Es hora de comer en el Gallo Nero. Los huéspedes se sientan en el restaurante que hay junto a la centelleante piscina, protegidos del poderoso sol por unas sombrillas color beis claro. Los camareros sirven la comida con su eficaz rutina habitual. Nicolas se da cuenta de que hay nuevos clientes. Dos mujeres americanas, de una edad inconcreta entre cuarenta y sesenta, con los rasgos hinchados y tensos a causa de una cirugía plástica reciente y el exceso de uso de Botox. Ríen con el ronco relincho de las hienas. «¡Oh, Dios mío!», grita una de ellas una y otra vez. «Tiene que ser una broma», se carcajea la otra. Detrás de ellas, una familia italiana, una versión idéntica de la tribu de Vanity Fair del día anterior, el mismo encanto, el mismo glamur. La sesión de fotos se ha interrumpido. El grupo está tomando un tentempié junto al bar, porque la sesión no volverá a emprenderse hasta última hora de la tarde, cuando el calor es menos opresivo. Nelson Novézan almuerza con su novia, encorvado sobre su plato, y pide más vino. Esta mañana tiene la cara especialmente abotargada.

Nicolas se sienta a «su» mesa con Malvina. Mira a su alrededor y se pregunta por qué hoy están ahí todos los huéspedes. Al parecer ningún suceso, por horrendo, escandaloso o atroz que sea, puede llegar a alterar la suprema e insolente tranquilidad del Gallo Nero. Ahí el sol impera, amo y señor, secundado por el mar y el cielo, en todo su esplendor azul.

Nicolas le cuenta a Malvina la llamada a su madre y que un tal Ed ha contestado al teléfono de Emma. Intenta describir la incomodidad de la situación, el alivio al enterarse de que su madre no estaba enferma, y todo el rato se da cuenta de que lleva tanto tiempo sin contactar con ella que no sabe nada de su vida. Le explica que Ed le ha parecido inquietantemente joven, aunque naturalmente podría equivocarse, pues solo han hablado por teléfono y es difícil juzgar la edad de una persona solo por su voz. Malvina sonríe. A Nicolas le molesta su sonrisa. Lo que esperaba era empatía.

Junto a ellos, el señor Wong y la señorita Ming parecen impacientes por iniciar una conversación en su titubeante inglés. Eso es lo último que Nicolas desea. ¿Por qué toda esa gente no se calla y lo deja en paz? Si mencionan el nuevo libro, es capaz de tirarse por el acantilado. Todavía está atónito por lo ocurrido esa mañana. Por su surrealista conversación con Dagmar Hunoldt. La molesta severidad de su tía. La sorprendente noticia de que su madre tiene un amante joven y de que está con él en un barco en Saint-Tropez. Las secuelas del abominable artículo de Laurence Taillefer, igual que si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.

Las americanas operadas siguen partiéndose de risa. Nicolas siente ganas de estrangularlas.

—Ustedes viven en París, ¿verdad? —grita la señorita Ming, con una cara oronda cual luna llena que se bambolea mientras mueve la cabeza arriba y abajo. Es imposible adivinar la edad de la señorita Ming. Parece de porcelana.

—Sí, vivimos en París —responde Malvina tras comprender que Nicolas está demasiado preocupado o poco interesado en contestar.

—Ah, París —chilla el señor Wong—, ¡muy, muy bonito París, sí!

Más asentimientos de sus cabezas morenas y relucientes.

—¿Y ustedes viven en…? —pregunta Malvina, cortés.

La señorita Ming pronuncia unas palabras ininteligibles. Malvina le lanza una mirada a Nicolas en busca de ayuda, pero este se encuentra en otro mundo, en el que ella sabe que no podrá entrar. Es inútil hablar con él ahora. Sin que Malvina lo sepa, la cabeza de Nicolas está llena de mujeres. Las mujeres de hoy. Las esperanzas de Alice. El desaire de Dagmar. La causticidad de Roxane. Los secretos de Emma. El desprecio de Laurence. Las mujeres de la noche anterior. El sueño apacible de Malvina. Los mensajes de Sabina. La lengua de Cassia. Quiere estar en cualquier otro lugar de la Tierra que no sea ese, atrapado en ese lujo azul y perfecto, con todos esos otros huéspedes ricos y consentidos a los que se mima y atiende con suma diligencia. Quizá lo único que le conforte ahora sea pensar en Sabina. Sabina, que le pone a cien con sus mensajes y sus fotos. Sabina es el único solaz que puede tener en esos momentos, al menos mentalmente. Pensar en ella, aunque solo sea en su triángulo rosáceo y dorado, le proporciona un placer secreto.

Llega el camarero para tomar nota. Malvina escoge verduras salteadas servidas con las hierbas y las flores del jardín del Gallo Nero y mozzarella de búfala, mientras que Nicolas se inclina por el salmonete envuelto en flores de calabacín acompañado de arroz negro cremoso con alcachofas. Nicolas observa cómo Novézan no para de beber vino rosado, y se dice que ojalá pudiera sentarse con él y beber juntos, sin decir nada, sin explicaciones, simplemente beber hasta caer redondos. Comienza a experimentar las primeras fases del agotamiento, pues sin duda los excesos de la noche anterior finalmente se hacen sentir. Experimenta una reveladora sequedad en la garganta y le pican los párpados, como si estuvieran cubiertos de arena. Malvina hace lo que puede para comprender lo que la señorita Ming explica por señas con sus manos regordetas. El señor Wong intenta ayudarla dando saltitos en su silla y profiriendo otra serie de sonidos incomprensibles.

—Quieren saber, creo, si has estado en China —susurra Malvina.

—¿A quién le importa? —suspira Nicolas. Malvina se queda mirándolo. Con un esfuerzo, Nicolas dice que sí, que ha estado en Shanghái, Beijing y Hong Kong. Intenta describir la promoción de su libro en China, pero pronto se da cuenta de que la señorita Ming y el señor Wong, a pesar de sus sonrisas entusiastas y sus continuos asentimientos, no le comprenden. De manera que habla más despacio, como si se dirigiera a un obtuso niño de cinco años, y al parecer eso funciona. Les traen la comida y comen en silencio hasta que la señorita Ming, con su papada temblando de impaciencia, comienza a gesticular otra vez.

—No lo aguanto —le farfulla Nicolas a Malvina.

—Sé amable —dice Malvina apenas moviendo los labios.

Los dos se concentran en la señorita Ming. No deja de señalar a Nicolas. No entienden qué diantres quiere decirles. El señor Wong no para de resoplar, como si fuera un motor a vapor, e intenta ayudar a su manera, pero solo consigue empeorar las cosas. Se oye un grito desgarrador. Todo el mundo se vuelve hacia la mujer inglesa, que se lleva de manera estoica a su hijo, el cual no deja de aullar y dar patadas. En cuanto termina ese alboroto, la señorita Ming, ahora con la cara sonrosada, sigue señalando con el dedo a Nicolas y mueve las manos como si fuera una rolliza gallina que cloquea.

En la pantalla de la BlackBerry que está sobre la mesa aparece el número de François. ¡François, su salvador! Nicolas lo coge aliviado.

—Tengo que contestar esta llamada, lo siento. —Se pone en pie sin mirar a Malvina (imagina sus quejas: «Me has dejado sola con esos dos chinos mortalmente aburridos para contestar el teléfono…») y se va corriendo a la terraza. Por fin François le devuelve la llamada. El bueno de François. Sabía que podía confiar en él. Siempre está ahí cuando se le necesita. François nunca decepciona. Siempre está ahí, apoyándolo. François es su único amigo. Su único y verdadero amigo—. ¡Eh, colega! —contesta utilizando la grave y exageradamente viril voz de su adolescencia, esperando que François le replique con un «¡Eh, Khube!».

Pero del otro lado del teléfono le llega un ominoso silencio, como ese momento vacío después del rayo, justo antes de que suene el trueno.

—¿Hola? —dice Nicolas—. ¿Estás ahí?

La voz de François le llega fuerte y clara.

—¿Quién cojones te crees que eres? —Nicolas se da cuenta de que ya no puede decir nada. François sigue hablando con una voz fría—: Me llamas ayer por la noche, borracho, a la una de la mañana, dejando un mensaje patético. Sabes que me levanto temprano para ir a trabajar incluso en sábado, sabes que tengo un niño pequeño y una mujer cuyos nombres ni siquiera recuerdas, porque lo único que te interesa es ser Nicolas Kolt. Me ha encantado oír que estás escribiendo tu futuro best-seller en una isla paradisiaca, mientras el resto de los mortales seguimos con nuestras vidas monótonas y rutinarias. No entiendo a la persona que eres ahora. Ni me interesa. No vuelvas a llamarme. No te molestes.

—¡Espera! —gimotea Nicolas, consiguiendo hablar por fin—. ¡No cuelgues!

—Todavía no he terminado —dice François con su voz gélida—. Colgaré cuando lo haya hecho. He leído el artículo de Laurence Taillefer de esta mañana, como casi todos los franceses. Tiene razón. Eres flor de un día. Te has convertido en un producto. Lo veía venir. Aparte de mí, Delphine es la única que también lo veía venir. La verdad es que ni siquiera eres capaz de escribir un nuevo libro. No posees lo que se necesita para ser escritor. Para ser escritor tienes que sufrir, ya lo sabes. Debes tener en tu interior esa herida oculta. Necesitas sangrar. Tú no sufres. Tú no sangras. Antes sí. Sangraste cuando suspendiste el examen. Sufriste cuando averiguaste quién era realmente tu padre y cuando comprendiste cómo podía haber muerto. Escribiste tu libro con lágrimas y sangre. Y ahora vives de tu éxito mundial. Se te ha subido a la cabeza. Todo te da igual. Gastas. Viajas. Te dejas ver. Sales en las revistas femeninas. Eres el rey de Twitter. La verdad es, Nicolas, que nunca volverás a escribir nada.

Silencio. François ya ha colgado. Nicolas se queda mirando la belleza azul del Mediterráneo. ¿Cómo es posible que aquello que está mirando parezca calmo, sereno, mientras él soporta un infierno interior? Navegan los botes, el sol brilla, los huéspedes comen y ríen, las gaviotas vuelan. Una vista perfecta. Aún no son las tres. Ahora está convencido de que el resto de su vida será una serie de desastres. ¿Qué le espera a continuación? Le da miedo pensarlo. Vuelve lentamente a la mesa, las piernas casi no le sostienen. Le tiemblan las manos y por poco se le cae el teléfono. Ve que ya le han servido el plato. Pero ya no tiene hambre.

—Por fin he comprendido lo que la señorita Ming intentaba explicar —sonríe Malvina triunfante, sin advertir la expresión de su cara—. Quiere saber a qué te dedicas.

Nicolas se siente más abatido que nunca. Creía que la señorita Ming sabía quién era. Su libro se vendió bien en China. Se sienta y, en una especie de estupor, imita con desgana el gesto de escribir y luego un libro, pasando páginas imaginarias con la mano. La señorita Ming le observa con gran atención y aparece un brillo en sus ojos negros. Se queda entusiasmada cuando por fin comprende que Nicolas es escritor. Y lo mismo le ocurre al señor Wong. Aplauden y asienten con la cabeza. Nunca habían conocido a un escritor. ¡Qué emocionante! ¡Qué excitante! Le piden su nombre y el título del libro. Con un gesto cansino, Nicolas escribe ambas cosas en una servilleta de papel. Lo descifran lentamente. Asienten y sonríen. Malvina también sonríe.

Entonces el señor Wong le da unos golpecitos en el hombro, como para animarlo. Y con una amplia sonrisa, dice en voz bien alta:

—¡A lo mejor un día será famoso! ¡Buena suerte, señor!