos comernos esa pizza que te prometí el viernes por la noche.
Una de las muchas alegrías que me ha reportado el divorcio es que ya no tengo la obligación de salir a dar esos paseos dominicales vigorizantes por Dalkey, intercambiando saludos educados con parejas grises que consideran que mi acento devalúa el valor de sus propiedades inmobiliarias. A Holly le gustan los columpios del parque Herbert (por lo que he creído entender por el vivo monólogo de baja intensidad que inicia cuando se sube a uno de ellos, los considera sus caballos y tienen alguna conexión con Robin Hood), de manera que ahí fue donde la llevé. El día, aunque hacía un frío apenas por debajo del punto de congelación, había acabado por iluminarse, y montones de padres divorciados habían tenido la misma idea. Algunos de ellos se habían llevado con ellos a sus nuevas novias trofeo. Yo, con Jackie y su chaquetón de leopardo falso, consideré que encajaba perfectamente en el paisaje.
Holly se abalanzó sobre los columpios y Jackie y yo encontramos un banco desde donde podíamos vigilarla. Observar a Holly columpiarse es una de las mejores terapias que conozco. Es una niña fuerte, para ser tan chiquitilla; puede estar meciéndose durante horas sin cansarse, y yo puedo pasarme todo ese tiempo contemplándola, felizmente hipnotizado por su vaivén. Fue entonces, cuando noté que los hombros empezaban a relajárseme, en que caí en la cuenta de lo tenso que había estado. Respiré hondo y me pregunté cómo iba a apañármelas para mantener a raya mi presión sanguínea cuando Holly creciera y dejaran de interesarle los parques.
Jackie comentó:
— Madre mía, ha crecido más de veinte centímetros desde la última vez que la vi… Dentro de nada me pasa una cabeza…
— Así es. Creo que de aquí a poco voy a encerrarla en su habitación hasta que cumpla los dieciocho años. Estoy preparándome para la primera vez que mencione el nombre de un chico sin fingir que siente arcadas.
Estiré las piernas delante de mí, me enlacé las manos tras la nuca, dirigí el rostro hacia el tenue sol y pensé en pasar el resto de la tarde exactamente en aquella postura. Se me relajaron los hombros un centímetro más.
— Pues ya puedes irte preparando. En los tiempos que corren empiezan muy temprano.
— Holly no. Le he explicado que los chicos no dejan de usar pañales hasta los veinte años.
Jackie soltó una carcajada.
— Pues con eso sólo vas a conseguir que le gusten los chicos mayores.
— Lo bastante mayores como para entender que papaíto tiene un revólver.
— Francis, quería preguntarte algo — cambió de tercio Jackie— . ¿Estás bien?
— Lo estaré una vez me libre de esta resaca. ¿Tienes una aspirina?
Rebuscó en su bolso.
— No, no llevo. Ese leve dolor de cabeza te sentará bien; así te lo pensarás dos veces antes de emborracharte la próxima vez. Pero no me refería a eso, de todos modos… Bueno… ya sabes a qué me refiero… ¿Cómo estás? Después de lo de ayer y de lo de anoche…
— Soy un hombre disfrutando de su tiempo libre en el parque con dos mujeres encantadoras. ¿Qué más puedo pedir?
— Tenías razón: Shay se comportó como un gilipollas. No debería haber hablado así de Rosie.
— Bueno, ahora ya no puede hacerle ningún daño.
— Estoy segura de que nunca estuvo con ella, al menos no de ese modo. Lo único que quería era fastidiarte.
— ¡No me digas! No me había dado cuenta…
— Normalmente no se comporta así. No me malinterpretes: no digo que sea ningún santo, pero está mucho más tranquilo que cuando éramos pequeños. Sólo que… no sabe bien cómo gestionar tu regreso. Seguro que me entiendes…
— No te preocupes por eso, cariño — la tranquilicé— . En serio. Hazme un favor: olvidemos lo ocurrido, disfrutemos del sol y contemplemos a mi maravillosa hijita. ¿De acuerdo?
Jackie rió.
— Fantástico — respondió— . Vamos allá.
Holly desempeñó su papel siendo la niña más guapa que un padre podía desear: se le habían escapado algunos mechones de la coleta y el sol hacía que refulgieran como el fuego, mientras ella continuaba columpiándose canturreando algo para sí misma en voz baja. El nítido balanceo de su espalda y el movimiento natural con el que encogía y estiraba las piernas fueron relajándome los músculos, con una dulzura similar a la de un porro de primera categoría.
— Ya ha hecho los deberes — informé transcurrido un rato— . ¿Quieres que vayamos al cine después de comer?
— Claro. Voy a avisar en casa.
Los otros cuatro pasarían la resaca combinada con la pesadilla del fin de semana en casa: domingo por la noche con mamá y papá, roast beef, helado de tres sabores… y diversión y juegos a gogó hasta que alguien pierde la cabeza.
— Llega tarde y ya está — la incité— . Compórtate como una rebelde.
— He dicho que iba a encontrarme con Gav en la ciudad primero, para tomarme una cerveza con él antes de que salga de juerga con sus amigos. Si no paso un poco de tiempo con él va a acabar pensando que me he buscado un amante. Sólo he venido a comprobar si estabas bien.
— ¿Por qué no le invitas a que venga con nosotros?
— ¿A ver una película de dibujos animados? ¿Estás de broma?
— Oye, sería ideal para su nivel.
— ¡Calla! — rechistó Jackie en tono pacífico— . No sabes valorar a Gavin.
— Desde luego, no como tú lo haces. Pero diré en su favor que dudo mucho que a él le gustara que lo hiciera.
— Eres un guarro, de verdad. Ah, casi se me olvidaba: ¿qué te ha pasado en la mano?
— Intenté salvar a una virgen vociferante de unos motoristas nazis satánicos.
— Venga, hablo en serio. ¿Te caíste? ¿Después de separarnos anoche? No digo que estuvieras… borracho, pero…
Me sonó el teléfono, el que utilizan mis colaboradores en la calle.
— Vigila a Holly — le pedí, mientras rebuscaba el móvil en el bolsillo: no indicaba ningún nombre conocido y, además, no reconocía el número— . Tengo que responder. ¿Dígame?
Estaba a medio camino de levantarme del banco cuando Kevin balbuceó torpemente:
— Ehhh, ¿Frank?
— Lo siento, Kev. No me pillas en buen momento — dije y colgué, guardé el teléfono y me senté.
— ¿Era Kevin? — quiso saber Jackie.
— Sí.
— ¿Y qué sucede? ¿No estás de humor para hablar con él?
— No. No lo estoy.
Me miró con grandes ojos compasivos.
— Todo se arreglará, Francis. Ya verás. — Pasé por alto el comentario— . Te propongo una cosa — sugirió Jackie en un arrebato de inspiración— . Ven a casa de mamá y papá conmigo cuando devuelvas a Holly. Shay ya estará sobrio y estoy segura de que querrá disculparse contigo y Carmel va a traer a los críos…
— No me apetece — repliqué.
— Venga, Francis. ¿Por qué no?
— Papi, papi, papi… — Holly es de las personas más oportunas que conozco: saltó del columpio y vino corriendo al galope hasta nosotros, levantando las rodillas, imitando a un caballo. Tenía las mejillas sonrosadas y hablaba casi sin aliento— . Antes de que se me olvide, ¿puedo comprarme unas botas blancas? ¿Unas que tienen un borde de piel y dos cremalleras y que son muy blanditas y llegan hasta aquí de alto?
— Ya tienes muchos zapatos. La última vez que los conté tenías tres mil doce pares.
— Noooo, pero no tengo ningunas como éstas. ¡Venga, va! Un regalo especial.
— Depende — contesté— . ¿Por qué?
Si Holly quiere algo que no responde ni a la necesidad ni a una gran celebración, la obligo a exponerme sus motivos; quiero que comprenda la diferencia entre necesitar, querer y encapricharse. Me alegra, no obstante, que la mayor parte de las veces me pida las cosas a mí en lugar de a Liv.
— Porque Celia Bailey las tiene.
— ¿Y quién es esa tal Celia? ¿Va contigo a clases de baile?
Holly me miró atónita.
— Celia Bailey. Es famosa, papi.
— Me alegro por ella. ¿Y por qué es famosa?
Abrió los ojos aún más.
— Sale en la tele.
— Lo supongo. Pero ¿qué hace? ¿Es actriz?
— No.
— ¿Cantante?
— ¡No!
Era evidente que cada vez sonaba más estúpido. Jackie contemplaba la escena con una sonrisita en la comisura de los labios.
— ¿Astronauta? ¿Saltadora con pértiga? ¿Una heroína de la Resistencia francesa?
— ¡Para ya, papi! ¡Sale en la tele!
— También salen los astronautas y los cantantes y personas capaces de reproducir sonidos de animales con el sobaco. ¿Por qué sale esa tal Celia?
Holly tenía los brazos en jarras y empezaba a enfurruñarse.
— Celia Bailey es modelo — me informó Jackie, resuelta a evitar que nos enfadáramos— . Seguro que la has visto. Es una rubia. Salió con aquel tipo que era el dueño de las discotecas hace un par de años y él le puso los cuernos; ella encontró los mensajes de correo electrónico que le enviaba a su amante y los vendió a la prensa sensacionalista. Ahora es famosa.
— Ah, ésa — dije yo. Jackie estaba en lo cierto. La conocía: una irlandesa cabeza de chorlito cuyo mayor logro en la vida había sido ligarse a un niño mimado forrado de pasta y luego asistir a las tertulias diarias de la televisión para explicar, con una sinceridad desgarradora y unas pupilas del tamaño de la cabeza de un alfiler, cómo había logrado superar su adicción a la cocaína. Ésa es la suerte de personas que alcanzan el estrellato en Irlanda últimamente— . Holly, cariño, eso no es ser famoso. Eso es una mujer con la cabeza hueca embutida en un vestido que le va tres tallas pequeño. ¿Qué ha hecho en la vida que valga la pena?
Se encogió de hombros.
— ¿Qué sabe hacer?
Otro encogimiento de hombros, esta vez extravagante y con un deje de fastidio.
— Entonces ¿por qué demonios es famosa? ¿Por qué quieres parecerte a alguien así?
Puso los ojos en blanco.
— Porque es guapa.
— ¡Por el amor de Dios! — exclamé sinceramente horrorizado— . Pero si es de plástico. Se ha operado de pies a cabeza. Ni siquiera parece humana.
Holly estaba a punto de sacar humo por las orejas, del desconcierto y la frustración que llevaba encima.
— ¡Es modelo! ¡Lo ha dicho la tía Jackie!
— Ni siquiera es modelo. Lo único que ha hecho es salir en un puñetero cartel para un yogur bebible. Hay una diferencia entre eso y ser modelo.
— ¡Es una estrella!
— No lo es. Katharine Hepburn era una estrella. Bruce Springsteen es una estrella. Esa Celia no es más que un cero a la izquierda. El mero hecho de haber ido por la vida diciendo que era una estrella hasta encontrar a un puñado de pueblerinos idiotas que la han creído no la convierte en una estrella. Y con ello no te estoy llamando pueblerina idiota.
Holly se había puesto como la grana y tenía la barbilla erguida, lista para la pelea, pero supo refrenar su genio.
— Da igual. Ni siquiera me importa. Yo lo que quiero son unas botas blancas. ¿Me las compras?
Yo era plenamente consciente de que me estaba cabreando más de lo que la situación exigía, pero no era el momento de ceder.
— No. Cuando admires a alguien famoso por hacer algo (lo que tú quieras), te juro que te compraré hasta la última prenda de su armario ropero. Pero antes muerto que invertir tiempo y dinero en convertirte en un clon de un pellejo sin cerebro que cree que el máximo logro en la vida es vender las fotografías de su boda a una revista.
— ¡Te odio! — gritó Holly— . ¡Eres tonto y no entiendes nada! ¡Te odio!
Le propinó una fuerte patada al banco, justo a mi lado, y salió disparada hacia los columpios, demasiado furiosa como para darse cuenta siquiera de si le dolía el pie. Pero otro niño había ocupado su columpio, así que se desplomó en el suelo, con las piernas cruzadas a lo indio, echando humo.
Transcurrido un momento, Jackie comentó:
— Ostras, Francis. No pretendo decirte cómo educar a tu hija, sabe Dios que no tengo ni idea, pero ¿era necesario montar este numerito?
— Obviamente, sí, lo era. A menos que creas que disfruto fastidiándole las tardes de los fines de semana a mi hija por diversión…
— Sólo quería unas botas. ¿Qué importa a quién se las haya visto puestas? Esa Celia Bailey es tonta, pobrecilla, pero es inofensiva.
— No, no lo es. Celia Bailey es la viva estampa de todo lo que va mal en este mundo. Es igual de inofensiva que un bocadillo de cianuro.
— Venga ya. ¿A qué viene tanto enfado? Dentro de un mes, a Holly se le habrá olvidado que existe siquiera y estará loca por algún grupo de música para niñas…
— Jackie, no es ninguna trivialidad. Quiero que Holly aprenda que existe una diferencia entre la verdad y todas esas sandeces. Está completamente rodeada, por todos los ángulos, de personas que le explican que la realidad es subjetiva: que si uno está convencido de que es una estrella, entonces se merece un contrato con una discográfica, al margen de si sabe cantar o no; y que si está convencido de que existen armas de destrucción masiva, le importa bien poco que existan o no, y la fama es un todo o nada porque no existes a menos que un número determinado de personas te preste atención. Quiero que mi hija aprenda que no todo en este mundo está determinado por la frecuencia con la que lo oiga o las ganas que tenga de que sea verdad o cuántos espectadores tenga. En algún lugar, para que algo sea real, tiene que existir una puñetera realidad. Y Dios sabe que eso no se lo va a enseñar nadie más. Así que he decidido enseñárselo yo. Y si por el camino se pone borde en alguna ocasión, pues que se ponga.
Jackie enarcó las cejas e hizo un gesto repipi con los labios.
— Estoy segura de que tienes razón — replicó— . Mejor me quedo calladita…
Guardamos silencio durante un buen rato. Holly había conseguido hacerse con otro columpio y lo hacía girar en círculos concienzudamente para enrollar las cadenas y dejarlo caer con un gruñido.
— Shay tenía razón en una cosa — dije al fin— . Un país que rinde pleitesía a Celia Bailey está a punto de irse por el retrete.
Jackie chasqueó la lengua.
— No llames al mal tiempo.
— No lo hago. Simplemente digo que quizás un crac no nos iría del todo mal.
— ¡Por favor, Francis!
— Intento criar a una hija, Jackie. Ese simple hecho basta para acojonar a cualquier ser humano. Añádele el hecho de que intento educarla en un entorno donde de lo único que se habla, prácticamente, es de moda, fama y grasa corporal, donde te incitan a no pensar y comprarte algo bonito… Me paso anonadado la mayor parte del tiempo. Cuando era más pequeña lograba olvidarme de vez en cuando, pero crece cada día que pasa y yo cada vez tengo más miedo. Llámame loco si quieres, pero me gustaría pensar que vive en un país donde a las personas de vez en cuando no les queda otro remedio que concentrarse en algo más crucial que coches para pichascortas y Paris Hilton.
— ¿Sabes a quién me recuerdas? A Shay — replicó Jackie, con una sonrisita maligna dibujándosele en la comisura de los labios.
— No seas malvada. Si pensara que eso es cierto, me volaría la cabeza.
Me miró con cara de resignación.
— Ya sé lo que te pasa — me informó— . Anoche te tomaste una cerveza que te sentó mal y tienes los intestinos destrozados. Eso siempre os pone de mal humor. ¿Tengo razón?
Volvió a sonarme el teléfono: Kevin.
— ¡Joder! — exclamé, en un tono más desagradable de lo pretendido. Darle mi número había tenido sentido en aquel momento, pero con mi familia cedes un centímetro y se trasladan a tu casa y empiezan a redecorártela. Además, ni siquiera podía apagar aquel maldito trasto, porque había personas que podían necesitarme en cualquier momento— . Si el puñetero Kev es tan malo captando indirectas, no me extraña que no tenga novia.
Jackie me dio una palmadita apaciguadora en el brazo.
— No le hagas caso. Deja que suene. Esta noche le preguntaré si llamaba para algo importante.
— No, gracias.
— Apuesto a que lo único que quiere saber es si volveréis a veros.
— No sé cómo explicártelo para que me entiendas, Jackie, pero me importa un bledo qué quiere Kevin. Aunque, si resulta que estás en lo cierto y lo único que quiere es saber si volveremos a quedar, puedes decirle de mi parte, con mucho amor y muchos besos, que no volveremos a vernos nunca. ¿Entendido?
— Venga, Francis, basta ya. Sabes que no hablas en serio.
— Y tanto que sí. Créeme, Jackie, lo hago.
— Es tu hermano.
— Y, por lo que he podido ver, es un tipo muy agradable que supongo que cuenta con un amplio círculo de amigos y conocidos que lo adoran. Pero yo no soy uno de ellos. Mi único vínculo con Kevin es un accidente de la naturaleza que nos embutió en la misma casa durante unos cuantos años. Y ahora que ya no vivimos ahí, ya no tiene nada que ver conmigo, no más que el tipo que hay sentado en aquel banco. Y lo mismo digo de Carmel, de Shay y, desde luego, de mamá y papá. No nos conocemos, no tenemos absolutamente nada en común y no se me ocurre motivo alguno en esta verde tierra que nos ha dado Dios para querer reunirnos para tomar té y pastitas.
— Contente un poco, hazme el favor — me instó Jackie— . Ya sabes que no es tan fácil como eso…
El teléfono volvió a sonar.
— Sí — refuté— . Sí lo es.
Toqueteó unas hojas caídas con la punta de un pie y esperó a que el teléfono volviera a guardar silencio. Entonces añadió:
— Ayer dijiste que nosotros éramos los culpables de que Rosie decidiera abandonarte.
Respiré hondo y suavicé mi voz.
— A ti no te culpo. Si aún andabas con pañales…
— ¿Por eso a mí sí sigues viéndome?
— Ni siquiera se me había ocurrido que recordaras aquella noche — contesté.
— Le pedí a Carmel que me explicara lo ocurrido ayer, después de que… Recuerdo fragmentos aislados. Se me mezclan momentos, como a todos.
— A mí no — la contradije— . Recuerdo ese día con una claridad cristalina.
Eran cerca de las tres de la madrugada cuando mi amigo Wiggy concluyó la jornada en su segundo empleo y apareció en el aparcamiento para darme mi pasta y cubrir el resto de su turno. Yo regresé caminando a casa en medio de las migajas estentóreas y tambaleantes del sábado noche, silbando bajito para mí mismo, soñando con el día siguiente y compadeciendo a los demás hombres por no ser yo. Doblé la esquina de Faithful Place flotando en el aire.
De repente intuí que algo había sucedido. La mitad de las ventanas de la calle, incluidas las nuestras, estaban iluminadas. Si uno se colocaba en pie en la parte superior de la calle y prestaba atención podía escuchar las voces susurrando tras los cristales, vertiginosas y tensas por la emoción.
La puerta de nuestro piso tenía unas cuantas hendiduras y rozaduras nuevas. En el salón había una silla de la cocina bocabajo, con las patas separadas y astilladas. Carmel estaba arrodillada en el suelo, con el abrigo echado sobre un camisón floreado descolorido, barriendo la porcelana rota con un cepillo y un recogedor; le temblaban tanto las manos que no dejaban de caérsele los añicos. Mamá estaba sentada tensa en un extremo del sofá, resollando y secándose a toquecitos con un pañuelo el labio partido; Jackie estaba hecha un ovillo en el extremo opuesto, chupándose el dedo y acurrucada bajo una manta. Kevin estaba en la butaca, mordiéndose las uñas y con la vista perdida en la nada. Shay estaba apoyado en la pared, balanceándose sobre uno y otro pie, con las manos embutidas en sus bolsillos; tenía unos brutales círculos blancos alrededor de los ojos, como un animal acorralado, y se le ensanchaban las aletas de la nariz al respirar. Le iba a salir un bonito moretón en el ojo. Escuché el ruido de mi padre vomitando entre gritos ásperos en el fregadero de la cocina.
— ¿Qué ha sucedido? — pregunté.
Se sobresaltaron. Los cinco pares de ojos miraron en mi dirección, enormes y sin pestañear, totalmente inexpresivos. Carmel había llorado.
— Llegas en el momento oportuno — apuntó Shay.
Los demás guardaron silencio. Al cabo de un rato le arrebaté el cepillo y el recogedor a Carmel de las manos y la acompañé al sofá, donde se sentó entre mamá y Jackie y empezó a sollozar. Mucho rato después, los ruidos de la cocina dieron paso a ronquidos. Shay entró con mucha cautela y regresó con todos los cuchillos afilados. Ninguno de nosotros se acostó a dormir en la cama aquella noche.
Alguien había ofrecido a mi padre trabajar bajo mano aquella semana: cuatro días enyesando paredes sin necesidad de comunicárselo a la oficina de desempleo. Había acudido al bar con la paga extra y se había concedido a sí mismo un premio a base de toda la ginebra que era capaz de aguantar. A mi padre la ginebra le provoca autocompasión y la autocompasión lo convierte en un ser malvado. Había regresado tambaleándose a Faithful Place y había montado un numerito delante de la casa de los Daly, conminando a Matt Daly a gritos a salir a pelear como un hombre. Con la salvedad de que en aquella ocasión había ido un paso más allá de lo habitual. Se había abalanzado contra la puerta de los Daly varias veces, cosa que no lo había llevado a ningún sitio, salvo a tropezarse en las escaleras. Se había descalzado un zapato y lo había arrojado una y otra vez contra la ventana de los Daly. Entonces fue cuando mi madre y Shay habían salido a intentar obligarlo a entrar a rastras en casa.
Normalmente, mi padre solía encajar bien que alguien le comunicara que ya había suficiente por aquella noche, pero aquel día le quedaba aún bastante gasolina en el tanque. El resto de la calle, Kevin y Jackie incluidos, había contemplado desde la ventana cómo mi padre llamaba a mi madre «vieja frígida», a Shay «maricón inútil» y a Carmel, cuando salió en su ayuda, «sucia zorra». Mamá lo había llamado «vago y animal» y había implorado al cielo que se muriera y se pudriera en el infierno. Mi padre les había dicho a los tres que le quitaran las manos de encima o esa noche, mientras dormían, les cortaría el pescuezo. Entretanto, los había apaleado en la medida de sus fuerzas y posibilidades.
Nada de aquello era una novedad. La diferencia estribaba en que, hasta entonces, todo aquello había ocurrido puertas adentro. Traspasar aquella frontera equivalía a quedarse sin frenos a ciento veinte kilómetros por hora. Finalmente, en voz baja y llana, Carmel me había dicho:
— Esto va cada vez a peor.
Nadie la miró.
Kevin y Jackie le habían gritado a mi padre por la ventana que parara; Shay les había chillado que regresaran dentro de casa; mi madre los había acusado a berridos de que todo aquello era culpa suya por obligar a su padre a beber, y mi padre les había aullado que esperaran a que entrara él en casa. Finalmente, alguien (y las hermanas Harrison eran la únicas vecinas que tenían teléfono) había llamado a la policía, cosa que todos sabíamos que no había que hacer jamás, junto con vender heroína a niños pequeños o jurar en presencia del cura. Mi familia había logrado que las hermanas Harrison se saltaran la barrera de este tabú.
Mamá y Carmel habían suplicado a los uniformados que no se llevasen a papá, menuda desgracia, y ellos habían sido lo bastante cándidos como para ceder a sus súplicas. En aquel entonces, a ojos de muchos policías la violencia doméstica era lo mismo que provocar estropicios en tu propia casa: una idea absurda, pero probablemente no un delito. Habían arrastrado a papá hasta arriba de las escaleras, lo habían soltado en el suelo de la cocina y se habían largado.
— Fue una mala noche, estoy contigo — convino Jackie.
— Supuse que había hecho cambiar de opinión a Rosie — expliqué yo— . Durante toda su vida su padre la había advertido sobre la pandilla de salvajes que somos los Mackey. Y ella había prestado oídos sordos a sus advertencias, se había enamorado de mí y se había convencido a sí misma de que yo era diferente. Y entonces, a sólo unas horas de dejar toda su vida en mis manos, justo cuando cada minúscula duda en su pensamiento se habría multiplicado por mil, precisamente entonces aparecieron los Mackey para demostrarle que su padre tenía razón: montamos un espectáculo para todo el vecindario, entre gritos, como unos camorristas, pegándonos e insultándonos como una pandilla de babuinos drogados con polvo de ángel. Debió de preguntarse si yo también sería así de puertas para adentro. Tuvo que preguntarse, en lo más profundo de su ser, si yo también sería uno de ellos. Y sin duda debió de plantearse cuánto tardaría en aflorar el Mackey que yo llevaba dentro.
— Y decidiste marcharte, aunque fuera sin ella.
— Pensé que me merecía salir de todo aquello, sí — contesté.
— Siempre me había preguntado por qué no regresaste a casa sin más.
— De haber tenido dinero, me habría subido a un avión y habría puesto rumbo a Australia. Cuanto más lejos, mejor.
Jackie preguntó:
— ¿Sigues culpándolos? ¿O sólo lo hiciste anoche por efecto de la bebida?
— Sí los culpo — contesté— . Los culpo a todos. Es probable que sea injusto, pero a veces la vida es muy perra.
Me sonó el móvil: un mensaje de texto. «Hola, frank, soy kev, no quiero molestarte pq eres 1 hombre ocupado pero llamame cuando puedas. Es sólo para hablar. Gracias.» Lo borré.
— Sin embargo, ¿y si después de todo Rosie nunca tuvo intención de abandonarte, Francis? — expuso Jackie— . ¿Entonces qué?
No tenía respuesta para aquella pregunta, de hecho, una gran parte de mi cabeza ni siquiera la asimilaba, y me parecía que llegaba con demasiadas décadas de retraso como para buscar una. Ignoré a Jackie hasta que se encogió de hombros y decidió retocarse el pintalabios. Observé a Holly dar vueltas describiendo grandes y alocados círculos a medida que las cadenas del columpio se desenredaban y me concentré en pensar exactamente en nada salvo en si debería ponerle la bufanda, cuánto tiempo transcurriría hasta que se le pasara el enfado y viniera diciendo que tenía hambre, y qué ingredientes iba a echarle a mi pizza.