Escena III
Una calle.
Entran DOGBERRY y VERGES, con la ronda.
DOGBERRY.— ¿Sois gente honrada y fiel?
VERGES.— Sí, pues de lo contrario sería lástima que no sufrieran eterna salvación en cuerpo y alma.
DOGBERRY.— No, que eso sería un castigo demasiado benigno para ellos, si tuvieran tan sólo un átomo de lealtad, puesto que han sido elegidos para la ronda del príncipe.
VERGES.— Está bien; dadles la consigna, vecino Dogberry.
DOGBERRY.— En primer lugar, ¿quién creéis que es el más incapacitado para hacer de alguacil?
GUARDIA PRIMERO.— Hugo Oatcake o Jorge Seacoal, señor, pues saben leer y escribir.
DOGBERRY.— Venid acá, vecino Seacoal. Dios os ha favorecido con un buen nombre. Ser un hombre guapo es un don de la fortuna, pero saber leer y escribir depende de la naturaleza.
GUARDIA SEGUNDO.— Cosas ambas, maese alguacil...
DOGBERRY.— Que poseéis vos. Sabía que iba a ser ésa vuestra respuesta. Está bien. En lo que concierne a ser un hombre guapo, ¡bah!, señor, dadle a Dios las gracias y no os envanezcáis; y respecto de vuestra lectura y escritura, mostradlas cuando no haya necesidad de vanidad semejante. Pasáis aquí por el hombre más insensato y el más a propósito para alguacil de la ronda. Cargad, pues, con la linterna. Ésta es vuestra consigna: «Comprenderéis» a todos los vagabundos y mandaréis a todo el mundo que se tenga, en nombre del príncipe.
GUARDIA PRIMERO.— ¡Ah! ¿Y si hay quien no se quiere tener?
DOGBERRY.— Bien. Entonces no os ocupéis de él, sino dejadle partir; e inmediatamente llamad a los demás de la ronda, y agradeced a Dios el haberos desembarazado de un bellaco.
VERGES.— Si no quiere tenerse al serle mandado no es súbdito del príncipe.
DOGBERRY.— Cierto, y ellos no han de meterse sino con los súbditos del príncipe. Y no armaréis ruido en las calles, pues ronda que chacharea y habla es cosa «tolerable» y que no se puede sufrir.
GUARDIA SEGUNDO.— Más bien habremos de dormir que charlar; sabemos lo que concierne a una ronda.
DOGBERRY.— Vaya, habláis como un guardia veterano y tranquilísimo, pues no veo en qué pueda ofender el dormir. Solamente debéis tener cuidado con que no os roben los chuzos. Bien; llamad en todas las cervecerías y mandad a los que estén borrachos que se retiren a la cama.
GUARDIA PRIMERO.— ¿Y si no quieren?
DOGBERRY.— Pues, en ese caso, dejadles tranquilos hasta que se despejen. Si entonces no os dan mejor contestación, podéis decir que les tomasteis por quienes no eran.
GUARDIA PRIMERO.— Está bien, señor.
DOGBERRY.— Si os encontráis con un ladrón, podéis sospechar, por razón de vuestro cargo, que no es una persona honrada; y en cuanto a semejante especie de hombres, cuanto menos tratéis u os metáis con ellos, tanto más ganará, por cierto, vuestra reputación.
GUARDIA SEGUNDO.— Si nos consta que es un ladrón, ¿no le echaremos mano?
DOGBERRY.— Verdaderamente, podéis, en virtud de vuestro oficio; pero opino que quienes tocan la pez suelen mancharse. El procedimiento más pacífico, si topáis con un ladrón, es dejarle que se conduzca como quien es y que se abstenga de vuestra compañía.
VERGES.— Siempre habéis pasado por hombre misericordioso, compañero.
DOGBERRY.— A decir verdad, no quisiera voluntariamente ahorcar a un perro; mucho menos a un hombre que no tiene honradez alguna.
VERGES.— Si oyerais gritar a un niño en la noche, debéis llamar a la nodriza y ordenarla que le haga callar.
GUARDIA SEGUNDO.— ¿Y si la nodriza está durmiendo y no quiere oírnos?
DOGBERRY.— Pues entonces marchaos en paz y dejad que el niño la despierte con sus chillidos, pues la oveja que no atiende al cordero cuando bala, no responderá al ternero cuando muja.
VERGES.— Es muy cierto.
DOGBERRY.— He aquí el fin de la consigna. Vos, alguacil, representáis al mismo príncipe en persona. Si tropezáis con él de noche, podéis detenerle.
VERGES.— No, por la Virgen; yo creo que no puede.
DOGBERRY.— Apuesto cinco chelines contra uno, con cualquiera que conozca los estatutos, a que puede detenerle. Claro está, ¡pardiez!, que no ha de ser sin la anuencia del príncipe, porque, en verdad, la ronda no debe ofender a nadie, y es ofensa detener a un hombre contra su voluntad.
VERGES.— Por la Virgen, que ésa es mi opinión.
DOGBERRY.— ¡Ja, ja, ja! Vaya, maeses, buenas noches. Si ocurre algo grave, llamadme a mí. Guardad el secreto de vuestros camaradas y los vuestros propios, y buenas noches. Vamos, vecino.
GUARDIA SEGUNDO.— Conque, maeses, ya habéis oído la consigna. Vamos a sentarnos en el poyo de la iglesia hasta las dos, y después a la cama.
DOGBERRY.— Una palabra más, honrados vecinos. Os ruego que rondéis la puerta del signior Leonato, pues celebrándose allí boda mañana, hay gran bullicio esta noche. Adiós; estad «vigilantes», os suplico. (Salen DOGBERRY y VERGES.)
Entran BORACHIO y CONRADO.
BORACHIO.— ¡Qué hay! ¡Conrado!
GUARDIA PRIMERO.— (Aparte.) ¡Silencio! ¡No os mováis!
BORACHIO.— ¡Conrado, digo!
CONRADO.— Aquí estoy, hombre, pegado a tu codo.
BORACHIO.— Por la misa, y que sentí comezón en él. Pensé que iba a salirme un compañero sarnoso.
CONRADO.— Ya te contestaré de manera adecuada a eso; y ahora, prosigue con tu relato.
BORACHIO.— Apártate aprisa bajo este cobertizo, que empieza a lloviznar, y, como un verdadero borracho, te lo contaré todo.
GUARDIA PRIMERO.— (Aparte.) Alguna traición, maeses. No os mováis aún.
BORACHIO.— Has de saber, pues, que he obtenido mil ducados de don Juan.
CONRADO.— ¿Es posible que infamia alguna se venda tan cara?
BORACHIO.— Mejor harías en preguntar si es posible que infame alguno sea tan rico; pero cuando los infames ricos tienen necesidad de los infames pobres, los pobres pueden reclamar el precio que quieran.
CONRADO.— Me asombro de ello.
BORACHIO.— Eso muestra que no estás iniciado. Ya sabes que la moda de una ropilla, de un sombrero o de una capa nada hacen al hombre.
CONRADO.— Sí, componen su traje.
BORACHIO.— Me refiero a la moda.
CONRADO.— En efecto, la moda es la moda.
BORACHIO.— ¡Quita allá! Eso es tanto como decir que un necio es un necio. Pero ¿no ves la moda, qué pícaro deforme es?
GUARDIA PRIMERO.— (Aparte.) Conozco a ese Deforme, un pícaro ladrón que merodea por ahí hace siete años, y va vestido de caballero. Recuerdo su nombre.
BORACHIO.— ¿No has oído a alguien?
CONRADO.— No, era la veleta de esa casa.
BORACHIO.— ¿No ves, te decía, qué pícaro deforme es esa moda? ¡Qué vertiginosamente trastorna a cuantos tienen la sangre caliente desde los catorce a los treinta y cinco años! A veces los disfraza a manera de soldados de Faraón en un lienzo ahumado; otras veces los viste como sacerdotes del dios Baal en las vidrieras de los antiguos templos; a menudo los atavía a semejanza del Hércules cercenado de las tapicerías apolilladas y mugrientas, donde su miembro aparece tan gordo como su maza.
CONRADO.— Veo todo eso, y veo también que la moda gasta más ropa que el hombre. Pero tú mismo, ¿no tienes la cabeza trastornada por la moda, pues te apartas del relato que ibas a contarme, para divagar con ella?
BORACHIO.— No, de ningún modo. Sabe, pues, que esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola Hero. Asomada a la ventana del aposento de su señorita, me ha dado mil veces las buenas noches... Pero te cuento con torpeza la historia... He debido comenzar diciéndote cómo el príncipe, Claudio y mi amo, apostados, colocados y advertidos por mi amo don Juan, presenciaron desde lejos en el jardín esta cita amorosa.
CONRADO.— ¿Y creyeron que Margarita era Hero?
BORACHIO.— Dos de ellos lo creyeron; pero el diablo de mi amo sabía que era Margarita; y en parte por los juramentos con que los había ya embaucado, en parte por la oscuridad de la noche, que los ofuscó; pero sobre todo por mi villanía, que confirmó cierta calumnia inventada por don Juan, lo cierto es que Claudio salió de allí enfurecido; juró que se reuniría con ella, según estaba acordado, a la mañana siguiente, en el templo, y que allí, ante toda la concurrencia, la avergonzaría con lo que había visto la noche anterior y la enviaría de nuevo a su casa sin marido.
GUARDIA PRIMERO.— ¡En nombre del príncipe, daos presos!
GUARDIA SEGUNDO.— Avisad al señor alguacil mayor. Hemos descubierto aquí la más peligrosa obra de libertinaje que se ha cometido jamás en el Estado.
GUARDIA PRIMERO.— Y anda en ello un tal Deforme. Le conozco; lleva un rizo...
CONRADO.— ¡Señores, señores!
GUARDIA SEGUNDO.— Ya daréis noticias de ese Deforme, os aseguro.
CONRADO.— Pero señores...
GUARDIA PRIMERO.— Ni una palabra. Os intimidamos a que os dejéis obedecer y nos sigáis.
BORACHIO.— ¡Es posible que resultemos una excelente mercancía, habiendo sido adquiridos por los chuzos de hombres como éstos!
CONRADO.— Una mercancía empapelada, os lo aseguro. Vamos, os obedeceremos. (Salen.)