Escena IV
Aposento en la casa de Leonato.
Entran LEONATO, ANTONIO, BENEDICTO, BEATRIZ, MARGARITA, ÚRSULA, FRAY FRANCISCO y HERO.
FRAILE.— ¿No os dije que era inocente?
LEONATO.— Lo son también el príncipe y Claudio, que la acusaron, víctimas de un error sobre el cual habéis oído discutir. Pero Margarita tiene su parte de responsabilidad en ello, aunque las cosas ocurrieran contra su voluntad, como se infiere, verdaderamente, del curso de su interrogatorio.
ANTONIO.— Vaya, me alegro de que todo acabe tan bien.
BENEDICTO.— Y yo también, pues, de otro modo, a fe que estaba obligado a pedir cuentas al joven Claudio.
LEONATO.— Está bien. Hija mía y vosotras todas, señoritas, retiraos a un aposento, y cuando envíe a buscaros, venid con antifaces. El príncipe y Claudio han prometido visitarme a esta hora. (Salen las damas.) Ya conocéis vuestro papel, hermano. Habéis de hacer de padre de la hija de vuestro hermano, y entregarla al joven Claudio.
ANTONIO.— Representaré mi papel con semblante inmóvil.
BENEDICTO.— Monje, creo que voy a tener que molestaros.
FRAILE.— ¿Para qué, signior?
BENEDICTO.— Para salvarme o para perderme, una de las dos cosas. Signior Leonato, la verdad es ésta, buen signior: vuestra sobrina me mira con ojos favorables.
LEONATO.— Los que le ha prestado mi hija; ésta es la pura verdad.
BENEDICTO.— Y yo la recompenso con ojos de amor.
LEONATO.— Ojos que, según colijo, debéis a mí, a Claudio y al príncipe. Mas, ¿qué deseáis?
BENEDICTO.— Vuestra respuesta, señor, es enigmática. Pero en cuanto a mi deseo es que vuestro buen deseo esté conforme con nuestros deseos, para unirme hoy a ella en estado de honroso matrimonio.
LEONATO.— Mi corazón está con vuestro parecer.
FRAILE.— Y mi ayuda. Aquí llegan el príncipe y Claudio.
Entran DON PEDRO y CLAUDIO con acompañamiento.
DON PEDRO.— Buenos días a esta noble reunión.
LEONATO.— Buenos días, príncipe; buenos días, Claudio. Os esperábamos. ¿Estáis por fin dispuesto a casaros hoy con la hija de mi hermano?
CLAUDIO.— Me atengo a mi promesa, aunque fuera la dama una etíope.
LEONATO.— Llamadla, hermano; he aquí al fraile ya.
Sale ANTONIO.
DON PEDRO.— Buenos días, Benedicto. Pero ¿qué os pasa que tenéis esa cara de febrero, llena de hielo, tormenta y nubarrones?
CLAUDIO.— Supongo que piensa en lo del toro bravo. ¡Vamos! No tengas miedo, hombre; te doraremos las astas, y toda Europa se regocijará contigo, como antaño Europa con el ardiente Jove cuando representó el papel de noble bestia enamorada.
BENEDICTO.— Júpiter toro, señor, tuvo un mugido amable. Y algún toro extraño ha debido de saltar la vaca de vuestro padre, y de la noble empresa resultó, sin duda, un ternero que se os parece, pues tenéis justamente su berrido.
CLAUDIO.— Os adeudo esto. He aquí otra cuenta que arreglar. (Vuelve a entrar ANTONIO con las damas enmascaradas.) ¿Cuál es la dama con que he de hacer pareja?
ANTONIO.— Hela aquí, y yo os la entrego.
CLAUDIO.— ¡Cómo! Entonces me pertenece. Dejadme ver vuestro rostro, hermosa.
LEONATO.— No, no lo veréis hasta que hayáis aceptado de su mano ante este fraile y jurado casaros con ella.
CLAUDIO.— Dadme vuestra mano. Ante este santo fraile soy vuestro esposo, si me queréis.
HERO.— Y cuando vivía era vuestra otra mujer. (Quitándose el antifaz.) Y cuando me amabais erais mi otro marido.
CLAUDIO.— ¡Otra Hero!
HERO.— Nada más cierto. Una Hero murió ultrajada; pero yo vivo, y tan seguro como vivo es que soy doncella.
DON PEDRO.— ¡La primitiva Hero! ¡Hero la muerta!
LEONATO.— Ha estado muerta, señor, sólo mientras vivió su infamia.
FRAILE.— Yo desvaneceré este asombro luego que haya dado fin la sagrada ceremonia. Os hablaré extensamente de la muerte de Hero. En tanto, téngase el portento por trivial y vamos sin demora a la capilla.
BENEDICTO.— Poco a poco y callandito, hermano. ¿Cuál es Beatriz?
BEATRIZ.— (Descubriéndose.) Contesto a ese nombre. ¿Qué me queréis?
BENEDICTO.— ¿Vos no me amáis?
BEATRIZ.— Claro que no; no más de lo razonable.
BENEDICTO.— Vaya, entonces vuestro tío, el príncipe y Claudio se han engañado, pues juraron que sí.
BEATRIZ.— ¿No me amáis vos?
BENEDICTO.— En verdad que no; no más de lo razonable.
BEATRIZ.— Vaya, entonces mi prima, Margarita y Úrsula se han engañado de medio a medio, pues juraron que sí.
BENEDICTO.— Ellos juraron que estabais medio enferma de amor por mí.
BEATRIZ.— Y ellas juraron que estabais casi muerto de amor por mí.
BENEDICTO.— No hay nada de eso. ¿De manera que no me amáis?
BEATRIZ.— No, en verdad; solamente como recompensa amistosa.
LEONATO.— Vamos, sobrina, estoy seguro de que amáis al caballero.
CLAUDIO.— Y yo estoy seguro de que él la ama, pues he aquí un papel escrito de su mano, un soneto cojo, de su propia y singular invención, dedicado a Beatriz.
HERO.— Y he aquí otro, escrito de mano de mi prima, caído de su bolsillo, que contiene su afección por Benedicto.
BENEDICTO.— ¡Milagro! ¡He aquí nuestras propias manos contra nuestros corazones! Vamos, te tendré; pero, por esta luz, que te tomo por lástima.
BEATRIZ.— No he de rechazaros; pero, por este día radiante, que es por ceder a la gran influencia persuasiva y en parte por salvaros la existencia, pues me han dicho que os estabais consumiendo.
BENEDICTO.— ¡Silencio! Voy a cerraros la boca. (La besa.)
DON PEDRO.— ¿Qué tal te va, Benedicto, el hombre casado?
BENEDICTO.— Voy a decirte cómo, príncipe. Un colegio de burlones no me haría cambiar de carácter. ¿Pensáis que me importan una sátira o un epigrama? No; si un hombre se deja abatir con mofas, nada provechoso conseguirá para sí. En suma, ya que estoy decidido al matrimonio, no se me dará nada de lo que el mundo diga por ello; y, en consecuencia, será en vano que se me insulte por lo que he dicho contra él, pues el hombre es un ser voluble; y con esto basta. Por lo que a ti respecta, Claudio, pensé haberte golpeado; mas, como parece que vas a ser pariente mío, vive intacto y ama a mi prima.
CLAUDIO.— Bien esperé yo que rechazaras a Beatriz, para haberte sacado a palos de tu vida de soltero y hecho de ti un hombre de dos caras; lo que acontecerá, sin disputa, si mi prima no te vigila muy estrechamente.
BENEDICTO.— Vamos, vamos, somos amigos. Tengamos un baile antes de casarnos, para aligerar nuestro corazón y los talones de nuestras mujeres.
LEONATO.— Ya bailaremos después.
BENEDICTO.— ¡Antes, por mi palabra! ¡De consiguiente, tocad, músicos! Príncipe, estás triste. ¡Búscate mujer, búscate mujer! ¡No hay bastón más respetable que el que termina en cuerno!
Entra un MENSAJERO.
MENSAJERO.— Señor, vuestro hermano Juan ha sido detenido en su fuga, y se le trae a Mesina con gente armada.
BENEDICTO.— No pienses en él hasta mañana. Yo te sugeriré para él un duro castigo. ¡Sonad, chirimías! (Baile. Salen.)