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MONIQUE SE puso boca arriba, bien despierta. Del rostro le colgaban ramitas. ¿Se hallaba en el bosque? ¡Los moradores del desierto la habían herido y luego Justin la sanó!
No. Se hallaba en Francia al lado de Thomas. Había sido un sueño. ¡Un sueño! Cerró la boca y tragó grueso, pero tenía reseca y pegajosa la garganta. Thomas dormía profundamente a su lado, el pecho le subía y le bajaba. La mano de ella estaba en la de él. Ella la alejó y se limpió el sudor del rostro.
Había soñado que era Rachelle y, sin embargo, era consciente de que fue más que un sueño, porque también sabía que Rachelle soñó que era Monique.
Miró las hojas que formaban la enramada, sorprendida por este cambio en su percepción de la realidad. Había compartido la vida de Rachelle.
Le ardía la vejiga. ¿Fue esto lo que la despertó o el trauma de su sueño? Fuera lo que fuera, debía orinar. Y al regreso despertaría a Thomas y le contaría lo sucedido.
Monique salió del cobertizo tan silenciosamente como pudo y se puso de pie. Solo entonces sintió las manchas húmedas en su pierna. Bajó la mirada y vio que tenía la ropa húmeda.
¡Sangre! Lanzó involuntariamente un grito ahogado.
¡Las flechas! Palpó y luego presionó las manchas. No le dolían, no había heridas. Las manchas se extendían por donde se le habían clavado las flechas. La hemorragia no había sido terrible, porque las flechas habían detenido las heridas.
Monique sintió temblores que se apoderaron de su cuerpo. Había sucedido de veras. Esto estaba más allá de su comprensión. Tragó saliva y se dirigió, pusilánime, hacia los árboles más allá de la cantera.
LA LUNA se había ocultado en el horizonte cuando Carlos se detuvo cerca del borde de un claro y evaluó la situación. A través de los árboles, quizás a trescientos metros valle abajo, se encontraba en la oscuridad la casa de una granja. Él se hallaba más o menos a medio camino entre Melun y París, en dirección oeste hacia la capital. Era medianoche.
Thomas y Monique estaban en algún lugar a cien metros de él, hacia el sureste, de acuerdo a la pequeña pantalla en su mano. Estudió el claro adelante, cuidando de no quedar al descubierto más allá de la línea de árboles.
La cantera. Sí, desde luego, sería un lugar natural para detenerse. Setenta pasos adelante a su izquierda. Ellos se hallaban en la cantera. A menos que la mujer hubiera descubierto el dispositivo de rastreo y arrojado el transmisor.
Carlos guardó el transmisor en el bolsillo y rodeó el perímetro del claro, hacia la cantera.
Oyó un crujido y se quedó paralizado ante un pino. ¿Un conejo?
La cantera se hallaba exactamente adelante, una depresión en la tierra parcialmente cubierta con tenaces malezas.
El asesino sacó la pistola y metió una bala en la recámara. Ahora deseó haber pensado en traer el silenciador… un disparo podría alertar a los moradores de la casa, aunque lo inclinado de la cantera absorbería gran parte del sonido.
Rodeó el árbol, se agachó y se dirigió al borde de la depresión. La bota dio contra gravilla regada y se detuvo. Dejó que amainara el sonido y luego siguió lentamente hacia el frente.
El momento en que vio las ramas puestas contra la roca supo que los había encontrado. Esta vez sería diferente. O los mataría o moriría, y estaba seguro de que no sería lo último.
MONIQUE SE hallaba de pie ante un tronco, a diez metros en lo profundo del bosque, pero su mente aún estaba en otro bosque, totalmente en otro mundo.
Cerró los ojos y apretó la mandíbula para aclarar los pensamientos. Realidad, Monique. Vuelve a la realidad.
Pero ese era el problema: la otra era realidad. Los olores, los recuerdos, los paisajes, los sentimientos en su corazón. ¡Todo!
Se quitó completamente los pantalones de color azul claro y los colgó en una rama seca que sobresalía del tronco caído. Apenas lograba ver a la luz de las estrellas y no quería que su única ropa terminara llena de hojas o, peor, de bichos.
Se puso de pie al lado del tronco, vestida solo con sus zapatos tenis llenos de barro y una blusa de algodón, la cual le cubría la ropa interior. No se quitaría los zapatos, no con bichos debajo de las hojas.
El chasquido de gravilla le llegó a los oídos. Se quedó paralizada.
Pero no era nada.
PODÍA OÍRLOS respirar. Se agachó al borde de la cantera y miró la sombra oscura debajo de las ramas que habían inclinado contra la roca. En el extremo izquierdo, las botas de Hunter. Se deslizaría hacia la derecha y metería dos balas en la cabeza de Hunter antes de volver la pistola hacia la mujer. Tendría que ser rápido. Lo mejor es que los dos murieran mientras dormían.
Ya tenían lo que necesitaban de Monique. Fortier y Svensson quizás cuestionaran los acontecimientos, pero no le criticarían la decisión de matarlos, a pesar de que deseaban mantenerla viva. A él lo escogieron por su habilidad para tomar tales determinaciones y sabían suficiente para dejarle la seguridad en sus manos. Si Carlos decidía que Hunter debía morir, entonces Hunter moriría. Fin del asunto. Se jugaban demasiado para objetar ahora el juicio de Carlos. Matarlos aseguraría que nunca saldría de Francia lo que ellos sabían.
Se movió lentamente, agachado para minimizar su perfil contra el bosque a su espalda. Su principal preocupación era que rodaran piedras, algunas de las cuales chasquearon levemente bajo sus pies, pero no tanto como para despertar a un hombre común y corriente.
Pero, nuevamente, Hunter no era un hombre común y corriente. Sin embargo, se hallaba desarmado y con una mujer a quien sin duda deseaba proteger.
El momento en que la tierra se nivelaba, Carlos corrió en puntillas. Cuatro largos pasos, un rápido giro. El borde oscuro debajo de las ramas se abrió ante él. Se puso sobre una rodilla, extendió el cañón de la nueve milímetros hacia la cabeza del hombre que reconoció como Thomas Hunter y apretó el gatillo.
Un estrépito le resonó en los oídos.
El cuerpo se sacudió violentamente.
No había un segundo cuerpo.
La revelación de que la mujer no se hallaba aquí le impidió jalar el gatillo por segunda vez. Si no estaba aquí, ¿dónde?
Rápidamente palpó el pulso en el cuello de Hunter, no encontró ninguno, y rodeó corriendo la roca, con la pistola aún extendida. Nada. Rodeó otra roca, pero con cada paso se desvanecía su esperanza de localizarla. Ella no estaba ahí.
Volvió donde yacía Hunter y observó el terreno alrededor. Pequeñas hendiduras en la tierra confirmaban que aquí hubo otro cuerpo. No había señales de los pantalones ni del dispositivo de rastreo. Volvió a palpar el pulso de Hunter y, satisfecho de que el hombre estuviera bien muerto, se paró y examinó el bosque.
Ella había estado aquí hacía menos de cinco minutos. Sacó el receptor y lo encendió. Tardó solo unos segundos en adquirir la señal. Directamente al frente en el bosque. Muy cerca.
Carlos se dirigió allí corriendo.
EL OLOR del azufre se cernía bajo y fuerte sobre el campamento de los encostrados. Habían tardado una hora en llegar al enorme ejército y el sol ya estaba a sus espaldas. Veinte guerreros montaban a cada lado de Thomas cuando se acercaban al mismo sitio en que él había negociado su traición con Johan menos de veinticuatro horas antes.
Thomas se había bañado la noche anterior con una cantimplora y ahora le habían dejado una cantimplora adicional, la cual le colgaba del cinturón. No la bebería, sino que se bañaría con ella si la reunión en el Consejo duraba más de un día. Justin llegaría en la noche. El Consejo oiría el asunto y el cambio terminaría con la muerte de Qurong. Por la mañana, Johan sería intercambiado por Thomas en el perímetro de la selva. Pero si había alguna demora, él podría necesitar el agua.
Mientras tanto, lo habían consignado a pasar el resto del día y la noche en esta maldita…
Algo le golpeó la cabeza.
Se enderezó violentamente y se retorció en la silla. Nada. Pero la cabeza le retumbaba como si la golpeara un mazo. El dolor se le extendió por la columna. Comenzó a desenfocarse.
Supo entonces que algo había sucedido en la otra realidad. Carlos los había hallado. Le habían disparado. ¡En la cabeza!
De repente el mundo de Thomas empezó a girar y a oscurecerse. Sintió que se caía del caballo. Oyó que su cuerpo chocaba con la tierra.
Su último pensamiento fue que su suposición resultó correcta. Si moría en una realidad, también moría en la otra.
Luego todo se hizo negro.
MONIQUE TENÍA los pulgares enganchados a su ropa interior cuando el silencio de la noche explotó con un terrible estruendo.
Instintivamente se irguió. ¡Detrás de ella! ¡Un disparo en la cantera! Giró, los dedos aún enganchados, el corazón latiéndole con fuerza.
Los árboles le obstaculizaban la mayor parte de la visión, pero miró por debajo de una rama que tenía encima de la cabeza y en un horripilante momento vio lo que había acontecido. Una figura siniestra se ponía en pie en el cobertizo, luego corría alrededor de la roca, pistola en mano.
¡Carlos! ¡Tenía que ser Carlos! Los había seguido. Y le acababa de disparar…
Monique se llevó la mano a la boca y ahogó un grito. ¡Thomas!
Casi corre hacia él, pero inmediatamente supo que no podía… no con Carlos tan cerca. ¡Le había disparado a quemarropa! Nadie podría sobrevivir a eso.
Monique se quedó paralizada por el horror. ¿Cómo podía acabar de este modo la vida de Thomas? ¿Volvería? No, ¡él le había dicho que sus sueños ya no lo sanaban! ¿O era eso algo de lo que ella se había enterado en su propio sueño? A ellos les aterraba que a Thomas lo mataran aquí, porque sin duda eso significaría que también moriría allá.
Carlos volvió a rodear la roca, se puso de rodillas y revisó el pulso de Thomas. Esto lo confirmaba. Thomas estaba muerto.
Monique luchó con una horrible ola de pánico. ¡Tenía que alejarse! Carlos ya la había buscado en la cantera… y supondría que se había ido a los árboles…
Entonces salió corriendo, en las puntas de los pies, por el bosque hacia la granja distante. Las hojas se doblaban bajo los pies de ella. ¡Demasiado ruido! Se detuvo, miró hacia la cantera, vio que Carlos aún se hallaba inclinado en el refugio. Él no la había oído.
Ella se movió rápidamente, pero ahora con tanto silencio como pudo.
¡Los pantalones! No, no había tiempo para regresar.
Monique ya estaba a mitad de camino alrededor de la cantera cuando vislumbró a Carlos a través de las ramas, corriendo hacia la sección del bosque que ella había ocupado solo un minuto antes. ¿La habría visto?
¡Corre! Corre, Monique, directo a través de la cantera, ¡atraviesa la pradera hacia la casa de la granja!
No, no debía hacer eso. Es más, debía hacer lo opuesto. Debía detenerse. Monique se deslizó detrás de un árbol, respiró hondo y lentamente contuvo el aliento. La noche estaba tranquila. Ningún crujido de hojas ni de ramitas partiéndose desde donde había corrido. ¿Qué estaba haciendo Carlos? ¿Esperando?
Ella se quedó quieta durante lo que le pareció una hora, aunque tal vez no pasaron sino unos cuantos minutos. La visión se le hizo borrosa por las lágrimas. Pensar en Thomas tendido allí, sangrando en la tierra, bastaba para hacerla gritar y necesitó toda la fortaleza para sepultar la emoción. Debía sobrevivir. Thomas había arriesgado su vida para ayudarla. Ella tenía información que el mundo exterior necesitaba desesperadamente.
Monique siguió adelante caminando en puntillas, escogiendo su camino sobre las hojas tan cuidadosamente como le era posible. Recordaba haber visto que esta franja de árboles terminaba en una pradera a su izquierda. La pradera iba directamente hacia la casa de la granja.
Llegar al pasto caminando erguida le tomó solo un minuto. Se detuvo por unos segundos, no oyó ruido de persecución y entró al campo. Quizás Carlos estaba esperando en la cantera a que ella regresara. A diez pasos sintió el horror de quedar al descubierto. ¡Seguramente Carlos la vería si él se hallaba en alguna parte cerca de este lado del bosque! Pero estaba obligada consigo misma.
Comenzó a correr. Si el hombre detrás de ella la había observado, lo único que podía hacer era correr.
Con cada paso se hallaba terriblemente consciente del hecho de que dejaba detrás a Thomas. Trató de pensar en una manera de llegar a él, de llevarlo con ella. ¿No sería posible que aún estuviera vivo?
No, ella tenía que ponerse a salvo. Debía sobrevivir, luego debía llegar a Inglaterra.
Hasta ahora no había visto el Peugeot en la entrada; estacionado frente a la casa, fuera de la vista de la cantera.
¿Podría lograrlo?
Sí, sí podría. Suponiendo que tuviera puestas las llaves, se llevaría el auto y más tarde le explicaría al dueño.
Se acercó agachada. Jaló la puerta. ¡Abierta! Se metió al interior y con frenesí buscó las llaves. En la visera. En el asiento del pasajero. En el portavasos. En el tablero.
Estaban en el encendido. Giró y miró por la ventanilla trasera. Aún sin indicios de persecución. Pero si encendía el vehículo…
Monique cerró suavemente la puerta, oyó el chasquido del pestillo. Sin luces… no se atrevería a usar luces. La entrada estaba suficientemente gris para ver a pesar de no haber luz de luna. Oró porque el auto tuviera un silenciador decente, encendió el motor, puso la palanca en directa y rodó por la tierra, conteniendo el aliento para ayudar al silencio.
Dio cortas curvas antes de salir por detrás de una colina. Aún demasiado cerca para prender las luces. Aún demasiado cerca para acelerar el motor. Él podría oír o ver, incluso a esa distancia. Que ella supiera, ahora Carlos atravesaba corriendo la pradera. Sobre la colina para cortarle el paso.
En el momento en que ella se internó entre los árboles aumentó la velocidad, pero no se atrevió a encender las luces. Sin ellas apenas podía ver. Condujo a diez kilómetros por hora durante un kilómetro. Luego dos. Aún nadie detrás.
Pero eso no era verdad. Thomas estaba detrás. Una imagen de su cuerpo le llenó la mente. Sangrando por la cabeza. Muerto.
Se secó los ojos para ver el camino.
Después de cinco kilómetros, Monique prendió las luces y presionó el acelerador hasta el piso.