Los periodistas parecían fascinados, de una manera casi mórbida, por la muerte de su padre en 1993, como si ese episodio representara el núcleo de su personalidad, su esencia. Anhelaban saber todos los detalles del día en que perdió la vida, o, mejor dicho, el horror del preciso momento en que su padre desapareció, cuando comprendieron que no regresaría, y cómo Nicolas, que por entonces solo tenía once años, había vivido ese trauma. Antes de Huracán Margaux, Nicolas no había comentado la muerte de Théodore Duhamel con nadie, ni siquiera con su ex, Delphine. Le resultaba difícil escoger las palabras adecuadas, era una extraña sensación notarlas en la boca por primera vez, como si fuera un plato desconocido que su paladar rechazaba. Pero entonces descubrió, con una suerte de secreto placer, que cuantas más entrevistas daba, más adquiría Théodore Duhamel una existencia nueva y virtual, un inesperado renacimiento. Sus palabras resucitaron a su padre, le dotaron de carne, apartaron el polvo del desolado manto de rigidez que se había posado con el paso del tiempo, exhibiendo la imagen triunfante y verdadera de lo que había sido Théodore Duhamel. «Mi padre era mi Gatsby», le confió una vez a uno de sus primeros entrevistadores, y Dios sabe cuántas veces esa frase ha sido citada, copiada y tuiteada. Cuando le pidieron que describiera a Théodore Duhamel, Nicolas no supo qué decir. ¿Cómo describirlo? Mencionar su estatura, el fuego de sus ojos azules, su barbilla cuadrada, sus brazos y piernas largos y desgarbados no era suficiente. Incluso las fotografías de Théodore Duhamel posando con Nicolas, cuando este tenía seis años, delante del abollado pero elegante Jaguar Type E color plateado, con un puro brotando de la blancura de su sonrisa, o a horcajadas en su catamarán negro Hobie Cat, en la playa de Miramar de Biarritz, no era suficiente. Describir la manera en que las mujeres observaban a su padre, en que todas las mujeres, jóvenes y maduras, se quedaban mirándolo. Nicolas sospechaba que los periodistas nunca comprenderían la complejidad de la personalidad aparentemente risueña de Théodore Duhamel, simplemente porque nadie, ni siquiera su mujer o su hijo, la había comprendido. Théodore Duhamel era un centelleante cometa que atravesó con su fuego el frágil lienzo de la infancia de su hijo, un Alpha y un Omega de interrogación y perplejidad, una atractiva esfera de incertidumbre, una tierra de nadie en el claroscuro donde la leyenda y la realidad se entrelazaban. «¿Es cierto que su padre no tiene tumba?», era la pregunta que más le formulaban. Y Nicolas respondía de manera invariable: «Bueno, su nombre figura en la lápida de mis abuelos del cementerio de Père-Lachaise, pero su cuerpo nunca fue encontrado, con lo que, técnicamente, sí, el cuerpo de mi padre no está enterrado en ninguna parte».

El primer recuerdo que Nicolas tenía de su padre era su voz. Una voz nasal, sonora, a veces irritante, que resonaba en su oído como el vivo repicar de una campana. ¡Y su risa! Aguda, sensual, a veces reducida a un breve aullido o bufido. Pillaba a la gente por sorpresa. Théodore Duhamel la utilizaba como arma. Nicolas descubrió que la esgrimía con astucia en situaciones delicadas, con profesores que estaban de los nervios, dependientes descorteses, fríos banqueros. Casi siempre funcionaba. Pero ese ardid enfurecía a su madre y a su abuela. A ellas no las engañaba. Cuando Théodore Duhamel le guiñaba el ojo a su hijo en la mesa, poniendo una burlona mueca de tristeza, como para indicar: «¡Mujeres!», Nicolas temblaba de orgullo; sí, los dos formaban un equipo, el equipo secreto que componían solo él y su padre, como Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino, la película preferida de su padre. Él era Sundance, su padre era Cassidy.

¿A qué se dedicaba su padre? Desde el principio, Nicolas comprendió poco a poco hasta qué punto el trabajo de su padre estaba envuelto en el misterio. Su padre no salía de casa cada mañana vestido de traje y corbata y portando un maletín, como el de François, ni se despedía de su mujer en la entrada con un beso. Era la madre de Nicolas, Emma, la que salía de casa cuando aún era de noche, con un trozo de cruasán desmigajándose entre sus dedos, apresurándose para no llegar tarde a sus clases. Théodore Duhamel no aparecía hasta las diez, y los ojos hinchados que exhibía por las mañanas era otro de los primeros recuerdos de Nicolas. «¿A qué se dedica papá?», le preguntó a su madre cuando tenía ocho o nueve años, pues nunca sabía qué poner en la casilla de los impresos escolares donde había que anotar la profesión del padre. «Mmm», reflexionaba su madre, «¿por qué no se lo preguntas a él?». (Nicolas podría haberse imaginado cualquier cosa, pero ¿no había siempre una sonrisa en los labios de su madre?). De manera que, obediente, Nicolas se lo preguntó directamente a su padre mientras este veía las noticias con un vaso de whisky en la mano, y le contestó, sin despegar los ojos de la pantalla: «No te puedo explicar a qué me dedico. No se puede reducir a una palabra». Nicolas sintió un nudo en la garganta. ¿Qué iba a decir en la escuela? ¿No podía dejar esa casilla en blanco y escribir simplemente: «Profesión de la madre: Profesora»? ¿Realmente necesitaban saber cómo se ganaba la vida su padre? Al final Théodore Duhamel le lanzó una mirada a su hijo, observó su angustia y apuró su whisky saboreándolo. «Simplemente pon empresario, Sundance. Eso bastará». Nicolas asintió. «¿Cómo se escribe?». Su padre se lo deletreó lentamente. Nicolas no tenía ni idea de qué significaba. Preguntó, vacilante: «¿Qué es un empresario?». Su padre se sirvió otro whisky e hizo caso omiso de la pregunta. Tras un momento de silencio, contestó: «Si alguien te pregunta, dile que no puedes dar detalles porque es demasiado peligroso». Bajó la voz hasta que no fue más que un susurro. Nicolas sintió un estremecimiento en la espina dorsal y asintió. Posteriormente buscó «empresario» en el diccionario: «Persona que organiza y gestiona una empresa comercial, sobre todo la que incluye un riesgo comercial». La definición dejó a Nicolas aún más desconcertado. Su padre no tenía oficina. El comedor era su guarida. Se pasaba horas allí sentado, mirando la televisión aunque estuviera apagada y fumando un puro.

Invariablemente, ese olor amargo le hacía pensar enseguida en su padre. Théodore Duhamel era muy exigente en cuestión de puros. Solo los compraba en la tienda Davidoff de la avenida Victor Hugo, donde se pasaba horas escogiendo entre un Monte Cristo Nº2 Obus, un Upmann Sir Winston o un Hoyo de Monterrey Mágnum 50. A Théodore Duhamel no le gustaba que le interrumpieran mientras escogía. Solo el vendedor o alguna mujer hermosa. Nicolas observó que en la tienda a menudo había mujeres hermosas. Esperaban, aburridas y bellas, a que los caballeros generalmente bajitos, calvos y feos que las acompañaban ultimaran su elección también lenta. Nicolas había observado a menudo a su padre charlar con esas mujeres. Con toda ingenuidad, le entregaba una mano a la mujer, y a veces esta lo acariciaba de una manera lenta y extraña, se decía Nicolas. A menudo, su padre le entregaba su tarjeta a algunas mujeres, siempre a escondidas del hombre gordo y calvo. La tarjeta de su padre era elegantísima. Las letras eran rojas, en negrita: Théodore Duhamel, Empresario Internacional. Nicolas con frecuencia le oía al teléfono mientras Emma estaba fuera; utilizaba una voz melosa y susurrante y palabras como «hermosura», «preciosidad», y había visto cómo su padre miraba a las mujeres por la calle, el repaso que les echaba, la sonrisa en sus labios. ¿Su madre lo sabía? ¿Le importaba?

Théodore Duhamel tenía un acólito comercial, un tipo al que Nicolas había visto por su casa desde que era pequeño. Se llamaba Albert Brisabois, pero su padre le llamaba siempre Brisabois a secas. Era un tipo bajito y recio de barba aborregada y pelirroja, con barriguita. Cuando Nicolas volvía a casa del colegio, Brisabois y su padre generalmente estaban encerrados en el comedor. Salía humo por debajo de la puerta cerrada. De vez en cuando, por encima del suave murmullo de las voces se oía el sonoro bufido de su padre. Y al llegar su madre le echaba una mirada a la puerta cerrada, enarcaba las cejas y decía: «Mmmm… Tu padre está trabajando. No hagas ruido». (Nicolas podría haberse vuelto a imaginar cualquier cosa, pero ¿no era eso otra discreta sonrisa?). Compartía una silenciosa cena con su madre en la cocina, los dos solos, cosa que le gustaba bastante, mientras Théodore Duhamel y Brisabois proseguían su conversación. «¿De qué hablan?», le preguntó una vez a su madre cuando la sonora carcajada de su padre resonó por el pasillo. «De negocios», le soltó ella sin pensar mientras tomaban una sopa de puerro y patata. Y Nicolas se quedó cavilando acerca de qué quería decir realmente eso de «negocios».

Un sábado, Nicolas y su padre caminaban por los Campos Elíseos camino de Pizza Pino. Théodore Duhamel de repente soltó un grito ahogado y una terrible palidez le cubrió la cara. Empujó a su hijo a un lado y se escondió. «Sundance, acabo de divisar a un enemigo. Tenemos que ocultarnos». Al principio Nicolas pensó que su padre estaba bromeando, pero en su cara había una expresión de auténtico espanto y estaba tan pálido que se asustó. Su padre lo empujó al interior de la tienda más cercana y fingió examinar unos pañuelos de seda para el cuello con gran interés. Nicolas lo imitó. Con un gesto de la mano, le indicó a la obsequiosa dependienta que no necesitaba ayuda. «Haz lo que quieras, pero no te vuelvas». La voz de su padre era normal, un pelín apagada, pero su lividez resultaba aterradora. Nicolas se quedó mirando los pañuelos (años más tarde todavía puede recordar el estampado rosa y morado, algo que su madre jamás se habría puesto) y le pareció que permanecieron allí horas, petrificados. Finalmente, tras una eternidad, su padre murmuró: «No hay moros en la costa. Larguémonos de aquí». Abandonaron la tienda de la mano, la vista humillada, el cuello del abrigo de su padre subido, como un escudo. El color de la tez de Théodore Duhamel volvía a ser normal y Nicolas se sentía aliviado. Théodore Duhamel entró apresuradamente en Fouquet’s, bajó un tramo de escaleras arrastrando a Nicolas y dejó a su hijo en una butaca. «Espérame aquí. No tardaré mucho». Su padre se metió en una cabina telefónica. Nicolas oyó su voz con toda claridad. «Brisabois. Soy yo. Lo he visto en los Campos Elíseos». Un largo silencio. «¿Qué cojones vas a hacer? ¿Has pensado en las consecuencias? ¿Las has pensado de verdad? ¿Tienes la menor idea de lo que…?». Otro largo silencio. «Pido a Dios que tengas razón». Entonces colgó con gran estrépito, como para transmitirle su enorme irritación a Brisabois al otro lado de la línea. Tras ingerir su pizza Regina de rigor, mientras volvían a casa en metro (Théodore Duhamel rara vez conducía el abollado pero elegante Jaguar por la ciudad, solo cuando salía de ella), Nicolas preguntó tímidamente a su padre a quién había visto. Este le sonrió y le dijo: «Todo está bajo control. No te preocupes». Pero Nicolas estaba preocupado. Cuando llegó a casa, no le dijo ni una palabra a su madre de lo que había pasado, aunque se moría de ganas.

Otro misterio era la relación de su padre con su madre. Tras la muerte de su marido, Emma Duhamel había afirmado (y Nicolas se lo había oído decir) que Théodore Duhamel había sido el amor de su vida. Pero de los once años que Nicolas convivió con su padre conservaba pocos recuerdos de un matrimonio cariñoso y apasionado. Con el tiempo comprendió que su padre había tenido aventuras que su madre desconocía. ¿Había sufrido Emma? ¿Había tenido ella también aventuras, de manera más discreta? Cuando se conocieron, en 1980, Emma tenía veintiún años y era una brillante alumna de filosofía. Theo tenía veinte y trabajaba en el departamento de fotografía de la revista Paris Match. Se conocieron en un club nocturno de la rue Princesse, el Castel, y enseguida se enamoraron (a pesar de que Emma salía con un belga al que había conocido en el Lycée Louis-Le-Grand y a pesar de que Theo salía con una modelo noruega llamada Janicke que había aparecido en la portada de Elle). Se casaron porque su madre estaba embarazada de Nicolas. A Nicolas le parecía que su madre «tenía mucha paciencia» con su padre, que lo trataba como a un niño propenso a tener rabietas. Emma solo tenía treinta y cuatro años cuando su marido desapareció. Hubo otros hombres, pero ninguno lo bastante importante como para que volviera a pensar en casarse.

Lo que Nicolas echaba de menos de su padre era su audacia juvenil, su simpática locura. «Tu padre era el Sombrerero Loco», admitió más de una vez Emma. «Gracias a Dios, tú eres una persona seria, como yo». Su padre no podía resistir la tentación de las bromas pesadas. Algunas eran totalmente idiotas. Otras imponían el máximo respeto, como derramar litros de jabón de espuma en la fuente de la plaza Victor Hugo en el momento en que un «enemigo» salía recién casado de la iglesia. Toda la plaza quedó repentinamente invadida por montañas de espuma, igual que en la película de Peter Sellers El guateque. En otra ocasión sacó cincuenta ratones blancos de su jaula en un cóctel de gente famosa (al que no estaba invitado). Pero lo que Nicolas echaba más de menos eran los cuentos que le contaba a la hora de acostarse. En una entrevista por televisión afirmó: «Creo que la fértil imaginación de mi padre, las estrafalarias historias que me susurraba antes de apagar la luz de alguna manera modelaron al escritor en que me he convertido». A Nicolas le gustaba evocar esos momentos con su padre, en su dormitorio de la rue Rollin, la habitación donde creció, forrada de sus libros de Tintín, Astérix y Picsou y de sus pósteres de Harrison Ford caracterizado de Indiana Jones o Han Solo. Su madre rara vez lo llevaba a la cama. Era algo que dejaba en manos de su padre, quien se lo tomaba muy en serio. Nicolas se acostaba con las sábanas bien remetidas y la cabeza apoyada en el pecho de su padre, mientras le llegaba el aroma a Eau Savage y a humo de puro que parecía envolver la persona de Théodore Duhamel, aun cuando hubiera apagado el Monte Cristo horas antes.

La historia favorita de Nicolas era la que trataba de lord McRashley. Era morbosa y aterradora, como un cuento de Edgar Allan Poe. Lord McRashley (¿de dónde sacó ese nombre Théodore Duhamel? Sin duda de una antigua película de Louis de Funès titulada Fantômas contra Scotland Yard que Nicolas había visto una y otra vez con su padre) vivía solo en un gélido castillo, muy lejos, donde soplaba el viento del norte, que aullaba como los espíritus necrófagos en la profundidad de la noche. La cena de lord McRashley se la servía cada noche su fiel mayordomo, Jarvis. Seguidamente lord McRashley, iluminándose con una parpadeante vela clavada en una pesada palmatoria de plata y seguido por un ejército de murciélagos negros, subía a sus aposentos, situados en lo alto de la torre más elevada del castillo. Iba subiendo por aquella escalera de caracol de piedra, muy lentamente, encorvado por el peso de los años, jadeando y estornudando, y cada noche tardaba más, pues la edad se iba acumulando en su cuerpo. El severo retrato de la difunta lady McRashley —todo ángulos y huesos— lo observaba mientras subía por las escaleras. Había un estrecho descansillo con una silla en el que siempre se paraba a descansar un momento. Allí permanecía respirando de manera entrecortada, hasta que se sentía lo bastante fuerte como para reemprender el ascenso. El descansillo era largo y estrecho, tan mal iluminado como el resto de las escaleras, y estaba cubierto de espejos antiguos y medio desazogados, y lord McRashley podía ver, en docenas de reflejos, cómo se iba haciendo cada vez más pequeño. Una noche observó una mota negra en la parte de atrás de su último reflejo. Se dijo que no era más que una mancha en el espejo. Pero noche tras noche, ante su creciente consternación, la oscura mácula parecía hacerse más grande y se le acercaba espejo tras espejo, sigilosamente, y ya tenía miedo de subir las escaleras, temía ver la forma negra, mayor cada noche. Consumido por la angustia, una noche le pidió a Jarvis que subiera con él y casi se desmayó cuando el mayordomo aseveró que no veía nada, nada en absoluto, y mientras tanto la espantosa silueta, o lo que fuera (y cómo temblaba Nicolas al oír esas palabras), se había acercado aún más. No había otras escaleras que condujeran a sus aposentos de la torre superior, y lord McRashley las subía trémulamente, con miedo en su corazón, hasta que una noche aciaga vio que ese detestable espanto solo estaba a un reflejo de distancia. Ahora podía verla con toda claridad, una imagen de la abominación, un espectro que merodeaba, una especie de momia siniestra y con una mueca en la cara, envuelta en una capa negra. ¿Un hombre?, ¿una mujer? En ese momento, generalmente su madre irrumpía en la habitación y exclamaba en tono de burla: «Theo, ¿te parece una historia apropiada para un niño de seis años que está a punto de dormirse?». Théodore Duhamel esperaba a que su madre se marchara y entonces le dirigía ese gesto de tristeza burlona («¡Mujeres!») y ponía los ojos en blanco y decía: «Bueno, Nicolas, ¿quieres que te cuente el final de la historia?». Nicolas agarraba con fuerza su conejo de peluche, Tambor (el personaje de Bambi), y daba saltos en la cama mientras chillaba: «Claro que quiero, ¿qué te has creído?». Aun cuando Nicolas se sabía la historia de memoria, aun cuando la había oído docenas de veces, seguía implorando que se la contaran otra vez. Y así era como volvía a oír que lord McRashley subía las escaleras cada vez más lentamente, mientras la cera le goteaba en la temblorosa muñeca y ni siquiera el ejército silencioso de murciélagos negros osaba subir con él, como si lo supieran. Cuando lord McRashley llegaba al descansillo, descubría que no tenía valor para mirar al espejo, le temblaban las rodillas, que casi ya no le sostenían, y su viejo corazón palpitaba con dolor mientras el sudor le caía por la ajada frente. Finalmente reunía fuerzas para alzar la cara al espejo, gimoteando como un niño, y apenas había tenido tiempo de pronunciar un gemido ahogado, ¡zas!, una sombra negra saltaba del espejo y engullía al pobre viejo de un bocado (y al decirlo la delgada mano de su padre agarraba a Nicolas por el cuello del pijama). Y ése era el final de lord McRashley.

«Tu padre es un héroe para ti, ¿por eso convertiste al padre de Margaux Dansor, Lucca Zeccherio, también en un héroe?». A menudo le hacían esta pregunta a Nicolas. Su padre no era ningún héroe, les decía a los periodistas una y otra vez. Nacido en 1960, Théodore Duhamel no había combatido en ninguna guerra, no se había opuesto a nada, no había resistido ante ningún peligro, ni defendido ningún territorio. No había luchado contra el cáncer ni ninguna otra enfermedad, no había escrito ninguna tesis que cambiara el mundo, ni había inventado ninguna revolucionaria fórmula matemática. No era artista, ni escritor, ni pintor, ni músico, ni director de cine, ni cantante, ni atleta. «La escena de El sobre en la que Margaux va en avión con su padre y un rayo choca contra el aparato ¿le ocurrió realmente a tu padre?», preguntaban invariablemente los periodistas. Sí, era cierto, cuando tenía diez años iba en un avión con su padre y un rayo impactó en el aparato, pero lo convirtió en una escena distinta, la escribió de otra manera, pues era la historia de Margaux, no la suya. Se había acostumbrado a que los periodistas se obstinaran en encontrar semejanzas, por mínimas que fueran, entre el libro y su vida, en busca de un patrón que él ya no podía descifrar y que no le interesaba lo más mínimo. «¿Por qué había escrito El sobre?». A esa reiterada pregunta él siempre contestaba: «Porque tenía esa historia que contar».

Nicolas ha soñado con el episodio de la tormenta eléctrica una y otra vez desde que murió su padre. Cada vez que sube a un avión la recuerda. Todavía ve la larga espalda de su padre, cubierta por un abrigo de loden verde, y los relucientes rizos de su pelo castaño derramándose sobre el cuello del abrigo. Su padre le dijo que se sentara junto a la ventanilla. «Verás mejor y yo necesito el asiento del pasillo para estirar las piernas». Esas largas piernas, con qué viveza las recuerda Nicolas, enfundadas en unos pantalones de pana beis o unos vaqueros, y los mocasines de cuero (de Florencia) que recubrían sus pies delgados y estrechos. No era la primera vez que volaba solo con su padre. Su madre se había quedado en París porque tenía que dar clase y a Nicolas lo habían despachado a Basilea con su padre, que tenía que verse con un cliente. Un cliente que nunca apareció. Acabaron comprando chocolates suizos y tomando un copioso almuerzo en el hotel Trois Rois. («No hace falta que le digas a tu madre que el cliente no ha aparecido». Nicolas asintió mirando a su padre, en un gesto viril. Pero se preguntó por qué su madre no debería saberlo).

El avión no paró de dar saltos. Nicolas nunca había hecho un viaje como ese y comenzaba a sentirse mareado. Pensar en el rösti y el strudel que se agitaban en su barriga no era agradable. El avión subía y bajaba de manera vertiginosa, como si estuvieran en unos frenéticos coches de choque. Nicolas no se atrevía a cogerle la mano a su padre, aunque se moría de ganas. Ahora tenía náuseas y estaba asustado. Miró la cara de su padre. Théodore Duhamel parecía dormir profundamente. Nicolas observó su boca grande y plena, la mandíbula cuadrada, las tupidas cejas. Todavía faltaba otra media hora para llegar a París. ¿Cómo podía dormir su padre en medio de esas turbulencias? Los demás pasajeros estaban temblando. Ojalá su madre estuviera allí. Se habría agarrado a ella como si se tratara de la propia vida. Echaba de menos su tacto, su perfume, su voz tranquilizadora. Mientras Nicolas veía por la ventanilla la aglomeración de nubes negras y llamaba a su madre en susurros, se oyó un trueno aterrador, como si mil bombillas explotaran a la vez, y una neblina azul se abalanzó directamente contra la cara de Nicolas. El avión dio un bandazo. Se oyeron gritos de terror. Él se quedó sentado allí, con los ojos muy abiertos, sin habla, convencido de que le había llegado la hora, de que todos iban a morir en ese mismo momento, de que el avión iba a caer a tierra, donde chocaría y todos perecerían. A su alrededor oía el preocupado balbuceo de las voces, los pasos de las azafatas yendo y viniendo por el pasillo, el llanto de un bebé, y vislumbró un mar de caras volviéndose hacia él, hacia donde la luz azul brillaba con tanta intensidad. «¿Te encuentras bien?», preguntó el hombre sentado al otro lado del pasillo. «Pobrecillo», susurró una rolliza señora delante de él. «¡Qué valiente es!». Al final la mano delgada y bronceada de su padre rodeó la suya. «¡Esto es extraordinario!», exclamó Théodore Duhamel con voz entrecortada, al tiempo que zarandeaba la mano inerte de Nicolas con entusiasmo. «Nicolas, el extraordinario». Nicolas estaba boquiabierto. ¿De qué estaba hablando su padre? ¿Es que no se daba cuenta de lo asustado que estaba su hijo? El tono grave del comandante podía oírse por encima del barullo. Todo el mundo se quedó callado. «Señoras y señores, por favor, mantengan la calma. Ha ocurrido algo singular. Un rayo ha impactado contra el avión. No ha sufrido ningún daño, y me han comentado el caso del joven caballero que está sentado en la fila quince. En breve aterrizaremos en París, por favor, vuelvan a sus asientos». Nicolas parpadeó. ¿Golpeado por un rayo? Apenas podía creer lo que oía. El corazón le golpeaba el pecho como un tamborcito. «¿Y te das cuenta», le preguntó su padre sin aliento, «de que el rayo ha golpeado tu ventanilla, Nicolas? El rayo te ha elegido a ti. De todos los pasajeros sentados en el avión, el rayo te ha elegido a ti». Nicolas levantó la mirada hacia su padre. «¿Y eso qué significa?». Théodore Duhamel le lanzó una radiante sonrisa. «Significa que eres excepcional. Ahora bien, quiero que hagas algo por mí, Nicolas. Escúchame atentamente. Quiero que lo anotes ahora mismo. Quiero que escribas exactamente cómo te has sentido cuando la luz azul te ha explotado en la cara. ¿Lo entiendes? Tienes que captar este momento antes de que desaparezca para siempre, como si hiciéramos una foto, pero con palabras. ¿Lo comprendes?». Théodore Duhamel apretó el timbre para llamar a la azafata, que parecía aturullada y agitada por aquel acontecimiento. «¡Vaya, pero si es ese chico tan valiente que acaba de mencionar el comandante! Me alegro de que te encuentres bien». Nicolas disfrutó de aquella inesperada atención. «Necesitamos una hoja de papel, por favor, mi hijo tiene algo importante que escribir», dijo Théodore Duhamel con su voz de mando. Le entregó su pluma a Nicolas y la azafata le trajo enseguida una hoja. Nicolas recuerda el tacto de la pluma en sus dedos infantiles; todavía conservaba el calor del bolsillo interior del abrigo de su padre, donde este la guardaba normalmente, junto a su pitillera. La pluma de Théodore Duhamel era una Montblanc antigua, en la que había grabado las iniciales TD. La encontró extrañamente pesada, de un negro sedoso y reluciente, y, cuando desenroscó el capuchón, vio que la plumilla dorada tenía motas de tinta azul.

¿Qué se suponía que tenía que escribir? Se le cayó el alma a los pies. El acto de escribir no le producía ningún placer. Era una lata, algo que se hacía en el cole y evocaba la frente arrugada de monsieur Roqueton, el director, siempre dispuesto a saltar a la menor falta de ortografía. ¿Por qué le pedía eso su padre? Nunca le había obligado a hacer los deberes. Ésa era tarea de su madre, que, después de todo, era profesora. Pero no quería decepcionar a su padre. ¿No acababa de decir Théodore Duhamel que Nicolas era extraordinario? No, no podía decepcionarle. Mientras el avión describía un círculo en dirección al aeropuerto de Orly en medio de unas oscuras nubes de lluvia, aunque esta vez se deslizaba suavemente, Nicolas se puso a escribir. La pluma, al no estar acostumbrada a la redondeada letra infantil, comenzó a escupir tinta, pero Nicolas consiguió dominarla, apretando la lengua contra los dientes, y las palabras llegaron, entrelazadas unas con otras, fluyendo hacia el papel, unas dichosas criaturas por fin liberadas que le proporcionaron el placer más inesperado. Llenó toda una página, que entregó ansioso a su padre mientras el avión aterrizaba. Los ojos de su padre pasaban de una palabra a otra, hasta que gritó: «¡Sí!», provocando un sobresalto a su hijo. «¡Eso es! ¡Absolutamente! ¡Qué inteligente has sido al comparar la neblina azul con la esfera de cristal de Rascar Capac!». Nicolas tenía miedo de que relacionar el incidente con la aventura de Tintín en la qu e aparece una aterradora momia (una de sus lecturas favoritas) provocara el desdén de su padre. Por el contrario, eso le entusiasmó aún más a Théodore Duhamel. Le dio una palmada a Nicolas en la espalda tan fuerte que el chaval casi se ahogó. «¡Brillante! ¡Sabía que podías hacerlo!». Cuando llegaron a casa, su padre le leyó aquella página a su madre, quien escuchó en silencio y asintió con la cabeza. Le gustó, pero no pareció tan entusiasmada como su padre.

Hasta catorce años más tarde, cuando Nicolas se sentó a escribir las primeras páginas de El sobre, con la misma Montblanc que escupía tinta, no experimentó de nuevo aquel placer dichoso y exaltado. Exactamente el mismo, el que había sentido en el avión cuando era niño, el que le había arrastrado a un mundo secreto en el que él era el único soberano. Un placer tan intenso, tan puro que sonríe para sí, recordando a Rascar Capac y la neblina azul.