Escena I
Ante la casa de Leonato.
Entran LEONATO y ANTONIO.
ANTONIO.— Si continuáis así, os causaréis la muerte, y no es razonable secundar de tal modo la pena contra uno mismo.
LEONATO.— Cesa, por favor, en tus consejos, que caen tan sin provecho en mis oídos como el agua en un tamiz. No me aconsejes, ni permitas que consuelo alguno encante mis oídos, a no ser que proceda de alguno cuyas desgracias se comparen a las mías. Encuéntrame un padre que haya amado a su hija tanto como yo; cuya felicidad, puesta en ella, haya sido aniquilada como la mía, y pídele que hable de paciencia. Mide su dolor por la extensión y hondura del mío, y que a cada lamento responda otro lamento, pena por pena igual en todo, en cada rasgo, parte, aspecto y forma. Si tal hombre sonríe de grado y se atusa la barba, manda a la aflicción a paseo, grita «ejem» cuando debiera gemir, remienda su dolor con proverbios y ahoga sus infortunios bebiendo con los gastacandelas, tráemelo luego, y de él aprenderé paciencia. Pero tal hombre no existe, porque, hermano mío, los hombres pueden aconsejar y proferir palabras de consuelo ante aquellos pesares que no sienten; mas cuando los experimentan, su consejo se convierte en cólera, el mismo que antes pretendían daros como precepto medicinal contra la rabia, probando a encadenar la locura con un hilo de seda, a calmar el dolor con aire y la agonía con vocablos. No, no; es un deber de todos los hombres predicar paciencia a cuantos se retuercen bajo el peso de la desdicha; pero ninguno tiene virtud ni entereza para mantenerse tan moralizador cuando esa misma desdicha pesa sobre él. Por lo tanto, no me des consejos. Mis penas gritan más alto que tus reflexiones.
ANTONIO.— En esto no difieren en nada los hombres de los niños.
LEONATO.— ¡Silencio, por favor! Quiero ser de carne y sangre. Porque todavía no se ha encontrado un filósofo capaz de soportar pacientemente un dolor de muelas, no obstante escribir bajo la inspiración de los dioses y burlarse del hado y del sufrimiento.
ANTONIO.— Sin embargo, no echéis sobre vos todo el peso de la desventura; que aquellos que os han ofendido sufran también.
LEONATO.— En eso hablas con razón. Sí, he de pensarlo. Mi alma me dice que Hero ha sido calumniada, y lo sabrá Claudio, así como el príncipe y todos aquellos que de tal modo la han deshonrado.
ANTONIO.— Aquí vienen el príncipe y Claudio a toda prisa.
DON PEDRO.— Buenos días. Buenos días.
CLAUDIO.— Buenos días a ambos.
LEONATO.— Oíd, señores...
DON PEDRO.— Llevamos alguna prisa, Leonato.
LEONATO.— ¡Alguna prisa, señor! Bien; adiós, señor. ¿Tanta prisa ahora? Bien, ya nos veremos.
DON PEDRO.— Además, no busquéis querella con nosotros, buen anciano.
ANTONIO.— Si pudiera obtener satisfacción por una querella, alguno de nosotros mordería el polvo.
CLAUDIO.— ¿Quién le ha ofendido?
LEONATO.— ¡Tú, por mi fe, me has ofendido! ¡Tú, impostor! ¡Tú! ¡No, no eches mano a la espada! ¡No te temo!
CLAUDIO.— ¡Pardiez! Maldita sea mi mano, si diera a vuestra vejez motivo alguno de temor. Por mi fe, mi mano nada quiere con mi espada.
LEONATO.— ¡Quita, quita, hombre! No te mofes ni te burles de mí. No hablo como un viejo caduco o como un necio para jactarme, bajo el privilegio de la edad, de lo que hice cuando era joven o de lo que haría si no fuera viejo. Sabe, Claudio, y cara a cara te lo digo, que nos has ultrajado de tal manera a mi hija y a mí, que me veo obligado a dar de lado todo respeto y, a pesar de mis cabellos grises y de los achaques de mis muchos años, te reto a prueba varonil. Te digo que has calumniado a mi inocente hija. Tu injuria traspasó su corazón de parte a parte, y reposa enterrada con sus mayores. ¡Oh, en una tumba donde jamás durmió el oprobio, salvo este tuyo, urdido por tu infamia!
CLAUDIO.— ¿Mi infamia?
LEONATO.— ¡Tu infamia, Claudio; tu infamia, te repito!
DON PEDRO.— Os equivocáis, anciano.
LEONATO.— ¡Señor, señor! ¡Lo probaré en su cuerpo, si se atreve, a despecho de su esgrima certera y de su activa práctica, su juventud de mayo y la floración de su fuerza!
CLAUDIO.— ¡Dejadme! No quiero nada con vos.
LEONATO.— ¿Es posible que así me rehuyas? Tú mataste a mi hija; si me matas a mí, mancebo, habrás matado a un hombre.
ANTONIO.— Matará a nosotros dos, y a hombres en verdad. Mas la cuestión no es ésa. Que mate a uno primero. Que me venza y me despoje. Dejadle que conteste. Vamos, seguidme, muchacho; vamos, señor rapaz; vamos, acompañadme. Señor mancebo, a azotes repeleré vuestra esgrima. Sí; como soy caballero, que lo haré.
LEONATO.— Hermano...
ANTONIO.— Calmaos. Dios sabe lo que amaba a mi sobrina. ¡Y ha muerto, calumniada de muerte por villanos, que así se atreverán a hacer frente a un hombre como yo a asir a una serpiente por la lengua! ¡Mozuelos, micos, fanfarrones, moharrachos, maricas!
LEONATO.— ¡Hermano Antonio!...
ANTONIO.— Estad tranquilo. ¡Cómo, hombre! Los conozco bien. ¡Ya lo creo! Y sé lo que pesan hasta el último adarme: mocosuelos, baladrones, petimetres, que mienten, adulan, befan, desacreditan y calumnian, y con trazas de bufón afectan aires terribles y emplean una docena de términos de amenaza para explicar cómo herirían a sus adversarios, si se atrevieran. ¡Y eso es todo!
LEONATO.— Pero hermano Antonio...
ANTONIO.— Vamos, esto no os compete: no os mezcléis en ello. Corre de mi cuenta.
DON PEDRO.— Caballeros, no queremos excitar vuestro enojo. Mi corazón está desolado por la muerte de vuestra hija; pero, por mi honor, que de nada fue culpada que no estuviera cierta y verdaderamente probado.
LEONATO.— Señor, señor...
DON PEDRO.— No quiero oíros.
LEONATO.— ¿No? Vamos, hermano, fuera de aquí. ¡Quiero que se me oiga!
ANTONIO.— ¡Y se os oirá, o a alguno de vosotros ha de pesarle! (Salen LEONATO y ANTONIO.)
Entra BENEDICTO.
DON PEDRO.— Mirad, mirad. Aquí viene el hombre a quien buscábamos.
CLAUDIO.— Hola, signior, ¿qué hay de nuevo?
BENEDICTO.— Buenos días, señor.
DON PEDRO.— Bienvenido, señor. Por poco llegáis a tiempo para intervenir casi en una pendencia.
CLAUDIO.— Hemos estado a punto de que nos mascaran las narices dos viejos desdentados.
DON PEDRO.— Leonato y su hermano. ¿Qué te parece? De haber venido a las manos, no dudo de que hubiéramos sido demasiado jóvenes para ellos.
BENEDICTO.— A mala querella no hay valor verdadero. Venía en busca de los dos.
CLAUDIO.— Nosotros andábamos arriba y abajo buscándote, porque estamos de melancolía hasta el cogote y de buena gana nos sacudiríamos de ella. ¿Quieres hacer uso de tu ingenio?
BENEDICTO.— Lo llevo en la vaina de mi espada. ¿Tiro de él?
DON PEDRO.— ¿Llevas tu ingenio al lado?
CLAUDIO.— Nunca se vio tal cosa, aunque hay muchos cuyo ingenio hay que dejar a un lado. Te mandaré desenvainar, como hacemos con los ministriles. Desenvaina para distraernos.
DON PEDRO.— A fe de hombre honrado que se le ve palidecer. ¿Estás enfermo o enojado?
CLAUDIO.— ¡Cómo! ¡Ánimo, hombre! Aunque de pesar se muere el gato, tú tienes temple bastante para dar muerte al pesar.
BENEDICTO.— Señor mío, me encontraré con vuestro ingenio en el terreno, si es a mí a quien se dirigen vuestros ataques. Os ruego mudéis de tema.
CLAUDIO.— Pues dadle entonces otra lanza; esta última se ha roto en astillas.
DON PEDRO.— Por esta luz, que se pone cada vez más pálido. Creo que es de veras su enojo.
CLAUDIO.— Si lo es, ya sabe cómo ha de volverlo al cinto.
BENEDICTO.— ¿Queréis oír una palabra a solas?
CLAUDIO.— ¡Dios me libre de un desafío!
BENEDICTO.— (Aparte, a CLAUDIO.) Sois un villano. No lo digo de broma. Os lo haré bueno donde, como y cuando gustéis. Dadme una satisfacción, o publicaré vuestra cobardía. Habéis matado a una dama sin par, y su muerte os costará cara. Contestadme.
CLAUDIO.— Bien; me veré con vos, a condición de que sea un buen banquete.
DON PEDRO.— ¿Cómo? ¿Un festín? ¿Se trata de un festín?
CLAUDIO.— Sí, a fe mía, y se lo agradezco. Me invita a cabeza de ternera y a capón. Si no les trincho esmeradamente, echad la culpa al cuchillo. ¿No habrá también alguna chocha?
BENEDICTO.— Señor, vuestro gracejo va a paso de andadura; marcha lisamente.
DON PEDRO.— Voy a repetirte cómo elogió Beatriz tu ingenio el otro día. Le dije que tenías mucha gracia. «Es verdad —dijo ella—, mucha gracia menuda». «No —dije yo—, una gracia enorme». «En efecto —prosiguió ella—, enorme de puro grosera». «No tal —continué yo—, es una gracia fina». «Justamente —replicó—, no hiere a nadie». «De ninguna manera —continué diciéndole—, es un caballero discreto». «Cierto —repuso—, un discreto caballero». «No es eso —exclamé—, posee muchas lenguas». «Sin duda —agregó—, pues me juró una cosa el lunes por la noche, que desmintió el martes por la mañana: ahí tenéis una lengua doble, ahí tenéis dos lenguas». Y así, durante una hora se entretuvo en desfigurar tus peculiares virtudes. Menos mal que finalizó con un suspiro, asegurando que eras el hombre más perfecto de Italia.
CLAUDIO.— Con lo cual se echó a llorar de todo corazón y dijo que eso le tenía sin cuidado.
DON PEDRO.— Sí, así fue. Sin embargo, y a pesar de todo, si no le odiara mortalmente, le amaría con delirio. Todo nos lo contó la hija del viejo.
CLAUDIO.— Todo, todo; y, por otra parte, Dios le había visto cuando se escondió en el jardín.
DON PEDRO.— Pero ¿cuándo colocaremos las astas del toro bravo en la frente del sensible Benedicto?
CLAUDIO.— Eso es, y con un letrero debajo, que diga: «¡Aquí vive Benedicto, el hombre casado!».
BENEDICTO.— Dios os guarde, mozo. Conocéis mi estado de ánimo. Os dejo ahora a vuestro humor comadresco. Blandís vuestras pullas como los fanfarrones sus hojas, las cuales, a Dios gracias, a nadie hieren. Alteza, os agradezco vuestras muchas amabilidades, pero me veo obligado a rehusar vuestra compañía. Vuestro hermano el bastardo ha huido de Mesina; entre los tres habéis ocasionado la muerte de una incomparable e inocente dama. Por lo que toca al señor Lampiño, aquí presente, él y yo nos veremos las caras; y hasta entonces, la paz sea con él. (Sale.)
DON PEDRO.— Está serio.
CLAUDIO.— Y tan serio. Y os aseguro que es por amor de Beatriz.
DON PEDRO.— ¿Y te ha desafiado?
CLAUDIO.— Muy formalmente.
DON PEDRO.— ¡Qué peregrina cosa es un hombre cuando sale a correrla en ropilla y calzas y se olvida del ingenio!
CLAUDIO.— Es entonces un gigante comparado con un mono; pero puede ocurrir que el mono sea a su lado un doctor.
DON PEDRO.— Mas callad; basta de eso. ¡Despierta, corazón, y ponte triste! ¿No dijo que había huido mi hermano?
Entran DOGBERRY, VERGES y la ronda, con CONRADO y BORACHIO.
DOGBERRY.— Vamos con vos, señor. Si la justicia no logra domaros, que no vuelva a pesar más razones en su balanza. No, como ya habéis sido un hipócrita blasfemo, habrá que poneros a buen recaudo.
DON PEDRO.— ¿Qué es esto? ¡Dos criados de mi hermano presos! ¡Y uno de ellos es Borachio!
CLAUDIO.— Informaos enseguida de sus delitos, señor.
DON PEDRO.— Oficiales, ¿qué delito han cometido estos hombres?
DOGBERRY.— ¡Pardiez!, señor; han esparcido rumores falsos; además, han dicho mentiras; segundo, son calumniadores; sexto y último, han desmentido a una dama; tercero, han «verificado» cosas injustas; y, para concluir, son bellacos embusteros.
DON PEDRO.— Primero, te pregunto qué han hecho; tercero, te interrogo cuál es su delito; sexto y último, por qué están presos; y, para concluir, ¿qué cargos les imputáis?
CLAUDIO.— ¡Bien razonado y por su propio orden! Y, a fe, de una manera que no hay más que pedir.
DON PEDRO.— ¿A quién habéis ofendido, maeses, para venir así atados antes de vuestro interrogatorio? Este sabio alguacil es demasiado alambicado para hacerse entender. ¿Cuál es vuestro delito?
BORACHIO.— Amado príncipe, acceded a que no vaya más lejos mi interrogatorio. Oídme, y que después me mate este conde. Os he engañado a ojos vistas. Lo que vuestra discreción no supuso descubrir, estos imbéciles groseros lo han sacado a luz, los cuales me acecharon anoche y me oyeron confesar a este hombre cómo don Juan, vuestro hermano, me había incitado a calumniar a la señora Hero; cómo se os condujo al jardín y me visteis corterjar a Margarita en traje de Hero; cómo la repudiasteis cuando ibais a casaros con ella. Tienen informe por escrito sobre mi villanía, que antes quisiera sellar con mi muerte que repetir en deshonra propia. La dama ha muerto a consecuencia de mi falsa acusación y de la de mi amo; y en suma, no deseo sino el pago debido a un granuja.
DON PEDRO.— ¿No penetran estas palabras como el hierro en vuestra sangre?
CLAUDIO.— ¡He bebido veneno mientras las profería!
DON PEDRO.— ¿Y fue mi hermano quien te indujo a esto?
BORACHIO.— Sí, y me pagó espléndidamente para que lo pusiera en práctica.
DON PEDRO.— ¡Está compuesto y forjado de traiciones! ¡Y ha huido tras esta infamia!
CLAUDIO.— ¡Hero querida! ¡Ahora se me aparece tu imagen en el puro exterior de cuando te amé por vez primera!
DOGBERRY.— ¡Vamos, conducid a los «querellantes»! A estas horas nuestro escribano habrá «reformado» del asunto al signior Leonato. ¡Y vosotros, maeses, no olvidéis especificar, en tiempo y lugar oportunos, que soy un asno!
VERGES.— Aquí, aquí llega maese signior Leonato, y el escribano también.
Vuelven a entrar LEONATO, ANTONIO y el ESCRIBANO.
LEONATO.— ¿Cuál es el miserable? Que vea sus ojos, para que, si tropiezo con otro que se le parezca, pueda huir de él. ¿Cuál de éstos es?
BORACHIO.— Si queréis conocer a quien os ha ultrajado, miradme.
LEONATO.— ¿Eres tú el esclavo cuyo aliento mató a mi inocente hija?
BORACHIO.— Sí, yo tan solo.
LEONATO.— No, no tal, villano, te calumnias. Hay aquí un par de hombres honrados, el tercero huyó, que han mediado en ello. Príncipes, os agradezco la muerte de mi hija. ¡Inscribid la hazaña en vuestros altos y preclaros hechos! Ha sido realizada valerosamente, a poco que lo meditéis.
CLAUDIO.— No sé cómo implorar vuestra indulgencia; mas es preciso que hable. Elegid vos mismo vuestra venganza. Imponedme el castigo que vuestra imaginación fije sobre mi pecado. Sin embargo, no pequé sino por equivocación.
DON PEDRO.— ¡Ni yo tampoco, por mi alma! Y, no obstante, para dar satisfacción a este buen viejo, me presto a soportar el castigo más pesado que le plazca infligirme.
LEONATO.— No puedo haceros que hagáis vivir a mi hija; sería imposible; pero os ruego a ambos declaréis al pueblo de Mesina que murió inocente. Y si vuestro amor por ella os inspirara alguna composición fúnebre, suspendedla como un epitafio sobre su tumba y cantadla a sus restos. Cantadla esta noche. Mañana por la mañana venid a mi casa, y puesto que no habéis podido ser mi yerno, seréis mi sobrino. Mi hermano tiene una hija, efigie casi de mi hija difunta, y única heredera de los dos. Dadle el título que hubierais dado a su prima, y así fenecerá mi venganza.
CLAUDIO.— ¡Oh noble señor! ¡Vuestra bondad me arranca lágrimas! Acepto vuestra oferta, y disponed en adelante del pobre Claudio.
LEONATO.— Mañana, pues, espero vuestra llegada. Me despido por esta noche. Este mal hombre será careado con Margarita, la cual sospecho fue cómplice en la infamia, comprada también por vuestro hermano.
BORACHIO.— No, por mi alma que no lo fue. Ni supo lo que hacía cuando habló conmigo; antes ha sido siempre honesta y virtuosa en todo lo que de ella conozco.
DOGBERRY.— Además, señor (aunque, a la verdad, esto no consta en blanco y negro), el «querellante» aquí presente, el ofensor, me ha llamado asno. Os ruego que lo recordéis al imponerle su castigo. También ha oído hablar la ronda de un tal Deforme. Dicen que lleva una llave en la oreja, y colgado de ella un rizo, y que en nombre de Dios pide dinero prestado, habiendo abusado de modo, y sin pagar jamás, que ya los hombres se han vuelto duros de corazón y no quieren prestar nada ni por amor de Dios. Os suplico que le examinéis sobre este punto.
LEONATO.— Gracias por tu cautela y celo honrado.
DOGBERRY.— Vuestra señoría habla como un «mancebo» agradecido y respetuoso, y ruego a Dios por vos.
LEONATO.— Toma por tus molestias.
DOGBERRY.— Dios proteja la fundación.
LEONATO.— Vete; te descargo de tu peso y te doy las gracias.
DOGBERRY.— Dejo un truhán insigne con vuestra señoría y suplico a vuestra señoría «se» corrija para ejemplo de otros. ¡Dios guarde a vuestra señoría! ¡Consérvese bien vuestra señoría! ¡Dios «restaure» vuestra salud! ¡Os «otorgo» humildemente licencia para partir; y si es de desear un feliz encuentro, que lo «prohíba» Dios! Vamos, vecino. (Salen DOGBERRY y VERGES.)
LEONATO.— Señores, hasta mañana por la mañana, adiós.
ANTONIO.— Adiós, señores. Os esperamos mañana.
DON PEDRO.— No faltaremos.
CLAUDIO.— Esta noche rendiré a Hero el tributo de mis lágrimas. (Salen DON PEDRO y CLAUDIO.)
LEONATO.— (A la ronda.) Llevaos a esos belitres. Hemos de preguntar a Margarita de qué nació su conocimiento con ese hombre depravado. (Salen.)